11. EBENEZER REGRESA JUNTO A SUS COMPAÑEROS, CUYO NÚMERO HALLA MERMADO EN UNO, DEJÁNDOLO ÉL MERMADO EN OTRO, Y HACIÉNDOSE UNA REFLEXIÓN

A Locket’s —le dijo Ebenezer al cochero y saltó al interior del vehículo con un flojo temblor de las extremidades, como si fuera una marioneta mal manejada. ¡Cuán súbitamente había escalado a las alturas del Parnaso, mientras sus compañeros seguían confundidos al pie de la montaña! Sacó el nombramiento, leyó de nuevo la dulce palabra Laureado y el catálogo de las excelencias de Maryland.

—¡Dulce tierra! —exclamó—. ¡Preñada de canciones! ¡Ya se acerca tu alumbrador!

Allí había una agudeza digna de ser preservada: la palabra alumbrador, por ejemplo, que evocaba simultáneamente a una comadrona y al portador de una luz liberadora… Se lamentó de no tener pluma ni más papel que la comisión de Baltimore, la cual, tras besarla, guardó en la casaca.

—Tengo que comprarme un cuaderno —decidió—. Sería una pena que flores silvestres como ésta murieran sin que nadie las recogiera. Ya no puedo pensar sólo en mis propios deleites, pues un Laureado es propiedad del mundo.

Poco después llegó el coche de punto a Locket’s y, tras darle su recompensa al conductor, Ebenezer fue apresuradamente en busca de sus colegas, a quienes no veía desde la noche de la apuesta. Una vez dentro, sin embargo, anduvo con paso más lento, más digno, acorde con su posición, y fue sorteando las mesas atestadas hasta que divisó a sus amigos.

Dick Merriweather fue el primero en verlo.

—¡Por los clavos de Cristo! —dijo a voces—. ¡Mirad lo que se acerca! ¿Me confunde la vestimenta o es Lázaro salido de la tumba?

—¡Pero bueno, chico! —se sumó Tom Trent—. ¿Te ha deshelado el viento primaveral? Tenía miedo de que te hubieras osificado para siempre jamás.

—¿Deshelado? —dijo Ben Oliver, y guiñó un ojo—. No, Tom, ¿cómo podría helarse un amante de tal catadura? Lo que yo me imagino es que hasta ahora no había recobrado las fuerzas tras la formidable justa que entabló la noche de nuestra apuesta, y vuelve para llevarse a todos los que se apunten.

—Vamos quedo, Ben —le recriminó Tom Trent, dirigiéndole una mirada a John McEvoy, que estaba a su lado y que, sin embargo, estaba totalmente absorto en la contemplación de Ebenezer, y parecía no haber oído el comentario—. No está bien que un buen hombre se muestre rencoroso por semejante bagatela.

—No, no —insistió Ben—. ¿Qué hay más placentero o instructivo, os pregunto, que escuchar las grandes hazañas de labios de sus protagonistas? Ven acá, Ebenezer. Tómate una copa con nosotros y dinos con toda claridad, como corresponde a un hombre que está entre hombres: ¿qué piensas de Joan Toast después de haberla gozado? Lo que quiero decir es: ¿cómo es en la cama y qué ganga descomunal obtuviste a cambio de tus cinco guineas para que no te hayamos visto en toda esta semana ni tampoco a ella? ¡Diantre, qué hombre!

—Refrena tu pérfida lengua —dijo Ebenezer con decisión, tomando asiento—. Conoces la historia tan bien como yo.

—¡Hola! —exclamó Ben—. ¡Cuánta valentía! ¿Qué? ¿No vas a decir nada a modo de explicación o defensa cuando hasta una puta te desprecia?

Ebenezer se encogió de hombros.

—¡Esa mujer está más cerca que nunca de la grandeza!

—¡Santo cielo! —exclamó Tom Trent—. ¿Quién es este desconocido que tiene respuestas tan osadas? Conozco ese rostro y conozco esa voz, pero ¡por mi fe que éste no es el Eben Cooke de antaño!

—No —convino Dick Merriweather—, es algún impostor fanfarrón. El Cooke que yo conocía se mostraba siempre tímido, tenía las articulaciones algo rígidas y no era gran cosa a la hora de las guasas. ¿Conocéis vos su paradero? —le preguntó a Ebenezer.

—Sí —Ebenezer sonrió—, lo conozco bien, pues yo fui la única persona que lo vio morir, y escribí su elegía.

—Y decidme, señor, os lo ruego, ¿qué es lo que acabó con él? —inquirió Ben Oliver, tratando de mantener la sonrisa burlona en la medida que se lo permitía la confusión en que se hallaba—. ¿Fue por casualidad el dolor del amor no correspondido?

—La verdad de la cuestión, señores, es —replicó Ebenezer— que pereció de sobreparto la noche de la apuesta sin saber jamás que sus sufrimientos eran los dolores del alumbramiento, tanto más intensos por cuanto que llevaba el feto desde la infancia y lo dio a luz con anormal tardanza. No obstante, el mundo ha tenido la suerte de que él fuera una comadrona capaz, que echó al mundo, plenamente adulto, al hombre que tenéis delante.

—¡Voto a tal! —dijo Dick Merriweather—. ¡Te he perdido completamente de vista en este Hampton Court Hedge de agudezas! Habla literalmente, haz el favor, aunque sea sólo una frase, y expón con claridad qué significa toda esta cháchara de muerte, comadronas y todo el resto de la alegoría.

—Así lo haré —Ebenezer sonrió—, mas quisiera que Joan Toast estuviera presente para escucharlo, puesto que fue ella quien, con total inocencia, representó el papel de la comadrona. Sí, id por ella, John McEvoy, que todo el mundo sepa que no os guardo rencor a ninguno de los dos. A pesar de que actuasteis por maldad, según reza el proverbio, muchas son las cosas que crecen en el huerto sin que nadie las haya plantado: o incluso la fortuna de un hombre pueden labrarla quienes lo envidian. Cierto es que vuestra perfidia rindió más frutos de lo que yo hubiera soñado jamás. Una vez dijisteis de mí que no comprendo nada de la vida y puede que sea cierto; pero debéis ir más lejos y conceder que los locos irrumpen donde los sabios no se atreven a pisar, así como que la tormenta puede tomar un castillo que jamás caería ante un asedio. El hecho es que tengo novedades prodigiosas que contar. ¿Queréis llamar a Joan?

Desde que Ebenezer hiciera aparición en la taberna, McEvoy había permanecido sentado en silencio, hosco incluso.

—¿Qué le pasa? —preguntó Ebenezer—. Este hombre quiso hacerme daño, ¿le irrita haber fallado el tiro, labrando mi fortuna? Era una solicitud cortés la mía; de conocer el paradero de Joan iría yo mismo a buscarla.

—No tengo la menor duda de que él obraría igual —dijo Ben Oliver.

—¿Qué dices?

—¿No lo oíste cuando te dijimos antes —preguntó Tom Trent— que a tu Joan no le hemos visto el pelo ni el pellejo desde hace tres días?

—Creí que era una broma —dijo Ebenezer—. ¿Es verdad que se ha ido?

—Sí —afirmó Dick—, la fulana se ha perdido de vista y ni McEvoy ni nadie sabe nada de ella. La última vez que se la vio fue el día después de la apuesta. Tenía un enojo de aquí te espero…

—¡Demonios! —interrumpió Ben—, ¡no había quien le hablara!

—Pensamos que tenía un sofocón —prosiguió Dick—; como tú…, es decir…

—Despreció cuatro guineas de un buen hombre —dijo Ben, en un último intento por ser desdeñoso— y a cambio se tragó gratis el sermón de…

—De Ebenezer Cooke, amigos míos —concluyó Ebenezer, incapaz de retener la noticia por más tiempo—, quien el día de hoy ha sido nombrado por lord Baltimore Poeta Laureado de toda la provincia de Maryland. ¿Y no habéis visto a la moza desde entonces, decís?

Mas nadie oyó la pregunta. Se miraban los unos a los otros y a Ebenezer.

—¡Diantre!

—¡Rayos!

—¿Es cierto? ¿Eres Laureado de Maryland?

—Sí —dijo Ebenezer, que en realidad sólo había dicho que lo habían nombrado Laureado, pero pensó que era demasiado tarde, entre otras cosas, para aclarar el malentendido—. De aquí a unos días zarpo para América, a fin de dirigir la propiedad en la que nací y, por orden de lord Baltimore, desempeñar el oficio de Laureado de la colonia.

—¿Tienes el nombramiento y todo? —Tom Trent no salía de su asombro.

Ebenezer no titubeó.

—El nombramiento de Laureado lo tengo por escrito —explicó—, pero ya me ha sido encomendado que elabore un poema. —Fingió rebuscar en los bolsillos y se sacó el documento de la casaca, haciéndolo circular por la mesa, causando un gran efecto.

—¡Santo cielo, es verdad! —dijo Tom, reverentemente.

—¡Laureado de Maryland! ¡Estoy atónito! —dijo Dick.

—He de confesar —dijo Ben— que jamás pensé que fuera posible. ¡Pero en fin! ¡Aquí hay una copa para vos, señor Laureado! ¡A ver, tabernero, una ronda de pintas!

»¡Vamos, Tom! ¡Eh, Dick! ¡A tu salud! Espero poder decirlo —prosiguió—, ya que muchas noches Eben se tomó mis bromas a bien, mientras que un espíritu más mezquino me hubiera guardado rencor. Para mí sería tanto honor brindar por tu salud como lo será pagar por ello. Te ruego que me lo concedas y será una prueba de que tu benevolencia es comparable a tu talento.

—Tus elogios me halagan tanto más —dijo Ebenezer— por cuanto sé (vaya si lo sé) que no eres adulador. Es doble honor —añadió— recibir un brindis de tal brindador, y cuanto más inmerecido es tu elogio, tanto más humilde me siento.

—¡Brindemos, pues, y que vivas muchos años!

Por entonces el tabernero ya había traído las pintas y los cuatro hombres alzaron sus vasos.

—¡Escuchad, borrachos y poetastros! —Ben se dirigió a voces a todo el local, poniéndose de un salto encima de la mesa—. ¡Dejad a un lado vuestros chismorreos y bebed a la salud más meritoria por la que jamás se ha bebido bajo este techo!

—¡No, Ben! —protestó Ebenezer, dándole tirones a la casaca de Ben.

—¡Escuchad! —exclamaron varios clientes, pues Ben les caía simpático.

—¡Sacad a rastras a ese currutaco esquelético y alzad las copas! —gritó alguien.

—Súbete aquí —ordenó Ben y, quieras que no, cogieron a Ebenezer en volandas y lo depositaron encima de la mesa.

—A la salud, longevidad e indesmayable talento de Ebenezer Cooke —propuso Ben, y todos los que estaban en el lugar alzaron la copa—, el cual, en tanto los que valemos menos disipamos nuestras energías alardeando y pavoneándonos, permanecía en las alturas, ahorrando fuerzas, sin graznar sus alabanzas, sabiéndose águila, sin que le importara un rábano lo que pensaran de él las aves de corral; el cual, por tanto, mientras que los demás gallos, débiles y envidiosos, teníamos que picotear en el estiércol, desplegó las alas y remontó el vuelo hasta ganar quién sabe qué nido de águilas. ¡Os presento a Ebenezer Cooke, muchachos, de quien todos se burlaban y reían (nadie más que yo), quien desde el día de hoy es Poeta Laureado de la provincia de Maryland!

Un murmullo general recorrió la estancia, seguido de un clamor de enhorabuena cortés que se le subió a Ebenezer a la cabeza como si fuera vino, pues era la primera vez en su vida que vivía una experiencia semejante.

—Os doy las gracias —dijo, dirigiéndose al local con voz turbia—. ¡No puedo decir nada más!

—¡Muy bien! ¡Muy bien!

—¡Un poema, señor! —dijo alguien.

—¡Sí, un poema!

Ebenezer se recompuso y acalló el clamor con un gesto.

—No —dijo—, la musa no es ningún juglar que canta en las tabernas a cambio de un vaso de vino; además, no llevo ni un verso encima. Este lugar es adecuado para brindar, no para la poesía, y será para mí un gran placer que brindéis conmigo por mi magnánimo protector, Baltimore…

Se alzaron unos cuantos vasos, pero no demasiados, ya que el sentimiento anticatólico era muy fuerte en Londres.

—Por la musa de Maryland —añadió Ebenezer, percatándose de la escasa respuesta, logrando que se alzaran unas cuantas manos más.

—¡Por la poesía, la más sublime de las artes —se alzaron muchos más vasos— y por todos los poetas y buenas gentes que se encuentran en esta taberna, la cual, por la alegría y talento de sus clientes, no tiene parangón en todo el hemisferio!

—¡Muy bien! —saludó la muchedumbre y se echaron el brindis al coleto como un solo hombre.

Era casi medianoche cuando Ebenezer regresó por fin a sus habitaciones. Llamó a Bertrand en vano y, algo bebido, empezó a desvestirse, aún muy henchido de su éxito. Pero, bien por causa de lo silenciosa que resultaba su habitación en comparación con Locket’s, bien por la triste visión de su cama, que aún estaba sin hacer, tal como la dejara por la mañana, con las sábanas arrugadas y sobadas, tras los cuatro días de desesperación que llevaba Ebenezer, o bien por cualquier otra causa de orden más sutil, lo cierto es que la alegría pareció abandonarle al tiempo que las ropas; cuando por fin se hubo despojado de zapatos, calzones, camisa y peluquín, y se hallaba en pie, afeitado, rapado y desnudo como su madre lo echó al mundo en medio de la habitación, Ebenezer tenía la mente embotada, la mirada sin brillo y el equilibrio inestable. El gran éxito de su primera incursión aún hormigueaba en su interior cuando lo recordaba, pero ya no era una agitación meramente placentera. Sentía debilidad en el estómago. Todo lo que Charles le había referido de la historia de Maryland vínole a la memoria como un mal sueño; apagó la lámpara y corrió a la ventana, buscando aire fresco.

A pesar de la hora, Londres bullía en la oscuridad, por debajo y en derredor de donde se hallaba Ebenezer. Hasta él llegaban de cuando en cuando el grito de un borracho, el juramento de un cochero, la risa de un viandante, el relincho de un caballo. Una húmeda brisa de primavera surgía del Támesis y su aliento llegaba hasta Ebenezer: allá en el río estaban izando y levando anclas, desplegando velas en las vergas, tensándolas, calculando rumbos, sondeando a voces, mientras naves oscuras discurrían marea abajo, en dirección al oscuro Canal de la Mancha, y después, al océano sin límites, meciéndose y balanceándose bajo la luna. En las profundidades se agitaban y deslizaban criaturas enormes que no descansaban; en el viento nocturno revoloteaban y chillaban aves marinas de color gris claro, o bien planeaban a contraviento. ¿Cabía suponer que en algún lugar remoto, bajo las estrellas, existía Maryland, contra cuyas extensas costas de arena espumaba la mar negra? ¿Por ventura en aquel mismo instante algún indio desnudo se paseaba por entre las dunas erizadas de cañas o iba siguiendo a su presa por los susurrantes recodos del bosque?

Ebenezer sintió un escalofrío, se alejó de la ventana y ajustó bien las cortinas. El estómago le incordiaba sobremanera. Se echó en la cama y trató de dormir, mas sin éxito: la osadía de su entrevista con Charles Calvert y todo lo que vino después le hacían seguir dando vueltas y revueltas mucho después de que le empezaran a doler los músculos y a escocerle los ojos de sueño. Los espectros de William Claiborne, Richard Ingle, William Penn, Josias Fendall y John Coode —la energía extraña y terrible que poseían, sus intrigas e insurrecciones— le hacían sentir escalofríos y mareo, pero se negaban a alejarse de la conciencia de Ebenezer, que no podía dejar de recordar y pronunciar el título que le habían conferido, ni siquiera después de que, de tanto repetirlo, el epíteto hubiera perdido sentido y dejado de causarle placer, para quedar convertido en una retahíla de sonidos de pesadilla. La saliva le corría libremente; iba a ponerse enfermo. ¡Poeta Laureado de la provincia de Maryland! No cabía volverse atrás. Bajo el palio de la noche le aguardaban Maryland y su destino, mortal y único.

—¡Ah, Dios mío!

Por fin lloró y salió de la cama, bañado en sudor helado. Corrió hacia el orinal, quitó precipitadamente la tapa y, con una náusea, arrojó en el interior el vino de su triunfo. Una vez libre del mismo, se sintió algo más calmado: regresó a la cama, acurrucó las rodillas contra el pecho para aplacar la agitación del estómago y así logró, tras incontables suspiros de inquietud, conciliar una especie de sueño.