Isabella Santángel

El río susurraba indolentes rumores entre los huertos y bandadas de golondrinas zigzagueaban entre las torres de Zaragoza. La congoja llenaba el corazón de Diego Galaz, como si los fantasmas de su pasado se confabularan para mofarse de sus empeños. ¿Lograría alguna vez penetrar en el enigma de su origen?

Husmeó en los registros de la Cancillería y en los pliegos de los bautizados en San Salvador sin perder las ilusiones. Sin embargo tras cinco días de infructuosas búsquedas y con las cejas quemadas por los velones de los escritorios, archivos y bibliotecas, se rindió a la evidencia de su fracaso. Su nombre se había borrado de la memoria de sus paisanos.

Diego se preguntaba quién había sido aquel oscuro adalid del rey cuyo apellido acarreaba, y qué papel había jugado en su origen. Aparecía en los protocolos de la Zuda como participante en la expedición de Mateu de Montcada, y nada más; y la alquería donde pasó sus primeros años de vida pertenecía ahora a los Lafuente de Daroca, una familia atenta e industriosa que no conocía al caballero Galaz. No había hallado rastro alguno de su estirpe; y con el alma ensombrecida dio por finalizadas las pesquisas en la capital del Reino. Seguiría camino de Besalú.

Con la confianza de experimentar los sentimientos de afecto que precisaba su corazón desalentado, decidió cruzar la Puerta de Toledo y visitar el barrio de San Pablo, donde vivía un entrañable amigo de estudios, del que a veces recibía noticias y al que estimaba como a un hermano, Nicolás Santángel. Llamó a la aldaba de la casa de su colega, hijo de un médico real y judío converso, compañero de aulas y francachelas en Perpiñán, a quien apasionaban los cursos de los astros y la geomancia. La mansión poseía un raro escudo de un ángel orante que pronosticaba bienaventuranzas a quien rezara ante él y una frase en el frontispicio proclamaba: «Anhelo morar en el templo del Señor todos los días de mi vida».

La alegría del licenciado Santángel fue mayúscula y el abatido Diego, invitado a pasar con ellos las solemnidades de la Santa Sangre, halló entre sus paredes hospitalidad franca y compresión para su problema. Al amanecer siguiente se despertó soñoliento, cuando los bronces de los campanarios de Zaragoza compitieron en tañidos, llenando los aires de alboroto. Para olvidar la amenaza de la epidemia negra, que se extendía como una hidra desde las repúblicas italianas hasta los puertos ibéricos, se celebraron justas en el Campo del Toro, donde hidalgos aragoneses medían sus fuerzas con caballeros de Castilla, Languedoc, Flandes, Gascuña, Aquitania y Hainault. El gentío se mostraba mundano y jubiloso, sonaban las chirimías y vihuelas, improvisaban versos los trovadores y las risas cascabeleaban por doquier. A Diego le entusiasmaban los torneos con las oriflamas al viento, las rutilantes armaduras, los grifos y quimeras de los escudos y las destrezas de los duelistas. Pero también lo arrobaba la pléyade de damas que, en los estrados engalanados con guirnaldas de brezo, jugaban con sus pañuelos y exhibían pícaramente sus escotes, las gonelas de Holanda, los brocados y colas de seda, huyendo del cuidado de las dueñas para escaparse al río con los caballeros de la corte del rey don Pedro, que apareció en la tribuna antes del mediodía.

Diego contempló desde cerca la figura delgada del rey de Aragón, un hombre de voluntad resolutiva, mirada escrutadora y brillantes bucles rubios, sujetos por una corona de aljófar y oro. Lo acompañaban, vestidos con púrpuras y damascos, sus principales consejeros. El pueblo lo recibió inclinando reverentemente la cabeza y aplaudiendo su presencia. A su diestra se sentó un judío de barbas patriarcales, que Nicolás lo señaló como el hispalense Jacob Corsumo, el astrónomo real, que cada día confeccionaba el horóscopo al rey, dada su inclinación a las disciplinas herméticas y a las predicciones de los adivinos y nigromantes que llenaban su corte.

Con el ocaso, el rey de armas dio por concluida la liza, en la que fue proclamado vencedor de la corona de laurel el gran Gilles de Gante, cuyos leones azulados habían conocido más de cien victorias en media cristiandad, que fue coronado por el impasible y grave rey don Pedro. Tras repartir promesas de amor entre media docena de doncellas casaderas, los dos jóvenes regresaron a la mansión del converso. Tomaron un refrigerio, se acicalaron y se instalaron en una solana delante de una mesa con néctares y elixires, bajo el ramaje de una higuera frondosa, donde Nicolás concentraba sus útiles de astronomía.

—Ya sabes que me gusta elaborar horóscopos —le dijo Nicolás, un doncel de pelo ensortijado y prominente nariz—. ¿Deseas que someta tus búsquedas al dictamen de los astros y a las muescas del astrolabio, Diego? Te veo muy preocupado. Quizás ellos te procuren luz.

—Sabes, Nicolás, que me apasiona su influencia, pero ¿qué pueden aventurar los cielos sobre un insignificante mortal que busca un imposible? Y si acaso hallo a la familia que me abandonó, ¿tengo garantizado su afecto? Me he embarcado en una empresa desatinada, pero sea como quieres.

Santángel lo acribilló a preguntas sobre fechas y eventos de su vida y durante más de una hora se enfrascó en el ajuste de las azafeas y en un tratado del astrónomo musulmán Ibn Asim que había adquirido a precio de oro en Toledo y que según el hijo del converso trataba sobre los tiempos de los hombres marcado en los recorridos planetarios.

—La posesión de este libro puede acarrearte serios conflictos con los clérigos de la Seo. Ten cuidado Nicolás, corren malos tiempos —lo aleccionó Diego—. En estos reinos la estrechez religiosa origina intolerancias que se pagan con la vida.

Nicolás encendió candelas y velones y siguió escrutando el firmamento. Se movía con evoluciones incoherentes, como un sonámbulo, hasta que confeccionó su predicción.

—Tú te conmoverás, pero yo me he sobrecogido con lo que te auguran los cielos —dijo titubeante—. Escucha querido Diego. El bayt, el cielo, se manifiesta inequívocamente sobre tu búsqueda. Él guarda la suerte de las criaturas que abarca en su inmenso abrazo. He escudriñado los planetas con el atacin de Azarquiel y aplicado las tablas sirias de la antigua astrología, siguiendo el trazado de tu astro tutelar.

—¿Has observado la estrella de mi nacimiento, Azfar, la garra del león?

—Sí, y contrariamente a mis suposiciones ha seguido un curso inexplicable, sobrepasando a Sirio, en el Can Mayor —le explicó apasionado—. Ajusté con precisión mis instrumentos y calculé los cómputos astronómicos; sistemáticamente se emparejaba con el apogeo de la flamígera Sira Abur, conjunción dudosa en esta estación del año, Diego. ¡Qué sorprendente!

—¿Por qué te alarmas Nicolás? El hombre es libre para elegir su camino y ejercitarse en la bondad o en la maldad con sus semejantes. Las fuerzas del universo se nos escapan a nuestro intelecto. Deja a mi azar que obre libremente —le sugirió.

—Por supuesto que existe la libre decisión de las criaturas, como nos aseguraban los maestros de Perpiñán, pero siempre dentro de la senda de su destino. Sus leyes son inexorables. En cambio, tu estrella ha adelantado extrañamente su trayectoria al mes de Rayab, el de la Reverencia, situándose sobre la morada de Yahha, el Centauro, la misma que amparó al pueblo de mis antepasados, los judíos, en el viaje de Egipto y su posterior éxodo por el desierto del Sinaí durante cuarenta años. Además está bajo su influencia la ciudad sagrada del judaísmo, del islam y del cristianismo, la tres veces sagrada, o sea Jerusalén. Tu destino próximo está unido a la ciudad santa entre las santas —señaló perplejo—. ¿Comprendes ahora mi estupor?

Diego se mostró sorprendido, pero no creía excesivamente en esa ciencia.

—¿Y qué interpretación nos revela ese descarrío estelar? —preguntó Diego—. ¿Qué tengo yo que ver con vuestra peregrinación y menos aún con Jerusalén?

—Resulta insólito y perturbador para mi corta ciencia —lo intranquilizó—. Tu suerte está grabada en el cielo y ninguna fuerza de la naturaleza puede mudarla. Y lo mismo que tú y yo nos miramos ahora a los ojos, se cumplirá infaliblemente. Tu vida está ligada a la añorada Jerusalén de mis antepasados.

Su incrédulo amigo se sonrió y le palmeó los hombros con jovialidad.

—¿Y cómo se puede explicar semejante desatino? El vino te hace desvariar, Nicolás —comentó Diego, que no obstante se mostró agitado.

—No me negarás que esta predicción conmueve —ratificó el anfitrión—. Estás bajo el signo de un planeta errante y su poderosa estela te protegerá, pero anuncia travesías desconocidas; aunque también he podido equivocarme.

—Está claro que la búsqueda de la verdad lleva aparejado el dolor y la confusión —replicó el huésped.

Diego elevó su mirada al firmamento cuajado de rutilantes luminarias y sintió la melodía del universo sobre su cabeza, mientras pensaba que el hado marcado en las estrellas suele arrastrar al incrédulo pero guía a quien de buen grado lo sigue. Súbitamente, mientras aspiraba el aroma a jazmín del jardín, bajo el pálido reflejo de la luna, observó que una silueta femenina, envuelta en un halo de luz, los espiaba desde una ventana sin desear ser vista. Diego permaneció absorto ante la aparición. ¿Quién sería aquella dama que se ocultaba a su contemplación? ¿Habría oído la sorprendente predicción? Nicolás nunca le había hablado de una joven mujer que habitara en su casa.

Volvió a mirar al ventanal, embelesado, pero la insólita figura había desaparecido.

Diego Galaz trocó su hábito negro y capa de familiar benedictino por un jubón de seda verde, calzas divisadas y ajustadas a la piel, una de color marfil y la otra de añil índigo, hopalanda a juego y una gorra emplumada de Ypres, compradas a un judío del mercado de la Zuda, que le conferían un porte soberbio. Sacó de su escondrijo el enigmático sello y se lo colocó en el dedo anular.

Accedió al salón comedor de los Santángel, que como en cualquier casa de conversos, no se hacía ostentación de signos mosaicos. Sobre los muebles, una profusión de santos, vírgenes y arcángeles, evidenciaban su fervor hacia la nueva religión, que observaban con estricto celo. Rápidamente, la mirada de Diego pasó por la madre de Nicolás, su padre, micer Mauricio, que parecía un hidalgo antiguo, con golas y encajes, y un comensal estirado, un anciano de barba rizada que parecía un profeta brotado de un pasaje del Levítico.

Pero en quien fijó sus encandiladas pupilas fue en la joven que había sorprendido la víspera acechándolos desde el balcón. Su rostro le recordó su viaje a Padua con los maestros de su Schola para escuchar las lecciones del doctor Ocklan. Aquella muchacha se asemejaba a la Magdalena del pintor Giotto que había contemplado en la capilla de los Scrovegni, derramando su ondulada cabellera de oro a los pies de Cristo crucificado. El rostro rosado con dos hoyuelos, la nariz graciosamente respingona, la breve figura y las manos como dos tórtolas mansas sobre su regazo, lo fascinaron. Una jornea malva con joyas entretejidas y un velo de encaje de Bruselas convertían a la doncella en una aparición de mirada azul que se movía fresca como un lirio rociado de escarcha. Su cabello, adornado con florecillas, descendía como una cascada hasta la cintura.

—Diego —manifestó el anfitrión—, os presento a mosen Gadara, alabarca y gran rabino de la sinagoga de Zaragoza, que hoy honra mi casa; y a mi sobrina Isabella Santángel, que perdió a su hermano y a sus padres, banqueros de Gerona y Carcasona, y que mitiga con su dulzura el hastío de nuestra vejez.

El joven inclinó la cabeza y describió con el bonete un amplio gesto.

—Diego Galaz de Atarés, algebrista por Perpiñán —dijo.

El invitado tuvo la impresión de que flotaba en un sueño, cuando se acomodó al lado de la joven beldad. El tibio y accidental contacto con la muchacha hizo aflorar en su corazón sentimientos que hacía tiempo no percibía. Apenas si probó bocado de los exquisitos platos que servían dos criadas moriscas. Pronto se sintió cautivado por la tonalidad de su voz, con la que le explicó que, siendo una niña y tras la quema de la judería de Carcasona, había perdido a su padre y a un hermano, que habían sufrido las iras de las desesperadas turbas de disciplinantes, pauperes y vagabundos incontrolados de ambos lados del Pirineo, que instigados por los clérigos los señalaban como culpables de la peste negra que asolaba el condado de Tolosa.

—Nos acusaron de envenenar las aguas del Ródano. ¡Qué perversidad! Aún recuerdo a un abad, obispo o canónigo, que se hacía llamar mosen Anton, la ira de Dios. Iba vestido con una capa y una mitra rojas. Gritaba como un poseso: «Yo soy la ira de Dios», y su mirada parecía hipnotizar. Instigaba a las gentes a que quemaran la judería y degollaran a sus habitantes. Aquel día descendí a los infiernos.

—La fe honra a Dios, pero la brutalidad de nuestros eclesiásticos la ultraja. Por eso el cielo nos ha vuelto su rostro —la consoló por pérdida tan espantosa.

Sin estar dotada de una belleza arrebatadora, su piel blanquísima, la cascada de su cabellera dorada sobre los hombros, las cejas claras, los labios carnosos, el cuello grácil y sus ojos azules, como dos jirones del mar, habían prendido la atención del licenciado, embelesado con su risa exquisita y con sus dos hoyuelos turbadores, que al sonreír, llenaban de travesura su faz. A Isabella, conforme se sucedían las horas y profundizaban en su recién iniciada amistad, el corazón se le desbocaba alborotado. Se quedaba fija en los ojos profundamente negros del amigo de su primo, que se posaban en los suyos como si una lluvia de pétalos los acariciara.

La intuición no le fallaba nunca a Diego y comprendió que cuando una mujer lo conturbaba de aquella manera era que su corazón se rendiría muy pronto. Pero no quiso hacerse ilusiones. Sin embargo, Isabella reía abiertamente con las chanzas de Diego, y sus anhelos avanzaban con extraño vigor por una senda deliciosa, la que conduce al jardín secreto del amor.

Pero no bien sirvieron los postres, cuando el mágico idilio se quebró con un sesgo sorprendente. El gran rabino fijó sus ojos redondos de mochuelo en la mano del algebrista y la señaló con curiosidad. El doctor del Talmud, en quien Diego había notado una gula desmesurada, contribuyó con su descortesía a agriar el momento con una observación que cortó la deliciosa plática de Diego con Isabella.

—No he podido por menos que observar el peculiar anillo que lucís, micer Galaz —descubrió sibilino—. Y aunque he buscado signos de una posible falsificación, su representación heráldica me ha conturbado, os lo aseguro.

Los comensales, intrigados, dirigieron sus miradas al anillo que exhibía el huésped en su dedo, que extendió con prudencia sobre el mantel. El algebrista no supo responder y asaltándole una duda inquietante observó la joya. Experimentó desazón, y quiso avanzar hacia una verdad que se le ocultaba.

—¿Sabéis interpretar su heráldica, rabino Gadara?

La estancia se convirtió en un marjal de silencios. Sin la menor sombra de jactancia, el judío enarcó sus cejas desgreñadas y en un tono rotundo afirmó:

—Soy versado en la vieja ley y, aunque lo he examinado de lejos, aún no le he encontrado sentido, pero me produce zozobra. Las barras de Aragón no precisan explicación. Sin embargo los signos inferiores corresponden a símbolos judaicos, concretamente de los levitas del Templo de Jerusalén y de los hijos de Sadoq, el gran sacerdote e ilustrado sabio del tiempo de Salomón. ¿No os parece chocante, siendo vos cristiano, que portéis ese sello?

Los ojos de Diego, titubeantes y asombrados, se cruzaron con los de Nicolás y se abrieron hasta el punto de quedar paralizados. Luego se repuso y declaró comedido:

—Realmente me resulta inexplicable rabí. Ignoraba que esta joya, único eslabón que me ata a la familia que no conocí, llevara burilados símbolos judíos. Detesto las lisonjas y puedo aseguraros que nada tengo que ver con vuestro pueblo.

—Entonces, ¿no os seducen las doctrinas mosaicas?

Diego, en un tono ni neutro ni adulatorio, repuso grave:

—Soy cristiano y estudié vuestra lengua y la Biblia de los Setenta, pero no me adentré nunca ni en el Talmud ni en vuestras escrituras —confesó, notando que pisaba un terreno fragoso—. Y aunque mi fe se tambalea por la tozudez de los administradores de Dios, mis creencias cristianas aún aguantan.

—La fe, aparte de ser una virtud, es un consuelo para el ánimo —afirmó el rabí.

—Que, no obstante, obliga en ocasiones a cerrar los ojos de la razón.

—Yo me aferro a la fe de mis padres, amigo Galaz, como un puente entre la vida y la promesa de la inmortalidad —contestó el maestro judío.

¿Qué certezas y suposiciones conocía aquel judío entrometido, que no obstante parecía tenderle una mano amiga? La insólita referencia a los símbolos de su anillo lo confundían, atrapándolo entre sus interrogantes: «Dios dispone las cosas a su modo, y los mortales somos hilos insignificantes en un vasto teatro de marionetas». «Tu destino, Diego, se halla unido desde tu más tierna niñez a asuntos inextricables», le había dicho fray Bernardo antes de morir. Por si no fueran pocas sus inquietudes, aquel estrafalario hebreo había irrumpido atosigándolo con alusiones que le atañían. Diego le lanzó una mirada de ansiedad.

—Permitidme rabí —dijo alargándole el anillo—. Examinadlo detenidamente. La interpretación de sus marcas se ha convertido para mí en un compromiso, aunque también en una esperanza de hallar mis orígenes.

El barrigudo alabarca se colocó unas lentes de aumento y como una lechuza con antiparras examinó la joya, que brillaba con los candelabros como el carbunclo. Con visajes propios de un brujo conjurador, lo escrutó con detenimiento, mientras los comensales lo observaban en místico silencio.

—¡Es insólito! ¿De veras que no conocéis el signo que habéis exhibido en vuestro propio dedo? —preguntó enigmático el experto hebreo al concluir.

En los ojos de Diego se reflejó un brillo de alarma.

—Así es. Me fue entregado hace sólo unas semanas y ni las meritorias mentes de los monjes de San Juan supieron interpretar esos símbolos. Sólo sé que las barras de Aragón apuntan hacia la familia real de estas tierras.

Maese Diego, me dejáis confundido —replicó—. Habéis de saber que la otra mitad que ignoráis muestra los más venerables y sagrados símbolos hebreos.

La nada tranquilizadora afirmación hizo que interviniera Mauricio Santángel, que los observaba asombrado.

—¿Cuáles maestro? No nos mantengáis en vilo.

El rabino se aclaró la garganta y tras pasear su mirada por la sala, apuntó:

—El Nejustán, amigos míos. El signo de la inmortalidad y el distintivo de los sabios entre los sabios de Israel. ¡Loado sea Adonai por siempre!

Diego, en su perplejidad, pasó repetidamente los ojos desde el sello hasta el rostro del judío sin comprender nada. Hacía veinte años que buscaba un indicio que reforzara su identidad y no estaba dispuesto a desaprovechar la ocasión de conocerla. Debía insistir.

—¡Por las lágrimas de la Dolorosa! —exclamó—. ¿Qué dicen estas alegorías? Explicaos, os lo ruego, señor.

El rabino, tras observar el desconcierto que habían producido sus palabras, afirmó:

—Amigo, aunque no lo creáis, este sello muestra un antiquísimo símbolo del pueblo de Israel. Bajo las barras aragonesas aparece el símbolo de Moisés. Una serpiente enredada en un bastón en forma de «r», y junto a ella una «N» paleohebraica. Y ese signo no es otro que el sacrosanto Nejustán judío.

La plática se animaba. Diego asintió, y mudo y hechizado le preguntó:

—¿Qué secreto encierra el Nejustán, gran rabí?

—Os lo revelaré —dijo, y dejó pasar unos segundos sabiamente espaciados—. Los judíos del éxodo, perdidos en el desierto, fabricaron una pértiga de bronce ante la que quemaban incienso implorando a Yhavé la merced de contemplar algún día la tierra prometida. Una vez llegados a Canaan se entregó la custodia de la vara a los levitas, que la reverenciaban en el Templo tañendo sus arpas y entonando cánticos sagrados. Pasado el tiempo, el sabio Salomón encargó su cuidado al gran sacerdote Sadoq y a su progenie, hombres ilustrados y conocedores de los secretos de las estrellas, los cielos, el álgebra, las matemáticas y la medicina, y permitió a él y a sus descendientes utilizar en sus enseñas el Nejustán, atributo que inexplicablemente ostentáis.

Diego se quedó inmóvil y compendió en su mente tan sugestivas palabras. Con la mirada animó al rabino a proseguir con su explicación.

—Pero acaeció lo inevitable —siguió el judío con su apasionado relato—: la desgraciada desaparición del símbolo de los símbolos. Ezequías, rey de Judá, lo desbarató y destruyó impíamente, y la estirpe de Sadoq fue desterrada de Israel, aunque su sangre se propagó por las dos orillas del Mediterráneo. Algunos de su casta aún perviven en las sinagogas de Narbona, Zaragoza, Sevilla, Córdoba, Guadalajara y Toledo, y talmudistas, algebristas y cirujanos tan acreditados como Zah Rawi, Inb Zuhr o Isaías ben Elazar, se tienen por sus vástagos. Esa es, en resumen, la historia de lo que tenemos lo hebreos por emblema de la inmortalidad.

—¿De la inmortalidad decís? —preguntó Diego impresionado.

—Justamente. Textos más antiguos que el Génesis lo vinculan al héroe Gilgamesh, e incluso al mismo Adán. El Nejustán que vos lucís en el sello como un levita más, constituye una alegoría inmemorial para la humanidad y para el pueblo judío. Y vos lo ostentáis como tal cosa, desconociendo su capital importancia. ¿No será que vuestra ascendencia es judía, maese Galaz?

El asombro y los murmullos le llegaron como un zumbido lejano a su cerebro, confundido por los indicios que apuntaban a que podría correr por sus venas la sangre de la raza proscrita. No podía creerlo y se sonrojó.

—Sé que os angustia esa posibilidad, y lo que en estos reinos significa ser señalado como judío —apuntó el rabí penetrando en su alma—. Y comprendo que esta eventualidad os acongoje. Pero no os apesadumbréis. Desde que los descendientes de Yehudá el Santo pisaron por vez primera Sefarad, Hispania, su sangre se ha mezclado ininterrumpidamente con los de esta tierra. Muchos de los que hoy se pavonean en estas tierras de limpio abolengo, incluso reyes, están entroncados con la estirpe de Abraham. Por otra parte, en vos se trata de algo hipotético, que aún habéis de verificar.

—No me apesadumbraría saberme en parte judío, pues al menos puedo presumir de un vínculo reconocido —dijo Diego con circunspección—. Mi religiosidad no ha sido muy exaltada, y tengo por amigos a hombres de muchas razas y credos. Al contrario, si me notáis conmovido es porque vuestra revelación me abre puertas a una certeza, como si una frágil luna apareciera en la negrura de la noche. No he conocido a mis padres, ni sé una palabra de mi origen. ¿Lo comprendéis? Me habéis marcado un camino del que dudaba al salir del monasterio de San Juan. Ahora sé que la verdad me aguarda en Besalú.

—Pues por vuestra paz interior habéis de probarlo cuanto antes.

—Os quedo reconocido, maestro, pero os ruego lo mantengáis en la reserva. Estas cosas terminan por divulgarse y sus secuelas podrían ser funestas —le rogó Diego—. El odio a los judíos prende en Castilla y Aragón como la estopa a causa de la peste.

—Aún resuenan en mis oídos las prédicas del abad Olligoyen, que han inflamando los corazones de los naturales de Navarra y Cataluña, los cuales asesinaron sin piedad a centenares de ancianos, mujeres y niños e incendiaron sinagogas y juderías. Mantenemos esos episodios en nuestras almas —dijo Isabella entristecida—. Y hacéis bien, Diego, en no propalar el origen de vuestra sangre.

El asombro de Diego se transformó en sugestión y permaneció silencioso. Sin embargo, en aquel momento no podía calibrar el alcance real del testimonio del rabino. Tensó su rostro y admiró el enigmático sello, como si sus extrañas tallas hubieran violado los más recónditos entresijos de su espíritu.

«Nejustán —se ensimismó—. He hallado el primer eslabón de lo que parece una larga cadena de misterios. Pero ¿habré de conceder crédito a las palabras del rabí Gadara? La comunidad judía de Zaragoza lo tiene por un sabio del Talmud. La curiosidad corroe mis entrañas. Será el Altísimo el que disponga, pero, o hallo una explicación convincente a este enigma, o todo mi ser se romperá entre la desilusión y la nada».

La confidencia había añadido más leña a la hoguera de sus ansias, y ya no le cupo más codicia que la de consagrarse a la búsqueda del misterioso Zakay ben Elasar, el dueño del sello, rogando a Dios que aún permaneciera con vida en la vecina Besalú de Cataluña. Omitió el nombre del almojarife a sus anfitriones, y agradeció al rabino sus oportunas manifestaciones.

En la sobremesa Diego no dejó de contemplar los ojos sutilmente añiles de la doncella, su perfil armonioso y su cabellera dorada. No se cansaba de observarla, platicaba, reía y seguía el rastro de su sonrisa, que creaba a cada movimiento los dos hoyuelos rutilantes en las mejillas. Su alma sentía una dúctil sensación que arrasaba su corazón. En varias ocasiones, mostrándose extrañamente osado, acarició sus manos, aunque ansiaba estrecharla entre sus brazos, deslizar sus dedos por su cuerpo de marfil blando y besar sus labios de cereza.

Diego no ansiaba otra cosa que marchar hacia Besalú, pero la presencia de Isabella, hizo que postergara su salida. Pasaban el día juntos, primero en el jardín de los Santángel y luego, cuando la amistad creció, paseando junto a una dueña poco rigurosa por las orillas del río. Se miraban con ardor, se deseaban, se acariciaban con dulzura, se besaban a hurtadillas, se respiraban, se deseaban con ternura, se palpaban furtivamente, se fascinaban mutuamente, se apretaban cuando la servidora no los veía, se estremecían con sus promesas, enlazaban sus brazos, se contemplaban inflamados durante horas, entrechocaban sus cuerpos y se hacían promesas de amor eterno.

Una noche se acercó descalza a su habitación y a Diego le pareció que un arcángel vaporoso o un hada de los países hiperbóreos se le había aparecido. Llevaba sobre los hombros un camisón diáfano, como las alas de una crisálida y la noche se iluminó con el cabello de oro derramado sobre su pecho. Con pasos decididos, Isabella se acercó al lecho de sábanas calientes. Y antes de que la noche flaqueara con la luz del alba, habían recorrido el mapa palpitante de sus cuerpos y habían bebido de sus dulzuras, envueltos en el sudor de sus tersuras. Isabella sentía los placeres del cuerpo por vez primera y temblaba como la llama de una candela.

El algebrista besó sus honduras y sus labios entreabiertos con entrega, succionó su perfume y recorrió sin prisas los declives ondulados de su piel, hasta que sus sexos se fundieron en un éxtasis. Diego, tras la coreografía erótica de la noche, percibió en el duermevela del amanecer que habían expirado los idilios fracasados y las escabrosas relaciones con doncellas. Un estilete había traspasado sus entrañas y por vez primera en su vida se había enamorado perdidamente.

De ella, sólo de ella, de la dulce Isabella Santángel.

Los siguientes días en compañía de Isabella reconfortaron su zozobra.

Se tomaban de la mano abiertamente, mientras el corazón del algebrista tremolaba de emoción. Pero ni sus palabras ni las promesas de amor eterno conseguían sosegarlo. La observaba con mirada arrebatada, jurándose a sí mismo que no amaría a otra mujer en la tierra. Sólo el viaje a Besalú frenaría su idilio de amor por unas semanas.

Diego se avino con unos acemileros que viajaban a Gerona para formar parte de la cuadrilla y protegerse de los salteadores de caminos. Mientras aguardaba la partida, paseaba con la muchacha por el Puente de Piedra, el llano de la Almozara y por la ribera de la ermita del Pilar, contemplando las cúpulas de las iglesias y el manso espejeo de las aguas del Ebro, mientras compartían los anhelos de sus almas. El otoño reforzaba su tibia languidez con brisas que invitaban a las intimidades, mientras Zaragoza, en el arrebato de oro de sus crepúsculos, se convirtió en testigo del nacimiento de un amor que crecía como un torrente en primavera entre la joven diosa hija de conversos y el algebrista de las búsquedas imposibles.

Juntos exploraban el territorio del amor entregado, ensayaban caricias ignoradas hasta entonces y penetraban en sus corazones, como quien descifra un enigma. Hambrientos de amor y absorbidos en una excitación se intercambiaban miradas de enamoramiento que no pasaron inadvertidas a los Santángel. Diego estaba persuadido de que el espíritu de Isabella se debatía en el calvario secreto de perder a su familia, atemperado por su dulzura natural. Creía haber hallado el gran afecto de su vida, y se rindió al influjo de su mirada celeste, su magnetismo y la transparencia de su rostro.

Recorrían las bulliciosas rúas de la capital del reino seguidos de la cómplice dueña de compañía, y asistían a los oficios religiosos en San Pablo. Pero a Diego le parecía que los Santángel, familia de alcurnia en Zaragoza, no bendecían aquella relación, quizás debido a la diferencia de raza y progenie; menos aún mientras su origen siguiera siendo dudoso. Su noviazgo no prosperaría de momento, pero Diego, alentado por sentimientos puros, le prometió regresar y aclarar todo.

—Conocí a otras mujeres, pero detesto las relaciones efímeras. Tú eres una mujer de intimidades, Isabella, y en ti he hallado el refugio de mis búsquedas.

La víspera de su marcha a Besalú, antes de los festejos de San Miguel, apareció sobre Zaragoza un ejército de nubes grises que amenazaban tormenta, y el ambiente refrescó bruscamente. El ocaso desfalleció ante la tibieza de la noche con tonalidades carmesíes. Una suave fragancia ascendía del vergel familiar, mezclándose con el azabache de la noche. Diego, que anhelaba sentir de nuevo la proximidad de Isabella, le envió un aviso a su alcoba. Se vieron a hurtadillas en la pérgola del jardín, empujados por un ardor incendiario. Diego, como prenda de la firmeza de sus sentimientos, le regaló una crucecita dorada, recuerdo de los frailes benedictinos, que había guardado siempre junto a su corazón.

—Según fray Bernardo está forjada con metal del sagrario donde estaba el santo Grial que, como sabrás, se guardó durante años en el monasterio de San Juan antes de depositarse en la catedral de Valencia. Puede más el afecto que la memoria. Guárdala junto a tu corazón, pues estuvo en contacto con la sangre de Jesús de Nazaret.

—Que el Vaso que contuvo la Sangre del Salvador preserve nuestro amor —dijo ella, y la llevó a sus labios trémulos—. Gracias, Diego.

Diego, inclinándose sobre la boca que se le ofrecía la besó con suavidad, aunque la muchacha se resistió con un rechazo debido al dolor de la despedida. No obstante, tras unos instantes de pugna, cedió a su apasionado empuje y se hundieron en un torbellino de caricias. Diego apretó sus mejillas en el rosa pálido del semblante de Isabella, que temblaba. Era la hora mágica de las promesas: abandonados en un abrazo infinito, se dejaron atrapar por la embriaguez de los besos y los estremecimientos del gozo del amor y los roces furtivos. En la urgencia de sus deseos, apretaron sus cuerpos bajo la lluvia de estrellas y el sabor de la pasión traspasó sus corazones. Isabella se dejaba acariciar sus gráciles pechos, su talle cimbreante y sus rodillas, embargada en una culpable delectación. Consumida de vergüenza, apenas si notaba que el joven desligaba gasas y botonaduras.

Sólo le importaba el cuerpo que abrazaba y, olvidándose del pudor, gimió con su boca entreabierta y entregada. Sus piernas se abrieron al apasionado joven y su pecho y sus entrañas se estremecieron como arrasados por una ola devastadora. Invadidos por una calma gozosa, se miraron a los ojos largo rato, mientras las ramas de los árboles se mecían. Renovaron su cómplice afecto con una dulzura inagotable, y Diego, con una voz suspirante, tomó su cabeza entre sus manos.

—Mi dulce aparición, únicamente la muerte podrá borrarte de mi corazón, y te aseguro que mi marcha entristece mi alma —le prometió el enamorado—. Sólo serán unas semanas dulce Isabella. He de viajar a Besalú para entrevistarme con un hombre que puede aclarar mis dudas, y te prometo por este anillo que regresaré antes de San Andrés. Entonces ya jamás nos separaremos. Te lo aseguro.

—Te esperaré, pues sin ti sólo hallo el vacío, Diego —emitió su voz de cristal en la noche—. Pero no me engañes o moriré de dolor.

—Que pierda mi alma y mi espíritu vague eternamente por la nada —le juró.

Los instantes de blandura se dilataron y cuando la dejó en la puerta de su aposento, las entrañas de la joven se vieron zarandeadas por una tristeza confusa, en un sentimiento mezcla de angustia y felicidad. Diego contempló su figura grácil, sus colmados pechos palpitando bajo la jornea, mientras la luz de los flameros transfiguraba su cabello en un fulgor ilusorio. Sólo entonces comprendió que podía emprender el camino a Besalú con el alivio de un amor correspondido y con una fe inalterable en sus afectos. No había sido rechazado y se sentía amado.

—Cerraré la herida de la diferencia de nuestra sangre y volveré.

—Que no te devore ese sueño que ha encendido tu alma, Diego.

Las palabras se mezclaron con la amargura de sus lágrimas. Aunque sabía que aquel hombre le hablaba de corazón, una melancolía indefinible afloró en su rostro. Su mirada parecía preguntarse si cumpliría con su palabra de regresar, o habría de morir de nostalgia con la espera. Con expresión dolorida le tomó las manos y aseguró a su enamorado:

—Te miro y comprendo qué es el paraíso, Diego. Pero no es el miedo a que no regreses lo que me preocupa, sino el sabor de la incertidumbre que vas a desentrañar.

Ambos admitieron que su amor no era ficticio, que sus corazones se veneraban y que habían encontrado el refugio de su pasión. Fuera, una luna grandiosa coronaba la quietud del río, testigo de sus promesas. Diego lamentaba tener que abandonarla, pero su búsqueda era superior a cualquier afecto. Apretó los puños, y le dio la espalda con exasperación.

No se arrepentía de amarla con un exceso inagotable.