2. LA EXTRAORDINARIA MANERA EN LA QUE SE EDUCÓ EBENEZER Y LOS NO MENOS EXTRAORDINARIOS RESULTADOS DE DICHA EDUCACIÓN

Ebenezer y Anna se educaron juntos. Al darse la circunstancia de que no hubiera otros niños en la heredad de Saint Giles, crecieron sin más compañeros de juego que ellos mismos, como consecuencia de lo cual estaban desusadamente unidos. Compartían los mismos juegos y recibían instrucción en las mismas materias, ya que Andrew tenía dinero suficiente para procurarles un tutor, si bien no tutoría por separado. Hasta la edad de diez años compartieron incluso el dormitorio; y no porque faltara espacio, ni en la casa que tenía Andrew en Londres ni en el ulterior establecimiento de Saint Giles, sino porque la vieja ama de llaves de Andrew, la señora Twigg, que durante algunos años fue institutriz de los niños, se tomaba tan en serio el hecho de que fueran gemelos que se propuso tenerlos siempre juntos y, más adelante, cuando la circunstancia de que estuvieran más crecidos junto con la suposición de que ya se daban cuenta de las cosas empezaron a azarar al aya, disfrutaban tanto los niños de su mutua compañía que la señora Twigg fue incapaz durante un tiempo de resistir las protestas conjuntas que hacían en cuanto se mencionaba la posibilidad de ponerlos en habitaciones separadas. Cuando finalmente se llevó a cabo la separación, por orden de Andrew, ésta consistió meramente en situarlos en dos cámaras adyacentes cuya puerta de comunicación se dejaba normalmente abierta a fin de posibilitar la conversación.

A la luz de todo esto no es de extrañar que incluso después de la pubertad hubiera escasa diferencia, dejando aparte las manifestaciones físicas del sexo, entre los dos niños. Ambos eran vivaces, inteligentes y de buen comportamiento. Anna era la menos tímida de los dos, e incluso cuando, de modo natural, Ebenezer se hizo más alto y de mayor fortaleza física, Anna siguió siendo más rápida y de movimientos mejor coordinados, siendo, por tanto, quien ganaba habitualmente los juegos que compartían: shuttlecock, fives, squails, jackstraws o shove ha’penny. Ambos eran grandes lectores y les gustaban los mismos libros: entre los clásicos, la Odisea y Las metamorfosis, el Libro de los mártires y las Vidas de los santos; los romances de Valentine y Orson, Bevis y Hampton y Guy de Warwick, los cuentos del buen Robin, la paciente Griselda y los niños abandonados en el bosque; y entre los libros, más novedosos, Muestra para niños, de Janeway; El modelo de la Virgen, de Batchiler, y La Virgen prudente, de Fisher, además de El oneroso legado de la conducta errónea, El ejemplo de paz para el joven, el Libro de los alegres acertijos, así como La senda del peregrino y la obra de Keach titulada Guerra contra el demonio, libros estos dos últimos que adquirieron poco después de su publicación. Tal vez, de haber estado Andrew menos ocupado por sus asuntos comerciales, o la señora Twigg por su religión, su gota y su autoridad sobre los demás servidores, Anna hubiera quedado circunscrita a sus muñecas y bordados, en tanto que a Ebenezer lo hubieran dedicado al aprendizaje de las artes de la caza y de la esgrima. Pero es muy raro que se les sometiera a directriz alguna, de ahí que distinguieran poco entre qué actividades eran adecuadas para niñas y cuáles eran propias de niños.

Su entretenimiento favorito consistía en hacer representaciones teatrales. Dentro o fuera de casa, hora tras hora, representaban el papel de piratas, soldados, clérigos, indios, miembros de la realeza, gigantes, mártires, damas y caballeros de la nobleza o cualesquiera otras criaturas sobre las cuales recayera la fantasía de los niños, que se inventaban la acción y el diálogo sobre la marcha. A veces mantenían el mismo papel durante días, a veces tan sólo unos minutos. Ebenezer se las ingeniaba especialmente bien para disfrazar la identidad que hubiera adoptado en presencia de los adultos, revelándosela sin embargo a Anna con claridad suficiente, para gran delicia de ella, por medio de cualquier gesto o comentario aparentemente inocentes. Por ejemplo, a lo mejor se pasaban una mañana de otoño en el huerto, representando a Adán y Eva, y cuando a la hora de comer su padre les prohibía volver allí porque había barro, Ebenezer asentía, respondiendo con un gesto de inteligencia: «Lo peor no es el barro: además he visto una serpiente». Y la pequeña Anna, una vez recuperado el aliento, afirmaba: «A mí no me asustó, pero la frente de Eben no ha dejado de sudar desde entonces», y a continuación le pasaba el pan a su hermano. Por la noche, tanto antes como después de que separaran sus habitaciones, o bien proseguían con el simulacro (necesariamente confinados al diálogo, que era fácil de mantener en la oscuridad) o bien hacían juegos de palabras; de estos tenían gran variedad, desde el sencillo «¿cuántas palabras riman con deprisa?», hasta los códigos complicados, las pronunciaciones al revés y los lenguajes que se inventaban hacia el final de su infancia.

En 1676, cuando los niños contaban diez años de edad, Andrew contrató para ellos a un nuevo tutor, que respondía al nombre de Henry Burlingame III, un joven nervudo, de ojos castaños, piel atezada, veintipocos años, vehemente y no exento de atractivo. El tal Burlingame, por razones no explicadas, no había terminado sus estudios universitarios; sin embargo, dada la amplitud y profundidad de sus capacidades, le faltaba poco para ser un Aristóteles. Andrew se lo encontró en Londres, sin empleo y subalimentado y, siempre buen negociante, dadas las circunstancias, pudo, a cambio de un salario miserable, proporcionarles a sus hijos un tutor que con idéntica facilidad cantaba el papel de tenor en un madrigal de Gesualdo, diseccionaba un ratón de campo o conjugaba el verbo éiuí. A los gemelos les cayó bien inmediatamente y él, a su vez, al cabo de tan sólo unas semanas, les cobró tal afecto que no cupo en sí de contento cuando Andrew lo autorizó, sin que mediara un aumento de sueldo, a convertir el pequeño cenador sito en la heredad de Saint Giles en una mezcla de laboratorio y residencia, donde podía dedicar toda su atención a sus tutelados.

Henry Burlingame halló que ambos niños eran rápidos en aprender y que estaban especialmente dotados para la filosofía natural, la literatura, la redacción y la música; Lo estaban algo menos para las lenguas, las matemáticas y la historia. Incluso les enseñó a bailar, aunque Ebenezer, a la edad de doce años ya era demasiado torpe como para hacerlo bien. Primero le enseñaba a Ebenezer a tocar la melodía al clavicordio; después le hacía practicar los pasos a Anna, con acompañamiento de Ebenezer, hasta que los dominaba; a continuación, ocupaba el lugar de Ebenezer al instrumento, a fin de que Anna le enseñara los pasos a su hermano, y, finalmente, una vez aprendida la danza, Ebenezer ayudaba a Anna a dominar la melodía al clavicordio. Aparte de su evidente eficacia, aquel sistema estaba en consonancia con el segundo de los tres principios pedagógicos del maestro Burlingame, a saber, que la mejor manera de aprender una cosa es enseñarla. El primero era que de los tres motivos usuales por los que se aprenden las cosas (necesidad, ambición y curiosidad), la simple curiosidad era el más digno de estímulo, por ser el más «puro» (en cuanto a que el valor de lo que nos induce a aprender es, más que un instrumento, un fin en sí mismo), el más propicio a un estudio continuado y exhaustivo, en lugar de superficial y limitado, y el que más probabilidades tiene de hacer del aprendizaje una tarea grata. El tercer principio, íntimamente relacionado con los otros, era que el juego de enseñar y aprender jamás debiera asociarse a ciertas horas ni a determinados lugares, para evitar que tanto el discípulo como el maestro (y en el sistema de Burlingame no había mucha diferencia entre uno y otro) cayeran en el hábito vulgar de perder el estado de alerta, cosa que sólo podía suceder a dichas horas y en dichos lugares, evitándose así la perniciosa conclusión de hacer distingos entre el aprendizaje y otros tipos de comportamiento natural.

Así pues, la educación de los gemelos ocupaba desde la mañana hasta la noche, Burlingame se sumó con prontitud a sus representaciones teatrales y, de haberse atrevido a pedir permiso, también hubiera dormido con ellos, a fin de dirigir sus juegos de palabras. Si bien su sistema carecía de la disciplina del de Locke, que obligaba a todos sus discípulos a mantener los pies sumergidos en agua fría, era harto más deleitoso: Ebenezer y Anna querían a su profesor y los tres eran grandes camaradas. Para enseñarles historia, orientaba sus representaciones teatrales hacia hechos históricos: Ebenezer representaría al Pequeño John, quizá, y Anna al fraile Tuck[1], o Anna, a santa Úrsula, y Ebenezer, a las cincuenta mil vírgenes; para mantener su interés por la geografía sacaba a relucir volúmenes de láminas exóticas y relatos de aventuras; para agudizar su bagaje lógico, hacíales recorrer las paradojas de Zenón como si les estuviera diciendo adivinanzas, y los adiestraba en el escepticismo de Descartes con tanto desenfado como si la búsqueda de la verdad y del valor en el universo consistiera en jugar a «¿quién tiene el botón?». Les enseñó a admirarse ante la contemplación de una hoja de tomillo, unos compases de Palestrina, la configuración de Casiopea, las escamas de una sardina, el sonido de ciertas sobreesdrújulas, la elegancia de un sorites.

El resultado de aquella educación fue que los gemelos le cobraron un gran amor al mundo, en especial, Ebenezer, ya que Anna, más o menos desde que cumplió los trece años, comenzó a mostrarse más recatada, menos expansiva. Pero Ebenezer era capaz de estremecerse viendo el descenso en picado de una golondrina, de llorar de risa al contemplar la urdimbre de una telaraña o el estruendo de las notas de un órgano cuando se pisan los pedales, así como de prorrumpir en súbito llanto ante el ingenio de Volpone[2], la tensión de la caja de resonancia de un violín o la verdad del teorema de Pitágoras. A la edad de dieciocho años ya había alcanzado la plenitud de su estatura y desgarbo; era un joven torpe y nervioso, que, aunque por entonces superaba con mucho a su hermana en imaginación, era muy inferior a ella en belleza física, pues a pesar de que en tanto que gemelos sus facciones eran casi idénticas, la naturaleza juzgó adecuado, merced a ciertas alteraciones sutiles, hacer de Anna una mujercita encantadora y de Ebenezer, un espantapájaros de ojos saltones, del mismo modo que un escritor inteligente puede, merced a unos cuantos ajustes delicados, parodiar un estilo hermoso.

Fue una lástima que Burlingame no pudiera acompañar a Ebenezer cuando, a los dieciocho años, el muchacho estuvo en condiciones de matricularse en Cambridge, pues si bien es cierto que un buen profesor enseña bien independientemente de la teoría pedagógica a la que se adhiera, y aunque la de Burlingame resultaba singularmente atractiva, no existe, sin embargo, ningún método educativo perfecto, y es preciso admitir que, al menos en parte, debido a la educación recibida, Ebenezer hallaba el mismo tipo de placer en la historia que en la mitología griega o la poesía épica y distinguía poco o nada entre, por ejemplo, la geografía de los atlas y la de los cuentos de hadas. En suma, debido a que el aprender había sido para él un juego de lo más placentero, Ebenezer no era capaz de tomarse los hechos referentes a la zoología o a la conquista normanda con seriedad genuina, ni era tampoco capaz de someterse a una disciplina que le permitiera afrontar un trabajo prolongado si la tarea era tediosa. Ni siquiera su gran imaginación y entusiasmo por el mundo eran virtudes verdaderas si se combinaban con su alegre falta de resolución, pues aun cuando aquellas cualidades hacíanle extraordinariamente sensible a la arbitrariedad imperante en el mundo concreto y real, no conseguían hacerle comprender al mismo tiempo que también el mundo tenía una finalidad. Sabía muy bien, por ejemplo, que «Francia tiene forma de tetera», pero le resultaba muy difícil aceptar el hecho de que existiera realmente en aquel preciso instante un lugar llamado Francia, donde la gente hablaba francés y comía caracoles, independientemente de que Ebenezer pensara en aquella gente o no, así como le costaba trabajo aceptar que, pese a la virtual infinitud de las formas imaginables, la antedicha Francia tuviera que seguir pareciendo eternamente una tetera. Y de la misma manera, aunque todo aquello de Grecia y Roma era algo incuestionablemente delicioso, encontraba absurda, casi impensable, la idea de que aquel fuera el único modo en que pasaron las cosas: cuando pensaba en todo aquello se ponía nervioso y se irritaba.

Tal vez, de haber seguido bajo la guía de su tutor, Ebenezer hubiera superado con el tiempo aquellos defectos, pero una mañana de julio de 1684, Andrew se limitó a anunciar durante el desayuno:

—No hace falta que vayas al pabellón hoy, Ebenezer. Tus lecciones se han acabado.

Los dos hijos alzaron la vista, sorprendidos.

—¿Queréis decir, señor, que Henry va a dejarnos? —preguntó Ebenezer.

—Así es, en efecto —repuso Andrew—. De hecho, no debo andar muy errado si digo que ya se ha ido.

—Pero ¿cómo es eso? ¿Sin siquiera despedirse? ¡No dijo ni palabra de que fuera a dejarnos!

—Vamos, calma —dijo Andrew—. ¿Vas a ponerte a llorar por un simple maestro de escuela? Cualquier semana había de suceder, ¿no es así? Su labor contigo ha terminado.

—¿Sabías tú algo de esto? —le preguntó Ebenezer a Anna. Ella negó con la cabeza y salió disparada de la habitación—. ¿Le ordenasteis que se fuera, padre? —preguntó con incredulidad—. ¿Por qué tan de repente?

—¡Así es la vida! —exclamó Andrew—. ¡A tu edad yo me hubiera echado unos buenos tragos al verle marchar con viento fresco, en lugar de armar tanto alboroto! Ese señor había cumplido con su cometido, así que lo licencié. ¡Y no hay más! Si a él le pareció conveniente largarse pitando, eso es cosa suya. ¡Debo decir que su actitud fue mucho más viril que todos estos aspavientos!

Ebenezer se dirigió inmediatamente al cenador. Casi todas las cosas se encontraban exactamente como antes: había una rana a medio diseccionar, fijada mediante agujas a la tabla de madera de haya; sobre la mesa de trabajo había libros abiertos y papeles dispersos encima del escritorio; estaba incluso la tetera, medio llena, encima de la chimenea. Pero, efectivamente, Burlingame se había ido. Estaba Ebenezer mirando incrédulamente en torno a si cuando Anna se le unió, enjugándose las lágrimas.

—¡Henry querido! —se lamentó Ebenezer, también él a punto de estallar en lágrimas—. ¡Es como si hubiera caído un rayo del cielo! ¿Qué vamos a hacer sin él?

Anna no respondió; corrió hacia su hermano y lo abrazó.

De modo que, por ésta o por otras razones, cuando, no mucho después, Ebenezer se despidió de su padre y de Anna, y se estableció en el Magdalene College de Cambridge, resultó ser un mal estudiante. Iba a la biblioteca, sacaba los ensayos de Newton, recogidos bajo el título De motu corporum, y se pasaba en cambio cuatro horas leyendo la Historia de los bucaneros, de Esquemeling, o algún bestiario latino. Participó poco en bromas o deportes, hizo pocos amigos y pasó virtualmente desapercibido para sus profesores. Fue durante su segundo año de estudios cuando, aunque él no se dio cuenta entonces, le clavó su doloroso aguijón el tábano de la musa. Cierto que en aquella época él no se consideraba poeta, pero la verdad es que, después de oír a sus profesores razonar sutil y extensamente contra, pongamos por caso, el materialismo filosófico, Ebenezer salía del aula magna sin haber escrito en el cuaderno más que lo siguiente:

Mente más materia vio el viejo Platón;

«Sólo lo segundo», dijo Thomas Hobbes.

Arde en el infierno el alma del buen Tom;

«Era inmaterial», vino a decir DIOS.

O bien:

De virtud y verdad fuente

para los mortales

es y será siempre

la lumen naturalis.

Como cabía esperar, cuanto más afectado se sentía Ebenezer por aquel mal, tanto más perjudicados se veían sus estudios. La suma de la historia se convirtió en su cabeza en no más que un compendio de metáforas. De los filósofos de su época (Bacon, Hobbes, Descartes, Spinoza, Leibnitz, Locke) aprendió poco: de los científicos (Kepler, Galileo, Newton), menos; de los teólogos (lord Herbert, Cudworth, More, Smith, Glanville), nada. Pero El paraíso perdido se lo sabía de cabo a rabo; Hudibras, de arriba abajo. Al final del tercer año, con gran desconsuelo por su parte, suspendió unos cuantos exámenes y tuvo que afrontar la perspectiva de abandonar la universidad. Mas ¿qué podía hacer? No soportaba la idea de volver a Saint Giles y decírselo a su formidable padre; a Ebenezer le gustaría ausentarse sin revuelo, desaparecer de la vista y buscar fortuna en el mundo por su cuenta. Pero ¿de qué modo?

Aquí, en la dificultad para responder a aquella pregunta, se hicieron patentes los efectos más profundos de la amable pedagogía de Burlingame: todas las personas que conocía, dentro o fuera de los libros, capaces de hacer con destreza y discernimiento alguna cosa, cualquiera que ésta fuera, encendían la imaginación de Ebenezer: expertos en cetrería, eruditos, albañiles, deshollinadores, prostitutas, almirantes, rateros, fabricantes de velas para barcos, mozas de taberna, boticarios y artilleros, todos por igual le hacían sentir una pronta admiración.

¡Ah, Dios mío —le escribió en una carta a Anna por aquella época—, si fuera asunto fácil elegir una llamada, sentir sólo una en la vida! ¡Por mí sería cincuenta años abogado, cincuenta médico y cincuenta soldado! ¡Sí, y cincuenta ladrón y cincuenta juez! Todos los caminos son buenos, amada hermana, ninguno lo es más que otro, así que, disponiendo tan sólo de una vida, soy un hombre que está en el sastre con el trasero al aire y sólo tiene peculio para un par de calzones, o como un erudito que está en la librería con dinero para un solo libro: elegir diez no sería problema; elegir uno, ¡imposible! Todos los oficios, todas las artes, todas las profesiones son prodigiosas, pero ninguna es mejor que las demás juntas. No puedo elegir, dulce Anna: ¡entre los taburetes caen mis calzones al suelo!

Es decir, carecía por temperamento de inclinación hacia cualquier carrera y, lo que es peor (como si aquello no fuera de por sí desgracia suficiente), consecuentemente, Ebenezer no parecía corresponder a ningún tipo de persona: la variedad de temperamentos y caracteres que le fue dado observar en Cambridge y en la literatura le resultaba tan seductora como la variedad de trabajos que había en la vida, e igualmente difícil elegir entre ellos. Admiraba por igual al sanguíneo, al flemático, al colérico, al melancólico, al esplénico y al equilibrado; al necio como al sabio; al entusiasta, al chapado a la antigua, al charlatán y al taciturno, y el dilema mayor de todos: tanto admiraba al coherente como al incoherente. De manera similar, parecíale tan bueno ser gordo como ser flaco, ser bajo o alto, feo o guapo. Para completar sus dudas —lo cual probablemente fuera consecuencia de lo que antecede—, a Ebenezer podía convencerlo, al menos teóricamente, cualquier filosofía del mundo, incluso cualquier opinión que se sostuviera con firmeza, bien porque estuviera poéticamente concebida, bien porque tuviera una exposición atractiva, ya que él no parecía sentirse emocionalmente predispuesto en favor de nada. Antojábasele una idea bella que el mundo estuviera hecho de agua, según afirmaba Tales, o que fuera de aire, a la Anaximenes, o de fuego, a la Heráclito, o las tres cosas a la vez y además, de barro, como juraba Empédocles; que todo fuera materia, como mantenía Hobbes, o que todo era espíritu, como proclamaban algunos de los seguidores de Locke, parecíanle cosas igualmente probables a nuestro poeta, y por lo que se refiere a la ética, de haber podido elegir las tres cosas y no sólo una, hubiera disfrutado muriendo una vez como santo, otra, como un gran pecador, y entre ambas, una más como tibio.

Nuestro hombre —en resumidas cuentas—, gracias tanto a Burlingame como a sus inclinaciones naturales, sentía vértigo ante la belleza de lo posible; deslumbrado, alzaba las manos cuando se trataba de elegir. Aunque había terminado el curso, él seguía en Cambridge. Por espacio de urna semana se limitó a languidecer en sus habitaciones, enfrascado en la lectura y fumando pipa tras pipa de tabaco, al que habíase hecho adicto. Por fin leer se tornó imposible; fumar, una molestia excesiva: se paseaba incansablemente por la habitación. Parecía que la cabeza siempre estaba a punto de dolerle, pero nunca empezaba.

Finalmente, un día ni siquiera se dignó vestirse ni comer, sino que permaneció sentado, inmóvil, junto a la ventana, en camisón, mirando fijamente la actividad que había abajo, en la calle, incapaz de elegir un solo movimiento cuando, unas horas más tarde, su vejiga, que no había conocido tutor, le sugirió uno.