—Se dice y es verdad —empezó Charles— que no está segura la cabeza que ostenta la corona, así como que la envidia y la codicia jamás se ven satisfechas. Maryland es mía por ley y por derecho; sin embargo, su historia es el relato de cómo luchó mi familia por mantenerla y de las estratagemas que urdieron innumerables bellacos a fin de arrebatárnosla; los principales entre ellos fueron Bill Claiborne «el Negro» y un verdadero anticristo llamado John Coode, el cual aún me sigue atormentando.
»Mi abuelo, George Calvert, como acaso sepáis, entró a formar parte de la corte de Jacobo I en calidad de secretario particular de sir Robert Cecil, y tras la muerte de aquel gran hombre, fue nombrado secretario del Consejo Privado y, dos veces, comisionado de Irlanda. Fue nombrado caballero en 1617, y cuando cesaron a sir Thomas Lake como secretario de Estado (debido a la lengua suelta de su mujer), designaron a mi padre en su lugar a pesar de que el duque de Buckingham, favorito de Jacobo, quería el puesto para su amigo Carleton. Tengo motivos para creer que Buckingham se tomó esto como una afrenta, convirtiéndose en el primer enemigo importante de nuestra casa.
»¡Malos tiempos para ser secretario de Estado! Era en 1619, recordadlo: la guerra de los Treinta Años acababa de comenzar; Jacobo había vaciado las arcas del tesoro; no teníamos ni un solo aliado fuerte. Había que optar entre España o Francia y elegir una significaba abandonar a la otra. Buckingham estaba a favor de España y mi abuelo lo apoyaba. ¿Qué hubiera sido más sensato, decidme? Casar al príncipe Carlos con la infanta María nos uniría a España para siempre; la dote de María llenaría las arcas del tesoro, y al apoyar al rey y a Buckingham, mi abuelo demostraba su lealtad para con uno al tiempo que hacía aparecer como vergonzoso el resentimiento del otro. Entre los protestantes, qué duda cabe, aquélla era una unión impopular, y a mi abuelo se le encomendó la odiosa labor (creo que fueron los Buckingham) de defenderlo urgentemente ante un Parlamento hostil. Pero aquello era lo tocante a la prudencia: nadie podía sospechar la traición del rey Felipe y de su embajador, Gondomar, que nos instaba a dejar de lado a Francia, a dejar de lado a los príncipes protestantes de Alemania, a dejar de lado incluso al yerno de Jacobo, Federico, así como a nuestra mismísima Cámara de los Comunes, para acabar rompiendo las negociaciones en el último minuto, dejándonos virtualmente sin apoyos.
—Ese Gondomar era un tunante —convino Ebenezer cortésmente.
—Aquello, por supuesto, junto con su conversión a la Iglesia de Roma, dio al traste con la carrera pública de mi abuelo. Pese a las súplicas del rey, dejó sus cargos y, como recompensa a su lealtad, Jacobo lo nombró Barón de Baltimore, en el reino de Irlanda.
»Desde entonces hasta su muerte se entregó a la colonización de América. En 1622, Jacobo le hizo cesión de la península suroriental de Terranova, y mi abuelo, engañado por falsos informes sobre el lugar, invirtió una buena parte de su fortuna en un establecimiento llamado Avalon, donde se fue a vivir. Pero el clima era intolerable. Lo que es más, los franceses —con quienes, gracias a las cualidades de Buckingham como hombre de estado, estábamos en guerra— no paraban de capturar nuestros navíos ni de molestar a nuestros pescadores; y por si no fuera esto bastante problema, ciertos ministros puritanos empezaron a propagar en el Consejo Privado la especie de que estaban infiltrándose curas católicos en Avalon con el fin de minar allí a la Iglesia de Inglaterra. Por fin, mi abuelo solicitó del rey Carlos una cesión de tierras más al sur, en los dominios de Virginia. El rey le escribió respondiendo que mi abuelo debería abandonar sus planes y volver a Inglaterra, mas antes de recibir la carta, mi abuelo ya se había trasladado a Jamestown junto con su familia y cuarenta colonos. Allí fue recibido por el gobernador Potty su Consejo (el sinvergüenza de William Claiborne incluido), todos ellos más hostiles que los salvajes, y ansiosos de expulsar a mi abuelo, por temor a que Carlos le hiciese cesión de toda Virginia a costa de ellos. Le presionaron para que hiciera el juramento de supremacía[9], a sabiendas de que, como buen católico, se negaría. Ni siquiera el rey se lo había pedido, pero ellos sí que se lo demandaron, y cuando se negó a hacerlo, tenían preparados matones y rufianes, para echárselos encima.
—¡Iniquidad! —dijo Ebenezer.
—¡Iniquidad! —repitió Charles—. Se portaron tan mal con mi abuelo que éste se vio forzado a abandonar esposa y familia en Jamestown y, tras explorar la costa durante algún tiempo, volvió a Inglaterra y le pidió a Carlos el territorio de Carolina. Se redactó el título, pero antes de sancionarlo, hizo aparición en Inglaterra nada menos que el señor Claiborne, quien se puso enseguida a conspirar contra aquello. Para evitar disputas, mi abuelo renunció noblemente a Carolina y, a cambio, solicitó tierras al norte de Virginia, a ambos lados de la bahía de Chesapeake. Carlos trató en vano de convencerlo de que viniera cómodamente a Inglaterra y dejara de preocuparse de cesiones y colonias, pero mi abuelo no deseaba aquella ociosidad y por fin logró convencer al rey de que hiciera la cesión de tierra, a la que quería llamar Crescentia, pero el rey le puso por nombre Terra Mariae, o Maryland, en honor de Henrietta María, la reina.
—Noble gesto.
—Entonces se redactó un documento investido de tal autoridad y amplitud como jamás había emitido ninguno la Corona de Inglaterra. Hacía cesión a mi abuelo de toda la tierra comprendida entre el río Potomac, al sur, y el paralelo cuarenta, por una parte, y por otra, la comprendida entre la costa atlántica y el meridiano donde se ubica la fuente primigenia del Potomac. Para distinguirla, dándole preeminencia sobre todas las demás regiones del territorio, a Maryland se le dio la denominación de provincia, condado palatino, y a nosotros se nos nombró barones de Baltimore, siendo declarados los verdaderos y absolutos lores propietarios. Teníamos derecho de patronato sobre las iglesias; gozábamos de autoridad para promulgar leyes y crear tribunales y juzgados que garantizaran su poder; nos fue dado castigar a los malhechores, a quienes podíamos incluso privar de la vida, o de un miembro; podíamos conferir títulos y dignidades…
—Ah —dijo Ebenezer.
—… podíamos pertrechar ejércitos, hacer la guerra, promulgar impuestos, hacer cesión de tierras, comerciar con el extranjero, fundar ciudades y puertos de entrada…
—¡Cielo santo!
—En resumidas cuentas —dijo Charles—, a cambio del tributo de dos flechas indias per annum, Maryland era nuestra en virtud de un arrendamiento libre y normal, y podíamos gobernarla a nuestro antojo; y lo que es más, el documento especificaba que si por casualidad cualquier palabra, expresión o frase en el mismo contenidas era objeto de disputa, había que interpretarlo de modo que redundara en beneficio nuestro.
—¡A fe mía que me entra vértigo!
—Sí, era un título con grandes poderes. Pero antes de que le estamparan el Gran Sello, murió mi abuelo, agostado a los cincuenta y dos años escasos, y el título pasó a Cecil, mi querido padre, que de tal modo, en 1632, cuando sólo contaba veintiséis años de edad, se convirtió en el segundo lord Baltimore y primer lord propietario de la provincia de Maryland. Inmediatamente empezó a fletar navíos y a reunir colonos. ¡Había que oír las protestas de Bill Claiborne! ¡Cómo les rechinaban los dientes y se mesaban los cabellos los miembros de la antigua Compañía de Virginia, cuyo título había sido revocado hacía mucho tiempo! En Limehouse juraban que las naves Arca y Paloma se disponían a transportar monjas para España, y en Kensington juraban que mi padre quería los barcos para transportar soldados españoles. Eran tantos y tan astutos sus enemigos que mi padre se vio obligado a quedarse en Londres, para velar por sus derechos, confiándole el viaje a mis tíos Leonard y George, que zarparon de Gravesend con dirección a Maryland en octubre de 1633. Pero nada más levar ancla el Arca, uno de los espías de Claiborne salió corriendo a la Cámara Estrellada, con la esperanza de desbaratar nuestros planes y allí informar de que no habíamos pasado por la aduana y que nuestra tripulación no había hecho el juramento de lealtad. El secretario, Coke, envía emisarios al almirante Pennington, en el estrecho de Sandwich, y se nos da orden de volver a Londres.
—¡Connivencia!
—Tras un mes de arengas, mi padre quedó libre de las acusaciones, que pasaron por falsas y maliciosas, y volvimos a zarpar. A fin de no proporcionarle más munición a Claiborne, cargamos a los protestantes en Gravesend, les hicimos prestar juramento frente a las costas de Tilbury y, después, navegamos por el Canal de la Mancha hasta llegar a la isla de Wight, donde cargamos a los católicos y a un par de padres jesuitas.
—Muy inteligente —dijo Ebenezer, con menos seguridad.
—Entonces, oh, cielos, zarpamos para Maryland por fin, con instrucciones de mi padre de no celebrar misa a la vista del público, no tener disputas religiosas con los protestantes, no anclar a tiro de los cañones virginianos de Port Comfort, sino junto al Accomac, en la orilla occidental, y no tener ningún tipo de trato con el capitán Claiborne y su gente durante el primer año.
»Con los salvajes, nación de piscataways, no entramos en conflicto, pues les venía bastante bien sumarse a la defensiva con nosotros, contra sus enemigos, contra los seneques y los susquehannoughs: ¡El origen de nuestros problemas era el canalla de Claiborne! El tal Claiborne era agente comercial de Cloberry y Compañía, además de secretario de Estado de los Dominios, nombrado por Carlos I, a quien era fácil engañar. Lo que a Claiborne le interesaba por encima de toda otra cosa era la isla de Kent, río arriba, a mitad del recorrido del Chesapeake, donde se hallaba situado su establecimiento comercial; prefería perder un brazo antes que la isla de Kent, a pesar de que nuestros títulos especificaban claramente que se hallaba dentro de los territorios que se nos habían cedido.
—¿Y qué es lo que hizo? —preguntó Ebenezer.
—Pues esto es lo que se decía a sí mismo: «¿No dice el título de Baltimore que se le hace cesión de la tierra hactenus inculta (hasta hoy sin cultivar)? ¡Pues entonces tiene que renunciar a la isla de Kent, pues mis comerciantes se han ocupado de ella!». Así que presentó un alegato a los lores comisionados de las plantaciones. Mas, fijaos bien, esa condenada hactenus inculta no era más que una mera descripción de los territorios: es el lenguaje que se utiliza comúnmente en los títulos de cesión, y no tiene por fin imponer condiciones a la cesión. Y a decir verdad, los comerciantes de Claiborne no habían arado la isla: trocaban sus mercancías por grano con que sustentarse, aparte las pieles que se llevaban Cloberry y Compañía. Los lores comisionados desestimaron su alegato, pero él se negaba a entregar la isla de Kent. Los colonos de Maryland desembarcan en marzo de 1634 (este mes se cumplen 59 años), se establecen en Saint Mary y le comunican a Claiborne que la isla de Kent les pertenece; éste ni le jura fidelidad al propietario ni le reclama el derecho de propiedad sobre Kent, sino que consulta al Consejo de Virginia qué debe hacer. No os quepa la menor duda de que no les menciona la decisión de los lores comisionados, y además, las noticias tardan en llegar desde el Consejo Privado hasta América; y es el caso que le dicen que se mantenga firme; mientras, él se dedica a inflamar cuanto oído queda a su alcance en contra de mi padre.
»Mi tío Leonard, instalado en Saint Mary, deja expirar el año de gracia concedido a Claiborne y le ordena reconocer los derechos de mi padre o padecer prisión y la confiscación de la isla. El rey Carlos le ordena al gobernador Harvey, de Virginia, que nos proteja de los indios y permita el libre comercio entre las colonias, y al mismo tiempo, como los agentes de Claiborne le habían engañado, haciéndole creer que la isla de Kent quedaba fuera de nuestra demarcación, el gobernador le ordena a mi padre que no importune a Claiborne. Ahora bien, Harvey era justo y buen cristiano, deseoso de vivir y de que le dejaran vivir; por lo tanto, nuestro Claiborne, desde hacía tiempo, dirigía un movimiento destinado a hacerle perder a aquel pobre hombre su cargo y forzarlo a abandonar la colonia. De modo que cuando Harvey, cumpliendo la orden del rey, declara su disposición de comerciar con Maryland, los virginianos se sublevan encolerizados con él y dicen que prefieren matar al ganado a golpes en la cabeza antes que vendérnoslo a nosotros.
»Entonces hubo guerra abierta. El tío Leonard captura una de las pinazas de Claiborne y arresta al patrón, Thomas Smith, por comerciar bajo una licencia que pertenece a mi padre. Claiborne arma una chalupa y le encomienda al capitán que ataque toda embarcación de Maryland que se encuentre. El tío Leonard envía dos pinazas para hacerle frente y, tras una batalla en el río Pocomoke, la chalupa se rinde. Dos semanas después, otra embarcación de Claiborne a las órdenes del mismo Tom Smith planta batalla frente a Puerto Pocomoke. El pobre gobernador Harvey se encuentra por entonces tan acosado por su Consejo que huye a Inglaterra por razones de seguridad.
»Entretanto, el tío Leonard deja incomunicados a los isleños de Kent y, puesto que la tierra está completamente inculta, aquellos empiezan a pasar hambre. Mi padre informa de la situación a Cloberry y Compañía y logra convencerles de que renuncien a sus pretensiones de titularidad sobre Kent y envíen a Maryland a un nuevo apoderado en sustitución de Claiborne. El diablo por fin cede, solicitando tan sólo que el nuevo enviado, George Evelyn, no le entregue la isla a las gentes de Maryland; pero Evelyn se niega a prometer eso, de modo que Claiborne se retira a Londres, donde Cloberry lo demanda y el gobernador Harvey le acusa de amotinamiento. Además, Evelyn incauta todas las propiedades de Claiborne en Virginia en nombre de Cloberry y Compañía.
—Se lo tenía merecido —dijo Ebenezer.
—Claiborne se dio cuenta de que por el momento le habíamos ganado, le compra a sus compinches los susquehannoughs la isla de Palmer, que se halla situada en la cabecera de la bahía de Chesapeake, en la confluencia con el río que atraviesa los territorios indios, y allí establece su nueva factoría, aduciendo que el lugar queda fuera de nuestros dominios. Entonces le pide al rey Carlos que le prohíba a mi padre molestarlo y, a continuación, le pide (sin que se le altere un músculo de la cara, fijaos) la cesión de toda la tierra que se extiende doce leguas a cada lado del río Susquehannough, ocupando por el sur toda la bahía, hasta el océano, y por el norte, hasta el Gran Lago del Canadá.
—¿Qué me decís? —exclamó Ebenezer, alarmado, pese a no tener la más remota idea de la geografía a la que se hacía referencia.
—Sí —asintió Charles—. ¡Aquel hombre estaba loco! ¡Hubiera significado darle una franja de terreno de Nueva Inglaterra de veinticuatro leguas de anchura y casi trescientas de longitud, además de todo el Chesapeake y tres cuartas partes de Maryland! Tenía la esperanza de volver a engañar al rey, como había hecho en el pasado, mas los lores comisionados rechazaron su petición. Entonces Evelyn reconoció la titularidad de mi padre sobre Kent y el tío Leonard lo nombró interventor de la isla. Evelyn trató de convencer a los isleños de que le pidieran a mi padre títulos sobre las tierras que tenían, y acaso los hubiera convencido de no ser porque el bribón de Tom Smith se hallaba establecido allí junto con el cuñado de Claiborne. No se podía hacer nada con ellos; excepto reducirlos de una vez por todas. El tío Leonard en persona dirigió dos expediciones contra los isleños, los redujo, encarceló a Smith y a John Boteler, el pariente de Claiborne, y confiscó todas sus propiedades en la provincia.
—¡Confío en que eso le sirviera de lección a ese granuja!
—Durante algún tiempo, así fue —contestó Charles—. En 1638 le cedió una isla en las Bahamas y estuvimos cuatro o cinco años sin verlo. En cuanto a sus parientes, los teníamos encarcelados, pero como jamás se había convocado la Asamblea, no teníamos ni Tribunal que los juzgara ni jurado que los sentenciara.
—¿Cómo os las arreglasteis? —preguntó Ebenezer—. ¡Por favor, no me digáis que los pusisteis en libertad!
—Pues bien, convocamos la Asamblea para efectuar una investigación formal de la que surgiera la condena; después, como por arte de magia, la transformamos en Tribunal, el cual vio el caso y halló a los prisioneros culpables. Acto seguido, el tío Leonard condena a los prisioneros a la horca, el Tribunal vuelve a convertirse en Asamblea y dicta sentencia formal (puesto que el caso se había juzgado conforme a la ley), y el tío Leonard conmuta la sentencia a fin de asegurar que no se había cometido injusticia.
—¡Brillante maniobra! —proclamó Ebenezer.
—Fue el comienzo de nuestras cuitas —dijo Charles—. En cuanto se convocó la Asamblea, sus miembros reclamaron el derecho a promulgar leyes, pese a que el título decía claramente que tal derecho quedaba reservado al propietario, siendo tan solo necesario el asentimiento de los hombres libres. Mi padre resistió algún tiempo, pero hubo de ceder en breve, al menos momentáneamente, a fin de evitar un motín. A partir de aquel día tuvimos a la Asamblea en contra; nos hacían jugadas en falso y no perdían ocasión de disminuir nuestro poder para agrandar el suyo.
Baltimore suspiró.
—Y por si esto no fuera suficiente incordio, por aquel entonces nos enteramos de que los misioneros jesuitas, que habían efectuado conversiones masivas entre los piscataways a cambio de ello, se habían ido apoderando de grandes extensiones de tierra en nombre de la Iglesia. ¡Y un buen día nos declaran su intención de que tan enorme territorio se mantenga independiente del propietario! Sabían que mi padre era católico, en consecuencia anunciaron que la provincia quedaba bajo la plena advocación de la ley canónica, así como que en virtud de la bula pontificia In Coena Domini, tanto ellos como las tierras que habían ocupado fraudulentamente quedaban fuera del alcance de la ley común.
—¡Ay, Dios! —dijo Ebenezer.
—Lo que ignoraban ellos —prosiguió Charles— era que mi abuelo, antes de hacerse católico, había visto jesuitismo hasta hartarse, en Irlanda, cuando el rey Jacobo lo envió allí a indagar las causas del descontento reinante. Para cortar el mal de raíz, antes de que, por un lado, los jesuitas se hicieran con toda la provincia, y por otro, los protestantes utilizaran el incidente como excusa para instigar una insurrección antipapal, mi padre apeló a Roma para que ésta llamara a los jesuitas y en su lugar enviara sacerdotes regulares; y tras varios años de disputa la Propaganda ordenó que así se hiciera.
»A continuación surgió el problema indio. Los susquehannoughs, que vivían al norte, y los nanticokes, que vivían en la orilla occidental, siempre habían hostigado a las demás tribus esporádicamente, ya que eran cazadores, no agricultores. Pero a partir de 1640 empezaron a atacar las plantaciones en puntos aislados de la provincia y se decía que incitaban a nuestros amigos los piscataways a unirse a ellos para llevar a cabo una masacre a gran escala. Algunos decían que los franceses estaban detrás de todo aquello; otros alegaban que era labor de los jesuitas, pero yo creo que tras aquellas maquinaciones estaba la mano de Bill Claiborne.
—¡Claiborne! —dijo Ebenezer—. ¿Cómo es posible? ¡Si no os he entendido mal, Claiborne se hallaba oculto en las Bahamas!
—Y lo estaba. Pero en 1643, entre el problema jesuita, el problema indio y una cierta disensión que habla en la colonia por causa de la guerra civil que enfrentaba al rey Carlos con el Parlamento, el tío Leonard regresó a Londres para tratar los asuntos de la provincia con mi padre, y no bien había zarpado cuando Claiborne se introdujo secretamente en la bahía, procurando provocar la sedición de los isleños de Kent. Fue por entonces cuando un tal Richard Ingle —capitán de barco, ateo y traidor— recala en Saint Mary con un carguero que tenía por nombre Reforma, bebe hasta emborracharse y declara ante todo el mundo que el rey no es rey y que le arranca la cabeza a cualquier realista que se atreva a contradecirlo.
—¡Traición! —exclamó Ebenezer.
—Eso dijo uno de los nuestros, Giles Brent, que ejercía de gobernador en tanto regresaba el tío Leonard; encarceló a Ingle y le confiscó el barco. Pero no bien habíamos metido al canalla entre rejas, queda puesto en libertad por orden de nuestro propio consejero, el capitán Cornwaleys, se le devuelve el barco y se le deja ir, libre como un pez, sin registrar su barco ni hacerle pagar sus deudas.
—Estoy atónito.
—Ahora bien, el tal Cornwaleys era soldado, y últimamente había dirigido expediciones para hacer las paces con los nanticokes y hacer retroceder a los susquehannoughs. Cuando lo procesamos por liberar a Ingle, se dijo en su descargo que Cornwaleys le había exigido a aquel bribón la promesa de proporcionarnos un barril de pólvora y cuatro quintales de balas para la defensa de la provincia. Ni que decir tiene que el sinvergüenza regresa poco después, maldiciendo y arremetiendo contra todo lo que se encuentra y pide la munición como fianza para hacer frente a un futuro juicio. Mas antes de que veamos una sola bala, se hace de nuevo a la mar, burlando aduana y derechos portuarios, y se lleva a su amigo Cornwaleys en calidad de pasajero.
»Pronto quedó claro que Ingle y Claiborne, nuestros dos peores enemigos, se habían coaligado para acabar con nosotros, utilizando como coartada la guerra civil inglesa. Claiborne desembarcó en la isla de Kent, mostró un pergamino falso y juró que era un mandamiento que le había entregado el rey a fin de que se hiciera cargo de la isla. Al mismo tiempo, el «cabeza redonda»[10] Ingle toma por asalto Saint Mary a bordo de un buque armado, llevando también él su propio pergamino falso; tras someter a la ciudad, fuerza al tío Leonard a huir hacia Virginia y, con la ayuda de Claiborne, reclama todo el territorio de Maryland, que por espacio de dos años padece una anarquía total. Ingle se dedica al pillaje, saqueo y robo de bienes; hurta hasta los goznes y cerrojos de las puertas y le echa mano al mismísimo Gran Sello de Maryland, cuyo valor eran cuarenta libras de buena plata. ¡Ni siquiera duda ante la casa y los bienes de su salvador, Cornwaleys, sino que entra a saco como en las demás y luego, para colmo, hace encarcelar a Cornwaleys en Londres, por ser deudor suyo y por traición! ¡Como toque final, jura ante la Cámara de los Lores que todo lo había hecho por motivos de conciencia, dado que Cornwaleys y sus demás victimas eran papistas y maleantes!
—No acierto a comprenderlo —confesó Ebenezer.
—En 1646 el tío Leonard reunió una fuerza con la ayuda del gobernador Berkeley, reconquistó la; ciudad de Saint Mary y, en breve, todo Maryland, siendo la isla de Kent la última en caer. ¡La provincia era nuevamente nuestra, aunque el denuedo de tío Leonard se vio pobremente recompensado, ya que murió un año después!
—¡Ay! —exclamó Ebenezer—. ¡Menuda lucha! ¡Espero con todo mi corazón que no volvieran a importunaros gentes como Claiborne y que gozarais de vuestra provincia en paz y armonía!
—Teníamos derecho, vive el cielo. Pero no habían transcurrido ni tres años cuando de nuevo entraba en efervescencia la caldera de la facción y la sedición.
—Siento ganas de gemir al oíros decir eso.
—Fue sobre todo Claiborne, esta vez coaligado con Oliver Cromwell y los protestantes, pese a que, hasta poco antes se jactaba de ser monárquico. Unos años antes, cuando los anglicanos expulsaron a los puritanos de Virginia, el tío Leonard les dio permiso para que erigieran una ciudad llamada Providence a orillas del río Severa para que nadie sufriera en Maryland por causa de su fe. Pero aquellos protestantes nos despreciaban por nuestra fe romana, y se negaban a jurarle obediencia a mi padre. Cuando decapitaron a Carlos I y obligaron a Carlos II a exiliarse, mi padre no protestó, sino que reconoció la autoridad del Parlamento; se ocupó incluso de sustituir al católico Thomas Greene, que fuera nombrado gobernador tras la muerte de tío Leonard, por un protestante, amigo del Parlamento, William Stone, a fin de no proporcionarles a los descontentos de Providence ocasión de rebelarse. En agradecimiento a su prudente actitud, se encontró con que Carlos II se exiliaba a la isla de Jersey, le declaraba «cabeza redonda» y le otorgaba el gobierno de Maryland a sir William Davenant, el poeta.
—¡Davenant! —exclamó Ebenezer—. ¡Ah, cuán grata y noble visión, el rey poeta! Y, sin embargo, me avergüenzo de mi oficio, porque Davenant aceptara un galardón tan injustamente otorgado.
—No llegó lejos, pues nada más zarpar hacia Maryland un buque crucero del Parlamento lo abordó en el canal, frente a Lands End, y eso acabó con él. Ahora bien, Virginia, cosa que acaso no supierais, era realista a ultranza, y cuando proclamó a Carlos II padre del territorio, quedó segregada y el Parlamento pertrechó una flota a fin de someterla. Justamente entonces, en 1650, nuestro gobernador Stone hizo un viaje rápido a Virginia por motivos de negocios y delegó en su predecesor, Thomas Greene, el gobierno de Maryland hasta su regreso. Fue una decisión de locos, teniendo en cuenta que el tal Greene seguía aún dolido por su destitución. En cuanto le delegaron el poder, se declara junto con Virginia a favor de Carlos II y, pese a que el gobernador Stone regresa apresuradamente y depone a Greene, el daño ya está hecho. El cobarde de Dick Ingle seguía siendo un hombre libre en Londres y nada más enterarse acudió volando al comité encargado de someter a Virginia y les indujo a incluir a Maryland en el título de propiedad. Pero esto llegó a oídos de mi padre y, antes de que se hiciera la flota a la mar, expuso que la proclama de Greene se había efectuado sin su autoridad ni conocimiento, haciendo que se suprimiera el nombre de Maryland del título de propiedad. Pensando que aquella garantía bastaba, se retiró; inmediatamente aparece el taimado Bill Claiborne y, confiando como siempre en que el comité no supiera nada de geografía americana, se ocupa de que se vuelva a redactar el título de propiedad, con el fin de incluir todas las plantaciones que comprende la bahía de Chesapeake, lo cual equivale a decir todo el territorio de Maryland. Lo que es más, consigue que lo nombren comisionado suplente del Parlamento y zarpa con la flota. Había tres comisionados —todos, caballeros razonables, aunque les habían engañado— y dos suplentes: Claiborne y otro bribón, Richard Bennett, que se habían refugiado en nuestra ciudad de Providence cuando Virginia expulsó a los puritanos.
—¡Pero bueno! —exclamó Ebenezer—. ¡Jamás supe de tanta perfidia!
—Aguardad —dijo Charles—. No contentos con ser suplentes, Claiborne y Bennett se encargan de que dos de los comisionados se pierdan en el mar durante la travesía, y así ponen pie en tierra en Punta Comfort con plena autoridad sobre Virginia y Maryland.
—¡Ese hombre es un Maquiavelo!
—Reducen Virginia; Bennett se nombra a sí mismo gobernador y Claiborne secretario de estado; acto seguido se dirigen a Maryland, donde los bellacos de Providence los reciben con los brazos abiertos. Stone, que era buen gobernador, es depuesto; a los católicos se les despoja de sus derechos de un plumazo, y a mi padre lo privan de toda su autoridad. Como golpe definitivo, Claiborne y Bennett instan a la antigua Compañía de Virginia a que presente una solicitud cuyo fin es borrar enteramente a Maryland del mapa, restaurando las viejas fronteras de Virginia. Mi padre defendió su caso ante los comisionados de las plantaciones, y mientras se cocía el asunto, le recordó a Cromwell que Maryland se había mantenido fiel a la Commonwealth pese a que sus vecinos eran realistas. Cromwell oyó cuanto tenia que decirle y más adelante, cuando disolvió el Parlamento y se nombró a sí mismo lord Protector, le aseguró a mi padre su favor.
»Entretanto, el gobernador Stone había logrado recuperar el cargo y mi padre le ordenó que proclamara el Protectorado y declarara extinta la autoridad de los comisionados. Claiborne y Bennett reúnen una fuerza propia y de nuevo deponen a Stone en favor del puritano William Fuller, de Providence. Mi padre apela a Cromwell, Cromwell les envía una orden a Bennett y a Claiborne, diciéndoles que desistan, y mi padre ordena a Stone que haga una leva y marche sobre Fuller, en Providence. Pero Fuller disponía de más armas, de modo que obliga a los hombres de Stone a rendirse, bajo la promesa de una tregua. En cuanto los tiene a su disposición, asesina a cuatro de los lugartenientes de Stone allí mismo, y a éste, que estaba muy malherido, lo encarcela. Acto seguido los matones de Fuller se apoderan del Gran Sello, se dedican a confiscar y saquear, y expulsan a los sacerdotes católicos de la provincia; Claiborne y su cohorte elevan nuevamente una protesta ante los comisionados de las plantaciones; mas todo es en vano, ya que, por fin, en 1658, le devuelven la provincia a mi padre y se le hace entrega del gobierno a Josias Fendall, a quien mi padre había designado representante suyo tras el encarcelamiento de Stone.
—¡Alabado sea Dios! —dijo Ebenezer—. ¡Bien está lo que bien acaba![11]
—Y mal lo que acaba mal —repuso Charles—, ya que aquel mismo año Fendall cometió traición.
—¡Esto es demasiado! —exclamó Ebenezer.
—Es la pura verdad. Hay quien dice que era un instrumento de Fuller y Claiborne; fuera lo que fuere, muerto Cromwell y resultando ser su hijo débil de carácter, Fendall convenció a la Asamblea de que se proclamara independiente del propietario, derogó la constitución de la provincia y usurpó todo rastro de la autoridad de mi padre. Lo hubiéramos pasado mal si no hubieran repuesto a Carlos II en el trono poco después. Mi padre, sabe Dios cómo, hizo las paces con él y obtuvo cartas reales en las que se ordenaba a todos que apoyaran su gobierno, y a Berkely, de Virginia, que lo ayudara. Nombraron gobernador a mi tío Philip Calvert y toda la conspiración se vino abajo.
—¿Puedo albergar la esperanza de que todos vuestros males acaben aquí? —preguntó Ebenezer.
—Durante algún tiempo no padecimos más rebeliones —admitió Charles—. Llegué a Saint Mary en calidad de gobernador en 1661, y en 1675, cuando murió mi padre, pasé a ser el tercer lord Baltimore. Durante aquel tiempo nuestros únicos problemas auténticos eran los ataques de los indios y los intentos de arrebatarnos nuestra tierra por parte de los holandeses, suecos y otros, que utilizaban el viejo truco de hactenus inculta. Los holandeses se habían establecido ilegalmente a orillas del río Delaware, y el gobernador D’Hinoyossa, de Nueva Amstel, instigaba a los jhonados, a los cinagos y a los mingos en contra nuestra. Sopesé la posibilidad de declararle la guerra, pero la descarté por miedo a que el rey Carlos (que ya había quebrantado varios de los privilegios que figuraban en mis títulos) aprovechase la ocasión para adueñarse de todo el territorio del Delaware. De todos modos lo perdí en 1664, año en que pasó a manos de su hermano, el duque de York, sin que yo pudiera hacer la menor protesta.
»El año en que accedí al título de lord Baltimore, los cinagos (a quienes los franceses llaman seneques) cayeron sobre los susquehannoughs y estos a su vez invadieron Maryland y Virginia. Los desafueros que vinieron a continuación fueron la excusa de la rebelión de Bacon en Virginia, así como causa de mucha inquietud en Maryland. Algún tiempo antes, a fin de aplacar a los descontentos de la Asamblea, yo había restringido el derecho al voto de modo que sólo podían ejercerlo los ciudadanos notables, y había prolongado la duración de la Asamblea, para evitar el riesgo de nuevas elecciones; pero ni siquiera esto sirvió para calmar las cosas. Mis enemigos intrigaban contra mí desde todos los rincones. Incluso reaparece en escena, pese a tener los ochenta bien cumplidos, el viejo Claiborne, que finge de nuevo ser realista y eleva al rey una petición en mi contra. Felizmente, no surtió efecto y yo tuve el placer indescriptible; de saber que el canalla había muerto en Virginia.
—Es también para mí un placer oíroslo decir ahora —dijo Ebenezer—, pues me había entrado miedo de que ese bellaco fuera inmortal.
—Me acusaron de todo, desde de ser papista hasta de haber cometido fraude con los ingresos del rey —continuó diciendo Charles—. Cuando Nat Bacon dirigió su ejército privado contra el gobernador Berkeley, de Virginia, un par de sinvergüenzas llamados David y Pate intentaron una rebelión similar en el condado de Calvert, sospecho que instigados por los chaqueteros de Fuller y Fendall, que andaban merodeando a escondidas por la provincia. Por aquel entonces yo estaba en Londres, pero cuando me enteré, le ordené inmediatamente a la persona en quien había delegado el cargo que los ahorcara. Sin embargo, no habían pasado todavía cuatro años cuando el traidor de Fendall conspiró con un nuevo villano a fin de incitar una nueva revuelta: se trataba del falso sacerdote John Coode, alias «el Negro», a cuyo lado palidece hasta el mismísimo Bill Claiborne. Sofoqué su juego a tiempo y desterré a Fendall a perpetuidad, si bien Coode, con la connivencia de la Asamblea, quedaría libre como un pájaro y causaría problemas más adelante.
»Después de aquello, las intrigas y tribulaciones nos llovieron a raudales. En 1681, a fin de saldar una deuda privada, el rey Carlos le hace cesión a William Penn (¡ojalá se esté derritiendo su grasa cuáquera en el infierno!) de una extensa área al norte de Maryland, e inmediatamente tengo que ponerme a defender mi frontera norte contra sus maquinaciones. En mi título de propiedad se especificaba que el límite norte de Maryland era el paralelo cuarenta, y para señalizar dicho paralelo hacía ya mucho tiempo que había mandado construir un blocao, para hacer frente a los susquehannoughs. Penn estuvo de acuerdo conmigo en que su frontera discurriera al norte del blocao, pero cuando apareció su título de propiedad, no se hacía mención alguna de aquello. En su lugar había una retahíla de insensateces capaces de liar a un templario, y para asegurar sus planes, Penn despachó a un topógrafo mendaz, provisto de un sextante defectuoso, con el encargo de que efectuara sus mediciones. A resultas de aquello, Penn declaró que su frontera meridional pasaba ocho millas al sur de mi blocao, recurriendo a todo tipo de excusas y subterfugios, con el fin de evitar hablar conmigo de aquel atropello. Cuando por fin lo acorralamos y le propusimos efectuar las mediciones conjuntamente, alegó que el sextante estaba estropeado; y cuando nuestro instrumento mostró la localización correcta de la línea divisoria, él nos acusó de subvertir la autoridad del rey. Tanto interés tenía porque la frontera cayera donde él quería que propuso una infinidad de tretas a fin de conseguirlo. «Medid al norte de los Cabos», decía, «efectuando las mediciones a menos de sesenta millas por grado; bajad vuestra frontera sur en treinta millas», decía, «y cogedle tierra a los virginianos; medid dos grados al norte de Watkins Point», decía. Entonces le pregunté: «¿Por qué estas mediciones y apropiaciones de tierra? ¿Por qué no vamos sextante en mano y calculamos el paralelo cuarenta de una vez por todas? ». Por fin se aviene, mas sólo a condición de que si la línea divisoria resulta hallarse al norte de donde él quiere, tengo que venderle la diferencia «a precio de caballeros».
—No acabo de entenderlo —reconoció Ebenezer—. Toda esta jerga de sextantes y paralelos me aturde.
—Lo cierto es —dijo Charles— que Penn le había jurado a su Sociedad de Comercio que sus títulos de propiedad incluían la cabecera de la bahía, y estaba decidido a conseguirlo. Cuando falló todo lo demás empezó a maquinar con su amigo el duque de York, que era su vecino, y cuando para mi desgracia el duque accedió al trono con el nombre de Jacobo II, Penn invoca a aquel espectro de hactenus inculta y logra la cesión de todo el territorio de Delaware, que ni a él le correspondía recibir ni a Jacobo otorgar, pues era claro que me pertenecía.
»Las cosas tomaron tal cariz que, aunque me daba miedo dejar la provincia a merced de mis enemigos un solo minuto, no me quedó más remedio que embarcarme con destino a Londres en 1684, para luchar contra las intrigas de Penn. Ahora bien, ya hacía algún tiempo que se me venía acusando falsamente de consentir que los contrabandistas defraudaran los derechos portuarios del rey, así como de no prestar ayuda a los recaudadores de impuestos reales, e incluso hube de pagar una multa por ello. En cuanto levo anclas y parto hacia Londres, mi pariente George Talbot, de Saint Mary, consiente que un recaudador de impuestos, un canalla y un animal, despierte sus iras, y acaba con su vida a puñaladas. Fue un acto propio de un loco, y mis enemigos lo utilizaron inmediatamente. Contra toda justicia, se niegan a juzgarlo en la provincia, en lugar de lo cual se lo entregan a Effingham, por entonces, gobernador de Virginia (quien, dicho sea de paso, más adelante intrigó en el Consejo Privado con la finalidad de conseguir para sí la titularidad de todo el territorio de Maryland), y lo único que pude hacer por él fue salvarle el cuello. Poco después muere asesinado otro aduanero y, aunque fue en una disputa privada, mis enemigos no hicieron distinción entre los dos casos, haciéndome aparecer ante la Corona con los colores de la traición. Entre tanto, Penn inició un pleito quo warranto[12] contra todos los derechos que me habían sido cedidos y estando su amigo en el trono no tengo dudas sobre cuál hubiera sido el resultado: sucedió entonces que el pueblo de Inglaterra empezó a presionar al rey Jacobo, presentándole su propio quo warranto, por decirlo así, de modo que la revolución[13] acabó momentáneamente con el juego de Penn.
—¡No me es posible expresaros el alivio que siento al oíros decir eso! —exclamó Ebenezer.
—De cualquier modo yo salía perdiendo —suspiró Charles—. Cuando Jacobo ocupó el trono, mis enemigos me acusaron de deslealtad hacia él; cuando fue al exilio y Guillermo desembarcó en Inglaterra, sólo quisieron acordarse de que Jacobo y yo éramos católicos. Fue entonces, en el peor momento posible, cuando el estúpido al que yo había nombrado gobernador en funciones juzga adecuado manifestar ante la Asamblea su fe en el derecho divino de los reyes y, necedad de necedades, hace que Maryland proclame oficialmente el nacimiento del hijo católico de Jacobo.
—Tiemblo por vos —dijo Ebenezer.
—Naturalmente, en el momento mismo en que Guillermo accedió al trono, envié al Consejo de Maryland la orden de proclamarlo. Pero, bien fuera por causas naturales o, como sospecho, por la maldad de mis enemigos, el mensajero murió a bordo y recibió sepultura en el mar, así como la comisión que portaba; de suerte que Maryland seguía guardando silencio incluso después de que Virginia y Nueva Inglaterra hubieran efectuado la proclama. Inmediatamente envié a un segundo mensajero, pero el daño estaba hecho y los que no me acusaban a voces de papista, me acusaban de jacobita. Como consecuencia de aquella desgracia, en 1689 mis enemigos de Inglaterra lograron que se me proscribiera en Irlanda bajo el cargo de haber cometido allí traición contra Guillermo, por ser partidario de Jacobo; y eso que yo en realidad jamás había puesto pie en suelo irlandés y me hallaba en aquel preciso momento en Inglaterra expresamente para combatir los esfuerzos de Jacobo y de Penn por arrebatarme Maryland. Como remate de todo ello, en marzo de aquel mismo año hacen correr por Maryland el rumor de que hay una conspiración gigantesca y que nueve mil católicos e indios han invadido la provincia con el fin de asesinar a todos los protestantes de aquellas tierras; a los hombres enviados a Mattapany, en la desembocadura del Potomac, les hablan de masacres llevadas a cabo en el nacimiento del río, por lo que acuden presurosamente a salvar la situación. ¡Y se encuentran con que los colonos se estaban armando para estar preparados, porque han oído hablar de las masacres que están teniendo lugar en Mattapany! Por más que mis amigos dicen que todo son temores e imaginaciones sin fundamento, la provincia entera se alza en armas contra los católicos.
—¡Ciegos! ¡Ciegos!
—No era peor que el antipapismo que reinaba aquí en Londres —dijo Charles—. ¡El único placer que me fue dado en aquella hora oscura fue ver que el cuáquero embustero de Penn era arrestado y encarcelado como un jesuita!
—¡Por mi fe que yo también me alegro!
—Nada quedaba ya, salvo que los conspiradores asestaran el coupe de grâce. Lo hicieron en julio, dirigidos por Coode, el falso sacerdote. Este marcha sobre Saint Mary al frente de una fuerza armada, se asciende a sí mismo al grado de general y, pese a haber sido católico, no para de propalar a voces las acusaciones de papistas y jesuitas, hasta que toda la ciudad se rinde. El presidente y el Consejo huyen a Mattapany, donde Coode los sitia en el fuerte hasta que le entregan, el gobierno. ¡Entonces, dándose a sí mismos el nombre de Protestantes Asociados, le suplican al rey Guillermo que se haga cargo del poder!
—¡Y entonces el rey Guillermo lo mandó ahorcar! —dijo Ebenezer.
Charles, que hasta entonces había hablado tan rápida y distraídamente como si recitara un rosario doloroso, pareció, por vez primera desde el comienzo de la historia, fijarse de veras en el visitante.
—Mi querido poeta… —dijo con una sonrisa escueta—. Guillermo está en guerra con el rey Luis. En primer lugar, todo el mundo sabe que la guerra podía extenderse a América, y él tiene muchísimo interés por ganar el control de todas las colonias para hacer frente a tal posibilidad. En segundo lugar, la guerra es cara y mis rentas podrían ayudar a pagar a sus soldados. En tercer lugar, Guillermo está en posesión de la corona merced a una revolución antipapista, y yo soy partidario del papa. En cuarto lugar, el gobierno de Maryland le estaba implorando que librara a la provincia de la opresión de católicos e indios…
—¡Basta! —exclamó Ebenezer—. ¡Me estoy temiendo que al final os arrebató Maryland! Pero ¿en virtud de qué derecho legal…?
—Ah, fue prodigiosamente legal —dijo Charles—. El rey Guillermo cursó instrucciones al fiscal general para que interviniera contra mi título de propiedad, mediante el procedimiento de scire facias[14] pero luego, pensando en el tiempo que llevaría semejante litigio, así como en la necesidad extrema de alimentos que padecía el tesoro y en la posibilidad de que el Tribunal fallara a mi favor, le pide al magistrado supremo, Holt, que encuentre un modo de quitarme Maryland con menos molestias. Holt lo piensa hasta que recuerda que jus est id quod principi placet[15], y a continuación declara, con toda solemnidad, que si bien sería mejor anular el título de propiedad por medio de una inquisición adecuada, y puesto que, en virtud de la misma palabra del rey, el asunto es urgente, da en pensar que el rey podría asumir el gobierno de la provincia inmediatamente, y proceder a las investigaciones más adelante.
—¡Pero cómo! —dijo Ebenezer—, ¡es lo mismo que ahorcar a un hombre hoy y juzgar su crimen mañana!
Charles hizo un gesto de asentimiento.
—En agosto de 1691, milord sir Lionel Copley se convirtió en el primer gobernador real de Maryland, colonia de la corona —concluyó—. De conde palatino, con derecho de vida y muerte sobre mis súbditos, mi rango se vio rebajado al de nuevo propietario, teniendo derecho sólo a las rentas de arrendamiento, a un impuesto portuario de catorce peniques por tonelada sobre los buques extranjeros y a un impuesto sobre el tabaco a razón de un chelín por barril. Los comisionados del Sello Privado, dicho sea en su honor, pusieron en tela de juicio la decisión de Holt, y de hecho, cuando presentaron la quo warranto, los alegatos en mi contra se desmoronaron por falta de pruebas, y no se pudo dictar sentencia. Pero si el rey Guillermo saltó antes de mirar, fue precisamente porque había previsto aquello: sabed pues que se aferró con fuerza a Maryland y la estrechó cual enamorado a su amante; sabido es en todo caso que la propiedad constituye nueve de cada diez partes de lo que es la ley, y si media un rey, entonces, Parlamento, estatutos y tribunales, todo en uno, no son sino propiedad. Se dice y es verdad que el favor real no es hereditario, y también que el rey lo promete todo y cumple lo que le place.
—Y también —añadió Ebenezer— que el que se come el ganso del rey se ahoga con las plumas.
—¿Cómo? —preguntó Charles, irritado—. ¿Me estáis tomando el pelo, señor mío? ¿Acaso pensáis que Maryland fue jamás el ganso del rey Guillermo?
—¡No, no! —protestó Ebenezer—. ¡Habéis malinterpretado el proverbio! Viene a decir meramente que un gran legado es un lecho plagado de zarzas. ¿No habéis oído decir que un gran hombre y un gran río son malos vecinos, o que el botín de un rey es una bendición dudosa?
—Basta, lo comprendo. Así pues, ahí tenéis vuestra Maryland, señor mío. ¿La juzgáis adecuada para una Marylandíada?
—¡A fe mía —repuso Ebenezer— que sería más adecuada para una Jeremíada! Jamás me he encontrado ni en la vida ni en la literatura con una retahíla semejante de intrigas, cábalas, asesinatos y maquinaciones como las que hay en esta historia que me referís.
Charles sonrió.
—¿Y por ventura eso sirve de inspiración a vuestra pluma?
—¡Ah, Dios mío, cuán lerdo y patán debe considerarme Vuestra Señoría, presentarme bruscamente ante vos enarbolando grandes ideas sobre versos y panegíricos! Os juro que lo lamento: me iré ahora mismo.
—Quedaos, quedaos —dijo Charles—. Os confesaré que esta Marylandíada vuestra no deja de tener interés para mí.
—No —dijo Ebenezer—, lo decís para castigarme.
—Soy un hombre viejo —declaró Charles— al que le queda poco tiempo en esta tierra…
—¡El cielo lo prohíba!
—No, es la pura verdad —insistió Charles—. Lo mejor de mi vida, y aún más, lo he depositado en el altar de una Maryland próspera y bien gobernada, que me fue confiada por mi querido padre, y a él por el suyo, para que la administrara y mejorara, y la cual yo soñaba entregar a mi hijo transformada en una propiedad más rica y más digna, merced a mi gobierno.
—¡Dios mío, se me saltan las lágrimas!
—Y ahora, en la vejez, hallo que no ha de ser así —prosiguió Charles—. Además, estoy demasiado viejo y enfermo como para volver a cruzar el océano, de modo que he de morir aquí, en Inglaterra, sin volver a poner los ojos en esa tierra que tan cara es a mi corazón como mi esposa carnal, y cuyo rapto y violación me duelen tanto como a Menelao el robo de Elena.
—¡No puedo soportarlo más! —dijo Ebenezer, llorando, mientras se sonaba delicadamente la nariz con el pañuelo.
—Carezco de autoridad —concluyó Charles—, por lo que ya no puedo conferir títulos y dignidades como antes. Pero esto os digo, señor Cooke: id a Maryland; olvidaos de su historia y reparad en sus virtudes sin par. Estudiadlas; fijaos bien en ellas. Entonces, si podéis, transformad lo que veáis en verso. ¡Dadle melodía y música para que el mundo lo oiga! Haced la rima que os digo, Eben Cooke; erigid para mí una Maryland que ni el tiempo ni las intrigas sean capaces de robármela: ¡que pueda cedérsela a mi hijo y al hijo de mi hijo y a todas las generaciones del mundo! ¡Cantadme tal canción, señor, y por mi fe os digo que a los ojos y al corazón de Charles Calvert y al de todos los cristianos amantes de la belleza y de la justicia vos sois en verdad el Poeta Laureado de la provincia! Y si un día hubiera de acontecer —cosa que, contra toda esperanza y expectativa, ruego cada noche a la santa Virgen y a todos los santos— que cambiara todo el estado de cosas, y mi dulce provincia le fuera devuelta a su propietario, entonces, vive el cielo, os otorgaría el título, de hecho, caligrafiado en piel de oveja, atado con lazos de satén, firmado por mí y estampado, para que el mundo lo contemplara boquiabierto, con el Gran Sello de Maryland.
El corazón de Ebenezer estaba demasiado rebosante para que pudiera hablar.
—Entretanto —continuó Charles—, al menos os confiaré, si os place, la misión de escribir el poema. No, mejor aún, redactaré en un documento el nombramiento de Laureado, y si pluguiera a Dios, tendrá validez retroactiva desde este mismo día.
—¡Cielos! ¡Es más de lo que puedo creer!
Charles le ordenó a su criado que trajera papel, tinta y pluma, y, con el aire de quien está habituado al lenguaje de la autoridad, redactó rápidamente la siguiente encomienda:
CHARLES, LORD PROPIETARIO ABSOLUTO DE LAS PROVINCIAS DE MARYLAND Y AVALON, LORD BARÓN DE BALTIMORE. Nos saludamos a Nuestro leal, bienamado y carísimo Ebenezer Cooke, Señor del Puntal de Cooke, Condado de Dorset, y considerando que es Nuestro deseo que las diversas excelencias de Nuestra antedicha provincia de Maryland sean cantadas en verso para las generaciones venideras, y considerando que es Nuestra convicción que vuestros talentos bien os habilitan para tal Labor, así pues, Nos deseamos y ordenamos, en nombre de la Fe que Nos debéis, que compongáis y elaboréis un poema épico que resalte la donosura de los habitantes de Maryland, su buena crianza y la excelsitud de sus mansiones, la majestad de sus leyes, la bonanza de sus fondas y posadas, etcétera, etcétera; y con tal propósito Nos os nombramos e intitulamos Poeta Laureado de la antedicha provincia de Maryland. Lo que Nos Mismo testimoniamos en la ciudad de Londres el vigésimo y octavo día de marzo en el décimo y octavo año de Nuestro dominio sobre Nuestra dicha provincia de Maryland, Armo Domini, 1694.
—¡Helo aquí! —exclamó, haciéndole entrega a Ebenezer del documento acabado—. Hecho está; os deseo una buena travesía.
Ebenezer leyó el nombramiento, se hincó de hinojos ante lord Baltimore y oprimió, agradecido, el borde de la casaca de aquel notable contra sus labios. Luego, mascullando y tropezándose, se guardó el documento en los bolsillos, se excusó y salió corriendo de la casa, perdiéndose en las bulliciosas calles de Londres.