El baluarte ateniense aparecía inusualmente vigilado por una numerosa fuerza de almogávares. A Blanxart le sorprendió tanto secreto y cautela.
Una macilenta claridad despuntaba entre ráfagas cargadas de humedad. Diego, inmovilizado por el frío, se arrebujó en el capote, con la vista fija en el fortín donde había entrado el armador. ¿Qué habrá sucedido para guardar tanta reserva? ¿Sería verdad, como aseguraban los pilotos, que peligraba la invernada y que partirían en breve con rumbo desconocido? La tripulación murmuraba, dispuesta a oponerse.
El cónsul real en Atenas, un hombre de cráneo rapado y ademanes decididos, se acomodó en un solio de alto respaldo e invitó a Blanxart a secundarle, y a tomar vino de Volpaia. El ministro era tenido por un hombre disoluto y hedonista que solía caer en los vicios de la carne y la gula, aunque era muy sagaz para los negocios. Un tapiz en tonalidades doradas representando un combate mitológico entre Aquiles y Héctor el troyano, decoraba las paredes del glacial torreón. Los blasones, los velones gastados y las panoplias que colgaban de sus muros, refulgían con la remisa luz que penetraba por las troneras, aumentando el perfil anguloso de Albert Rocabertí, amigo del Cargol, quien fijó su mirada en el dignatario, atendiendo a sus palabras.
—Dominar a los enemigos es el único fin en política, Jacint, y ese poder puede esfumarse si no lo sostienes con la astucia —dijo, mientras jugueteaba con un reloj de arena—. De modo que evitar la imagen de vulnerabilidad y llevar la iniciativa son extremos esenciales en la partida que juega Aragón en esta parte del mundo.
Ignoraba a qué se refería, pero el asunto debía de ser grave por su evidente nerviosismo.
—El poder es un bien que hay que utilizar con exactitud, Albert —sancionó Jacint, a sabiendas de que se refería a algún conflicto con los genoveses que le fastidiaría sus proyectos más próximos.
—Así es, y la real orden por la que te he retenido no puede ser más categórica —dijo mirándolo fijamente a los ojos—. Debes partir urgentemente para Alejandría y cumplir con un encargo confidencial del rey nuestro señor don Pedro y de su primo el conde Federico, pues su descuido puede acarrear gravísimas amenazas para nuestro comercio en Oriente.
—Y siendo una cuestión de gobierno, ¿no pueden solventarla los capitanes del rey que holgazanean a su alrededor? Una dotación de almogávares arreglaría el asunto de forma resolutiva. Yo sólo soy un marino y mis hombres no son guerreros.
—No, en modo alguno —lo cortó tajante—. Hemos de ser cuidadosos con la respetabilidad del trono. No debe implicarse ningún representante de la corona, ni tampoco del consulado de Grecia, por lo que te explicaré enseguida el plan.
—Existen amistades extraordinariamente gravosas —le reprochó.
Luchando contra el aturdimiento que lo embargaba, Blanxart prestó oídos.
—Escúchame. Don Federico se muestra tan amigo tuyo como mío. Es socio antiguo de La Roda, participa en sus lucros y te protege con barcos y soldados. En estos momentos resulta preciso que le demostremos lealtad en este servicio, que además nos reportará generosos provechos.
El Cargol le vio algo productivo al asunto.
—Sé que no puedo negarme. Lo aceptaré como un acto de servicio, e incluso de fe. Desembucha ya, Albert. Estoy en ascuas —le rogó inquieto—. ¿De qué se trata esa acción que hasta las gaviotas han enmudecido a mi llegada?
Al cónsul le placía dar vueltas al plan que había ideado y recrearse con los beneficios políticos y materiales que le acarrearía. Así que, tras obsequiar a Blanxart con una sonrisa, miró hacia uno y otro lado por si los escuchaban oídos ajenos. Misterioso, se dispuso a repetir la orden real.
—Préstame atención, Jacint. Aragón está siendo acosado en el mar oriental por sus enemigos naturales, los genoveses. Poseemos señales y un testimonio patente. Por fin hemos despojado de su máscara a la República de Génova. A nuestras espaldas, en el territorio donde tenemos nuestros negocios, han fraguado una treta diabólica, con la intención de arruinar nuestra credibilidad en esta parte del mundo.
—¿Te refieres al País de los Aromas quizás? —y se estremeció Jacint al decirlo.
—Has atinado, Jacint. Escucha —dijo el cónsul, reservado—. Conocíamos ha tiempo que unos tratantes genoveses merodeaban por Nubia y el bajo Nilo. No intuimos un riesgo inminente y los dejamos hacer. Fue el cónsul veneciano de Jerusalén, micer Buffalmacco, el que nos alertó y puso a nuestro servicio su red de agentes. La sorpresa no pudo ser mayor: ayudados por corsarios turcomanos, los genoveses, rompiendo su neutralidad, pretendían acosar la región donde se mueven nuestras caravanas, mediante un golpe espectacular que nos colocaría en una situación embarazosa ante el Gran Nigusa de Etiopía.
La luz de los velones iluminó la faz contraída de Blanxart.
—¡Que el demonio les queme los bofes, redeu! Esos piratas de Génova no dudan en aliarse con infieles y paganos sin alma con tal de desprestigiar la corona de Aragón y envenenar las relaciones en ese país tan vital para nuestras mercaderías.
—Yo afirmaría que es una estratagema desesperada. Ese enclave comercial nos resulta imprescindible y resultaría descorazonador perder su control. Hemos de echar el resto en esta operación, Jacint.
—¿Y qué pérfida maquinación se han atrevido a perpetrar esos fills de puta en nuestras narices? ¿Asaltar las caravanas de la ruta de las Islas de las Especias? ¿Aliarse con los piratas del mar Rojo? Suéltalo ya Albert, o reviento.
El cónsul enmudeció, dejó pasar unos instantes de espera juiciosamente destilados, y cuando observó que Blanxart se tranquilizaba, dijo:
—Nada de eso Jacint. Los genoveses han perpetrado un rapto espectacular.
—¿Qué? ¿Un rapto? ¿De quién? —replicó con incredulidad.
—Por San Miguel, coincidiendo con las solemnidades que se celebran en el reino cristiano de Aksum, unos salteadores turcos secuestraron en Lalibela al príncipe Yekuno, nieto del Nigusa Nagast, nuestro aliado y abastecedor de especias de la Arabia Feliz. ¡Una catástrofe!
Blanxart se estremeció como si le hubiera mordido un alacrán.
—¡No puedo creerlo! ¿Cómo han podido secuestrar a un miembro de la familia real etíope? Ese incidente puede dar al traste con nuestros acuerdos y las pérdidas serán irreparables para La Roda y para Aragón.
—Así lo pensamos en esta cancillería de Grecia —afirmó Rocabertí—. Hemos sabido que condujeron al príncipe rehén al puerto de Wadi Gâsur, en Nubia, y de ahí, Nilo abajo, a Damieta, donde lo aguardaba una galera genovesa. Inmediatamente enviaron al Nigusa el mensaje habitual entre esas gentes. Un código secreto y temible que yo desconocía hasta ahora, y que me heló la sangre.
Jacint, que seguía como petrificado la narración, se ensimismó en una muda deliberación interior. Al fin le contestó con ironía:
—Conozco la señal, Albert, una cuerda con tantos nudos como talegos de oro exigen. Y tal vez la mano, o varios dedos del infeliz. ¿No es así?
—Una oreja exactamente. Por cada nudo piden mil mitqales, o sea cien mil maravedíes. Con esa cantidad los genoveses podrían comprar arneses para todo un ejército, o armar treinta naves de combate para infectar el Mediterráneo. Si tenemos en cuenta, además, que la guerra entre Aragón y Génova es cuestión de meses, el asunto no deja de presentarse peliagudo. Ese desorbitado rescate tiene un doble objetivo: lucrarse y debilitar a Aragón.
A modo de respuesta, el airado armador golpeó la mesa.
—Albert, esta tragedia afectará a la armonía que mantenemos con el Nigusa. Para él todos los europeos componen una única raza regida por el Papa de Roma. Nos asociarán con el secuestro. ¡Que se condenen eternamente esos genoveses de Belcebú, redeu!
—No van por ahí nuestros temores, Jacint. El Nigusa sabe a ciencia cierta que nosotros no hemos participado en el robo de su nieto, pero le indigna que el conflicto que mantenemos con los genoveses se traslade al patio de su casa. Además, el rescate lo pagaríamos los catalanes, pues el costal de pimienta pasaría de veinte doblas a cincuenta. Ese precio arruinará a la larga el comercio de las especias y las maderas preciosas, así como la excelente relación con el rey etíope. ¿Comprendes ahora la ruina que se nos avecina? ¡Nos va la vida en este asunto!
—Pues amigo Albert, permíteme mi opinión. No existe mortal que arregle este desvarío. De modo que no cuente el conde con que me juegue el pescuezo intentando amansar a ese viejo chocho. Esta vez gana Génova, aunque las secuelas en el mercado de las especias pueden ser devastadoras para Cataluña y La Roda.
A pesar de su desazón, el cónsul esbozó un rictus de ironía.
—Aún no hemos malogrado nada, Jacint, no seas impaciente. Más bien diría yo que hemos triunfado. El prestigio de Aragón ante el Nigusa se consolidará aún más —repuso con tono misterioso—. Y ante una más que inminente guerra con la República, cobraremos una ventaja incuestionable. Te lo aseguro.
Blanxart no sabía dónde pretendía llevarlo con aquella paradójica consideración. ¿Qué subterfugio ocultaba el viejo Rocabertí, que ironizaba con una situación tan grave? En los ojos de Blanxart surgió un repentino brillo de incredulidad.
—¿Has bebido acaso, Albert? —le reprochó—. Nos hallamos ante una situación ruinosa, ¿y tú me hablas de victoria? No estoy para bromas, te lo aseguro.
La primera reacción del canciller fue de ocultación. Después adoptó una pose conciliadora y luego carraspeó socarronamente. Ante los atónitos ojos del naviero dio dos palmadas, ordenando al escolta que vigilaba la puerta:
—¡Donat, trae al muchacho! —y Jacint se sumió en la más absoluta confusión.
Ante su perplejidad, apareció un almogávar con un mozuelo de tez tostada como el ébano, al que le faltaba una oreja. El chiquillo se hallaba al borde del sollozo. Se malvestía con una descabalada túnica que le llegaba a la altura de los tobillos, una barreta emplumada y los brazos y pies aparecían adornados con ajorcas de oro del Sudán. El cabello le crecía ensortijado, y su nariz y labios, lejos de ser pulposos como los de su raza, se perfilaban finos y rectilíneos. ¿Quién era aquel niño?
—Tienes ante ti al príncipe Yekuno, nieto del Nigusa. El tesoro más buscado del Mediterráneo —anunció triunfal Rocabertí—. Sano y salvo, y en nuestro poder.
El Cargol contuvo un reniego por respeto. En su mirada un brusco viso de asombro descubrió su sorpresa. La inquietud le recorrió el cuerpo. Venció el primer instante de estupefacción y, balbuciente, pidió una explicación.
—¿Estás de chanza, conseller? ¿Qué broma es esta? Creía que… —dijo balbuceando, y desde ese momento estuvo pendiente de sus labios.
—Te contaré lo que ha acontecido tras el rapto. Tres galeras de su majestad y dos cocas venecianas apostadas en el golfo de Sirte, aguardaron tres semanas a la galeaza genovesa que transportaba al regio mozo. Los espías del embajador de Aragón en Túnez, Bujía y Trípoli, micer Fortuny de Monteanit, no lo perdieron ni un solo instante de vista, avisándonos con fogatas, mensajes cifrados, rápidos jabeques y palomas mensajeras. A finales de octubre fondeó en una guarida de piratas de Cirene, y a la anochecida, burlando a los vigías, cien almogávares irrumpieron en la nave y ejecutaron un aseado, discreto y expeditivo abordaje. Rescataron al príncipe amordazado en las bodegas y la nave fue hundida en un santiamén con sus malparidos genoveses dentro, para así evitar explicaciones en las curias de Europa.
—Sorprendente —alegró el Cargol la cara—. A veces, lo perfecto existe.
—Además, intuyo que su capitán arde en los infiernos preguntándose qué hideputas le arrebataron el negocio con el que ya se relamía de gusto. Esta parte del mar pertenece a Aragón y no permitiremos veleidad alguna a esos ligures de Satanás. Ha sido una advertencia ejemplar que les servirá de escarmiento.
—De modo que habéis salvado la situación. ¿Entonces qué deseáis?
—Salvado a medias Jacint. Únicamente hubo que ejecutar un plan preciso para rescatar al muchacho antes de que lo estrangularan, cosa nada fácil. El mismísimo dux de Venecia, Andrea Contarini, y su Consejo de los Diez, nuestro bienamado rey don Pedro, el señor de Corinto, al marqués de Bondoniza y el conde Federico, autorizaron la operación. Y a la vista están los espléndidos resultados.
Por pura fórmula, ni sarcástico ni cordial, preguntó qué le correspondía ahora a él y a sus hombres en aquel negocio.
—Y ahora hemos de devolver el cabritillo a su redil, ¿no es cierto?
—Cómo me gusta tu clarividencia —sonrió el cónsul—. Así es, Jacint. Y nadie como tú para llevar a cabo ese trabajo, pues pasas por amigo de los traficantes nubios y etíopes. Se ha pactado que su Idenu o virrey, se traslade a recogerlo al puerto de Massana, en el mar Rojo. Yo te esperaré en nuestro consulado de Alejandría, pues hasta que no concluya la operación no respiraré tranquilo. Llevarás una carta del rey don Pedro, en la que se lamenta del proceder de los genoveses, denuncia su vil conspiración y renueva su amistad y antiguos pactos. Serás recibido por el Rey de Reyes como un héroe vengador. ¿Aceptas la misión y juras mantener el secreto?
—No tengo otra opción. No obstante, el viaje entre gentes hostiles presenta riesgos —dijo el Cargol sin reservas—. Quiero saber qué parte nos llevaremos mis hombres y yo en esto. ¿Mitigarán los peligros las ganancias de las que me hablabas?
—Con creces, Jacint. El viejo rey Makonnen, advertido de la eficaz justicia con los raptores, se ha comprometido a retribuir a quien le plante al nieto ante sus ojos, la nada despreciable cifra de cincuenta mil maravedíes. Treinta mil para la corona y veinte mil para ti. Con esa recompensa tus hombres renunciaran a la invernada, a las borracheras y a sus coimas, y antes de la Cuaresma podemos estar de regreso para disfrutarlos. ¿Te seduce el negocio? Los azares te compensarán con el brillo del oro del Nigusa.
Blanxart respiró relajado; hasta parecía desear ver con sus ojos que sus mercados en Etiopía seguían tan inalterables como acostumbraban. Ahora echaba de menos a Zakay, amigo personal del rey etíope, pero ¿qué hacer con el terco judío?
—Nos cambiaremos de jubones, afeitaremos las barbas y aguaremos. Después nos haremos a la mar, para seguir con el vuelo de los íbices hacia el noreste de África. Navegar, siempre navegar. Es mi sino, cónsul. Pero soy viejo y me siento cansado.
Un apretón de manos selló el acuerdo. Pero cuando el funcionario salía, se revolvió de improviso y le dijo con gesto reservado:
—¡Ah! A propósito, Jacint. Con todo este ajetreo de soplones de acá para allá, me ha llegado una confidencia que te interesará. A tu extraviado socio, ese judío Ben Elasar y a su hijo, los han visto en Eritrea hace dos meses. Al padre lo sorprendieron en la ciudad de Aqîq, en una comunidad copta, rodeado de místicos y rabinos, anunciando al mundo la venida inminente del Mesías hebreo y la instauración de la nación judía en Palestina. Los soldanes mamelucos andan también tras ellos, pues no toleran en su imperio rebeliones y mucho menos proclamas de elegidos y enviados. Eso es todo, pensé que te interesaría.
En los ojos del Cargol apareció un brillo singular, pero no se inmutó.
—Magnífica noticia, Rocabertí, pero más aún para un amigo que me acompaña en La Violant, y que con su sabio proceder me salvó de un tumulto entre la marinería. Ya lo conocerás, pues asegura ser hijo de un adalid de almogávares de Montcada. Curiosamente también busca a Zakay y posee como yo mismo una inclinación morbosa por el riesgo. Parece como si hubiéramos unido nuestra suerte a los Elasar. ¿Crees en la coincidencia de destinos, Rocabertí?
El cónsul se mesó la barbilla y pareció recordar algún episodio pasado nada tranquilizador. Hizo una mueca dubitativa y le aclaró en tono reservado:
—Jacint, ¿tú sabías que Zakay ejerció en otro tiempo como almojarife del rey de Castilla y que un asunto de brujería, dicen, lo obligó a emigrar a Cataluña? Fue un hecho oscuro y siniestro que llegó entre chismes cortesanos al castillo de la Aljafería de Zaragoza, donde yo servía como alférez real. Además, no sé por qué razón, mantenía una relación, yo diría que hasta amistosa, con el viejo rey Jaime. ¿No te parece extraño? Ese judío excéntrico siempre me inquietó, créeme.
—Nunca tuvo conmigo esa confidencia —la duda cruzó su mente—. De todas formas, su reaparición hace que este viaje adquiera un sesgo más seductor.
Jacint presuponía que gran parte de la recompensa del Nigusa etíope iría a parar a su faltriquera, pero Rocabertí significaba la garantía de los intereses de La Roda en aquel lugar del mundo y convenía adularlo y no censurar sus actos.
—Bien, Albert, sea pues la voluntad de Dios, del rey y del conde Federico.
—Y que el dominio de Aragón en el Mediterráneo se dilate en el tiempo.
Al cruzar Blanxart el portón, la alargada sombra del estandarte de Aragón cubrió las figuras de los dos hombres, como si un élitro protector los arropara entre sus cuatro poderosas barras carmesíes.
Los matojos secos crujían bajo las botas de Diego y de Felip, el piloto.
Debían apresurarse, pues antes del canto de la Salve del ocaso, la tripulación habría de formar en cubierta. El capitán Blanxart iba a comunicarles un cambio de rumbo que los había intrigado sobremanera, aunque se prometían cuantiosos beneficios y provechos añadidos, por lo que la marinería había aceptado de buen grado saltarse el merecido descanso. Pero Diego sentía la ineludible necesidad de visitar el cementerio catalán y verificar con sus propios ojos que Conrado Galaz había existido realmente y que no era un espejismo de la mente febril de fray Bernardo, o del atrabiliaro Astún, el almogávar.
Compró una cruz destartalada de bronce en el mercado del Ágora y con su amigo Felip treparon por un camino que serpeaba entre colinas sembradas de viñas, que dominaban el mar. El agotado sol rielaba alto, y desde el gris de las laderas de la Acrópolis, el que llamaban castillo de Cetines, contempló las ruinas del Odeón de Herodes Ático y el templo de Teseo, convertido por los catalanes en santuario de San Jorge, lamidos ambos por un fulgor rojizo.
La serena belleza lo estremeció cuando se detuvieron a recuperar el resuello.
Luego aceleraron sus pasos. Diego quería pagar el altruismo del soldado Galaz y al menos rezarle una oración que rescatara su alma de las tinieblas y restañara las heridas del suicidio. El osario, que se abría caótico tras el cementerio, no era precisamente un dechado de pulcritud y orden, sino un zarzal tomado por las ratas y las lagartijas, donde crecían por doquier las malezas y hierbajos. Sólo las hileras de cipreses, alineados frente a los muros, comunicaban con sus esbeltas siluetas a los moradores con el Altísimo. Las lápidas estaban en su mayoría hundidas, torcidas o cuarteadas y montones de piedras y arena sepultaban los restos de muchos guerreros aragoneses.
Al estar desierto, hubieron de buscar por sí mismos durante un buen rato, hasta que Diego, recordando su muerte, husmeó en un rincón donde los sepulcros carecían de cruces. Al poco descubrió, cubierta por la herrumbre y el moho, la tumba de Conrado Galaz. Sus entrañas se encogieron y las piernas le temblaron. La lápida no era de granito, como le había asegurado Pau Astún, sino de tosca pizarra; en ella habían garabateado en ocre, y no tallado a cincel, una frase en latín, aunque aún podía leerse el nombre del malogrado adalid del rey.
Con sus manos, Diego cavó un hoyo e hincó la cruz, en la que colgó un ramo de florecillas raquíticas que había recogido de la trocha. Luego, con la amistosa anuencia del piloto, rezaron un paternóster y un responso de difuntos, rogando al cielo que perdonara el pecado de aquel hombre misterioso y extraño, cuyos apellidos llevaba. Sin saber por qué, antes de abandonar la necrópolis, el nudo que oprimía su garganta se desató y dio rienda suelta a un lloro leve que se mezcló al susurro del mar griego y con el aire de la Acrópolis, donde fulguraba el Partenón, el templo que guardó la imagen de oro y marfil de la virgen Atenea Partenos.
Aunque había expuesto su frágil hombría al examen de Felip, este le dijo:
—Si no se llora por un padre, ¿por quién se ha de llorar? —lo consoló—. Algún día habrás de contarme su historia. Qué incierto es el destino de los mortales, micer Diego. ¡Venir un aragonés a morir a este lugar tan lejano, sin el calor de su terruño! Quiera el Creador que mis huesos reposen en mi Mallorca amada.
En medio de un silencio espeso abandonaron el campo santo, mientras a Diego lo asaltaban los fantasmas de su pasado. «¿Quién sabe realmente la verdad sobre mi nacimiento? Está claro que mi estrella me tiene destinado a nacer dos veces».
El destemplado cuerno de La Violant resonó en el puerto convocando a la dotación, mientras el sol se desvanecía por un horizonte amatista. Una luna, virginal y menguante, se alzaba por poniente, como un vidrio salpicado de aljófar.