Aquella noche Burlingame durmió en la habitación de Ebenezer y al día siguiente salieron de Cambridge en diligencia, rumbo a Londres.
—Creo que todavía no me has contado —dijo el joven cuando ya estaban de camino— por qué te fuiste de Saint Giles tan de repente ni cómo Anna llegó a saber de tu paradero.
Burlingame suspiró.
—Es un misterio harto sencillo, bien que triste. El caso es que tu padre, Eben, se imagina que abrigo intenciones para con tu hermana.
—¡No! ¡Increíble!
—Pues sí, resulta que no es tan increíble; Anna es una muchacha dulce e inteligente, con un encanto poco común.
—¡Pero piensa en la diferencia de edad! —dijo Ebenezer—. Es absurdo por parte de mi padre.
—¿Te parece que es absurdo? —preguntó Burlingame—. Hablas con mucha inocencia.
—Bah, perdóname —dijo Ebenezer, riéndose—. Es un comentario descortés. No, no tiene nada de absurdo: tú andas por los treinta y pocos y Anna tiene veintiuno. Tal vez el hecho de que hayas sido nuestro maestro me hizo verte mayor.
—No es ninguna sospecha absurda, entiendo yo; cualquier hombre podría mirar a Anna con los ojos del amor —afirmó Burlingame—. La verdad es que yo os amé a los dos durante bastantes años, y os quiero todavía; es algo que jamás intenté ocultar. No es eso lo que me aflige; es el hecho de que Andrew piense que mis intenciones con respecto a tu hermana no son limpias. ¡Qué demonios, la cosa más improbable del mundo es que una criatura tan maravillosa como Anna llegue a mirar con buenos ojos a un pedagogo sin blanca!
—No, Henry, a menudo le he oído decir que, en comparación contigo, ninguno de sus conocidos era digno de ser tratado con atención.
—¿Anna dijo eso?
—Sí, en una carta de no hace ni dos meses.
—Ah, bien; sea como fuere, Andrew se tomó mi interés por ella como algo lascivo y una tarde me amenazó con emprenderla a tiros conmigo como si fuera un perro y, por ende, azotar a la pobre Anna si no me iba antes del amanecer. Yo no temía por mí, pero para no correr el riesgo de causarle daño a ella partí al punto, bien que la partida me destrozaba el corazón.
Ebenezer se quedó pasmado ante tal revelación.
—¡Cómo lloraba Anna aquella mañana! Y, sin embargo, ni ella ni mi padre me han dicho una palabra de esto.
—Ni tampoco debes hablar tú de ello —le advirtió Burlingame—; le harías pasar un apuro a Anna, ¿no crees? Y se despertaría la cólera de Andrew con fuerza renovada, pues en el seno de una familia no hay estatuto que señale los límites. No vayas a creer que razonando le sacarías esta idea de la cabeza: está totalmente convencido.
—Supongo que es así —dijo Ebenezer dudando—. ¿Entonces has mantenido correspondencia con Anna desde aquello?
—No con la regularidad que yo hubiera deseado. ¡Oh, Dios, cuánto he anhelado tener noticias vuestras! Me instalé en la calle del Támesis, entre Billingsgate y las aduanas (¡bien lejos de nuestro cenador de Saint Giles, como ves!) y me empleaba como tutor cuando podía. Durante más de dos años no me fue posible comunicarme con Anna por miedo a que tu padre se enterara, pero hace unos cuatro meses dio la casualidad de que me contrataron como profesor de francés de una tal señorita Bromly, que vive en Plum Street y que se acordaba de cuando Anna y tú jugabais con ella antes de iros a vivir a Saint Giles. Por medio de ella pude decirle a Anna dónde vivía, y aunque yo no me atrevo a escribirle, tu hermana se las ha arreglado para enviarme dos o tres cartas. Así fue como me enteré de cuál era tu situación, y me alegré muchísimo de actuar conforme a sus sugerencias, sacándote de Cambridge. ¡Anna es una muchacha maravillosa, Eben!
—¡Tengo muchas ganas de volver a verla! —dijo Ebenezer.
—Y yo —dijo Burlingame—, pues la estimo tanto como a ti y hace ya tres años que no la veo.
—¿Crees que podría venir a vernos a Londres?
—No; me temo que eso es imposible. Andrew no lo permitiría.
—¡Pero yo no me puedo resignar a no volver a verla jamás! ¿Y tú, Henry?
—No es mi costumbre mirar tan lejos —dijo Burlingame—. Más vale que consideremos a qué te vas a dedicar en Londres. No debes quedarte cruzado de brazos, si no quieres que se vuelvan a adueñar de ti la languidez y el estupor.
—Ay —dijo Ebenezer—. A largo plazo no tengo metas por las que luchar.
—Entonces sigue mi ejemplo —le aconsejó Burlingame— y proponte como meta a largo plazo la consecución satisfactoria de todas las metas que te hayas trazado a corto plazo.
—Es que tampoco tengo ninguna meta a corto plazo.
—Ah, pero la tendrás antes de que pase mucho tiempo, cuando te suenen las tripas pidiendo comida y se te haya acabado el dinero.
—¡Día aciago! —rio Ebenezer—. No soy diestro en arte o comercio alguno. Ni siquiera sé tocar «Cuando mis lágrimas caen» a la guitarra.
—Entonces es claro que vas a ser pedagogo, como yo.
—¡Rayos! ¡Sería como un ciego guiando a otros ciegos!
—Sí —dijo Burlingame con una sonrisa—. ¿Quién puede comprender los tormentos de la ceguera mejor que el que ha perdido la vista?
—Pero ¿qué enseñar? Sé algo de muchas cosas, pero de ninguna lo suficiente.
—Entonces a fe mía que tenemos el campo libre y puedes pacer donde te plazca.
—¿Enseñar algo de lo que no sé nada? —exclamó Ebenezer.
—Y por ese mismo motivo, elevar tus honorarios —contestó Burlingame—; pues no entraña esfuerzo enseñar lo que se sabe, mientras que enseñar aquello de lo que no se sabe nada requiere una cierta dedicación. Elige algo que tengas un gran interés por aprender e inmediatamente proclámate erudito en la materia.
Ebenezer negó con la cabeza.
—Sigue siendo imposible; siento curiosidad por el mundo en general, y jamás podría elegir.
—Muy bien, entonces: te nombro doctor en la naturaleza del mundo, y como tal te anunciaremos. Sea lo que fuere lo que tus alumnos deseen aprender, eso será lo que tú les enseñarás.
—¡Estás de broma, Henry!
—Si broma es —repuso Burlingame—, es una broma feliz, lo juro, pues exactamente así es como me he llenado las tripas estos tres años. ¡Por mi fe, las cosas que he enseñado! Lo grandioso es estar siempre enseñándole algo a alguien. Importa una higa el qué o a quién. No hay ningún truco.
Independientemente de lo que pensara Ebenezer de aquella proposición, no halló medios para rechazarla: nada más llegar a Londres se trasladó a los aposentos que tenía Burlingame junto al río, compartiendo su vida con él. Unos días después, Burlingame le trajo su primer cliente (un zoquete de sastre que vivía en Crutched Friars y por fortuna no deseaba que le enseñaran nada más complicado que el abecedario), y los meses siguientes Ebenezer se ganó la vida como pedagogo. Trabajaba seis o siete horas al día, tanto en sus habitaciones como en las casas de sus discípulos, y se pasaba la mayor parte del tiempo libre que le quedaba estudiando como un desesperado las lecciones del día siguiente. Sus escasos momentos de ocio los pasaba en tabernas y cafés, en compañía de un pequeño círculo de conocidos de Burlingame, en su mayoría poetas sin ocupación. Impresionado por la aparente confianza que tenían aquéllos en su propio talento, también Ebenezer intentó en varias ocasiones escribir poemas, pero siempre desistía del empeño por falta de asunto sobre el que escribir.
Merced a la insistencia de Ebenezer, establecieron una correspondencia tortuosa con su hermana por medio de la señorita Bromly, la discípula de Burlingame, y al cabo de dos meses Anna se las arregló para visitarlos en Londres, invocando como excusa la enfermedad de una tía solterona que vivía cerca de Leadenhall. Los hermanos gemelos, como era lógico imaginar, no cabían en sí de gozo cuando volvieron a verse, pues aunque no habían vuelto a conversar desde que Ebenezer se marchara de Saint Giles hacía ya tres años, cada uno de ellos le seguía profesando al otro, al menos en abstracto, la mayor consideración y afecto. También manifestó Anna una alegría considerable, si bien dentro de los límites de la propiedad y el decoro, por volver a ver a Burlingame. Estaba algo cambiada desde que Ebenezer la viera por última vez: su pelo castaño había perdido algo de brillo y su rostro, aunque todavía hermoso, era más enjuto y menos aniñado de lo que recordaba él.
—¡Mi querida Anna! —dijo por cuarta o quinta vez—. ¡Cuánto bien me hace oír tu voz! Dime, ¿cómo has dejado a nuestro padre? ¿Está bien?
Anna negó con la cabeza.
—Bien encaminado al manicomio, me temo, o camino de llevarme a mí. Es por tu desaparición, Eben; lo encoleriza y le da miedo al mismo tiempo. Desconoce la causa de la misma y no sabe si escudriñar hasta el último rincón del reino o renegar de ti. Una docena de veces al día me pregunta si sé algo de tu paradero, o bien la emprende conmigo diciendo que le oculto cosas. Se ha vuelto muy suspicaz conmigo, y sin embargo hay veces que me pregunta por ti con tanta congoja que me hace llorar. Ha envejecido mucho estas últimas semanas, y aunque no chilla ni brama menos que antes, no pone el alma en ello y se le minan las fuerzas.
—¡Ah, Dios mío, cómo me duele oír eso!
—Y a mí —dijo Burlingame—, pues aunque el viejo Andrew me tenía poco aprecio, no le deseo mal.
—Lo que yo creo —le dijo Anna a Ebenezer— es que deberías hacer un esfuerzo por establecerte en algo fijo y ponerte en contacto con nuestro padre en cuanto encontraras un puesto, porque a pesar de que te armará sin duda una buena, su alma se aliviará cuando sepa que estás bien y bien establecido.
—Y mi alma se aliviará de aliviar a la suya —dijo Ebenezer.
—¡Por todos los demonios, pero si se trata de tu vida! —exclamó Burlingame con impaciencia—. ¡Que le den viento fresco al amor filial! ¡Me duele en lo más vivo veros a los dos sojuzgados por ese sinvergüenza petulante!
—¡Henry! —le recriminó Anna.
—Te ruego que me disculpes —dijo Burlingame—. Lo digo sin mala intención. Pero, mira, Anna, no es la salud de Andrew la única afectada. Tú misma tienes mala cara, estás pálida, y me parece detectar que has perdido un tanto la alegría. Tú también deberías escapar de Saint Giles y venirte a Londres como acompañante de tu tía o algo así.
—¿Que estoy pálida y seria? —preguntó Anna con delicadeza—. Puede que no sea más que la edad, Henry: a los veintiún años no se es una niña atolondrada. Pero te suplico que no me pidas que deje Saint Giles; sería matar a papá.
—A lo mejor es que tiene un pretendiente allá —le dijo Ebenezer a Burlingame—. ¿Es así, Anna? —dijo, bromeando—. ¿Por ventura ha ganado tu corazón un rústico galán? A los veintiún años no se es una niña, pero tampoco queda mucho tiempo para dejar de ser una joven casadera, ¿verdad? ¡Mira, Henry; mira cómo se ruboriza la moza! ¡Paréceme que he dado en el clavo!
—A fe mía que sería un patán con suerte —observó Burlingame.
—No —dijo Anna—; no me tomes más el pelo, hermano.
Era tan evidente su fastidio que Ebenezer le pidió inmediatamente disculpas por la broma. Anna le dio un beso en la mejilla.
—¿Cómo me voy a casar si el hombre a quien más quiero ha tenido la mala ocurrencia de ser mi hermano? ¿Qué dicen los libros de Cambridge, Eben? ¿Ha habido alguna vez doncella más desafortunada?
—¡A fe mía que no! —rio Ebenezer—. ¡Vivirás y morirás doncella antes de encontrar a quien me iguale! No obstante, te aconsejo que repares en mi amigo aquí presente, el cual, si bien algo entrado en años, es un tenor de mérito y vale tanto como el mismísimo diablo.
No bien hubo pronunciado Ebenezer aquellas palabras, se dio cuenta de la falta de tacto que entrañaban a la luz de lo que Burlingame le había referido unas semanas antes respecto de las sospechas de Andrew; los dos hombres enrojecieron al instante, pero Anna salvó la situación depositando un leve beso en la mejilla de Burlingame, como hiciera con su hermano, diciendo despreocupadamente:
—No sería una mala captura, si hablaras con sinceridad. ¿Sabe leer y escribir?
—¿Cómo, cómo? —preguntó Burlingame, sumándose a la broma—. Cualquier cosa que no sepa me la puede enseñar aquí el amigo, o al menos de eso se jacta.
—¡Diantre, eso me recuerda —dijo Ebenezer, levantándose de un salto— que tengo que ir corriendo en este instante a Tower Hill para darle al joven Farmsley su primera lección de flauta! —Cogió una flauta contralto de la repisa de la chimenea—. ¡Deprisa, Henry! ¿Cómo se toca este trasto?
—No, nada de prisas: despacio —dijo Burlingame—. Sería un error lamentable aprender un arte demasiado deprisa. Bajo ningún concepto debe tu Farmsley tocar una sola nota sin antes haberse pasado una hora mimando el instrumento, sosteniéndolo adecuadamente, desmontándolo y volviéndolo amontar. Y jamás, jamás debería el maestro hacer despliegue de su destreza, a fin de que el discípulo no se sienta desalentado al ver el trecho que le queda por recorrer. Esta noche te enseñaré las notas de la mano izquierda y por la mañana podrás interpretar «Les Bouffons» para él.
—¿Te tienes que ir? —preguntó Anna.
—Sí, de lo contrario el domingo comeremos pan rancio, pues Henry no tiene discípulos esta semana. Te confío a su cuidado hasta mi vuelta.
Anna se quedó una semana en Londres, escabulléndose de la cabecera de su tía tanto como podía, para ir a visitar a Ebenezer y Burlingame. Al cabo de aquel tiempo, como su tía se había recuperado lo bastante como para valerse por sí misma, Anna anunció su intención de regresar a Saint Giles y, para gran sorpresa y desolación de Burlingame, Ebenezer manifestó que se iba con ella… y todos los reproches del mundo no bastaron para hacerle cambiar de idea.
—Es inútil —decía, negando con la cabeza—. No valgo para enseñar.
—¡Que caiga una maldición sobre mí —le decía Burlingame— si lo que haces no es rehuir tus responsabilidades!
—No, si es que huyo, huyo para afrontarlas. Fue una cobardía ocultarme de la ira de mi padre. Le pediré perdón y haré lo que me pida.
—¡Que le den morcilla a su cólera! Yo no hablo para nada de responsabilidad para con él, sino de responsabilidad para contigo mismo. Sería una acción noble, si fuera verdad, pedirle perdón y recibir tus buenos varazos como un hombre, pero no es más que una excusa para soltar las riendas de tu propia vida. ¡Maldita sea, mucho más viril es que te traces una meta y cargues con las consecuencias!
Ebenezer dijo que no moviendo la cabeza.
—Pongas la cara que pongas, Henry, mi deber es irme. ¿Puede por ventura un hijo permanecer inmóvil viendo cómo su padre se cava prematuramente la tumba?
—No se lo tomes a mal, Henry —imploró Anna.
—Sin duda alguna, a ti tampoco te parece una acción sensata.
—No puedo juzgar la sensatez que encierra —contestó Anna—, pero lo cierto es que no se trata de una acción equivocada.
—¡Diantre! —exclamó Burlingame—. ¡Le ruego al cielo no conocer a mi propio padre si eso significa que te echen semejantes grilletes!
—Yo antes bien le ruego al cielo que algún día lo encuentres —dijo Anna con calma— o que tengas noticias suyas por lo menos. El padre de una persona es su vínculo con el pasado, el nexo existente entre esa persona y el mundo en el que ha nacido.
—En ese caso le vuelvo a dar las gracias al cielo por habérmelo quitado —dijo Burlingame—. Me deja libre de toda traba.
—Así es en verdad, Henry —dijo Anna, un tanto emocionada—, para bien o para mal.
Cuando llegó la hora de partir, Ebenezer preguntó:
—¿Cuándo te volveremos a ver, Henry? Te voy a echar muchísimo de menos.
Pero Burlingame se limitó a encogerse de hombros, diciendo:
—Quédate aquí y así no te dolerá tanto.
—Te visitaré tanto como pueda.
—No, no corras el riesgo de disgustar a tu padre. Además, puede que cuando vengas me haya ido.
—¿Irte? —preguntó Anna, tenuemente alarmada—. ¿Irte adonde, Henry?
Burlingame se volvió a encoger de hombros.
—No hay nada que me retenga aquí. Mis alumnos me importan todos un rábano, sólo me valen para pasar el rato en tanto alguna otra cosa absorbe mi interés.
Después de despedirse, cosa que resultó embarazosa debido a la acritud de su amigo, Ebenezer y Anna alquilaron un coche de caballos para trasladarse a Saint Giles in the Fields. Los dos disfrutaron del breve viaje, aunque no se registrara ninguna incidencia durante el mismo, pues pese a que Anna se sentía turbada hasta el punto de saltársele las lágrimas alguna vez por causa de la actitud de Burlingame, y pese a que Ebenezer se sentía más inquieto a cada milla que pasaba ante la perspectiva de vérselas con su padre, el trayecto en coche era la primera oportunidad de la que disfrutaban los gemelos en bastante tiempo para conversar largo y tendido a solas. Cuando por fin llegaron a la heredad de los Cooke, encontráronse, para alarma suya, con que Andrew guardaba cama desde hacía tres días por indicación de su médico; la señora Twigg, el ama de llaves, se ocupaba de él como si fuera un inválido.
—¡Dios santo! —exclamó Anna—. ¡Y yo en Londres todo el tiempo!
—No es culpa tuya, pequeña —dijo la señora Twigg—. Tu padre nos dijo que no te fueran a buscar. Sin embargo, estoy segura de que le hará bien verte.
—Yo también iré —anunció Ebenezer.
—No, aún no —dijo Anna—. Déjame ver en qué estado se encuentra y cómo le puede sentar verte. Es mejor preparar el terreno, ¿no crees?
Ebenezer convino en ello, un poco a regañadientes, porque tenía miedo de que le faltara valor si retrasaba su propósito demasiado tiempo. Sin embargo, aquel mismo día, el médico de Andrew visitó la heredad y después de enterarse de cuál era la situación y de asegurarle a Ebenezer que su padre estaba demasiado débil como para hacer una escena, asumió la responsabilidad de anunciarle a Andrew, con el mayor tacto posible, que su hijo había vuelto.
—Desea verte inmediatamente —le comunicó luego el médico a Ebenezer.
—¿Está muy irritado?
—Creo que no. El regreso de tu hermana le ha levantado el ánimo, y yo me he encargado de hacerle recordar la parábola del hijo pródigo.
Ebenezer subió al piso superior y entró en la alcoba de su padre, estancia que no había pisado más de tres veces en toda su vida. La imagen que ofrecía su padre no tenía nada que ver con lo que él se temía: postrado en la cama, demacrado y sin peluca, más que cincuenta, parecía tener setenta años; tenía las mejillas hundidas, los ojos sin brillo, el pelo se encanecía, la voz era quejumbrosa. Al verlo, Ebenezer olvidó por completo un pequeño discurso apologético que había urdido; se le saltaron las lágrimas y se arrodilló junto al lecho.
—Levántate, hijo, levántate —dijo Andrew, con un suspiro—, y déjame que te mire. Me hace bien volver a verte, lo juro.
—¿Es posible que no estéis encolerizado? —preguntó Ebenezer, hablando con dificultad—. Mi conducta lo justificaría.
—Por mi fe que ya no tengo ánimo para eso. En todo caso eres mi hijo, mi único hijo, además; y si es cierto que podría desear tener un hijo mejor, también tú podrías desear un mejor padre. No es cuestión baladí ser buen padre.
—Os debo muchas explicaciones.
—Considera la deuda saldada —dijo Andrew—, porque tampoco tengo fuerzas para eso. Es privilegio del mal hijo arrepentirse y del mal padre perdonar, y no hay más que hablar. Ahora escucha, tengo muchas cosas que decirte y muy poco fuelle para decirlas. En aquella mesa hay un papel que redacté ayer, cuando el mundo me parecía algo más oscuro que hoy. Tráelo aquí, haz el favor.
Ebenezer hizo lo que le indicaban.
—Y ahora —dijo su padre, ocultando el papel de la vista de Ebenezer—, antes de que te muestre esto, di sinceramente: ¿estás completamente dispuesto a acabar con tanto ir y venir de acá acullá y a afrontar tu destino de hombre como tal? Si no es así, puedes volver a dejar ese papel donde estaba.
—Haré lo que vos queráis, señor —dijo Ebenezer con gravedad.
—¡Dios mió, no esperaba tanto! La señora Twigg suele decir que los infantes ingleses jamás debieran mamar de una teta francesa, y cree que si has llegado a ser un hijo pródigo, la raíz está en la mezcla de leche francesa con sangre inglesa. Yo, sin embargo, siempre he mantenido la esperanza, y la mantengo aún, de que tarde o temprano te he de ver un hombre hecho y derecho, todo un Ebenezer digno de nuestra casa.
—¡Os ruego que me disculpéis, señor! Debo confesar que no os sigo en esta conversación de leche francesa y Ebenezers. ¿No sería francesa mi madre?
—No, no, eres vástago de hembra y varón ingleses, puedes estar seguro de eso. ¡A la porra el médico, qué narices! Tráeme una pipa y siéntate, muchacho, que te voy a desvelar tu historia de una vez por todas, así como el asunto que más me preocupa.
—¿No es imprudente que os canséis? —inquirió Ebenezer.
—¡Bah! —dijo Andrew, despectivo—, según esa misma lógica es necedad vivir. No, pronto descansaré en la tumba.
Se incorporó un poco, aceptó la pipa que le daba Ebenezer y, después de probarla con placer, comenzó su historia:
—En el verano de 1665 —dijo— llegué a Londres, procedente de Maryland, para tratar cierto negocio con el comerciante Peter Paggen, allá, junto al castillo de Baynard; fue entonces cuando conocí a tu madre. Fue un galanteo breve y, huyendo de la gran epidemia de peste, hicímonos enseguida a la mar con destino a Maryland a bordo de un bergantín que tenía por nombre Reducto, y que transportaba productos de mercería y ferretería. Tuvimos tormentas desde el día en que dejamos atrás el cabo del Lagarto, y vientos en contra desde la isla de Flores hasta los Cabos; catorce días duró la travesía y cuando por fin pusimos pie en la ciudad de Saint Mary, en el mes de diciembre, la pobre Anna ya llevaba tres meses de embarazo. Fue una circunstancia desdichada, pues has de saber que todo recién llegado a las plantaciones sufre un periodo de adaptación, unas semanas de adecuación al clima, y almas más fuertes que Anna han sucumbido. Era una mujer menuda y delicada, cuyo lugar estaba más bien en la sala de costura que en el entrepuente: no llevábamos ni una semana en Saint Mary cuando un resfriado que había cogido en el barco dio paso a unas terribles fiebres intermitentes. Crucé la bahía con ella y me la llevé a Malden enseguida; la habitación que mandé construir para que fuera su cámara nupcial se convirtió en su enfermería. Allí languideció durante el resto del embarazo, débil y febril.
Ebenezer escuchaba considerablemente emocionado, pero no se le ocurría nada que decir. Su padre le dio otra chupada a la pipa.
—Toda mi casa —prosiguió— y yo también esperábamos que Anna tuviera un aborto o que el niño naciera muerto, dada su salud. No obstante, me ocupé de buscar un ama de cría por si sobrevivía el vástago, pues sabía muy bien que la pobre Anna jamás podría darle de mamar. Así las cosas, un día de febrero me encontraba en el muelle donde se alza en la actualidad Cambridge, haciendo tratos con unos colonos, cuando oí un gran ruido de agua en el río Choptank, detrás de mí, volviéndome a tiempo de ver cómo la cabeza de una mujer joven se hundía bajo el hielo.
—¡Cielo santo!
—Por aquellos días yo era un nadador aceptable, a pesar del brazo, y como no parecía haber nadie dispuesto a darse un baño helado, salté tras ella, con peluca y todo, logrando sujetarla hasta que los demás nos sacaron. Pero ¿crees que ella me dio las gracias por la molestia? No bien volvió en sí, la mocita empezó a lamentarse del rescate y a recriminarme por no haberle dejado ahogarse. Aquello nos sorprendió muchísimo a todos, tanto más en cuanto que era una linda mozuela de no más de dieciséis o diecisiete años.
»—¿Cómo es que ya queréis acabar lo que apenas habéis empezado? —le pregunté—. Muchos son los cuentos felices que tuvieron mal comienzo.
—La causa no importa —contestó—. En verdad que tengo poco que agradeceros; al salvarme de una muerte rápida por ahogo me condenáis a una muerte lenta por congelación, o a una muerte más lenta aún, por inanición.
»Me disponía a insistir para que revelara la causa cuando di en observar algo en lo que todavía no había reparado: que si bien su rostro y brazos eran flacos y descarnados tenía el vientre florecientemente abultado.
»—Ah, ahora lo veo —dije—. Seguramente vuestro amo os envió a ver si las hojas de tabaco estaban lo bastante secas como para guardarlas en barriles y, entonces, un trabajador del campo os arrastró al cobertizo donde se seca el tabaco.
»—Se lo dije medio en broma, pues supuse por su vestido andrajoso y su piel sucia que sería una criada. No me respondió; hizo un gesto negativo con la cabeza y lloró aún con más fuerza.
»—Vaya por Dios, pues entonces —le dije—, si no fue un trabajador del campo, sería el amo en persona, y si no fue en el secadero, sería en el cuarto de la ropa blanca o en el establo. ¡Un vientre como el que tenéis no sale de la iglesia, eso está claro! Ahora resulta que el sembrador no se ha quedado a recoger la cosecha, me apuesto algo.
Después de que le hube seguido preguntando, la chica reconoció que efectivamente había cenado antes de que el sacerdote hubiera bendecido la mesa, cosas de la juventud; pero sólo una vez, y no porque la forzara un criado, sino porque cedió a las súplicas del hijo de un colono que le había jurado su amor. Y a fe mía que lo que aquel muchacho se llevó no fue la virginidad de una tonta y vulgar ordeñadora, pues se trataba de Roxanne Edouard, hija huérfana del gran caballero francés Cecil Edouard, de Edouardine, heredad situada al norte del Puntal de Cooke, río arriba. Tras la muerte de sus padres se ocupó de su crianza un tío acaudalado que vivía en Church Creek, en el interior del condado, quien se tomaba tan en serio la nobleza de sangre de su sobrina que no permitió que la pretendiera ningún joven del lugar. Pero ella tuvo la mala fortuna de enamorarse del hijo mayor del vecino de su tío, otro colono de las plantaciones, y el muchacho a su vez estaba tan prendado de ella que le pidió matrimonio. Ella era una criatura que tenía el suficiente sentido del deber como para no casarse con un joven en contra de la voluntad de su custodio, pero no tenía tanto como para no darle antes al muchacho ocasión de estar con ella, lo que sucedió en el vientre de una piragua, río adentro. Después se negó a seguir viéndolo, y el necio del joven sintióse tan desolado que renunció a su patrimonio, haciéndose a la mar como marino raso, sin que jamás se volviera a saber de él. Roxanne se encontró enseguida con que esperaba un niño, e inmediatamente se lo confesó todo a su tío, que la expulsó de casa al instante.
—¡Cómo! —exclamó Ebenezer—. ¡Bonita manera de tomarse en serio su crianza, la verdad! ¡Que el cielo proteja a los niños de semejante solicitud! ¡No lo puedo comprender!
—Ni yo —dijo Andrew—, pero así es como sucedió, o como yo lo oí. Lo que es más, amenazaba violentamente a quien osaba acogerla, de modo que la pobre Roxanne pronto se vio en una situación calamitosa. Intentó emplearse de doméstica, aunque sabía poco de trabajar; pero los propietarios de los alrededores se sentían poco inclinados a tomar una criada que previamente iba a estar necesitada de cuidados durante bastantes meses. Todo el mundo que la conocía sabía de su triste situación y muchos hombres a los que el tío de Roxanne había dado con la puerta en las narices por haberse mostrado en el pasado mínimamente cordiales con ella, le hacían las proposiciones más sucias ahora que la suerte se había vuelto contra ella.
—¡Santo cielo! ¿Es que esos desgraciados no se apiadaban de su estado?
—No, incluso en esto fue su vientre una ruina, pues lejos de disuadirlos, parecía más bien inflamar sus deseos cuanto más patente se hacía. ¿No has observado tú mismo…? —Andrew le echó una ojeada a su hijo—. No, es igual. En resumidas cuentas, Roxanne no veía ante sí más perspectivas que la prostitución y la ignominia, por un lado, o la violación y morir de hambre, por otro, y como lo primero la avergonzaba y lo segundo le daba miedo, eligió una tercera vía, en lugar de las dos anteriores, que consistía en lanzarse al Choptank.
—Y, os lo ruego, ¿qué hizo después de que la salvarais? —preguntó Ebenezer.
—Pues ni más ni menos que intentar con todas sus fuerzas volverse a echar al río —contestó Andrew—. Por fin se me ocurrió invitarla a venir a casa, ya que tenía las trazas de ir a parir como una semana antes que la pobre Anna; me comprometí a cuidarla bien y que se la atendiera durante el parto, a condición de que diera de mamar a nuestro hijo, si sobrevivía, a la vez que al suyo. Estuvo de acuerdo, redactamos los papeles del contrato y me la llevé a Malden.
»Entretanto, tu madre, que Dios tenga en su gloria, estaba cada vez peor. Era una protestante admirable, muy dada a leer la Biblia, y siempre que yo dejaba traslucir lástima, ella solía responder: «No temas, marido mío, el Señor nos ayudará».
—¡Bendita sea! —dijo Ebenezer.
—Tenía a gala —prosiguió Andrew— considerar sus diversas dolencias como una hueste enemiga, y a todas horas andaba detrás de mí para que le leyera del Antiguo Testamento los pasajes en que se habla de las intervenciones militares que hace Dios a favor de los israelitas. De ahí que cuando se le pasó la fiebre intermitente sin causarle la muerte (bien que la dejó lamentablemente débil), se sintiera tan orgullosa como un general, proclamando, como hizo el profeta Samuel al contemplar la desbandada de los filisteos: «¡El Señor ha tenido a bien ayudarnos!». Por fin llegó la hora, y tras atroces esfuerzos dio a luz a Anna, que pesó ocho libras y media. Le dio por nombre el de su propia madre y volvió a decirme: «¡El Señor ha tenido a bien ayudarnos!». No hubo nadie en la casa que no pensara entonces que sus sufrimientos se habían acabado, e incluso yo, que no soy ningún santo católico, ni protestante tampoco, le di gracias a Dios por el alumbramiento. Pero no había pasado ni una hora desde que naciera Anna cuando le volvieron los dolores del parto y, tras mucho clamor y griterío, te trajo a ti a la luz, casi tan grande como tu hermana. Diecisiete libras de niño sacó en total de, bueno, de un molde tan delicado que una simple flatulencia le causaba dolor. No es de extrañar que cayera en coma antes de que te asomaran los hombros ni que jamás se recobrara. Murió aquella misma noche y, como hacía mucho más calor del que corresponde normalmente a mayo, al día siguiente la cogí y la enterré bajo un gran pino, en la parte de nuestras tierras que da a la bahía, donde aún yace.
—¡Dios me asista! —dijo Ebenezer, llorando—. ¡No soy digno de ello!
—Sería deshonesto por mi parte no reconocer que tales fueron exactamente mis sentimientos por entonces, que Dios me perdone. Incluso cuando leían los oficios, durante el entierro, podía oíros berrear a los dos, allá en la casa, y cuando coloqué una piedra para tapar la sepultura de arena —nuestro cantero apenas tuvo tiempo para grabar la lápida—, me vinieron a la memoria aquellos versos del Libro de Samuel, cuando Dios aplasta a los filisteos y Samuel consagra la prueba de su ayuda: la piedra que los hebreos llamaron Ebenezer. Entonces fue, muchacho, cuando amarga, sacrílegamente, te puse ese nombre; te bauticé yo mismo, antes de que Roxanne pudiera impedírmelo, con heces de sidra de pera que quedaban en una frasca, pronunciando ante todos los habitantes de Malden estas palabras: «¡El Señor ha tenido a bien ayudarnos!».
Andrew vació los restos de la pipa en una escupidera que había junto a la cama, y tras descansar un poco, reanudó su historia.
—En todo caso —dijo con sosiego— ni a ti ni a tu hermana os faltaron los cuidados maternales. Roxanne había parido a su propio vástago, una niña, ocho días antes, pero la criatura se estranguló con el cordón umbilical antes de proferir el primer vagido; de modo que, pese a ser dos en vez de uno, ella no tenía más bocas que alimentar que pechos con que alimentarlas; así que había leche en abundancia para todos. Desde que empezó a criar se la vio siempre hecha una moza sana: rostro colorado, pechos pletóricos y más vivaracha que una lechera, pese a toda su nobleza de sangre. Los cuatro años que duraba el contrato os crió como si fuerais sus hijos. La señora Twigg afirmaba que nada bueno podía salir de mezclar teta francesa con sangre inglesa, pero vosotros crecisteis tan rollizos y contentos como cualquier otro mamoncillo de Dorset.
»En 1670, año último de los servicios de Roxanne, resolví dejar Malden e ir a Londres. En primer lugar, estaba cansado de comerciar; en segundo lugar, no veía ocasión de mejorar mis propiedades tabaqueras; y aunque el Puntal de Cooke es, de cuantos lugares hay en la Tierra, el más caro a mi corazón, así como la primera y más grande de mis propiedades, de todos modos me llenaba siempre de congoja vivir como viudo en la casa que había erigido para mi desposada. Además, he de confesar que mi posición con respecto a Roxanne se había vuelto un tanto delicada después de la muerte de la pobre Anna. Que Roxanne no pensaba mal de mí fue algo que di por descontado, pues estaba ligada a mí por el vínculo de la gratitud, aparte del documento legal. Yo, a mi vez, me sentía más que un poco en deuda con ella, por cuanto no sólo había amamantado al doble de niños del que estaba legalmente obligada, sino que, además, lo había hecho con amor de madre, aparte de asumir la mayor parte de las obligaciones de la señora Twigg en calidad de aya, por puro cariño que os tenía. Ya he mencionado que era una beldad poco común, y por entonces yo era un hombre fornido, de treinta y tres años, próspero y hasta puede que no carente de atractivo, una persona que en razón de la aflicción que le causaba la muerte de la pobre Anna, se veía forzada a dormir sola y desconsolada desde su llegada a aquellas tierras. Por ello, no ha de sorprenderte que algunos metomentodo de miras estrechas pensaran que Roxanne ocupaba el lugar de Anna en el lecho, además de en la habitación de los niños, con mayor motivo dado que los difamadores habían andado tras ella con fines lúbricos. Así es el hombre, es algo que he aprendido: achaca a los demás los pecados que él no tiene el valor o la ocasión de cometer.
—¡Dios mío, qué chismorreos tan mal intencionados!
—Sí —dijo Andrew—, pero si te creen un pecador, pecador serás para la gente. Lo que un hombre es a los ojos de Dios, importa poco en el mundo de los hombres. Considerando todas las cosas en conjunto, juzgué adecuado dejarla en libertad; no obstante, no podía en modo alguno enviarla, a la muerte o la prostitución, de modo que fue una agradable sorpresa cuando un día, en el mismo embarcadero donde había conocido a Roxanne, se me acercó un hombre que se presentó como su tío y me interrogó encarecidamente por su sobrina.
—Espero que para entonces se le hubiera pasado el enojo.
—Así era —dijo Andrew—, hasta tal punto que sólo pensar en lo cruel que había sido le hacía prorrumpir en lágrimas; y cuando le hablé de las estrecheces que pasó Roxanne, así como de la muerte de su hijo, casi se arranca los cabellos de remordimiento. No tenían fin sus protestas de agradecimiento por haber salvado y cuidado a su sobrina, y me suplicó que hiciera uso de mi ascendiente sobre Roxanne para hacerle volver a casa de su tío. Yo le recordé que fue su irracionalidad en el asunto de los pretendientes de su sobrina lo que condujo a ésta a su anterior desgracia, y él me contestó que, lejos de persistir en aquella irracionalidad, tenía en mente en aquellos momentos una boda excelente con un rico de los alrededores, el cual siempre había mirado a Roxanne con buenos ojos.
»Puedes imaginarte lo sorprendida que se quedó Roxanne cuando se enteró de todo aquello. Se alegró del cambio de actitud de su tío, y, sin embargo, dejaros a Anna y a ti era para ella como abandonar a sus propios hijos. Lloró y se lamentó, como hacen las mujeres siempre que se opera un gran cambio en sus vidas, y me suplicó que la llevara a Londres, pero me parecía a mí que sería un flaco servicio para ella y para mí seguir manteniendo aquella relación, tanto más en cuanto que su tío había arreglado un matrimonio de interés para ella. Así fue como el mismo día en que le devolvía a Roxanne la mitad de su contrato, significando con ello que sus servicios habían concluido, su tío se presentó en Malden, con un coche descubierto, y se la llevó. Y eso fue todo. No habían pasado ni quince días cuando yo me despedía también de Malden, abandonando Maryland para siempre. No creas que era cosa fácil irse: ¡Rara es la vez que la vida te presenta una opción clara, a fe mía! Tiene más bien por costumbre disponer las cosas de tal modo que, escojas lo que escojas, lo pagues caro. ¡En fin! He vagado y disertado hasta casi quedarme sin voz. Fíjate en esto —dijo, entregándole a Ebenezer el documento con el que había estado jugando y gesticulando a lo largo de todo su relato—; léelo mientras yo recobro el aliento.
Ebenezer cogió el papel, entre curioso e incómodo, y leyó, entre otras cosas:
Andrew Cooke, de la parroquia de Saint Giles in the Fields, condado de Middlesex, Gentilhombre, establezco mi última voluntad y testamento como sigue… Imprimus lego a mi hijo Ebenezer Cooke y a Anna Cooke, hija mía, todos los títulos y derechos de y sobre… toda mi tierra denominada Puntal de Cooke, situada en la desembocadura del gran río Choptank, en el condado de Dorchester, Maryland…, que compartirán a partes iguales.
—¿Te das cuenta, muchacho? —preguntó Andrew—. ¿Lo entiendes, maldita sea? Se trata nada menos que del Puntal de Cooke, de mi querida y dulce Malden, donde vosotros dos visteis la luz, donde aún descansa vuestra madre; Malden es mi mansión querida que yo levanté en tierras salvajes. Es tu legado, Eben, tu herencia; es un trozo de este mundo inmenso que te pertenece y que tú has de saber gobernar y hacer fructificar. ¡A fe mía que te llevas una buena herencia!, que compartirán a partes iguales, pero gobernar una heredad es trabajo de hombres, no de mujeres. ¡Para esto te crié y te di estudios; para esto debes trabajar y prepararte, maldita sea, para ser digno de ello! ¡Y para que dejes de una vez todas tus indecisiones, tanto que si sí que si no!
Ebenezer se puso colorado.
—Soy consciente de haber sido remiso y nada tengo que alegar en mi defensa, salvo que no fue la estupidez lo que me hizo fracasar en Cambridge, sino el haber carecido de una guía adecuada. ¡Si Dios hubiera querido que yo tuviera a mi querido Henry Burlingame para dirigirme y estimularme!
—¡Burlingame! —gritó Andrew—. ¡Puaf! Se quedó tan lejos de ser bachiller como tú. Más aún, fue el desvergonzado de tu querido Burlingame quien labró tu ruina, me parece a mí, por no haberte enseñado a trabajar. —Andrew enarboló el papel del testamento, agitándolo—. ¿Es que crees que tu Burlingame va a heredar jamás algo como Malden? ¡Que el oprobio cubra a ese bribón! ¡No vuelvas a mencionar su nombre, te lo pido, si no quieres que me dé un ataque!
—Lo siento —dijo Ebenezer, que había mencionado el nombre de Burlingame a propósito, para ver la reacción de su padre, concluyendo entonces que sería imprudente dar ningún detalle de su estancia en Londres—. No se me ocurre cómo mostraros hasta qué punto vuestra magnanimidad me hace sentirme avergonzado de mi fracaso. Enviadme de nuevo a Cambridge, si es vuestro deseo, y os juro solemnemente no volver a repetir mis errores pasados.
Andrew enrojeció:
—¡A la mierda Cambridge! ¡Maryland va a ser tu Cambridge, y un campo de tabaco, tu biblioteca! ¡Y como diploma, si te aplicas, puede que le pongas marco a una letra de cambio por valor de diez mil pesos del Orinoco!
—¿Entonces queréis decir que me enviáis a Maryland? —preguntó, incómodo, Ebenezer.
—Así es, a que labres la tierra que te vio nacer. Lo que pasa es que ni muchísimo menos estás preparado para eso todavía; mucho me temo que la universidad te ha podrido y debilitado de tal modo que no tienes ni cabeza para administrar tierras ni espinazo para ararlas. Va a costar trabajo sacarte a base de sudores lo que han dejado dentro de ti Burlingame y la facultad, pero antes de aprender a correr hay que saber andar. A ti lo que te hace falta es un aprendizaje honrado; tengo intención de mandarte enseguida a Londres, como empleado del comerciante Peter Paggen. ¡Estudia bien los entresijos del comercio en las plantaciones, como hice yo, y antes de mí, mi padre, y te juro que te será de más utilidad que todo lo que has oído en Cambridge cuando sea el momento de que ocupes tu lugar en Malden!
No era precisamente ésta la vida que Ebenezer hubiera elegido por sí mismo; claro que tampoco hubiera elegido ninguna otra. Más aún, cuando reflexionó sobre ello, no fue ciego a ciertos encantos que entrañaba la vida del plantador, conforme se la imaginaba: se veía a sí mismo inspeccionando las labores del campo a lomos de su montura favorita; fumando el tabaco que era origen de su riqueza; bebiendo licor de membrillo o sidra de pera procedentes de su propia destilería, en compañía de unos pocos amigos distinguidos; dejando pasar las tardes ociosamente en la galería de su casa solariega, observando los movimientos de los ánades en el río, y acaso componiendo de cuando en cuando estrofas sencillas y dignas. No era, ay, ciego a los atractivos que pudiera entrañar cualquier tipo de vida. Y, de manera más inmediata, la perspectiva de volver a Londres con la conciencia limpia le agradaba.
Por consiguiente, dijo, con poco entusiasmo, mas no sin algo de alegría:
—Sea como deseáis, padre. Intentaré hacerlo bien.
—¡Menos mal, gracias sean dadas al cielo! —exclamó Andrew, que incluso se esforzó por esbozar una sonrisa—. ¡El Señor ha tenido a bien ayudarnos! Déjame ahora antes de que me derrumbe de puro cansancio.
Andrew se tumbó, volvió la cara a la pared y no dijo más.