Para gran alegría y considerable sorpresa suyas, cosa de minutos después de que Ebenezer se hubiera presentado en el domicilio de lord Baltimore y le hubiera hecho llegar su mensaje por medio de un criado de la casa, le fue comunicado verbalmente que Charles recibiría su visita en la biblioteca, y no mucho después condujeron a Ebenezer ante la presencia de aquel gran hombre.
Lord Baltimore se hallaba sentado en una enorme butaca de cuero, junto al hogar, y aunque no se levantó para recibir al visitante, le indicó a Ebenezer que ocupara la butaca situada frente a la suya. Lord Baltimore era un hombre mayor, de físico más bien insignificante, piel sin arrugas, pese a su edad, nariz prominente, bigote fino y cano, y ojos grandes, de color castaño y una viveza poco común; a Ebenezer se le ocurrió que parecía un Henry Burlingame añoso y ennoblecido. Sus ropas eran más formales y caras que las de Ebenezer, pero —conforme éste pudo ver enseguida— no estaban a la moda: en realidad tenían un retraso de diez años. Baltimore gastaba peluca de campaña, completa, mas no en exceso larga; los rizos prietos, que caían sobre los hombros sin llegar a tocarlos, terminaban en forma de tirabuzón; la casaca era de lino, con los bordes de encaje, de nudo holgado; la chaqueta era de brocado rosa, forrada de blanco, a la moda, de cintura más holgada y faldones más cortos de lo que se estilaba; los bolsillos no tenían tapas, y estaban cortados en sentido más horizontal que vertical, situados bastante abajo. Las mangas le llegaban casi hasta las muñecas; estaban vueltas, dejando al descubierto unas pulgadas del forro, que era de color blanco, con hilaturas de plata; por la parte de atrás se abrían y tenían un pequeño remate redondeado. Las aberturas laterales, cortadas a la altura de la parte superior de la cadera, estaban flanqueadas por botones de plata y falsos ojales, y el hombro derecho ostentaba un nudo de cintas plateadas. Bajo la chaqueta llevaba lord Baltimore un chaleco de seda, de color añil, completamente abotonado, y pantalones de seda, haciendo juego; de la camisa sólo se veían los puños, de delicado encaje blanco. Por fin, llevaba las ligas ocultas bajo las vueltas de las medias y las lengüetas de los zapatos eran largas y cuadradas. En la mano tenía la carta de Ebenezer, y en medio de la pobre luz que entraba por las ventanas, tapadas por gruesas cortinas, la estaba mirando con los ojos entornados, como si examinara de nuevo su contenido.
—Ebenezer Cooke, ¿no es así? —dijo Baltimore, dando comienzo a la conversación—. ¿Del Puntal de Cooke, en Dorchester?
Su voz, aunque seguía siendo en esencia poderosa, tenía ese temblor incierto que revela el comienzo de la senilidad. Ebenezer se inclinó levemente, a modo de reconocimiento, y ocupó el asiento que le indicaba su anfitrión.
—¿Hijo de Andrew Cooke? —preguntó Charles, mirando a su invitado de hito en hito.
—El mismo, señor —repuso Ebenezer.
—Conocí a Andrew Cooke en Maryland —dijo Charles, pensativo—. Si no me falla la memoria, fue en 1661, el año en que mi padre me nombró gobernador de la provincia, cuando le concedí a Andrew la licencia para comerciar allí. Pero hace muchos años que no lo veo y puede que ahora no me reconociera, o yo a él. —Lord Baltimore suspiró—. La vida es una batalla que deja cicatrices en todos nosotros, vencedores y vencidos por igual.
—Sí —convino Ebenezer con prontitud—, pero la tarea de vivir consiste en librar dicha batalla, entrando a saco en ella, y que el buen soldado muestre sus cicatrices con orgullo, venza o pierda, pues las ganó luchando con bravura en honesto combate.
—No lo dudo —murmuró Charles, volviendo a refugiarse en la carta—. ¿Y qué es esto? —comentó—. Ebenezer Cooke, poeta. ¿Qué significado puede tener? Os ruego que me lo digáis. ¿Significa tal vez que os ganáis el pan haciendo versos? ¿O sois por ventura una suerte de juglar que va errante por el país; mendigando y recitando? Es éste un comercio del que poco sé, lo confieso.
—Poeta soy —respondió Ebenezer, ruborizándose— y puede que no de baja estofa; pero no he ganado por ello un penique ni lo haré jamás. La musa ama a quien la corteja por lo que ella es, sin más, y desdeña al hombre que la quiere utilizar en beneficio de su bolsa.
—Puede ser; puede ser —dijo Charles—. Pero ¿no es costumbre, cuando el nombre de uno adquiere cierta notoriedad, airearlo cual estandarte al viento público, de modo que así pueda el mundo saber de la fama alcanzada? Ahora bien, si yo hubiera leído aquí Ebenezer Cooke, hojalatero, probablemente os habría encargado que le dierais un repaso a las cacerolas; si hubiera leído Ebenezer Cooke, médico, os mandaría echar un vistazo a mis gentes, para que a todos los purgarais y tonificarais; si hubiera leído Ebenezer Cooke, hidalgo, o gentilhombre, no habría supuesto que necesitabais trabajo, y entonces os hubiera enviado coñac por medio de un criado. Pero ¿poeta? ¿Qué se puede hacer? Ebenezer Cooke, poeta. ¿Qué clase de comercio es ése? ¿Qué se puede hacer con vos? ¿Qué trabajo se os puede ofrecer?
—De eso precisamente quiero hablaros —dijo Ebenezer, incólume ante aquellas pegas—. Sabed, señor, que si bien no ha de servirle de sustento a ningún hombre el cortejar a la musa, ésa es sin embargó la vocación de algunos, así que no es osadía añadir a mi nombre el título de poeta; carece de importancia lo que yo hago, poeta es lo que soy.
—¿Del mismo modo que otro podría firmar como hidalgo? —preguntó Charles.
—Precisamente.
—¿Entonces no habéis acudido a mí en busca de trabajo? ¿No necesitáis empleo?
—No busco trabajo —aseguró Ebenezer—. Pues así como el enamorado no ansia sino el favor de su amada, que es para él suficiente recompensa, así también el poeta no ansia sino la inspiración feliz de su musa; y así como el fruto de los trabajos del enamorado es el tálamo y la esposa, y su símbolo una sábana carmesí, así la recompensa del poeta son los versos bien cincelados, y su símbolo una página impresa. Indudablemente, si da la casualidad de que la moza trae consigo cierta dote, no es cosa de despreciarla, como tampoco se han de despreciar los céntimos que reporte al poeta lo que publique. No obstante, son estos meros accidentes, felices, mas no buscados.
—¡Cómo! Entonces —dijo Charles, cogiendo dos pipas de un anaquel que había encima de la chimenea—, debo dar por hecho que no buscáis trabajo. Vamos a celebrarlo con una pipa, y a continuación os ruego que me digáis lo que queréis.
Los dos hombres llenaron las pipas y las encendieron. Ebenezer volvió a su asunto.
—El trabajo es algo que no me preocupa —repitió—, aunque por lo que se refiere a empleo, ésa es una cuestión completamente distinta, aparte de ser el resumen y la esencia de mi visita. Hace un momento me preguntabais qué clase de comercio es ser poeta y qué trabajo se le puede ofrecer a quien lo es. A modo de respuesta, señor, con vuestra venia, permitidme que os pregunte: ¿Hubiera tenido el mundo noticia alguna de Agamenón, o del fiero Aquiles, o del ingenioso Odiseo, o del cornudo Menelao, o del circo, todo lleno de griegos y troyanos que se iban pavoneando por ahí, de no ser porque el gran Homero habló de ellos en verso? ¿Cuántas batallas de mayor importancia creéis vos que se han perdido en el polvo de la historia por falta de un poeta que las cantara para la posteridad? Son muchísimas las Elenas que florecen cada primavera y acaban olvidadas, en poder de los gusanos; mas basta con que un Homero las pinte sirviéndose del cosmético grandioso de su astro, entonces su belleza hará hervir la sangre a veinte siglos de generaciones. ¿En qué descansa la grandeza del príncipe, os pregunto? ¿En las hazañas que libra en el campo de batalla o en las que libra en el blando lecho del amor? Pues bien, ¡no hace falta más que una generación para que todo quede olvidado por siempre jamás! No; yo sostengo que no depende la grandeza de los hechos, sino de la relación de los mismos. ¿Y quién ha de referirlos? El historiador, no, pues aunque tenga la endemoniada precisión de saber con exactitud cuántos hoplitas acompañaban a Epaminondas cuando sacudieron a los espartanos en Leuctra, o cuál era el nombre de pila del barbero de Carlomagno, nadie lo lee más que sus colegas cronistas y sus discípulos (los unos por envidia, los otros por obligación). Pero limitaos a dejar hechos y protagonista en manos del poeta, ¿qué pasa entonces? Miradlo: enderézase la nariz torcida, el cuerpo entero llénase de carne, el mal francés tórnase rasguño; hechos oscuros pierden la costra que los priva de brillo y relumbran esplendorosos; al tiempo, todo cobra una musicalidad armoniosamente rimada, donde se pone freno al engreimiento, y la métrica cobra vida, de modo que se fija en la memoria, como «Greensleeves»[8] y nos conmueve el corazón, como las Escrituras.
—Está tan claro como la luz del día —dijo Charles con una sonrisa— que un poeta es de utilidad en el séquito de un príncipe.
—Y lo que es verdad para un príncipe es también verdad tratándose de un notable —prosiguió Ebenezer, animado por su propia elocuencia—. ¿Qué sería Grecia sin un Homero, Roma sin un Virgilio cantando sus glorias?
Los héroes perecen, las estatuas sucumben, los imperios se desmoronan; pero la Iliada se ríe del tiempo, y los versos de Virgilio son hoy tan verdaderos como el día en que fueron compuestos. ¿Quién consigue hacer de la virtud algo aceptable y del vicio algo horrendo sino el poeta? Tan sólo él proporciona ejemplo y precepto al mismo tiempo. ¿Quién sino él moldea la naturaleza hasta adaptarla a su imaginación y pinta a los hombres mejores o peores según convenga a su intención? Canta como el verso lírico, elogia como el panegírico, llora como el elegiaco, hiere como el hudibrástico; ¿qué es?
—Nada que yo sea capaz de nombrar —dijo Charles—, y además, ya me habéis convencido por completo de que el amigo más útil del hombre, así como su más temible enemigo, es el poeta. Ahora, señor mío, os ruego excuséis más preámbulos y me expongáis llanamente lo que queréis.
—Muy bien —dijo Ebenezer, plantando el bastón entrambas rodillas y asiendo con firmeza el mango—. ¿Diríais vos, señor, que Maryland puede presumir de exceso de poetas?
—¿Exceso de poetas? —repitió Charles, pensativo, aspirando el humo de su pipa—. Bueno, ya que me lo preguntáis, creo que no. No, de buena fe, debo confesar, entre nous, que no se da un exceso de poetas en Maryland. Ni muchísimo menos. Vamos, aunque recorriera de arriba abajo una zona tan extensa como la ciudad de Saint Mary una tarde de mayo, no hallaría ni rastro de un poeta, tanto escasean.
—Lo que suponía —dijo Ebenezer—. ¿Llegaríais incluso al extremo de suponer que me resultaría difícil, aunque lo intentara, una vez establecido en Maryland, dar con cuatro o cinco colegas plantadores con quienes fuera posible echarse unos versos o intercambiar unas rimas?
—No es imposible —admitió Charles.
—Lo que me había figurado. Y ahora, señor, si se me permite: ¿Sería simple y vulgar vanidad y presunción por mi parte suponer que bien pudiera ser yo el poeta primero y principal, sin precedentes, genuino y original que pone pie en el suelo de Terra Mariae? ¿El primero que rinde pleitesía a la musa de Maryland?
—No está en mi ánimo negar —replicó Charles—, que de existir tal fémina como esa musa de Maryland de la que habláis, su virginidad bien pudiera ser para vos.
—¡Por mi fe! —exclamó Ebenezer, gozoso—. ¡Fijaos bien! ¡Una provincia, un pueblo entero… sin nadie que les cante! ¡Qué cantidad de hechos olvidados, de hombres y mujeres galantes que se han perdido en los recovecos del tiempo! ¡Por los clavos de Cristo, me entra vértigo! ¡Arboles talados, ciudades erigidas, toda una nación levantada en tierras salvajes! ¡Fundaciones, luchas, triunfos! ¡Menuda; es trabajo para un Virgilio! Fijaos, milord, pensadlo bien: la noble casa de Calvert, los barones de Baltimore, constructores de naciones, portadores de luz, fructificadores de la tierra baldía. ¡Una casa gloriosa y una historia aún sin música, para delicia del mundo! ¡Cielo santo, es un territorio virgen!
—Muchas son las cosas buenas que se pueden decir de Maryland —convino Charles—. Pero hablando llanamente, mucho me temo que las vírgenes escasean por allá tanto como los poetas.
—¡No os burléis, os lo ruego! —imploró Ebenezer—. ¡Sería una composición épica como jamás se ha escrito ninguna! ¡La Marylandíada, por mi fe!
—¿Cómo, cómo? —Pese a su tono de chanza, Charles se había ido poniendo progresivamente serio a lo largo del exabrupto de Ebenezer.
—¡La Marylandíada! —repitió Ebenezer, y declamó, como si estuviera leyendo una página titular—: Una obra épica que acabará con todas las obras épicas: la historia de la casa principesca de Charles Calvert, lord Baltimore y lord propietario de la provincia de Maryland, en la cual se refiere la heroica fundación de dicha provincia. El valor y perseverancia de sus colonos, batallando contra la naturaleza bárbara y los temibles salvajes, para rescatar su territorio inculto y transformarlo en un paraíso terrenal. La majestad y discernimiento de sus propietarios, quienes, cual jardineros reales, mimaron las tiernas semillas de la civilización en tan rudo suelo plantadas, tratándolas y cultivándolas para que fructificara una Maryland de belleza que no cabe describir; verde, fértil, próspera y culta; poblada por hombres valerosos y mujeres virtuosas, por gentes sanas, hermosas y refinadas: una Maryland, en fin, de pasado esplendoroso, presente majestuoso y futuro glorioso, la joya que más reluce en la bella corona de Inglaterra, poseída y gobernada, para beneficio de ambas, por una familia que nada tiene que envidiar a ninguna otra de las que figuran en los anales de la historia del mundo universal, todo ello, en rima heroica, impreso en lino, forrado en piel de becerro, estampado de oro… —al llegar aquí Ebenezer se inclinó, dando un sombrerazo— y dedicado a Vuestra Señoría.
—¿Y firmado? —preguntó Charles.
Ebenezer se puso en pie y le dedicó una sonrisa beatífica a su anfitrión, una mano en el bastón y la otra en la cadera.
—Firmado Ebenezer Cooke, Gentilhombre —contestó—, Poeta Laureado de la provincia de Maryland.
—Ah —dijo Charles—, o sea que Poeta Laureado; eso sería darle un poco más de aire a vuestro nombre.
—Vos pensad tan sólo en cómo redundaría en beneficio de Vuestra Señoría —le instó Ebenezer—. El nombramiento probaría de un solo golpe vuestra autoridad y la gracia de vuestro gobierno, pues le conferiría a la provincia el sabor de un reino y el refinamiento de una corte el hecho de tener un auténtico Poeta Laureado que cantara sus alabanzas y esculpiera en verso sus grandes momentos; y por lo que se refiere a la Marylandíada en sí, inmortalizaría a los barones de Baltimore y los convertiría a todos en Eneas. Más aún, pintaría a la provincia de hoy con tan vivos colores que las mejores familias de Inglaterra se sentirían tentadas de establecerse allí; incitaría a los habitantes a ser industriosos y virtuosos, a fin de hacer realidad el cuadro que yo pintara; en resumen, ayudaría a realzar las cualidades y el valor de la colonia, y así, en la misma medida, le conferiría nobleza, poder y riquezas a quien la posee y gobierna. ¿Verdad que sería una formidable sucesión de acontecimientos?
Al oír aquello, a Charles le dio tal ataque de risa que se le atragantó el humo de la pipa, llenándosele los ojos de lágrimas, hasta el punto de que casi se le cae la peluca; fue preciso que dos criados personales, que se hallaban cerca de él, le dieran vivos golpes en la espalda, a fin de que recobrara la compostura.
—¡Pardiez! —exclamó por fin, enjugándose las lágrimas con un pañuelo—. ¡En verdad que tal empresa enriquecería y ennoblecería al gobernador de Maryland! ¡Lamento deciros, señor poeta, que ese señor ya tiene un Poeta Laureado que le canta! No es posible añadir nobleza a la que ya tiene; y en lo tocante a enriquecerlo, creo haber contribuido personalmente a ello, y bastante. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué decís? —preguntó Ebenezer, totalmente desconcertado.
—Mi buen amigo, ¿es que nacisteis ayer? ¿No sabéis nada de la verdadera situación del mundo?
—¡Lo cierto es que se trata de vuestra provincia! —exclamó Ebenezer.
—¡Lo cierto es que se trataba de mi provincia! —corrigió Charles, sonriendo torvamente— y que los barones de Baltimore fueron los verdaderos y absolutos lores propietarios ininterrumpidamente desde el día que empezó a figurar en los mapas hasta hace tan sólo tres años. Aún percibo mis rentas por retiro y una cantidad ínfima por derechos portuarios, pero en cuanto a lo demás, señor, es hoy día propiedad del rey Guillermo y de la reina María, y no mía. ¿Por qué no le formuláis vuestra propuesta a la Corona?
—¡Santo cielo, no sabía nada de esto! —dijo Ebenezer—. ¿Puedo preguntaros por qué causa dejó Vuestra Señoría de gobernarla? ¿Fue acaso porque deseabais pasar apaciblemente el atardecer de vuestra vida? ¿O fue por ventura vuestra inquebrantable devoción a la Corona? ¡Albricias, qué largueza de carácter!
—¡Basta, basta —exclamó Charles, que ya volvía a agitarse de regocijo—, de lo contrario tendré que volver a llamar a mi criado para recuperarme con sus golpes! ¡Ji! ¡Ja! —suspiró profundamente y se golpeó el pecho con el dorso de la mano. Cuando hubo recuperado el control de sí mismo dijo—: Veo que estáis completamente in albis por lo que se refiere a la historia de Maryland, y que os disponéis a sumergiros en un lugar sin conocer detalles ¡ni pormenores, ni quién es quién, ni qué hace allí! Vinisteis para hacerme un favor, según decís, y, ¡vive Dios!, para enriquecerme y ennoblecerme•, muy bien, pues entonces permitidme que a cambio os haga yo a vos una merced, la cual puede que algún día os sirva para evitar perder otra hora como hoy. Con vuestro permiso, señor Cooke, haré para vos un breve bosquejo de la historia de Maryland, que, como el regalo de un salvaje, fue primero donada y luego arrebatada. ¿Queréis oírla?
—Es para mí un placer y un honor —repuso Ebenezer, que, no obstante, estaba demasiado alicaído como para disfrutar en demasía de una lección de historia.