Después de tanto ajetreo lo normal hubiera sido que Ebenezer se pasara varias horas reflexionando, inmóvil, en su habitación. Tenía por costumbre (pues accesos de rigidez como el que le sobrevino en Locket’s no eran nuevos para él), una vez recuperado, sentarse ante el escritorio, espejo en mano, y contemplar fijamente, con mirada inexpresiva, su propio rostro, que sólo se estaba quieto durante aquellos trances. Pero en esta ocasión, aunque sí que efectuó el vis a vis, la cara que contemplaba era cualquier cosa menos algo vacío: por el contrario, en lugar del semblante inexpresivo cual de lechuza que siempre contemplaba, veía ahora un tumulto como de golondrinas revoloteando en torno a una chimenea; así como en otras ocasiones escuchaba en el interior de su cabeza un murmullo cósmico, como si su cráneo fuera una caracola varada, ahora sudaba, se ponía colorado y le sobrevenían, incomprensiblemente, cuarenta sueños distintos. Estudió las orejas que tocara Joan Toast, como si al estudiarlas pudiera volver a sentir en ellas aquel hormigueo, y como no lo conseguía, por más que lo intentaba, reconoció alarmado que ahora aquellas manos le tocaban el corazón.
—¡Oh, Dios! —dijo en voz alta—. ¡Si hubiera aceptado la apuesta!
El timbre viril de su voz lo detuvo. Además, era la primera vez en su vida que hablaba para sí en voz alta, aunque no se sintió turbado.
—¡Si tuviera otra oportunidad —se dijo a sí mismo— no me dolerían prendas, la aprovecharía! ¡Señor, qué agitación han levantado en mí esos ojos! ¡Qué acaloramiento, esos pechos!
Volvió a coger el espejo, compuso el rostro e inquirió: ¿Quién eres ahora, oh, extraño sujeto? Fíjate; te hierve la sangre, veo que tu alma tiembla. ¡Si Joan Toast quiere averiguar a qué sabe un hombre de verdad, aquí es donde puede hacerlo esa muchacha!
Se le ocurrió volver a Locket’s en busca de Joan, por si no hubiera sucumbido a las súplicas de Ben Oliver. Pero, en primer lugar, no le hacía mucha gracia volver a ver a sus amigos tan poco tiempo después de su huida, y en segundo lugar…
—¡Maldita sea mi inocencia! —se lamentó Ebenezer, dando un puñetazo encima de unos papeles en blanco que había en el escritorio—. ¿Qué conocimiento tengo yo de semejantes cosas? ¿Y si se hubiera venido conmigo? ¿Entonces, qué?
—Sin embargo, ahora o nunca —se dijo, lúgubre, a sí mismo—. Esta tal Joan Toast ve en mí algo que jamás ha visto mujer alguna, ni yo tampoco: un hombre como los demás. Y yo creo que ha hecho de mí un hombre, pues ¿cuándo he conversado yo conmigo mismo? ¿Cuándo me he sentido tan poderoso? ¡A Locket’s —se ordenó a sí mismo— o virgen a la tumba!
No obstante, no se levantó, sino que se abandonó a ensueños lujuriosos y complicados, imaginando rescates y agradecimientos, naufragios o epidemias de peste a los que sobrevivían ellos dos; secuestros, fugas y asaltos violentos; y, el ensueño más dulce de todos, en el que alcanzaba gran fama y se mostraba despreocupadamente indulgente. Cuando por fin comprendió que no iba a ir a Locket’s de ninguna manera, sintió un inmenso aborrecimiento de sí mismo y, desesperado, regresó al espejo.
Se calmó al ver el rostro que allí se reflejaba.
—¡Eh, tío raro! ¡Uh! ¡Uh! ¡Oye, yuju, yuju! ¡Fa! ¡La!
Miró de reojo y le hizo muecas al espejo, hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas, y entonces, agotado, hundió el rostro entre sus luengos brazos. Enseguida se quedó dormido.
Transcurrido un tiempo difícil de precisar, llamaron abajo, en el portal, y antes de que Ebenezer estuviera lo bastante despierto como para preguntarse quién sería, abrió la puerta de su habitación su criado, Bertrand, enviado por su padre hacía pocos días. El tal Bertrand era un solterón de cuarenta y muchos años y rostro enjuto a quien Ebenezer apenas conocía, pues Andrew lo contrató cuando él estaba todavía en Cambridge. Llevaba consigo, cuando llegó de la propiedad de Saint Giles, en un sobre lacrado, la siguiente nota de Andrew:
Ebenezer:
El portador de esta nota es Bertrand Burton, sirviente mío desde 1686, y ahora tuyo si lo quieres. Es un individuo bastante diligente, si bien un tanto presuntuoso, y hará de ti un buen hombre si lo mantienes en su sitio. La señora Twigg y él se llevaban mal, hasta tal punto que tuve que elegir entre despedirlo a él o perderla a ella, sin quien no sabría gobernar mi casa. Aun así, considerando que era muy duro despedir sin más ni más a alguien cuyo solo defecto es que, aunque nunca olvida su trabajo, a menudo olvida cuál es su lugar, he resuelto transferirlo de mi servicio al tuyo. Pagaré su salario del primer trimestre; después de eso, si lo quieres, presumo que el puesto que tienes con Paggen te permitirá mantenerlo.
Aunque el sueldo que le pagaba por entonces Peter Paggen, que, por cierto, seguía siendo el mismo de 1688, apenas le llegaba para su propia manutención, Ebenezer, de todos modos, aceptó el servicio de Bertrand, al menos durante los tres meses que no le iba a costar nada. Afortunadamente, la habitación contigua a la suya estaba entonces desocupada, así que Ebenezer acordó con el propietario que Bertrand se alojara allí, donde siempre lo tendría a mano.
En aquel momento entró el criado en la habitación, con gorro y camisón, todo guiños y sonrisas, y dijo:
—Una dama quiere veros, señor. —Y, para gran sorpresa de Ebenezer, hizo pasar a Joan Toast al cuarto.
—Me retiraré enseguida —anunció Bertrand, haciendo otro guiño, y los dejó antes de que Ebenezer se recuperara lo bastante como para protestar. Se sentía sumamente azarado y no poco alarmado de verse a solas con ella, pero Joan, que no estaba turbada ni un ápice, se acercó hasta él, que estaba sentado ante la mesa del escritorio y lo besó levemente en la mejilla.
—No digas ni media palabra —le ordenó, quitándose el sombrero—. Sé bien que llego tarde y te pido perdón.
Ebenezer siguió sentado, mudo, demasiado asombrado como para hablar. Joan avanzó alegremente hacia las ventanas, corrió las cortinas y empezó a desvestirse.
—¡La culpa es de tu amigo Ben Oliver, con sus tres guineas y sus cuatro guineas y sus cinco guineas y sus dos manazas encima de mí, venga a sobarme! Pero no podía subir un chelín por encima de tus cinco guineas, o no quería, y puesto que tú fuiste el primero en ofrecerlo, me he deshecho de ese bestia con la conciencia tranquila.
Ebenezer la miraba fijamente; la cabeza le echaba humo.
—¡Vamos, ven ya, mi vida! —dijo enseguida Joan y se volvió hacia él completamente desvestida—. Pon tus guineas encima de la mesa y metámonos en la cama. ¡A fe mía que hace fresquito! ¡Brrr! ¡Vamos, salta ya! —Saltó ella a la cama y se acurrucó bajo la colcha, recogiéndola alrededor del cuello.
—¡Vamos, ven! —volvió a decir, con un poco más de brío.
—¡Ah, Dios, no puedo! —dijo Ebenezer con el rostro extático y la mirada perdida.
—¿Que no puedes qué? —exclamó Joan, retirando la colcha y sentándose, alarmada.
—No puedo pagaros —declaró Ebenezer.
—¡Que no puedes pagarme! ¿Qué broma es ésta, Eben Cooke? ¡No te burles de mí, después de que he desdeñado a Ben Oliver y sus cinco guineas de oro. Saca ya tu dinero, quítate los calzones y no me gastes bromas!
—No es ninguna broma, Joan Toast —dijo Ebenezer—. No os puedo pagar ni cinco guineas ni cuatro ni tres. No os puedo pagar ni un chelín. Mejor dicho, ni siquiera un cuarto de penique.
—¿Qué? ¿Así pues estás sin blanca? —Lo asió por los hombros, como si fuera a zarandearlo—. ¡Vive el cielo, abre bien esos enormes ojos de vaca para que te los pueda arrancar de las órbitas! ¿Crees que se me puede tomar el pelo así como así? —Sacó las piernas por un lateral del catre.
—¡No, no, señora! —exclamó Ebenezer, postrándose ante ella de rodillas—. No; tengo las cinco guineas y más… Pero ¿cómo tasar lo que no tiene precio? ¿Se puede comprar el cielo sólo con oro? ¡Ah, Joan Toast, no me pidáis que os abarate de ese modo! ¿Acaso Tetis, la de los pies de plata, compartió el lecho con Peleo, padre de Aquiles, a cambio de oro? ¿Creéis vos que Venus y Anquises efectuaron sus trabajos de amor pensando en cinco guineas? ¡No, dulce Joan, no debe el hombre buscar en el mercado los favores de una diosa!
—Que las alcahuetas extranjeras lleven su negocio como les plazca —dijo Joan, algo más calmada—. Son cinco guineas la noche, por esta vez, y se paga antes de jugar. Si te parece barato, alégrate de la ganga: a mí me da lo mismo. ¡Menudo humor se me ha puesto cuando has dicho eso de ni siquiera un cuarto de penique! Casi te salto encima. Vamos, vente ya y reserva tus agudezas para escribir un soneto de amor por la mañana.
—Ah, Dios santo, Joan, ¿es que no queréis ver? —dijo Ebenezer, aún postrado de rodillas—. El ferviente deseo que me inspiráis no tiene por fin la meta vulgar que acaso buscan otros: semejante lascivia la dejo para los simples puteros glotones, como Ben Oliver. ¡Lo que deseo fervientemente de vos no se puede comprar!
—¡Ajá! —dijo Joan, sonriendo—, así que se trata de una cuestión de gustos extraños, ¿no? No lo hubiera adivinado, con la pinta de honrado que te gastas, mas no creas tan luego que es algo descartado. Bien sé yo que hay más de un camino para llegar al bosque, y si no hay que trabajar en demasía ni causa daño duradero, qué demonios, para mí es mera cuestión de precio, señor mío. Explícame tu juego que yo fijaré un precio.
—¡Joan, Joan, no habléis más así! —dijo Ebenezer, sacudiendo la cabeza—. ¿Es que no veis que se me desgarra el corazón? Lo pasado, pasado está: me es insoportable siquiera pensar en ello, cuanto más oírlo de vuestros dulces labios. Querida niña, os juro en este punto que soy virgen, y así como yo acudo a vos puro y sin mácula, así mi espíritu os ve a vos acudir a mí; no habléis de dónde habéis ido antes. ¡No! —dijo admonitorio, pues a Joan se le había abierto la boca de asombro—. ¡No, ni una sola palabra sobre eso, pues ya está hecho y ha pasado! ¡Joan Toast, os amo! ¡Ah, eso os sorprende! ¡Sí, juro por Dios que os amo, y era para declarároslo que os quería aquí! ¡No habléis más de vuestro horrible comercio, pues amo vuestro dulce cuerpo hasta lo indecible y el dulce espíritu que aquél tan bellamente alberga hasta lo inimaginable!
—Eben Cooke, es una broma fuera de lugar que te tildes de virgen —dijo Joan, llena de dudas.
—Pongo a Dios por testigo —juró Ebenezer— de que jamás he conocido carnalmente a mujer alguna hasta esta noche, y que jamás me he enamorado de ninguna.
—Pero ¿cómo puede ser eso? —preguntó Joan—. Pero si cuando yo era un comino de nada, que aún no había cumplido los catorce y era inocente frente a la villanía del mundo, recuerdo que una vez me puse a decir a voces en la mesa que me había venido una extraña pérdida de sangre, preguntando de qué estaba enferma y pidiendo que mandaran rápido a por sanguijuelas. Y todos se rieron e hicieron burlas extrañas, pero nadie me dijo cuál era la causa de aquello. Entonces mi tío Harold, que era joven y soltero, se me acercó aparte, me besó en los labios, me acarició el pelo y me dijo que a mí no me hacía falta una sanguijuela común, puesto que ya estaba perdiendo mucha sangre, y que lo que tenía que hacer cuando cesara la pérdida era acudir a él en secreto, pues tenía en sus habitaciones una gran sanguijuela macho como jamás me había mordido ninguna igual, y cuya virtud consistía en que, por medio de unas dulces infusiones, me haría recuperar lo perdido. Me creí sin dudar todo lo que me contó, pues era mi favorito, más que un tío era un hermano para mí, y por lo tanto no le dije nada a nadie, sino que en cuanto desapareció la maldición que me aquejaba, me fui directamente a su dormitorio, tal como él había prescrito.
»—¿Dónde está la gran sanguijuela macho? —le pregunté.
»—La tengo preparada —dijo él—, pero le da miedo la luz, así que sólo funciona a oscuras. Prepárate tú —dijo— y yo te aplicaré la sanguijuela donde procede.
»—Muy bien —dije yo—, pero tienes que decirme cómo me tengo que preparar, Harold, porque no entiendo nada de sanguijuelas.
»—Desnúdate —dijo— y échate en la cama.
»—Y de aquel modo, alma simple que era yo, me quedé completamente desnuda delante de él y me eché en la cama, como me dijera —yo, una mocosa flacucha, todavía sin pechos ni vello— y él apagó la vela.
»—¡Ah, querido Harold! —exclamé—. Ven y échate en la cama a mi lado, te lo ruego, pues me da miedo el mordisco que me va a dar tu gran sanguijuela en la oscuridad.
»Harold no respondió, sino que enseguida se vino a la cama conmigo.
»—¿Cómo es esto? —dije, al sentir su piel encima de mí—. ¿Es que tú también te vas a poner la sanguijuela? ¿También has perdido sangre?
»—No —rio él— es que es así como se aplica mi sanguijuela. Ya te la tengo preparada, querida niña, ¿estás lista?
»—¡No, querido Harold —dije—, tengo miedo! ¿Dónde me va a morder? ¿Me va a doler mucho?
»—Te morderá donde debe —dijo Harold— y el dolor te durará sólo un momento; después te dará bastante gusto.
»—Ah, bueno —suspiré—, entonces que duela y pasemos al gusto con toda rapidez. Pero, por favor, cógeme de la mano para no gritar cuando me muerda el bicho.
»—No vas a gritar —dijo entonces Harold— porque te besaré.
»—Y al punto me abrazó y me besó con fuerza, tapando con su boca la mía y, mientras nos besábamos, sentí de pronto la temible picadura de la gran sanguijuela macho. ¡Y dejé de ser doncella! Al principio lloré, no sólo por el dolor, del que él me había advertido, sino porque me alarmaba lo que había descubierto sobre la naturaleza de la sanguijuela. Mas, tal y como Harold prometiera, el dolor se esfumó pronto, y su gran sanguijuela macho arremetió picadura tras picadura hasta casi despuntar el sol; para entonces, aunque yo no estaba ni muchísimo menos cansada de sanguijuelear, a mi Harold ya no le quedaba sanguijuela para seguir, sino sólo una pobre cucaracha o una simple hormiga, incapaz de hacer aquella labor y que se escabulló con las primeras luces. Entonces fue cuando aprendí la rara virtud que posee este animal: es como la picadura de una pulga, cuanto más te rascas, más te quieres rascar; así también, una vez me hubo picado aquella criatura, yo sólo deseaba que me volviera a picar más veces, y andaba siempre tras el pobre Harold y su sanguijuela, igual que un comedor de opio tras su redoma. Y aunque desde entonces me han picado sanguijuelas de todas clases y tamaños (ninguna más temible ni más voraz que la de mi buen John), sigo siendo presa de un deseo insaciable, hasta tal punto que todavía me estremezco cuando pienso en la gran sanguijuela macho.
—¡Deteneos, os lo suplico! —imploró Ebenezer—. ¡No soporto oír más! ¡Y encima le llamáis «querido tío» y «pobre Harold»! ¡Ah, el muy bellaco, el muy canalla, engañaros así a vos, que le amabais y confiabais en él! ¡Más que tratamiento hubo aprovechamiento, y donde postró vuestro cuerpo virginal para siempre fue en el lecho de la prostitución! ¡Lo maldigo junto con toda su estirpe!
—Lo dices con regodeo —sonrió Joan—, como alguien a quien le gustaría hacer lo mismo con fuego en la mirada y sudor en el culo, si se encontrara a una niña tan cariñosa como yo. No, Ebenezer, no denuestes a mi pobrecillo Harold, que ya lleva varios años bajo tierra por culpa de unas fiebres que le vinieron de agitarse acaloradamente en alcobas frías. Es lo que yo digo, está en la naturaleza de la sanguijuela el picar y en la de quien tiene sanguijuela el querer picar, y lo que me asombra e intriga, puesto que son tantos los que ansían darle a la sanguijuela y ni la mejor de todas tiene alimento bastante, ¿cómo es posible que la tuya lleve, según afirmas, treinta años sin probar bocado? Pues, qué, ¿no eres más que un holgazán de tomo y lomo? ¿O por ventura perteneces a esa extraña especie que sólo desea a los de su propio sexo? ¡Es algo que no alcanzo a comprender!
—Ni lo uno ni lo otro —replicó Ebenezer—. Soy hombre en espíritu, además de en cuerpo, y mi inocencia no es del todo algo que yo haya elegido. Antes de ahora he estado bastante dispuesto, pero para moler el grano es menester mortero amén de maja; no hay hombre que ejecute solo la danza de las campanillas y hasta esta noche jamás mujer alguna me miró con buenos ojos.
—¡Mi madre! —dijo Joan, riéndose—. ¿Acaso va la oveja tras el carnero o la gallina tras el gallo? ¿Acude por ventura el campo hasta el arado para que éste lo labre, o busca la vaina a la espada para enfundarse? ¡Tú ves el mundo culo arriba!
—Eso lo concedo —suspiró Ebenezer—, mas no sé nada del arte de la seducción ni tengo paciencia para ello.
—¡Bah! ¡No cuesta gran cosa llevarse a una mujer a la cama! Te juro que, en lo tocante a la mayoría, todo lo que ha de hacer el hombre es pedírselo llana y cortésmente, sólo que los hombres no saben hacer eso.
—¿Cómo es posible? —exclamó Ebenezer atónito—. ¿Tan depravadas son las mujeres?
—No —dijo Joan—. No creas que nos apetece a todas un puro y simple meneo, como les pasa siempre a los hombres; para nosotras suele ser un placer, rara vez, una pasión. Sin embargo, entre que los hombres se pasan la vida jadeando detrás de nosotras como sabuesos en pos de una perra salida, y suplicándonos que depongamos nuestra virtud y nos demos un revolcón con ellos, pese a lo cual, si accedemos, nos desprecian por putas y por guarras; entre que nos conminan a ser fieles a nuestros maridos y, no obstante, no pierden ocasión de ponerles los cuernos a sus más íntimos amigos; entre que nos instan a preservar nuestra castidad, y, sin embargo, la asaltan desde todos los ángulos, en todos los callejones, carruajes y salones; entre que se aburren enseguida de nosotras si no nos mostramos fogosas a la hora de holgar, y, sin embargo, nos sermonean por pecadoras si lo hacemos; entre que por un lado se inventan moralejas y por el otro son violadores y, en general, nos predican la virtud al tiempo que tratan de arrastramos al vicio…, entre tanto tira y afloja, digo, las mujeres estamos siempre hechas un lío, confundidas, baqueteadas y divididas entre lo que deberíamos hacer y lo que nos gustaría hacer, y es tan completa nuestra confusión que de un minuto para otro nunca sabemos qué pensar del asunto ni cuánta licencia podemos tomarnos; de modo que si un hombre empieza con el consabido pavoneo, las caricias y los pellizcos, puede que nos lo quitemos bruscamente de encima (si no nos tira al suelo y nos ataca usando de su fuerza física); y si nos deja totalmente en paz, nos sentimos tan felices y aliviadas que no nos atrevemos ni a movernos; pero si alguna vez se diera el caso de que se nos acercara un hombre con ánimo de honesta amistad y nos mirara como a seres humanos, iguales a él, y no como un culo y unas tetas, con ojos que no fueran de semental y, tras charlar cortésmente un rato, nos propusiera holgar cordialmente con él, como quien propone echar una partida de whist (en lugar de invitarnos a jugar al whist con tanta lascivia como si nos estuviera invitando a ir a la cama)…, si alguna vez se diera el caso, digo, de que un hombre aprendiera a hacer una solicitud semejante de semejante manera, el catre se le rompería bajo el peso de mujeres agradecidas y él encanecería antes de tiempo. Pero en realidad eso es algo que jamás sucederá —concluyó Joan—, pues ello significaría recibir a un compañero y no tomar a un vasallo: el hombre no codicia el mero juego, sino la conquista, de lo contrario, los que se dedican a mariposear serían tan raros como la peste, en lugar de ser tan normales como la sífilis. Limítate a pedirlo, Ebenezer, con cordialidad y cortesía, igual que le pedirías un pequeño favor a un buen amigo, y rara vez se te negará lo que pidas. Pero es preciso que lo pidas, de lo contrario, sentiremos un alivio tan grande al ver que no se nos presiona para conseguirlo que las mujeres te pasaremos por alto.
—En verdad —admitió Ebenezer, sacudiendo la cabeza— que jamás hasta ahora había reparado en lo triste que es el destino de las mujeres. ¡Los hombres somos unos seres bestiales!
—¡Ah, bueno! —suspiró Joan—, a mí me trae bastante sin cuidado, menos cuando me da por pensarlo: las putas pierden poco sueño por causa de tales lindezas. A mí mientras me venga un hombre que lleve en la bolsa lo que cobro, huela un poco mejor que un curtidero y me deje en paz al llegar la mañana, no le diré que no ni le dejaré ir descontento de su desembolso. Y los vírgenes me gustan más que a un niño un cachorro recién regalado; les hago ponerse de pie y mendigar mis favores o que se tumben, haciéndose el muerto. ¡Así que no estés más de rodillas y a la cama antes de que te cojas unas cuartanas con la corriente! ¡Te voy a enseñar unos cuantos trucos!
Así diciendo Joan extendió los brazos hacia Ebenezer, y éste, poniéndose súbitamente a sudar y a tropezarse como un ganso, a resultas del conflicto que libraban su ardor y las frías corrientes de marzo en medio de las cuales se había pasado un cuarto de hora arrodillado, la abrazó fervientemente.
—Santo Dios, ¿es eso cierto? —exclamó—. ¿Cabe en verdad un asombro mayor, alcanzar tan de repente lo que se ha estado anhelando sin esperanza como un sueño? ¡Corazón mío, qué aturdimiento! ¡No me salen las palabras! ¡Me fallan los brazos!
—Que no te falle la bolsa —comentó Joan—; el resto déjamelo a mí.
—¡Ante Dios declaro que os amo, Joan Toast! —gimió Ebenezer—. ¿Es posible que sigáis pensando en la sucia bolsa?
—Tú limítate a pagarme mis cinco guineas antes de empezar —dijo Joan—, y después ámame ante Dios o ante los hombres, a mí eso me da igual.
—¡Acabaréis llevándome a la casa de locos con vuestras cinco guineas! —dijo Ebenezer a voces—. ¡Os amo como jamás hombre alguno amó a una mujer, lo juro, y preferiría estrangularos o ser yo mismo estrangulado antes de hacer de mi amor un mero comercio carnal con vuestras condenadas cinco guineas! ¡Seré vuestro vasallo; huiré con vos por las costas de la tierra! ¡Deposito cuerpo y alma en vuestras manos sólo por amor; pero no consentiré en que seáis mi ramera mientras me quede aliento!
—¡Ah, o sea, que a fin de cuentas es todo un fraude y un engaño! —gritó Joan, echando fuego por los ojos—. ¿Crees que a mí se me da el pego con ese lenguaje pomposo y tanta cháchara sobre el amor y la castidad? ¡Te digo que pagues mi tarifa, Eben Cooke, o en este mismo instante me voy para siempre jamás; y vas a maldecir más de una vez tu tacañería cuando se entere de esto mi Johnny McEvoy!
—No puedo —dijo Ebenezer.
—¡Entonces que sepas que te desprecio por canalla y por imbécil! —Joan se levantó de la cama de un salto y echó mano a sus ropas.
—¡Y vos sabed que os amo por ser mi salvadora y mi inspiración! —repuso Ebenezer—. Pues hasta esta noche en que habéis venido a mí, jamás fui hombre, sino un mero patán chocho y un currutaco; y hasta el momento en que os abracé jamás había sido poeta, sino poetastro fatuo y huero. Con vos, Joan, ¿qué proezas no ejecutaré? ¿Qué versos no escribiré? Mejor dicho, si persistiendo en vuestro error me despreciarais y ya jamás volvierais a poner los ojos en mí, os amaría igualmente y de mi amor obtendría fuerza y determinación. Pues es tan fuerte que, aun sin ser correspondido, será capaz de sostenerme e inspirarme; mas quiera Dios daros inteligencia para que lo comprendáis, aceptéis y correspondáis, pues entonces vos, por fuerza, qué digo vos, el mundo escucharía versos tales como jamás se han dejado oír, y nuestro amor se alzaría como ejemplo y modelo para todas las épocas. Despreciadme, Joan, que entonces seré un loco egregio, un don Quijote que se tambalea por causa de su ignorante Dulcinea; pero aquí os desafío (si tenéis la vida y el fuego y el ingenio suficientes) a que me améis sinceramente, como yo os amo a vos, y entonces lucharé contra gigantes de verdad, y los sojuzgaré. Amadme y os juro lo siguiente: ¡Yo seré Poeta Laureado de Inglaterra!
—Me da la impresión de que no hay que esperar para llevarte a la casa de locos —le espetó Joan, abrochándose el vestido—. Y por lo que respecta a mi ignorancia, prefiero ser necia antes que canalla, y con todo, canalla antes que loca, y en verdad que creo que tú eres las tres cosas en el mismo pellejo. Puede que yo sea lo bastante mentecata como para no entender esta pasión grandiosa de la que tantas protestas haces, pero tengo el suficiente sentido común como para darme cuenta de cuándo se me toma el pelo y se me estafa. De esto se entera mi John.
—¡Ah, Joan, Joan! —imploró Ebenezer—. Así pues, ¿sois entonces indigna? Pues yo os proclamo solemnemente que jamás ningún otro hombre os ofrecerá un amor semejante.
—Ofréceme la tarifa que en justicia me corresponde y no le diré ni palabra a John: el resto del ofrecimiento puedes volver a guardártelo en el sombrero.
—Así pues —suspiró Ebenezer, aún transportado—, sí sois indigna. Así sea, si debe ser: no os amo menos por eso ni por los sufrimientos a los que en vuestro nombre daré la bienvenida.
—¡Así cojas el mal francés[7], que entonces sufrirás, grandísimo asno! —replicó Joan y salió de la habitación muy acalorada.
Ebenezer apenas reparó en su partida, tan henchido estaba de amor; daba zancadas febriles por el dormitorio, con las manos entrelazadas por la espalda, cavilando acerca de la profundidad y la fuerza de aquel nuevo sentimiento.
—¿Despierto al mundo tras un sueño de treinta años? —se preguntó—. ¿O es ahora cuando empiezo a soñar? ¡Sin duda alguna, jamás ningún despierto sintió un poder tan vertiginoso ni hombre alguno conoció en sueños una vida tan pletórica! ¡Yupi! ¡Una canción!
Corrió a su escritorio, agarró la plumilla y con poco esfuerzo caligrafió la siguiente canción:
Ni Príamo por la ciudad de Troya asolada,
ni Andrómaca por su terne hijo desolada,
ni Ulises por Penèlope la casta
profesaron, querida Joan, el amor que yo os profeso.
Pero así como Semele premió a Endimión
y Fedra al dulce Hipólito, hijo de su corazón,
por ser él virgen, así yo os ruego, beldad
a la que amo, que améis mi castidad.
Pues no es don avaro mi inocencia,
sino que, dada, desafía toda recompensa.
No es gema vulgar, arrebatada a reluciente tesoro,
sino sublime, que arrancada, no es posible remediar su deterioro.
Pues se guardó mi inocencia, guardadme de la noria
de la vida, del tiempo, de la muerte, de la historia.
Sin ella debo respirar del hombre el aliento mortal ¡Comenzar así una vida de la que ha de ser la muerte su final!
Cuando hubo concluido su composición, escribió al final de la página Ebenezer Cooke, Gentilhombre, Poeta Laureado de Inglaterra, sólo para ver qué tal quedaba, y tras contemplarlo, se sintió satisfecho.
—Ya no es más que cuestión de tiempo —dijo, muy contento—. A fe mía que es raro encontrar un hombre tan sabio que se conozca a sí mismo: de no ser porque me he mantenido firme ante Joan Toast, es muy posible que jamás hubiera hecho este descubrimiento. ¿Puede decirse entonces que tomé una decisión? ¡No, porque no había ningún yo para tomarla! Fue la decisión la que me tomó a mí: una noble decisión, darle más valor al amor que a la lujuria, y si se toma una decisión noble, eso quiere decir que es noble el que la toma. ¿Qué soy yo? ¿Qué soy yo? ¡Virgen, señor mío! ¡Poeta, señor mío! Soy virgen y poeta; menos y más que mortal; ¡no soy hombre, sino la humanidad! Contemplaré mi inocencia como emblema de mi fuerza y prueba de mi vocación: la mujer que sea digna de ella que la recoja de mí.
En aquel preciso instante el criado Bertrand golpeó con suavidad la puerta y entró, candil en mano, sin darle a Ebenezer ocasión de hablar:
—¿Debo retirarme ya, señor? —preguntó y añadió, haciendo un guiño desmesurado—: ¿O va a haber más visitas?
Ebenezer se ruborizó:
—No, no, ve a acostarte.
—Muy bien, señor. Felices sueños.
—¿Cómo, cómo?
Pero Bertrand, tras hacer otro guiño exagerado, cerró la puerta.
—Verdaderamente —pensó Ebenezer—, este tipo es un presuntuoso.
Volvió al poema y lo releyó varias veces con gesto ceñudo.
—Es una joya —reconoció—, pero le falta el toque definitivo…
Lo escudriñó verso a verso; al llegar a «Profesaron, querida Joan, el amor que yo os profeso», se detuvo, arrugó las cejas enormes, apretó los labios, entrecerró los ojos, se dio golpecitos en un pie y se rascó la barbilla con la pluma.
—Hum —dijo.
Después de pensar un poco, hundió el palillero en la tinta y tachó querida Joan, escribiendo en su lugar mi corazón. Entonces releyó todo el poema.
—¡Un toque magistral! —afirmó con satisfacción—. Ahora queda perfecto.