Salpicada por la espuma, La Violant rompió impetuosa el oleaje.
En la brumosa lejanía, Barcelona acostada sobre los declives del monte Taber, espiaba a través de los flamígeros ojos de Montjuich y de Vilanova de la Mar la secreta partida de la galera del armador Jacint Blanxart. Muy pocos habían notado su presencia y zarpaba como una embarcación fantasma y corsaria, al margen de las leyes del mar.
El mar batía la quilla con crestas espumosas, mientras embocaba con los soplos propicios las rutas ultramarinas de Berbería y el Helesponto. El estandarte cuatribarrado y la oriflama carmesí de La Roda ondearon al viento en la suavidad del alba, rumbo a las sendas del Mare Aragonensis.
—¡Avante en nombre de la Santísima Trinitat! —tronó la voz del Cargol.
—¡Força Aragó, força La Roda! —clamorearon los marineros su grito de boga.
Diego ofrecía una discreta presencia a bordo y parecía un extraño entre la tripulación. Callaba, y a nadie puso al corriente de sus desdichas. ¿Qué le había empujado a tomar aquel barco? Blanxart aseguraba que la insensatez y él que el deber. Detestaba navegar y no podía disimular su angustia, pero confiaba en el cielo y en su buena estrella. Los marineros le lanzaban miradas furtivas sin aprecio, como si fuera un objeto más de la embarcación. El vértigo, el mareo, la niebla y las náuseas convirtieron sus primeros días en un tormento. El armador le procuró una yacija de cordajes a popa, donde se hacía un ovillo entre su bolsa, los aparejos y el capote y se adormecía acompasado por el vaivén de la nao y las nostálgicas salomas de los marinos, que entonaban al bogar con añoranza lastimera.
Los días se deslizaron con monotonía y la airosa Violant navegaba de cabotaje, al amparo de los puertos. Tras recalar en Mallorca, bajo unos cielos pálidos y siempre tratando de esquivar las naos genovesas y berberiscas, embocó la ensenada de Asinara, en la isla de Cerdeña, para guarecerse de una tormenta que los sorprendió en Spartivento, helada como el rostro del diablo. Los lupanares habían cerrado y la tripulación apenas encontraba alguna taberna abierta o un animado putiferio donde solazarse y calentarse con vino de Etruria.
Un amanecer, el algebrista se dirigió a la amurada a aliviarse el vientre, instante en el que por la mano del diablo, la cebadera, la vela móvil del bauprés que colgaba fuera de La Violant, golpeó contundente contra su brazo. Le pareció que se lo arrancaba de cuajo; percibió un dolor punzante y entró en una espiral de sopor y confusión mental, como si penetrara en el túnel de la muerte. Había perdido las luces mientras se precipitaba a la cubierta, no sabía si vivo o muerto. Cuando recuperó el resuello estaba en manos del barbero que le había vendado el hombro e intentaba hacer que bebiera una infusión de láudano.
—Amigo, no os habéis ido al fondo del mar de puro milagro. ¡A quién se le ocurre evacuar cerca de la cebadera! No era vuestra hora, está claro.
—Gracias, maese sacamuelas. Creí haber cruzado la Estigia de esta vida ¡Me siento destrozado! —replicó el mareado Galaz.
—En dos semanas estaréis como nuevo, pero os dolerá hasta que cicatrice.
—Os dije que esto no era para un rezalatines, pero allá con vuestro capricho —le reprochó el armador, que parecía arrepentido de haberlo enrolado.
—Micer Blanxart, este incidente me hará más avisado. Descuidad.
Poco después, Diego sufrió el primer temporal serio como navegante de La Violant.
La galera se movía como un frágil esquife entre las olas, sacudida por fuertes golpes de mar. Sobresaltado, Diego se acurrucó entre las jarcias sintiendo el miedo en sus entrañas. Soñaba con naufragios, monstruos marinos y con Isabella llamándolo desde el ultramundo, despertándose aterido y cubierto de un sudor gélido. La niebla, espesa y del color de la ceniza reseca, mezclada con la salitrosa cellisca, lo hacían temblar de frío. Pero lo que más le dolía es que nadie de la marinería tomara cuenta de su presencia. Y cuando la bruma se espesaba más, presentía que un demonio lo arrastraría sin remisión al fondo de las aguas. «Santa María protege a este hijo tuyo desamparado en medio del Tártaro».
El mar dejó de sacudirlos, y algunos ruidosos albatros acompañaron la boga.
«Alabado sea el Clemente por su misericordia», rezó Diego agradecido.
La pestilencia también se dejaba sentir en los fondeaderos del Mare Nostrum, y prosperaban por doquier los fuegos purgadores y el pintado de las casuchas con cal viva. Diego tenía el frío metido en los huesos, y además del dolor en la espalda hubo de soportar una fiebre y una comezón en la garganta que lo postró varios días, no sabía si por la contusión o por sus pulmones enfriados. Experimentaba sacudidas compulsivas. Expectoraba una tos seca y en su delirio llamaba a fray Bernardo y a Isabella.
Sin más aprietos que un crudo viento de costado, cubrieron en una semana el trecho que los apartaba de los estrechos de Pantelaria, atentos al horizonte por si divisaban el estandarte de la Cruz Encarnada y el Sanjorge de la República de Génova, para poner millas de por medio.
—Los hideputas de los genoveses —sostenía Blanxart—, parecen oler antes un barco catalán que el oro del Sudán.
Mientras, Diego corría más que reposaba, arrojando por la borda cuanto comía del perol, o acuclillándose sobre la amurada para defecar lo poco que le entraba en el estómago. Dolorido por la atroz herida de su hombro, imploraba al cielo y se afligía pues se le iba dibujando una fea cicatriz blancuzca y mellada. Blanxart, taciturno, dominaba a la dotación, pero apenas si mediaba palabra con él, pues lo consideraba un estorbo.
El Cargol solía recluirse en su camarote, un recoleto santuario en el castillo de popa donde convivía con sus cartas, mapas y hules de marear, sus tesoros más queridos, y con una barragana siciliana de nombre Lauretta, mujer desprovista de pudor, de concupiscentes redondeces y cabellera rojiza, que tañía la viola con maña, para entretenerlo en las horas de holganza. Diego pensaba que era con ella con la que había probado la bondad del afrodisíaco y sonreía con mordacidad.
La furcia se ocultaba a los ojos de la marinería para evitar pendencias y desvaríos, pero la coima no perdía ocasión de mostrar sin recato sus contorneadas honduras y agacharse para mostrar los pechos rosados y llenos, sus piernas perfectas y sus caderas opulentas. Se aseaba al anochecer en un barreño en el castillete y enseñaba lo que un hombre no debe ver si no quiere espolear sus más bajos instintos. A la hora de Completas se arrodillaba y rezaba entregándose a golpes de pecho con su mano izquierda, práctica que intrigaba a la chusma, que la observaba y la deseaba, para en la clandestinidad de la noche masturbarse con el recuerdo de sus prietas carnes.
Aguaron en un villorrio de Sicilia, de miseria espantosa, colgado sobre un talud que sobrevolaban los buitres atraídos por algún cadáver muerto por la pandemia de la purula o la descarná, como llamaban en los reinos de Hispania a la pestilencia. Los naturales, ladrones de naufragios y contrabandistas, con las caras embrutecidas, famélicos y ataviados con sayas negras, permitieron acercarse al embarcadero sólo a cinco marineros por miedo al contagio. Todo lo extranjero era sospechoso y aún no se había olvidado la tragedia de la última plaga negra llegada del mar Negro, una catástrofe peor que la más encarnizada de las guerras.
La suciedad se propagaba por todas partes y la pontana hedía a descomposición y carne quemada, entre piras, cortejos funerarios, romeros quemados, pendones negros y plegarias. Aseguraban que habían muerto casi todos los hombres del pueblo y que muchas mujeres habían enloquecido arrojándose con sus hijos al mar desde los desfiladeros de Marsala, aterrando a los catalanes, que levaron anclas, tras encomendarse a todos los santos. Concluida la aguada, Vadell, el timonel puso rumbo a las fragosas costas de Iliria y a los archipiélagos de Cefalonia, donde otearon naves aliadas de la Serenísima Veneciana, de la Orden Hospitalaria y dromonas del Imperio de Bizancio, que guardaban sus límites con vigilante agresividad.
Las aldeas blancas se apiñaban en las laderas de los cerros verdemar, como copos de nieve prendidos en sus escarpaduras, donde menudeaban las cabras y las espadañas de los monasterios ortodoxos. Y si el mar de Barcelona refulgía como un arroyuelo del Pirineo, aquel brillaba en una paleta de tonalidades glaucas. Al día siguiente, en aguas del Jónico, la quietud de La Violant se trocó en pánico y cundió un pavor agorero entre la marinería. Fue Lucetta quien dio la voz de alarma, sacando a Diego del marasmo en que se encontraba desde hacía días, tendido entre las jarcias como un gusarapo pisoteado, sucio y desfallecido.
—¡Santa Croce, la pestilencia! —gritaba—. ¡Piedad Jesucristo!
Algunos tripulantes andaban espantados y con los rostros pálidos como el estuco. Vomitaban feas hieles, y otros, asomando sus traseros a las bandas de estribor, soltaban al agua los chorretones de sus incontinentes cólicos. Y ni el jarabe de momio les servía. Todos creían que la peste negra había prendido en La Violant y se auscultaban las ingles, temiendo la aparición de los letales bubones. El barbero sanador creía que era una epidemia del llamado Fuego de San Antonio, el que abrasaba las tripas y que sólo el santo podía sanar. No daba abasto, prescribía pócimas de limón y tomillo y aplicaba sangrías, pero sin remedio alguno.
El pavor crecía como las espumas del mar. El mismo Blanxart contrajo la diarrea y muy pocos se libraron de los desgarradores espasmos. Se llegó al paroxismo cuando uno de los remeros murió de la disentería y de los vómitos. El silencio y el miedo se adueñaron de la galera, donde cualquiera era sospechoso de portar el mal. Fue lanzado al mar después del rezo de la Salve. La tripulación, formada frente al pendón, rezó compungida la oración de apestados concebida por el papa Clemente de Aviñón:
—¡Señor Jesuscristo, retira la llama de tu ira y protégenos. Amén!
Pasaban las horas varados en alta mar, sin fuerzas para ejecutar una sola maniobra y sin atreverse a recalar en puerto por miedo a ser tratados como apestados, y soportando además las ráfagas inclementes de un bronco viento del norte. Diego se ovilló en un rincón aguardando acontecimientos, sin mostrar miedo ni decepción, sólo desconcierto. Pronto la superstición cundió entre la marinería que intuía nefastos presagios en el morbo, que parecía conducirlos sin remisión a la muerte, aunque en ninguno aparecieran los estigmas de la peste negra. Habían dejado de comer por pura superchería y únicamente bebían agua, mientras elevaban oraciones a san Roque, patrón de los apestados, y a san Jaime de Compostela, valedor de peregrinos. Pero las fiebres y espasmos de vientre, lejos de aminorar con las oraciones y timiamas proporcionadas por el saludador, crecían en virulencia.
—¡San Roque aparta de nosotros el vómito negro! —oraban desesperados.
Especulaban, murmuraban en corros y como fantasmas deambulaban por cubierta preocupados por las virulencias que les mandaba Dios en aquel siglo negro y fatídico. Con la mirada desencajada, rezaban desesperados rosarios de padrenuestros temiéndose lo peor. Las facciones cetrinas de los marineros, los ojos hinchados, las ojeras con una coloración negra y el destello enfermizo de sus gestos, preocuparon a Diego, quien seguía la patología del brote extremando los cuidados propios, aunque no deducía por los síntomas que fuera de la peste negra, que de ser cierta, ya debería haberse cobrado la vida de la mitad de la marinería. Miraban el cielo por si advertían algún prodigio cósmico que explicara la dolencia, en tanto que remiraban en la bodega y en los pañoles buscando algún ensalmo oculto que les atrajera el mal. Como hurones husmeaban entre los higos de Esmirna, en el vino de Chipre, las manzanas, los limones o las salazones, la presencia de un amuleto maligno.
Diego, mientras la marinería holgazaneaba, examinó por su cuenta las barricas del agua, las cubas del pan, el tocino y las sacas de frutas, e hizo sus propias conjeturas, dados sus conocimientos de herboristería y farmacopea. Pero enmudeció pues nadie había solicitado su parecer, y la nave se regulaba por estrictas obligaciones entre unos y otros, la mayoría, propietarios de La Violant. Muchos participaban en la compañía con sus ahorros, y el barco, según las informaciones de Jaume Felip, el piloto, estaba dividido en compartimientos que pertenecían a distintos dueños, muchos de ellos cómitres y marineros de la dotación.
—Este barco navega bajo las reglas de una comenda o sociedad. Los peligros de la navegación requieren compartir los riesgos y las ganancias. Nuestros sudores y sueldos están a merced del azar de perder o ganarlo todo. La cubierta donde dormís es justamente propiedad del judío que buscáis, pues la nao está dividida en treinta partes, lo que me demuestra seguridad y una justa equidad.
Pronto los enfebrecidos cerebros de unos pocos, ofuscados por el pánico a morir, rompieron la ley de la galera y transformaron sus terrores en rencor y malicia. Un malencarado remero, de nombre Pere Espart, azuzó arteramente a la marinería señalando a Lucetta, la barragana de Blanxart, como la que había provocado la ira de Dios sobre la nao, y por ende la aparición de las enigmáticas dolencias. Conocían su pasado: adepta a los vagabundos monjes de Campania y cansada de errar por media Europa exigiendo la cabeza de los rollizos obispos, había recalado en la taberna de El Patum de Barcelona, donde Jacint la había conocido, convirtiéndola en su concubina, a pesar de estar casado con una noble mujer de los Farriol de Andratx, de Mallorca.
Espart consiguió que parte de la chusma se amotinara y se dirigiera al puente soliviantada para manifestar sus exigencias al armador. En contra de las leyes del mar y las leudas catalanas, asaltaron en tropel la carroza de proa, ante el sobresalto de Blanxart y los pilotos. Se sucedieron gritos, voces, insultos y destrozos de cuanto encontraban a su paso. Un ramalazo de terror se apoderó de todos y Diego temió lo peor. ¿Hasta dónde pueden llegar los sentimientos humanos, cuando se pierde la ecuanimidad ante el pavor a morir?
—Mestre Blanxart, entréganos a esa pecadora para que la pasemos por la quilla. Ella atrae las desgracias desde que navega en La Violant. Exigimos su sacrificio.
—La hemos sorprendido persignándose con la mano izquierda —dijo un cabecilla—. ¡Es una concubina del Maligno! ¿No lo veis claro, capitán?
—Está poseída por el Diablo. ¡Acabemos con el maleficio de una vez!
El Cargol, que salió a traspiés del camarote con una espada de grueso filo desenvainada, fue auxiliado por sus oficiales y timoneles, también armados. No perdió la calma y se enfrentó a la turba con temeridad, mientras los taladraba con su mirada dominante. Diego, acurrucado en un rincón, se acercó al puente asiendo con fuerza su ferralla toledana y se alineó con el armador. La mar rizada y la marea hacían bambolear la nave y crujir las jarcias, y él sentía que su barriga se alborotaba y su cabeza le bailaba en los hombros.
—¡Os estáis jugando la cabeza, y sabéis que podéis ser colgados de las vergas! —los conminó Blanxart asiéndose al barandal a causa de su debilidad.
—Somos fieles a La Roda, pero deshaceros de la mujer y la pestilencia cesará, señor. Es una nigromante que anduvo con herejes y enemigos de Dios —arguyó Pere Espart.
—Esa hembra trae la mala ventura y la ira del cielo. ¡Moriremos todos! —insistieron otros.
Porfiaron en medio de la tensión. Los amotinados proferían duras amenazas que exasperaron al armador, quien veía acercarse el peligro de motín y no tenía fuerzas para detenerlo. Espart empero, no cejaba en el empeño, y arrojando espumarajos por la boca, reclamaba la inmediata inmolación de la entretenida, que se hallaba a buen recaudo en la camareta. Blanxart trataba de persuadirlos con razonamientos, mientras el algebrista rumiaba su temor.
—Vuestra pretensión no es sino un ruin asesinato, que cuando sea conocido por los cónsules del Consolat de Barcelona, acarreará represalias para todos.
Espart, no obstante, esgrimiendo una faca descomunal, azuzaba a sus cómplices a que tomaran por la fuerza a Lucetta y la arrastraran a la quilla. Blanxart palideció ante la presión, y Diego lo advirtió. El resentimiento y la lascivia se dibujaban en los patibularios rostros de aquellos bastardos.
De repente, Galaz, con una serenidad que a él mismo le extrañó, pues temblaba, se adelantó a la chusma como un condenado sumiso. Retuvo el aliento, mientras el corazón le daba un vuelco. Luego habló sereno a los insurrectos:
—¡Amigos, escuchadme! Soy herborista además de matemático y puedo aseguraros que la peste no ha contagiado esta nave. Vuestra enfermedad es otra.
Todos los ojos se clavaron en Galaz, pero la tensión, lejos de aminorar, creció más aún, entre murmullos desaprobatorios. Diego, empero, prosiguió:
—He revisado el pañol de aprovisionamiento, alarmado como todos por la enfermedad, y no he notado presencia del mal, ni de herrumbre o suciedad, pero sí he advertido algo inusual y dañino para la salud. Transportáis gran abundancia de huevos en redecillas sumergidas en las cubas de agua potable, de las que luego bebemos sin más, con sólo apartarlas con el cazo. El método me ha asombrado, pues el líquido ciertamente impide la rotura de los cascarones pero resulta una fuente de contagios para el agua, pues muchos se rompen y se descomponen en el fondo de los barriles.
—Siempre se ha procedido así y nunca ha acarreado enfermedades. ¿Vas a venir tú ahora desde los terrones de Aragón a cambiar nuestros usos? —gritó Espart.
—¡No! Pero puedo jurar por los Evangelios que ese y no otro es el origen del mal que sufrimos todos con mayor o menor virulencia y no esa mujer aterrorizada con vuestras amenazas que tratáis de sacrificar estúpidamente —y señaló el camarote, a sabiendas de que podía correr la misma suerte de la muchacha, del armador y de sus atemorizados oficiales.
La vacilación se extendió entre los sediciosos, que se miraron frustrados.
—¿Y cómo sabes tú, rezalatines de Satanás, que ahí radica el mal que sufrimos? —preguntó el cabecilla—. ¿De qué murió entonces el infeliz Miquel?
—Posiblemente de un cólico miserere o del flujo del vientre, pero no de la plaga negra —atestiguó Diego categórico—. He purgado varios días mi estómago a causa de un resfrío, pues comprobaréis que mi respiración parece el soplillo de un forjador. Desde entonces no he bebido agua directamente de las botas, sino que la he hervido con hojas de nébeda en las hornillas. Así que he deducido que el agua es el origen de la contaminación y no el mal pestilente, como suponéis erróneamente.
Un alargado silencio se adueñó de los levantiscos, que rebajaron sus humos. Blanxart, desde la proa, los observaba absorto y asombrado.
—Yo tampoco he tomado un sorbo de los toneles y a la vista está que no he contraído el morbo —ratificó el timonel—. Galaz puede estar en lo cierto.
—Claro, tú no bebes agua porque sólo engulles Cariñena y morapio del Penedés —dijo un remiche, y todos rieron, lo que hizo enrojecer al marinero.
Diego, sin darles tiempo para replicar, les expuso el plan que ya había madurado si arreciaba el desarreglo y prendía virulentamente en la marinería. Lo había visto hacer a fray Bernardo decenas de veces cuando la diarrea atacaba a los monjes de la abadía de San Juan.
—Si micer Jacint lo aprueba, propongo vaciar los toneles del agua y limpiarlos con recuelo cáustico. Podemos recalar hoy mismo en el puerto de Argostolión, que sólo se halla a unas millas y rogarles a los monjes guerreros de San Juan del Hospital que nos lo faciliten, así como las hierbas que preciso para elaborar un jarabe limpiador y astringente de probadas virtudes curativas. Os garantizo que expulsaremos los humores de nuestras tripas en menos de tres días. Elegid este remedio, un motín aventurado o la muerte cierta.
Blanxart lo observaba y no daba crédito a lo que oía. Pero se encontraba tan débil para juzgar la apurada situación que aquella salida le pareció hasta airosa. Aquel licenciado poseía arrestos, además de un espíritu rebelde, no le cabía la menor duda. El acuerdo de sus cómitres le llevó a reconocer que no le quedaba otro camino si no quería enfrentarse a la enfurecida turba, y a una más que segura rebelión, de consecuencias tan imprevisibles como funestas para la nave y su carga.
—Sea, maese Diego, contáis con mi licencia —ordenó Jacint—. Y vosotros, volved a vuestras obligaciones, redeu, ya hablaremos cuando esta concluya.
A regañadientes, los revoltosos cedieron y volvieron a sus quehaceres: no las tenían todas consigo y su número disminuía. Aprovechando los vientos favorables, La Violant, con Blanxart en la caña del timón, batió la inmensidad de las aguas jónicas con las velas desplegadas y los remos a media adriza, por lo que tras unas horas de derrota, divisaron el puerto griego.
Dos embarcaciones catalanas, La Oliveta y la Sant Pau, se les unieron para navegar juntas, mientras tres carracas del Priorato del Hospital la escoltaron, deshaciéndose en cortesías a la vista de las insignias rojigualdas que se enarbolaban en la corulla.
La patria de Ulises, Ítaca o Kafallenia, como la denominaban los lugareños, se mostraba como un regalo para los sentidos: verdosa como si clarearan miríadas de esmeraldas y acogedora como los senos de una cortesana romana. En la recalada, y durante dos días enteros, La Violant se convirtió en un dechado de actividad y pulcritud. Renovaron la aguada en una fuente de manantial, baldeando las barricas a las que cubrieron con lienzos de lino, y recolocaron los huevos en cestas de mimbre.
Diego, que anudaba su cabello con una cinta, se había convertido en improvisado veedor de galeras. Aunque más delgado, sus ojeras habían desaparecido y una expresión de precavida serenidad reflejaba que había vuelto al mundo de los vivos.
A continuación del canto del Ángelus, en medio de la cubierta, y bajo un cielo de nubes tan rojas como los labios de una ramera de Villadalls, hirvió una redoma en el hornillo de Blanxart. Rodeado de la tripulación, como un nigromante convocando a un pandemonio de súcubos, elaboró un sirope con hojas de ajenjo, mirobálano de Kabul y raíz de sebestén, invención de fray Bernardo, de rico paladar y mejor olor.
—Micer Blanxart —aseguró, mientras le ofrecía un cuenco—, este elixir posee gran poder desecativo y elimina los humores espesos de las vísceras. Probadlo vos el primero, os aliviará.
Durante unos segundos el Cargol frunció los labios, con la idea de hallar una frase de duda, pero se limitó a beber un buen trago y pasar el perol a sus cómitres. Luego transmitió instrucciones al marmitón para que distribuyera en las horas de prima, nona y vísperas un jarrete del potingue a los tripulantes, sanos o enfermos, y que hirviera cuanto cocinara para el rancho. Blanxart impartió providencias a los pilotos para que visitaran la bodega, tiraran los alimentos descompuestos y efectuaran una nueva anona, comprando víveres en el zoco. Con oportuna liberalidad, concedió dos noches libres a la marinería para que desahogaran sus rencores en los lupanares del puerto.
Diego constató que a partir de entonces el mercader comenzó a considerarlo de otra forma, hasta el punto de invitarlo a su camareta y expresarle una amistad sin ambages.
—Mestre Galaz. Quizás os deba la vida y la paz de mi tripulación. Gracias.
Al cuarto día, bien por la benignidad de la pócima de Diego, tal vez por el alivio de sus urgencias viriles en los catres de las rameras de Vazi, o bien por las incontables jarras de vino corintio trasegadas en las tabernas de la isla, el caso es que la disentería y la abrasadura de las fiebres remitió, hasta concluir el tan temido morbo. La dotación fue recobrando fuerzas y se reintegró a sus labores.
Todos sin excepción agradecieron al aragonés su determinación y saber.
El Cargol, tras un Tedeum de acción de gracias, convocó en cubierta a la gente de mar; tenía a su lado a su veedor y a su cómitre, que portaba el estandarte de San Jorge, donde se habían juramentado al formalizar la sociedad o comenda de La Roda. Todos tenían una actitud seria y reservada. Un silencio temeroso presidía el cónclave marinero, mientras el sol espejeaba la mar, convertida en una amalgama de tonos cárdenos. Con voz cadenciosa, Jacint Blanxart se dirigió dominante a sus hombres, tras caminar con pasos lentos por la proa:
—Hace ahora dos años, en Barcelona, tras firmar las estipulaciones en presencia de los Honorables, juramos en Santa María, bona fide, y ante la sagrada flámula catalana, que enarbola nuestro timonel para refrescar la memoria de algunos, nuestras obligaciones en la mar. Yo he cumplido. Los rumbos han sido tomados acertadamente, las raciones estibadas de rancho conforme a lo estipulado y las haciendas administradas con largueza. ¿Pueden decir otros lo mismo?
Jacint interrumpió su arenga; en la cubierta sólo se oía el drapeo del velamen, el crujir de las jarcias y el jadeo de las respiraciones. Parecía como si la incertidumbre del momento suspendiera la fuerza de La Violant. Pere Espart y sus tres cómplices más señalados tragaban saliva y sus dientes castañeteaban, con los semblantes céreos como un velón de Cuaresma. Su miedo era real.
Blanxart, sin disimular su repulsa, arqueó las cejas.
—Hasta hoy hemos unido trabajo y lealtad; pero algunos no se han mantenido como corresponde a su conciencia y se han convertido en reos de traición, que se castiga con la pena capital. Inculparon con infundios a una inocente llevados por su falta de caridad y su lascivia, colocando en grave peligro la seguridad de la nave, mi autoridad y la venturosa conclusión de nuestros negocios. Así que según lo estipulado en las capitulaciones de la sociedad, los cuatro instigadores, Espart, Nebot, Farineta y Arenós, se someterán a la decisión inapelable de los socios de la comenda.
—El Cielo dispensa su justicia a quienes merecen el castigo. ¡Ahorcadlos, senyer Blanxart! —gritó uno de los cómitres.
Con la misma crudeza que había expuesto la situación los cortó tajante.
—¡Se hará conforme a ley, redeu! O presos en la bodega y ahorcamiento al regreso en el olmo de la plaza de Sant Jaume, o sometidos a la decisión de las piedras. No obstante, si los incriminados lo pidiesen, pueden acogerse al arbitraje del rey don Pedro, representado en estas tierras por el conde Federico, señor de Atenas y Neopatria. Pero que decidan los hombres libres de esta nao. Tenéis el tiempo en que se reza un Confiteor para decidiros, y que Cristo guíe vuestra decisión.
—El mar nos hace libres —gritó Felip—. Decidamos según nuestra conciencia.
Los tripulantes sabían que transgredir la ley en plena navegación tenía adversos efectos, pero nada comparable a someterse a las prácticas de los verdugos turcomanos de las mazmorras atenienses del primo del rey, Federico el Bastardo, como se le conocía, vicario real de los ducados de Grecia, una alimaña coronada que no solía ejercitarse ni en la piedad ni en la misericordia. Sin embargo los amotinados no tenían otra elección. Preferían ser colgados por sus propios compañeros en la mar, que siempre se emplearían con más compasión y les darían un entierro cristiano, que acabar en las cárceles del conde. Pere Espart cuchicheó con sus asociados mientras una quietud pegajosa sustituía al viento de la vigilia. Luego paseó una mirada retadora entre los presentes, que los observaban impertérritos. Diego se mantenía al margen de la disputa, fijos sus ojos en la reacción de los amotinados.
—Elegimos las piedras —se decidió Espart escupiendo en el maderamen.
Felip expuso de forma escrupulosa y a la vista dos talegas que vació en la mesa que ocupaba Blanxart. Dos montones de piedrecitas, uno de un blanco inmaculado, y otro de un color parduzco, casi negro, se esturrearon por la tablazón.
—Blancas, absolución y olvido del asunto —recordó el timonel—. Negras, horca en las vergas de La Violant. ¿Estamos de acuerdo?
—¡Sí, senyer! —gritó la tripulación a una.
Diego pensó que así se diluían culpas y responsabilidades con estricta justicia.
Respetuosamente, los copropietarios de La Roda, Diego contó treinta y dos, tomaron sendas guijas, una de cada parva, y regresaron a sus hileras. Con gesto adusto aguardaron la orden de Blanxart para manifestar su decisión soberana.
—Que los hombres libres emitan su inapelable veredicto —resolvió el armador.
Con los puños cerrados se acercaron al pupitre. En la bolsa que les ofrecía Felip introducían la que habían elegido. Consumado el plebiscito, el sotacómitre las vació y las colocó a la vista. La suerte estaba echada.
—Veintisiete negras y cinco blancas. ¡La horca en las vergas! —sentenció.
A Pere Espart le resultó más fácil culpar a sus socios que a su lujuria.
—¡Fills de puta! —se defendió a patadas y salivazos.
En medio del barullo les anudaron las sogas al cuello y cuatro marineros, que treparon como ardillas por las jarcias, las sujetaron a la arboladura.
—¡Piedad, piedad! —gimoteaban los otros—. ¡Por san Jorge, misericordia!
Se hizo un silencio de cementerio y los cuatro amotinados fueron suspendidos por el cuello; sus pies descalzos rozaban la cubierta en una danza siniestra. Los rostros se les amorataron con las sacudidas y sus lenguas se les escapaban de los gaznates en mueca atroz. Diego volvió la cabeza con repugnancia, mientras Blanxart, apretando sus minúsculos incisivos, seguía impávido la ejecución desde la carroza. No se oía ni una respiración, tan sólo el roce crujiente de las maromas en los palos y los sofocados jadeos de los reos.
De repente, Jacint alzó su mano y ordenó a los ajusticiadores:
—¡Deteneos! —y las miradas convergieron en él.
Sobre el implacable silencio que reinaba, se oyó su nítida y ronca voz:
—Quiero usar la prerrogativa del capitán para ejercitar la clemencia, si lo creyere provechoso para el consorcio. Por ello, y en aras de la cristiana misericordia, he decidido conmutar la pena de ahorcamiento por otra de menos rigor, aunque igualmente aleccionadora. Propongo sean desnarigados estos cuatro felones y se olvide para siempre la maldad de los bergantes. Pero a la próxima no habrá piedad.
—¡Sea! —gritó Marc Felip, y respondió la tripulación—. ¡Sea!
En un abrir y cerrar de ojos los descolgaron del palo mayor y de los trinquetes, medio asfixiados y lívidos como el cerote. Los amorraron en las batayolas de la borda, donde un remiche morisco, entre los alaridos de la chusma y los sollozos agradecidos de los encausados, les cortó aseadamente la nariz en menos que se entona un avemaría; ya mutilados, quedaron al cuidado del barbero, que les cauterizó las sangrantes tajaduras. Diego, que asistía junto a Felip a la ejecución, se mostraba feliz, primero por una práctica de democrática justicia, y finalmente por tan magnánima generosidad. Evidentemente los hombres de la mar se regían por otras normas más liberales y compasivas que los que pisaban la tierra con abarcas y espuelas.
En tierra, las referencias eran el severo señor, la picota, la dura cosecha, o a lo sumo el cielo consolador, pero en el mar el hombre se sentía dueño de su suerte, como los vientos y sus aguas. Pero no acabó ahí su satisfacción, pues el naviero alzó su vozarrón desde la tarima de proa, llamando la atención:
—¡Amigos! Resulta innegable que esta situación tomó un rumbo satisfactorio tras la feliz iniciativa de micer Galaz, quien acabó con el morbo y sus consecuencias. Por ello he decidido hacerlo copartícipe de nuestra comenda con la cantidad inicial de veinte besantes, que yo aporto de mi propio peculio. ¿Estáis de acuerdo?
—¡Chus, chus, chus! —exclamó la marinería con su habitual y arcaico grito de boga, dando a entender que lo aceptaban como cofrade.
—Regresaremos a Barcelona cargados de botín, ¡escoria del mar! Lo presiento, pues sois gente bragada y ecuánime. La fortuna y sant Jaume nos alientan.
—Por La Violant y san Jorge. ¡Chus, chus! —vitorearon a su capitán.
—Diego, desde hoy cuéntame entre tus amigos —le susurró Jacint llegándose hasta él para abrazarlo—. Te llamaré hermano, pues has librado de graves tropiezos a esta expedición, a La Roda, a nuestras preciadas vidas y también a esa mujer que me tiene sorbida el alma. Gracias infinitas, maestrillo.
Por toda respuesta, Diego sonrió con delectación. Presentía que los hechos acaecidos hasta aquel día no eran sino jalones del torcido itinerario que le había trazado la Providencia y que se cumpliría incluso contra sus indecisiones y flaquezas. ¿No había estado antes ofuscado por la ceguera de la duda? ¿Acaso Dios no lo había recuperado de su debilidad de espíritu para guiarlo hasta allí? Su estrella le aclaraba el camino y sonrió con alborozo.
—La piedad corrige los caminos del enfrentamiento, Jacint —lo tuteó—. Con tu sabia decisión, tus hombres te respetarán eternamente.
—Jamás había derramado sangre de mi gente hasta hoy, y espero que el castigo haya sido ejemplar —y oteó el viento que se levantaba tempestuoso.
Acordado el derrotero y tras consultar los portulanos, Blanxart ordenó:
—¡Timonel, rumbo a la bocana de Zante en nombre de la Santísima Trinidad!
Bordearon el Peloponeso espartano entre una miríada de barquichuelas de pesca, que pululaban a estribor como larvas marinas, recelando siempre de las naves genovesas, que tenían su guarida en la cercana isla de Quíos. Aprestaron los falconetes y lombardas, doblaron los vigías, y los remeros, chusma a sueldo, bogaron con todas sus fuerzas hasta quedar exhaustos. Sobrepasaron luego la que decían morada de los dioses paganos y de los héroes legendarios de la antigua Hélade, embocando la isla de Cítera, punto de las transacciones entre catalanes, venecianos y bizantinos.
Diego vio dibujarse la línea de la costa, con la blancura de innúmeras islas.
Los marineros suspiraron de júbilo, pues navegar por aquellas aguas producía el miedo a ser hechos esclavos por alguno de los muchos enemigos de Aragón, o caer en la pestilencia en que estaba sumido el mar Negro. Con cielos brumosos y en sólo tres singladuras, salvaron a vela y remo el dédalo de islas del Egeo, divisando el día de San Ambrosio la nebulosa rada de Ponto Leone, El Pireo, dominio aragonés, feudo de almogávares, fin de trayecto y refugio para la invernada, tras dos meses de boga. Una sonora salva de bombarda se oyó a lo lejos, acompañada del aleteo de las gaviotas. Blanxart se detuvo y, tras un instante de indecisión, preguntó a Felip:
—¿Has oído la descarga de pólvora? Nunca se nos recibió en Atenas con tanta solemnidad. ¿Le ocurrirá algo al cabrón del conde Federico? Algo raro pasa, Felip.
—Más bien parece que nos estuvieran aguardando y avisaran a alguien de nuestra llegada —opinó Felip. Blanxart movía la cabeza desconfiado. Después se dirigió a Diego: ¿acaso semejante novedad no era lo bastante desacostumbrada como para escamarse?
—Esa urbe y sus antiguas grandezas, aunque abandonadas y en ruina, te fascinarán. Serás huésped de mi casa de Pórtico Atala, hasta que tras el invierno zarpemos para Alejandría, o hasta que tú lo decidas —se ofreció sincero—. Relatan los atenienses que Zeus, padre de sus deidades paganas, impuso a los atenienses el deber de la amistad hacia los extranjeros que la visitasen. Te aseguro que en las tabernas del Ágora gozarás de placeres como jamás habías experimentado antes. Todos necesitamos un descanso, ¡redeu!
Amarraron la galera en el malecón de Cea, dejando a la izquierda la ensenada militar de Kantharos, repleta de naves de combate de Aragón. En lontananza se divisaba la muralla que unía el puerto con Atenas, rodeada de olivares, viñedos y corrales de cabras. Encaramado en la Acrópolis, se perfilaba el Partenón, el templo de Atenea la Virgen, convertido por los catalanes en la seo cristiana de la Verge Maria de Cetines. Blanxart, en un alarde de sabiduría y como un admirable pedagogo, dijo:
—Diego, los turcos pretendían arrasar ese templo grandioso, pero fuimos nosotros, los aragoneses y catalanes, quienes lo evitamos. Todo sea por la civilización.
—Quizás mi padre interviniera en esa meritoria acción.
—Hoy mismo podrás honrar su memoria, buen amigo —dijo Jacint.
Diego respiró aliviado al saber que en breve pisaría tierra firme y recordó la historia que le narró Astún el almogávar en las laderas del Pirineo. Ardía en deseos de visitar la tumba olvidada del adalid del rey, Conrado Galaz. Al fin olvidaría el acre hedor a salitre y las ratas correteando por su cara, y su inestable cabeza recobraría el equilibrio, que creía haber dejado en Barcelona.
Sin embargo, un hecho anómalo rompió la monotonía del atraque. Al saltar Blanxart a tierra, el engolado y poderoso cónsul real de Oriente, Albert Rocabertí, al que acompañaban unos ballesteros con las insignias de Aragón, se presentó ante él y lo saludó con extrema ceremonia. Le dio la bienvenida con cortesía y le entregó un despacho. Blanxart rasgó el lacre parsimoniosamente, desdobló el papiro y leyó el mensaje. Su expresión pasó de la decepción y el fastidio, a la sorpresa y al envanecimiento; después sonrió taimadamente. Desde la nao no escuchaban su conversación, pero algo no marchaba bien, y todos los miraban con interés.
—Esa es mucha autoridad para recibir a un naviero aunque este sea el Cargol. Aquí se cuece algo raro —auguró Felip al piloto mayor; ambos observaban a su patrón desde la cubierta, extrañados por tan inusitado protocolo.
—Esto me huele a navegación imprevista y al demonio la invernada, Joan. No me gusta unir asuntos comerciales y políticos —dijo Felip, que golpeó el timón.
Jacint Blanxart, ante la perplejidad del funcionario real, que respondía de los treinta consulados catalanes de ultramar, volvió la cara hacia la nave, donde Diego, los cómitres y la marinería, observaban mudos la escena, aguardando de su capitán una palabra o un gesto que los sacara de su desorientación. Pero la única aclaración que recibieron no fue sino una sonrisa de connivencia hacia el aragonés, sacudiendo su testa con maliciosa incredulidad. Mientras Jacint Blanxart acompañaba con un furioso malhumor al Conseller al torreón del puerto, susurró para sus adentros:
«¿Qué poderosa estrella te ampara, Galaz del diablo?».
Diego se preguntaba qué habría ocurrido para que la tripulación murmurara entre sí y en los semblantes de los pilotos hubiera una expresión de preocupación. Tartamudeó ante Felip, como si aquella decisión constituyera un milagro.
—¿Acaso ha surgido un imprevisto?
—Eso parece, Galaz. Seguro que partimos muy pronto, aunque no sé a dónde.
¿Ponía en peligro la nueva orden sus pesquisas y el perpetuo dilema de su origen? Sin quererlo se le vinieron a la mente unas palabras que solía advertirle fray Bernardo, cuando le preocupaba algún suceso imprevisible: «Mira, Diego, no existe fuerza ni virtud humana que pueda impedir lo que el destino o la Providencia hayan determinado de antemano. Así que abandónate en sus manos invisibles y espera a que Dios toque ese misterioso instrumento con sus manos sabias y nos haga danzar como muñecos de cómicos».
Y bien parecía que la ventura de aquellos hombres había cambiado inesperadamente. El acerado gris del cielo se fusionaba con el azul de las aguas que lamían dóciles las rocas carcomidas del embarcadero, mientras el chillido de los cormoranes se convertía en el contrapunto ideal para que Diego Galaz recordara a Isabella, pensara con preocupación en el incomprensible secreto de Zakay ben Elasar y evocara al capitán Conrado Galaz. ¿Habría arriesgado tanto y había llegado tan lejos para nada?
«¡Qué burlón derrotero ha tomado mi destino!», pensó, mientras se extasiaba contemplando las colinas de la legendaria Atenas.