En la plazoleta no se veía un alma y un perro sarnoso husmeaba en los arriates. El mozalbete llegó al fin; lo llamó mediante un silbido y con un gesto seco lo precedió hasta la judería, mientras daba patadas a los guijarros. Con incombustible paciencia esperaba una acción salvadora del judío Elasar, o de lo contrario sufriría una nueva decepción.
«Ha expirado el plazo de la ignorancia. Estoy dispuesto a saber quién soy».
Un muro de hiedras y bejucos cabalgantes ocultaban la morada de Josef, como si con la espesura quisiera preservar su intimidad, o tal vez un lujo que vedar a los ojos cristianos. Antes de invitar al huésped a entrar, el chiquillo besó la mesusá, una cajita amarfilada que pendía del dintel con versículos bíblicos. En el interior de la casa se respiraba severidad y un aroma empalagoso a sándalo se extendía por los rincones. Diego se sobresaltó. Una claridad mustia, como la de una iglesia abandonada, reinaba en la mansión. Desdibujado entre la opacidad del atardecer columbró al hebreo con los brazos en alto orientados hacia el levante solar y la cabeza revestida por un lienzo inmaculado, meciéndose hacia atrás y hacia delante. Recitaba un kaddish de su credo.
—«Grande y santo es tu sublime nombre en el mundo que creaste según tu voluntad. Haz que tu reino venga pronto. Sch’ma Israel Adonai Elohenu Adonai Ekhod». («Oye, Israel, Yahvé es nuestro Dios, Yahvé es único. Amén»).
Galaz aguardó en medio de un mutismo total. ¿Se hallaría allí don Zakay?
Observaba embelesado el ritual, mientras su mirada se excitaba por la intriga que en él había despertado la entrevista. No podía disimular su zozobra y la extrema quietud lo exasperó. Concluida la plegaria, y en un inesperado tono de afabilidad, el israelita lo enfocó con sus ojos vidriosos y lo examinó de arriba abajo. Luego lo recibió con el beso de salutación y le rogó que tomara asiento en una mullida alcatifa andalusí con tracerías de cordobán. La habitación resultaba lujosa a la vista, iluminada por la luz de las candelas y exornada con mullidos almofallans y tapices de primorosa hilatura abadí. Una mesita hexagonal con un cuenco de aceitunas y almendras, y una jarra y dos escudillas, los separaban.
—Shalom, maese Diego, sé bienvenido a la casa de Josef ben Elasar.
Al escuchar el apellido Elasar se alegró su corazón, pues lo consideró un feliz presagio de dichosas noticias, mientras se preguntaba si aquel hombre sería hijo de Zakay y dónde estaba el anciano.
—Me acojo a tu hospitalidad. Dios bendiga tu hogar.
—Disculpa mi animosidad de esta mañana —se disculpó el judío—, pero hemos sufrido demasiados horrores por la barbarie cristiana, que nos sigue golpeando cruelmente. Las mujeres son violentadas, nuestros hijos quemados vivos y las sinagogas asaltadas y todo nuestro pueblo es víctima de la tribulación. Hasta no ha mucho, las partidas de los pastorells, unos brutos desalmados azuzados por los clérigos, han asolado las juderías de Cataluña y Provenza colmándonos de amargura. Hoy nuestros más queridos parientes se han dispersado, forzados a un destierro no deseado.
—La eterna incertidumbre del pueblo de Israel —comentó Diego—. He conocido a una mujer que ha sufrido ese tormento por ser de familia conversa, y sé de los duelos de vuestro pueblo. La brutalidad y el rigor extremo no son dones de Dios, sino de Satán.
—Así comprenderás mejor nuestra aflicción —arguyó el hebreo—. He advertido que no albergas propósitos perversos y parece que eres un hombre bienintencionado.
Apurando la brecha de cordialidad abierta e intuyendo haber hallado un indicio de lo que buscaba, Galaz curioseó:
—Entonces, Josef, ya que conoces el motivo de mi llegada, no me queda otro remedio que implorarte: ¿dónde se halla Zakay ben Elasar? ¿Vive aún? Y no me juzgues mal. ¿Reside en Besalú como me han asegurado? ¿Es esta su casa? Indago sobre un vínculo del pasado que deseo recuperar. He de conversar con él sin dilación.
El droguero escanció un vino espumoso y, disipada su frialdad inicial, abrió su corazón a la franqueza y reveló con voz estrangulada:
—Zakay es mi tío, y vive aún. Pero desgraciadamente hace más de un año que no sabemos nada de él ni de su paradero. Estamos preocupados por su avanzada edad y por los altibajos de su quebradiza salud. Tu búsqueda es también la nuestra.
Aquellas palabras cayeron como una losa sobre el ánimo de Diego. Una burbuja grandiosa había estallado ante él, destruyendo sus esperanzas. Se revolvió decepcionado en el escaño, sin aceptar la contrariedad. Su rostro se asemejaba a un espejo que hubiera recibido un impacto súbito, pues comenzaba a cuartearse por la desilusión. Josef, viendo su desánimo, tomó la iniciativa y se interesó inquisitivamente.
—¿Y qué relación te une con mi tío?
—No lo sé —confesó—. Sólo me unen a él el anillo heráldico que te mostré y la visita que me cursó a la abadía donde fui abandonado. Pero tu revelación ha añadido una nueva duda sobre mis indagaciones y roto definitivamente mis planes.
—Siento decepcionarte, pero mi tío es un hombre piadoso. Aunque su carácter mudó al regresar de Castilla, su conducta debió obedecer a un dictamen de su recto corazón.
—Lo creo Josef. Pero ya que tú me has abierto las puertas de tu casa, yo lo haré con las de mi alma. Te hablaré con franqueza.
Diego le narró la confesión de fray Bernardo en el lecho de muerte, el azar incomprensible de la aparición de Zakay en San Juan y los conocimientos del rabino Gadara sobre el Nejustán. El hebreo quedó impresionado y aunque jamás arriesgaba en sus opiniones le confió:
—Ni por un momento has de dudar de lo que voy a confiarte —dijo Josef—. Este es un asunto que guarda nuestra familia en el mayor de sus sigilos. No obstante tu presencia en Besalú ha encendido nuestras alertas. Siempre hemos pensado que tras la vida de nuestro tío en Castilla se ocultaba un secreto infamante que algún día se nos mostraría. Pero tal vez el mismo Dios se sirva de nosotros para hallar al perdido guía de nuestro clan. Está escrito: «Adonai nos sostiene con sus promesas y no defrauda nuestras esperanzas».
La estancia se inundó de una luz translúcida, el último aliento de ocaso otoñal y los utensilios que adornaban los estantes, la menorá, el candelabro de siete brazos en bronce dorado, y un shofar, el cuerno de marfil anunciador de las festividades de año nuevo, se iluminaron con un fulgor azafranado, colmando la atmósfera de una placidez que invitaba a las confidencias. El judío le susurró:
—Escucha, vas a conocer la historia de mi tío don Zakay. Por su vasto saber y prudencia, siendo un joven matemático, ocupó el cargo de intendente de finanzas del rey Fernando el Emplazado, en el avispero de intrigas que constituía por aquel entonces la corte de Castilla. Hasta en dos ocasiones fue designado por el monarca castellano embajador plenipotenciario, y se entrevistó con el soberano de estas tierras, don Jaime II de Aragón, para restañar viejas rencillas y asegurar la quebradiza armonía entre los dos reinos. Saneó las maltrechas arcas reales, pero también se atrajo la animosidad de muchos nobles, pues así como los señores de Cataluña consiguen sus riquezas del tráfico marítimo, los de Castilla lo hacen con el botín del moro y no entienden de contribuciones al reino ni de operaciones mercantiles. ¿Podría así progresar su renovadora política que preconizaba el joven rey en Castilla?
—Estimo que en modo alguno, Josef —dijo, absorto en sus palabras.
—Te cuento, atiende. —Y siguió desgranando su narración—: Mi tío Zakay se consagró abnegadamente a sanear la descalabrada hacienda real castellana; recaudó los tributos fiscales, e incluso los diezmos eclesiásticos e incrementó la liquidez del tesoro regio y las codiciosas alforjas de la Iglesia.
—Desconocía que hubiera llegado a ocupar tan encumbrada posición.
—Privilegiada diría yo —contestó Josef—. Pero, para su perdición, su eficaz trabajo fue desacreditado por un personaje turbulento de la corte de Toledo, el codicioso infante Juan el Tuerto, que únicamente toleraba a su alrededor judíos entregados, a los que trataba con vejaciones tras robarles sus dineros. Y yo te pregunto, ¿acaso esos nobles incultos son capaces de ocuparse de tareas financieras si tan sólo saben manejar el veneno y la daga?
—El castellano es un pueblo guerrero que repudia esas ocupaciones. Por eso sus reyes han utilizado a los judíos como médicos, escribas y tesoreros. En esa tarea no siempre comprendida se cifra la dignidad de vuestro pueblo, Josef —lo consoló.
—Sin embargo, la envidia le atrajo lo peor para su casa, pues fue injuriado por el sanguinario Tuerto, que lo odiaba con visceral desdén. Y a ese bastardo hay que achacarle su desgracia. Propaló con su lengua ponzoñosa que la hija de Zakay, la bellísima Séfora, embarazada por aquel entonces, frecuentaba los lechos de los infantes, entre ellos el del príncipe don Alfonso, tachándola de concubina del diablo, pues, según su testimonio, danzaba en el bosque en noches de luna llena. Aseguraba a los cortesanos que pronto daría a luz a un súcubo o un engendro de Satán por haber andado entre sábanas adulterinas.
—Espinosa acusación, Josef, siempre hermana inseparable de la envidia.
—Fue una prueba terrible para Zakay —confesó indignado—. ¿Y ante quién podía denunciar tan falsas calumnias si Juan el Tuerto era sangre de la sangre del rey? Sin poder replicarle se hundió en la pesadumbre, hastiado de la ingratitud de los reyes y del desdén injusto de los cortesanos. Los hombres somos capaces de tolerar las deshonras propias, pero difícilmente las que afectan a nuestros hijos, micer Galaz.
—Pavorosa prueba —atestiguó Diego tras escuchar subyugado—. Denigrar a un judío es moneda corriente en estos tiempos. Cualquier cristiano envidioso puede denunciaros y acabar en la hoguera.
—Tan duro como cierto es lo que afirmas —deploró abriendo sus vivos ojos—. Desde el Concilio de Iliberris, ahora hace mil años, vuestros frailes siempre nos han señalado como raza proscrita, siervos de siervos de cristianos, carne de pira y acreedores de los oficios más serviles, aunque nosotros amamos más que ellos a Sefarad, la tierra de los padres de nuestros padres.
—¿Y cómo reaccionó Zakay a semejante ataque del infante real? —balbució.
—Muerto el rey Fernando, soportó las calumnias acogiéndose al favor de su heredero, el joven rey Alfonso XI, y de su abuela doña María de Molina, mientras aguardaba el nacimiento de su nieto, el fruto de su hija Séfora y su yerno, un rico judío de Toledo. Está escrito en el libro de la Sabiduría: «Dichosa la virgen ofendida, pues dará fruto en la visita de las almas». Al cabo, Séfora alumbró una criatura sin mácula, aunque infortunadamente, tal vez por la pena, o porque el Altísimo lo decidió así, ambos murieron en el parto, tal como lo testificaron los rabinos castellanos que firmaron el alta de fallecimiento. Zakay, consternado, se vino a Besalú a llorar su penoso destino. Había sido tal el sufrimiento provocado por la doble pérdida sin reparación posible, que selló sus recuerdos en lo más profundo de su ánima, y abandonó la corte castellana junto a su hijo mayor Yehudá y se trasladó con sus bienes a esta judería.
—En la que, según dices, no se encuentra ahora —dijo ansioso Galaz.
—Así es, amigo mío. Desde entonces ha vagado de acá para allá dedicado a los negocios, como si los recuerdos no le permitieran el sosiego. Aquí, recuperado de sus aflicciones, inició una nueva vida junto a su hermano, mi padre Simón, médico y sanador del condado de Besalú, y dedicó sus desvelos a animar a la comunidad judía y dedicarse a un lucrativo negocio en Barcelona, que acrecentó su fortuna considerablemente.
—Entonces, ¿se halla en la capital de los condes? —preguntó anhelante.
—Lo ignoramos, aunque es posible, pues Barcelona es el centro de sus negocios, aunque a menudo navega por el Mediterráneo —le informó—. Siempre regresa para la Pascua a Besalú. Sin embargo una carta escrita en la noche del nisâm pascual, enviada desde Alejandría, nos participaba que asuntos esenciales de nuestra ley lo requerían en Palestina, sin dar noticias más detalladas. Por mi fe y la memoria de mis ancestros puedes considerar rigurosamente cierto cuanto te he manifestado, aún no sé por qué. El Altísimo me perdone.
—Porque, como a ti, me mueve tan sólo la verdad —asintió sereno.
Diego se apresuró a asimilar aquel torrente de confidencias. Nuevos personajes alumbraban sus penumbras, sumándose a la cadena de sus enigmas: Séfora y Yehudá ben Elasar, los hijos de Zakay; se conturbó ante la desconocida asociación que pudieran representar para él. ¿Formaría él mismo parte de aquella maquinación contra el judío?
—¿Y estás seguro de que el pequeño pereció en el alumbramiento junto a su madre? —quiso Diego disipar sus dudas.
—Como que las sagradas escrituras nos alientan, micer Galaz —dijo con determinación—. El crío resultó ser mortinato y así fue rubricado por el consejo de ancianos. Proclamado está en el Levítico: «No mentiréis ni os engañaréis unos a otros». Mi tío es un nasí o príncipe hebreo, y su hija Séfora jamás fue juzgada por la comunidad como una sotach o mujer adúltera. Su memoria es recordada con afecto entre nosotros. De haber nacido la criatura, según la ley, hubiera sido circuncidada y entregada a la familia para su educación. Un nasí nunca miente, y menos la asamblea de rabinos. Su marido vive ahora en Guimaraes, en el reino de don Manuel de Portugal. Si así lo deseas, él te lo confirmará.
—Exculpa mi apresurada conclusión. A pesar de tu exposición, mis dudas son aún mayores y mi orfandad más profunda. Es una decepción que no se halle aquí. Había confiado en que disipara las dudas que me afligen desde mi nacimiento.
—Siento haberte servido tan poco.
Malograr la búsqueda de las señas y pistas de su origen no lo desalentó.
—Josef, te voy a formular una pregunta que me está corroyendo. ¿Alguna vez te refirió tu tío algo sobre una supuesta trama cortesana contra él en la que estaban involucrados príncipes aragoneses y castellanos?
—¿Una trama de Estado? —preguntó perplejo—. Por su oficio sé que frecuentó a personajes ilustres de ambas cortes y que intimó con el rey Jaime II, pero a mí jamás me reveló nada de eso. Siento no poder responderte.
—Olvídalo, posiblemente fueran desvaríos de una mente moribunda —dijo rememorando a fray Bernardo.
La plática se desvió hacia otros temas, pero Josef anhelaba saber más.
—Me extraña sin embargo que mi tío costeara secretamente los estudios de un niño cristiano y en un monasterio de monjes siempre tan hostiles a nuestra raza, ocultándolo a su sangre y señalándolo además con el emblema sagrado de la casta del kohen gadol Sadoq, sumo sacerdote de Salomón. ¡Por la escala de Jacob que no me encaja y me llena de dilemas! Y además llevas el Nejustán.
—¿Lo utilizáis también en vuestra familia, Josef?
—Escucha, ese sello ha hecho que se te abran las puertas de esta casa, además de atraer el interés de los míos, que se preguntan qué te ha traído hasta aquí y con qué intenciones. Mis parientes aguardan el resultado de esta conversación y he de informarles de quién eres y por qué llevas ese símbolo tan sagrado para nosotros en tu mano —afirmó conciliador, y se incorporó del asiento.
Hurgó en la alacena y depositó en la mesa unos rollos de escrituras y un cofre, que abrió ante él y cuyo contenido volcó sobre la mesa.
—Compruébalo por ti mismo —invitó, extendiendo el contenido ante Diego, que pasaba de la atención al asombro.
Sobre los bornes de las escrituras, en el aterciopelado paño que los envolvía, en los abalorios y en los engarces de los lazos, que el judío denominó lulab, cordoncillos de oro utilizados en la fiesta de los Tabernáculos, se advertía la ya familiar imagen de la T abrazada por la serpiente, semejante al caduceo de Mercurio y Esculapio, y la N del Nejustán. Estudió las alhajas y advirtió que los ojos del reptil estaban tallados con zafiros o bordados con hilos bermellones, lo que daba al símbolo una fuerza a la que no podía sustraerse.
—Es indudable —reconoció Diego, conmovido—. Se trata del Nejustán que figura en mi anillo. ¡Que pierda mi alma si entiendo una sola palabra! ¿Comprendes ahora mi angustia, Josef?
—Sí, claro. Un hombre sin raíces es como una flor tronchada.
—¿Y de dónde procedéis los Elasar? —se interesó el huésped.
—Los Elasar arribamos a Hispania, Sefarad para nosotros, hace más de un milenio, cuando el emperador de los gentiles, Adriano, edificó sobre las ruinas de Jerusalén una ciudad romana, Helia Capitolina. Pero como Herodes destruyó los archivos de las genealogías hebreas, ignoramos de qué ciudad de Judea procedemos. Gracias a un sirio anónimo, que estableció en un documento llamado La caverna del tesoro las perdidas ascendencias de las dinastías, los Elasar, astrónomos, físicos, matemáticos y levitas, nos enorgullecemos de descender del gran sacerdote Sadoq, sucesor de Aarón y de sus hijos Nadab y Abiú, en decimocuarta generación.
—Veo que sois una casta esclarecida entre los de vuestra raza. —Diego recordó las conjeturas del rabino Gadara en casa de los Santángel.
—Baste asegurar que antes de la destrucción del Templo de Jerusalén, Ben Ajía Elasar, ostentaba el cargo de médico del santuario; y Judá Leví Elasar dirigía el coro de los levitas. Ambos eran sumos sacerdotes y ancestros de nuestro linaje. También has de saber que mi tío Zakay es un hombre venerado en estos reinos, pues atesora dos títulos muy notables para el pueblo de Dios, nasí y katib, o sea, gran rabino y príncipe hebreo de Aragón y Cataluña. Por eso nuestra orfandad por su ausencia resulta tan penosa. Somos judíos levitas, y la reputación y el honor nos obligan.
—¿Y no sospecháis a qué se debe su desaparición? ¿Un nombre, un lugar, una señal? ¿No habéis hallado en todo este tiempo un solo vestigio que os conduzca hasta él? ¿Lo habéis buscado? Las colonias hebreas en el Mediterráneo son abundantes y pueden daros noticias de su paradero.
El israelita, aunque hasta el momento no había adoptado discreción en las explicaciones, vaciló. Mordisqueó una almendra y se incorporó del asiento como impelido por un resorte. Se puso en pie y pronunció una única palabra con cólera reprimida, que llenó de tensión la atmósfera del aposento.
—¡Zonara! Ese es el impulso que ha provocado su desaparición. Una extraña manía religiosa y una soberbia que ciega los ojos de los creyentes en el Altísimo.
Los dos interlocutores callaron, pero aquella inesperada palabra estremeció los muros y llenó de misterios el espacio. Diego lo miró.
—¿Zonara? —le preguntó, ajeno al significado del vocablo, que al parecer era el causante de la desaparición de Zakay.
Por un momento el silencio eternizó el instante. En el algebrista volvió a germinar una duda. ¿Qué ocultaba Zakay ben Elasar, de tan extraordinaria personalidad y títulos? Su imaginación no elaboraba ninguna hipótesis; aquella extraña palabra que exclamó Josef venía a ratificar lo inexplicable de su pasado y a añadir un nuevo enigma a su búsqueda. Sin embargo, ¿no había mostrado Josef una inmensa compasión por la extravagancia de su tío? ¿No parecía que Zakay se hubiera embarcado en un último acto de redención?
Zonara. El intrincado vocablo lo había fascinado.