A Jacint Blanxart lo inundaba un gozo lindante con el arrebato.
Por su semblante podría notarse que el armador estaba rebosante de alegría, suelto de músculos y pletórico de humor con los resultados de la ambrosía amatoria fabricada por el licenciado aragonés, que había dormido en el cobertizo. Con aparente indiferencia, pero feliz, le dijo a Galaz:
—Micer Diego, vuestro estimulante amatorio es absolutamente prodigioso. Detecto el talento cuando lo huelo y no creo que seáis un impostor. Estoy persuadido de la caducidad de la vida y de la victoria de la muerte sobre el hombre, pero también de que la inteligencia del ser humano puede hacer más grata la espera.
—Ya os lo aseguré —lo satisfizo—. ¿Y lo probasteis vos mismo, senyer?
—No os mostréis indiscreto. Sólo os diré que quien lo degustó se comportó como un mozo ardiente, apasionado y rejuvenecido. ¡Portentoso, creedme!
—Gracias, señor. ¿Y qué habéis resuelto de mi petición? —preguntó inquieto.
El armador lo miró con recelo, como absorto en una deliberación. Luego, ni expresivo ni alegre, se pronunció:
—Os lo diré sin ambages Galaz, viajaréis con nosotros pues sois un hombre valioso para mis negocios. Y como no acostumbro a aprovecharme de nadie, si laboráis para mí, lo haréis mediante una estipulación escrita y un sueldo razonable, puesto que no sois socio de La Roda. Así actuamos en Cataluña.
A Diego, la concatenación de sucesos volvió a parecerle una señal favorable.
«¡Qué rumbo inesperado ha tomado mi vida por conocer el afrodisíaco revelado por el bueno de fray Bernardo!». La más que posible impotencia de Blanxart había obrado el milagro. Lo agradeció mirando al cielo con una sonrisa de perdón. Qué antojadizo era el destino, cuyos largos dedos no tenían mejor cosa que hacer que burlarse de él y trazar caprichosas líneas en el mapa de su azar.
—Bertomeu Crespí, mi escribano, os dirá las condiciones —le informó el catalán—. Si os conviene, firmaréis el contrato reservadamente y también la obligatoria llibre, un seguro de garantía y amparo que firma todo el que se embarca en una nao catalana. Después de la rúbrica os convertiréis en aromatorio y maestro herbario de La Roda por un plazo de un año. ¿Estáis de acuerdo?
—¡Cómo no iba a estarlo, senyer! Vuestra generosidad me colma.
—Dentro de dos jornadas, día de las Santas Reliquias, con la primera marea, La Violant levará anclas en este mismo lugar. Zarpará con vos o sin vos —decidió como si pronunciara un veredicto—. Y si en algo apreciáis vuestra vida, ni habéis visto, ni sabéis nada de mí, ni de La Violant. ¿Entendéis? Poned en paz vuestra ánima, recoged vuestras pertenencias y llenad vuestras tripas. Id con Dios, amigo, sois una joya.
Blanxart, le estrechó la mano y por vez primera sonrió abiertamente, dejando entrever unos incisivos diminutos y unos dientecillos alineados entre sus finos labios. Mientras se alejaba, el mercader se preguntaba por qué aquel algebrista de manos prodigiosas, lucía la divisa de Aragón junto al signo judío del Nejustán y la serpiente del Sinaí, signo hermético de la nación judía, que pregonaban distinción y poder. Aquel hecho lo desorientaba y hacía que lo atrajera indefectiblemente. «¡Qué conjunción de genealogías tan insólitas! —pensó—. Vislumbro en todo este asunto ocultas conexiones que escapan a mi razón».
Mientras tomaba el portón de salida, un penetrante chillido alarmó a Diego. Bajo un fanal de sebo entrevió una jaula donde tres hurones de pelaje empinado, cazadores de ratas y rivales de la grey gatuna, cubiertos sus babeantes hocicos con bozales, bullían alterados ante su presencia. Inmediatamente sintió que la impaciencia lo inquietaba, y que en aquel pacífico mar en que se bamboleaba gallarda la galera de Blanxart le aguardaban seguros asombros.
A la hora de nona, una brisa de poniente cuarteaba el rostro de Diego, que paseaba frente a las escalinatas de la catedral de la Ribera, Santa María del Mar, cuya construcción estaba casi concluida. Bebió agua en la fuente y contempló reflejado su rostro en el espejuelo de la pila, azorado y deseoso de aventura. Desde que había aparecido en su existencia la extraña pieza de oro se había dejado llevar por un enérgico torbellino, mezcla de azar e intuición, que lo propulsaba a lo desconocido. Pensativo admiró los desnudos arcos ojivales de la iglesia marinera elevándose al cielo, desiertos del ajetreo de mercaderes, canteros y armadores. El tiempo lo apremiaba y se decidió a escribir una carta a Isabella, por lo que dispuso sus útiles de escribanía. Romeu le procuró la pala de un remo abandonado para que le sirviera de pupitre. En el portal de El Patum, en la esquina de la rúa de Canvis, extendió dos pliegos de papiro amarillentos que alisó humedeciendo con saliva los secos gránulos.
Aventó los vapores de la comida y unas moscas zumbonas que lo incomodaban, y bajo la mirada del rapazuelo, la punta de la pluma de barnacla rasgó la aspereza de la hoja, mientras el atramentum azulado que untaba en un cuerno las saturaba de signos atribulados, pero también consoladores:
A Isabella Santángel. Zaragoza. Salutem.
¡Qué inesperado derrotero ha tomado mi vida, mi adorado ángel! Así me sucede por jugar con los auspicios de tu primo Nicolás, quien me señaló como hijo de un astro errante, por cuyo caprichoso poder me veo forzado a partir hacia Oriente en pos del hombre que fui a buscar a Besalú, un individuo huidizo e inaprensible, que según todos los indicios conoce los misterios de mi nacimiento.
Un acontecimiento no previsto, como un cepo que te aprisiona, desbarata nuestros proyectos de futuro. El albur de los seres humanos no es sino una nube de humo que se nos escapa de entre los dedos. Me pregunto si mi búsqueda es un designio de lo alto, una intención arbitraria de las raíces de mi árbol genealógico, que como seres vivos, tienen sus propios proyectos. Ha sucedido de la forma más insospechada y no puedo negarme a seguir su estela; espero que al final seré resarcido de mis empeños. Así que, abandonado a las influencias de mi estrella, habré de dilatar nuestro encuentro definitivo, que se demorará al menos en un año, pues no sería bueno para mi alma permanecer eternamente en la duda. Me conozco y sé que siempre recurro a soluciones extremas, pero este maldito asunto sólo puede arreglarse asiéndolo por el cuello. Ahora creo que siempre he viajado para cerciorarme de lo que busco, porque el deseo de ser diferente de lo que soy es la mayor tragedia con que el destino me ha podido castigar.
Algunos hombres huyen de la verdad. Yo la persigo, Isabella, y unos ánimos, que no creí tener, me han contagiado una inesperada audacia. Aunque no sé si es sensato lo que me dispongo a hacer, lo reconozco, pero me siento obligado por lo extraordinario de la situación. ¿Me esperarás? Corro como el cazador tras su botín en pos del rabí judío que te mencioné la vigilia de nuestra despedida, de nombre Zakay ben Elasar, que anda perdido por Palestina o Egipto, envuelto en un halo de misterio por causa de su fe, que el azar ha hecho coincidir con mi pasado.
Según fray Bernardo, el monje que ejerció como mi verdadero padre, ese desconocido hebreo, es la llave de la verdad de mi origen, mi único vínculo con el pasado. Estoy persuadido de que este aún no se ha borrado de la memoria de unos desconocidos con los que, estoy seguro, me aguardan encuentros inesperados, pero esenciales. Por nuestro amor y la salvación de mi alma inmortal has de comprender que me veo obligado a rastrear los caminos cegados de mi memoria.
Te aseguro que me aterroriza enfrentarme a un futuro incierto y a un mundo que desconozco, pero mi vida se ha convertido en una sucesión de acontecimientos azarosos en los que siempre aparece ese extraño judío.
Nuestros planes se han hecho añicos, lo sé, pero no dudes de mis promesas y de mi afecto. Lo que hacemos nos encadena a la vida, pero también nos vincula lo que esperamos hacer. Quedo al albur de otros vientos y del paso de un tiempo que no podré domeñar a mi antojo.
Parto en una galera propiedad de micer Jacint Blanxart d’Anglesola, conocido mercader y armador de Barcelona, que conoce a este judío y que es hombre de negocios muy respetado en aquellas tierras donde nace el sol. Tiene previsto regresar para la Pascua Florida, una dilación insignificante si lo piensas con resignación. Considéralo como una hibernación necesaria, que con la primavera surgirá, más lozano y fuerte, nuestro amor.
Cuando Nicolás exploró mi suerte en los astros con los astrolabios aseguraba que las estrellas del León y el Centauro regían un enigmático hado que se escapaba a su percepción y del que yo me reí, porque me veía frente a los muros de Jerusalén. Hoy he sabido que Barcelona se halla tutelada por el signo de Sagitario, por lo que compartimos el mismo símbolo estelar. Buen presagio para la incierta singladura que emprendo en dos días.
Mis atormentados pensamientos, cómplices del corazón, te evocan a veces indefensa y siempre despojada de mis caricias. Qué mal se concilian el amor y el alejamiento, amada mía, pero tu imagen ha quedado grabada en mi mente como una marca imperecedera. En mis ensoñaciones te apareces envuelta en un aura dorada, con una clámide de seda, en los vergeles de la Aljafería, entre arpegios de zampoñas y sobre un lecho de rosas.
¡Quién pudiera rescatar aquellos días dorados que vivimos en Zaragoza! Obliguémonos a que nuestra separación no nos aboque a la desesperación, pues todo mi ser te sigue amando con la firme pasión del primer día.
Ese será el consuelo que me sustente en mi incierto viaje al que me conducen mi impaciencia y el ansia de desvelar el misterio. Ahora más que nunca intuyo que en nuestra relación merodean riesgos que pueden socavarla, pues vivimos en un mundo regido por los odios a causa de las creencias. Acrisolemos nuestro amor en la distancia y desafiemos la adversidad, aunque te comprenderé si decides romper. Nadie puede apreciar la pureza de las intenciones de sus semejantes si no se tiene un alma pura. Y tú la posees.
Llevo conmigo a Egipto mi magro morral, un universo nuevo que se abre ante mí y una intensa soledad, mis únicos compañeros de trayecto. También quiero recalar en Atenas y restaurar la memoria de un honrado oficial del rey que formó parte de mi nebulosa infancia y cuyos apellidos llevo, por un pretexto tan insólito como turbador. He hecho un nuevo amigo, aparte del armador Blanxart, quien cada día me muestra más su fidelidad. Se trata de un lúcido muchacho que se ha erigido en mi servidor y guía. No sé por qué, pero su desamparo me recuerda mi abandonada niñez. A su madre, una viuda aún joven pero que parece cargada de años, le he regalado mi mula para que le sirva de sustento y al muchacho le he de procurar algún amparo, que yo sufragaré. Lleva en sus ojos toda la amargura de la orfandad y el azul inconmensurable del Mediterráneo que muy pronto surcaré.
Atisbo en mi porvenir próximo un juego que abro sin conocer ni los dados, ni los tahúres con los que he de enfrentarme, por lo que me acojo a la benevolencia del Creador. Soy consciente del riesgo que corro, y tal vez de tu incomprensión, pero tengo que asumirlo. Lo más excitante de la vida es esa fuerza incontenida que nos hace rebeldes frente a lo establecido; y aunque tengo la sensación que todo a mi alrededor puede quebrarse como el cristal, lo de insospechado que pueda sucederme allá donde voy me hace sentirme poderoso. ¿Descubriré algún día a qué se refería mi recordado fray Bernardo con sus palabras? Así lo espero. Al final, el destino de cada hombre está en el regazo del Supremo Hacedor. A Él me acojo.
Sé que esta noticia significará para ti una cuchillada en el corazón, pero recuerda que tu imagen aletea junto a mí. Y aunque la espera nos parezca intolerable, siempre tutelarás mi alma. Dios y santa María te protejan. Te aseguro que arribaré por la Pascua. Mis consideraciones a tus tíos y al rabino Gadara, al que tanto debo, y un saludo de amistad para Nicolás.
Tuyo, Diego Galaz de Atarés.
Scripsit. Barcelona. Noviembre. Anno domini 1350
Diego dejó que la tinta de atramentum se secara sola y se abstrajo en la remembranza de Isabella. La mirada se le enturbió. ¿Lo comprenderá? La garganta se le convirtió en una hoguera y sus ojos revelaron nostalgia. La recordaba fresca como un fruto en sazón, y su voz como música celestial a sus oídos. Pero sabía que aquellas líneas apresuradas alterarían sus sentimientos.
Las evocaciones lo sumieron en la nostalgia y tuvo que reprimir un gemido.
Volvió al mundo y envió a Romeu a la sucursal de la compañía Astolfi, en la plaça de la Llana, donde se encargarían por una moneda de plata de entregar la misiva en Zaragoza. Pero su corazón humanitario no podía dejar al muchacho al albur de su suerte. Por la tarde se dirigió a la institución benéfica de marinos de Barcelona, la Pía Almonia, con una carta de Blanxart. La madre, que sobrevivía por la caridad, consintió en que recibiera educación náutica y el condumio diario, con los gastos sufragados por el compasivo aragonés, lo que sería una bendición para su casa.
Romeu, desarmado por tan imprevista generosidad, lo miró lleno de gratitud.
Con la raya del alba, Galaz se despidió del jovenzuelo, que en la ajetreada playa le besó las manos, mientras le regalaba una mirada de agradecimiento y admiración, de esas que llegan a los pliegues más íntimos del alma.
Nubes algodonosas desmenuzaban la neblina matinal, salpicando el aire de retazos plateados. Del mar ascendía un polvo de luz que cubría los tejados y campaniles de Barcelona, y los perfilaba con una fragilidad diamantina.
Ambos se sonrieron en una cómplice lealtad.
Era el último acto de franca confianza.