Siglos y siglos parecíale a Ebenezer haber morado en el reino de Lucifer, donde, como penitencia por su lujuria y su orgullo, había padecido una doble tortura: consistía la primera en que a cada poco trasladábanlo de las llamas eternas al hielo del Cócito, cuyas aguas helaban las alas del mismísimo rey de los infiernos; la segunda, menos frecuente pero más dolorosa, consistía en ver cómo se confundían y entremezclaban ante sus propios ojos los rostros de Joan Toast y de su hermana Anna. Inclinábase Joan ante él y veía su semblante intacto y pleno de vida, como en Londres; su vestido estaba limpio, la sífilis habíase esfumado; la mirada tenía luminosa y tierna… A decir verdad, no era aquél su semblante, sino el de Anna Cooke. Entonces, estando aún contemplando el rostro de su hermana, principiaban a enrojecer los ojos, volvíanse vidriosos; los dientes corrompíanse en las encías y la carne llagábase de pústulas…, hasta que por fin, cara y presencia correspondían a Joan Toast. Así, de tanto en tanto, volvía a reanudarse el ciclo. Aquellas metamorfosis dejaban al poeta invariablemente sin aliento; asfixiábase y daba en gritar y azotarse los miembros entre las llamas o contra el hielo, balbuciendo blasfemias tan oscuras como aquellas palabras de Plutón: Papè Satan aleppe. No es, por tanto, difícil imaginar la alegría que se adueñó de él cuando por fin abrió los ojos y vio a su hermana, libre de toda mutación, sentada junto al lecho donde yacía, leyendo un libro. La misma magnitud del alivio que sentía hacía imposible expresarlo; al punto durmiose profundísimamente, sin soñar.
Cuando despertó por segunda vez era más dueño de su corazón; comprendió que había estado enfermo y delirando durante algún tiempo (no sabía si un día o un mes), y que ya se le había pasado la fiebre. Alegrose infinito de ver que su hermana seguía velando por él, junto al lecho, pues ahora tenía fuerzas para hablarle:
—¡Queridísima Anna! ¡Qué buena eres por cuidarme…!
No siguió hablando, porque su hermana, llorando de alegría, se alzó de la silla y corrió a abrazarlo, y porque súbitamente reparó en lo increíble que era el que su hermana estuviera allí, sana y salva, a juzgar por las apariencias.
—Vive el cielo, ¿dónde estoy? —susurró—. ¿Cómo es posible que estés aquí?
—¡Es una historia extraordinaria! —dijo Anna entre sollozos—. Estás en casa, en Malden. ¡Alabado sea Dios porque has vuelto a la vida! —Sin soltarlo, llamó a través de la puerta, que estaba abierta—: ¡Roxanne! ¡Deprisa, ven! ¡Eben se ha despertado!
—¿Roxanne, también? —Ebenezer cerró los ojos, procurando reunir fuerzas.
—¡Estás débil, pobrecito! Madre mia, si supieras cuantísimo lloré cuando me enteré de lo que había hecho el capitán Avery y las ganas que tenía de morir contigo y el miedo que me daba que fallecieras aquí en Malden y echaras a perder el milagro. ¡Ay, Dios mío! ¡Es demasiado! ¡Es para no contarlo!
Del zaguán llegaron la señora Russecks y Henrietta, ninguna de las cuales ofrecía muestras de que el suplicio pasado hubiera hecho mella en sus personas. Una vez hubo remitido la alegría inicial, el poeta conoció bajo qué circunstancias lograron escapar las tres mujeres.
—Fue por intervención divina, ni más ni menos —dijo sencillamente la señora Russecks—. ¿Cómo explicarlo de otro modo? Ben Avery «el Largo» es el Benjamín Long de Church Creek, mi primer amante, al que hace tantísimo tiempo que perdí.
Nada más despachar a los tres prisioneros varones, dijo la señora Russecks, el corsario convocó a popa a las tres mujeres, con ánimo de cumplir la promesa hecha de gozar de ellas, pero resultó que todo cuanto hubieron de padecer fueron unas cuantos comentarios soeces, pues cuando Avery oyó su nombre de pila y, tras una nueva pregunta, su apellido del soltera, el capitán cambió radicalmente de actitud; pidió disculpas por haber arrojado a los hombres por la borda, expresó la esperanza de que llegaran salvos a la isla de Sharp y, arriesgando la vida, cambió de rumbo y enfiló hacia la desembocadura del Severn, donde se despidió de ellas y regresó a su buque, dejando que el capitán Cairn, en solitario, las llevara a Anne Arundel.
—No tenemos la certeza absoluta de que fuera Benjamin Long —admitió Henrietta—. Se negó a contestar a las preguntas de mamá. Mas de no ser así, no acierto a explicarme su conducta…
—Pues claro que era mi Benjy —dijo la señora Russecks—. Mi muchachito huyó camino de la mar hace treinta años, y se hizo pirata. No lo confesó por pura vergüenza.
La señora Russecks, con actitud tranquila, consideraba indiscutible aquel extremo, y a pesar de la abrumadora improbabilidad de que pudiera darse una coincidencia semejante, Ebenezer hubo de admitir que no se le ocurría ninguna hipótesis capaz de explicar más razonablemente el súbito acceso de caridad experimentado por Ben Avery «el Largo». Incorporándose en el lecho, abrazolas a todas una a una (a su hermana repetidamente), y luego volvióse a tumbar, exhausto. Ahora sabía que su estancia en el infierno había tenido una duración de cuatro días, durante los cuales habíase debatido entre la vida y la muerte; McEvoy y Bertrand también hubieron de guardar cama, como consecuencia de los efectos de la intemperie, aunque no habían llegado a perder la conciencia. El primero ya se había recuperado por completo, pero Bertrand, a quien no encontraron en el granero hasta la mañana siguiente, seguía aún grave.
—¡Gracias a Dios que están vivos! —exclamó Ebenezer—. ¿Que es de papá, de Henry Burlingame y del tonelero? ¿Son ellos los que están hablando abajo? —Y era verdad que de las estancias del piso de abajo llegaban voces de hombre. Al parecer, estaban discutiendo.
—Sí —dijo Anna—. El caso es que están todos bajo arresto domiciliario en tanto no se resuelva el asunto de nuestra heredad. El gobernador Nicholson está muy alarmado por lo de la rebelión y el tráfico de opio, y ha impuesto una especie de ley marcial en el Puntal de Cooke, a la espera de que te recuperaras. Entretanto, todo el mundo acusa a todo el mundo y nadie sabe qué título de propiedad es el que tiene validez.
En cuanto llegaron a Anne Arundel, siguió explicando la hermana del poeta, el capitán Cairn las acompañó a casa del gobernador, a quien sacaron de la cama pese a lo tardío de la hora, informándole de cuanto pudieron recordar entre todos respecto a su secuestro, las actividades que se estaban llevando a cabo en la isla de Bloodsworth y el comercio del vicio, que, al parecer, tenía su cuartel general para regir en Malden. Gracias a que mencionaron los papeles del capitán John Smith y a que el capitán Cairn gozaba en Saint Mary de una buena reputación como honrado ciudadano, el gobernador Nicholson creyó a pies juntillas lo que le dijeron. Envió dos pinazas armadas con la misión de dar persecución al Phansie del capitán Avery, y el presidente del Consejo en persona, sir Thomas Lawrence, partió al Puntal de Cooke en compañía de las damas, con un poder del gobernador que lo autorizaba a actuar como representante suyo en cualesquiera asuntos relacionados con el bienestar de la provincia.
—¡Madre mía! —dijo Henrietta, riéndose—. ¡Menudo ajetreo hemos pasado desde entonces!
Andrew Cooke, dijo, habíase llevado unas cuantas sorpresas seguidas, todas tan grandes y ambivalentes que durante un tiempo llegose a temer por su cordura: en primer lugar, la alegría que le supuso encontrar a Ebenezer con vida trocose inmediatamente en cólera y no poco embarazo, esto último debido a que había jurado a cuantos quisieron oírle que Nicholas Lowe, a quien en realidad había conocido hacía tan sólo quince días, y a quien había dicho que Ebenezer había muerto, era el verdadero Ebenezer Cooke, y que el supuesto Laureado de Maryland que había hecho cesión del Puntal de Cooke era un grandísimo impostor. Imagínese como hubo de componer su desmayo cuando, más tarde, en el plazo de veinticuatro horas, se enteró de que su «hijo» era al parecer un agente de alto nivel al servicio del gobernador; a Anna habíala capturado y liberado el célebre Ben Avery «el Largo», y (tal vez fuera esto lo más desconcertante de todo) su hija había venido en compañía de su antigua amante Roxanne Edouard y de una joven de la que se decía que era hija natural suya.
—Amén de estos portentos —dijo Henrietta— está pendiente de menudencias como la insurrección de la isla de Bloodsworth. ¡A decir verdad, hermano Eben, tenemos por padre a un individuo asaz curioso!
—¡Henrietta! —reprendiole la señora Russecks—. Deprisa, vamos a decirle a sir Thomas que el señor Cooke ha vuelto en sí y que pronto estará lo bastante fuerte como para hablar con él. —Besó al poeta maternalmente—. ¡Gracias sean dadas a Dios!
A Anna todo aquello le parecía muy divertido.
—No hay quien entienda a Henrietta —díjole a Ebenezer cuando se quedaron de nuevo a solas; Roxanne le ha advertido que no nos llame hermano y hermana y que no hable de papá como de su padre, pero ella de todos modos lo hace, con ánimo de provocarlo.
»Según confesión de la propia Roxanne —dijo Anna— cuando Andrew la dejó en 1670 no sabía que llevaba en las entrañas un hijo suyo; ella se abstuvo de decírselo, pues no quería que él se casara por obligación, de modo que su dolor se vio redoblado cuando nuestro padre se la devolvió a «su» tío en Church Creek.
»Pero sí que la quería. ¡Tendrías que haber visto la cara que puso cuando aparecimos! Le dio tan gran alegría de verla que apenas tuvo ojos para mí; todavía se sentía avergonzado por haberla abandonado… ¡A fe mía que se sentía crucificado de vergüenza! Ni una sola vez puso en tela de juicio que Henrietta fuese hija suya, aunque hace varios días pasó de andar pidiéndole perdón a todo el mundo a soltar denuestos indiscriminados, tildándonos a todos de buitres y ladrones y acusándonos de querer arrebatarle Malden. Es un espectáculo lamentable, Eben; debemos perdonarlo.
Anna parecía cambiada tras su última experiencia; al igual que antes, en su rostro había huellas de cansancio y abatimiento; su voz, empero, y sus modales, reflejaban una serenidad que era nueva, una capacidad para aceptar cosas difícilmente aceptables…, cabía hablar de beatitud. Al igual que la señora Russecks, Anna hacíale pensar a Ebenezer en alguien que ha vivido recientemente un milagro, una visión o una experiencia de gracia mística. El recuerdo de su última conversación con Anna, mantenida en la bodega del barco del capitán Cairn, hizo que se le subiera la sangre a la cara; avergonzado, cerró los ojos y le oprimió la mano a su hermana. Anna le devolvió el apretón como si estuviera leyendo nítidamente su pensamiento y, con voz sosegada, siguió diciendo que, a pesar de la frialdad con que Roxanne recibió las muestras de contrición de Andrew, y a pesar de que decía que Benjamín Long, o Ben Avery «el Largo», era el único hombre que jamás ganara de veras su corazón, Henrietta y Anna convenían en que la señora Russecks no había perdido en modo alguno el afecto que sintiera hacia el padre de las muchachas, sólo que era lo bastante discreta como para no concederle precipitadamente el perdón.
Ebenezer sonrió y meneó la cabeza. Estaba sumamente débil, aunque notaba que el bálsamo de la buena suerte obraba mágicamente en él, afanándose por devolverle la salud.
—¿Y qué pasa con Henry y contigo, Anna? —inquirió.
Anna agachó la vista.
—Hemos hablado… —dijo—, así, sin mirarnos a los ojos. Cuando aparecí en compañía de Roxanne y Henrietta se mostró tan confundido como papá. Se alegró de encontrarnos bien, y tiene muchas ganas de verte. Le dije en privado cuanto pude acerca de su padre y sus hermanos, y le hablé de tus temores respecto a la seguridad de la provincia; ni que decir tiene que arde de curiosidad y no puede esperar a que llegue el momento de ir a la isla de Bloodsworth (ya sabes cómo es Henry), pero no quiere hacerlo sin antes haber hablado contigo. Hemos hecho promesa de no revelar su identidad, ya sabes, hasta sir Thomas le llama «señor Lowe», y papá cree que es el mejor sujeto de la provincia. En teoría es amigo tuyo, lamenta tu pérdida y está de acuerdo en ayudar a papá a recuperar Malden. Sospecho que durante algún tiempo los tres nos sentiremos incómodos…, y es que nuestra situación es bastante difícil. —Anna reprimió una lágrima, aspiró por la nariz y alegró el tono de voz—. Los demás se llevan bien y están encantados, o por lo menos, resignados: Henrietta y John; Roxanne y papá; incluso Bertrand y Robotham han hecho una especie de tregua: el coronel todavía asegura que Bertrand es el Laureado y le insta a que reclame Malden y evite el escándalo, y en cuanto a Lucy, pobrecilla, no le falta demasiado para salir de cuentas y se echa a temblar ante la idea de dar a luz a un bastardo. Los Robotham saben muy bien que sus derechos son fraudulentos y que son tan culpables como Bertrand, pero están desesperados y el último se niega a confesar por miedo a que el coronel lo mate por mentiroso. Es una comedia espléndida.
Ebenezer oyó voces agitadas en el piso de abajo: habían anunciado su recuperación.
—Cuéntame que es de mi esposa —imploró, y vio que Anna procuraba en vano ocultar la desazón que le causaba aquel término, que él había escogido deliberadamente.
—No le queda mucho tiempo de vida…
—¡No! —Ebenezer se incorporó y buscó apoyo en un codo—. ¿Dónde está, Anna?
—Veros a ti y a McEvoy fue excesivo para ella —dijo Anna—. Se desmayó en el vestíbulo y hubo que llevarla a la cama… Otro de los grandes momentos de papá, como bien puedes figurarte, fue cuando se enteró de que Joan era tu mujer (si él mismo le había pagado seis libras), y otro fue cuando supo que no se trataba de Susan Warren, sino de la misma mujer que habías conocido en Londres. Jura que la unión no es válida y no para de echar pestes; mas, pese a todo, no ha arremetido contra ella, aunque sea porque Henry…
—¡Da igual! —dijo Ebenezer, con insistencia; oíase a un grupo de gente que subía las escaleras—. ¡Deprisa, Anna, te lo suplico! ¿Cómo se encuentra Joan?
—El desfallecimiento fue la gota que colmó el vaso —repuso Anna con gravedad—. Su… su enfermedad social no ha mejorado, así como tampoco su necesidad del diabólico opio, ni tampoco su estado general de salud, que ha mucho tiene quebrantada, desde que iba al secadero de tabaco. El médico la ha examinado y dice que es una mujer moribunda.
—¡Vive Dios! —gimió el poeta—. ¡He de verla enseguida! ¡Moriré antes que ella! —Haciendo caso omiso de las protestas de Anna, logró salir del lecho, mas no bien se hubo incorporado, sintió un mareo y cayó de espaldas sobre la almohada—. ¡Pobre desdichada! ¡Mil veces santa, desdichada y mártir!
Interrumpió bruscamente sus lamentos la conmoción causada por los visitantes, a cuya cabeza iba Henrietta Russecks. Los primeros en entrar fueron su padre y Henry Burlingame.
—¡Querido Eben! —exclamó Henry, apresurándose a cogerle las manos—. ¿Qué aventuras son ésas por las que me habéis abandonado? —Alzó la cabeza, mirando a Andrew, que estaba al otro lado del lecho, un tanto incómodo—. Vamos, decidme la verdad, señor Cooke: ¿es mal hijo quien salva una provincia?
Ebenezer sólo logró sonreír; ocupaban su corazón sentimientos asaz intensos y diversos como para que fuera capaz de dar una respuesta. Él y su padre miráronse en medio de un silencio doloroso.
—Lo siento en el alma, padre —principió a decir al cabo de un rato, pero enseguida se quedó sin voz.
Andrew puso la mano derecha en la frente de Ebenezer (era aquél el primer gesto de solicitud que registraba la memoria del poeta).
—Ya te lo dije una vez en Saint Giles, Eben: es privilegio del mal hijo pedir perdón y obligación del mal padre concederlo. —Y dirigiéndose en general a los ocupantes de la estancia, anunció—: El muchacho tiene aún fiebre. Exponed la cuestión y acabemos, sir Thomas.
Entraron en la alcoba otros tres hombres: Richard Sowter, el coronel Robotham y un caballero de aspecto distinguido que lucía una peluca blanca y tendría unos cincuenta y tantos años, y que hizo una leve reverencia en respuesta a Andrew y Ebenezer.
—Thomas Lawrence, señor, del Consejo del Gobernador —dijo—, es un gran honor conoceros. Os pido disculpas por alterar vuestro descanso y recuperación, tan merecidos, pero nadie sabe mejor que vos la gravedad y urgencia del asunto que nos ocupa…
Ebenezer indicó con un gesto de la mano que no eran menester disculpas.
—Mi hermana me ha puesto al corriente de vuestro cometido, por lo que doy gracias a Dios y al gobernador Nicholson. Nos amenaza un peligro mucho mayor de lo que nadie sospecha, señor, y cuanto antes lo afrontemos, tanto mejor para todos.
—Excelente. Entonces permitidme que os pregunte si os sentís lo bastante fuerte como para entrevistaros esta tarde con el gobernador Nicholson y conmigo.
—¡Nicholson! —exclamó Sowter—. ¡Por el serrucho de san Simón, señores!
Las palabras del presidente del Consejo también parecieron desasosegar a Andrew y al coronel Robotham.
Sir Thomas hizo un gesto de asentimiento.
—El señor Lowe, aquí presente, me ha comunicado que el gobernador partió hacia Oxford ayer y que, habiendo sido informado del rescate del señor Cooke, se propone trasladarse a Malden el día de hoy. Le esperamos en cualquier momento. ¿Qué decís, señor?
—Estoy a su entera disposición y ardo en deseos de comunicarle lo que sé —dijo Ebenezer.
—Muy bien. ¡La provincia está en deuda con vos, señor!
—Un momento… —El coronel Robotham estaba completamente rojo; sus ojos redondos posábanse inquieta y sucesivamente en Ebenezer, Andrew y sir Thomas—. No pongo en duda que este mozalbete sea un héroe y que ha de discutir asuntos de gran envergadura con el gobernador; no es mi deseo parecer preocupado por instancias egoístas ni dar la impresión de que no me siento agradecido para con los colaboradores secretos de Su majestad, cuyo trabajo les exige adoptar nombres falsos…
—¡Ya basta, George! —dijo Andrew, cortante—. El señor Lowe puede ser agente del gobernador, del rey Guillermo o del papa, por lo que yo sé, pero este muchacho es mi hijo Eben y no hay más que hablar. Que el cielo me perdone por haberme confabulado con el señor Lowe a fin de engañaros a todos. ¡Loado sea Dios por haberme devuelto a mi hijo, arrebatándoselo a la muerte, con Malden o sin Malden!
—Basta —ordenó sir Thomas—. Os recuerdo, coronel, que la provincia está no poco interesada por esta propiedad; inicialmente he venido aquí a investigar lo que pasa. Si el gobernador lo desea, tal vez podamos celebrar hoy mismo una audiencia en la que se trate este asunto, ahora que el señor Cooke está con nosotros. —A continuación sir Thomas recordó a todos los presentes, y especialmente a Richard Sowter, que nadie estaba autorizado a salir de la casa en tanto no se zanjara la cuestión.
—¡Por el órgano de santa Cecilia! —protestó Sowter—. ¡Es una violación del habeas corpus! ¡Os llevaremos a los tribunales, señor!
—Estáis en vuestro derecho —replicó sir Thomas—. Entretanto no salgáis del Puntal de Cooke: el señor Lowe se ha puesto en contacto con el mayor Trippe y desde esta mañana hay soldados patrullando la heredad.
La noticia causó general sorpresa; el coronel Robotham se atusó el bigote, y Sowter invocó a los santos Higinio y Policarpo en vista de la arbitrariedad de aquellos dignatarios públicos. Entonces sir Thomas pidió que todos dejaran la estancia salvo Anna, que se había establecido como enfermera de su hermano, y «el señor Lowe», el cual dijo que por razones de fuerza mayor no debía apartarse del lecho del testigo principal ni un solo instante. Andrew se mostró reacio a irse.
—Tenemos muchas cosas que decirnos —díjole Ebenezer con ánimo consolador— y muchos años para decírnoslas. En estos momentos estoy medio muerto de hambre y sueño.
—Voy a decir que te suban un caldo —masculló su padre, y salió.
Ebenezer suspiró.
—Es menester decirle enseguida quién eres, Henry; estoy hartísimo de falsas identidades.
—Se lo diré —prometió Burlingame—, ahora que sé quién soy. ¡A fe mía que es un milagro, Eben! No puedo aguardar el momento de ponerle las manos encima al libro de mi padre… ¿Cómo lo llamaste? ¡El Libro de los diablos ingleses! ¡Rey de los ahatchwhoops! ¡Es un milagro! —Burlingame alzó el índice con aire de pedagogo y dijo, sonriendo—: Pero todavía no, Eben; aún no es conveniente que lo sepa. Mi plan consiste en ir a la isla de Bloodsworth en cuanto sea posible (mañana, si zanjamos hoy la cuestión que tenemos pendiente) y hacer cuanto esté en mi mano por apaciguar a mi padre, Chicamec, y a mi hermano…, ¿cómo se llama?
Ebenezer sonrió a su pesar ante el entusiasmo característico de su tutor.
—Cohunkowprets —dijo—; significa Pico de Ganso.
—¡Cohunkowprets! ¡Espléndido nombre! Después volveré aquí, le haré la corte a tu hermana y le pediré su mano a mi buen amigo Andrew. Si consiente en ello le diré quién soy y renovaré la petición; si no, seguiré mi camino y nunca le importunaré con la verdad. ¿Os parece bien a los dos?
Ebenezer miró a su hermana, aguardando a ver qué respondía. Para él era evidente que las conversaciones privadas entre Anna y Burlingame habían versado sobre temas más íntimos que el Libro de los diablos ingleses; tenía la certeza de que Henry estaba al tanto de todo lo que había ocurrido no sólo entre Anna y Billy Rumbly, sino también entre Anna y él. Ella contuvo la respiración, sacudió la cabeza, bajó la vista y quedóse mirando la colcha.
—Es algo tan fútil, Henry… ¿Qué puede salir de ello?
—Pero ¿cómo puedes mostrarte escéptica después del milagro de que Eben haya descubierto mi linaje? Dale tiempo para que sea capaz de volver a tenerse en pie y me resolverá el otro misterio que queda: la magia de la berenjena sagrada o cómo se llame. —Burlingame dejó las chanzas y añadió, seriamente—: No hace mucho tiempo que le propuse a Eben que nos fuéramos a vivir los tres juntos a una casa de Pensilvania; puesto que la naturaleza ha decretado que yo sea un ser frustrado, y puesto que las convenciones prohíben la atracción que sentís, ¿qué daño hay en que compartamos nuestras frustraciones? Vivamos como hermanas de la caridad en nuestro modesto convento… Sí, yo os convertiré a la cosmofilia, mi nueva religión para buscadores de la verdad frustrados, y juntos nos inventaremos centenares de ejercicios espirituales…
Burlingame siguió hablando en el mismo tono hasta que Ebenezer y Anna se vieron obligados a reírse, con lo que la tensión reinante entre ellos desapareció momentáneamente. Pero Anna no quería comprometerse a aceptar aquella propuesta.
—Ocupémonos de las cosas paso a paso; lo primero es volver de la isla de Bloodsworth con vida, con el cuero cabelludo intacto y sin que nos hayan convertido ellos a su religión; después veremos qué hacemos con nosotros mismos.
—¿Cómo acabó tu búsqueda de John Coode? —le preguntó Ebenezer a Burlingame.
—¡Ah, amigo mío, tienes que perdonarme muchas cosas! ¿Cómo excusarme por haberte engañado tantas veces sin alegar que no creo en la inocencia? Y decir eso es agraviarte aún más…
—Ya no —asegurole Ebenezer—. ¡A estas alturas mi inocencia es una cuestión de rigor técnico! ¿Pero qué fue de Coode? ¿Resultó ser el salvador que tú pensabas?
Burlingame suspiró.
—Jamás di con él.
Su intención, dijo, era establecerse como lugarteniente de Coode (bajo la personalidad de Nicholas Lowe), para averiguar qué parte de verdad encerraban ciertos rumores entonces en boga, conforme a los cuales Coode estaba organizando a esclavos e indios desafectos con ánimo de instigar otra rebelión que tendría lugar antes de que Nicholson pudiera emprender acciones legales por las pruebas encontradas en el Diario de la Asamblea de 1691. Pero en Saint Mary, la mañana siguiente a la misma noche de tormenta que había dado con Ebenezer en la isla de Bloodsworth, Burlingame se topó con el mismísimo Andrew Cooke, el cual, pensó, habíase trasladado de casa del capitán Mitchell a la orilla oriental. Por medio de un discreto interrogatorio, averiguó que Andrew había conocido al coronel Robotham en casa del capitán Mitchell, y cuando oyó al coronel referirse a Ebenezer como «mi yerno de Saint Mary», apresuróse a hacer indagaciones no bien se hubo repuesto de la sorpresa.
—Pues bien, amigo mío —siguió diciendo Burlingame—. No sabía qué pensar; me pasé la noche buscándote en vano y al final me enteré de que el capitán Cairn se había hecho a la mar al anochecer en compañía del Laureado de Maryland y de un individuo largo y flaco, y todos pensaban que se habían ahogado durante la tormenta. Tu padre había descubierto cómo estaban las cosas en Malden y estaba desquiciado porque había perdido la heredad y a sus dos herederos.
Viendo que lo más probable era que Ebenezer hubiera muerto o desaparecido durante la tormenta, Burlingame se presentó a Andrew bajo la identidad de Nicholas Lowe, «fiel amigo del Laureado», y aseveró luego que había sido él quien se hiciera pasar por Ebenezer a fin de proteger la huida de su amigo. Aquella noticia redobló la cólera de Andrew; por unos momentos Burlingame creyó que le iba a atacar allí mismo (en la taberna de Vansweringen). Por lo tanto, a fin de apaciguarlo, consolarlo un tanto de las pérdidas sufridas y, al mismo tiempo, ponerse en una situación que le permitiera enterarse mejor de las noticias relacionadas con los gemelos, y asimismo llevar a cabo sus complejos intereses, Burlingame hizo una ingeniosa propuesta: seguiría haciéndose pasar por hijo de Andrew; juntos irían al Puntal de Cooke, afirmarían que tanto el donante de Malden como el marido de Lucy Robotham eran impostores y así refutarían a un tiempo las reclamaciones del coronel y del tonelero.
—Así que nos presentamos aquí, codo con codo, como excelentes amigos y, salvedad hecha de una visita infructuosa a Church Creek, la cual tenía por fin comprobar qué había de cierto en cierto rumor llegado a mis oídos… ¿Ya conocéis la historia? ¿No os parece irónica? Pues bien, salvedad hecha de esa visita, digo, aquí hemos estado hasta la fecha aguardando a saber algo de ti o de Anna. En cuanto a la propiedad, Andrew y yo amenazamos a Smith y Sowter, y ellos a su vez nos amenazaron a todos nosotros; empero, nadie osaba acudir a los tribunales por miedo a perder los calzones, tan enmarañado está el caso, o ser acusado del tráfico de putas y opio. Qué tiene que ver el viejo Andrew con ello, si es que tiene algo que ver, eso no lo sé.
—¿No eres tú John Coode? —preguntó Anna, medio en serio.
Henry se encogió de hombros.
—Lo he sido, alguna vez que otra; también fui Nicholson en una ocasión por espacio de medio día, y tres rameras mattawomans ni siquiera se percataron de ello. Pero puedo jurar una cosa: aun cuando me resulte difícil pensar que individuos tan famosos sean entes pura y absolutamente ficticios, hasta este momento no le he puesto la vista encima ni a Baltimore ni a Coode. A lo mejor son lo que dicen los rumores: diablos y semi-dioses, independientemente de quién sea lo uno o lo otro; o tal vez no sean más que simples zopencos, como nosotros mismos, que hemos acabado siendo seres legendarios, dentro de unos límites razonables; o puede que no sean nada al margen de los cuentos y los rumores.
—Si eso último es verdad —dijo Ebenezer—, el cielo sabe que tendrían mucha vida. Cuando pienso en el peso y el poder que tienen tales ficciones en comparación con la triste sombra que soy yo, que he sido víctima de tantas supercherías y falsificaciones, paréceme que aquéllas tienen diez veces más sustancia.
Burlingame sonrió con aire aprobatorio.
—¡Mi pupilo ha estado en escuelas donde hay mejores tutores que el que tuvo antaño! En todo caso, Francis Nicholson existe, y no es ni Coode ni Calvert, y considera a Nick Lowe el mejor espía que conoce. Sería indiscreto hacerme más preguntas.
Ebenezer tenía aún algunas cuestiones en mente, pero en aquel momento la cocinera (en quien reconoció a la misma ramera parisiense que lloró durante su boda) le trajo un caldo de carne y Burlingame aprovechó la ocasión para disculparse.
—Debo ocuparme de que no asesinen al gobernador en vuestra heredad, queridos míos. —Anna diole un leve beso en la boca, con toda naturalidad, como el esposo besa a la esposa, y luego, para sorpresa del poeta, besole también a él en la frente, como un padre a un hijo o, en latitudes más dadas a las demostraciones de afecto, como un hermano a otro—. ¡Gracias sean dadas a Zeus todopoderoso porque estás de nuevo entre los vivos! —musitó—. ¿No te dije en cierta ocasión que se originaría una gran conmoción cuando llegara el momento de tu caída?
Ebenezer protestó con una sonrisa, aduciendo que, pese a encontrarse indiscutiblemente maltrecho y arruinado, todavía no podía contársele oficialmente entre los caídos, ni tampoco parecía probable que jamás fuera a engrosar las filas de los mismos. Burlingame respondió con su característico encogerse de hombros y fuese.
—El cielo sabe que los demás problemas que tenemos son mucho más graves —dijo Anna con un suspiro—, pero no puedo dejar de preocuparme por ese hombre y las relaciones que mantenemos los tres.
—¿Quieres casarte con él? —preguntó su hermano.
Anna también se encogió de hombros.
—¿Para qué? Puedo irme con él, al igual que hice con su hermano, y vivir en pecado. —Aquella frase era tan inapropiada, dadas las circunstancias, que los gemelos hubieron de sonreír. Pero entonces Anna movió la cabeza y dijo—: Lo que más miedo me da es que no regrese de la isla de Bloodsworth.
Aquella idea dejó a Ebenezer sorprendido.
—¿Tienes miedo de que Billy Rumbly acabe con él por celos? No se me había ocurrido.
—No —dijo Anna—. Por muy formidable que sea Billy, no es rival para Burlingame, y ahí radica el peligro.
Ebenezer comprendió lo que quería decir su hermana y se estremeció pensando ¡cuán leves y restringidos eran los vínculos que ataban a Henry a la civilización occidental (por no decir nada del colonialismo inglés)! Su inteligencia e intereses eran enormemente más complejos, hasta el punto de que los valores de aquella civilización resultaban provincianos en comparación con los suyos. ¿Acaso no había ejercido ya de pirata y había sido agente de sabe Dios qué conspiración satánica? ¿No había exprimido toda suerte de perversiones, extrayendo las virtudes en ellas encerradas, y señalando a Ebenezer que el hombre siente una fascinación perenne por la violencia, la destrucción y la rapiña? No era en modo alguno inconcebible el que, independientemente de cuáles fueran sus intenciones en aquellos momentos, Burlingame decidiera quedarse en la isla de Bloodsworth a fin de unir su ingenio a los de Drepacca y Quassapelagh, y con tres adversarios tan astutos y poderosos (eso sin mencionar a John Coode ni al sombrío monsieur Casteene), ¡que Dios se apiadara de las colonias inglesas de América!
El caldo obró maravillas e hízole recuperar bastante las fuerzas; cuando lo hubo terminado, envió a Anna con el encargo de que le transmitiera a Joan Toast su arrepentimiento y le suplicara la concesión de una entrevista.
—Se niega —le comunicó Anna un minuto después—. Dice que no tiene nada contra mí y que sólo desea morir sin tener que soportar el ver a otro hombre. Ya ni siquiera el doctor Sowter puede acercarse a ella.
Como siempre que le daban nuevas de ella, Ebenezer sintió una punzada de vergüenza en el corazón. No obstante, consideró que era una buena señal el hecho de que Joan al menos no se hubiera hundido en la apatía; «donde hay beligerancia», díjole a Anna, «hay vida», y en tanto su esposa siguiera con vida él no perdería la esperanza, no ya de obtener su perdón, al cual no tenía derecho, sino de demostrar en presencia de ella lo miserable que había sido por haberla abandonado. Entretanto mandó llamar a McEvoy, quien tras condolerse por el estado en que se encontraba Joan, y tras mucho mover la cabeza, admirado por la milagrosa coincidencia que suponía la identidad de Ben Avery «el Largo» (lo cual, dijo, venía a corroborar la afirmación hecha por Ebenezer de que la vida es un dramaturgo desvergonzado), y congratularse porque las damas se hubieran salvado, le ayudó a bajar las escaleras e ir hasta la cámara que el irlandés compartía con Bertrand Burton.
—El pobre desgraciado se escondió (¿no lo sabíais?) porque tenía miedo de que el coronel Robotham y tu padre le midieran el trasero, y como Joan perdió el conocimiento en el vestíbulo y tú te quedaste frío como el mármol, y como había tanto ajetreo y conmoción, no lo encontraron hasta la mañana siguiente, medio muerto de frío. Aun así tenían intención de instalarlo con la servidumbre, pero el señor Lowe y yo los convencimos de que le pusieran una cama en mi cuarto. Me temo que el frío se le ha metido muy adentro al pobre diablo.
Encontraron al criado despierto, aunque no había recuperado la salud ni mucho menos. A pesar de que la fiebre le teñía las mejillas de un rojo nada natural, éstas ofrecían un aspecto demacrado y macilento; tenía la nariz más afilada que nunca, curvada a la altura del puente cual la de un semita; los ojos, redondos y abultados como siempre, aparecían apagados tras el pico, y recordaban los de un búho enfermo. Al igual que hiciera Burlingame cuando vio a Ebenezer postrado, el poeta se precipitó hacia el lecho de su criado.
—¡Pobrecillo! ¡Jamás debiste alejarte de nosotros!
Bertrand sonrió aviesamente.
—Jamás debí alejarme de Pudding Lane, señor —dijo; su voz era mitad graznido, mitad susurro—. Más le habría valido a vuestro criado plantar cara a Ralph Birdsall que dedicarse a jugar a los Laureados y los consejeros, por muy bien que se le dé. Sin embargo, ¿a qué nos lo pasamos de lo lindo el día que fuimos los dioses de Drakepecker y nos creímos que habíamos encontrado la ciudad de oro?
Ebenezer quiso protestar y decirle a su criado que estaba expresándose como si estuviera a las puertas de la muerte, mas no lo hizo por temor a que sus palabras fueran consideradas proféticas.
—En verdad que fue un día espléndido —convino—. Y volveremos a tener muchos días así, Bertrand, tú y yo. —Ebenezer aseguró a su criado que Andrew y él no sentían sino solicitud por su enfermedad y que todos hacían votos porque tuviera una pronta recuperación—. En cuanto al coronel, tiene sobrados motivos para estar furioso, y la situación de Lucy es bastante lamentable, pero bien sabe el cielo que se lo han buscado ellos solos. En todo caso, no te van a poner la mano encima. Recupérate, hombre, y dame consejos, o si no, déjame que te lleve de vuelta junto a Betsy Birdsall.
Pero no había manera de hacerle cambiar de humor al criado: exhaló un suspiro y de modo incoherente por causa de la fiebre empezó a decir cosas ininteligibles sobre la Osa Mayor, la ratafia y las argucias de las muertes. Primero expresaba con toda lucidez contrariedad por no haber adivinado el plan de Betsy Birdsall, que consistía en salvarlo a él privando a su marido de la hombría, y casi sin tomar nuevo aliento daba en decir desvaríos sobre Cíbola, las Islas Afortunadas y la Tierra Hundida de Buss.
—Tenéis que reconocer —dijo con malicia en un momento dado—, que se me daba muy bien representar el papel de poeta…
—No es que se te diera bien —dijo Ebenezer, llorando—. ¡A fe mía que eras un verdadero genio!
Bertrand dio de nuevo en delirar, y a instancias de Anna, los dos hombres salieron de la estancia y dejaron que se ocuparan de él la hermana del poeta y la señora Russecks. Ebenezer regresó a su habitación con ánimo de dormir un poco. Tras ello, y luego de ingerir un refrigerio más consistente que el primero, declaró estar en condiciones de presentarse ante Dios mismo, si era menester.
—Entonces voy a decir que hagan subir al gobernador Nicholson —repuso Burlingame—. Llegó mientras estabas durmiendo y ha mandado a todos a tomar viento fresco, negándose a oír una sola palabra sobre este lugar sin haber hablado antes contigo. Pero yo tomé la determinación de hacerle esperar hasta que hubieras terminado de comer.
A pesar de la inquietud que le causaba el encuentro con el gobernador, Ebenezer no tuvo más remedio que sonreír.
—¿Te he dicho que tu hermano tiene el mismo hábito enloquecedor que tú?
—¡Pero eso es portentoso! ¡No puedo aguardar a que concluya este asunto tan engorroso para correr a su encuentro!
Tras aquel ambiguo comentario, Henry fue al piso de abajo; regresó muy poco después, precedido de Francis Nicholson, gobernador real de la provincia de Maryland, un hombre de tan corta estatura y robusta constitución como Burlingame, bien que era una docena de años mayor y tenía el estómago un tanto voluminoso. Los calzones de terciopelo granate, la gran peluca francesa, la escrupulosa manicura y el rostro sonrosado revelaban al dandy; pero su mandíbula poderosa, su mirada penetrante y la brusquedad de sus modales denegaban toda afectación. Entró en la habitación a grandes pasos, sin pedir permiso, apoyose pesadamente en su bastón de mango plateado y a través de los lentes examinó al paciente con una mezcla de inquietud, curiosidad y escepticismo, como si Ebenezer fuera una de las ballenas varadas a cuya explotación tenía derecho en virtud de una encomienda real, y no estuviera muy seguro de si la grasa que tenía valía la pena despellejarla. Burlingame estaba de pie junto a él, con aire divertido; sir Thomas Lawrence alcanzó a los demás jadeando y cerró la puerta tras de sí.
—Os deseo muy buenas tardes, Vuestra Excelencia —dijo Ebenezer.
—¡Más os vale, pardiez! —exclamó el gobernador. Era de ademanes secos, mas no descorteses, y unió su risa a la de los demás—. ¡Conque éste es el Laureado de Charles Calvert del que tanto hemos oído hablar!
—No, Vuestra Excelencia, nunca fue un título honrado…
—El gobernador está de broma —interrumpió sir Thomas—. El señor Lowe ya nos ha puesto al tanto de las circunstancias que rodearon vuestro nombramiento, y nos ha hablado de las diversas peripecias e imposturas que habéis tenido que soportar.
—Además no es mala idea —dijo Nicholson—, bien que me juego algo a que Baltimore lo hizo tan sólo por jugar con la idea de ser rey. Pero dadme tiempo a que pueda fundar mi propio colegio universitario en Annapolis (así denomino yo a la ciudad de Anne Arundel); basta con que me concedáis un año para construir allí una escuela, y tanto si les gusta a estos zopencos de medio pelo como si no, dentro de poco tendremos en Maryland más de un libro editado aquí. Sí, y puede que entonces haya un poeta que encuentre algo que cantar, ¿no crees, Nick?
—Yo diría que sí —repuso Burlingame, y cuando el gobernador volvió a preguntarle, añadió que había trabado contacto con cierto impresor de Virginia y que, de acuerdo con las directrices de Nicholson, le había ofrecido un sueldo, a fin de apartarlo de Andros y lograr que se estableciera en Maryland. Durante algún tiempo dio la sensación de que Ebenezer había sido olvidado, pero, sin transición ninguna, el gobernador se volvió hacia él (de hecho cabría decir que se volvió contra él, tan formidable era la expresión habitual de aquel hombre) y exigió saber sin demora los detalles de aquella «fantástica historia de esclavos y salvajes». Al principio su aparente escepticismo intimidó al poeta (Ebenezer dio comienzo a la historia receloso y balbuciente, casi dudando él mismo de la veracidad de lo que decía), pero enseguida descubrió que la incredulidad del gobernador no era más que un rasgo de afectación.
—¡Absurdo! —dijo Nicholson cuando le dijeron que Drepacca se hallaba en comunicación con los jefes indios del norte, pero una sombra de preocupación cayó sobre su frente sonrosada; cuando dijo que la historia del verdadero nombre y ascendencia de Burlingame no era más que «un montón de mentiras y fraudes con más mierda de la que cabe en un culo», Ebenezer acertó a traducir adecuadamente aquellas obscenidades, interpretándolas como «el milagro más diabólico que jamás he escuchado». En resumen, aunque el gobernador aprovechaba cada pausa que hacía el poeta en su relación para hacer protestas de incredulidad extrema, Ebenezer sabía en su fuero interno, al igual que lo sabía Burlingame, que Nicholson lo aceptaba todo al pie de la letra, no sólo los grandes peligros que entrañaban la conspiración negro-india y el tráfico de rameras y narcóticos, sino también otros detalles, como el comercio ilícito de redencionistas que practicaban Slye y Scurry, las depredaciones a las que se dedicaba el «guardacostas» de Andros, Thomas Pound (averiguación ésta que le hizo frotarse las manos, disfrutando anticipadamente de los apuros que iba a hacer pasar a su rival), y el doble juego del capitán del Poseidón, Meech, cuyos servicios, irónicamente, había contratado Nicholson recientemente con el encargo de que utilizara la barcaza Speedwell, de propiedad provincial, para atacar a quienes se dedicaban al comercio ilegal.
—¡Dulce Madre de Cristo! —barbotó al final—. ¡Vaya un nido de víboras y lobos que me ha tocado gobernar! —Entonces se dirigió a sus lugartenientes—. ¿Qué decir, caballeros? ¿Os parece si ponemos rumbo a las Barbados y dejamos esta pútrida provincia a merced de los paganos? ¡Y vos, vos, canalla! —Apuntó con el bastón a Burlingame—. ¡Os hacéis pasar por un digno caballero de Talbot y resulta que sois un maldito príncipe salvaje! ¡Voto a tal! ¡Voto a tal!
Burlingame le guiñó un ojo a Ebenezer. Durante algunos instantes el gobernador Nicholson se paseó por la alcoba dando grandes zancadas y apuñalando las maderas del suelo con el bastón. Al cabo detúvose y lanzó una mirada furibunda al presidente del Consejo.
—Y bien, maldita sea, Tom, ¿podemos procesar a Coode, sí o no?
—Será un bribón menos del que ocuparse, y entonces podremos atender la cuestión de dotar de armas a la milicia. —Aparte, le confesó a Ebenezer—: Si sale a la luz la verdad, se sabrá que tenemos mejores pertrechos debajo de los calzones que en los arsenales.
Sir Thomas le pidió su opinión a Burlingame y Su Excelencia le echó una regañina por recurrir a las soluciones de «un espía de piel roja».
—Podemos procesarlo en cuanto demos con él, señor —afirmó Burlingame—, mas será menester que escojamos a los jueces con cuidado, y aun así puede que no salga demasiado mal parado. —Burlingame explicó que todavía faltaba por recuperar un fragmento del Diario de la Asamblea de 1691, la evidencia incriminatoria de más peso que había contra Coode y los «protestantes asociados»; aunque cabía presumir que fuera de escasa relevancia respecto de la historia de su ascendencia (tratábase de una parte del Diario íntimo de sir Henry Burlingame, que refería, según diera vagamente a entender William Smith, cómo huyeron los ingleses del emperador Powhatan), como prueba, el documento podía tener una importancia ciertamente capital—. Está en posesión de ese tonelero palurdo que se encuentra en estos momentos en el piso de abajo —concluyó diciendo—, el cual no se desprendería del mismo ni por dinero ni por amor. No obstante, aún estamos a tiempo de arrebatárselo por medio de amenazas, y después de echarle un vistazo, podemos emprender la búsqueda del reverendo general Coode.
—No hay cuidado —musitó Nicholson—, nos haremos con él antes de que acabe el día. Si he de padecer una muerte violenta a manos de los paganos, quiero ocuparme de que Coode llegue al infierno antes que yo.
—Hay una cuestión más preocupante —dijo Burlingame—. Sabéis tan bien como yo que si los negros y los salvajes se lo proponen, pueden dar muerte a todos los blancos de América antes de que llegue la primavera, sobre todo si disponen de tres o cuatro buenos generales.
Personalmente, dijo, en todo caso su intención era acudir a la isla de Bloodsworth en cuanto le fuera posible y presentarse ante el tayac Chicamec y Cohunkowprets; con toda probabilidad dudarían de su identidad, pues no tenía modo de probarla, pero si merced a algún milagro lo creían, procuraría neutralizar a su hermano y enemistar a Quassapelagh y Drepacca. La intriga y la facción, estaba convencido de ello, eran las únicas armas que podían salvar a los ingleses en tanto se hiciera más fuerte su posición en América.
—No llegaréis vivo ni al final del preámbulo —dijo con desdén Nicholson—. Esos brutos son lentos, pero no tan necios como para inclinar la cerviz ante el primer inglés que se presente diciéndoles que es su rey.
—Ah, bueno, pero es que no se trata de un papel que pueda representar cualquier inglés. No quiero dar a entender que esté en posesión de ningún talento especial, señor…, todo lo contrario, para representar este papel es preciso tener un defecto singularísimo, ¿verdad que sí, Eben? —Burlingame procedió a describir con extraordinaria franqueza el defecto congénito que había heredado de su abuelo sir Henry Burlingame, defecto que se proponía usar a modo de credencial en la isla de Bloodsworth.
El gobernador sintió primero estupefacción, luego, lástima y por último, un vulgar regocijo; afirmó, sin embargo, que seguramente la estratagema fracasaría si uno solo de entre los indios estaba dotado de amor propio y escepticismo. («¿Pensáis por ventura que Ulises se habría andado con escrúpulos de haberle parecido oportuno hacer de Sinón un eunuco?» —inquirió—). Pero al menos de momento no le era posible hacer una propuesta mejor. Volvióse hacia Ebenezer y, por una vez sin trazas de mal humor en el semblante ni en los ademanes, preguntó:
—¿Tenéis algo más que decirme, muchacho? ¿No? Entonces que Dios os bendiga por el valor que poseéis y que os recompense por las penalidades que habéis pasado; si tenéis de poeta la mitad de lo que tenéis de hombre, merecéis ser Laureado de un feudo mejor que Maryland.
Y tras haberse permitido aquella vulnerable incursión en el terreno de los sentimientos, se retiró, recuperando la firmeza de carácter antes de que Ebenezer acertara a encontrar palabras con que expresar su gratitud.
—Muy bien, Tom, pues entonces quiero que todo fulano y fulana del lugar se presenten en el salón, salvedad hecha de ese pobre diablo que ha enloquecido por causa de la fiebre. Vamos a celebrar, aquí y ahora, un juicio en toda regla, al igual que hacía Charlie Calvert cuando las cosas se ponían aburridas, y vamos a decretar quién tiene derechos legales sobre esta propiedad antes de que salga la luna.
—¡Muy bien, señor! —repuso sir Thomas—. Pero es mi deber recordaros lo que el juez Hammaker…
—¡A Hammaker me lo paso por el culo, para que se vaya enterando! —exclamó el gobernador, y Ebenezer no pudo menos de recordar una historia calumniosa que le refiriera Bertrand en cierta ocasión—. Vamos, moveos, Nicholas, muchacho… ah, no, ¿cómo os llamáis ahora? ¿Henry? ¡Vive Cristo que es un nombre adecuado para un Maquiavelo castrado! Henry Burlingame, tocad a rebato y que los feligreses se presenten para ser juzgados. ¡Tom hará el papel de Minos y yo seré Radamanto!