Comoquiera que la cuestión de la propiedad de Malden era, al menos desde hacía varios días, la predominante en el ánimo de todos, no pasó mucho tiempo sin que el gobernador Nicholson convocara un Tribunal extraordinario en el salón principal de la casa. Hallábanse presentes todas las partes interesadas, incluyendo al menos una que, al parecer, hubiese preferido hallarse en otro lugar: conforme se había informado, dos soldados de caballería de la milicia del condado de Dorchester habían interceptado a William Smith en la playa, no lejos de la casa, y el embarazo que se pintó en su cara contradecía su aseveración de que tan sólo quería que le diera un poco el fresco. Los dos jueces ocuparon sus lugares ante la mesa de tapete verde, de espaldas al fuego del hogar, y situaron a los demás en un amplio semicírculo dispuesto en derredor de ellos; Henry Burlingame, pertrechado de papel y plumilla, sentábase a la siniestra de Nicholson, frente a sir Thomas, y observaba a la concurrencia con aire divertido.
Ebenezer, que se había tomado la molestia de vestirse para la ocasión, sentábase en un brazo del sillón que ocupaba Anna, el cual se encontraba situado en el extremo derecho del semicírculo (mirando desde el lugar donde se hallaban los jueces); aunque ni que decir tiene que era su deseo que los derechos de titularidad sobre el Puntal de Cooke le fueran devueltos a su padre, todas sus antiguas inquietudes habían sido desplazadas de su ánimo por las revelaciones y acontecimientos del pasado reciente; la agitación de que era presa obedecía meramente a que vivía anticipadamente los hechos. En consonancia con el sosiego que últimamente la caracterizaba, Anna trajo consigo la calceta, labor que parecía absorber por entero su atención; se hubiera podido pensar que no tenía el menor interés por ver a quién le era adjudicada la heredad. A su diestra sentábase Andrew Cooke, que fumaba de su pipa tan ininterrumpida y fieramente que las volutas de humo no parecía expelerlas por la boca sino por los poros. De vez en cuando miraba a sus hijos con gran preocupación, como si se temiera que pudieran esfumarse ante sus ojos o transformarse en otras personas; luego clavaba la mirada en la mesa con aire de impaciencia y daba tragos de ron, que Nicholson ordenó que fuera servido a todos.
Ni una sola vez volvió la vista hacia el sofá de cuero que tenía tras de sí, y en el cual estaban sentados Roxanne Russecks, Henrietta y John McEvoy. Corría el rumor, según le dijera Anna a Ebenezer, de que los viejos amantes se habían reconciliado. Ninguno de los dos hablaba directamente del asunto (Roxanne hacía protestas de eterna devoción hacia la memoria de Benjamín Long, y Andrew hacía otro tanto respecto de la memoria de Anna Bowyer Cooke), mas, a pesar de su serenidad, advertíase en la mujer del molinero una vitalidad desusada; sus ojos castaños brillaban con fuerza y ella daba siempre la sensación de estar riéndose para sus adentros de alguna chanza privada. En cuanto a Andrew, cuando su hija le aseguró que ni ella ni Ebenezer consideraban que un segundo matrimonio fuera una afrenta a la memoria de su madre, mostróse sobremanera confundido y aconsejó a Anna que se buscara un compromiso para ella antes de hacer disposiciones para el de él. Ebenezer no había reparado hasta entonces en que su padre no era a fin de cuentas ningún carcamal, sino que andaría por los cincuenta y cinco, sobre poco más o menos (no le llevaba a Burlingame, verbigracia, más años de los que Burlingame les llevaba a los gemelos), y seguía teniendo un aspecto muy viril, pese a la barba gris, el brazo tullido y la reciente falta de salud.
Junto a Roxanne, en el centro del grupo, sentábanse Henrietta y McEvoy, los amantes recién reunidos, acerca de los cuales no corría rumor ninguno: no mantenían en secreto lo que sentían y todo el mundo daba por supuesto el pronto anuncio de su compromiso. A su diestra, en la otra ala, estaban Richard Sowter, William Smith, Lucy Robotham y el coronel, su padre, en dicho orden; estaban todos sentados menos el coronel Robotham, que, con el rostro enrojecido, como siempre, no paraba de moverse por detrás de la silla ocupada por su hija, en cuya mirada leíanse contrariedad y vergüenza. El tonelero lanzaba miradas furibundas hacia sus zapatos, y de vez en cuando asentía con impaciencia a lo que le decía en voz baja Sowter; jamás miraba a Ebenezer ni al miliciano; este último vestido con tela escocesa y con el mosquete en posición de alerta, había sido ascendido por Nicholson a la categoría de ujier hacía cinco minutos.
A falta de martillo, el gobernador golpeó el borde de la mesa con el bastón.
—Muy bien, maldita sea, se inaugura la sesión. Nick Lowe, amigo que goza de nuestra confianza, ha ingeniado un código inteligente para anotar cuanto se diga, por cuya razón tenemos a bien nombrarlo secretario de este Tribunal.
Ebenezer vio que la situación le brindaba varias oportunidades.
—Con la venia de Vuestra Excelencia… —dijo.
—De venia nada —le interrumpió Nicholson—. Pronto tendréis tiempo de sobra para decir lo que queráis.
—Es con referencia al secretario —insistió Ebenezer—. En vista de la extraordinaria complejidad del asunto que nos ocupa, en relación con el cual tanta importancia tiene la cuestión de las identidades, paréceme que sería oportuno establecer un firme principio desde el primer momento: que este Tribunal no lleve a cabo ninguna actuación ni escuche testimonio alguno si no es bajo la verdadera y fidedigna identidad de todos los implicados, a fin de que no quepan dudas sobre la legalidad de los procedimientos. A tal fin solicito de Vuestra Excelencia que efectúe el nombramiento y haga prestar juramento al secretario designándolo por su verdadero nombre.
Comprensiblemente, la propuesta alarmó a Anna, y a los demás (sobre todo, a Andrew) los dejó perplejos; pero tanto Nicholson como sir Thomas advirtieron claramente la estrategia del poeta, que quería establecer un precedente favorable a su caso, y con un leve gesto de asentimiento, Burlingame aprobó la segunda intención de Ebenezer.
—Sin lugar a dudas es el procedimiento más adecuado —convino Nicholson, y dijo a la sala—: Sépase que Nicholas Lowe es el nom de guerre, valga la expresión, de nuestro buen amigo; así pues lo nombramos secretario del Tribunal designándolo por su verdadero nombre, Henry Burlingame III… ¿Lo he dicho bien, Henry?
Burlingame confirmó la identificación merced a un nuevo gesto de asentimiento, pero tenía, al igual que los gemelos, la atención puesta en Andrew Cooke, que se puso blanco cuando oyó mencionar el nombre.
—¡Cuerpo de tal! —McEvoy, ajeno a la situación, se reía—. ¿De verdad que eres tú, Henry? ¡En estos tiempos no paran de suceder milagros! ¿Has oído, Henrietta?
Henrietta hízole callar; Andrew, trabajosamente, se había puesto de pie y lanzaba miradas fulminantes hacia Burlingame.
—¡Pongo a Dios por testigo…! —empezó a decir Andrew Cooke, y hubo de efectuar una pausa y tragar saliva varias veces, en un esfuerzo por contener la emoción—. ¡Te veré en el infierno, Henry Burlingame…!
Dio un paso hacia la mesa, Ebenezer se adelantó y le cogió del brazo.
—Sentaos, padre; no tenéis nada que reprocharle justamente a Henry, ni lo habéis tenido nunca. Es a mí a quien tenéis que reprender, no a Henry y Anna.
Andrew clavó una mirada de incredulidad en el rostro de su hijo y luego en la mano que lo retenía, pero no hizo ademán de seguir adelante.
—Sí, calmaos, Andrew —dijo la señora Russecks—. En este asunto vos sois el demandado, no el demandante. Además, quien practica el engaño poco derecho tiene a quejarse de que lo engañen.
—¡Estoy completamente de acuerdo! —dijo el coronel Robotham, y se aclaró la garganta, incómodo, pues Henry lo miraba de un modo extraño.
Nicholson golpeó la mesa con el bastón, decretando orden.
—Enseguida se resolverán las diferencias entre las distintas partes —dijo—. Tomad asiento, señor Cooke.
Andrew hizo lo que se le ordenaba; Ebenezer se inclinó y le musitó algo al oído; Anna le dio a su hermano unos golpecitos de admiración en la mano. Ebenezer tenía aún el pulso acelerado, pero un gruñido de Burlingame le infundió nuevos ánimos. Un momento después, sin embargo, fue él quien se echó a temblar: la cocinera francesa presentose en la puerta, susurroles un recado a los milicianos que le impedían la entrada y estos se lo transmitieron al gobernador. Al parecer, el mensaje constaba de dos partes: la primera la recibió con un gesto de asentimiento, la segunda, con una maldición.
—Os placerá saber, madame Russecks —anunció—, que vuestro amigo el capitán Avery nos ha dado esquinazo y se encuentra ahora camino de Filadelfia, donde estoy seguro de que hallará un puerto acogedor y no andará escaso de compañeros.
Roxanne repuso que ni el afecto que antaño le profesara a Ben Avery «el Largo» ni la reciente deuda de gratitud que con él había contraído le impedían ver la maldad que encerraban sus actos de piratería; le agradecería a Su Excelencia que recordara que fue ella quien informó acerca del paradero de Avery, así como que no la azorase con insinuaciones referentes a una relación que no existía.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Andrew.
Ebenezer y Anna intercambiaron miradas de sorpresa, y el gobernador, impresionado al parecer por el carácter de Roxanne, hizo un gesto de disculpa.
—Otrosí se me comunica que uno de nuestros inválidos ha solicitado comparecer ante todos, y siendo así que el señor Burlingame considera que dicha persona es testigo importante en lo que concierne a varios extremos, ruego al señor secretario que ayude al ujier a traer aquí a esa mujer antes de dar comienzo a la sesión.
Andrew, Roxanne, Henrietta y John McEvoy miraron con aire de gravedad a Ebenezer, cuyos rasgos eran presa de su característica agitación. Por espacio de unos instantes el poeta temió que le sobreviniera un nuevo ataque de inmovilidad, pero cuando vio a Joan en brazos de sus escoltas, como si fuera una pobre desdichada a quien trajeran inconsciente de alguna mazmorra, el poeta saltó del brazo del sillón en el que se apoyaba.
—¡Ay, Dios mío!
Los hombres pusiéronse en pie, entre murmullos. Andrew tocó en el brazo a su hijo y se aclaró la garganta un par de veces para infundirse valor. Era en verdad una visión inquietante: el rostro y las ropas de Joan estaban libres de suciedad (Anna y Roxanne habíanse ocupado de ello), pero la enfermedad había hecho estragos en el rostro; los dientes estaban en condiciones deplorables y sus ojos (aquellos ojos castaños que en Locket’s brillaran magníficos) estaban enrojecidos y apagados. Joan no era de más edad que Henrietta Russecks, pero la enfermedad, junto con el burdo camisón de lana y lo enmarañado que tenía el pelo, dábanle aspecto de hechicera o de vieja loca. A la vista de aquel espectáculo, McEvoy dejó escapar un gemido; Lucy Robotham se tapó los ojos; Richard Sowter, incómodo, aspiraba aire por la nariz, y su cliente se negaba sencillamente a mirar. Siendo así que Joan estaba demasiado enferma como para sentarse derecha, la pusieron en el diván, envuelta en mantas, junto a Henrietta, cuya solicitud daba a entender que McEvoy no había tenido secretos con ella.
Hasta que no la hubieron colocando en el diván, Joan no se percató de la presencia del angustiado Ebenezer, a quien se quedó mirando fijamente.
—¡Que Dios me asista y me perdone! —dijo el poeta. Hincándose de rodillas ante el diván, llevose la mano de Joan a los labios, oprimiósela y se echó a llorar.
—¡Orden! ¡Orden! —exigió Nicholson—. Podéis sentaros junto a vuestra esposa si así os place, señor Cooke, pero nunca zanjaremos este asunto si no se inaugura la sesión. Cualesquiera que sean los males que os haya infligido ese hombre, señora Cooke, es evidente que está arrepentido. ¿Deseáis cambiar vuestro lugar por el de la señora Russecks o seguir donde estáis?
—Si los deseos fueran de mantequilla, los mendigos tendrían dientes —repuso Joan; mas, aunque el proverbio era cáustico, su voz era débil y ronca—. Jamás me ha ido peor que cuando lo único que tenía para cenar eran mis deseos.
—Entonces obrad como os plazca, señor Cooke —dijo el gobernador—. Pero deprisa.
La señora Russecks llevó a Ebenezer al sitio que había desocupado, a la cabecera de Joan, y tomó para sí la silla que le ofreció Andrew Cooke, que miraba muy serio a su hijo. Ebenezer retuvo entre las suyas la mano inerte de Joan, que no alcanzaba a verlo; el poeta no era capaz de mirar a los presentes, aunque oía el ruido que hacían las agujas de Anna al tejer; aquel ruido se le metía dentro, horadándole como un clavo.
—Y ahora —dijo Nicholson secamente—, confío en que podamos seguir con nuestro asunto. Señor secretario, tened la amabilidad de tomar juramento a Andrew Cooke y dad comienzo al acta.
—Ese hombre no me toma juramento —afirmó Andrew—. Prefiero jurar ante el diablo.
—Todo aquél que se niegue a comparecer y prestar juramento —dijo, amenazador, Nicholson— pierde automáticamente el derecho a reclamar sus míseras propiedades.
Andrew prestó juramento a regañadientes.
—Protesto, Vuestra Excelencia —dijo Sowter—. El testigo no ha levantado la mano derecha.
—¡Al cuerno la protesta! —respondió el gobernador—. Tan imposible le es levantar la mano como a Henry el órgano viril, como cualquiera que no sea un bellaco o un cabeza de chorlito puede ver perfectamente. Y ahora sentaos, señor Cooke. Considerando que todos los aquí presentes tienen algún interés en el caso, y siendo así que no disponemos de un palacio de justicia adecuado para verlo, yo declaro todo este salón estrado de los testigos. Vuestras mercedes pueden responder desde el asiento.
—Pero por las rótulas de santa Rosalía, Vuestra Excelencia —protestó Sowter—. ¿Quién es el demandado y quién el demandante?
Al objeto de dilucidar aquel extremo, el gobernador evacuó brevemente consultas con sir Thomas Lawrence, el cual procedió a anunciar que, debido a la inusitada complejidad de las reclamaciones y alegatos, el proceso daría comienzo bajo la forma de encuesta preliminar, para pasar a la celebración del juicio en cuanto se aclararan los cargos.
—Es lo que solíamos hacer bajo la jurisdicción del lord propietario —dijo, manteniéndose firme en su opinión. Sowter no planteó más objeciones, ni siquiera cuando Nicholson, como si quisiera ponerlo a prueba, adoptó la extraordinaria medida de tomar juramento a todos los presentes a la vez, obligándolos a cogerse de la mano y formar una cadena que empezaba por Burlingame, el cual sostenía la Biblia en alto mientras los demás recitaban a coro.
—Así pues, señor Andrew Cooke… —Nicholson consultó un documento que tenía ante sí—. ¿Debo entender que el día 5 de marzo de 1622; adquiristeis este terreno, entonces propiedad de un tal Thomas Manning y de Grace, su esposa, por la suma de siete mil libras de tabaco, y que subsiguientemente erigisteis esta casa?
Andrew confirmó los detalles de la transacción.
—¿Y es cierto que desde 1670 hasta el pasado mes de septiembre gobernó la propiedad en nombre vuestro un tal Benjamín Spurdance?
—Sí.
—¿Dónde está ese Spurdance? —le preguntó Nicholson a Burlingame—. ¿No debería estar aquí?
—Estamos tratando de dar con él —dijo Henry—. Al parecer se ha esfumado.
Entonces Andrew atestiguó, como respuesta a las preguntas del gobernador, que el primero de abril, cumpliendo órdenes suyas, Ebenezer se había embarcado en Plymouth para hacerse cargo de la plantación, y que por motivos de conveniencia, habíale otorgado a su hijo plenos poderes notariales.
Y entonces él, el pasado mes de septiembre, ante el Tribunal Territorial de Cambridge, libremente y de su grado, cedió graciosamente el Puntal de Cooke a William Smith.
—Y tanto que lo hizo, por el buen san Wenceslao —dijo Sowter con firmeza—. Vuestra Excelencia tiene en su poder el documento que lo prueba.
—¡Fue engañado! —dijo Andrew—. No tenía ni idea de que se hablaba de Malden, y lo que es más, no gozaba de autoridad para disponer de la propiedad.
—No alcanzo a ver por qué —arguyo Sowter—. ¿Qué asunto puede ser más pertinente en un plantador que disponer de su plantación?
En aquel punto el coronel Robotham se sumó a la batalla.
—¡Toda la cuestión está fuera de lugar, Vuestra Excelencia! El individuo que le cedió el Puntal de Cooke a Smith era un grandísimo impostor, tal y como el mismo señor Cooke ha reconocido. En todo caso la reclamación de mi hija tiene carácter prioritario: el verdadero Ebenezer Cooke perdió la propiedad en una apuesta cruzada a bordo de un buque contra el reverendo George Tubman el pasado mes de junio. Tubman, a su vez, le entregó a mi hija el título de propiedad antes de que fuera perpetrado este otro engaño.
—¡Y un culo pelado! ¡Mentira! —exclamó Sowter; Andrew mostróse de acuerdo.
Nicholson se puso en pie y golpeó el suelo con el bastón.
—¡Eso es más que suficiente, maldita sea! ¡La encuesta preliminar ha concluido!
El anuncio dejó estupefacto incluso a Burlingame.
—¡Pero si apenas ha empezado! —protestó Andrew—. ¡Todavía no habéis oído nada!
—Os vais a abstener de hablar cuando no os corresponde —dijo el gobernador— o haré que os saquen de la sala de juicios. Dijimos al principio que nada más dar claramente con el acusado se pondría fin a la encuesta preliminar y daría comienzo el juicio. La encuesta ha concluido.
Andrew sonrió.
—Entonces estáis de acuerdo en que yo soy el verdadero demandado y que les cumple a estos ladrones probar sus falsos alegatos.
—De eso nada —respondió Nicholson—. El demandado soy yo…, es decir, la provincia de Maryland. Nos confiscamos la casa y los terrenos conjuntamente, maldita sea, y les cumple a los demás demostrar por qué no deberíamos retenerla en nombre de Su Majestad.
—¿En qué os fundáis? —demandó Sowter—. ¡Esto es una burla de la justicia!
Nicholson dudó hasta que Burlingame, a quien era obvio que la decisión le parecía de perlas, le susurró algo al oído.
—Es por el bien de la provincia y de las plantaciones de Su Majestad en América —dijo entonces—. Se ha alegado que esta casa es un centro de tráfico del vicio, y se ha alegado asimismo que dicho tráfico está en manos de elementos sediciosos y traidores a la provincia. En tanto que gobernador tenemos perfecto derecho a confiscar una propiedad de traidores y presuntos traidores en tanto siga pendiente el juicio donde se encausarán los cargos que se les imputan.
—¡Por el curtidero de san Severo! Si no hay ningún cargo contra nadie.
—Muy cierto —convino el gobernador—. Sería injusto formular acusaciones tan graves en un Tribunal especial sin que haya una vista. En resumidas cuentas, que todos los aquí presentes quedan sometidos a arresto domiciliario acusados de sedición en tanto se celebra la vista del caso, y no habrá vista en tanto que hayamos resuelto la cuestión de la titularidad de esta heredad.
El mismo sir Thomas estaba a todas luces desconcertado.
—¡No existe precedente! —se quejó el coronel.
—Al contrario —dijo Nicholson con aire triunfante—. Es la misma treta que utilizó el juez Holt para que el rey Guillermo le arrebatara a Baltimore la encomienda de Maryland.
La confiscación fue oficialmente proclamada con toda prontitud: sir Thomas, de juez, pasó a ser asesor de la defensa; Andrew, William Smith y Lucy Robotham fueron designados demandantes en conjunto, y así se declaró abierto el caso Cooke et al. contra Maryland.
—¡Voto a tal! —dijo el gobernador, riéndose—. ¡Esta muestra de jurisprudencia va a ser recordada!
Entonces decretó que en primer lugar prestara declaración el coronel Robotham, en calidad de asesor de Lucy, por cuanto que su reclamación era anterior a las demás. El coronel, sumamente incómodo, refirió los pormenores de los juegos celebrados a bordo del Poseidón; la apuesta final, efectuada con anterioridad a la captura del Laureado, en virtud de la cual, el título de propiedad del Puntal de Cooke pasó a manos del reverendo George Tubman, del municipio de Port Tobacco; el matrimonio del reverendo Tubman con Lucy (posteriormente anulado por su carácter bígamo); la adquisición por parte de Lucy del título de propiedad del Puntal de Cooke, y por último, su matrimonio con el Laureado mismo.
Nicholson gruñó.
—Ahora me doy cuenta, coronel Robotham, de que sois un hombre responsable, a pesar de que en tiempos estuvisteis al servicio de Coode y del gobernador Copley; de no haberos considerado amigo de la justicia, jamás os habría nombrado juez del Tribunal del Almirantazgo. Sois un hombre honrado y por ende justo: honráis a esta desdichada provincia…
—Os doy las gracias, señor —musitó el coronel—. El cielo sabe que no tengo más deseo que el de que se haga justicia.
—Entonces echadle un vistazo a ese fulano flaco que está en el diván y reconoced que de esposo de vuestra hija tiene lo que yo, y además no es el sujeto que apostó contra George Tubman.
—Jamás dije que lo fuera —protestó el coronel—. El mismo Andrew Cooke ha declarado ante todos nosotros…
—Conocemos sus declaraciones mendaces —interrumpió Nicholson— y sabemos tan bien como vos por qué decía que Henry era hijo suyo.
Aquel extremo lo reconoció abiertamente el coronel Robotham.
—Creyó que su hijo había muerto y albergaba la esperanza de engañarme por medio de un impostor. Pero con la venia de Vuestra Excelencia, yo pienso, señoría, que si un hombre es capaz de renegar de su hijo muerto, otro tanto haría si estuviera vivo, y no una vez, sino dos y hasta tres. Lo que yo pienso, señoría, es que cuando ese hombre averiguó que su hijo había perdido la heredad apostada, se confabuló con el señor Lowe (o Burlingame, o como se llame) con ánimo de defraudarnos; y entonces, cuando mi pobre yerno hizo aparición junto con sus compañeros y el señor Burlingame se vio obligado a revelar su identidad, el señor Cooke, sin ningún escrúpulo, sobornó a ese pobre sirviente, pidiéndole que se hiciera pasar por el Laureado. Puedo aportar numerosos testigos del Poseidón, los cuales identificarán al marido de mi hija como Ebenezer Cooke, y a ese bellaco embaucador como su criado; y jurarán, como ahora lo hago yo, que en reiteradas ocasiones usurpó el cargo de su amo.
El gobernador movía la cabeza de un lado para otro.
—Me temo muy mucho, George, que tu yerno se encuentra en el piso de arriba, y que él es el criado usurpador. Pese a lo mucho que deploro tal escándalo, y aunque me compadezco de ti por tener que soportar la carga de una hija casquivana, estoy enteramente convencido de que este sujeto es el verdadero Eben Cooke. Además de los testimonios de su padre, su hermana y Henry Burlingame, tengo en mi poder una declaración jurada, firmada por Bertrand Burton, el hombre que yace en la alcoba de arriba, que el señor Burlingame tuvo la previsión de obtener antes de que la fiebre pudiera con ese pobre diablo. Voy a leerla en voz alta y luego la pasaré a fin de que todos puedan examinarla.
Nicholson procedió a leer una confesión firmada por Bertrand en la que se citaban las diversas ocasiones en que el criado se hizo pasar por Ebenezer, así como la apuesta cruzada con Tubman y su matrimonio fraudulento con Lucy Robotham. A pesar de que Ebenezer no podía más, aquel gesto de arrepentimiento le llegó al corazón.
—¡Se trata de un engaño más! —objetó el coronel—. Se han aprovechado del delirio de un moribundo para alcanzar sus fines.
—No, George —dijo Nicholson, gentilmente—. La verdad es que ese hombre es un criado que se llama Bertrand Burton.
—¡Ay, demontre! —gimió Lucy. La señora Russecks se apresuró a reconfortarla.
—¡Dios, cuerpo de tal! —El coronel apretó los puños y barbotó—: ¡Contemplad a mi hija, señoría! ¡Fraudulenta o no, la unión ha sido consumada!
—Sin duda de ningún género —convino el gobernador—. Paréceme que ningún Tribunal de Maryland pondría en cuestión el matrimonio a menos que vuestra hija solicite la anulación, prerrogativa a la que tiene sin duda alguna derecho. Pero su marido es Bertrand Burton, y no Eben Cooke, y este Tribunal le niega todo derecho sobre la heredad de Malden, ni por vía matrimonial ni por la de los falsos papeles de Tubman. ¿Has tomado nota de eso, Burlingame?
Henry indicó que así era. Andrew y Richard Sowter sonrieron ampliamente en vista de la derrota del coronel; también Ebenezer, aunque es cierto que se compadecía sobremanera del padre y de la hija, sintió alivio al ver que por lo menos uno de los contendientes quedaba fuera de combate. El gobernador hizo saber al coronel que era libre de irse o de quedarse, conforme tuviera a bien.
—Partiré en este instante —dijo el coronel, presa de una violenta emoción—, no sea que cometa un asesinato en la persona de ese libertino que yace en el piso de arriba. ¡Que Dios le perdone!
Adecuadamente hospitalario, ahora que la disputa se había zanjado a su favor, Andrew se ofreció a acompañar a los Robotham hasta su coche, pero el coronel rechazó aquella cortesía y se fue de la estancia, escoltando a su hija, que iba llorando.
—En fin —dijo Nicholson, aspirando aire por la nariz—. ¿Y ahora puedo dar por sentado que estamos todos de acuerdo acerca de quién es Eben Cooke y quién no? Excelente. Entonces, por lo que concierne a la disputa entre el señor Smith y el señor Andrew Cooke, paréceme que se sustenta sobre tres cuestiones primordiales; una cuestión legal, una cuestión de hecho y una segunda cuestión legal, en dicho orden. ¿El poder notarial de Eben Cooke le autorizaba a disponer de esta heredad? De ser así, ¿dispuso de la misma a sabiendas de lo que hacía o no? Y caso de que no lo hiciera a sabiendas, ¿es de todos modos válida la cesión a ojos de la ley? Ahora, caballeros, pido a vuestras mercedes que se hagan estas preguntas a sí mismos.
Andrew pidió la palabra y alegó que aunque en efecto no había ninguna cláusula en la comisión de su hijo que le prohibiera específicamente disponer de la heredad, nadie en sus cabales podría cuestionar que tal era el espíritu que animaba el documento. ¿Por qué iba a poner él a su hijo de aprendiz con Peter Paggen, al objeto de que el joven Cooke se familiarizara con el comercio de las plantaciones si tenía la intención de deshacerse de sus propiedades de Maryland? Pero, añadió Andrew, por si alguien era lo bastante quisquilloso como para poner en duda sus intenciones, presentaba como prueba una transcripción de su testamento, redactado en 1693, en el que cedía el Puntal de Cooke a sus hijos, a partes iguales. ¿Hacía aquello pensar al Tribunal que tenía intención de que su hijo dispusiera de la heredad? Andrew concluyó su declaración sumamente indignado y con el rostro enrojecido. Cuando hubo terminado, Roxanne hizo un gesto de asentimiento que ponía de relieve su fe en la justicia de aquellos argumentos y le pasó a Andrew un pañuelo de lino para que se enjugara la frente.
—Con la venia de Vuestra Excelencia —dijo Sowter cuando le correspondió el turno de palabra—, mi cliente acepta de buen grado la intención expresada por Andrew Cooke; no albergamos la menor duda respecto de que el joven no tenía instrucciones de disponer del Puntal de Cooke. Pero por el buen san Abdón, señoría, la cuestión tiene que ver con el criterio de autoridad, no con las instrucciones recibidas; sostengo que si la comisión del joven señor Cooke le autorizaba legalmente a disponer de la propiedad, la cuestión de la sanción paterna es irrelevante.
El gobernador se frotó la nariz y suspiró:
—El Tribunal conviene en ello…
A continuación, Sowter obtuvo una concesión por parte del Tribunal: si en el ejercicio del gobierno de la heredad Ebenezer hubiera estimado oportuno alquilar, vender o ceder una pequeña parte de la misma, una acción así habría sido plenamente autorizada por la expresión «todo lo relacionado con la propiedad», puesto que, a fin de cuentas, el mismo tabaco en función de cuya venta existía la plantación era parte integrante de la heredad; inferir del texto de la comisión cualesquiera limitaciones arbitrarias sería un flagrante absurdo.
—Si el señor Eben Cooke tenía derecho a vender una sola hoja de tabaco —concluyó Sowter—, tenía derecho a vender toda la heredad.
A modo de refutación, Andrew sostuvo que una interpretación tan libre de la expresión «todo lo relacionado con la propiedad», equivalía de hecho a contradecirla, pues si el apoderado disponía de toda la heredad, en virtud de aquel mismo gesto disponía también del poder notarial.
—¡Que es lo que, de hecho, hizo! —rio Sowter—. ¡Jamás hemos discutido eso!
Nicholson consultó con Burlingame y sir Thomas.
—Mucho me temo —dijo luego— que el Tribunal debe fallar a favor del señor Sowter en lo tocante a la primera cuestión. Es práctica común entre los capataces que están en posesión de un poder notarial el hacer cesión de parcelas de la heredad a los firmantes de contratos de servidumbre, por ejemplo, a fin de cumplir con su parte del contrato… Según su recuerdo, el señor Spurdance y el señor Smith tenían un litigio por una cuestión así en el Tribunal de Cambridge. Y a pesar de que los apoderados tienen por costumbre consultar con los propietarios antes de llevar a cabo una transacción de envergadura, en ausencia de cláusulas que estipulen lo contrario, este Tribunal está obligado a dictaminar que Eben Cooke tenía poder legal para disponer de toda la heredad de considerarlo oportuno.
Aquello fue un golpe fuerte para Andrew. Ebenezer se conmovió cuando advirtió que en la mirada que le dirigió su padre había más desazón que cólera.
—En cuanto a la segunda cuestión —siguió diciendo torvamente Nicholson—, permítaseme cerciorarme de si existe alguna diferencia de opinión. Señor Cooke, si no me equivoco, sostenéis que el muchacho le cedió su legado al señor Smith sin saber lo que hacía.
—Sí —dijo Andrew—. El mismo Eben jurará que es así, al igual que… —vaciló, reacio a pronunciar el nombre de Burlingame— el secretario de este Tribunal y esta desdichada dama con la cual el señor Smith obligó a mi hijo a contraer matrimonio. Ambos fueron testigos de la cesión. Además, Vuestra Excelencia puede consultar las actas del Tribunal Territorial, período de sesiones del pasado mes de septiembre…
—Ya lo he hecho —dijo el gobernador—. Señor Sowter, ¿es vuestra intención disputar la cuestión de hecho o reconocéis que el autor de la cesión no era consciente de la naturaleza de la misma?
—No tenemos en mente disputar ese hecho —repuso Sowter—. No obstante…
—No; ahorradme vuestros no obstantes por el momento, señor. Así pues, prosigo: Ebenezer Cooke tenía pleno derecho, en tanto que apoderado de Andrew, a hacer cesión del Puntal de Cooke a William Smith, mas todas las partes convienen en que lo hizo sin saber que era su propia heredad lo que cedía. Ahora solicito de Ebenezer Cooke que describa con detalle las circunstancias que rodearon la cesión, y luego habremos acabado con tan engorroso asunto.
El poeta soltó la mano de Joan el tiempo necesario para hacer lo que le pedían; rememoró con cuanta claridad pudo los detalles de su viaje a Cambridge en compañía de Henry Burlingame; la disputa que sostuvieron respecto de las relaciones existentes entre justicia e inocencia; la indignación que se apoderó de él ante la conducta observada por el Tribunal del juez Hammaker; su intervención en el caso Smith contra Spurdance y las diversas estipulaciones del veredicto emitido.
—Era una afrenta a la justicia que yo, inocentemente, quise reparar —concluyó diciendo—. Sin embargo, cuando me arrebataron la inocencia comprendí que lejos de reparar la afrenta había perpetrado una injusticia: no sólo cedí lo que no me correspondía ceder (quiero decir, desde un punto de vista ético), sino que al hacerlo causé la ruina de un hombre bueno y fiel, Ben Spurdance; e, indirectamente, al darle esta casa a William Smith para que hiciera de ella un antro del vicio, causé la ruina de muchas personas, por lo que pido a Dios que me perdone.
—Entiendo —Nicholson sonrió ladinamente—. ¿Y puede el Tribunal inferir que la estimación que hacíais del valor de la inocencia ha experimentado en consecuencia una cierta revisión?
Aunque sabía que la pregunta no tenía nada de maliciosa, Ebenezer no fue capaz de devolver la sonrisa.
—Puede el Tribunal inferirlo —repuso sosegadamente, y volvió a ocupar su asiento. Pocas veces había sentido un desaliento mayor: ahora que le acechaban tantos peligros, tenía además ocasión de contemplar los daños causados por su inocencia. Apenas reparó en el hecho de que fue Joan quien le cogió la mano aquella vez; lanzó una mirada a hurtadillas en dirección a su hermana, y sus ojos pesarosos pusieron de relieve que el gesto no le había pasado desapercibido.
A continuación, Nicholson solicitó que Andrew Cooke y Richard Sowter expresaran su postura preliminar respecto a la cuestión de la validez de la cesión.
—Alego tres cosas, señor —declaró Andrew—. Sostengo en primer lugar que el juez Hammaker carecía de autoridad para delegar funciones en mi hijo, el cual no es docto en leyes, y por consiguiente, la sentencia impuesta a Spurdance fue ilegal; en segundo lugar, aun cuando la sentencia fuera legal, la cesión no lo fue, pues se hizo sin conocimiento de causa, y en tercer lugar, aun cuando se dictamine que una cuestión inocente tiene carácter obligatorio, no se han cumplido las condiciones estipuladas por mi hijo. Es decir, a Smith se le ordenó que le buscara esposo a Susan Warren, que supuestamente era hija suya; pero yo sostengo, señoría, que su matrimonio con mi hijo carece de validez, y ello, por dos razones: la primera, que se casó con ella coaccionado, y la segunda, que la esposa no se llama Susan Warren, sino Joan Toast. No habiéndose satisfecho las condiciones estipuladas, debe revocarse la cesión.
Pese a que le había dejado impresionado la persuasión con que había expuesto el caso su padre, a Ebenezer le había alarmado sobremanera la última argumentación.
—¡Dejadme hablar, Vuestra Excelencia! —imploró.
—Ahora no —dijo Nicholson—. Tiene la palabra el señor Sowter.
Entonces Sowter declaró que tenía la intención de demostrar primero, apoyándose en un precedente legal, que el juez Hammaker tenía derecho, bajo circunstancias especiales, a delegar efectivamente su autoridad judicial, puesto que de hecho jamás renunció enteramente a la misma; dicho de otro modo, lo que había hecho fue concederle a Ebenezer el privilegio de dictar una sentencia que ulteriormente fue ratificada por él, con lo que adquiría carácter legal, pero que muy bien podría haber anulado; verdaderamente, lo que había hecho Hammaker fue efectuar una consulta, del mismo modo que muchas veces los jueces consultan a un experto, el cual constituye una tercera parte desinteresada, antes de dictaminar acerca de un pleito civil dificultoso (además, añadió, dirigiéndose a Andrew en un aparte, era preciso reconocer que Ebenezer era parte desinteresada; por lo demás, la cesión se hizo a sabiendas y no era fácil cuestionarla). En segundo lugar se proponía demostrar por medio de la razón e invocando otro precedente legal, algo que ninguna persona familiarizada con los errores judiciales cuestionaría: que un contrato legal, legalmente firmado, tiene carácter obligatorio, siendo responsabilidad de los signatarios conocer las cláusulas del mismo. Además, equivaldría a burlarse de la justicia afirmar que la ruptura de contrato perpetrada por Ben Spurdance era más punible que la perpetrada por los señores Cooke e hijo; si en opinión del Tribunal Territorial de Cambridge, a William Smith le correspondía todo Malden (menos un acre y medio) como compensación por los agravios sufridos, entonces no cabía dudar que le seguía correspondiendo, aunque de hecho fuera el caballero Cooke y no el pobre Spurdance el propietario. Además era oportuno recordar al Tribunal que también Spurdance tenía un poder notarial, y por lo tanto actuaba en nombre de Andrew cuando privó al tonelero de su justa recompensa. En cuanto a esa débil casuística relativa al matrimonio…
—Con la venia de Vuestra Excelencia —Burlingame le interrumpió al llegar a aquel punto—, me he quedado sin tinta. —Le mostró a Nicholson el papel en el que había estado transcribiendo los testimonios—. ¿Veis que me he visto obligado a dejar la intervención del señor Sowter a medio escribir? Suplico a Vuestra Excelencia permiso para pertrecharme de otro tintero y una plumilla mejor.
Al principio la expresión del gobernador era de impaciencia, al igual que la de Sowter y la de Andrew Cooke, pero en el semblante de Burlingame había algo (en lo que también reparó Ebenezer, pero no Sowter, a quien se lo impedía la posición que ocupaba) que le indujo a examinar la página de testimonios.
—Vaya, Henry, es un fastidio, pero no tiene remedio. Además me atrevería a decir que no soy el único de los presentes que ha recibido una citación de la dama Naturaleza. —Nicholson golpeó el borde de la mesa con el bastón y se puso en pie—. Este Tribunal levanta la sesión por espacio de media hora, o algo así. Se puede abandonar la sala, mas no la casa.