3. EBENEZER ES RESCATADO Y OYE UN DIVERTIDO RELATO EN EL QUE APARECEN ISAAC NEWTON Y OTROS NOTABLES

Afortunadamente para él (de lo contrario le hubiera podido crecer musgo en el asiento), se oyó en su puerta un estrépito súbito y considerable que sacó a Ebenezer del profundo trance en que se hallaba poco después de la hora de cenar.

—¡Eben! ¡Eben! ¡Por favor, déjame entrar enseguida!

—¿Quién es? —dijo Ebenezer, poniéndose en pie de un salto, alarmado: no tenía en la residencia ningún amigo que pudiera ir a visitarlo.

—Abre y lo verás —dijo el visitante, riéndose—. ¡Pero date prisa, te lo ruego!

—Espera un momento nada más. Tengo que vestirme.

—¿Qué? ¿Sin vestir aún? ¡Menudo holgazán estás hecho! Da igual, muchacho; ¡déjame pasar inmediatamente!

Ebenezer reconoció aquella voz, la cual no oía desde hacía tres años.

—¡Henry! —exclamó, y abrió la puerta de par en par.

—El mismo —rio Burlingame, abrazando a Ebenezer con fuerza—. ¡Santo cielo, lo que has crecido! ¡Por lo menos mides seis pies! ¡Y en la cama a estas horas! —Palpó la frente del muchacho—. Sin embargo, no tienes fiebre. ¿Qué achaque tienes, muchacho? Bueno, es igual. Un momento… —Burlingame salió disparado hacia la ventana y miró abajo con cautela—. ¡Ah, ahí está el muy canalla! ¡Míralo, Eben!

Ebenezer corrió hacia la ventana.

—¿Pero qué pasa?

—¡Allí, allí! —Burlingame señalaba calle arriba—. ¡Ahora está junto a la tabernucha! ¿Conoces a ese caballero del bastón de nogal?

Ebenezer vio a un hombre con el rostro alargado, de mediana edad, vestido con una túnica profesoral que avanzaba calle abajo.

—No; no es del Magdalene College. Su cara me es desconocida.

—¡Qué vergüenza! Pues fíjate bien. Es nada menos que Isaac, del Trinity College.

—¡Newton! —Ebenezer miró con más interés—. No le había visto nunca, pero se dice que la Royal Society va a publicar antes de un mes un libro suyo en el que se explican los mecanismos que rigen todo el universo. ¡A fe mía que te agradezco las prisas! Pero ¿te he oído llamarle canalla?

Burlingame se volvió a reír.

—Confundes los motivos de mi prisa, Eben. Le pido a Dios que mi cara haya cambiado en estos quince años, pues estoy seguro de que el Hermano Isaac me ha echado el ojo encima antes de haberme metido en tu portal.

—¿Es posible que lo conozcas? —le preguntó Ebenezer, muy impresionado.

—¿Conocerlo? Una vez casi me viola. ¡Quieto! —Burlingame se apartó de la ventana—. No le quites la vista de encima y dime cómo podría escapar en caso de que se dirigiera hacia tu puerta.

—Muy fácil: la puerta de esta cámara da a una escalera al aire libre por la parte de atrás. ¿Qué demonios pasa, Henry?

—No te alarmes —dijo Burlingame—. Es una hermosa historia y te la voy a contar toda enseguida. ¿Viene hacia aquí?

—Un momento… Está justo frente a nosotros. Ahí. No, espera un poco; está saludando a otro catedrático. El viejo Bagley, el latinista. Bueno, ya se va.

Burlingame se acercó a la ventana y los dos se quedaron contemplando cómo el gran hombre proseguía calle arriba.

—No aguanto ni un momento más, Henry —dijo Ebenezer—. Dime inmediatamente qué misterio se oculta tras este juego de escondite y tras el apresuramiento cruel con que nos dejaste hace tres años; de lo contrario, prepárate a verme fenecer de curiosidad.

—Bien está, así lo haré —replicó Burlingame—; vístete ahora mismo; vamos a comer y beber, y dame buena cuenta de ti. No soy el único que tiene que disculparse.

—¡Cómo! ¿Entonces te has enterado de mis suspensos?

—Sí, y he venido a ver cómo están las cosas, y puede que a meterte un poco de sentido común a base de varazos.

—Pero ¿cómo es posible? Si sólo se lo dije a Anna.

—Basta, lo sabrás todo, te lo juro. Pero ni una palabra hasta que me eche al coleto un poco de vino y de cabrito. No permitas que la excitación trastrueque tus cualidades, muchacho. ¡Vamos ya!

—¡Ah! que Dios te bendiga, eres un griego de la Ilíada, Henry —dijo Ebenezer, y empezó a vestirse.

Acudieron a una taberna cercana, donde, delante de un poco de cerveza, después de haber cenado, Ebenezer explicó lo mejor que pudo su fracaso universitario y sus indecisiones subsiguientes.

—El meollo del asunto parece estribar —concluyó— en que no soy capaz de tomar decisiones en ninguna cuestión de importancia. ¡Santo cielo, Henry, cuánto he echado en falta tus consejos! ¡Cuántas agonías hubieras podido ahorrarme!

—Nada de eso —protestó Burlingame—. Bien sabes que te aprecio, Eben, y que siento tus aflicciones como si fueran mías. Pero juro que el consejo no es la peor medicina para tu enfermedad por dos razones: primera, la lógica del problema es tal que, en mayor o menor medida, siempre tendrías que seguir tomando decisiones, puesto que si yo te aconsejara que vinieras conmigo a Londres, aun así tendrías que decidir si seguir mi consejo; y si yo fuera más allá y te aconsejara que siguieras mi primer consejo, aun así tendrías que decidir si seguir mi segundo consejo… La sucesión es infinita y no conduce a ninguna parte. En segundo lugar, aun cuando optaras por seguir mi consejo, eso no serviría de cura en ningún caso, sino que sería una simple muleta en la que apoyarse. De lo que se trata es de que te sostengas sobre tus pies, no de que prescindas de ellos. Este es un asunto serio, Eben; me preocupa. ¿Cuáles son tus sentimientos con respecto a tu fracaso en los estudios?

—Debo reconocer que no tengo ningún sentimiento —dijo Ebenezer—, aunque puedo imaginarme muchos.

—Y en cuanto a esta indecisión, ¿cómo te sientes con respecto a ti mismo?

—¡Santo cielo, no lo sé! Supongo que simplemente siento curiosidad.

Burlingame frunció el entrecejo y le pidió una pipa de tabaco a un mozo de taberna que estaba trabajando cerca de donde ellos se encontraban.

—Eras el mismísimo retrato de la apatía cuando te encontré. ¿No te hiere el orgullo ni te duele no haber llegado a bachiller después de tenerlo tan cerca?

—En cierto modo, me imagino que sí. —Ebenezer sonrió—. Y, sin embargo, el hombre a quien más respeto ha salido adelante sin ser bachiller, ¿no es así?

Burlingame se rio.

—Mi querido amigo, ahora me doy cuenta de que te tengo que contar muchas cosas. ¿Te sirve de consuelo saber que yo también padezco tu misma enfermedad, y que la padezco desde la infancia?

—No, eso no puede ser —dijo Ebenezer—. Jamás te he visto titubear, Henry: ¡eres la antítesis misma de la indecisión! Siempre pienso en ti con envidia y desespero por alcanzar jamás una seguridad semejante.

—Permíteme que sea tu esperanza en lugar de tu desesperación, pues así como un pequeño acceso de viruela, aunque deja el rostro marcado, salva por siempre a quien lo padece de morir por causa de tal enfermedad, así también la inconstancia, la veleidad, la muda periódica de entusiasmos, aun siendo vicios, pueden preservar de una falta de decisión paralizante.

—¿Veleidad, Henry? —preguntó Ebenezer, intrigado—. Explica la veleidad que te hizo abandonarnos.

—No lo digo en el sentido que te lo tomas —dijo Burlingame, al tiempo que sacaba un chelín y pedía otras dos jarras de cerveza—. Oye, ¿tú sabías que yo era huérfano?

—Pues claro que sí —dijo Ebenezer, sorprendido—. Ahora que lo mencionas, creo que lo sabía, aunque no recuerdo que nos lo dijeras nunca. Casualmente lo dimos por supuesto. Por mi fe te lo digo, Henry, después de que hace tantos años que nos conocemos, resulta que en realidad no sabemos nada de ti, ¿verdad? No tengo ni idea de dónde naciste, ni de dónde te criaste, ni de quién te crió.

—Ni de por qué os dejé tan descortésmente, ni de cómo me enteré de tu fracaso académico, ni de por qué huí del gran Newton —agregó Burlingame—. Pues muy bien, échate un trago conmigo y desvelaré el misterio. ¡Eres un buen chico!

Bebieron un buen trago y Burlingame comenzó su historia.

—No tengo ni la más remota idea de dónde nací, ni siquiera cuándo, aunque debió de ser en los alrededores de 1654. Menos aún sé qué mujer me engendró ni qué hombre me concibió en ella. Criáronme un capitán de barco de Bristol y su esposa, que no tenían hijos, y albergo la sospecha de que nací o en el continente americano o en las Antillas, pues mis primeros recuerdos son de un viaje por el océano cuando no contaba más de tres años de edad. Se apellidaban Salmon, Avery y Melissa Salmon.

—¡Me dejas estupefacto! —afirmó Ebenezer—. ¡Jamás imaginé ni en sueños que tus comienzos fueran tan extraordinarios! Entonces, ¿cómo es que acabaste llamándote Burlingame?

Burlingame suspiró.

—Ah, Eben, del mismo modo que hasta ahora no has sentido curiosidad por mi origen, otro tanto me ocurrió a mí hasta demasiado tarde. Burlingame me he llamado desde mi recuerdo más temprano y, como suele suceder con los niños, jamás se me ocurrió extrañarme de ello, a pesar de que hasta el día de hoy no he conocido a nadie que tenga ese apellido.

—¡Debe de ser que la persona de quien te recibió el capitán Salmon era tu padre! —dijo Ebenezer—. O puede que fuera algún pariente tuyo que sabía tu nombre.

—Querido Eben, ¿crees acaso que no me he mortificado pensando en tal posibilidad? ¿Crees que no daría una mano a cambio de cinco minutos de conversación con mi pobre capitán o con la gentil Melissa? Pero debo posponer mi curiosidad hasta el día del Juicio Final, puesto que ambos reposan en la tumba.

—¡Pobre Henry!

—A lo largo de toda mi infancia —prosiguió Burlingame— fue mi única meta hacerme a la mar, como el capitán Salmon. Los barcos fueron mis únicos juguetes; los marinos, mis únicos compañeros de juegos. El día que cumplí los trece años me embarqué como ayudante de cocina en el navío del capitán, un barco antillano, y tanto me gustó la vida marinera que me volqué en cuerpo y alma para aprender. Antes de arribar a las Barbados ya gateaba por la arboladura como el mejor, para recoger una vela o calafatear la jarcia, y era tan útil con un pasador como cualquier otro de a bordo. Eben, Eben, menuda vida para un chicuelo. ¡Incluso ahora me estremezco al pensarlo! Tostado como un grano de café estaba yo, y ágil como un mono, y antes de que me hubiera cambiado la voz o se me hubieran cubierto de pelo mis partes (a una edad en que la mayoría de los chicos todavía huelen a útero y sueñan con viajar al condado vecino), yo ya había capturado esponjas en los grandes bancos de las Bahamas y había luchado contra los piratas en el golfo de Paria. Lo que es más, hallándonos en cierta ocasión anclados frente a las costas de Curasao, después de haber logrado preservar mi inocencia en el castillo de proa frente a los intentos de un viejo degenerado, nativo de la Isla de Man, el cual me ofrecía dos libras a cambio, al tiempo que me amenazaba con un cuchillo pescadero, recorrí a nado una milla por aguas infestadas de tiburones, para acabar dilapidando mi pureza una noche de agosto con una muchacha mulata, en la playa. Ella apenas tenía trece años, Eben, medio holandesa, medio india, flexible y cimbreante como un potrillo de ocho meses; mas a cambio de un pequeño catalejo de latón que tenía yo y al que ella le había cobrado gran afición aquella mañana en el pueblo, se levantó las faldas riéndose y la desfloré bajo unos naranjos de fruto amargo. Yo no tenía ni quince años.

—¡El Señor nos asista!

—Jamás hubo hombre que amara su profesión más que yo —prosiguió Burlingame— ni que trabajara con mayor abnegación y diligencia; yo era la niña de los ojos del capitán y creo que mi carrera hubiera ido en pronto ascenso.

—¡Alto ahí entonces, Henry!, ¿cómo es que me reprochas que haya suspendido? Porque yo en tu historia no veo más que una diligencia y determinación asombrosas, que por tener yo la mitad de las mismas daría una oreja.

Burlingame sonrió y se bebió el último trago de cerveza.

Inconstancia, mi querido amigo, inconstancia. Esa misma determinación que me llevó a superar a los demás chicos del barco fue lo que arruinó mi carrera náutica.

—¿Cómo puede ser eso?

—Hice cinco travesías en total —dijo Burlingame—. Durante la quinta (la misma travesía en que perdí la virginidad) nos hallábamos un día detenidos por falta de viento en las horse latitudes[3] frente a las islas Canarias cuando, de modo completamente casual, buscando por ahí algo con que mantenerme ocupado, resulta que me tropecé, entre los efectos personales de un compañero de barco, con un ejemplar de el Quijote de Motteux; me pasé el resto del día con el libro, pues aunque Mamá Salmon me había enseñado a leer y escribir, aquélla era la primera historia verdadera que leía. Tanto me cautivaron el gran manchego y su fiel escudero que perdí la noción del tiempo, y el capitán Salmon me echó una regañina por presentarme tarde ante el cocinero.

»Aquel día dejé de ser marino para convertirme en estudiante. Leía cuanto libro encontraba a bordo y en el puerto: trocábalos por ropa, hipotecaba mi paga; daba igual de qué trataran los libros. Leíalos una y otra vez cuando no había ninguno nuevo a mano. Todo lo demás fue por la borda; el trabajo que me obligaban a hacer lo hacía con desgana, prisa y descuido. Me dio por esconderme en el pañol de las cuerdas, o bien en el almacén de entrecubiertas, donde me podía pasar una hora leyendo sin que me molestaran antes de ser descubierto. Por fin, el capitán Salmon no quiso tolerarlo más: ordenó al piloto que confiscara cuanto volumen hubiera a bordo, dejando sólo a salvo los mapas, el cuaderno de bitácora y las cartas de navegación, y todo se lo echó a los tiburones, hallándonos frente a las costas de Puerto Príncipe; después me propinó tal tunda por mis pecados que mi pobre trasero me estuvo escociendo durante quince días, y además me prohibió que jamás volviera a leer una página impresa mientras estuviera a bordo de su navío. Aquello me hizo sentirme tan frustrado y agraviado que en el siguiente puerto (que resultó ser Liverpool) salté a tierra y abandoné carrera y benefactor para siempre, sin siquiera darle las gracias o despedirme de la gente que me había vestido y alimentado desde que era un infante de pecho.

»Yo no tenía nada de dinero, y para comer, sólo un trozo grande de queso duro que le había robado al cocinero del barco, así que muy pronto empecé a pasar hambre. Me ponía en las esquinas y cantaba para ganarme el condumio. Yo era un mozo de buen ver y me sabía muchas canciones, así que cuando les cantaba a las damas aquello de «¿Qué es el amor?» o a los hombres aquello otro de «Erase un hermoso pato», rara vez seguían de largo sin dedicarme una sonrisa y dos peniques. Por fin me oyó cantar una banda de gitanos nómadas que se dirigían a Londres, procedentes de Escocia, y me invitaron a sumarme a ellos, de modo que durante el año siguiente trabajé con aquellas gentes tan curiosas. Eran caldereros, comerciantes de caballos, adivinos, cesteros, bailarines, trovadores y ladrones. Vestíame a su usanza, comía, bebía y dormía con ellos, y ellos a su vez enseñáronme todos sus trucos y canciones. ¡Querido Eben! ¡Si me hubieras visto entonces, no hubieras dudado ni un instante que yo era uno de ellos!

—Me he quedado sin habla —dijo Ebenezer—. ¡Ésta es la mayor aventura que he oído jamás!

—Avanzábamos despacio, haciendo numerosos desvíos, de Liverpool a Manchester, luego, Sheffield, Nottingham, Leicester y Bedford; dormíamos en las carretas cuando llovía o al aire libre, bajo las estrellas, cuando hacía buena noche. De la troupe de treinta almas que éramos, yo era el único que sabía leer y escribir, así que les serví de gran ayuda de múltiples maneras. En una ocasión, para gran deleite de aquellas gentes, les leí en voz alta cuentos de Boccaccio (a todos ellos les encanta oír y contar historias) y se quedaron tan sorprendidos de saber que los libros contenían chanzas tan maravillosas, cosa que hasta entonces no habían ni sospechado, que empezaron a robar cuantos libros encontraban para dármelos a mí. ¡Aquel año me faltó poca lectura! Un día aparecieron con una cartilla escolar y les enseñé a muchos de ellos las letras, por cuyo servicio se sintieron infinitamente agradecidos. A pesar de ser un «payo» (así llaman a los que no son gitanos), me iniciaron en sus asuntos más secretos y me expresaron su más ferviente deseo de que me casara en el seno de su tribu y viajara siempre con ellos.

»Pero a finales de 1670 llegamos aquí, a Cambridge, tras haber dejado Bedford, errando en dirección sur. Les caímos muy bien a los estudiantes y a algunos profesores, y aunque se tomaban demasiadas libertades con algunas de nuestras mujeres, nos trataban con suma cordialidad, llevándonos incluso a sus habitaciones a fin de que cantáramos y tocáramos para ellos. Así se me abrieron los ojos por vez primera al mundo del aprendizaje y la erudición, y supe en aquel mismo instante que mi época con los gitanos había concluido. Resolví no proseguir camino: me despedí de mis compañeros y me quedé en Cambridge, decidido a pasar hambre en las esquinas antes que dejar este magnífico lugar.

—¡Santo cielo, Henry! —dijo Ebenezer—. ¡Tu valor casi me hace llorar! ¿Qué hiciste después?

—Bueno, pues en cuanto me empezaron a sonar las tripas me paré en seco allí donde me pilló (que resultó ser a la altura del Christ’s College) y entoné «Cuando mis lágrimas caen», por ser de entre todas las canciones que conocía la más lastimera. Y cuando había terminado la última estrofa…

¡Oíd! Sombras que en la oscuridad moráis,

la luz aprended a despreciar.

Dichosos, dichosos los que en el infierno

ajenos son del mundo a su desprecio eterno.

… cuando había terminado, digo, apareció en una ventana cercana un catedrático delgado y ceñudo que quiso saber qué clase de cainita era yo, que consideraba dichosos a quienes debían consumirse eternamente entre las llamas del infierno. Y otro catedrático que se asomó a la ventana junto al primero, un individuo gordo, me preguntó si es que no sabía dónde me encontraba, a lo que respondí: «Buenos maestros, yo no sé sino que estoy en la ciudad de Cambridge y a punto de perecer por causa del estómago». Entonces, el primer catedrático, que sin yo saberlo se estaba divirtiendo a mi costa, me dijo que me encontraba en el Christ’s College y que él y todos sus colegas eran unos poderosos adivinos y que por blasfemias menores que la mía habían mandado descoyuntar gente en el potro de tortura. Yo no tenía más que dieciséis años entonces y estaba no poco alarmado, pues aunque había leído lo bastante como para dar crédito a su historia, no sabía sin embargo si efectivamente podían causarme algún daño, aunque no fuera tanto como mandarme al potro. Por lo tanto imploré humildemente su perdón y aduje que no era más que una canción ociosa, en cuyas palabras apenas si me había bajado, por lo que, de contener algo blasfemo, no había que torturar al cantante, sino al autor, John Dowland, que como había muerto hacía mucho, necesariamente habría pagado por su pecado en los hornos de Satanás. ¡Y eso era todo! Yo creía que después de haberme oído hablar así aquellos chuscos catedráticos se iban a echar a reír de buena gana, pero sus rostros se revistieron de una severidad aún mayor, y me ordenaron que entrara en su aposento. Allí me fustigaron más, aseverando que si mi primer delito ya había sido bastante grave, por haber minimizado los tormentos del infierno, esta última observación mía atufaba ya a la hoguera. «¿Cómo puede ser eso?», les pregunté. «¿Cómo?», exclamó el delgado, «sostener, como lo has hecho tú, que los que perpetúan un pecado ajeno, aun siendo por ignorancia, no son culpables, equivale a negar la doctrina misma del pecado original, pues ¿quiénes son Adán y Eva sino los John Dowland de este mundo, cuya canción pecaminosa tiene que cantar, quiéralo o no, la humanidad entera, muriendo por ello?». «Y lo que es más», dijo el catedrático gordo, «al negar el misterio del pecado original, desprecias asimismo el misterio de la redención de las culpas ajenas, pues ¿cuál es el sentido de la salvación para quienes no están perdidos?».

»—¡No, no! —dije, y púseme a lloriquear—. ¡Por el amor de Dios, buenos maestros, no fue más que un comentario intrascendente! ¡Os ruego que no le deis importancia!

»—¡Un comentario intrascendente! —contestó el primero, y me sujetó los brazos—. ¡Caramba, muchacho! ¡Te burlas de los dos misterios cardinales de la Iglesia que como columnas gemelas sostienen el edificio entero de la Cristiandad; se puede decir que consideras la crucifixión como un espectáculo de feria, y como remate de todo ello dices que tan espantosas blasfemias son comentarios intrascendentes! ¡Ése es un pecado aún más horrendo! ¿Se puede saber de dónde vienes?

»—De Bedford —contesté, asustado casi hasta el borde de perder el juicio—, con una tribu de gitanos.

»Al oír aquello los profesores fingieron consternación y dijeron que cada año por aquella época pasaban los gitanos por Cambridge, con el propósito exclusivo, ya que son gentes paganas, de ocasionarle algún daño a los adivinos. Tan sólo el año anterior, dijeron, uno de mis cofrades se había introducido secretamente en la cervecería del Trinity y había envenenado un barril de cerveza, con el resultado de que tres profesores, cuatro escolares y un par de becarios ociosos murieron antes del atardecer. Entonces me preguntaron qué intenciones tenía, y cuando les dije que abrigaba la esperanza de ponerme a disposición de algún profesor en calidad de sirviente para mejora de mi entendimiento, llegaron a la conclusión de que había ido allí con la intención de envenenarlos a todos. Y afirmando tal, me dejaron allí mismo en cueros, pese a mis protestas de inocencia, y con el pretexto de que buscaban frascos de vitriolo que yo podría llevar ocultos, me hurgaron y tantearon hasta la última pulgada de mi persona, retorciéndome y pellizcándome en lugares alarmantes. Mejor dicho, debo confesar que me pusieron las manos encima como degenerados y que pronto hubieran cometido violencia conmigo de no ser porque interrumpió sus juegos otro catedrático (un caballero entrado en años, de aspecto pío y que era evidentemente de superior categoría), el cual ordenóles que me dejaran, reconviniéndoles por importunarme. Arrójeme a sus pies; alzome él y, tras mirarme de arriba abajo, preguntóme por qué razón me habían desnudado. Yo le contesté que tan sólo había entonado una canción, a fin de complacer a aquellos caballeros, los cuales la calificaron de blasfema, para acto seguido someterme a un registro tan concienzudo, en busca de frascos de vitriolo, que seguramente me aguardaba pasarme toda la semana asustado.

»Entonces el anciano profesor me ordenó que entonara al punto la canción, para poder juzgar si era o no blasfema, así que cogí mi guitarra, en cuyo uso me habían adiestrado los gitanos, y lo mejor que pude (pues estaba llorando y temblando de miedo) volví a cantar «Cuando mis lágrimas caen». A lo largo de la interpretación mi salvador me sonreía con dulzura angelical, y cuando hube concluido no dijo ni palabra de blasfemia, sino que me besó la frente, me ordenó vestirme y tras censurar de nuevo a mis verdugos, que se habían sentido sumamente avergonzados de haberse visto de tal modo sorprendidos en su vil chanza, me ordenó que acudiera con él a sus aposentos. Lo que es más, tras interrogarme por fin en lo concerniente a mi origen y triste condición y haber expresado sorpresa y agrado por la amplitud de mis lecturas, allí mismo me nombró miembro de su casa, poniéndome a su servicio personal y autorizándome a utilizar libremente su biblioteca.

—Es preciso que sepa quién era esa persona tan piadosa —interrumpió Ebenezer—. ¡No puedo contener la curiosidad!

Burlingame sonrió, alzando el índice.

—Te lo diré, Eben; pero no debes repetir ni una palabra, por razones que pronto entenderás. Pese a sus defectos, aquel hombre se portó noblemente conmigo y no quisiera ver que nadie mancilla su nombre.

—No temas tal —le tranquilizó Ebenezer—. Será como si te lo susurraras a ti mismo.

—Muy bien, pues. Te diré tan sólo que era platónico hasta las orejas y que odiaba a Tom Hobbes[4] tanto como al demonio y además se ceñía tanto a las cosas del espíritu (tales como la densidad esencial, la indivisibilidad, la extensión metafísica y cosas por el estilo, que para él eran tan reales como las piedras o las empanadillas de ternera) que podría decirse que apenas si vivía en este mundo. Y por si no fueran estos indicios suficientes, has de saber por fin que en aquella época nuestro hombre se hallaba muy enfrascado en un grandísimo tratado de filosofía materialista, tratado que dio a la imprenta al año siguiente bajo el título de Enchiridion Metaphysicum.

—¡Santo cielo! —musitó Ebenezer—. Mi querido amigo, ¿fue el mismo Henry More ante quien cantaste? ¡Yo diría que es para presumir, no para sentirse corrido por ello!

—Espera a que termine mi cuento. ¡Era en efecto el gran More en persona con quien yo vivía! Nadie conoce mejor que yo la nobleza de su carácter, y nadie está en mayor deuda que yo para con su generosidad. Puede que entonces yo anduviera por los diecisiete años; intenté por todos los medios a mi alcance ser un modelo de inteligencia, buenos modales y laboriosidad, y al cabo de no mucho tiempo el anciano no consentía la presencia de ningún otro criado junto a sí. Le causaba gran placer conversar conmigo, al principio, de mis aventuras en el mar y con los gitanos, pero después, sobre cuestiones de filosofía y teología, campos con los que hice un especial esfuerzo por familiarizarme. Era notorio que More me había cobrado un gran afecto.

—¡A fe mía que eres un individuo con suerte! —suspiró Ebenezer.

—No; sigue escuchándome. A medida que fue pasando el tiempo dejó de dirigirse a mí llamándome «querido Henry» o «chicuelo», para decir «hijo mío» y «querido mío»; y después de eso, «queridísimo» y por fin, «cosita», «preciosidad» y «gitano mío». En resumen, como pronto sospeché, el afecto que sentía por mí era tan ateniense como su filosofía… Me da no sé qué decirte que en más de una ocasión me acarició y me llamó «su pequeño Alcibíades».

—¡Me dejas pasmado! —dijo Ebenezer—. ¡El muy canalla te rescató de los otros sinvergüenzas sólo para tenerte a disposición de sus lubricidades contra natura!

—Bueno, bueno, no era lo mismo en absoluto, Eben. Los otros eran hombres de treinta y tantos años, llenos hasta reventar (según expresión de mi amo) de «la inmundicia y las sucias tinturas de la corporeidad». Por otra parte, More tenía casi sesenta años, era el alma más gentil del mundo y apenas si era consciente, creo yo, de la naturaleza de su pasión: yo no le tenía ningún miedo. Y llegados aquí he de confesar, Eben, que hice algo bochornoso: tal era mi ansiedad por ingresar en la universidad que en lugar de dejar el servicio de More tan pronto como lo permitiera el tacto, no perdía ocasión de alimentar su chochez vergonzante. Me sentaba en el brazo de su sillón como una muchachuela impúdica y leía por encima de su hombro, o le tapaba los ojos de broma, o me ponía a saltar por la habitación como un mono, sabiendo que él admiraba mi energía y mi gracia. Sobre todo, cantaba y tocaba la guitarra para él; muchas noches (¡me sonrojo al contarlo!), cuando le permitía que se me echara encima como por accidente, me reía y me ruborizaba, y entonces, como para dejarlo todo en pura broma, cogía la guitarra y cantaba «Cuando mis lágrimas caen».

—¿Es preciso que diga que el pobre filósofo estaba simplemente embelesado? Su pasión cobró hasta tal punto preeminencia sobre el resto de sus facultades; estaba tan completamente enamorado de mí que, a cambio de la concesión por mi parte de ciertos favores insignificantes, los cuales yo sabía que él codiciaba pero apenas se atrevía a esperar, invirtió la casi totalidad de sus exiguos ahorros en vestirme como al hijo de un conde y matricularme en el Trinity College.

Aquí Burlingame encendió una pipa y suspiró, ensimismado en sus recuerdos.

—Mis lecturas, creo, eran de una amplitud infrecuente en un muchacho de mi edad. En los dos años que pasé con More llegué a dominar el latín, el griego y el hebreo; había leído todo Platón, Tulio, Plotino y varios otros de entre los antiguos, y había estudiado con cierto detenimiento la mayoría de las obras clásicas de la filosofía natural. Mi benefactor no mantuvo en secreto que esperaba que yo acabara siendo un filósofo tan notable como Herbert de Cherbury, John Smith o él mismo… ¿Y quién sabe lo que hubiera llegado a ser yo si las cosas hubieran acabado felizmente? Mas, ay, la misma desvergüenza en virtud de la cual alcancé mi objetivo labró también mi infortunio. Fue bastante poético.

—¿Qué pasó, por favor, di?

—Yo no andaba fuerte en matemáticas —dijo Burlingame—, y por tal razón dedicaba muchas horas de estudio a aquella materia. Pasaba todo el tiempo que podía en compañía de matemáticos, especialmente con aquel joven tan brillante que sólo dos años antes, en 1669, había ocupado la cátedra de Barrow en calidad de profesor lucasiano de matemáticas, puesto que aún ocupa.

—¡Newton!

—¡Sí, el prodigioso Isaac! Contaba entonces veintinueve o treinta años, como yo ahora, y su rostro era el de un semental pura sangre. Era delgado, fuerte, poseía una energía maravillosa y era muy dado a los cambios de humor; tenía esa arrogancia que a menudo acompaña a los grandes talentos, pero por otra parte era bastante tímido y rara vez se mostraba dominante. Podía ser despiadado con las teorías de los demás; sin embargo, él era desmedidamente sensible a la crítica. Tenía tan poca confianza en su propio talento que siempre se mostraba muy reacio a dar sus descubrimientos a la imprenta. Era, sin embargo, tan vanidoso que a la menor sugerencia de que alguien se le hubiera adelantado casi se volvía loco de ira y celos. ¡Un tipo espléndido, imposible!

—¡Dios mío, ese hombre me da miedo!

—Ahora debes saber que en aquella época More y Newton no sentían el menor aprecio uno por otro, y que la causa de su enemistad era el filósofo francés Renatus Descartes.

—¿Descartes? ¿Cómo puede ser eso?

—No sé muy bien qué caso les haces a tus tutores —dijo Burlingame—, debieras saber que todos estos caballeros platónicos del Christ College y del Emmanuel College suelen cantar las alabanzas de Descartes, del mismo modo que él se da mucho pisto con sus devaneos en el campo de las matemáticas y los movimientos de los cuerpos celestes, como si fuera un Galileo cualquiera; y, sin embargo, a diferencia de Tom Hobbes, Descartes afirma la existencia de Dios y del alma, lo que causa a los mentados caballeros un placer infinito. Tanto más aún porque todos ellos son protestantes: el tan alabado rechazo de la sabiduría de su tiempo del que alardea Renatus en su Discurso del método; la búsqueda interior en que fundamenta sus axiomas, ¿no es ése el primer principio del protestantismo? Por eso se enseña el sistema de Descartes por todo Cambridge, y More, al igual que los demás, elogiaba al filósofo y juraba por él como si fuera un santo de nuestros días. Dime, Eben, ¿cómo crees que tiene lugar el movimiento de los planetas en sus órbitas?

—Pues —dijo Ebenezer— consiste en que el cosmos está lleno de pequeñas partículas que se mueven en vórtices o torbellinos, cada uno de los cuales tiene su centro en una estrella; y es el sutil movimiento de estas partículas en el seno de nuestro vórtice solar lo que mediante tirones y empujones hace que los planetas se deslicen por sus órbitas, ¿no es eso?

—Eso dijo Descartes —dijo Burlingame, sonriendo—. ¿Y acaso recuerdas cuál es la naturaleza de la luz?

—Si estoy en lo cierto —contestó Ebenezer—, es un aspecto de los torbellinos, de la presión que las fuerzas en ellos contenidas ejercen hacia dentro y hacia fuera. El fuego celestial sale despedido por el espacio desde los vórtices por medio de dicha presión, que le imprime un movimiento transitorio a unos minúsculos glóbulos de luz…

—… que Renatus tuvo la amabilidad de incubar especialmente para la ocasión —interrumpió Burlingame—. Y lo que es más, les confiere a sus glóbulos un movimiento rectilíneo y otro rotatorio. Si tan sólo se produce el primero, cuando los glóbulos nos alcanzan la retina, vemos luz blanca; si se producen ambos, vemos color. Y por si esto no fuera lo bastante mágico —mirabile dictu—, cuando el movimiento rotatorio sobrepasa al rectilíneo, vemos el color azul; cuando es al revés vemos el rojo; y cuando los dos son iguales vemos el amarillo. ¡No son más que necedades y fantasías!

—¿Quieres decir que no son verdad? Debo decir, Henry, que a mí me parece razonable. En realidad ahí se encierra una semilla poética; es elegante.

—Sí; encierra todas las virtudes posibles y tan sólo un pequeño defecto, que consiste en que el universo no funciona así. Santo cielo, no es ningún crimen, digo yo, enseñar la filosofía escéptica de nuestro hombre, o su geometría analítica. Ambas entrañan mucho mérito. Pero su cosmología es puramente fantasiosa, su óptica, simplemente estrambótica y el primero en demostrarlo fue Isaac Newton.

—¿De ahí su enemistad? —preguntó Ebenezer.

Burlingame asintió con la cabeza.

—Por la época en que Newton fue nombrado catedrático lucasiano ya había dado al traste con la óptica cartesiana merced a sus experimentos con prismas (¡y bien que los recuerdo por sus conferencias!), y entonces estaba ocupado con la refutación de la teoría de los vórtices, para lo cual se servía de las matemáticas, aunque todavía no había publicado sus propias hipótesis cósmicas. Pero su aborrecimiento por Descartes es más profundo todavía: tiene su origen en la diversidad de sus temperamentos. Descartes, como tú sabes, es un escritor inteligente y posee una suerte de genio para los ejemplos que confiere fuerza a sus hipótesis más descabaladas. Tiene mucha mano para obligar al cosmos a que se adapte a sus teorías. Newton, por el contrario, es un experimentador paciente y brillante que siente un respeto sagrado por los hechos de la naturaleza. Por ende, desde que aparecieron las lecciones de Newton reunidas en De Motu Corporum y sus papeles sobre la naturaleza de la luz, el hombre que sus críticos escogieron para enfrentársele fue Descartes.

»Así pues no existía la menor simpatía entre Newton y More; de hecho, reinaba una hostilidad sorda desde hacía años. Y cuando yo me convertí en el foco de la misma, aquel antagonismo se desbordó.

¿Tú? Pero si tú no eras más que un simple estudiante, ¿no? Sin duda, dos gigantes así jamás se rebajaban a entablar batalla con sus estudiantes.

—¿Es preciso que te pinte la escena, Eben? —dijo Burlingame—. Yo estaba deseando saber cuál era la naturaleza del universo según Newton, pero sabiendo que era el protegido de More, el primero se mostraba frío y nada comunicativo conmigo. Empleé todas las estrategias que conocía para apartar aquella barrera y, ¡ay!, gané más de lo que luchaba por conseguir… En inglés llano, Eben, Newton se enamoró de mí tanto como More, con esta sola diferencia: que la pasión de Newton no tenía nada de platónica.

—¡No sé qué pensar! —exclamó Ebenezer.

—Tampoco lo sabía yo —dijo Burlingame—, bien que había una cosa que sí que sabía muy bien, y era que, salvo el respeto impersonal que les profesaba a ambos, ninguno de ellos me gustaba un pedo. Es juicioso, Eben, no confundir las dos clases de afecto. Pues bien, señor mío, con el correr de los meses, mis dos pretendientes acabaron por percatarse de la pasión que sentía el otro, y los dos se pusieron tan celosos como El celoso extremeño de Cervantes. Se comportaron vergonzosamente, y cada uno por su cuenta me amenazó con arruinar mi carrera universitaria si no dejaba al otro. Por lo que a mí se refiere, no le prestaba a ninguno de los dos más atención de la precisa, sino que me sumergía en las bibliotecas de los colleges cual delfín en la espuma. Bastante trabajo tenía con acordarme de comer y dormir como para cumplir con el millón de obligaciones que ellos pensaban que les debía. ¡A fe mía que formaban una buena pareja!

—Te suplico que me digas en qué acabó todo.

Burlingame suspiró.

—Los mantuve enfrentados durante más de dos años, hasta que por fin Newton no pudo soportarlo más. Por entonces la Real Sociedad había publicado sus experimentos con prismas y telescopios reflectantes, y Newton se había convertido en blanco del fuego que disparaba Robert Hooke, que tenía sus propias teorías sobre la luz; también disparaban sobre él el monje francés Pardies y el belga Linus. Tan alterado se encontraba nuestro hombre por la conjunción de las críticas y sus celos que de repente, en un solo día, juró no volver a publicar jamás ningún descubrimiento y, dirigiéndose a los aposentos de More, se presentó ante el mismo con la intención de desafiarlo y acabar de una vez por todas con la rivalidad que reinaba entre ellos por medio de un duelo a muerte.

—¡Ah, qué gran pérdida para el mundo, independientemente del resultado! —comentó Ebenezer.

—A la hora de la verdad no hubo derramamiento de sangre —dijo Burlingame—; el cuento tiene un final feliz para ellos dos, ya que no lo tiene para el narrador. Después de mucho discursear, Newton descubrió que la posición de su rival era tan incierta como la suya propia y que yo parecía ser indiferente a los dos por igual; cuya conclusión, en la medida en que afectaba a los asuntos particulares que tenían ellos en mente, era tan sólida como cualquiera de las que se contienen en los Principia. Por añadidura, More le mostró a Newton su Enchiridion Metaphysicum, en donde expresaba rotundamente un desafecto creciente hacia Descartes; además, Newton le aseguró a More que si bien era la gravitación universal y no los ángeles ni los torbellinos lo que gobernaba las órbitas de los planetas, quedaba aún espacio suficiente para que la Divinidad, como causa primera, pusiera en rotación las esferas cósmicas, incluso en los términos sostenidos por el buen Renatus. En resumidas cuentas, muy lejos de entablar un duelo a muerte, tan convencidos quedaron uno y otro que, al cabo de unas horas de coloquio (cuyo desarrollo perdí por completo, pues me encontraba en la biblioteca, absorto), se fundieron en llorosos abrazos y decidieron largarme sin un penique, arreglar mi expulsión del college e irse a vivir juntos a los mismos aposentos donde, así lo afirmaron, emparejarían los esplendores del mundo físico con las glorias del mundo ideal, dedicándose a escuchar embelesados la música de las esferas. Esto último nunca lo llevaron a cabo, pero su amistad perdura hasta el día de hoy y, por lo que llega hasta mis oídos, More se ha lavado las manos de cuanto tenía que ver con Descartes, en tanto que Newton se ha enamoriscado bobamente de la teología y anda detrás de explicar el Apocalipsis por medio de la aplicación de sus leyes sobre las series y los flujos. Por lo que respecta a la primera de sus resoluciones, la cumplieron al pie de la letra: me echaron, consintiendo en que pasara hambre, y pusieron de tal modo a todo el mundo sin excepción en mi contra que nadie me dio un chelín ni logré una sola comida a cuenta. Y así fue como me fui a Londres cuando no me faltaba ni un año para ser bachiller. De aquel modo, en 1676, dio tu padre conmigo, y merced a mi veleidad para con la musa de los estudios, volqué en ti y en tu querida hermana todo el entusiasmo que hasta entonces reservaba para mis investigaciones. Vuestra instrucción se convirtió en mi bien principal, mi causa primera, lo que confería a todo lo demás forma y orden. Y mi veleidad fue entera y cabal: ni por un instante lamenté mi modo de vida ni pensé en Cambridge con nostalgia.

—¡Henry, querido Henry! —exclamó Ebenezer—. ¡Cuánto me conmueve tu relato, cómo me hace sentirme avergonzado por haber dejado pasar perezosamente lo que tú en vano tanto luchaste por conseguir! ¡Si Dios me diera otra oportunidad!

—No, Eben, me temo que tú no tienes madera de sabio. Puede que tengas el amor del escolástico por la sabiduría, pero no tienes ni la paciencia, ni la destreza, ni tampoco, mucho me temo, ese cierto olfato para detectar lo que es relevante, ese dominio del mundo que distingue al pensador del chiflado. Hay algo en ti, una disposición de ánimo, por así decirlo, que te haría seguir siendo ingenuo aunque destilaran en tu cerebro toda la sabiduría de todos los libros que hay en todas las librerías de Europa. No, olvídate del bachillerato; he venido aquí no para exhortarte a que lo intentes de nuevo ni para reprenderte por tu fracaso, sino para llevarte conmigo a Londres durante algún tiempo, hasta que veas con claridad cuál es tu camino. Fue idea de Anna, que te quiere más que a sí misma, y yo lo juzgo conveniente.

—¡Mi preciosa Anna! ¿Y cómo es que llegó a saber de tu paradero?

—Bueno, digamos —dijo Burlingame riéndose— que eso es harina de otro costal. Sería preciso otro relato entero y ya habrá ocasión para ello. Vente conmigo a Londres y te lo contaré en la diligencia.

Ebenezer dudaba.

—Es un gran paso.

—También es grande el mundo —repuso Burlingame.

—Me da miedo pensar lo que diría mi padre si lo supiera.

—Mi querido amigo —dijo Burlingame—, henos aquí que sentados encima de una roca que navega a ciegas por el espacio todos nos dirigimos presurosos de cabeza a la tumba. ¿Crees por ventura que a los gusanos les va a importar cuando dentro de poco les sirvas de banquete si dejaste pasar tu momento encerrado en tu habitación, al abrigo de regañinas, o si te dedicaste a saquear las áureas ciudades de Moctezuma? Mira, ya casi se ha pasado el día, el tiempo es una veloz carrera que jamás se detiene. Hace que nos metamos la comida en los intestinos lo que se tarda en contar un cuento, y ya se quejan pidiendo más. Somos hombres que caminan hacia la muerte, Ebenezer: ¡a fe mía que sólo hay tiempo para adoptar resoluciones audaces!

—Me infundes valor, Henry —dijo Ebenezer, levantándose de la mesa—. Vayámonos, pues.