Sin más quebrantos que la dura cabalgada, el descanso en infectas hospederías, la añoranza de Isabella y la inmensidad de los vastos parajes que sobrevolaban bandadas de buitres, la partida de acemileros y mercaderes en la que viajaba Diego Galaz no se tropezó con huella alguna de alma cristiana.
En la vaguedad del crepúsculo del octavo día de marcha, divisaron los farallones del castillo de Berga. Habían evitado con supersticioso temor aldeas maldecidas por la pestilencia y anhelaban el trato con otros humanos, una olla caliente, y un camastro de paja seca donde mitigar el sueño y el dolor de las articulaciones. En el cruce de caminos la caravana se disgregó en dos partidas, la que seguía hacia el condado de Tolosa y la que atajaba por las trochas del Cardoner hacia Barcelona.
Los bergadans eran gente acostumbrada a comerciar y los recibieron con atención, aunque con cierto recelo por la epidemia que había causado estragos en el condado. «El mal viene de fuera», pregonaba el dicho popular. Diego pudo curarse de las rozaduras y llagas de sus entrabes y administrar un astringente a un fraile de la cuadrilla que enfermó de disentería al empecinarse en beber aguas del Metge, en cuyas orillas pastaban ovejas. Aquella piadosa acción le proporcionó crédito de sabio herborista, destreza que había aprendido de la sabiduría de fray Bernardo.
Descansaron un día y al alba cruzaron el río en una barcaza. Diego abandonó el grupo cerca de Ripoll, con rumbo a Besalú. Recorrió las últimas leguas en compañía del monje enfermo y de su compañero, ambos limosneros del convento barcelonés de Nazaret, que transitaban mendigando por el país. Montaban a horcajadas unos jumentos de largo pelaje, entre serones repletos de escapularios y sobados pliegos, seguramente bulas de Aviñón. El fraile sanó de su vientre suelto, pero allá donde advirtiera una moza, se comportaba como un lujurioso mico de Berbería. El otro ventoseaba constantemente y exhalaba un aliento apestoso a ajo y cerveza, como si de un estibador de puerto se tratara. Su conversación, ora en castellano, ora en catalán o latín, no fue sino una machacona letanía de desastres bíblicos que hilaban sin parar, pues pensaban que la Segunda Venida del Cristo, la Parusía, estaba próxima.
—Nos acechan las bestias del Apocalipsis, hermano —le decían con artificial devoción—. El Reino del Cordero se acerca y pronto veremos al Anticristo.
Murmuraban con pavor del azote negro que rondaba con su guadaña los condados catalanes, de nigromantes quemados vivos en Gerona y Tortosa, de catervas de flagelantes que asolaban con furor religioso Llivia y Urgell, de dragones trashumantes que arrebataban doncellas en las aldeas de Vallespir, de mortinatos y de judaizantes falsamente convertidos que irritaban a Dios, hasta el punto de que el algebrista recordaba la tragedia de Isabella, robada de su familia por clérigos ignorantes como aquellos, que tenían a los judíos por la raza maldita y causante de la muerte del Redentor. Entre los graznidos de las urracas que se guarecían en las escamaduras y las maldiciones de los clérigos, a Diego le parecía haber entrado en el reino de las tinieblas, a pesar de contemplar una naturaleza hermosa y de aires perfumados.
Los heraldos del Reino de Dios, insistían con machaconería:
—Pululan muchos herejes por estos reinos, licenciado Galaz, pero la hoguera todo lo purifica. Al fin comerán y beberán su propia maldición.
—¿Y no serían más necesarias la palabra y la compasión que el miedo y la tragedia, hermanos? —aducía Diego—. La peste es un mal terrenal engendrado en la naturaleza, créanme. Así se cree en todas las universidades de la cristiandad.
—Se trata del castigo de Dios enfurecido por nuestras culpas. Un proverbio catalán, hijo, dice que «del mal que uno teme, de ese muere». Por eso sólo nos queda el trámite de la oración y rogar al cielo que nos preserve del vómito negro —insistieron tras santiguarse con sus rosarios.
Al fin, para alivio de Diego, arribaron a Besalú. Una densa bruma enfoscaba la villa y la transfiguraba en un cuadro fantasmagórico.
Tras pagar el pontazgo a un pendenciero recaudador que los examinó por si estaban enfermos de la plaga, cruzaron el puente de piedra de Besalú, burgo de notoria fábrica, que recortaba su pétrea traza en el hialino cielo azul. Entraban y salían viandantes y caballerías que denotaban la riqueza de la capital condal. Alegres muchachas con cestas de ropa limpia en la cabeza regresaban del río cantando madrigales, que hicieron recordar a Diego la risa caudalosa de Isabella, tan fresca como un pámpano: «Qué no daría yo por abrazarla en este puente». Diego y los mendicantes tomaron posada en una calleja limítrofe con la plaza del mercado, y en atención a su compañía los invitó a yantar una pierna de venado con vino del Priorato; obsequió al más mozo con hojas secas de almástiga y cañafístula, y le recomendó:
—Una infusión de estas hierbas os tonificará el estómago, hermano. Veo que la necesitáis, pues vuestro vientre siempre anda turbulento.
—Es una maldición atizada por el Demonio, que así castiga mi gula.
La fonda, de humosa hornilla y pradal abierto de ratas que campaban a sus anchas entre la mugre, se asemejaba más a un burdel que a un reposadero. Al pagar Diego y correr los maravedíes por las tablas, unas mozas de folgar que se contoneaban ante unos troveros, se echaron encima de él, invitándolo entre zalamerías a yacer tras las cortinas en unos catres que olían a establo. Se las quitó de encima y, despidiéndose de los monjes, se dirigió a la judería con el zurrón al hombro. Su agitado corazón no le permitía echar ni tan siquiera un sueño. Ardía en deseos de localizar a Zakay ben Elasar y conversar antes del anochecer con él, más aún cuando el mesonero le informó que la casa de los Elasar se hallaba muy cerca de allí y que eran judíos principales y de estirpe muy respetada en Besalú. Sus venas se alteraron y el corazón se desbocó. Se aseó en una artesa de baños junto al pozo y tras ajustarse el jubón, las calzas divisadas y el capote de rica lana, se escabulló calle abajo.
«¿Qué le diré a ese hombre? Los nervios me paralizan», reflexionó excitado.
La aljama, de piedra canterana, se alzaba apartada de la plaza, al final de un pasaje intrincado de recias casonas. Un arco bajo con dos angostos balcones, dividía el mundo hebraico del cristiano. Un judío, indolentemente apoyado en la esquina, con el preceptivo birrete amarillo, obligatorio según las ordenanzas del concejo, pantuflas azules y el caftán rayado, lo miró con curiosidad y se puso en guardia. El corazón se le aceleró pues parecía el vigilante que guardara el jardín del Edén y la tierra incógnita. Su gesto guardaba un atisbo de recelo.
—Amigo, la paz sea contigo —dijo Diego, nervioso—. ¿Conoces a Zakay, de la familia de los Ben Elasar? Necesito verlo.
El individuo encogió los hombros y con la mirada descompuesta le dio la espalda, tras arrojar al suelo un salivazo.
—¡Eh, por Dios! ¿Vive aquí, o no? —insistió colérico.
—Preguntad por Josef el droguero —le soltó, y se perdió por el callejón.
—¡Madito seas! —exclamó el algebrista con gesto de rabia.
Diego Galaz, alterado por la irritación, volvió sobre sus pasos. Remontó la cuesta que desembocaba en el mercado, donde había advertido varias tiendas de especieros y herbolarios hebreos. Allí preguntó a una comadre por su comercio, que al fin y a la postre resultó ser la más abastecida botica de Besalú. Ascendió un escalón, deteniéndose ante la confusión de una droguería que parecía contener toda la farmacopea del universo. Jamás en su vida había contemplado un lugar tan abigarrado de géneros herbóreos. Escrutó con la mirada los opacos frascos, albarelos, bolsas de hierbas, tarros con raras raíces, ungüentos, higas contra el mal de ojo, ristras de diente de león para curar el mal de amores, pigmentos en morrales de cabrito, así como pergaminos con ensalmos, huesos y muelas ensartadas en bramantes. En fin, un anárquico recetario de elixires y bálsamos que no dejaban un solo espacio disponible en el caótico bazar. En medio del local, entre las sartas de hojas de hinojo y azufaifa, se adivinaba el perfil de un hebreo enteco, de barba rala y greñas grises, que como un Noé bíblico, dueño absoluto del Arca, espantaba las moscas con un soplillo de esparto. El rancio aroma a hierbas maceradas agradó al físico, que aspiró con delectación.
—Sea la paz de Dios contigo —lo saludó, y paseó su vista por los artículos.
—Que perdure en ti eternamente, domine —contestó el judío con solicitud.
—Pocas veces contemplé unos brotes tan lustrosos de la humecta azufaifa. Excelentes sus virtudes curativas para suavizar el ardor y la bilis amarilla —aseveró conciliador el cristiano, para vencer su recelo.
—¿Eres quizás un droguero aromatorio? —se interesó meloso el judío.
—No, soy algebrista, pero me crie en el herbolario de un monasterio y me apasionan las virtudes curativas de las plantas —respondió.
—Perdona mi atrevimiento: ¿eres judío converso? El acento te delata como aragonés y en aquellos lares abundan los rabinos hebreos convertidos a la Cruz.
—Soy cristiano viejo, si es lo que quieres saber —replicó Diego—. ¿Tu nombre es Josef?
—Esa es mi gracia, pero ¿has venido tan sólo a curiosear mis mercancías o a solicitar algún remedio para un familiar? Son muchas las tribulaciones que he soportado en mi vida por confiar en cristianos de mala sangre.
Diego se sintió herido por las agrias palabras del tendero.
—Puedo asegurarte por la Madre de Dios que no me trae aquí ninguna intención malsana —confesó Diego—. Justamente busco a un hombre de tu raza.
—Los seguidores del Cristo soléis jurar con frecuencia en vano —replicó con tono crispado—. ¿Y a quién buscas, si puede saberse?
—A Zakay ben Elasar —insistió categórico—. He recorrido muchas leguas para encontrarme con él y que ilumine unas dudas que me asaltan. Y no partiré de aquí sin conseguirlo, pues he hecho de esta búsqueda una cuestión de honra personal.
Si en aquella covachuela, que parecía una cripta habitada por demonios, hubiera aparecido un diablo burlón para hacer un prodigio astral, no hubiera hecho tanta mella en el gesto y en la calma del israelita que, estupefacto, se atusó la barbilla, mientras en su mirada brotaba un fulgor de desconfianza.
—¿Quién eres y por qué razón deseas conocerlo? —inquirió desabrido.
Se produjo un intercambio de hoscas miradas y un grave silencio.
—Eso es cosa mía —objetó Galaz—. Sólo a él le revelaré lo que vengo a saber.
—Pues con tales reservas no tienes otra opción que salir por esa puerta —lo conminó malhumorado el hebreo—. No suelo compartir confidencias con forasteros y menos si estos son cristianos. Atraéis las desgracias. He de ir a curar unas pústulas al deán, y aprisa. Excusadme, forastero, tengo que cerrar el postigo.
Diego, antes de replicar desabridamente a las hirientes expresiones, hurgó entre los pliegues de su cinturón y extrajo el sello de oro, que guardó en el puño. Luego dijo apasionadamente:
—Mi nombre es Diego Galaz de Atarés; cuando apenas alcanzaba los seis años, Zakay ben Elasar visitó la abadía donde me albergaba. Por una razón incomprensible, me legó este anillo que se ha convertido en un objeto sagrado para mí, señor boticario, y en lo más valioso de cuanto poseo —lo expuso a su vista en la palma de la mano—. Vengo desde muy lejos a descubrir su significado, y os aseguro que no se trata de un vano capricho. ¡A fe mía que he de esclarecer el enigma, con tu ayuda o sin ella, por todos los diablos del infierno!
Por unos instantes se enfrentaron la perplejidad del judío, que no podía ocultar la sorpresa ante el centelleo del Nejustán, y la sincera firmeza del extraño. Josef, el aromatorio de Besalú, estaba confundido, y se preguntaba desconcertado: «¿Traerá este mensajero de lo inexplicable algún propósito perverso?». Finalmente, persuadido de sus honestas intenciones, sostuvo su mirada. Vaciló, atisbó luego la puerta con preocupación y dijo, deshecha al fin su resistencia:
—Señor Galaz no os violentéis. Aquí no podemos hablar. Esta noche lo haremos en la seguridad de mi casa. Mi hijo te recogerá a la caída del sol en el pórtico de la plaza. Id con Dios.
Con el semblante serio, el pasmado judío lo empujó fuera y, tomando una faltriquera con apósitos, brebajes y pomadas, se despidió sin decir palabra. Diego salió del bazar con la dignidad recuperada y con un desasosiego mal disimulado. Deambuló por las callejas de Besalú entre el cortinaje de polvo que levantaban las caballerías, y se detuvo a contemplar el légamo de las orillas y el sosegante tono amarillento de los álamos que crecían en el ribazo. Se abismó pensativo en la suave topografía de la villa, en las verdes laderas de las cumbres y en las doradas espadañas de Sant Vicenç, mientras se preguntaba si aquel judío envuelto en un inquietante secretismo, serviría en definitiva a sus propósitos y lo conduciría ante Zakay ben Elasar.
Al punto se le vino a la mente la frase que, como una plegaria, había recitado el monje hidrópico y gordinflón al cruzar la pontana de piedra de Besalú: «Y yo en este puente, entre el cielo y el agua, tambaleándome en la danza del destino».
El asunto daba complicados giros y la impaciencia comenzaba a irritarlo. Caviló que todo misterio es como un velo transparente que pocas veces oculta lo que no ennoblece. ¿Llegaría sin trabas ante la presencia del deseado Zakay? ¿Viviría todavía el anciano? ¿Le esperaría un encuentro no deseado?
Aquel hebreo había sembrado la incertidumbre en su corazón y deseaba vehemente la llegada del ocaso para sosegar sus dudas y escuchar su revelación. Diego respiró libremente. Se sentía satisfecho de su búsqueda, que lo devolvería en unas semanas a Zaragoza, pero ¿le aguardaba el conocimiento o un dilema aún más profundo? Él sabía que, en la vida, ni tan siquiera las certezas más innegables bastan para que el hombre esquive sus infortunios y las complejas formas del mal.
¿Hallaría en la casa de Josef el acertijo de su existencia?
Estaba preparado para cualquier contingencia que helara su corazón.
El Creador se había olvidado de trazarle un pasado y le urgía saberlo.