5. EBENEZER COMIENZA SU SEGUNDA ESTANCIA EN LONDRES, LA CUAL TRANSCURRE SIN ESPECTACULARIDAD

A causa de la gran inquietud que reinaba en la nación por aquella época, ocasionada por el conflicto entre Jacobo II y Guillermo de Orange, Ebenezer, por consejo de su padre, no regresó de Londres hasta el invierno de 1688. Para entonces, Guillermo y María se hallaban firmemente establecidos en el trono de Inglaterra. El año de ocio que pasó en Saint Giles quizá fuera, aunque entonces a él no le era posible darse cuenta, cuando Ebenezer más cerca estuvo de la felicidad. No tenía nada que hacer, excepto leer, pasearse por los campos de los alrededores, o por las afueras de Londres, y hablar largo y tendido con su hermana. Aunque no podía contemplar con entusiasmo el futuro que le aguardaba, al menos no tenía que soportar la responsabilidad de haberlo elegido él. Durante la primavera y el verano, con el buen tiempo, se adueñó de él tal desasosiego que no podía ni leer. Se sentía a punto de estallar a causa de las posibilidades mal definidas que en potencia se le presentaban. Muchas veces se pasaba la mañana entera sentado a la sombra de un peral que había detrás de la casa, tocando melodías con la flauta tenor, cuyos secretos había aprendido de Burlingame. No le interesaba el ejercicio físico; ni siquiera deseaba ver a nadie, excepto a Anna. El aire, impregnado de sol y aroma de trébol, volvía a Ebenezer etéreo. En diversas ocasiones se sintió tan henchido de sentimiento que temía desmayarse si no conseguía vaciarse. Pero cuantas veces intentó escribir versos, no pudo ni empezar: su fantasía no encajaba en estrofas y conceptos. Pasó los meses cálidos en una suerte de exaltación nerviosa que, aunque en el momento era más perturbadora que placentera, le dejaba al acabar el día un sabor dulce en la boca. Al anochecer, la mayor parte de las veces se quedaba contemplando cómo los meteoritos surcaban el cielo, hasta que le entraba vértigo.

Y aunque tampoco esto lo podía saber entonces, aquella temporada de ocio le proporcionó a Ebenezer lo que había de ser la última comunión verdadera con su hermana durante muchos años. Aun así, tratábase de una comunicación no articulada la mayor parte del tiempo; no sabían dónde, pero habían perdido la facilidad para hablar en términos íntimos. De las cosas que, sin duda, les eran más importantes no hablaban nunca: el fracaso de Ebenezer en Cambridge, su inminente viaje; la incierta relación que en el pasado mantuvo Anna con Burlingame y el aislamiento que entonces mantenía frente a cualquier clase de pretendientes, junto con la falta de interés por los mismos. Pero salían mucho a pasear juntos y un mediodía muy caluroso de agosto, al sentarse bajo un sicómoro, cerca de un arroyuelo pedregoso que atravesaba la propiedad, Anna cogió a Ebenezer con fuerza del brazo derecho, lo oprimió contra su frente y estuvo llorando varios minutos. Ebenezer la reconfortó como mejor pudo, sin indagar la causa de las lágrimas: supuso que sería algún sentimiento relativo a la madurez de ambos hermanos lo que afligía a Anna. Por entonces, en el vigésimo segundo año de su vida, Anna parecía algo mayor que su hermano.

En cuanto parecieron quedar ordenados los asuntos de su hijo, Andrew fue recuperando fuerzas poco a poco, y en otoño daba la impresión de volver a gozar de una salud excelente, aunque el resto de su vida representó más edad de la que tenía. A principios de noviembre afirmó que la situación política era lo bastante estable como para permitir que el muchacho se fuera. Una semana más tarde Ebenezer se despidió de la casa y partió en dirección a Londres.

Lo primero que hizo, después de encontrar alojamiento en una pensión de Pudding Lane, fue presentarse en la dirección de Burlingame, para ver cómo le iba a su viejo amigo. Pero para su sorpresa se encontró el lugar ocupado por nuevos inquilinos (un pañero y su familia) y ninguno de los vecinos sabía nada del paradero de Henry. Aquella noche, pues, tras ocuparse de instalar sus pertenencias, se dirigió a la taberna Locket’s, con la esperanza de encontrarse allí, si no al mismo Burlingame, sí al menos a algunos amigos comunes que pudieran darle referencias de él.

Se encontró a tres componentes del grupo que le había presentado Burlingame. Uno era Ben Oliver, poeta grande y gordo, de ojos menudos y brillantes, y pelo negro y rizado, un auténtico calavera de quien algunos decían que era judío. Otro era Tom Trent, un joven bajo y cetrino, del Christ’s College, también poeta: lo habían enviado a Cambridge a fin de que se preparara para el sacerdocio, pero le resultaba tan aborrecible aquella idea que cogió el mal francés, sirviéndose de una ramera a la que alojaba en sus habitaciones por desprecio a la vocación que le imponían, siendo finalmente expulsado por extender el contagio a su tutor y, por lo menos, a otros dos catedráticos que habían trabado amistad con él. Desde entonces se había tomado un gran interés por la religión; no le gustaba ningún poeta, salvo Dante y Milton; se mantenía virtualmente célibe, y cuando llevaba unas copas encima le daba por recitar a gritos versículos de las Sagradas Escrituras, acompañándose de su voz de bajo profundo. El tercero, Dick Merriweather[5], era, a pesar de su apellido, un pesimista que se pasaba la vida contemplando la idea del suicidio y que sólo escribía versos elegiacos sobre el tema de su propia muerte. Sin embargo, pese a lo dispar de sus temperamentos, los tres hombres vivían en la misma casa y casi siempre se los veía juntos.

—¡Dios, si es Eben Cooke, el estudiante! —exclamó Ben al verlo—. ¡Bébete una botella con nosotros, muchacho, y enséñanos la verdad!

—Creíamos que te habías muerto —dijo Dick.

Tom Trent no dijo nada: bienvenidas y despedidas le dejaban impasible.

Ebenezer correspondió a los saludos, se echó un trago con ellos y después de explicar su regreso a Londres, preguntó por Burlingame.

—Hace un año que no lo vemos —dijo Ben—. Nos dejó poco después que tú. Alguna vez he dicho que estaríais los dos por ahí juntos, de juerga.

—Ahora recuerdo haber oído que se ha vuelto a hacer a la mar —dijo Dick Merriweather—. Puede que ahora esté en el fondo del mar, o nadando en el vientre de una ballena.

—Espera —dijo Ben—. Ahora que lo pienso, ¿no le he oído decir a Tom, aquí presente, que Henry había vuelto al Trinity College para ganar el título de bachiller?

—Eso es lo que me dijo Joan Toast, a quien se lo dijo Henry la noche antes de irse —dijo Tom con indiferencia—. He de confesar que hago poco caso de los chismorreos sobre idas y venidas, así que no es imposible que haya entendido mal a Joan.

—¿Quién es, decídmelo, os lo ruego, esa tal Joan Toast y dónde puedo encontrarla? —preguntó Ebenezer.

—No hace ninguna falta buscarla —dijo Ben, riéndose—, no es más que una alegre puta del lugar, le podrás preguntar lo que quieras dentro de un rato, cuando venga a buscar compañero de cama.

Ebenezer aguardó a que llegara la moza, sacando en claro tan sólo que Burlingame había hablado de su intención de saquear las bibliotecas de Cambridge por espacio de quince días; con qué fin, eso no lo sabía Joan, así como tampoco las muchas pesquisas llevadas a cabo en la taberna arrojaron nueva luz sobre cuáles pudieran ser las intenciones o el paradero de Burlingame. A lo largo de la semana siguiente Ebenezer no perdió ocasión de preguntar por su amigo, pero cuando se hizo patente que no iba a dar con ningún indicio, desistió de mala gana de sus esfuerzos, le escribió a Anna una nota desoladora, informándole de las novedades, y durante los meses y años siguientes casi llegó a olvidarse de la existencia de Henry, aunque, por supuesto, sentía vivamente su pérdida siempre que mencionaban su nombre.

Entretanto se presentó en el establecimiento del comerciante Peter Paggen y, una vez hubo mostrado las cartas de su padre, lo pusieron a hacer cuentas con los aprendices jóvenes, en un pequeño escritorio perdido entre otros muchos que había en una habitación de grandes dimensiones. Se dio por entendido que si Ebenezer se aplicaba diligentemente y demostraba una cierta habilidad en su trabajo, al cabo de una semana o cosa así, lo ascenderían para que ocupara un puesto desde el que pudiera estudiar mejor los mecanismos del comercio en las plantaciones (el señor Paggen efectuaba numerosas transacciones en Maryland y Virginia). Desgraciadamente, jamás le fue concedido tal ascenso. Para empezar, por más que se esforzara, Ebenezer no era capaz de concentrar la atención en las cuentas. Principiaba a sumar una hilera de cifras totalmente carentes de sentido y, al cabo de cinco minutos, se daba cuenta de que se le había ido el tiempo mirando fijamente un lobanillo que tenía en el cuello el chico que se sentaba delante de él, o bien representándose mentalmente una conversación entre él y Burlingame, o dibujando laberintos en un papel borrador. Por la misma razón, aunque no tenía ni muchísimo menos un carácter problemático, su imaginación indomable fue causa de que más de una vez se le tachara de irresponsable: un día, por ejemplo, se enfrascó por completo en un juego en el que participaba una hormiga pequeña, de color negro, que cruzó errática la página en que la Ebenezer hacía sumas. La norma que regía el juego, a la cual él le confirió la inexorabilidad de la ley natural, era ésta; cada vez que la hormiga, inconscientemente, se tropezaba con el 3 o con el 9, Ebenezer cerraba los ojos y golpeaba la página tres veces, velozmente y al azar, con la punta de la plumilla. Si bien su papel de Deus civi natura le impedía tener piedad, sus sentimientos estaban inequívocamente de parte de la hormiga. Esforzándose hasta el punto de que le brotaba sudor de la frente, intentaba por medio de la fuerza del pensamiento alejar los pasos de la desdichada criatura de los números que entrañaban peligro; tras cada serie de golpes, abría los ojos, medio temeroso de mirar el papel. El juego era de lo más emocionante.

Después de unos diez o quince minutos, la hormiga tuvo la mala suerte de que, a menos de media pulgada de distancia del 9 que había desencadenado el bombardeo, la alcanzara una gota de tinta: agitándose a ciegas, dejó tras de sí un rastro diminuto que la llevó directamente de vuelta al 9, y esta vez, después de que los dos primeros golpes cayeran uno a cada lado, el tercero la alcanzó de lleno, aplastándola. Ebenezer miró y la vio retorcerse, agonizante, dentro del círculo que forma el dígito. En los ojos se le agolparon lágrimas de compasión, atemperadas por la generosidad con que comprendía y aceptaba la vida como totalidad, así como las inalterables leyes que rigen el universo; el órgano genital se le puso rígido. Súbitamente cohibido, Ebenezer miró en derredor para ver si se había dado cuenta alguien, y todos los que estaban en la habitación estallaron en risas: habían presenciado todo el proceso. A partir de aquel día consideraron que estaba más o menos loco, en lugar de pensar simplemente que era raro; afortunadamente para él, sin embargo, creían que la relación de Ebenezer con el patrono de todos ellos era algo especial, de modo que el incidente tuvo escaso eco, salvo entre ellos mismos.

Pero no sería justo dar a entender que Ebenezer era enteramente responsable de la situación en que se hallaba. Hubo a lo largo del primer año unas pocas ocasiones en las que, durante varias semanas seguidas, logró desempeñar satisfactoria e incluso inteligentemente su trabajo, sin que no obstante se mencionara la posibilidad de trasladarlo al puesto prometido. Tan sólo en una ocasión reunió el valor suficiente para preguntar al respecto: el señor Paggen le dio una contestación vaga que él aceptó ávidamente, para que así concluyera la entrevista, y jamás volvió a hablar de aquello. En realidad, excepción hecha de algunos infrecuentes cosquilleos de conciencia, Ebenezer se sentía muy contento de languidecer entre los jóvenes aprendices: ya conocía aquel oficio y le asustaba la perspectiva de tener que aprender otro. Además descubrió que la ciudad se adaptaba a su languidez; se pasaba las horas libres con sus amigos, en cafés, tabernas o teatros. De vez en cuando dedicaba el domingo, sin mucho éxito, a escribir. Y a grandes rasgos, acabó por olvidar completamente con qué fin estaba en Londres.

Por lo demás, fue una época curiosa de su vida. Si no satisfactoria, de todos modos su rutina no era en absoluto desagradable, y Ebenezer flotaba en la misma como alguien que tiene el sueño inquieto y se ve arrastrado por una cálida avalancha de somnolencia. Muchas veces, cual camaleón, no era sino el reflejo de la situación en que se encontraba: si sus compañeros se quejaban de lo precario de su situación, era muy probable que Ebenezer afirmara, en un estallido de camaradería: «Si el viejo Andy[6] se enterara de cómo estoy me despacharía a Maryland sin dudarlo, señores». Otras veces se apartaba de su actitud habitual, marcando distancias con respecto a ellos, y medio suspiraba por la vida tonificante de las plantaciones. Veces había también en que se pasaba la tarde entera sentado como una cigüeña atiborrada, sin decir palabra. Y de tal guisa, un día seguro de sí, al otro irresoluto; un día intrépido, al otro acobardado; ora un cortesano ingenioso, ora una piltrafa de poeta…, tres pepinos importaba cuál fuera el tono que momentáneamente coloreara a Ebenezer; él ya contemplaba con desasosiego el resto del espectro. ¿Qué significa el color rojo para el arco iris?

Todo lo cual viene a decir, si se quiere, que puesto que ser es ser en esencia, don Fulano Jueves resultaba luego ser el señor Zutano Viernes…, o sea, para decirlo de una vez, que este nuestro Ebenezer Cooke de persona humana no tenía nada. En cuanto a Andrew, seguramente se despreocupó de la vida que llevaba su hijo en Londres, si no creería en el proverbio que reza un buen puesto bien vale una espera larga. El idilio duró no uno, sino cinco o seis años, o lo que es lo mismo, hasta 1694. En el mes de marzo de dicho año, cuando una apuesta desastrosa dio súbitamente al traste con todo aquello, comienza nuestra historia.