Cuando hubo terminado de revisar su poema, Ebenezer lo dejó en la mesilla de noche, se desvistió, se acostó y al poco tiempo cayó en el sueño que había interrumpido la visita de Joan Toast, pues los acontecimientos del día le habían fatigado bastante. Pero una vez más volvía a ser el suyo un sueño agitado (en esta ocasión no era la desesperación, sino su ánimo alterado lo que le inquietaba) que, como antes, duró poco: llevaba entre las sábanas una hora escasa cuando lo volvieron a despertar unos golpes estentóreos en la puerta, a la que se le olvidó echar el pasador tras la partida de Joan.
—¿Quién es? —dijo a voces—. ¡Bertrand! ¡Alguien llama!
Antes de que pudiera encender una luz, sin siquiera haberse levantado de la cama, abrieron la puerta con brusquedad y entró en la habitación, linterna en mano, John McEvoy. Se detuvo junto a la cama y acercó la luz al rostro de Ebenezer. Bertrand, al parecer, dormía, pues no hizo aparición, lo que causó una ligera inquietud a Ebenezer.
—Mis cinco guineas, si tenéis la merced —demandó McEvoy con calma, extendiendo la otra mano.
Al punto, Ebenezer rompió a sudar copiosamente, si bien logró preguntar roncamente, desde el lecho:
—¿Cómo es que os debo dinero? No logro recordar haber adquirido nada de vos.
—No hacéis más que probar vuestra ignorancia del mundo —aseveró McEvoy—, pues el primer principio de la prostitución dice que lo que el hombre compra de la puta no es tanto el culo como su voluntad y su tiempo; cuando alquilan a mi Joan no es asunto suyo ni mío el uso que hagan de ella, mientras se pague la tarifa. Si da la casualidad de que vos preferís hablar en vez de holgar, me parece de idiotas, pero tenéis derecho a hacer el idiota, si es lo que os place. ¡Y ahora, señor, mis cinco guineas!
—Ah, amigo mío —dijo Ebenezer, viniéndoos vagamente a la cabeza la identidad de quien le hablaba—, es preciso que os lo diga, por si Joan no lo ha hecho: ¡estoy perdidamente enamorado de ella!
—Eso da igual, así que pagad la tarifa —contestó McEvoy.
—Eso no puedo —dijo Ebenezer—. El modo mismo en que razonáis sobre el asunto lo descarta. Pues si es cierto, como afirmáis, que lo que convierte a una mujer en puta es el alquiler de su tiempo y de su voluntad, entonces pagaros por el tiempo que Joan pasó aquí sería convertirla en mi puta, pese a que yo no la toqué carnalmente. Y yo no quiero que sea mi puta…, no, ni aunque me torturen. No os guardo rencor, John McEvoy, ni tampoco debéis pensar que soy ruin: tengo oro bastante y no me da miedo desprenderme de él.
—Entonces pagad la tarifa —dijo McEvoy.
—Mi querido amigo —sonrió Ebenezer—, ¿estáis dispuesto a aceptar cinco, mejor dicho, seis guineas mías en calidad de obsequio, sin más?
—Cinco guineas en concepto de tarifa —repitió McEvoy.
—¿A vos qué más os da que yo llame a esa suma regalo en lugar de pago? Tiene el mismo valor en el mercado, os lo garantizo.
—Si da lo mismo —replicó McEvoy— entonces llamadlo tarifa por prostituir a Joan.
—No creáis que a mí me da igual —dijo Ebenezer—. ¡Para mí es muy distinto! Ningún hombre trata de puta a la mujer que ama, y yo amo a Joan Toast como jamás hombre alguno amó a una mujer.
—¡Ya basta! —dijo McEvoy, burlón—. Cuanto decís demuestra que no sabéis absolutamente nada del amor. No penséis que amáis a Joan Toast, señor Cooke: lo que amáis es vuestro amor, y eso es lo mismo que decir que os amáis a vos y no a mi Joan. Pero da igual que la améis o que holguéis con ella, así que pagad vuestra tarifa. Para ningún otro hombre que no sea yo puede ser Joan otra cosa que una puta; soy un hombre celoso, señor, y aunque podéis comprar la voluntad y el tiempo de mi Joan en calidad de cliente, no os está permitido cortejarla como enamorado.
—¡Por todos los demonios que son unos celos de lo más peregrino, a fe mía! —exclamó Ebenezer—. ¡En mi vida oí nada igual!
—Lo que es decir que no sabéis nada del amor —dijo McEvoy.
Ebenezer negó con la cabeza y afirmó:
—No logro entenderlo, santo cielo, hombre, esa criatura divina, esa visión de todo cuanto es bello en la mujer, Joan Toast… ¡Si es vuestra amante! ¿Cómo podéis permitir siquiera que los hombres le pongan los ojos encima, cuanto menos…?
—¿Cuanto menos, cuanto más? ¡Cuán claro está que os amáis a vos mismo y no a Joan! No hay nada de divino en Joan, amigo mío. Es de barro mortal y tiene sus defectos, como todo el mundo. Y en cuanto a esa visión de que habláis, será la visión lo que amáis, no la mujer. No puede ser de otro modo, pues ninguna de vuestras mercedes conoce a esa mujer, sólo yo.
—¡Y aún así queréis ser su alcahuete!
McEvoy se rio.
—Voy a deciros algo sobre vos mismo, Eben Cooke, y puede que lo recordéis de tarde en tarde: no sólo no sabéis nada del amor, ¡no sabéis nada del mundo concreto y real! Os fallan los sentidos; vuestra imaginación bulliciosa os engaña y os llena la cabeza de imágenes insensatas. Las cosas no son lo que parecen, amigo; el mundo es una madeja enredada y hay muchos más nudos de los que suponéis. No entendéis nada de la vida: no diré más.
McEvoy sacó un documento del bolsillo y se lo entregó a Ebenezer.
—Leedlo deprisa y pagad vuestra tarifa.
Ebenezer desdobló el papel y lo leyó con consternación creciente. El encabezamiento rezaba: Al caballero Andrew Cooke segando, y comenzaba así:
Muy señor mío:
Es mi desdichado deber llamar vuestra atención sobre ciertos asuntos lamentables relacionados con el comportamiento de vuestro hijo Ebenezer Cooke…
La nota proseguía diciendo que Ebenezer se pasaba los días y las noches en tabernas, cafés y teatros, bebiendo, yendo de putas, y escribiendo aleluyas, y que no estaba haciendo esfuerzo alguno por procurarse un puesto de provecho para sí, como se le había indicado. Concluía así:
Pongo en vuestro conocimiento tan deplorable estado de cosas no sólo porque tenéis derecho, en tanto que padre del joven Cooke, a saberlo, sino también porque el joven en cuestión ha añadido a sus otros vicios el de atraer jovencitas hasta su dormitorio mediante engaños, prometiéndoles una remuneración generosa, para luego no satisfacer pago alguno.
Como agente de una de las jóvenes defraudadas, resulto ser acreedor del señor Cooke por la suma de cinco guineas, cuya deuda él se niega a honrar pese a que se le han dirigido las súplicas más razonables. Tengo la seguridad de que, en tanto que padre del caballero en cuestión, estaréis interesado en el saldo de esta deuda, bien sea directamente, satisfaciendo la tarifa de la joven, bien indirectamente, convenciendo a vuestro hijo de que salde la deuda antes de que el asunto se vea revestido de una mayor notoriedad. En espera de una comunicación vuestra concerniente a este asunto, queda muy humildemente a vuestra disposición.
Vuestro Seguro Servidor
John McEvoy
—¡Por los clavos de Cristo, esto es mi ruina! —murmuró Ebenezer cuando hubo terminado de leer.
—Si se echa al correo, sí —convino McEvoy—. Pero si pagáis la tarifa, vuestra es para que la destruyáis. De lo contrario, tengo la intención de echarla al correo inmediatamente.
Ebenezer cerró los ojos y suspiró.
—¿Es que esto tiene tanta importancia para vos? —dijo McEvoy, sonriendo.
—Sí. ¿La tiene para vos?
—Sí. Tiene que ser dinero de puta.
Ebenezer divisó su poema a la luz de la linterna. Sus facciones iniciaron el baile acostumbrado y luego, calmándose, se volvió hacia McEvoy.
—No puede ser —dijo—. Es mi última palabra. Echad al correo vuestra carta delatora, si esa es vuestra voluntad.
—Así lo haré —afirmó McEvoy, y se levantó, dispuesto a irse.
—Y adjuntad esto, haced el favor —añadió Ebenezer. Arrancando la firma: Ebenezer Cooke, Gentilhombre, Poeta Laureado de Maryland, le entregó el poema a McEvoy.
—¡Cuánto valor! —dijo el visitante sonriendo al tiempo que le echaba una ojeada al poema—. ¿Esto qué es? ¿Y Fedra al dulce Hipólito, hijo de su corazón? ¿Rimáis Endimión con corazón?
Ebenezer hizo caso omiso de su crítico:
—Por lo menos refutaré vuestra acusación de que escribo aleluyas —dijo.
—Endimión con corazón —repitió McEvoy, haciendo una mueca—. ¿Que lo refutará, decís? ¡Santo cielo, señor, lo confirmará, dejándolo fuera de toda duda! Si yo estuviera en vuestro pellejo, pagaría mi tarifa de puta, cogería carta, Endimión y corazón y lo echaría todo al fuego —le devolvió el poema a Ebenezer—. ¿No queréis reconsiderarlo?
—No.
—¿Estáis dispuesto a ir a Maryland por una puta?
—¡Yo no cruzaría ni la calle por una puta —dijo Ebenezer con firmeza—, pero estoy dispuesto a cruzar el océano por un principio! Para vos es posible que Joan Toast sea, una puta; para mí es un principio.
—Para mí es una mujer —contestó McEvoy—. Para vos es una alucinación.
—¿Qué clase de artista sois —dijo Ebenezer con desdén—, que no sois capaz de ver el amor descomunal que me inflama?
—¿Qué clase de artista sois vos —replicó McEvoy— que no sois capaz de ver a través del mismo? Y además, ¿es verdad que sois virgen, como jura Joan Toast?
—Y poeta —declaró Ebenezer, nuevamente sereno—. Ahora idos y haced lo que os plazca. ¡Haced todo el mal que podáis!
McEvoy se rascó la nariz, divertido:
—De acuerdo —prometió, y se fue, dejando a su anfitrión en la más completa oscuridad.
Ebenezer había permanecido en la cama a lo largo de toda la conversación, al menos, por tres razones: primera, tras la partida de Joan se había retirado llevando por todo camisón nada más de abrigo que su propia piel blancuzca, y, no tanto por mojigatería como por timidez, se resistía a aparecer desnudo delante de otro hombre, aunque fuera su criado, bien que no siempre (como se verá) delante de una mujer; segunda, aun cuando no se hubiera dado el caso anterior, McEvoy le había brindado escasas posibilidades de levantarse; y tercera, Ebenezer tenía la mala suerte de que su sistema nervioso y su facultad de razonar operaban tan independientemente el uno de la otra como dos londinenses de temperamento radicalmente distinto que casualmente habitan en la misma casa de huéspedes, pero que van cada uno por su lado, en perfecta ignorancia del vecino: a pesar de su firme actitud, tanto por lo que respecta a Joan Toast como a las esencias que acababa de descubrir dentro de sí, cualquier emoción fuerte tendía a empaparlo en sudor, privarle de músculos, cuando no de voz, y hacerle sentirse mareado. Aunque hubieran concurrido la determinación y la oportunidad, habría sido muy difícil que Ebenezer hubiera logrado incorporarse.
Las sábanas estaban empapadas de sudor; él tenía el estómago revuelto. Cuando McEvoy se fue, Ebenezer saltó de la cama con la intención de echarle el cerrojo a la puerta por si había más visitas, pero nada más alzarse erecto le sobrevinieron náuseas y tuvo que cruzar corriendo la habitación, en busca de la silla-retrete. En cuanto fue capaz, se vistió el camisón y llamó a Bertrand, que esta vez apareció casi de inmediato, con bata y sin peluca. Llevaba en una mano la vela y en la otra la pesada palmatoria de estaño.
—Ya se ha ido ese sujeto —dijo Ebenezer—. Me da seguridad verte aparecer. —Sintiendo aún debilidad en las rodillas, se sentó ante el escritorio y hundió la cabeza entre las manos.
—¡El tipo ese ha tenido suerte de no haber perdido los nervios! —dijo Bertrand, blandiendo torvamente la palmatoria.
Ebenezer sonrió.
—¿Tenías intención de golpear la pared para que se callara en caso contrario?
—¡Su arrogante mollera, señor! Estuve todo el rato apostado ante vuestra puerta por miedo de que se os echara encima, y sólo entré en mi habitación de un salto cuando salió, por miedo de que me viera.
—¡Y tanto que por miedo! ¿No oíste que te llamaba?
—Confieso que no, señor, y os pido perdón por ello. Si él hubiera llamado abajo, como es propio de un caballero, no me hubiera burlado, teniendo en cuenta la intención que traía, os lo juro. Vuestra voces me despertaron y cuando cogí el hilo de la conversación no me atreví a entrar por miedo a parecer entrometido, ni a irme, por miedo a que os atacase.
—¡Por el amor de Dios, Bertrand! —dijo Ebenezer—. ¡Eres el auténtico criado modelo! ¿Entonces lo oíste todo?
—Nada más lejos de mi intención que escuchar a escondidas —protestó Bertrand—, pero no era fácil evitar coger el meollo. ¡Menudo alcahuete, estafador y sinvergüenza está hecho, pedir cinco guineas por una ramera con la que no pasasteis ni dos horas! ¡Por cinco guineas yo os podría llenar la cama de furcias!
—No, no es ninguna estafa; McEvoy es un hombre tan honrado como yo. Fue una colisión de principios, no un regateo del precio. —Ebenezer fue a coger una bata—. ¿Quieres encender la chimenea, Bertrand, y preparar té para los dos? Tengo pocas esperanzas de dormir esta noche.
Bertrand encendió la lámpara con su vela, echó leña al hogar y avivó las ascuas de la rejilla.
—¿De qué modo os puede causar daño ese canalla? —preguntó—. ¡No es nada probable que un chulo de puta llegue a entablar un pleito!
—No necesita los tribunales para nada. Se trata sencillamente de hablarle a mi padre del asunto y a Maryland que me mandan.
—¿Por un simple asunto con una fulana, señor? ¡Pardiez, vos no sois un niño ni el amo Andrew un clérigo! Os ruego me disculpéis, señor, pero vuestro hogar paterno no es ningún convento papista, si me permitís decirlo. Allí pasan muchas cosas de las que ni la señorita Anna ni vos sabéis nada, ni tampoco la vieja Twigg, por más que mete la nariz en todas partes.
Ebenezer frunció el ceño:
—¿Cómo, cómo? Pero, por el amor de Dios, ¿se puede saber de qué hablas, hombre?
—No, no, ahorraos la cólera; maldita sea, vuestro padre merece todos mis respetos, señor. No quería dar a entender nada, excepto que el amo Andrew es un hombre natural, no sé si me seguís, como vos y como yo; un tipo con ganas, pese a su edad —sin ánimo de ofender—; lleva mucho tiempo viudo. Los criados, de vez en cuando, vemos cosas, señor.
—Los criados ven poco y se imaginan mucho —dijo Ebenezer con aspereza—. ¿Estás insinuando que mi padre va de putas?
—¡Santo cielo, señor, nada de eso! El amo Andrew es un gran hombre, honrado por ende, y me siento orgulloso de que haya depositado su confianza en mí durante tantos años. No es casualidad que me haya elegido a mí para que viniera a Londres con vos, señor: en el pasado le he gestionado asuntos de cierta trascendencia, de los cuales la señora Twigg, pese a todo el pisto que se da, ni se enteró.
—Escúchame un momento, Bertrand —le pidió Ebenezer con interés—, ¿estás diciendo que has sido el alcahuete de mi padre?
—No volveré a hablar más de ello, señor, si no os importa, pues parece que estáis de mal humor e interpretáis mal mis palabras. Yo lo único que quería decir, ni más ni menos, es que de hallarme en vuestro lugar no le pagaría ni un céntimo a ese canalla por más cartas que mande a vuestro padre. El hombre que diga que jamás ha pagado por yacer con una mujer, necesariamente ha de ser marica o castrato, si es que no es un embustero, y el amo Andrew no es ninguna de las tres cosas. Dejad a ese bribón decir que tenéis ese vicio; yo estoy dispuesto a jurar solemnemente que es la primera vez que vais de putas, que yo sepa. No es ninguna deshonra. —Bertrand le dio a Ebenezer una taza de té y él se quedó de pie junto al fuego, bebiendo la suya.
—Puede que no, aun cuando fuera cierto.
—De eso estoy seguro —dijo Bertrand, ganando confianza—. Estuvisteis con una fulana, cosa que hubiera podido hacer cualquiera, y sanseacabó. Su chulo pedía más de lo que valía ella, así que lo mandasteis con viento fresco. Yo os aconsejaría que no le pagarais ni un penique por todo el trajín con su fulana, y seguro que el amo Andrew estaría de acuerdo conmigo.
—Es posible que no me oyeras bien a través de la puerta, Bertrand —dijo Ebenezer—. No holgué con la moza.
Bertrand sonrió.
—Ah, entonces fue una postura bastante inteligente la que adoptasteis frente al chulo, considerando que os despertó sin daros tiempo a pensar; pero al amo Andrew no se la pegáis con eso.
—¡Pero si es la pura verdad! Y aunque lo hubiera hecho, no le pagaría ni medio penique. Amo a esa muchacha y no estoy dispuesto a comprarla en calidad de puta.
—Bueno, eso es todo un toque de grandeza —afirmó Bertrand—. ¡Es digno de la espada más inteligente de Londres! Pero hablando en calidad de consejero vuestro…
Bertrand, incómodo, se movió:
—Sí, señor; es una manera de hablar, ya entendéis. Como dije antes, me enorgullezco de haber merecido la confianza de vuestro padre…
—¿Es que mi padre te ha enviado como institutriz? ¿Le pasas informes de lo que hago?
—¡No, no! —dijo Bertrand, tranquilizador—. Sólo quería dar a entender, como dije antes, que evidentemente no es ninguna casualidad que me asignara a mí y no a otro para vuestro servicio, señor. Tengo para mí, y me llena de orgullo, que es una prueba de la fe que tiene en mi juicio. Yo sólo quería decir que fuisteis inteligente al decirle al alcahuete que estabais enamorado de su fulana y no estabais dispuesto a rebajarla; pero si le repetís el cuento al amo Andrew sería conveniente aclarar que se trataba sólo de una estratagema, a fin de no alarmarlo.
—¿No te lo crees? ¿No crees que soy virgen?
—¡Qué gran bromista sois, señor! Lo único que me pregunto es si vuestro padre entenderá la chanza.
—Veo que no estás demasiado convencido —dijo Ebenezer, moviendo la cabeza—. Supongo que da igual. A fin de cuentas no es el asunto de las cinco guineas el que me va a arruinar, sino el otro.
—¿Otro? ¡Madre mia, menudo sinvergüenza!
—No, no, no se trata de otra mujer, sino de otro asunto. Tal vez te interese, en calidad de consejero mío. La carta delatora de McEvoy habla de mi posición en la empresa de Peter Paggen, posición que no ha mejorado en estos cinco años.
Bertrand dejó su taza.
—Querido señor mío, pagadle a ese canalla las cinco guineas.
Ebenezer sonrió:
—¿Qué? ¿Permitir que ese desgraciado me cobre de más?
—Tengo dos guineas guardadas, señor; en una botonera que tengo en el baúl. Vuestras son, para ayudar en la deuda. Pero dadme permiso para que vaya corriendo a pagarle antes de que eche al correo su sucia carta.
—Tu caridad me colma de alegría, Bertrand, y tu preocupación, también, pero el principio sigue siendo el mismo. No pagaré.
—Diantre, señor, entonces no me queda más remedio que acudir a un judío para que me preste las otras tres guineas y hacerme yo cargo del pago, aunque se quede el hígado y los ojos en prenda. ¡El amo Andrew pedirá mi cabeza!
—De nada te serviría. Lo que McEvoy quiere no son cinco guineas, sino cinco guineas de mi mano en concepto de tarifa de puta.
—¡Si es así, a fe mía que estoy perdido!
—¿Y eso?
—Cuando el amo Andrew se entere de lo mal que habéis seguido sus directrices, seguro que me despide, a fin de castigaros. ¿Qué consuelo le queda al consejero? Si las cosas van bien es el pupilo quien se lleva las alabanzas; si van mal, la culpa es del consejero.
—En verdad que es un oficio desagradecido —dijo Ebenezer, solidarizándose; después, bostezó y se estiró—. Vámonos a hacer balance de esta noche durmiendo. Tu conversación es un somnífero prodigioso.
Bertrand no dio muestras de comprender aquel comentario, pero se levantó, dispuesto a irse.
—¿Entonces preferís que me despidan antes que pagar la deuda?
—Mucho dudo que despidan a tan inapreciable consejero —repuso Ebenezer—. A lo mejor mi padre te manda a Maryland conmigo, para que me aconsejes.
—¡Por todos los demonios, señor! ¡Estáis de broma!
—¡De eso nada!
—¡Maldición! ¡Perecer a manos de los salvajes!
—Ah, si es por eso, para luchar con ellos, dos mejor que uno. Ahora, buenas noches.
Y diciendo esto, mandó al aterrorizado Bertrand a su habitación y él intentó conciliar el sueño. Pero su fantasía estaba demasiado ocupada con diferentes versiones de la inminente confrontación que iba a tener lugar entre su padre y él (versiones cuyos detalles Ebenezer modificaba con el cuidado y desapasionamiento propios del artista) como para permitirle algo distinto de una somnolencia desasosegada.
Lo cierto es que al final no hubo confrontación alguna, pese a que desde Saint Giles hasta donde vivía Ebenezer había sólo un cómodo paseo en coche. Avanzada la tarde del segundo día después de la amenaza de McEvoy, llegó un mensajero a la habitación de Ebenezer (de donde éste, que había abandonado totalmente a Peter Paggen, apenas se había atrevido a salir desde hacía dos días), portando doce libras en metálico y una breve misiva de Andrew:
Hijo mío: Se dice con razón que los hijos son garantía de preocupaciones mas no de satisfacciones. Baste decir que me he enterado de tus inclinaciones viciosas; no quiero mancillarme siendo testigo directo. Te ordeno bajo pena de desheredarte y renegar de ti total y absolutamente que te embarques con destino a Maryland en el buque Poseidón, que zarpará para efectuar la travesía entre Plymouth y Piscataway el día 1 de abril; una vez allí sigue inmediatamente viaje al Puntal de Cooke, para hacerte cargo del gobierno de Malden. Es mi intención residir por vez postrera en las plantaciones, puede que dentro de un año, y para entonces espero encontrar a Malden próspera y a mi hijo regenerado: que sean un legado digno de heredar y un heredero digno de recibirlo. Es tu última oportunidad.
Tu padre
A Ebenezer la carta le dejó más paralizado que asustado, pues había vaticinado un ultimátum así.
—¡Madre mía, pero si sólo falta una semana! —pensó alarmado. La idea de abandonar a sus camaradas, justamente cuando había logrado determinar cuál era su propia esencia y se sentía en condiciones de empezar a gozar de su compañía, le afligía bastante; la atracción fugaz que las colonias hubieran podido ejercer sobre él se desvaneció ante la perspectiva de ir allí de verdad.
Le enseñó la carta a Bertrand.
—Ah, lo que yo pensaba: vuestros principios han acabado conmigo. No veo aquí que se me convoque a mi antiguo puesto de Saint Giles.
—Puede ocurrir todavía, por medio de otro mensajero.
Pero el criado se mostraba desconsolado.
—¡Voto a tal! ¡Volver con la vieja Twigg! Casi prefiero enfrentarme a los indios salvajes.
—No quiero verte sufrir por mi causa —afirmó Ebenezer—. Te pagaré tu sueldo de abril y hoy mismo puedes empezar a buscar otro empleo.
El sirviente parecía incapaz de dar crédito a tanta generosidad.
—¡Bendito seáis, señor! ¡Sois un caballero de la cabeza a los pies!
Ebenezer le mandó ir y volvió a su problema ¿Qué iba a hacer? La mayor parte de aquel día se la pasó examinando con inquietud los diversos rostros que reflejaba el espejo cuando se miraba; la mayor parte del día siguiente se la pasó componiendo estrofas a la Tristeza y a la Melancolía, a la manera de Il Penseroso (si bien sus composiciones eran más breves e, intencionadamente, el impacto que causaban, de un orden diferente); el tercer día se lo pasó en la cama, levantándose sólo para alimentarse y aliviarse. Rechazó varias veces los servicios de Bertrand. Se operó un cambio en él: no se afeitaba la barba, no se cambiaba los calzoncillos y no se lavaba los pies. ¿Cómo iba a embarcarse con destino a las colonias salvajes e incultas ahora que se sabía poeta y estaba dispuesto a incendiar Londres con su arte? Y, no obstante, ¿cómo desenvolverse por Londres sin ayuda, sin un céntimo, desafiando a su padre a costa de su herencia?
—¿Qué debo hacer? —se preguntaba, tumbado en la cama por cuarto día consecutivo, sin asear. Era una mañana brumosa del mes de marzo, aunque hacía sol y calor; el resplandor neblinoso del exterior le levantaba dolor de cabeza. Las sábanas no estaban limpias, como tampoco, su camisón. El fuego de los últimos tiempos era ceniza y frío. Pasaron las ocho y las nueve, pero Ebenezer no podía resolver levantarse. Tan sólo una vez, como mero experimento, se aguantó la respiración para probar si conseguía provocarse la muerte, pues no veía otra alternativa; pero al cabo de medio minuto se puso a aspirar aire frenéticamente y no volvió a intentarlo. Las tripas le hacían ruido y los esfínteres manifestaban su incomodidad. No se le ocurría ninguna razón para levantarse de la cama ni tampoco para seguir en ella. El reloj marcó las diez y siguió andando.
Hacia mediodía, recorriendo por centésima vez la habitación con la mirada, divisó algo que hasta entonces se le había escapado: un trozo de papel que estaba en el suelo, junto a su escritorio. Lo reconoció, descendió de la cama sin pensarlo, lo cogió y lo miró con los ojos entrecerrados, en medio del resplandor.
Ebenezer Cooke, Gentilhombre, Poeta Laureado…
Faltaba el resto del epíteto, mas, pese a tal pérdida, o puede que a causa de la misma, se adueñó de Ebenezer una resolución tan grata que, al instante, su espíritu recobró el ánimo, borrando la melancolía de los tres días anteriores, igual que el viento de marzo arrástralas borrascas. Sentía un hormigueo en la columna vertebral; tenía el rostro arrebatado. Cayendo sobre un papel de carta, dirigió una salutación sin preámbulos a Charles Calvert, tercer lord Baltimore y segundo lord propietario de la provincia de Maryland. Vuestra Excelencia —escribió con la misma caligrafía segura de hacía unas noches:
Es mi intención embarcarme con destino a Maryland en la nave Poseidón dentro de unos días, al objeto de ocuparme de la heredad de mi padre, denominada Puntal de Cooke, en Dorchester. Vuestra Señoría me haría un gran honor y tal vez a vos no os cause trastorno concederme una audiencia antes de embarcar, a fin de que pueda comentaros ciertos planes mios, los cuales me atrevo a presumir no serán del completo desagrado de Vuestra Señoría, con el fin otrosí de poder saber por medio de la persona más cualificada en qué lugares he de buscar la compañía afín de hombres refinados y de calidad, con quienes poder compartir mis horas de ocio, ocupándonos de las actividades más civilizadas que existen, a saber, la poesía, la música y la conversación, sin las cuales la vida sería salvajismo difícilmente soportable. Queda por tanto respetuosamente a la espera de la contestación de Vuestra Señoría.
Vuestro más humilde y seguro servidor
Ebenezer Cooke
Y después de pensarlo sólo un momento, añadió audazmente, tras su nombre, una única palabra, poeta, considerando que era modestia sin sentido negar u ocultar su verdadera esencia.
—¡Santo cielo! —exclamó para sí, evocando las aguas calmas, en las que recientemente se había estancado—. ¡Otra vez he estado a punto de precipitarme en el abismo! Me da que es un peligro al que soy propenso; es mi Némesis, lo que me diferencia de los demás hombres, del mismo modo que las Furias al pobre Orestes. Así sea: al menos conozco a mis temibles Erinias tal y como son, y podré saber con tiempo que se acercan. Lo que es más —¡gracias Joan Toast!—, ahora sé cómo protegerme de su ataque. —Consultó el espejo y tras varios respingos en falso se hizo la siguiente reflexión—: ¡La vida! Debo hundirme de lleno en la vida, correr a su encuentro, como Orestes corrió al templo de Apolo. ¡Que la acción sea mi santuario, la iniciativa, mi escudo! ¡Golpearé antes de que me golpeen; cogeré a la vida por los cuernos! Patrono de los poetas, que tu templo sea el mundo concreto y real hacia el cual voy corriendo con los brazos abiertos de par en par: que él me guarde del abismo y que mis Erinias, anonadadas por el vértigo de mi carrera, se vean convertidas en dóciles Euménides.
Entonces Ebenezer volvió a leer su carta.
—¡Sí —dijo—, leed y regocijaros, Baltimore! No todos los días recibe, vuestra provincia, la bendición de un poeta. ¡Pero cómo! ¡Si ya estamos a día veintisiete! He de entregarla carta en persona ahora mismo.
Habiendo adoptado tal resolución, Ebenezer llamó a Bertrand y, no encontrándolo en casa, se quitó el camisón maloliente y se aprestó a vestirse por sí mismo. Sin molestarse en importunar a su piel con agua, se puso sus mejores calzoncillos de lino, cortos, sin broches, muy perfumados, y una camisa limpia, blanca, de buena frisa de Holanda, amplia y suave, de tirilla estrecha, manga larga, las muñecas cogidas con una cinta de satén negro, de puños pequeños, con unos calzones sin adornos, de terciopelo negro, ajustados a los muslos y anchos de caja, y luego, unas medias de seda blanca que, siguiendo la última moda, enrolló por encima de la rodilla para que se vieran las ligas de cinta negra que las sujetaban. Acto seguido, los zapatos, que tenían quince días, de cordobán suavísimo, puntera cuadrada, tacón alto y hebilla, con las lengüetas, que tenían forma de arco de Cupido, vueltas del revés a fin de lucir el atractivo forro de color rojo. Respetando tanto la temperatura como la moda del día, dejó el chaleco colgado donde estaba, poniéndose después una casaca de sarga color ciruela forrada de seda gris plata (con los grandes puños vueltos hacia atrás, dejando al descubierto una alternancia de rayas color plata y ciruela), sin cuello, ajustada a los hombros, de faldones amplios, que dejó totalmente desabrochada para que se vieran camisa y corbata. Esta última era de muselina blanca, y en cada extremo estaba rematada por un lazo que pendía; Ebenezer se hizo un nudo holgado, retorció los lazos colgantes como si fueran cuerdas y, cogiendo los extremos, los hizo pasar por el ojal superior izquierdo de su casaca abierta conforme a la moda Steinkirk. Le llegó el turno al espadín con su vaina de cintas, que pendía, a media altura, de un cinturón bien pertrechado, al costado izquierdo; y tras el espadín, la peluca, blanca, de rizos prietos, que Ebenezer empolvó generosamente, ajustándola después con cuidado sobre la coronilla, que en estado natural era tan lisa como un huevo. Ya no faltaba nada, salvo rematar la peluca con el sombrero, que era negro, de corona redonda, ala ancha, adornado con plumas, y calzarse los guantes de cuero, color gamuza, con pespuntes de oro y plata (los guantes eran por la parte superior de encaje blanco, y el forro lo tenían de seda amarilla), empuñar el largo bastón (que tenía lazos de cintas color cereza y blanco, como los de la vaina del espadín); al cabo, Ebenezer contempló tan conseguido acabado en el espejo.
—¡Repámpanos! —exclamó de puro gozo—. ¡Menudo tunante! ¡En garde, Londres! ¡Oh, Vida, adopta un aspecto vital; voy a por ti!
Pero había poco tiempo para admirar el espectáculo: Ebenezer salió corriendo a la calle, contrató los servicios de un barbero y un limpiabotas, comió con apetito y cogió un coche para ir inmediatamente a la casa que Charles Calvert, lord Baltimore, tenía en Londres.