21. EL POETA GANA SU HEREDAD

Tan pronto como el Tribunal hizo una pausa, Richard Sowter y William Smith retiráronse a otra estancia; Burlingame, lejos de ir a por tinta, admitió despreocupadamente que tenía el tintero medio lleno, pero que había mandado al miliciano a por más, a fin de guardar las apariencias.

—¿Por qué nos habéis engañado? —demandó Andrew—. ¡Protestó enérgicamente!

Burlingame se encogió de hombros.

—Para salvar la dote de Anna —dijo, malévolamente—. No quería perder mi parte del Puntal de Cooke.

—No, Henry —le reconvino Anna—. Calma.

—Contigo hablaré enseguida, señorita —dijo Andrew, amenazador—. En este momento…

—En este momento nos encontramos en una situación crítica, señor —intervino el gobernador Nicholson—, y no disponemos de mucho tiempo para trazarnos un plan.

—¿Situación crítica? ¡Tonterías! ¡Ya habéis oído mis argumentos!

—Sí, y también la refutación de Sowter, que no os deja ni una bacinilla en que orinar. Tropo vulgar que me recuerda… —Hizo una reverencia a las damas y se excusó.

—No, señor —le apremió Burlingame—. Es importante que vos también lo oigáis.

—Ah, ah… —Nicholson negaba con el índice—. Os recuerdo que nos hemos constituido en Tribunal legal y que popularmente se cree que los jueces debieran ser imparciales.

—Y otro tanto los secretarios —añadió gravemente Andrew—. Ganaré el caso sin vuestra ayuda, señor Burlingame.

—¡Vuestro caso me importa un pito! —exclamó Henry—. ¡Me importa poco quién sea el dueño de esta inmundicia como a Ebenezer o a vuestra hija! Lo que me preocupa es la provincia.

—¿Eh? —El gobernador se detuvo al llegar a la puerta—. ¿Cómo es eso Henry?

Burlingame congregó a todos los hombres en derredor del tapete para cambiar impresiones.

—Se trata de ese fragmento del Diario de la Asamblea —anunció—. Todos los presentes salvo vos, señor Cooke, somos conscientes de la naturaleza e importancia del mismo… Tan sólo voy a pediros que aceptéis la palabra de Su Excelencia en cuanto a que sin ese documento que obra en poder de Bill Smith podemos perder un caso de envergadura muy superior al que nos ocupa, y puede que de paso perdamos toda la provincia de Maryland. Si disponemos de todo el diario no por ello habremos atrapado a nuestro hombre, pero al menos podremos procesarlo.

—Así es, en efecto, señor —le aseguró Nicholson a Andrew—. Pero ¿a qué viene esto, Henry?

Burlingame sonrió.

—Hemos oído la declaración del señor Cooke y la del señor Sowter, señor, y vos sabéis tan bien como yo que en estos momentos el señor Cooke ha perdido todos los puntos.

Andrew protestó enérgicamente en contra de aquella opinión, y Nicholson le recordó a Burlingame que era una falta de ética pedirle a un juez que se comprometiera antes de que se hubieran completado los alegatos. Su sonrisa, empero, daba a entender, por lo menos a ojos de Ebenezer, que tal vez la argumentación de Andrew no fuera ni mucho menos tan contundente como el poeta había pensado.

—Paréceme que debería haceros saber, señor —díjole Ebenezer a su padre— que no tengo la menor intención de anular mi matrimonio, al margen de las circunstancias que lo rodean. Soy responsable de la situación de Joan… —Al llegar aquí acalló las protestas de McEvoy con un gesto de la mano—. No, John, la responsabilidad es mía, y no volveré a abandonar a esa mujer ni a cambio de mil Maldens.

En vano señaló su padre que se trataba de una prostituta enferma y moribunda; en vano pasó de la ira a los razonamientos, de los razonamientos a las súplicas y de las súplicas nuevamente a la ira. Ebenezer se mantuvo inflexible.

—¡Pues entonces no hay más que hablar! ¡Cásate por segunda vez con esa puta cuando hayamos ganado el caso y vete al cuerno! ¡Tan sólo te pido permiso para salvar Malden para así poder cedértelo!

Ebenezer se vio atrapado entre dos responsabilidades antagónicas y no veía el modo de reconciliarlas. Fue un momento doloroso, hasta que Burlingame acudió a rescatarlo.

—En todo caso es algo que queda fuera de lugar, caballeros —dijo Henry—. Si Sowter tiene sesos en su cabeza de ladrón convendrá en que el matrimonio es falso (perdóname, Eben, es mejor que tu padre sepa que la unión nunca fue consumada). Pero la cláusula que exigía su celebración es falsa por idéntica razón: Joan Toast no es Susan Warren, y Susan Warren no es hija de Bill Smith, y no hay más que hablar. En cuanto al resto de los argumentos, hacen agua por todas partes. A Sowter le costará poco apoyarse en precedentes jurídicos. ¿Estáis de acuerdo, Tom? Ahora no sois juez.

Sir Thomas Lawrence reconoció que la argumentación de Andrew parecíale vulnerable, y la de Sowter, relativamente sólida, pero añadió que a su juicio el señor Cooke había pasado por alto la mejor línea de ataque.

—Si yo fuera asesor vuestro —le dijo a Andrew—, invocaría el carácter extremo del dictamen del Tribunal Territorial, no la legalidad del mismo. Admitid que Spurdance se había equivocado, pero solicitad que se aligeren los daños…, por ejemplo, que se vuelva a los términos originales que figuran en el contrato de servidumbre de Smith, más las costas y una compensación por las molestias.

Burlingame negaba con la cabeza.

—No percibís el problema, Tom. ¡No queramos que gane Sowter, pero tampoco nos atrevemos a consentir que pierda!

—¿Y por qué, si se puede saber?

—Por la mejor razón posible, señor —repuso Burlingame sosegadamente—. Sir Thomas, vos y yo sabemos muy bien que este Tribunal tiene de legal lo que un lupanar.

Ebenezer expresó su asombro, y Andrew acusó abiertamente a Burlingame de prevaricación, pero sir Thomas se ruborizó y el gobernador Nicholson, incómodo, lanzaba miradas en derredor.

—¡Ah, bueno, bueno, Henry! —Sus miradas furibundas recorrían la estancia—. Estoy dispuesto a reconocer que no es esto lo que hacen los gobernadores todos los días, pero ya está hecho, maldita sea. ¡Dudo que nuestro amigo Sowter apele a los lores comisionados!

—Estoy seguro de que no lo va a hacer —convino Henry—. Pero cuando el juez Hammaker sepa que os habéis sentado en este salón una tarde y que le habéis dado la vuelta al dictamen del Tribunal Territorial, podéis tener la certeza de que él sí que armará ruido en Londres. ¡Y a Andros le va a encantar oírlo!

—¡Ya basta! —gruñó Nicholson—. Está sobradamente claro. Su tono no presagia nada bueno de cara a las expectativas de Andrew.

—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó aquel caballero—. ¡Quisiera recordar a vuestras mercedes que mi voz suena con tanta fuerza como la de Hammaker ante los lores comisionados! ¡Si este Tribunal no tiene capacidad jurídica, no ganáis nada dictaminando en contra de mí!

—Muy cierto —convino Burlingame con una sonrisa—, ahora que os hemos mostrado lo que hay que hacer. Además tenemos tanto interés por el resto del Diario intimo como por Malden, si no más. Sowter sabe que la posición de su cliente no es sólida (el intento de huida de Smith así lo prueba), pero también sabe que existe alguna relación entre los Cooke y yo. No está seguro de pisar terreno firme, sobre todo en lo referente a los cargos de sedición y fomento del vicio, y me da la impresión de que el único motivo por el que defiende a Smith es que quiere tener mayor capacidad negociadora cuando llegue el momento de las componendas.

Nicholson estaba que echaba humo, y no dejaba quieto el bastón.

—¡Podías haber dicho todo esto antes de la constitución del Tribunal!

—Habría sido prematuro —dijo Burlingame—. Ya nos hemos quitado de en medio al coronel, y por otra parte teníais perfecto derecho a confiscar provisionalmente el Puntal de Cooke. De he hecho, ha sido una jugada muy buena.

—¡Muy generoso!

—Mas no os atreváis a retener la propiedad durante demasiado tiempo bajo ese pretexto, ni tampoco os atreváis a entregársela a ninguna de las dos partes por decreto. Por eso os aconsejé que interrumpierais la sesión.

Nicholson se enjugó la frente.

—¡Que el diablo se lleve a todos los leguleyos y a sus libros de leyes! ¡Qué gran provincia tendríamos sin ellos! ¿Y ahora qué hacemos?

Burlingame se encogió de hombros.

—¿Qué hacen todos los buenos letrados cuando no pueden ganar un caso? ¡Llegamos a un acuerdo fuera de los tribunales!

—¡Alto! —advirtió Ebenezer—. Aquí están.

Richard Sowter y William Smith llegaban, procedentes de la estancia contigua. El tonelero parecía en efecto no estar seguro del terreno que pisaba, mas a su asesor veíasele tan despreocupado como siempre.

—¿Habéis encontrado un poco de tinta, señor secretario? ¡Espléndido! ¡Por san Leovigio, sería una lástima que no quedara constancia de la elocuencia del señor Cooke!

El grupo que estaba alrededor de la mesa se dispersó. Tras reparar con cierta sorpresa en que Anna se había trasladado al diván y se hallaba absorta en una conversación con Joan, Ebenezer regresó con su padre al lugar que ocupara anteriormente. Tan desanimado estaba Andrew por el cariz que tomaban los acontecimientos que no opuso resistencia cuando su hijo lo cogió del brazo y lo condujo gentilmente a su asiento.

—Con la venia de Vuestra Excelencia —dijo Sowter—, ¿puedo proseguir con mi declaración?

Burlingame, según advirtió Ebenezer, había conferenciado en voz baja con el gobernador y sir Thomas Lawrence. Ahora se volvió a sentar y le guiñó un ojo a Ebenezer como si no hubiera nada de que preocuparse.

—No podéis —masculló Nicholson.

El semblante de Sowter se ensombreció.

—¡Vuestra Excelencia!

—El Tribunal dictaminará sobre la reclamación presentada por vuestro cliente en otro momento —dijo el gobernador—. Por ahora voy a hacer que los dos seáis trasladados a la cárcel de Anne Arundel. Se os acusa de conspiración, sedición y alta traición, y después de lo que Tim Mitchell, aquí presente, me ha dicho, confío plenamente en veros colgados antes de fin de año.

La sorpresa hizo que incluso el hosco tonelero se pusiera en pie.

—¡Tim Mitchell!

—Sí, caballeros —Burlingame sonreía—. El orgullo y la alegría del capitán Billy, hasta que apareció su verdadero hijo.

Mientras hablaba tenía las manos ocupadas, y su aspecto se transformó mágicamente. La peluca empolvada desapareció y fue reemplazada por una corta cabellera de pelo negro; de la boca extrajo Burlingame un curioso artilugio que resultó tener tres dientes artificiales. Lo más misterioso de todo, parecía capaz de modificar a voluntad la disposición de los músculos faciales: la curvatura de las mejillas y la parte ancha de la nariz cambiaron de forma a la vista de todos; la frente, habitualmente surcada de arrugas, tornose lisa; aparecieron patas de gallo, que antes no tenía. Por último, su voz hízose más grave y profunda; encogiose de tal modo que su estatura pareció menguar al menos dos pulgadas; la mirada adquirió una expresión más astuta. En el transcurso de unos segundos milagrosos, Nicholas Lowe se había convertido en Timothy Mitchell.

—¡Cuerpo de tal! —exclamó sir Thomas Lawrence, y el mismo gobernador (aunque era de suponer que tenía que haber presenciado anteriormente metamorfosis similares de su agente) no paraba de mover la cabeza.

—¡Esto es una página de Ovidio! —exclamó, maravillado, Ebenezer. Los demás manifestaron su asombro mediante expresiones similares, salvo Smith y Sowter, que se habían quedado mudos.

—Y ahora, señor Smith —dijo Burlingame torvamente—, me da la impresión de que sabéis muy bien en qué apuros os veréis si testifico contra vos… De no ser así, os doy permiso para que consultéis con el señor Sowter, que os hará compañía en la cárcel por los desafueros que ha cometido.

El tonelero parecía estar dispuesto a recurrir a la violencia, pero Sowter hizo un gesto de resignación con la mano.

—¿Convenís en que os tenemos cogidos? ¡Espléndido! Entonces escuchadme con mucho cuidado: es mi intención sacar a la luz, a fin de emprender acciones legales, la cuestión del tráfico de opio y rameras que ha servido para financiar todos los daños causados por John Coode, y puede que también por Baltimore. Todo aquel que tenga la menor relación con ello (Burlingame miró a Andrew y sonrió) tendrá que comparecer ante la ley, ostente el cargo que sea…

—¡Por la peluca de san Luis, hombre! —se lamentó Sowter—. ¡Llevadnos a la cárcel y acabemos, pero ahorradnos vuestras pías monsergas!

—Paciencia, Dick. —Henry alzó el dedo índice—. Son los preámbulos de la negociación. Basándose en la fuerza de mi declaración, Su Excelencia ha cursado instrucciones a sir Thomas para que instruya procedimientos contra Coode, Bill Mitchell y cuantos traidores de entre los suyos se dediquen al comercio de rameras… con la posible excepción de vuestras mercedes.

Smith aguzó la vista y a Sowter se le puso expresión calculadora mientras Burlingame les ofrecía retirar los cargos contra ellos a cambio del fragmento del Diario íntimo que obraba en poder del tonelero, en cuyo reverso se creía que habían sido transcritas las confiscaciones y procedimientos llevados a cabo por Coode durante el breve período que ejerció el cargo. El tonelero mostróse al punto partidario del trueque, pero Sowter lo refrenó.

—¡Piensa en las consecuencia, Bill! —le advirtió—. ¿Crees que llegaríamos vivos a fin de mes si Coode se enterara de que has hecho entrega de los papeles? Además me da toda la impresión de que Su Excelencia debe de concederles una gran importancia, puesto que nos hace semejante ofrecimiento; ya conoces el dicho: De donde salen once peniques es fácil sacar un chelín.[51]

—Ujier, lleváoslos —dijo bruscamente Nicholson—. Siento desilusionarte, Henry, pero no estoy dispuesto a seguir regateando con traidores sólo para conseguir el diario de tu abuelo.

—¡Alto! —exclamó Sowter al punto—. ¡Os entregaremos esos malditos papeles! Tan sólo dadnos una garantía por escrito…

Nicholson sacudió la cabeza.

—No soy tan necio.

—¡Vaya día! Entonces, señor, al menos esto: si John Coode nos da muerte no obtendremos ningún provecho; dadnos un salvoconducto para ir a Virginia y los papeles son vuestros.

De nuevo Burlingame conferenció en voz baja con el gobernador y sir Thomas.

—Su Excelencia me aconseja que os autorice un salvoconducto —afirmó Henry—, pero no en los términos de nuestro primer acuerdo. Os sacaremos de Maryland por la mañana a condición de que Smith renuncie a toda reclamación sobre esta heredad.

—¡Que Dios os bendiga, señor! —exclamó Andrew.

—¡Demontre! —protestó Sowter—. ¡Nos estáis exprimiendo!

Nicholson sonrió.

—Y tampoco os llevaremos a Virginia, sino a Pensilvania. Ya tengo bastantes enemigos en Virginia.

—¡Cómo mienten los que os tildan de papista! —exclamó William Smith—. ¡Ni siquiera sois un gentil como es debido!

Sowter suspiró.

—No tenemos elección, Bill. Ve a por los papeles y yo redactaré la escritura de traspaso.

El resto de la concurrencia celebró la noticia con vítores: Anna y Ebenezer se abrazaron, aliviados; Andrew se disculpó con rigidez ante Burlingame y encomió su estrategia, al igual que hicieron Nicholson, sir Thomas y John McEvoy; Roxanne y Henrietta observaban con aire aprobatorio. Tan sólo Joan Toast permanecía apática, y la imagen que ofrecía nubló la alegría de Ebenezer.

El tonelero salió de la estancia, escoltado, y regresó con un rollo de papeles amarillentos, que Burlingame recibió con avidez. El y sir Thomas le echaron un vistazo al reverso y dictaminaron que era prueba suficiente, una vez combinado con el Diario de la Asamblea de 1691, para instruir proceso contra Coode y sus asociados. Luego, mientras Sowter, sir Thomas y el gobernador discutían los detalles relativos al traspaso de Malden y al transporte de los dos hombres bahía arriba, hasta Pensilvania, Burlingame llevose aparte a Ebenezer.

—¿Te acuerdas de la historia que te conté camino de Plymouth? —preguntó agitado—. La que refería cómo Powhatan capturó a sir Henry y al capitán John Smith.

Ebenezer sonrió.

—Cerraron algún pacto lascivo acerca de la hija del rey, según recuerdo, pero jamás supimos en qué paró aquello. ¿Eso es el resto de la historia?

—Sí, paréceme que tenemos completo el cuento. Vamos a leerlo mientras Tom y el gobernador atienden a esos bellacos.

Y en aquel punto y hora, pese a la agitación reinante en la estancia, leyeron juntos el segundo y último fragmento del Diario íntimo de sir Henry Burlingame, que comenzaba donde acababa el primero: presentando al autor y al capitán Smith cautivos en el poblado del emperador Powhatan, aguardando el amanecer, a cuya hora el capitán tenía el compromiso de jugarse la vida (y la de los suyos) poniendo a prueba su capacidad de hacer lo que el más capaz de los jóvenes de la aldea había encontrado imposible: librar a Pocahontas de su virginidad.

Nuestra vigilancia encomendaron a dos centinelas fornidos (había escrito Henry) con el encargo de que atendieran a todos nuestros deseos e nos mataran si procurábamos escapar. Mi capitán entonces principió a regalarme con relatos interminables e lúbricos que hablaban de la variedad e diversidad de doncellas que dábanse en tierras exóticas y que por él habían sido desfloradas, hasta que hárteme e fingí dormir. Empero vigilele secretamente durante la noche toda.

Al filo de la medianoche, creyéndome profundamente dormido, levantose el capitán del lecho (el cual, como el mió, no era sino jergón inmundo que en el suelo habían tirado) e llamó a un centinela. Tuvo entonces lugar un coloquio en voz baja, bien que no tanto que no pudiera yo captar la sustancia del mesmo. De tanto en tanto lanzaba miradas por ver si estaba yo dormido. Y estábalo para los incautos. Empero un ojo seguía teniendo medio abierto y de par en par las orejas, por lo que pude seguir su conversación asaz fácilmente. Smith dijo tener hambre, cosa que sorprendiome no poco, pues habíale visto comer durante el festín del emperador lo bastante como para que se alimentara toda la población de Jamestown un invierno. Demandó al punto fuérale llevada comida. El salvaje pocas ganas tenía de moverse, a lo que me pareció, y menos aún cuando mi capitán comenzó a decille que ansiaba yantar; a saber: una berengena (fruto al que algunos llaman aubergine)[52] e fariña de maíz para condimentaba e agua para pasalla…

—¡Una berenjena! —musitó Burlingame.

Sostuvo que de aquella sola guisa preparaban los hombres blancos el fruto de la berengena. Lo cual yo sabía que era falso.

El salvaje invocó lo avanzado de la noche y la estación del año, mas como mi capitán siguiera insistiendo (e otrosí sobornole con baratixas que llevaba en los pérfidos bolsillos), por fin consintió en robar una berengena e fariña del establecimiento vezino a la casa del emperador. Partió pues y estuvo ausente un tiempo, durante el cual mi capitán paseábase a grandes pasos por la choza, como hacen los hombres cuyo cónyuge está en trance de parto, sin olvidarse de comprobar, de cuando en cuando, que mi sueño era profundo e imperturbado.

Cuando regresó el salvage con dos berengenas desecadas y un plato de fariña, amén de una jarra de barro con agua, mi capitán recompensole con un segundo dije y pidiole saliérase de la choza, si le plazía, y quedárase fuera, por cuanto que el hombre blanco (esto dixo) jamás preparaba la comida si no era en secreto. Hizo el salvage lo que se le ordenaba, ansioso de contemplar sus tesoros, y una vez solo, mi capitán púsose al punto a laborar con la berengena del modo más extraño que jamás me ha sido dado contemplar. En verdad que era tal mi asombro que incluso al cabo de las semanas, ya en Jamestown, cada vez que me aplico a dejar constancia por escrito de aquesta historia en mi libro, cuéstame no poco convenzerme de que aquello fue cierto. Y es que de no habello presenciado con mis propios ojos, jamás hubiera creído fuera cierto sino lúbrica maquinación de alguna fantasía disoluta. Verdaderamente que no tienen fin y van mucho más allá del alcance de los hombres sobrios e continentes las prácticas e inmundas recetas de las personas lascivas, devotos de la carne que ponen a Venus y a Baco por encima de la casta Minerva, y se entregan con celo erudito al estudio de todas las tretas e oscuros refinamientos de lo carnal. Súbenseme los colores cuando me pongo a transcribillo en el papel, aun siendo éstas las páginas últimas del mi diario, en las quales juro que jamás hombre ninguno posará la vista mientras yo tenga vida.

—¡Oye! —exclamó Burlingame—. ¡Falta el resto de la página y parte de la página siguiente! ¿Comprendes lo que tenemos aquí, Eben?

—¿Te refieres al asunto de la berenjena sagrada del que habló el tayac Chicamec? No es imposible que exista cierta relación…

—¡Estoy seguro de que la hay! Vive Cristo, ¿qué puede significar esto?

Siguieron leyendo, Burlingame con una expresión de avidez voraz, casi dolorosa, y Ebenezer empezando a sentirse incómodo.

Por tal razón (la narración se reanudaba tras las interrupción) sentime grandemente contrariado cuando en recobrando el sentido unas horas después descubrí que había alzado de facto el estado que denantes fingiera; a saber: un sueño profundo e imperturbable…

—¡Que Dios le maldiga! —exclamó Henry.

Interrumpió mi reposo el guarda e vigía salvage; incorpóreme y vi que el sol era ya salido. Desde el exterior de nuestra choza llegaron hasta mis oídos los alaridos e berridos de numerosos salvages, e colegí que habríanse congregado con motivo de la prueba lasciva que mi capitán debía de pasar con la princesa.

Mi capitán, cuando lo miré, estaba completamente vestido y no había rastro de la berengena ni eran aparentes otras cosas, por lo que pregúnteme si la escena que había presenciado durante la noche no habría sido una mera fantasía del sueño, como las que acontécenles a los hombres cuando la muerte está próxima dellos…

—Entonces lo presenció —opinó Ebenezer—, fuera lo que fuera. —¡Pero falta la página!

Es cierto (seguía diciendo el diario) que cuando salimos de la choza bajo la mirada de nuestros guardias salvages e fuimos a la plaza pública, mi capitán mostraba cierta dificultad al andar, como si fuera reacio a mantener las piernas juntas; aquella deficiencia, empero, bien cabría atribuida al miedo (el qual es sabido que puede aflojar la sujeción que el hombre ejerce sobre sus riendas) tanto como al extraño comportamiento de la velada anterior. Y bien pudiera lo primero andar más cerca de la verdad, pues la escena que teníamos delante no era en modo alguno reconfortante.

En derredor de la plaza, formando un círculo, alzábanse las gentes del poblado e vociferando de modo espantable. En el interior del gran círculo formábase otro menor, integrado por diez o doce visoemperadores. Eran estos grandes e fornidos salvages, con plumas ornados e pintados que daba miedo vellos, e no tenían más atuendo que los ornamentos antes dichos, e brincaban e danzaban en derredor, profiriendo muy fieros alaridos e blandiendo los tomahawks. En el centro del círculo menor estaba sentado el emperador Powhatan, que elevábase por sobre la multitud en un solo asiento y, delante del, por cima de un altar de piedra, yacía Pocahontas, desnuda e sugeta con tiras de piel, presta a la celebración de los paganos ritos. Sin embargo de la crudeza de su postura la princesa no parecía estar ni un adarme alarmada, sino en su semblante dibujábase una grande sonrisa. De lo cual deduje que aquella envilecida manera de presentar a las doncellas a sus esponsales debía ser uso común entre las salvages naciones, hasta tal punto que, comoquiera que es el hábito amo y señor de los hombres todos, incluso en su pagana pecaminosidad hallábanlo deleitable. Lo qual, no obstante, yo no cejaba de temblar tanto más por cuanto que en contemplando la considerable hombría de aquellos salvajes que no paraban de dar brincos completamente en cueros, y en recordando la modesta dotación de mi capitán (al cual pese a sus baladronadas, había yo visto en privado y no tenía sino una herramienta pobremente dotada para la ejercitación venérica), no veía esperanza ninguna de que él saliera bien dó aquellos habían fracasado. En verdad digo que de haber estado yo en su lugar no habría sido capaz de despertar siquiera exiguamente mi hombría, sabiendo que aquellos malignos tomahawks estaban prestos a romperme la crisma al primer signo de deficiencia.

No bien nos hobieron visto redoblose la conmoción entre los salvages reinantes. Las gentes que formaban el gran círculo daban voces e palmas, los visoemperadores salvages, brincos e saltos, e incluso Pocahontas contoneábase en lo alto del pedestal, cuyos movimientos, considerando la manera en que estaba atada ponían de relieve una inusitada flexibilidad de extremidades y presteza para afrontar lo que viniere.

Así pues condujéronnos al círculo menor e colocáronnos ante el altar de Venus (cuya contemplación arrasó mis mejillas de rubor), y entonces los salvages echaron mano a mí capitán e de un empellón baxáronle los calzones. Desde donde yo me hallaba, que era detrás dél, contemplaba una vista harto poco deleitosa, mas los salvajes que tenía mi capitán ante sí, todos súbitamente depusieron su clamor. El emperador diole a los sus ojos sombra, protegiéndose con la mano del sol matinal, para así mejor ver aquello, e Pocahontas, maguer sus ligaduras (las quales atábanla tan firmemente como aquellas otras que Vulcano ingenió para sugetar a su infiel esposa), digo, pues, que Pocahontas casi se quebranta el cuello de tanto mirar, e la lúbrica sonrisa que denantes dibuxolo con la boca, habíase ahora esfumado por completo.

Entonces mi capitán volvióse por ver si yo seguía cerca dél, e por fin contemplé la causa de tanto asombro, ansí como los efectos del mágico trajinar de la anterior noche, cuya relación llevaríame a traspasar los límites todos del buen gusto e la decencia, y cuyo ocultamiento lleva de necesidad a traicionar la verdad y a dexar lo que a continuación acaesció envuelto por el velo del misterio. Para acabar, pues, diré que la verga de mi capitán alzábase completamente erecta, y lo que denantes fuera más causa de conmiseración que de asombro, habíase verdaderamente transformado en una máquina temible; tal era la virtud de aquella diabólica decocción que, ahora que el miembro del capitán estaba presto para la arremetida no medía de largor punto menos de once pulgadas e casi alcanzaba los tres de diámetro. ¡En verdad que era un arma digna de los dioses! Además de lo qual tenía una color fogueada por toda su superficie e despedía aroma a clavo e vainilla e parescía tan recio e duro como la piedra donde la victima inminente del mesmo yacía. Elevose de entre el populacho un estruendo formidable; los visoemperadores que, a no dudallo, eran los antiguos pretendientes de la princesa, hincáronse al punto de hinojos, e parescía que oraban; el emperador dio un respingo en su alto asiento desalentado por el destino que a su hija aguardaba; y en cuanto a la propia Pocahontas, perdió el sentido e parescía muerta.

Sin demora, de un salto puso mi capitán manos a la obra, de la qual no quiero decir sino aquesto: Oh, misericordiosa, en verdad misericordiosa Providencia, pues que quiso tener a la doncella privada de sentido en tanto mi capitán obraba lo que denantes nadie hiciera. E hízolo además con tal desmesura que al poco el emperador imploró pusiese fin a la prueba, por temor a que su hija partiera desta vida. Declaró victorioso a mi capitán, anuló el decreto de muerte que sobre nosotros pesaba, dispersó a los reunidos e hizo que llevaran a Pocahontas a su casa, donde por espacio de tres días debatiose entre la vida e la muerte. Aderezose luego un banquete en honor nuestro, durante el cual Powhatan expresó la intención de desposar a su hija con mi capitán, puesto que ningún salvage de su tribu podía rivalizar con él en virilidad. Mi capitán declinó el ofrescimiento, con lo que adueñose del emperador la cólera, e habría ordenado que nos devolvieran a nuestra choza de no ser porque mi capitán ofresciose a instruille en aquel misterio merced al cual había efectuado en sus partes tamaño incremento. Aquello satisfizo sobradamente al emperador, quien ya debía haberse olvidado desde hacía mucho tiempo de aquella vanidad. Nos llevábamos con el emperador a las mil maravillas cuando por fin zarpamos rumbo a Jamestown con una tropa de salvages encargados de ayudarnos durante la travesía.

A lo largo de la jornada, como cabe imaginar, mi capitán no dexó de pavonearse e fanfarronear sin tasa. Decíame que yo estaba en deuda con él de por vida, por cuanto que su hazaña habíanos salvado a los dos; amenazó con matarme de algún modo oscuro e cobarde si se me ocurría ir aireando por Jamestown el modo en virtud del cual alcanzamos la salvación. Poco podía yo protestar, pues era muy cierto que habíame salvado, pero aquel fruto era amargo de ingerir por cuanto obligábame a soportar sus jactancias e baladronadas sin proferir quexa alguna. En resumidas cuentas, cumplíame fingir que yo había sido retenido junto a Opecancanough y que mí capitán había acudido en solitario a presencia del emperador. Otrosí fue tan osado que me mostró una relación escrita donde se refería cómo salvó a Pocahontas, cuya relación pensaba incluir en su mendaz Historia; aquella versión no hacía mención ninguna de la infamante desfloración de la princesa, sino meramente daba a entender que la doncella había sucumbido al porte viril y hermoso rostro de mi capitán. Así pues yo debía fingir que creía en aquella farsa burlesca y fue ello mismo lo que hame movido, con la esperanza de así apaciguar mi angustiada consciencia, a llevar a cabo aquesta relación verdadera en mi diario, en cuyas páginas ruego a Dios jamás pose mi capitán sus lúbricos ojos.

Aquí concluía el Diario íntimo de sir Henry, excepción hecha de una acotación final, fechada varias semanas después de su regreso a Jamestown, y tan sólo unos meses antes de que se enrolara en la fatídica expedición que remontó la bahía de Chesapeake.

Marzo de 1608. Habiéndose por fin restablecido plenamente su salud, Pocahontas, la hija del emperador, está siempre a las puertas de la ciudad, en compañía de su séquito, inquiriendo por mi capitán. Este la rehúye en la medida de lo posible, bien que en absencia della dedícale las más altas loas e alabanzas.

Es la verdad que mi capitán teme que su sucia aventura salga a la luz, e yo sospecho que su ánimo hállase desgarrado, incapaz de decidirse entre la resistencia a desposarse con la princesa (merced a lo qual haríala mujer de honra) y el deseo de volver a saciar su lujuria. Pues aunque es cierto que el solo sonido de su voz hace que se me revuelvan las tripas, tanto aborrezco a ese hombre, él, empero, no puede guardar para sí su lúbrica proeza, sino que vese precisado de contármela en secreto al oído, y decirme que la de Pocahontas es la más suculenta flor que él jamás ha deshojado, etcétera.

En cuanto a la princesa, aún sigue a las puertas de la ciudad, triste e pesarosa, y le envía al capitán, por mediación de sus servidores, cestas tejidas a mano en las que se contienen enormes berengenas desecadas…

—¡Cuerpo de Cristo! —exclamó Burlingame al llegar al final—. ¡Vuestra Excelencia, mirad esto!

Nicholson sonrió desde la mesa del tapete verde, donde estaba dando término a su transacción con Sowter.

—¿Nuevas pruebas contra Coode, no es eso?

—¡Coode que se vaya al cuerno! —repuso Burlingame—. ¡Leed esto, señor! ¡Trata del misterioso asunto de la berenjena, del que antes os hablé! ¡Vive Dios, ojalá viniera también la receta! Se trata de algún encausto o afrodisíaco, ¿no te parece, Eben? Lo del tono fogueado de la piel hace pensar en flogosis…, pero, pardiez, ¿en qué consiste el truco? ¡Si lo supiera podría salvar esta provincia miserable!

—¡Despacio, que no te sigo! —protestó Nicholson, tan perplejo como los demás, salvo Ebenezer, pero cuando le explicaron qué contenía el diario, su semblante adquirió expresión de gravedad—. Aun así, sería una aventura arriesgada —dijo, aludiendo a la propuesta de que Burlingame fuera en embajada a la isla de Bloodsworth—, pero si esta treta de la berenjena sagrada los confunde…

—¡Me puede salir bien! —insistió Burlingame—. ¡Si tuviera la receta, este fin de semana sería rey de los ahatchwhoops! ¡Smith! Nicholson abordó al intrigado tonelero. ¿Dónde está la parte que falta de estos papeles? ¡Os juro que no saldréis vivo de la provincia sin que la recuperemos!

Para sorpresa de Ebenezer, antes de que el tonelero pudiese expresar su perplejidad, habló Joan Toast por vez primera.

—Es inútil amenazarlo —dijo—. No tiene idea de lo que queréis ni de dónde encontrarlo. Yo robé esas páginas y tengo intención de quedármelas.

Burlingame, Nicholson y sir Thomas le imploraron que hiciese entrega de los párrafos que faltaban, o que al menos revelara la treta empleada por el capitán John Smith para resultar vencedor en Virginia; explicaron la gravedad de la situación reinante en la isla Bloodsworth y la estrategia pensada por Henry para anticiparse a la insurrección…, mas no sirvió de nada.

—¡Miradme! —exclamó la muchacha con amargura—. ¡Contemplad los frutos de la lujuria! ¡Desflorada a los doce años, sifilítica a los veinte, muerta a los veintiuno! ¡Maltratada, destruida, violada y traicionada! En el mejor de los casos el destino de la mujer es la desdicha, ¿pensáis por ventura que voy a dar a conocer esa receta mortífera para empeorar las cosas?

En vano juró Burlingame no emplear jamás la fórmula de Smith con propósitos carnales, sino sólo con el fin de probar su identidad ante los ahatchwhoops.

Cuando el diablo está enfermo es capaz de prometer meterse a monje —contestó Joan—. Llegará un momento en que ansiaréis que Anna os dé un hijo, o cualquier otra mujer… ¡Ni siquiera estoy dispuesta a prepararos yo esa vil sustancia!

—¡Entonces en efecto se trata de una poción! —exclamó Henry—. ¿O se trata de alguna suerte de emplasto?

Nicholson dio un bastonazo en el suelo.

—¡Es menester que lo sepamos, muchacha! ¡Dadnos un precio!

Joan se rio.

—¿Pensáis que se puede sobornar a los muertos? No, señor, ya bastante daño hace la gran sanguijuela macho por sí sola cuando muerde. Aunque un momento… —De pronto su expresión tornose sagaz, como la de Sowter—. ¿Decís que os dé un precio?

—Dentro de unos límites razonables, claro —afirmó el gobernador—. Lo que pidáis ha de pertenecernos, a fin de que podamos otorgarlo.

—Muy bien, pues —afirmó Joan—. Mi precio es Malden.

—¡No! —exclamó Andrew.

—¡No, por favor! —imploró Ebenezer, para quien hasta aquel momento, la conversación había sido tan embarazosa como para Anna.

—Es un precio alto —comentó Burlingame, mirándola con curiosidad.

—No por perpetrar tan alta traición contra mi sexo —respondió Joan.

Entonces incluso McEvoy se sumó al coro de objeciones.

—¿Pero qué quieres hacer con la heredad, muchacha? —preguntó gentilmente—. De nada te sirve ya. Si hay alguien a quien quieras mantener, tal vez el gobernador pueda ocuparse de ello.

Joan volvió el rostro hacia el irlandés y su expresión se suavizó, bien que no su determinación.

—Sabes tan bien como yo que no hay nadie, John. ¿Por qué lo preguntas? ¿Será posible que te hayas olvidado del principio fundamental del proxeneta? A una puta se le puede preguntar el precio, pero no sus razones. Mi precio es la escritura de propiedad del Puntal de Cooke con carácter definitivo; o lo tomáis o lo dejáis.

Nicholson y Burlingame intercambiaron una mirada.

—Hecho —dijo el gobernador—. Redacta los papeles, Tom.

—¡No, por mi fe! —exclamó Andrew—. ¡Va contra la ley! ¡Cuando Smith retiró su reclamación, el título revertió a mí!

—En absoluto —dijo Burlingame—. Revertió a la provincia.

—¡Maldito seáis! ¿A favor de quién estáis?

—A favor de la provincia, por el momento —respondió Henry—. Esas páginas valen por dos Malden.

Andrew amenazó con apelar a los lores comisionados, pero el gobernador no se dejó intimidar.

—Pocas veces he pisado terreno más firme que ahora —dijo—. Cuando adopto una media que persigue la salvación de la provincia podéis apelar al mismo rey, y buena suerte, para lo que vais a salir ganando. ¿Dónde están los papeles, señora Cooke?

Hasta el momento en que oyó aquella forma tan poco familiar de dirigirse a ella, Ebenezer no atisbaba ni por asomo qué motivos podrían animar a Joan. Entonces, de repente, aunque lo único que tenía era un presentimiento, notó que el corazón se le henchía; un hormigueo le recorrió el espinazo.

—¿Dónde están los vuestros? —demandó ella a modo de respuesta, y se negó a moverse en tanto sir Thomas no le hiciera entrega del título de propiedad sobre el Puntal de Cooke. Entonces buscose sosegadamente bajo el corpiño y extrajo un papel firmemente plegado que, después de dárselo a Burlingame para que lo desdoblara, resultaron ser las tres páginas que faltaban del diario.

—¡Diantre, Eben, mira esto! —exclamó Henry—. Joan, ¿puede mirar?

—No soy quién para prohibírselo —dijo la muchacha, sombríamente, y pareció sumirse en su anterior apatía.

Primeramente (decía el fragmento) vertió cierta cantidad de agua en el plato de fariña e amasó la mixtura con los dedos hasta formar una espesa pasta. Puso luego la vasija que contenía el restante agua junto al fuego que el salvage, en un gesto asaz cristiano, tuvo a bien aderezar para protegernos del frío. Cuando vio que el agua principiaba a levantar vapor y formar burbuxas, extrajo del bolsillo (el qual en verdad que debía de ser harto espacioso) diversos ingredientes e agregolos a la pasta. Destos sólo acertaré a nombrar unos pocos, pues no osé descubrille a mi capitán que mi sueño era fingido; mas luego hube de saber por vía de sus presunciones que tratábase de una receta grandemente preciada para determinado propósito (respecto del qual era yo todavía inocente) por los moros negros del África, de quienes habíalo aprendido. A saber: una cantidad de madera endurecedora (es decir, la corteza de aquel árbol, nux vómica, de donde obtienen brucina y estrícnina los boticarios), dos o tres pimientos secos (que los moros negros denominaban zozos), una docena de semillas de pimienta, y otros tantos clavos enteros,uno o dos granos de vainilla, a fin de dalle fragancia. Al mesmo tiempo hirvió una segunda decocción de agua mezclada con unas gotas de aceite de malva, con un fin que no acerté a imaginar. Conviene decir que todas aquellas distintas hierbas y especias solía llevarlas sobre su persona, no sólo para empleallas en aquella ocasión, sino también al efecto de sazonar sus comidas, pues al cabo de años de luchar contra los moros, aprendió a apreciar los sabores picantes; por cuya razón siempre pedía a los capitanes de navío que le trajeran aquellas especias cuando tocaran puerto en las Indias.

Una vez hobo hecho la pasta y hervía el agua de ambas vasijas, mi capitán ocupose de tajar la berengena, e hízolo de modo harto singular. Pues es costumbre entre las gentes sugetar la berengena e cortalla de un estremo a otro, haciendo finas rodajas. Empero mi capitán extrajo un cuchillo del cinturón y hendió el fruto en sendas mitades, dividiéndolo longitudinalmente. Excavó luego una honda oquedad en cada mitad de tal guisa que cuando juntábalas encajaban como las mitades de un molde de fierro, y el efecto era una honda cavidad cilíndrica en el centro, de tal vez hasta tres pulgadas de diámetro y siete u ocho de longura, pues era una berengena de tamaño inusitado. Todo aquello observándolo yo con curiosidad creciente, mas teniendo siempre cuidado de que no se descubriera que simulaba dormir.

Luego de haber estado cociéndose cierto tiempo los extraños brevajes, retirolos mi capitán del fuego. El primero, en el qual derramara las especias, agitolo y mezclolo con la pasta, hasta que ésta adquirió una consistencia que semejaba escayola. Desnudose luego y ante mis intrigados ojos levó las manos al miembro, echando hacia atrás la parte que los hijos de Israel tienen por costumbre ofrecer a Jehová, dejando al aire el bálano carnal. Teniendo ansí desnudo el miembro (al qual los poetas comparan con la serpiente que tentó a Eva en el paraíso), aplicole la escayola y encajolo entrambas mitades de la berengena. Ansí dejolo por espacio de varios minutos, a pesar del grande dolor que necesariamente había de sentir, por causa de todas la especias y demás cosas picantes que en la receta había. Su rostro retorcíase e contorsionábase como si hubiera expuesto directamente al fuego la verga, e cuando por fin quitose la berengena e lavose los restos de escayola con la poción de aceite de malva, pude apreciar fácilmente que tenía en verdad chamuscadas sus partes. Además parecía reacio a tocarse por miedo al dolor que pudiere sobrevenille.

Ahora bien, aunque era aquél un espectáculo que distaba mucho de ser edificante para un hombre de recta conciencia y altas virtudes morales, intereseme sobremanera en él, tanto en razón de mi natural curiosidad como para mesurar por mí mesmo los abismos de depravación en que era capaz de sumirse mi capitán. Y es que al buen cristiano puede serle grato el someterse al estudio de la perfidia, para así congratularse (ello sin desembocar en orgullo pecaminoso) con el contraste entre el mal y la propia rectitud. Ello por no decir nada de una verdad de la que han dado testimonio Agustín e otros padres de la Iglesia: que la virtud verdadera no se sustenta en la inocencia sino en el pleno conocimiento de las artes subtiles de los dimoños.

Así concluía el fragmento, tras el cual sir Henry caía en un sueño involuntario del que era bruscamente despertado.

—¡Ya puedo hacerlo! —musitó Burlingame—. ¡Es cuanto necesito!

Ebenezer apartó la mirada, alterado no sólo por la narración, sino por otras imágenes más inmediatas. Reparó en que también Anna, aunque ella no había leído el diario, era consciente del significado del mismo: tenía la mirada gacha y las mejillas incendiadas.

—Pues muy bien —dijo el gobernador, levantándose de su asiento—. Creo que nuestra misión ha concluido, Tom. Llévate de mañana a esos bergantes en mi barco y ocúpate de que los trasladen a Pensilvania.

Los demás también se movieron.

—¡Bueno, maese Laureado! —Sowter sonreía con sorna al otro lado de la estancia—. ¡Se acabó la partida y seguís tan pobre como san Gil!

Andrew soltó una maldición y Nicholson, incómodo, arrugó el entrecejo.

—Os equivocáis, Dick Sowter —dijo Joan desde el diván. Al punto todos se volvieron hacia ella.

—Me queda poco tiempo de vida —dijo—, y cuando la esposa muere sus propiedades pasan a ser del marido.

Andrew se quedó boquiabierto.

—¡Por vida de! ¿Has oído eso, Eben?

Todos menos Sowter y Smith se regocijaron cuando la muchacha desveló sus razones. Ebenezer corrió a abrazarla y Andrew lloró de alegría.

—¡Muchacha espléndida! ¡Roxanne, esta mujer es una santa!

Pero Joan apartó el rostro.

—Sólo subsiste un peligro, que yo alcance a ver —dijo—. Como ya he dicho aquí hoy, un falso matrimonio como el nuestro puede ser declarado nulo, y mi donación disputada ante los tribunales…, puesto que aún ha de ser consumado.

El silencio se adueñó de los presentes; los gemelos retrocedieron, espantados.

—¡Santo cielo! —susurró Roxanne, y cogió a Andrew del brazo. Burlingame estaba fascinado.

El tonelero se rio desabridamente.

—¡Cuerpo de tal! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿Habéis oído a la moza, Sowter? ¡Es la auténtica ramera de Babilonia, y Cooke tiene que holgar con ella para recuperar su heredad! ¡Oh, ja! ¡Yo no la tocaba ni con un tallo de tabaco!

—Hijo mío… —A Andrew le costaba trabajo dirigirse a su hijo—. Tiene… la enfermedad social, ya sabes…, y aunque Malden me es tan cara como mi propia vida, nunca te juzgaría mal si tú…

—Un momento —interrumpió Burlingame—. Te contagiará la sífilis, Eben, pero no morirás por ello, creo yo: a lo mejor son simplemente unas malas purgaciones y no el mal francés. Pardiez, muchacho, estando en juego Malden…

Ebenezer sacudió la cabeza.

—Carece de importancia, Henry. Cuanto ha hecho Joan, lo ha hecho por mí, por causa de nuestro desventurado amor. Ahora poco se me da de mi legado, salvo que es mi deber ganarlo. Lo que ansío es expiar mis culpas: la redención de los pecados que he cometido contra esa muchacha, contra mi padre, contra Anna, incluso contra ti, Henry…

—¿Qué pecados? —protestó Anna, situándosele al lado—. ¡De todos los hombres del planeta, Eben, eres el más libre de pecado! ¿Qué crees que arrastró a Joan a recorrer medio globo, padecer los horrores que ha padecido, sino esa cualidad que hay en ti y que me ha impedido buscar a otros hombres y casi hace a Henry caer en extraños extravíos…? —Enrojeció, dándose cuenta de que había hablado demasiado—. Eres el mismo espíritu de la inocencia —acabó diciendo, sosegadamente.

—Ese es el crimen de que se me acusa —replicó su hermano—, el crimen de la inocencia, cuyo peso han de soportar los que alcanzan la sabiduría. Ese es el verdadero pecado original que todos llevamos en el alma cuando nacemos: Adán no lo aprendió, sino que tenía que aprenderlo…, en una palabra, que era inocente.

Sentóse en el borde del diván y cogiole la mano a Joan.

—En cierta ocasión yo me confesé de ese pecado ante esta muchacha y luego lo enmendé abandonándola. Pase lo que pase, me alegro de tener una segunda oportunidad de ser absuelto.

—¡Diantre! —dijo McEvoy—. ¿Te propones hacerlo?

—Sí.

Anna le echó las manos alrededor del cuello y rompió a llorar.

—¡Cuánto te quiero! Viviremos los cuatro aquí, y si Henry no se queda en la isla de Bloodsworth… —Le falló la voz; Burlingame la apartó del diván, gentilmente.

Ebenezer le besó la mano a Joan hasta que la muchacha volvió hacia él los ojos macilentos.

—Estás cansada, Joan.

Ella cerró los ojos.

—No te puedes imaginar cuánto.

Ebenezer se levantó, aún sosteniéndole la mano.

—Todavía no estoy lo bastante fuerte como para llevarte a nuestra cámara… —Miró en derredor, torpemente, mientras las facciones le bailaban. Todas las mujeres lloraban; los hombres o movían la cabeza, como McEvoy y el gobernador, o hacían muecas, como Andrew, o estaban ceñudos y resentidos, como Smith y Sowter.

—¡Reclamo el honor! —exclamó Burlingame, rompiendo el hechizo. Todos se movían, tratando de encubrir el azoramiento general: Andrew y John McEvoy se dedicaron a reconfortar a sus mujeres; sir Thomas y el gobernador juntaron sus papeles y pidieron tabaco; Smith y Sowter, acompañados del ujier, salieron de la estancia.

Burlingame alzó a Joan en brazos.

—¡Buenas noches a todos! —dijo, alegremente—. ¡Andrew, decidle a la cocinera que mañana queremos un desayuno nupcial! —Mientras la conducía hacia el zaguán añadió, riéndose—: ¡Ved cuán lejos llegan los caídos para aumentar su número! Ven, Anna, esta misión requiere una dama de compañía.

Anna se ruborizó, cogió a Ebenezer del brazo y los gemelos subieron las escaleras en pos de su tutor, que iba riéndose para sus adentros.

—¡Pues muy bien! —decía la voz de su padre en el salón—. ¡Hay mucho que beber, damas y caballeros! —Y dirigiéndose a la invisible criada que estaba en la cocina, dijo—: ¿Grace? ¡Grace! ¡Voto a tal, Grace, traenos una barrica de ron!