El alcahuete del círculo en que se movía Ebenezer era un ex dublinés enjuto, fuerte y pecoso que respondía al nombre de John McEvoy; contaba veintiún años de edad y no había ido a la escuela; andaba tan sobrado de energía y recursos como escaso de dinero y estatura. Se pasaba los días tumbado en la cama y las noches ejerciendo de proxeneta para sus privilegiados compañeros; avanzada la noche, se dedicaba un buen rato a componer aires para laúd y flauta, y de las cosas mundanas a las que el hombre confiere valor, él sólo estimaba tres: su amante Joan Toast (quien, aparte de puta, era su enamorada y su sustento), su música y su libertad. No era Joan una retozona que costara una corona, sino una hembra que bien valía el oro que cobraba por irse a la cama con ella, como sabían todos los miembros del círculo, excepción hecha de Ebenezer; amaba a su John, pese a ser su puta, y es que jamás es ningún hombre exclusivamente proxeneta, ni mujer alguna únicamente puta. Lo cierto es que daban la impresión de ser una pareja fiel, celosa incluso.
Toda espíritu e imaginación, los ojos castaños y audaces, el cuerpo menudo, los pechos grandes y la piel prieta (si bien, la verdad sea dicha, tenía el cutis algo basto, el pelo nada fino y la dentadura no en óptimas condiciones), era la tal Joan Toast, durante la noche, de quien quisiera darle dos guineas, pudiendo quien lo hacía someterla a cambio a las indignidades que tuviera a bien: ella le devolvía su oro con creces, pues le causaba tanto placer su trabajo que parecía ella quien compraba y él quien vendía; mas al llegar la mañana se tornaba fría cual pez y volvía con su John McEvoy; y si a su amante nocturno se le ocurría meramente guiñarle un ojo al cruzarse con ella a la luz del día, a ése se le acababa Joan Toast para siempre, pagara lo que pagara.
Por descontado que Ebenezer había reparado en ella a lo largo de los últimos años, viéndola a ella y a sus acompañantes ir y venir en el trasiego del puterío, y por lo que se decía en el café, llegó a saber, de segunda mano, con gran detalle, una serie de cosas que, por obra de su desorganización personal, al principio no era capaz de comprender. Cuando, en momentos de virilidad, pensaba algo en ella, la veía como una simple ramera a quien, si algún día se veía lo bastante decidido, sería bonito comprar para que lo iniciara, de una vez por todas, en aquellos misterios. Pues era el caso que, pese a frisar la treintena, Ebenezer seguía siendo virgen, y ello por la razón aducida en los capítulos precedentes: que de persona humana no tenía nada. Era capaz de representarse a cualquier clase de hombre hablando con una mujer (al osado, así como al tímido, al muchachuelo limpio, verde todavía, como al viejo chocho y degenerado, ya gris), y de imaginarse mentalmente los discursos propios de cada uno de ellos bajo circunstancias diversas. Pero siendo así que no se identificaba con ninguno más que con los otros, y que los admiraba a todos por igual, cuando se presentaba la ocasión, Ebenezer era capaz de elegir y representar un papel de entre todos los que se sabía, de modo que siempre acababa ora por dejar pasar la oportunidad, ora —y esto era mucho más frecuente— batiéndose en torpe retirada, confundido, por no decir que siempre lo hacía sobremanera azorado. Así pues, por lo general, las mujeres no lo miraban una segunda vez, y no era porque careciera de atractivo (bien se había fijado él en que algunos de los más grandes seductores tienen cara de cabra y modales de lagarto), sino porque una vez que una mujer había reparado en su físico desgarbado, no le quedaba ya más en qué fijarse.
Ciertamente no hubiera sido nada raro que Ebenezer llegara virgen a la tumba (pues hay urgencias que si no se atienden de un modo, por fuerza han de atenderse de otro, siendo así que la misma mano nudosa que le escribía sus pareados no exigía galanteos para convertirse en su veloz amante), mas aquella noche de marzo de 1694 reparó en él Joan Toast de la siguiente manera: los galanes estaban sentados en círculo, en Locket’s, como tenían por costumbre, bebiendo vino, chismorreando y alardeando de sus conquistas, tanto con respecto a la musa como a otras féminas de menor entidad. Allí estaban Dick Merriweather, Tom Trent y Ben Oliver, ya bastante cargados de vino; John McEvoy y Joan Toast, a la caza del cliente; y Ebenezer, incomunicado.
—¡Ayayay! —suspiró Dick en una tregua de la conversación—. Ojalá viviéramos en un mundo donde la riqueza recompensara al ingenio, pues es el oro el mejor señuelo para hacer caer en la trampa al conejo. Entonces, nosotros, los poetas, seríamos todos unos tramperos temibles.
—No hace falta el oro —replicó Ben—; con que Dios dotara a las mujeres de la mitad de la vista que tienen para proteger sus intereses bastaría. ¿Qué se precisa para ser buen amante sino fuego y fantasía? Por lo que queda claro que de entre los hombres todos, el poeta es el más deseable como amante: si su enamorada posee belleza, él es quien posee la mirada que más se regocija en ella; si no la tiene, él es quien posee la imaginación que mejor puede enmascarar su defecto. Si no le es grata al poeta y éste se deshace de ella en breve, ella al menos ha gozado durante un tiempo de lo mejor que le es dado alcanzar a la mujer; si le es grata, acaso fije él su belleza para siempre en verso, de modo que ni la edad ni la viruela podrán echarla a perder. Y siendo así que los poetas, como clase, son más de desear a este respecto que ningún otro ser humano, por lo mismo debiera ser el mejor poeta el mejor amante; si las mujeres fueran lo bastante avisadas para defender sus intereses, consagrarían la búsqueda del poeta como la labor de su vida, y cuando dieran con él, depositarían trémulas sus favores en su regazo —mejor dicho, en su mismísimo escritorio— y le suplicarían que las mirara benignamente.
—¡Entonces alto ahí! —le dijo Dick a Joan Toast—. Ben dice la verdad, así que eres tú quien me tiene que pagar a mí dos guineas esta noche. ¡Demonios! ¡Si no fuera porque esta semana estoy más pobre que un ratón de iglesia y porque no me queda mucho tiempo de vida, no te iba a salir tan barata la inmortalidad! Mi consejo es que aproveches la ocasión mientras dure. ¡Los poetas no moran durante mucho tiempo en este mundo!
A lo cual respondió Joan, sin acalorarse.
—¡Bah! Si cualquiera de vosotros supiera versificar con la misma facilidad con que habla, o se le diera tan bien holgar con hembra como pavonearse, bueno, vuestros tersos estarían en boca de todo Londres y aceptarían vuestro culo en cualquier cama. ¡Pongo la mano en el fuego! Pero… hablar no cuesta dinero; yo no quiero aplacaros el oído ni el culo a ninguno de vosotros, sólo a mi dulce John, que ni se pavonea ni anda diciendo fanfarronadas por ahí, sino que ahorra palabras para componer melodías y la fuerza la guarda para la cama.
—¡Sí, señor! —aplaudió Ben—. ¡Bien dicho!
—Sólo que mal calculado —agregó John McEvoy, mirando a Joan con el entrecejo levemente fruncido—. No dejes que semejantes sentimientos se interpongan esta noche entre tú y dos guineas, amor mío, de lo contrario tu dulce John no tendrá ni fuerza ni canciones, y lo único que podrá llevar a tu cama mañana por la mañana serán sus tripas rugientes.
—¡Qué narices! —observó Tom Trent sin emoción—. Si el razonamiento de esta dama es correcto, hay uno entre nosotros que es, con mucho, más merecedor de sus favores que tú, John McEvoy, pues si tú dices una palabra por cada dos que decimos nosotros, dices diez por cada una que dice él. Me refiero aquí al amigo Ebenezer, que si es por falta de palabras se le debería considerar el poeta y la picha más eminentes de ésta y de cualquier taberna. ¡John Milton y don Juan Tenorio, en el mismo pellejo!
—En verdad puede que así sea —se pronunció, con cierta solemnidad, Joan, quien, hallándose por casualidad sentada al lado de Ebenezer, le dio una palmadita en la mano.
—Sea como fuere —dijo McEvoy sonriendo—, puesto que no he oído un solo verso suyo, no tengo pruebas de que no sea poeta.
—Ni yo de que no sea lo otro —añadió, avisadamente, Joan—, y son dos cosas que puedo alabar más en él que en ninguno de vosotros. —Luego se ruborizó un poco y agregó—: He de confesar que he oído decir que el matrimonio gordo pero el amor flaco, y es que así como los gordos suelen ser maridos alegres y pacientes, y los largos y huesudos lo tienen largo todo y en la cama son elásticos. No obstante, no tengo pruebas de esto que hablamos.
—Pues entonces, ¡que muera si no las vas a tener! —exclamó Ben Oliver—, porque la longitud no es la única dimensión del espacio. Cuando el asunto que se tiene entre manos es la herramienta del amor, por favor, tengamos en cuenta el tema del diámetro, ya que es el diámetro lo que le confiere peso a la herramienta del amor… Que le llamemos asunto, que lo tengamos entre manos, ¡eso qué más da! Además, buena moza, le seguiré siendo fiel a mi gordura, así como ella me ha sido fiel a mí. Un gallo gordo es el mismísimo diablo cuando anda entre gallinas, eso se suele decir. ¡Las maneja con autoridad!
—Es una cuestión de demasiado peso como para dejarla sin resolver —afirmó McEvoy—. ¿Tú qué piensas, Tom?
—No me interesan los asuntos de la carne —dijo Tom—, pero siempre he reparado en que a las mujeres (al igual que ocurre con los hombres) lo que más placer les causa son las cosas prohibidas, y no hay para ellas conquista más preciada que un cura o un santo. Me hago además la conjetura de que encuentran tal trofeo doblemente dulce, pues, para empezar, es difícil de ganar, y una vez ganado, es algo fresco y poderoso como el coñac añejo, por haber estado tanto tiempo embotellado.
—¿Dick?
—No le encuentro sentido —dijo Merriweather—. Lo que convierte al hombre en amante no es el peso, sino las circunstancias. El más dulce de los amantes, diría yo, es el hombre cuya vida está a punto de concluir y que decide despedirse de este mundo mediante el acto amoroso, pasando al otro en el momento culminante.
—Bien, en ese caso —dijo McEvoy— es vuestro deber para con Inglaterra dar respuesta a esto. Lo que propongo es lo siguiente: que cada uno de vosotros ponga toda la carne en el asador esta misma noche y que Joan le cobre ocho guineas a quien nombre perdedor. De tal modo el vencedor gana gloria para sí y los suyos, y por añadidura, el haber holgado; los perdedores ganan de todos modos el haber holgado —haber holgado, ay, por partida doble—; y mi mujercita y yo salimos ganando que, en vez de mondongo, comemos chuletas por un día. ¿Hecho?
—Por mí, no —dijo Tom—. Es la lujuria una actividad lamentable que convierte al hombre en un animal esclavizado en el momento de abrazar a su amante y en un vegetal dolorido después.
—Por mí, tampoco —dijo Dick—, pues si tuviera ocho guineas me pagaría tres putas y una botella de madeira y me correría una orgía definitiva antes de que mi vida acabara.
—Cielos, nadie quiere, menos yo —dijo Ben—, y de buen grado, por demás, pues en estos dos últimos meses tu Joan Toast no ha recibido nada del buen Ben.
—Ni quiero volver a recibir nada más —juró alegremente Joan—, pues no eres más que una sudadera pestilente, sí, señor. Valdrá con lo que recuerdo de nuestro último encuentro, cuando salí tan magullada y maltratada como si fuera una perra que se hubiera metido en la pocilga de un verraco y necesité que me trataran con linimento para eliminar el dolor, y con baños calientes para borrar el olor. En cuanto a la apuesta, puede quedar reducida al señor Cooke frente a un sí o un no.
—Así sea —dijo Ben, encogiéndose de hombros— aunque de haber sabido cuando ejercía de semental que se me iba a juzgar, habría puesto al descubierto que tengo más de toro que de verraco, y puede que hubiera llegado a Minotauro. ¿Tú qué dices, Ebenezer?
Ahora bien, Ebenezer había seguido toda aquella broma con suma atención y tal vez hubiera tomado parte en la misma de no ser porque en su nutrido repertorio no encontró ningún estilo inmediatamente utilizable. Entonces, cuando Joan Toast lo tocó, la mano que ella tocaba se estremeció como si estuviera galvanizada, y en aquel momento Ebenezer sintió que el alma se le elevaba para dar una respuesta. ¿No había demostrado Boyle y enseñado Burlingame que la atracción eléctrica tiene lugar en el vacío? Bien, pues allí estaba Boyle representado en aquel poeta vacío: la picara muchacha ejercía una extraña atracción sobre él, haciendo saltar una chispa del vacío de su personalidad. Ebenezer, súbitamente, sintió dentro de sí un ardor y un zumbido.
Mas, ¿lograba aquel aguijoneo dotar de entidad a nuestro hombre? Al contrario: cuando Ebenezer vio en qué dirección derivaba la chanza y oyó a McEvoy formular la apuesta, el ardor y el zumbido no hicieron sino aumentar; su inteligencia corrió enloquecida, sin meta alguna, cual rata despavorida, sin ser capaz de hacerse con la situación. Su sensibilidad toda entró en erección; sintió que se acercaba el momento cuando todas las miradas se volvieron hacia él, portando una pregunta a la que esperaban que él diera respuesta. Fue el tiempo de espera, junto con el estremecimiento que sintió cuando le tocó Joan, y la urgencia por encontrar una cara con que afrontar la apuesta lo que le hizo sentir vértigo a Ebenezer cuando sus orejas oyeron decir a Ben: «¿Tú qué dices, Ebenezer?», y sus dos ojos vieron diez que lo miraban, aguardando una respuesta.
—¿Qué dices? ¿Qué dices? —Tenía la tráquea obstruida por el exceso de alternativas; pero si él empujaba una hacia arriba como si fuera un eructo a baja presión, las demás la succionaban, quitándole el gas. Las miradas revelaban una curiosidad creciente; las sonrisas cambiaron de carácter. Ebenezer enrojeció, no de vergüenza, sino por la presión interna.
—¿Qué te duele, amigo? —McEvoy.
—¡Pero habla, hombre! —Ben Oliver.
—¡Truenos! ¡Va a estallar! —Dick Merriweather.
A Cooke se le agitó una ceja. Una comisura de la boca le temblaba. Abría y cerraba las manos y la boca, y el esfuerzo casi le hace vomitar, pero todo se quedó en arcadas, fue un parto en falso: de allí no salió persona alguna. Ebenezer boqueaba y sudaba.
—Gah —dijo.
—¡Rayos! —Tom Trent—. ¡Está enfermo! ¡Son los vapores! A este tío le hace falta un enema.
—Gah —volvió a decir Ebenezer, y a continuación se quedó completamente rígido y no dijo más ni movió un solo músculo.
Para entonces los demás clientes de la taberna ya habían reparado en su comportamiento y se había formado un corro de curiosos en torno a él, que seguía sentado, rígido como una estatua.
—¡Venga, suéltalo ya! —le instó uno, chascando los dedos, casi rozándole la cara.
—A lo mejor es que el vino lo ha atascado —sugirió un guasón y le retorció al poeta la nariz, también sin efecto—. Sí —afirmó—, está anegado en vino. Fijaos bien, ¡éste es el destino que nos aguarda a todos nosotros!
—Si tú lo dices —dijo Ben Oliver con una sonrisa burlona—: Yo sostengo que es un simple caso de parálisis por miedo y reclamo la victoria por incomparecencia. ¡Y sanseacabó!
—Sí, pero ¿tú que beneficio sacas? —preguntó Dick Merriweather.
—¿Cuál sino la compañía de Joan Toast? —rio Ben, soltando de un manotazo tres guineas en la mesa—. Por tu honor en tanto que juez, John McEvoy, ¿me rechazas? Comprueba mis monedas, compañero: el sonido demostrará que son auténticas, como las de cualquier hijo de vecino, y además, hay tres.
McEvoy se encogió de hombros y miró interrogativo a su Joan.
—Nada de culos de cerdo —dijo ella, y aspiró brevemente por la nariz. Se levantó con brusquedad de la silla y haciéndole un guiño a los presentes echó los brazos al cuello de Ebenezer y le acarició la mejilla—. ¡Ah, cariñito, pichoncito mío! —le arrulló—. ¿Vas a dejarme a merced de esa bola de sebo para que me unte de manteca como si fuera una pobre perdiz? ¡Sálvame!
Pero Ebenezer seguía sentado, sin conmoverse ni moverse.
—La carne no es cosa tuya —dijo Ben—. Lo tuyo es el palo del asador.
—¡Huy! ¡Huy! —gritó Joan, como si se sintiera aterrorizada, y, encaramándose a su regazo, hundió el rostro en el cuello de Ebenezer—. ¡Estoy temblando de miedo!
La concurrencia daba gritos de regocijo. Joan agarró con las manos las enormes orejas de Ebenezer y acercó hacia sí su rostro, hasta que las narices de ambos se tocaron.
—¡Llévame contigo! —le imploró.
—¡Al asador con ella! —instó un mirón—. ¡Rocía bien a esta lagartona!.
—¡Sí! —dijo Ben, haciéndole a Joan gestos de que se acercara, torciendo el índice—. ¡Vente ya, corazoncito!
—Si eres hombre y poeta, Eben Cooke —le recriminó Joan, poniéndose en pie de un salto y gritándole al oído—, te conmino a que iguales con el tuyo el oro de ese canalla y zanjes el asunto. Si no hablas y te portas como un hombre, soy de Ben, y a ti, ¡que te den morcillas!
Ebenezer dio un ligero respingo y, súbitamente, se puso de pie, pestañeando tal y como si se acabara de levantar de la cama. Le temblaban las facciones y, alternativamente, palidecía y enrojecía, mientras abría la boca, disponiéndose a hablar.
—Esta misma mañana mi padre me ha mandado cinco guineas con un recadero —dijo débilmente.
—Eres tonto —dijo Dick Merriweather—. Sólo te pide tres, y si hubieras hablado antes te hubiera costado sólo dos.
—¿Subes tú también dos monedas, Ben? —preguntó John McEvoy, que había observado todo el proceso con serenidad.
—¡Naturalmente que no! —saltó Joan—. ¿Es que estamos en una subasta de caballos y yo soy una yegua que se ha de llevar el mejor postor? —Cogió a Ebenezer cariñosamente por el brazo—. Basta con que iguales las tres guineas de Ben, pichoncito mío, y no se hable más de ello. Se está acabando la noche y estoy harta de toda esta burla lasciva.
Ebenezer papaba moscas. Después tragó saliva y movió todo el cuerpo.
—Aquí no puedo igualarlas —dijo—, porque sólo tengo una corona en la bolsa. —Miró en derredor, la mirada extraviada—. Tengo el dinero en mis habitaciones —añadió, tambaleándose como si se fuera a desmayar—. Venid conmigo allí y será todo para vos.
—¡Oye, éste no tiene un pelo de tonto! —dijo Tom Trent—. ¡Sabe lo que se trae entre manos!
—¡Menudo judío que está hecho! —convino Dick Merriweather.
—Más vale pájaro en mano que ciento volando. —Ben Oliver se rio e hizo tintinear sus tres guineas—. Es una broma de mal gusto, aparte de un fraude, tender trampas a mujeres honestas para buscarles la ruina. ¡Qué vergüenza, qué vergüenza!
—No le hagas ningún caso a ese zopenco —dijo Joan.
Ebenezer volvió a trastabillar y varios de los presentes soltaron risitas.
—Yo os juro… —empezó a decir.
—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! —exclamó Ben una vez más, haciéndole un gesto a Ebenezer con uno de sus dedos gordezuelos, para delicia de la concurrencia.
Ebenezer lo volvió a intentar de nuevo, pero sólo fue capaz de levantar la mano y dejarla caer.
—¡Apartaos! —advirtió alguien con inquietud—. ¡Se está volviendo a poner tieso!
—¡Qué vergüenza! —rugió Ben.
Ebenezer miró un segundo a Joan Toast con los ojos desorbitados, y acto seguido, dando bandazos a toda velocidad, cruzó la estancia y salió de la taberna.