Al fin Galaz, poseía una pista veraz sobre su origen.
Diego trató de comportarse con calma, pues la balbuceante explicación de fray Bernardo le resultaba desconcertante. Pero hacía mucho tiempo que ansiaba restaurar el orden de su vida con algo preciso.
El pasado y el futuro se habían fundido con la irrupción de aquel sello esmaltado. Y allí estaba frente al asceta moribundo que tanto amaba, separado de él por el abismo de aquel tesoro, del que hacía sólo una hora, ignoraba su existencia. Tras reponerse de la sorpresa le rogó que le desvelara el misterio que ocultaba. Mientras, un relámpago lejano centelleó en la bóveda celeste de forma sobrecogedora, lustrando sesgadamente sus signos.
Fray Bernardo hizo una pausa dramática y tomó aire. No podía hablar.
—¿Así pues el Señor no se olvidó de trazarme un origen, un pasado, pater? Esta extraña pieza así parece confirmarlo.
El clérigo sonrió con amargura.
—El cielo dispuso para ti una infancia de soledad y enigmas, lo sé. Pero también un futuro de virtud, de estudio y de sumisión a la voluntad de Dios.
—Mis años pasados no fueron sino el acertijo de una providencia loca padre.
Pensativo, fray Bernardo le habló con inefable dulzura.
—No digas blasfemias, Diego. Dios marca los propósitos de nuestra vida y este sello fue uno de los presentes que te legó Zakay ben Elasar, pues ese era el nombre del judío que te visitó. Él fue quien desembolsó la dote que te mantuvo durante años, costeó tus estudios y te amparó durante tu infancia y juventud. El anillo se lo entregó a fray Berenguer con el ruego de que te fuera devuelto una vez que terminaras tus estudios en la Universitas. Al morir el abad, me rogó que cumpliera en su nombre esa voluntad, un lastre del que hoy me desligo, pues ha supuesto para mí una carga insoportable. Que el Creador me perdone.
Diego excudriñó el anillo y analizó su incomprensible heráldica. En el monograma tallado en el sello se podía admirar un rombo esmaltado y fraccionado en tres casillas. En una de ellas aparecían, en rojo y amarillo, las barras de Aragón; en la otra, una vara negra con una serpiente enroscada; y en la tercera algo semejante a una «N» mayúscula, en azul lapislázuli. Algo bloqueaba su razón. Cuanto más lo examinaba, menos entendía.
—¿Qué significan estos símbolos? Resultan harto infrecuentes.
—Lo ignoro, Diego —afirmó el monje.
La decepción brotó en el rostro del algebrista y se instaló en su cerebro defraudado.
—¿Que no lo sabéis fray Bernardo? ¿Entonces? —preguntó contrariado.
—Préstame oídos, que algo de luz sí atisbé. Arriba aparece el cuatribarrado aragonés, evidencia tal vez del linaje real. En cambio los otros dos signos son endiabladamente anómalos —se lamentó—. En la parte inferior se muestra una cruz arbórea en la que se retuerce una sierpe, además de una letra que se parece vagamente a una «N». Pero nada concretó el abad sobre el significado. En un principio creí que la «τ» era la de la Orden Franciscana, pero esta carece de la serpiente.
—Quizás a fray Berenguer la prudencia le recomendaba callarse.
—Tal vez, Diego —dijo fray Bernardo sacando fuerzas de su debilidad—. Yo busqué la procedencia de este blasón en la biblioteca del monasterio y en la Cancillería de títulos de Zaragoza, pero la extraña divisa no figuraba en ningún protocolo de la nobleza aragonesa, ni tampoco del brazo eclesiástico.
Como hipnotizado, Diego contempló las taraceas buriladas en el sello y emitió un lamento.
—Ahora mi pasado me hace sufrir más, fray Bernardo.
—Tu dignidad siempre ha quedado intacta y has sobrevivido, gracias a tu proverbial fortaleza y a toda una sucesión de azarosos acontecimientos. ¿Qué has de temer, Diego? ¿Piensas que no debí decirte nada? —preguntó el benedictino.
—No sé, padre. Me siento abrumado por la fatalidad —respondió acongojado—. Me pregunto el porqué de la presencia impostora de ese judío. ¿No resulta turbador? ¿Por qué tomó tal cuidado por un niño cristiano?
—Lo ignoro. No obstante, luego de su efímera visita, tu vida cambió. Ese hombre te protegió desde entonces con sus bienes y jerarquía. Donó al monasterio una bolsa de más de quinientas doblas como óbolo. Como puedes imaginarte, entonces circularon rumores entre los frailes, quienes al no hallar una explicación a tanta magnanimidad, convinieron en que se trataba de un enviado de aquella desconocida dama de negro que te entregó como expósito, y que había venido a renovar tu dote, o quizás a entregar algún mensaje al abad de tu anónima familia.
El corazón del joven se convirtió en un campo de batalla donde combatían los lemas del anillo dorado y la sorprendente revelación del fraile, que jadeaba de cansancio.
—Parece como si mi vida tuviera desde el principio un propósito premeditado —estalló el joven desconcertado—. ¿Fue ese judío quien insistió en que estudiara astronomía y álgebra? ¿Por qué lo hizo?
—Designios de la Providencia, Diego; pero gracias a aquella petición unimos nuestras vidas. Fray Berenguer, siendo yo ayudante del herborista, me asignó tu cuidado y te instruí en latines, gramática, matemáticas y herboristería.
Fray Bernardo observó a su pupilo como si los fundamentos de su vocación monacal se hubieran derrumbado con la sorprendente confesión.
—Pues yo no recuerdo ese encuentro por más que busco en mis recuerdos infantiles —se lamentó Diego—. ¿No será fruto de vuestros delirios, padre?
—Estoy cansado, hijo, pero mi cerebro aún conserva algo de claridad —protestó.
Diego acariciaba la mano del monje, en la que detectaba esa gelidez que anuncia la muerte. A pesar de ello, el benedictino se incorporó trabajosamente de la yacija, presto a proseguir con sus confidencias.
—Con el mayor respeto hacia mi Orden, he de descubrirte algo que ni el mismo abad ha llegado a conocer —prosiguió enigmático.
—¿Más testimonios, padre? ¿Referidos también a ese judío?
—Así es, Diego —le explicó con ahogo—. Tú conoces mejor que nadie esta abadía y sabes qué son los rumores en un convento. Pues bien, te confieso que yo no fui menos indiscreto que otros. Por mi destino en el herbolario trataba con gentes de toda condición, así que realicé averiguaciones fuera del monasterio. Nadie tenía el menor dato de la dama y entre las familias nobles no se sabía de ninguna aristócrata preñada indecorosamente. Así que, sin ocultar mi curiosidad, no tuve más remedio que relegar el caso al olvido. Pero se trataba de un enigma que me apasionaba. El adinerado judío personificaba el hilo que podía desenredar el ovillo de tu origen, por lo que seguí en ese rastro.
Diego estaba aturdido; no dejaba de sobar el sello y examinarlo hechizado. Aquellas explicaciones, más que dignificarlo, lo deshonraban; incluso pensó que era una intromisión inaceptable en su vida.
—Indagué con prudencia entre el gremio de los mercaderes que nos surtían de emplastos y remedios —continuó fray Bernardo—. Me preguntaba qué ocultaba el hebreo, la razón de los dispendios en tu educación y su empeño en que nada te faltara en tu formación escolástica y matemática. ¿No parecía raramente anómalo?
—Ciertamente, y esto me causa muchos recelos.
Fray Bernardo calló y cerró los arrugados párpados. Después, como si hubiera tomado fuerzas de una verdad que lo corroía, se acercó a Diego hasta juntar sus rostros.
—Pues asómbrate con lo que acerté a saber —dijo con palabras entrecortadas—. Resultó que, según mis confidentes, el tal Zakay ben Elasar había ejercido como almojarife mayor del rey Fernando IV de Castilla y de su hijo Alfonso XI. Formó parte de su casa y corte hasta que cayó en desgracia por causas ignoradas, aunque me aseguraban que fue por amoríos prohibidos y nigromancias, en las que algo tuvieron que ver los infantes de Aragón. El hecho de despedirse de ti, obedecía a que, exiliado de Castilla, se trasladaba al condado de Besalú, en Cataluña, donde contaba con parientes y con el favor del rey Jaime II. Besalú puede ser el punto de partida de tu búsqueda, por si aún viviera.
Diego lo miró entre conmovido y frío. Luego se interesó:
—¿Antes protegido por el monarca de Castilla y después por el soberano aragonés, adversario a muerte del rey castellano? ¿No os pareció paradójico conociendo los feroces enfrentamientos entre los dos reyes?
Al monje le costaba hablar, y sus esfuerzos eran visibles.
—El ser humano es un pozo de contradicciones hijo mío —balbució.
Cada revelación oprimía más la garganta a Diego. ¿Cómo podían haberle ocultado tales sucesos? Ni en sus sueños más osados había imaginado que en su niñez hubiera personajes tan inconcebibles.
—Desconcertante diría yo —enfatizó Diego—. ¡Pero qué necia ceguera!
—Ese judío, si aún vive, cosa probable pues era un hombre aún joven, es el único mortal que puede aclarar tu pasado —dijo el religioso—. Y para él puede que sea imprescindible encontrarse contigo, dados los sentimientos que mostró aquel día.
Se hizo un espeso silencio. En los ojos de Galaz brilló un súbito fulgor y con gravedad le anunció:
—Buscaré a ese hombre. Me enseñasteis que la mayor victoria del hombre es conocerse a sí mismo, y lo que me habéis descubierto hace irresistible ese deseo. Y por la Pasión de Cristo que él me explicará qué tiene que ver conmigo. No quiero dejar una sola cámara de mi pasado vacía.
—Sabía que obrarías así. Todo esto lo guardé en mi corazón para revelártelo cuando tu madurez lo pudiera comprender, hoy ha llegado ese día. Mis alcances me dicen que ese judío de Besalú conoce tus sombras. No te obsesiones, pero sería bueno para tu espíritu reconciliarte con tu sangre. Y que Jesucristo me perdone mi curiosidad, impropia de mis hábitos.
Diego permaneció mudo junto al monje, en cuya faz se pintaba la sombra violácea de la muerte. El joven desvió su mirada hacia la luna que rielaba tras los riscos de esa fantasía de la naturaleza que era el claustro de San Juan. Luego se sumergió en las evocaciones prendidas en el musgo de su niñez. Pero aunque viviera tres vidas y lo alumbraran seis generaciones de frailes no podría recomponer las piezas del jeroglífico de su origen. «¡Vaya galimatías!», pensó.
Fray Bernardo, monje ordenado en el espíritu trinitario, pusilánime unas veces, tímido otras e inclinado a la filantropía siempre, había sido el padre que lo había amparado. Próximo a entregar su alma al Supremo Hacedor había conseguido vencer las tentaciones y alejar al Embaucador de su lecho, bajo el que escondía cilicios y disciplinas contra el desorden de la carne. Por su perseverancia y por poseer un corazón virgen para amar a sus semejantes, Diego lo reverenciaba.
Con la naturalidad de una simpatía inconsciente, el fraile, en un último acto de rebelión, le recomendó:
—Hijo, nada me mueve más que tu felicidad, pero el demonio de la duda y el misterio se deslizó bajo las ropas de tu cuna. Sé precavido. El engaño y la mentira reinan por doquier y lo más importante es la salvación de tu alma.
El aire estaba saturado de un empalagoso olor a cerote y el aquilino perfil de su nariz denotaba la cercanía de su agonía.
—Aunque con veinte años de retraso, gracias eternas padre mío —le dijo Diego, consternado, y estrechó sus manos heladas.
—Me has compensado con creces con tu lucidez y conducta, Diego. Ahora te hallas en una encrucijada. O te inclinas por una vida oscura y tranquila como religioso de este convento, o te echas al mundo a indagar tu ascendencia, que sé buscarás denodadamente, conociendo tu espíritu insaciable y tu pasión por el riesgo. Deberás renunciar a muchas cosas hijo, pero es el precio que has de pagar.
—Me aleccionasteis desde niño para amar la verdad —lo confortó.
El fraile tragó saliva. Las fuerzas le abandonaban.
—Tu genio se nutre de armonías Diego y tu pasión por el conocimiento siempre fue inagotable, incluso prodigiosa. Sé que tienes el corazón destrozado. Eso me causa dolor, pero tú animaste mi tediosa vida, créeme.
—Os volcasteis en mí y me apoyasteis en la oscuridad de mis comienzos. ¿Cómo no amaros padre? No obstante, existen demasiadas cosas que no logro comprender y otras que ni tan siquiera consigo sospechar; o las desvelo o viviré toda mi vida con un peso intolerable sobre mi alma.
Por toda respuesta, el agonizante lo agarró con sus dedos rígidos y le dijo:
—Pregúntale al judío si sabe algo de un personaje de Aljafería de Zaragoza, o sobre infantes castellanos y catalanes enfrentados entre sí por tu causa. Puede tratarse tan sólo de una patraña, pero llegaron a mis oídos rumores de una trama política de altos vuelos relacionada con ese judío.
Una obsesiva excitación, pocas veces sentida, agitó el confuso cerebro de Diego.
—¿Qué decís, fray Bernardo? ¿Estáis desvariando? —lo interrogó.
—No, pero así me lo aseguraron gentes de la corte de Aragón —dijo, y añadió—: Cuídate del morbo negro y del Maligno, los dos males enviados por Dios a este mundo para probarnos. Son muchos los indicios que advierten de la presencia de demonios vagantes por el mundo. Consumatum est.
Luego se serenó y le sonrió más inescrutable que nunca. Diego lo contempló con apego. ¿Él la pieza de una trama de estado y de asuntos entre reyes? Jamás ningún hermano de la abadía le había mencionado semejante disparate. ¿Habría de creerlo o achacarlo al extravío del octogenario asceta cuyo fin tanto le dolía?
La frigidez del tránsito se había adueñado de la faz de fray Bernardo, que dio unas bruscas sacudidas. Después abrió los ojos y pidió la extremaunción. Su vida se desdibujaba, como el pincel difumina un trazo equivocado. Diego avisó al abad y los hermanos lo asistieron. Pusieron cuatro cirios alrededor del camastro, ungieron su cuerpo, le suministraron el viático y recitaron las letanías de agonizantes.
El joven algebrista vagabundeó por los claustros. Quería meditar sobre los testimonios de fray Bernardo, que resonaban en su cabeza como un tambor de batalla. Exhausto, se encerró en su celda con una desgarradora opresión en el pecho. Pasó la noche en duermevela. «¿Por qué estas confidencias han despertado en mi alma tantos sentimientos discrepantes? ¿Por qué mi corazón me exige que luche contra los acontecimientos?», pensaba.
Desenvolvió con desasosiego el trozo de lienzo y descubrió el tesoro más valioso de cuantos poseía, el sello de oro del judío, único rastro de su nacimiento. Admiró detenidamente las alegorías, ignorante de su significación. «Tú, objeto frío y enigmático, eres el único testigo de mi infancia y de mi sangre, la primera prueba de que tengo una familia. Dame fuerzas para esclarecer el gran secreto de mi vida», le habló, como si la joya fuera un ser animado. Aquel anillo dorado constituía un inquietante enigma, ahora compañero inseparable de sus sentimientos: «¿Soy un bastardo? ¿Un hijo no deseado?».
Únicamente las letras sajonas, rubricadas por el abad, de una vieja hoja de vitela de la tonalidad de la miel, que portaba consigo como si su vida dependiera de ella, le había otorgado hasta entonces un frágil atisbo de su origen:
Diego Galaz, descendiente de Conrado Galaz de Atarés, cristiano viejo y temeroso de Dios, fue entregado para su custodia y educación a este convento de San Juan de la orden benedictina.
Fr. Berenguer de Sant Gervás, abad. Confirmans. Anno Domini 1325.
En Diego se había obrado una súbita transformación de la que ignoraba su alcance. Le parecía que no podría seguir viviendo después de conocer aquella mutilación de su pasado. ¿Qué misteriosa mujer ocultaba tras sus velos el secreto de su nacimiento? ¿Volverían a cruzarse en su existencia las misteriosas personas que poblaron el universo de su infancia? ¿Quién era realmente ese aragonés capitán de almogávares que había tenido como padre y a quien ahora aborrecía tanto? ¿Qué motivos tan poderosos habían inducido a quienes lo engendraron a cometer la despiadada acción de abandonarle? ¿Qué papel habría de concederle al poderoso judío de Besalú Zakay ben Elasar?
No cejaría en el empeño de revelar esas incógnitas, aunque le fuera la vida.
—Requiem aeternam dona eis Domine —escuchó con impotencia.
El alba traía un aire liviano y las esquilas repicaban lastimeras. Un espasmo sacudió al monje, mientras un velo salado cubrió los ojos de Diego, a quien el ahogo le oprimía las entrañas. La sombra taciturna de la muerte se había adueñado de fray Bernardo, que parecía una estatua de alabastro. Diego se acercó al lecho y cerró los párpados de su mentor. Ahogando su llanto, susurró:
—Despreció lo que el mundo aprecia y su alma ya se dirige hacia Dios. He perdido a un padre por segunda vez.
Luces errabundas y una cruz seguida por dos hileras de monjes encapuchados procesionaban entre vaharadas de incienso, el tintineo de la campanilla y los lúgubres neumas gregorianos del pro defunctis. «¿Quién de estos frailes conoce el misterio de mi origen y lo calló? ¿Cuántos se habrán llevado el secreto a la tumba?», especulaba. Inquieto, Diego observó cómo conducían el cuerpo exánime de fray Bernardo a la iglesia, donde pronto compartiría la vida eterna con los abades y los legendarios reyes de Aragón, con sus cetros enmohecidos y su angustiosa carga de secretos. Diego había venerado a aquel hombre y la aflicción nublaba su alma.
—Liberame me Domine de morte aeterna in die illa tremenda —imploraba el abad, y el eco luctuoso del oficio de difuntos se perdió por los claustros del monasterio.
—Que su alma compasiva goce al fin de la paz de los santos —oró en silencio Diego, que sintió su alma desollada.
Una bocanada gélida irrumpió por el ventanuco, desvaneciendo el humo de los cirios y haciendo titilar las llamas. En el horizonte fulguraba el relampagueo de un rayo y en las cumbres de Jaca tronaba la tormenta como un torrente crecido.
Diego sabía que había extraviado algo capital de su vida y que debía hallarlo.
Estaba destinado a convertirse en un rebelde, en un hombre errante.