18. EL POETA SE PREGUNTA SI EL CURSO QUE SIGUE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD CONSISTE EN UN AVANCE, UN DRAMA, UN RETROCESO, UN CICLO, UNA ONDULACIÓN, UN VÓRTICE, UNA ESPIRAL DEXTRÓGIRA O LEVÓGIRA, UNA MERA CONTINUIDAD O VAYA USTED A SABER. APÓRTASE CIERTO NÚMERO DE PRUEBAS, BIEN QUE DE NATURALEZA AMBIGUA Y POCO CONCLUYENTE

El significado que entrañaba el último comentario hecho por la señora Russecks dio lugar a una nueva ronda de abrazos plenos de gozo y sentimiento. La señora Russecks pidió disculpas a Ebenezer y Anna por haberles transferido el resentimiento que en sí albergaba, y ellos pidiéronle a su vez disculpas por el comportamiento tan poco caballeroso observado por su padre hacía veintitantos años; Henrietta le pidió a su madre perdón retroactivo por todas las ocasiones en las que le había increpado el haberse casado con Russecks, y recíprocamente, Roxanne le pidió perdón por haberla concebido fuera del vínculo matrimonial, así como por la doble afrenta que suponía haberla sometido a los malos tratos de sir Harry y haberle hecho creer que era hija suya. Incluso Mary fue incluida, pues aquel secreto tan bien guardado había ocasionado algunos malentendidos por parte de ambas en el transcurso de su larga amistad con la esposa del molinero. Como no había vino en la casa, una vez todos hubieron terminado con los abrazos y las confesiones, llevose a ebullición otra tetera con fines celebratorios y, alternando entre la timidez y las muestras de afecto, los nuevos parientes estuvieron hablando hasta bien entrada la noche. Pese a sus proclamas de odio hacia Andrew Cooke, Roxanne se mostró asaz curiosa respecto de la vida que llevó éste en Inglaterra, así como de la ocupación altamente discutible que desempeñaba en aquellos momentos; además, aquella noche, Anna y Henrietta, que dormían juntas, debieron de efectuar un intercambio de confidencias total, pues a la mañana siguiente observó Ebenezer con sorpresa que hablaban con entera libertad de Henry Burlingame. Durante el desayuno los tres jóvenes daban muestras de un humor risueño: Ebenezer intercambió versos hudibrásticos con Henrietta, y descubrió que ésta tenía verdadero talento para la sátira; Anna manifestó estar completamente despreocupada respecto de su futuro; por lo que a ella se refería, consideraba que Roxanne también era su madre, y se quedaría tan contenta si jamás volviera a ver Malden ni a su padre. Roxanne y Mary la miraban henchidas de gozo y de vez en cuando se enjugaban las lágrimas con el reborde del mandil.

A media mañana se adoptó la resolución de que las Russecks se fueran con los Cooke a la ciudad de Anne Arundel en cuanto McEvoy regresara de la isla de Bloodsworth; allí Roxanne y Henrietta se quedarían hasta que se efectuara la venta de las propiedades del molinero, tras lo cual ellas (y, conforme apuntó recatadamente Henrietta, tal vez también McEvoy) se embarcarían rumbo a Inglaterra, a fin de emprender una nueva vida. Ebenezer le llevaría al gobernador Nicholson el urgente mensaje que había de transmitirle y, si la situación lo propiciaba, solicitaría una restitución gubernativa de sus propiedades fundada en el hecho de que las estaban utilizando para llevar a cabo actividades subversivas y perjudiciales para el bienestar de la provincia; si la solicitud no daba fruto o si su padre se mostraba implacable, Anna y él abandonarían asimismo Maryland en calidad de miembros de la familia de Roxanne. Ebenezer procuraría encontrar trabajo en Londres; Henry Burlingame y Joan Toast, aunque los gemelos los tenían muy presentes en su ánimo, quedaron provisionalmente excluidos de sus planes, por cuanto que el paradero del primero y la actitud de la segunda eran cosas inciertas.

Se les levantó todavía más el ánimo merced a la aparición, poco después del mediodía, de McEvoy y Bertrand, los cuales anunciaron que el capitán Cairn los aguardaba en su embarcación, dispuesto a llevarlos a cualquier parte del mundo. McEvoy besó ardientemente a Henrietta, así como a su madre, y Bertrand abrazó a su amo, mudamente agradecido.

—¿Qué os imagináis? —McEvoy se reía—. ¡Pues los muy bandidos se pensaban que los íbamos a dejar plantados! Cuando me vieron entrar en compañía de Pico de Ganso se creyeron que me habían vuelto a capturar y empezaron a denostarte. —Se le iluminó el rostro un instante y en tanto Bertrand afirmaba estar encantado de ver que Anna estaba sana y salva, McEvoy le dijo confidencialmente al poeta—: Los que lograron sacarnos con vida fueron Dick Parker y los otros. Nuestro amigo Billy Rumbly se había vuelto completamente salvaje y quería que se nos diera muerte allí mismo.

Ebenezer suspiró:

—Lo que me temía. Supongo que encenderá aún más los ánimos de los ahatchwhoops.

—Sí, —McEvoy mostró un nuevo anillo de hueso de pez como el que había salvado a Ebenezer—. Chicamec me dio esto por haber recuperado a su hijo, y Dick Parker le dio otro igual a Bertrand, pero yo no daría un céntimo por la protección que nos pueda brindar cuando llegue la guerra, y ahora que maese Cohunkowprets está al timón, la tenemos más encima que antes. Tengo intención de embarcarme y dejar esta desdichada provincia en el mismo instante en que tenga listas mis cosas, y Henrietta se viene conmigo aunque tenga que raptarla.

McEvoy se sonrojó debido a que su comentario coincidió con una pausa de la conversación general, por lo que todo el mundo lo oyó.

—Espero que no tenga necesidad de tomar tales medidas —dijo Ebenezer riéndose—. ¡Aparte de que no es probable que te consienta que trates a mi hermana con tan poca caballerosidad!

El poeta procedió a dejar a su compañero sin habla, dándole las nuevas de su parentesco con Henrietta y los planes que tenía el grupo para el futuro inmediato.

—¡Juro y afirmo, Eben, que me asustas! —Miró a Henrietta con temor—. ¡No, creo que más vale que la robe lo antes posible, no vayas a descubrir que también soy hermano tuyo!

Una vez concluido el capítulo de salutaciones, la señora Russecks sugirió que se enviara a Bertrand a por el capitán, a fin de que cenara con ellos y ayudara a protegerlos de los piratas, contra cuya rumoreada presencia había adoptado la población aquella actitud de defensa. El criado se alarmó grandemente con la última revelación, pero McEvoy desdeñó la idea.

—Si hubiese piratas por los alrededores, los hubiesen capturado ya. El nuestro era el único barco a la vista entre el estrecho de Limbo y Church Creek. En todo caso, lo más probable es que el capitán no esté a bordo; tenía intención de reclutar una tripulación que supiese más de navegar que Bertrand y yo.

Todo el mundo, menos Bertrand y la señora Russecks, se sumó a McEvoy en cuanto a minimizar la amenaza de piratería, y cuando durante la cena Mary se ofreció a ocuparse del cierre del molino y de la venta de la fonda (propiedad esta última por la que manifestó tener cierto interés), el grupo resolvió largar velas y poner rumbo a la ciudad de Anne Arundel aquella misma tarde, a ser posible.

—No obstante —señaló Roxane—, no puedo evitar el echarme a temblar cuando pienso en los piratas. Todos los aquí presentes, salvo Mary, hemos sido capturados por corsarios en una ocasión, y hemos recibido un trato cruel, logrando escapar por los pelos: no es probable que tengamos tanta suerte la segunda vez.

—Sí —convino el poeta—. Pero por lo mismo es menos que probable que una catástrofe semejante le acontezca al mismo grupo de personas dos veces en la vida.

Siguió hablando y, en parte movido por una ironía bienintencionada, y en parte, a fin de alejar de la mujer aquellos temores, expuso diversas teorías de la historia: la del retroceso, sostenida por Dante y Hesíodo; la dramática, sostenida por los hebreos y por los padres cristianos; la del progreso, sostenida por Virgilio; la cíclica, sostenida por Platón y Ecclesiasticus; la ondulatoria, e incluso la del vórtice, hipótesis mantenida, según Burlingame, por un oscuro neoplatónico, miembro del Christ’s College, el cual creía que los períodos cíclicos de la historia íbanse haciendo cada vez más breves, de tal modo que en algún momento impredecible del futuro el universo se volvería rígido y estallaría, al igual que sucedió con el ave legendaria denominada ouida (eso decía Burlingame), de la que se decía que volaba trazando círculos cada vez menores hasta que acababa por desaparecer en el seno de su propia esencia.

—El auténtico y verdadero partidario de la teoría cíclica —afirmó Ebenezer— no debería tener miedo de que los piratas volvieran a capturarlo, pues su teoría volverá a librarlo de las garras de los mismos, al igual que ocurrió en la primera ocasión; si uno teme que lo vuelvan a capturar y le den muerte, es claro que cree que el curso que siguen las cosas constituye una especie de espiral descendente… Si el giro de la misma es a diestras o a siniestras, es algo que no puedo determinar sin meterme en nuevas indagaciones.

A fuerza de aquellas y otras hazañas igualmente sofísticas, sosegose la señora Russecks; tras la cena subieron al carromato de Mary los arcones y baúles de las mujeres y Afrodita los llevó, cruzando primero la desolada aldea y siguiendo luego hasta un desembarcadero que había río abajo, donde estaba amarrada la embarcación del capitán Cairn.

—¿Hola, dónde está el capitán? —preguntó Ebenezer.

—Dijo que le esperáramos a bordo si tenía problemas para encontrar tripulantes —dijo McEvoy—. ¡Paréceme que en esa aldea va a tener problemas para encontrar una sola alma!

Cuando hubieron trasladado la impedimenta del carro a la cubierta, Mary Mungummory le dijo a Ebenezer, guiñándole un ojo, que al haber fracasado el objeto de su viaje a Church Creek, también ella se veía en la necesidad de buscar tripulación. Si tenía éxito, dijo, al cabo de unos días su recorrido habitual por el condado daría con ella en el Puntal de Cooke, donde prometió abogar por el poeta ante Joan Toast, preguntar por el paradero de Henry Burlingame y llevar las noticias a la ciudad de Anne Arundel. Deseoles un éxito total en su embajada ante el gobernador, por el bien de ella misma, amén del de los emisarios, y tras un intercambio de despedidas sumamente cariñosas (sobre todo, con Roxanne, Henrietta y Ebenezer), volvió sendero arriba camino de la aldea.

Ebenezer echó un vistazo a aquella cubierta que le era familiar.

—¡Gracias a Dios que hace buen tiempo; mi último viaje a bordo de esta nave fue angustioso! —Entonces reparó en que Bertrand, que habia estado anormalmente tranquilo a lo largo de todo el día, parecía estar completamente abatido, por lo que preguntó en son de burla si había visto al moro Boabdil entre los mirtos.

—¡Diantre, señor! —quejose el criado—. Casi prefiero volver con Tom Pound antes que andar de viaje por Maryland.

—¿Por qué, a qué viene eso?

Bertrand repuso que aunque sentía una deuda de gratitud eterna para con su amo por haberle sacado de la isla de Bloodsworth, entre otras cosas, aquello era saltar de la sartén al fuego, pues sin duda alguna el coronel Robotham iba a darle muerte no bien descubriera que la señorita Lucy no se había casado con el Poeta Laureado ni muchísimo menos; sino con un criado cuyo astrolabio ya se había cobrado el azimut de la constelación de la dama.

—Has cometido una gran injusticia con esa moza —admitió Ebenezer—, mas yo no soy el más indicado para reprochártelo, y el coronel mismo dista mucho de estar libre de culpa. Paréceme que un matrimonio llevado a cabo bajo una impostura semejante puede anularse incluso después de que se haya consumado, aparte de que no tengo miedo de que Lucy reclame Malden; pero me da pena esa pobre mujerzuela, que ha sido engañada dos veces teniendo una criatura en las entrañas. Naturalmente que es asunto tuyo; sin embargo, me habría gustado… ¡Cuerpo de Cristo!

Desde la popa de la nave, adonde había llevado McEvoy a las damas, a fin de que aguardaran el regreso del capitán, llegó un tumulto de gritos, chillidos y maldiciones. Ebenezer apresuróse a ir allí para hacer averiguaciones y viose frente a un hombre que salió del minúsculo camarote; las piernas del poeta empezaron a temblar y Bertrand se postró en cubierta; era un hombre gordo y de baja estatura, vestido de negro de la barba a las botas, que llevaba una pistola en una mano y un bastón de ébano en la otra.

—¡Vaya, ésta si que es buena! —dijo aquel sujeto, maravillado—. ¡Venid a ver a quién está aquí, capitán Scurry!

Su acompañante apareció por entre las velas de popa, también blandiendo una pistola y apoyándose en un bastón.

—¡Bacalaos, capitán Slye, tenemos una tripulación del demonio para que le haga compañía a nuestro piloto! —Acercóse más y sonriole malignamente a Ebenezer—. ¡Capitán Slye, pero si es el mismo bribón que se ensució los calzones en El Rey de los Mares!

—El mismo —dijo Slye—. Y ese cobardica que está ahí atrás es nuestro amigo el falso Laureado, que nos engaño para conseguir un viaje en la diligencia de Plymouth.

Los dos regocijáronse del modo más desagradable que imaginar quepa por haberse topado casualmente con tres viejos conocidos, pues ya habían reconocido en McEvoy al redencionista que tanto les había importunado durante su última travesía. El capitán Cairn, con el rostro demudado, se presentó en cubierta cuando se lo ordenaron, de modo que todo el grupo se congregó en el combés del navío.

—¡Que Dios me perdone! —exclamó el capitán, dirigiéndose a Ebenezer—. ¡Salí a buscar una tripulación y me cayeron encima estos bandidos!

—¡Vamos, vamos —le recriminó el capitán Scurry—, así no se habla de los compañeros de barco, señor! Nuestro amigo el capitán Avery se encuentra fondeado al abrigo de la isla de James y necesita un piloto para remontar la bahía, y como el capitán Slye y yo vamos navegando rumbo al sur, le prometimos buscarle uno.

—¿Qué os proponéis hacer con nosotros? —preguntó Ebenezer.

—¿Qué? —repitió el capitán Slye—. Ah, pues bien, señor, puesto que sois el Laureado de Maryland…, ah, ¿conque creíais que vuestro amigo John Coode no os iba a traicionar, eh? ¿Y qué os parecería si os dijera que no se trataba para nada de John Coode, sino tan sólo de uno de sus lugartenientes? ¿Pensáis que no iba yo a reconocer al padre de mi esposa? ¡Mirad cómo tiembla! ¡Paréceme que no tardará en ensuciarse los calzones! Entonces ¿qué vamos a hacer con esta alegre compañía, capitán Scurry?

El aludido rio para sus adentros.

—Pues podríamos comérnoslos vivos para la cena, capitán Slye, o si no le podríamos meter a cada uno una bala en la barriga…

—Dejad a las mujeres en tierra —dijo el poeta—. No tenéis ninguna disputa pendiente con ellas.

El capitán Scurry admitió que aparte de no tener ninguna disputa pendiente con ellas, tampoco sentía el menor apetito hacia ninguna mujer del planeta, pero no iba a imponer sus gustos personales al capitán Avery y su tripulación, los cuales habían efectuado una larga travesía oceánica y no era probable que se negaran a degustar el bocado de tres damas tan apetitosas. Propúsole al capitán Slye alojar a todo el grupo en la bodega, excepción hecha del capitán Cairn, para luego ponerlo a disposición de los piratas.

Como no había tenido experiencias previas con corsarios, Anna Cooke parecía sumamente desconcertada por lo que estaba ocurriendo, pero Roxanne y Henrietta se abrazaron y redoblaron sus lamentos. A todas las súplicas de los secuestrados respondían con una sonrisa desdeñosa, y los prisioneros fueron obligados a descender a la exigua sentina de la embarcación, que estaba a oscuras y hedía a ostras. McEvoy, en un esfuerzo por consolarla, abrazó a Henrietta, y Ebenezer hizo otro tanto con Anna; Bertrand y la señora Russecks tuvieron que afrontar sus terrores sin ayuda, y es menester hacer constar como mérito de la última el que no hiciera una sola mención a la teoría de que la historia era una espiral descendente, la cual pesaba grandemente sobre la angustiada conciencia del poeta. Por encima de sus cabezas oyeron que Slye y Scurry acordaron trasladar la embarcación de Church Creek hasta Fishing Creek, no fuera que algún habitante del lugar oyera las quejas de los prisioneros, pero decidieron aguardar a que anocheciera antes de bajar por el pequeño Choptank, camino de la cita que tenían con el capitán Avery.

Largo tiempo pasaron aguardando, presas de una desesperación tan oscura y sin salida como la prisión en que se hallaban. Luego, cuando se puso en marcha la nave, Anna empezó a lloriquear, y su hermano sintióse movido a decir:

—¡Cuán desdeñable es la felicidad! ¡Cuánto la desprecio! Interludios como el que hemos tenido estos últimos días… ¡Diantre, es como un oasis en el desierto de la vida! El viajero desconfía de su suerte; abatido por las desgracias que ha pasado, desanimado por las que aún le aguardan, descansa intranquilo; los días son como piedrecillas que le caen en el estómago; el agua se vuelve inmunda cuando entra en contacto con su lengua. Así le acontece a quien con la fantasía le asigna un propósito al viaje; pero en el camino que recorremos el que no es Peregrino, es por fuerza vagabundo. ¡Y ay de los que tenemos menos condiciones! Para nosotros todo es un martirio sin causa, ananabasis, y cuando el azar nos concede una tregua, le respondemos con ira, en lugar de gratitud. ¡Mostradme a un hombre feliz que no sea necio o no esté dormido!

Si sus compañeros comprendieron aquel apostrofe, no le dieron respuesta. Anna propuso que las tres mujeres acabaran con sus vidas a la primera ocasión que se les presentase, antes de sufrir una violación masiva por parte de los piratas.

—No se trata de que prefiera la muerte a la deshonra —explicó—. Mi virginidad nada significa para mí, pero como, sin duda, nos matarán a continuación, prefiero morir ahora y acabar de una vez. Si Eben no me estrangula, me propongo arrojarme al agua en el momento en que nos suban a cubierta.

—Vamos, muchacha. —La señora Russecks se burlaba al otro lado del oscuro recinto—. ¡Aleja esas ideas de tu linda cabeza! ¿Te imaginas que Henrietta Y yo nos hubiéramos quitado la vida cuando nos capturó el capitán Pound? ¡No estaríamos aquí hoy!

Hubo una carcajada general, bien que lúgubre, como respuesta a la ironía inintencionada que encerraba, aquel comentario, mas la señora Russecks insistió en que todo (incluso diez años ejerciendo como concubina de mar) se podía soportar en tanto hubiera esperanzas de mejorar a la postre.

—No sabemos a ciencia cierta que tengan intención de darnos muerte —dijo—. ¡Vive el cielo, si ni siquiera nos han violado todavía!

Como percibiera que la resolución de Anna principaba a flaquear, Ebenezer abundó en aquella idea.

—¿Te acuerdas de cuando leíamos a Eurípides con Henry, que rechazamos Las Troyanas sin reservas? Decíamos que Hécuba era un espantajo autocompasivo y Andrómaca o una cobarde a o una hipócrita. «Si tanto quiere a su Héctor, ¿cómo consiente que el sinvergüenza de Pirro la tenga como puta suya? ¿Por qué no se quita la vida y salvaguarda el honor de la familia?». ¡Qué moralistas tan implacables son los niños! Pero yo te digo, Anna, que ya no condeno a esa mujer. Ensalzamos a los mártires; son nuestro ejemplo y nuestra vergüenza; pero ¿quién de entre los que hemos caído correrá a abrazarlos? Digo más: Andrómaca nos da una gran lección; sus lágrimas son una acusación contra el circo ensangrentado de la lascivia del hombre; sus suspiros acallan las voces de un millar de héroes, y su resignación convierte a la Hélade en una feria de las vanidades.

El propio Ebenezer no estaba tan convencido de aquel argumento como esperaba que lo estuviera Anna. No podía menos de considerar una cobardía el suicidarse sólo para librarse del dolor, aunque entendía aquel tipo de cobardía; por otra parte, el suicidio por honor, al igual que el martirio, le hacían sentirse incómodo. Los mártires, parecíale, tenían algo de antinatural, pues la vieja naturaleza desconoce códigos y causas; desde aquel punto de vista, Andrómaca, al igual que Ecclesiasticus, parecía como el más sofisticado de los moralistas, en tanto que los héroes de todo cuño semejaban locos o borrachos. Con todo la misma falta de naturalidad, la hubris, por decirlo así, del heroísmo en general y del martirio en particular era su cualidad más atractiva. Aceptado que la Tierra, como gustaba de decir Burlingame, es «una mota de polvo que surca la noche», los pasajeros de la misma que perecían en aras de un sueño que encerraba un valor resultaban valerosos, desafiantemente humanos. Morir, jugarse la vida, incluso alzar un dedo por cualquier causa, equivalía a llevar en la lanza el gallardete del propósito, según consideró el poeta, y conllevaba la misma alta locura que entrañaba el arremeter contra los molinos manchegos.

Pero si sus palabras no eran del todo sinceras, su propósito sí que lo era, y como se dio cuenta de que sus argumentos habían hecho mella en Anna, volvió sobre ellos al cabo de varias horas, cuando la nave se puso de nuevo en marcha, presumiblemente rumbo a la isla de James.

—Te ruego que pienses tan sólo en una cosa; dejando a un lado la razón, ¿hay algo en este mundo que tú valores? Suponiendo que estuviéramos a salvo en Anne Arundel, ¿qué desearías?

—Unos años de paz —repuso Anna sin titubear—. De nada me sirve tener propiedades o incluso un marido, puesto que…, puesto que me es negado Henry. ¿Qué pueden importarme esas cosas después de lo que ha ocurrido? Con el tiempo tal vez me resulten atractivas nuevas metas, pero en estos momentos lo único que deseo es vivir en una paz absoluta.

Ebenezer se removió.

—¡También mi corazón ambiciona eso mismo! Mas basta, no tiene sentido: si en esta vida hay algo que tiene valor para nosotros no debemos cejar en el intento de alcanzarlo.

Notó que Anna temblaba.

—¡No vale la pena el precio!

—Tampoco hay otra opción.

Las lágrimas humedecieron las manos de Anna.

—Si es menester que sufra, entonces modifico mi deseo: ¡ojalá fuéramos los dos únicos habitantes de la Tierra!

—¿Adán y Eva? —Al poeta le ardía el rostro—. Así sea; pero también debemos ser Dios y erigir un universo que sostenga nuestro Edén.

Anna le oprimió la mano.

—Lo que quiero decir —dijo él— es que debemos aferrarnos a la vida y mantenernos alerta para escapar en cuanto sea posible…

Anna negó con la cabeza.

—Muy pronto te pasarán a cuchillo y te arrojarán a los peces, y yo… ¡No, Eben! La hora presente es todo nuestro futuro y esta negra oquedad, nuestro único Edén. Muy pronto nos arrebatarán la inocencia…

Ebenezer sintió la mirada de su hermana.

—¡Dios Santo!

En aquel instante llegó un grito desde arriba, y luego otro, lejano, a modo de respuesta; había tenido lugar el encuentro.

—¡Apresúrate! —exclamó Anna.

El poeta gimió.

—Debes perdonarme…

Anna profirió un grito y cayó de manos y rodillas en el suelo de la bodega; unos minutos después, cuando levantaron la trampa y bajaron una luz por la escalerilla, Ebenezer vio que Anna temblaba en brazos de la señora Russecks.

—En fin —dijo el portador del fanal—, lamento estropear la juerga, pero el capitán Avery quiere hablar con los seis aquí presentes en cubierta. Está dispuesto a torturar a las damas inmediatamente si no subís con prontitud y civismo, señores.

Tras un momento de duda, los prisioneros accedieron, apremiados por Henrietta y la señora Russecks. Había caído la noche y se había levantado un viento frío y poderoso, procedente del oeste; pese al tumulto reinante en su cabeza, Ebenezer quedó sorprendido cuando reparó en que la embarcación no estaba anclada, sino «encadenada» al barco pirata, cuyas luces se divisaban a varios centenares de yardas de distancia. Slye y Scurry habían constituido una pequeña partida de gente y los prisioneros recibieron la orden de quedarse en pie en medio del barco en tanto éste reanudaba la navegación. El poeta sintió que se le aliviaba el corazón: ¿sería posible que no fueran a trasladarlos a la otra nave?

El capitán Cairn, que pasó a su lado, confirmó su esperanza:

—Tengo que pilotar para el capitán de esta gente —murmuró—; he de remontar las aguas de la bahía procurando evitar que detecten el barco y lo capturen.

No pudo decir más porque los piratas lo mandaron a popa a largar la escota mayor. Los capitanes Slye y Scurry se despidieron de los prisioneros con una sonrisa despectiva y partieron en un bote camino de su propia nave, la cual presumiblemente estaba al abrigo de la isla junto con el Phansie del capitán Avery. La oscuridad impedía que Ebenezer viera a su aprehensor, el cual ordenó desde el timón de la chalupa a uno de sus dos lugartenientes que se ocupara de la vela del foque y al otro (un joven barbado, rubio y macilento que tenía más aspecto de rústico que de pirata) que vigilara a los prisioneros. Cuando Ebenezer hizo ademán de ir a pasar el brazo por encima de los hombros de Anna, ésta retrocedió como si se tratara de un pirata.

—Apártate de ahí, gracioso —le amenazó el guardián—. Déjanos ese trabajito a nosotros.

Las mujeres se agruparon al pie del mástil; las dos más jóvenes seguían gimiendo y lloriqueando, pero la señora Russecks, al ver que todavía no les iba a acontecer ninguna desgracia, recobró la compostura necesaria para abrazar y reconfortar a ambas. Fuera lo que fuere lo que el capitán tenía en mente, era obvio que no se trataba de nada tan apremiante como el capitán Scurry (que había convocado a los prisioneros, haciéndoles salir de la bodega) les había hecho creer; por espacio de más de una hora, los tres hombres permanecieron mudos y temblorosos delante de las pistolas de sus centinelas, en tanto la chalupa se deslizaba rumbo al norte recorriendo un amplio brazo de mar que formaba la bahía en aquel punto. Se había levantado viento, y el mar estaba bastante picado; hacia el este, unas nubes ligeras ocultaban la luna. Por fin junto al timón se oyó una voz que decía:

—Muy bien, señor Shannon, llevad a los prisioneros a proa.

Temeroso de lo que pudiera aguardarle, Ebenezer sintió vivos deseos de besar a Anna por última vez; vaciló y acabó decidiendo no arriesgarse a disgustar al centinela, aunque mientras se dirigía a proa no dejó de reprocharse su timidez. La tenue luz de la bitácora permitía ver al capitán Cairn, que gobernaba tenso el timón, y el rostro del célebre Ben Avery «el Largo», un sujeto de ojos tristes y cara de perro, de aspecto nada feroz, que lucía una modesta barba morena y bigotes curvos.

—Buenas noches, caballeros —dijo, sin apenas apartar la vista de la brújula—. No os retendré mucho tiempo. ¿Diríais que la nave está de través, capitán Cairn?

—A estribor de popa —masculló el capitán—. Si no damos con tierra, pronto oiréis la rompiente a sotavento.

—Excelente. —El capitán pirata arrugó la frente y le dio una calada a la pipa—. ¡Sí, ahí está la rompiente; sois un piloto inusitadamente capaz, capitán Cairn! Bien, caballeros, tan sólo tengo una pregunta que formular… ¡Ah, maldito sea este tabaco! —Chupó con fuerza de la boquilla hasta que las ascuas brillaron con amarillo fulgor—. Ya está. Es una pregunta muy sencilla, caballeros, a la que podéis responder de uno en uno, empezando por el alto: ¿sois o habéis sido alguna vez un marinero avezado?

El pirata al que llamaban señor Shannon hostigó a Ebenezer con el cañón de la pistola, pero el poeta no necesitaba de apremios para responder; tenía el corazón tan encendido como las ascuas de la pipa de su aprehensor, pues el aire caballeroso del mismo hacíale concebir esperanzas.

—No, señor, yo sólo soy un pobre poeta que no tiene más habilidad que la de hacer rimas ni más tesoro que mi querida hermana, que allí veis, y por cuyo honor daría yo la vida. ¿Me está permitido pediros de caballero a caballero que me deis vuestra palabra de que esas damas no van a padecer ningún daño?

—Señor Shannon, preguntadle al segundo caballero.

El centinela empujó a Bertrand con la pistola.

—No, amo, ante Dios digo que no soy marinero ni ninguna cosa en esta vida más que un simple criado que maldice la hora en que nació.

—Muy bien —suspiró el capitán Avery, aún observando la bitácora—. ¿Y vos, señor?

—Esta es la tercera vez que piso un barco, señor —dijo con prontitud McEvoy—. La primera hícelo en calidad de redencionista, cuando me secuestraron en Londres Slye y Scurry; la segunda fue esta mañana, en calidad de pasajero de este mismo barco. ¡Os juro que no sé distinguir la popa de la bodega de proa!

—Ingeniosamente expuesto —dijo el capitán Avery con tono aprobatorio—. En tal caso parece que no podré enrolaros como tripulantes míos. Señor Shannon, ¿queréis tener la bondad de escoltar a estos gentiles caballeros para que salten por el coronamiento?

Ebenezer púsose tan tieso como si le hubiera dado un ataque, y Bertrand hincose de rodillas; incluso el capitán Cairn pareció tardar un segundo en comprender lo que se había dicho. El guardián señaló con una de sus pistolas hacia el coronamiento y empujó con la bota al tembloroso sirviente.

—Hay una isleta a sotavento —comentó el capitán Avery—. Con un poco de suerte y el empuje del mar tal vez lo logréis. Contad hasta cinco, señor Shannon, y pegad un tiro a los caballeros que se retrasen.

—Uno —dijo el señor Shannon—. Dos.

McEvoy soltó un sonoro juramento y se quitó las botas.

—Adiós, Eben —dijo—. ¡Adiós, Henrietta! —Saltó por la borda y cayó al mar por la popa.

—Tres.

El señor Shannon sonreía mientras los dos que quedaban se quitaban también las botas. Desde el mástil oyose una inquisitiva voz femenina, mas la pregunta se la llevó el viento. Bertrand soltó un último gemido y saltó por la borda dando una voltereta.

—Cuatro.

Ebenezer avanzó presuroso hacia el coronamiento. Esperanzado, aunque no había ninguna esperanza, lanzó una voz hacia el capitán pirata, que estaba de espaldas a él.

—¿Tengo vuestra palabra, señor, con respecto a las damas?

—Os doy mi palabra de que pienso refocilarme con vuestras damas y darles un repaso del bauprés al yugo —dijo Ben Avery «el Largo»—. Os doy mi palabra de que todos y cada uno de los miembros de mi tripulación gozarán de ellas hasta hartarse, señor, y cuando hayan acabado, os doy mi palabra de que haré pedacitos a vuestra hermana para que sirva de rancho marino, para lo cual la pondré en salazón y la dejaré a secar a sotavento. Señor Shannon, disparad ya.

De haberle concedido diez segundos más, tal vez Ebenezer hubiera echado a correr, dispuesto a morir junto a Anna, pero bajo el impulso de aquella orden repentina, lo que hizo fue saltar de cualquier modo por la borda y darse de narices con el agua helada. El triple impacto de la amenaza, la caída y el frío a punto estuvo de privarlo de sentido; sobreviniéronle náuseas de angustia; tosió, expeliendo agua salada de la garganta, y tras unos momentos de frenética indeterminación, acertó a ver la luz de la chalupa, que se alejaba, perdiéndose en la oscuridad. Las olas lo agitaban y golpeaban; limitarse a flotar, como hiciera una vez que pasó por un trance similar, habríale hecho perecer de frío en breve plazo. Orientándose por la nave y la dirección que seguían las olas, empezó a chapotear hacia la isla, que al parecer quedaba hacia el este.

—¡Hola! —voceó, e imaginó oír una respuesta en el viento. Se le vino a las mientes un pensamiento tan paralizante como las frías aguas de la bahía: ¿y si al fin y al cabo no había isla ninguna? ¿Y si Ben Avery «el Largo» les había hecho concebir aquella esperanza a modo de chanza cruel? En todo caso, si efectivamente había una isla, tendría que estar cerca, de lo contrario era hombre muerto; los sucesivos golpes de mar empujáronle en la dirección adecuada mas reducían a la mitad la efectividad de sus movimientos, y la baja temperatura le dificultaba la respiración.

Unos minutos después infundiole valor la certidumbre de un grito que alguien profirió delante de él:

—¡Por aquí! ¡Estoy tocando fondo!

—¿McEvoy? —gritó con alegría.

—¡Sí! ¡Sigue nadando! ¡No cejes! ¿Dónde está Bertrand? ¡Bertrand!

Delante de donde estaba el poeta, un tanto hacia la derecha, oyose otra respuesta; no mucho después, los tres hombres jadeaban y temblaban juntos, en una oscura playa de guijarros.

—¡Alabado sea Dios, es un milagro! —exclamó Bertrand—. ¡Dos veces arrojados al mar por los piratas y dos veces salvados en una isla oceánica! ¡Me da la sensación de que si andamos un poco por la playa nos volveríamos a encontrar a Drakepecker!

Pero McEvoy y Ebenezer sentíanse demasiado apesadumbrados por la situación en que habían quedado las mujeres como para alegrarse de su propia suerte. El poeta consideró que sería mejor no decir nada de la amenaza final del capitán Avery, ya que tampoco podían hacer nada para impedirle que la llevara a cabo; aun así, McEvoy juró dedicar el resto de su vida a buscar al pirata con el fin de darle muerte.

En comparación con el aire que azotaba sus propias ropas mojadas, las aguas de la bahía resultaban tibias.

—Tenemos que ponernos al abrigo del viento y encender una hoguera —dijo McEvoy.

—No tenemos medios para ello —señaló Ebenezer con desánimo. Ahora que se había salvado él, toda su mente ocupábanla el destino de Anna y el último encuentro que tuvo con ella; sintió deseos de haber muerto ahogado.

—Entonces erijamos un refugio antes de que nos helemos —dijo McEvoy.

Presurosos, dirigiéronse a donde acababa la playa y propiamente empezaba la isla, que parecía distar unos centenares de yardas; allí encontraron pinos de escasa altura, unos cuantos arbustos de mirto y mucho monte bajo, pero no gran cosa que pareciera adecuada para la construcción de un refugio; tampoco la maleza servía de protección frente al viento.

—¡D-diantre, señores, m-mirad allí! —exclamó Bertrand, tiritando de frío—. ¡Es una luz!

Efectivamente, por encima de las aguas, hacia el este, brillaba lo que parecían ser las ventanas iluminadas de una casa. Era difícil calcular la distancia, pero a menos que fuera muy pequeña, pensó McEvoy, quedaría a tres o cuatro millas. A pesar de la objeción planteada previamente por Ebenezer, McEvoy dijo que debían hacer una hoguera enseguida, aunque fuera necesario prender fuego a toda la isla, para así llamar la atención y que fueran a rescatarlos; si no, antes del amanecer, habrían muerto.

—Vamos a rastrear la isla —propuso—. Si no encontramos nada mejor, pues bueno, excavaremos una trinchera con las uñas y nos enterraremos juntos tapados con ramas de hoja perenne. Creo que debiéramos hacer cabriolas con las piernas y aspavientos con los brazos.

Decidieron emprender la búsqueda conjuntamente a fin de utilizar lo antes posible lo que eventualmente pudieran encontrar. Uno por la playa, otro por los matorrales y otro por donde la vegetación era más tupida, fueron avanzando en dirección norte por la orilla de sotavento de la isla. Mas su búsqueda era al parecer en vano: los palos que encontraban estaban humedecidos y aunque hubieran estado secos a nadie se le habría ocurrido ningún modo de ignición. Además, la vegetación iba escaseando a medida que se aproximaban al norte de la isla, que, a lo que parecía, tenía sobre poco más o menos una milla de longitud.

No muy lejos de ese lugar, Bertrand, que había buscado por los arbustos, díjoles que acudieran prestos a contemplar un nuevo milagro.

—Mirad aquí. ¡Casi me rompo los dedos del tropezón!

A sus pies vieron una forma negra y alargada que, una vez la examinaron más de cerca, resultó ser un bote varado.

—¡Voto a tal! —exclamó McEvoy, metiéndose a gatas en el interior, a fin de examinarlo—. ¡Si hasta hay un remo! ¡Ha debido arrastrarlo hasta aquí la tormenta!

—Dudo que sirva para navegar —advirtió Ebenezer, al tiempo que reparaba en que en el casco había varias pulgadas de agua acumulada—. Aunque podríamos usarlo como refugio.

—No —protestó McEvoy—. Tal vez esté estanco, Eben, de lo contrario habría perdido el agua, ¿no? Yo creo que lo mejor es tratar de llegar hasta aquella luz. Pero un momento…, sólo disponemos de un remo.

—Hay un truco: amarrándolo a popa y moviéndolo hacia los lados se consigue avanzar… —dijo, con muchas dudas, Ebenezer—. Pero ¡vive Cristo, John! ¿Estás oyendo ese estruendo? ¡Parece el océano! ¡Nos hundiremos en cosa de cinco minutos!

—Pero si lo logramos, nos salvamos —le recordó McEvoy—. Si nos quedamos aquí puede que fenezcamos congelados antes del amanecer, e incluso no siendo así, ¿quién nos dice que nos rescatarán por la mañana?

Sopesaron brevemente las dos opciones y una tercera consistente en que uno de ellos fuera en busca de ayuda para los demás.

—Hacen falta un hombre al remo y otro achicando —opinó Bertrand—. Más vale morir juntos que por separado. ¿No creéis, señores?

—Entonces yo digo que es mejor perecer juntos por ahogamiento que no por congelación —dijo McEvoy—. ¿Tú qué dices, Eben?

El poeta dio un respingo y al ver la torva sonrisa con que McEvoy acompañó la pregunta se dio cuenta de que ésta era deliberada. Por un instante olvidose del terrible frío; estaba ante una mesa de Locket’s; las miradas de Ben Oliver, Dick Merriweather, Tom Trent y Joan Toast habíanse unido a la de McEvoy, inmovilizándolo; de nuevo, al igual que entonces, sintió sobre sí el peso de tener que tomar una decisión, y aquel peso tiraba de él en todas direcciones como si fuera un pellejo tendido en un curtidero. Fue un instante extraño: tenía la misma sensación que debe de apoderarse del alpinista experimentado cuando vuelve a despeñarse del mismo risco del que cayera antaño, logrando sobrevivir por poco margen; luego de aquello coronó sin temblar muchos otros riscos, todos más formidables que el primero, pero aquél hace que la sangre se le vuelva agua…

Con cierto esfuerzo, Ebenezer alejó de sí aquel recuerdo.

—Yo digo que procuremos llegar a la casa. Tenemos el viento y las olas a favor, y para bien o para mal habremos terminado en cosa de una hora.

Pese a lo lúgubre que era el comentario final, hízoles ponerse en movimiento. Dieron vuelta al bote, a fin de vaciarlo de agua, arrastráronlo hasta la orilla y pusiéronlo a flote. El razonamiento de McEvoy resultó acertado; el agua acumulada había mantenido cerradas las junturas de la sobrequilla y de los tablones del casco. A sugerencia de Ebenezer, que había aprendido algo del arte de remar, Bertrand y McEvoy se pertrecharon cada uno con la mitad de una plancha de madera que habían encontrado en la playa, a fin de ayudar en la labor de exonerar el agua que, a buen seguro, iban a acumular, así como para ayudar a impedir que el minúsculo bote escorara entre golpes de mar.

Aunque la verdad es que en aquellos momentos a Ebenezer le preocupaba poco su propia seguridad, la responsabilidad pesaba mucho en el corazón del poeta. Sabía poquísimo de lo que estaba haciendo, y sin embargo los otros llevaban a cabo sus indicaciones, de las cuales dependían sus vidas, como si él fuera el capitán Cairn. Mas por exigua que fuera su pericia marinera, al parecer era superior a la de Bertrand y McEvoy. Y por grande que fuera el peso de la responsabilidad, ya no le resultaba ajeno: se enfrentaba al mismo sosegadamente, como quien recibe a un antiguo oponente que nos es conocido, y se preguntaba si tal vez se le había endurecido últimamente la sensibilidad, al igual que las frecuentes laceraciones encallecen las manos del aprendiz de albañil.

—Paréceme que sería mejor que os sentarais los dos delante, a fin de mantener alta la popa. Si remar desde atrás no resulta, palearemos al modo salvaje.

Subiéronse a bordo, tiritando con violencia pues se habían vuelto a mojar. Ebenezer pudo avanzar con el remo cosa de cien yardas, en tanto el agua no se hizo profunda; luego fue preciso encajar el remo entre los toletes del yugo y empezar a remar desde popa. Por suerte, la primera milla, sobre poco más o menos, estaba al abrigo de la isla; la calma relativa del agua le dio ocasión de adquirir el punto de destreza necesario para lanzar la paleta del remo de modo que podía coger impulso sin perder el propio remo. Pero enseguida dejaron la isla demasiado atrás, de modo que ya no les brindaba protección; la mar ululante se encrespaba a popa, de la base a la cresta de las olas había tres, cuatro y hasta cinco pies; cuando los alcanzaba una ola parecía como si el bote titubeara, intimidado, y luego lo arrastraran hacia atrás, como llevado por la resaca. Ebenezer contenía la respiración. ¡Estaba seguro de que un golpe en la popa daría al traste con ellos! Pero en el último momento la popa subía muy alto y el bote se echaba hacia delante, apoyado en la cresta; la exigua obra muerta desaparecía; el agua desbordaba ambas regalas; Bertrand y McEvoy achicaban como posesos a fin de mantenerse a flote. Entonces la ola los rebasaba y el bote parecía deslizarse hacia atrás, derecho a hundirse en las fauces de la siguiente ola. Cada ola traía consigo el terror; parecía impensable que pudieran sobrevivir a su paso, y cuando en virtud de algún milagro lo lograban, no tenían ni un segundo de tregua. La labor del timonel era singularmente ardua y truculenta: aun cuando el movimiento neto del bote tenía en realidad siempre un sentido de avance, cada vez que se aproximaba un nuevo golpe de mar, daba la sensación de que se retrocedía; en lugar de remar a popa, Ebenezer veíase obligado a usar el remo a modo de timón, a fin de impedir que el bote escorara, además de lo cual tenía que poner rumbo hacia atrás, debido a que el agua avanzaba con mayor velocidad que el bote. Sólo en la cúspide de la ola podía dar un par de golpes de remo, aunque no podía prolongarlo mucho, pues de lo contrario el bote se precipitaría dando guiñadas a la depresión que antecedía al paso de la ola. Poco tardaron los hombres en enmudecer, desmoralizados; esforzábanse como posesos, y cuando la luna rompió por entre una capa de nubes ligeras, iluminó tres semblantes asustados que miraban con los ojos muy abiertos al monstruo que se abatía sobre ellos.

El regreso quedaba descartado, pues aun cuando algún dios le diera la vuelta a la barca, no les era posible avanzar hacia sotavento. Sin embargo, al cabo de lo que pareció una hora (en realidad quizá no fuera más de veinte minutos) de esfuerzos frenéticos, merced a los cuales lograban siempre salvarse por los pelos, la luz que tenían delante no parecía estar más cerca que antes. Peor aún, parecía haberse desplazado inequívocamente en dirección norte. Fue Bertrand el primero en reparar en aquel hecho angustioso, lo cual le hizo hablar por vez primera en muchos minutos.

—¡Dios Santo! ¿Y si es un barco y no hay tierra en muchas millas a la redonda?

McEvoy adelantó una hipótesis alternativa.

—A lo mejor el viento se ha desplazado un poco hacia el noroeste. Puede que tengamos que caminar unas cuantas millas por la costa.

—Existe una posibilidad más feliz aún —dijo Ebenezer—. Apenas me atrevo a abrigar semejante esperanza… ¡Pero un momento! ¿Oís un ruido?

Cesaron en sus afanes a fin de escuchar y casi los derriba la ola siguiente.

—¡Sí, es un rompiente! —exclamó Ebenezer, jubiloso—. Ni nosotros ni la luz hemos cambiado de posición; lo que pasa es que la tenemos casi encima.

Lo que quería explicar era que a pesar de que desde que salieran de la isla habían mantenido el rumbo fijo hacia la luz en la medida de lo posible, el rumbo quedaba un poco al sur de aquélla; desde una distancia de cuatro o cinco millas, el error (que acaso fuera de unos cientos de pies) era demasiado exiguo como para reparar en él, pero cuando la tuvieron muy cerca, el ángulo que formaban el rumbo y la posición de la luz tendía a incrementar en casi noventa grados. Antes de que le diera tiempo a elaborar sus elucubraciones, sin embargo, una ola mayor de lo normal elevó sobremanera la popa, escorando el bote hacia babor y sacando el remo de los toletes.

—¡Vamos a quedar escorados! —advirtió el poeta.

Los otros paleaban sin sentido con las planchas de madera. Ebenezer colocó de un golpe el remo entre los soportes e intentó enderezar la popa orientando firmemente el «timón» hacia babor, como había aprendido a hacer durante los retrocesos. Pero su acción quedó desfasada, pues ya la cúspide de la ola los había rebasado, dejando el bote momentáneamente sin rumbo en una depresión entre dos olas: el movimiento del remo era de hecho un golpear desde popa, y tuvo el efecto de escorar aún más la barca. La ola siguiente los alcanzó en el cuarto de estribor, ladeándolos completamente e inundando de agua la parte posterior del bote; la ola que vino a continuación, que medía cinco pies de altura y tenía la cresta espumante, dioles de lleno al sesgo, dando con los tres hombres una vez más en las heladas aguas de Chesapeake. Sin embargo, en esta ocasión la tortura fue breve: al punto hicieron pie en un fondo de algas y lodo, y vieron que estaban a una decena de pies de la orilla. Avanzaron como pudieron, siendo derribados repetidas veces por olas que les rompían a la altura de las caderas, y cuando por fin ganaron la playa, apenas eran capaces de tenerse en pie.

—¡Hemos de darnos prisa! —acertó a decir McEvoy—. ¡Todavía podemos morir congelados!

Con la mayor rapidez posible, dando tumbos y jadeando, anduvieron orilla arriba, camino de su almenara, ahora claramente reconocible; tratábase de las ventanas iluminadas de una casa de grandes proporciones. No lejos de la misma, allá donde la playa lindaba con el césped que rodeaba la casa, había un pino alto, a cuyo pie veíase un conspicuo objeto de color blanco, una gran piedra vertical. A Ebenezer se le puso carne de gallina.

—¡Dios mío! —exclamó, y haciendo acopio de sus últimas fuerzas salió a todo correr y abrazose a la tumba. La débil luz lunar bastaba para leer la inscripción:

Anne Bowyer Cooke

1645-1666

Hasta ahora el Señor

ha tenido a bien ayudarnos

Los otros se le acercaron por detrás.

—¿De qué se trata?

Ebenezer no volvía la cabeza.

—Mi viaje ha concluido —dijo llorando—. He cerrado el círculo. Eso es Malden; id y salvaos.

Atónitos, leyeron la inscripción y cuando hubieron visto que las súplicas no servían de nada, apartaron a Ebenezer de la lápida por la fuerza. Una vez de pie no opuso resistencia, pero parecía haber perdido hasta el último ápice de energía.

—Si no me hubiera dado a luz —dijo, señalando la lápida— esa mujer estaría viva hoy, y mi hermana estaría con ella, y mi padre sería un caballero plantador de tabaco, y los tres vivirían felices en esa casa.

Bertrand estaba demasiado próximo a la congelación como para ser capaz de dar una respuesta, suponiendo que se le hubiera ocurrido alguna, pero McEvoy (que asimismo tiritaba de la cabeza a los pies) cogió al poeta del brazo, llevóselo aparte y dijo:

—Vamos, es como el pecado del padre Adán, el cual todos llevamos dentro; es algo que nunca pedimos, pero ahí está, y si optamos por vivir no nos quedan más narices que vivir con él.

Ebenezer estaba habituado a ver Malden bullendo de actividades deplorables después del anochecer, pero en aquel momento sólo parecía estar ocupado el salón; el resto de la casa, así como los terrenos circundantes y las dependencias externas (el poeta, temeroso y avergonzado, echó un vistazo en dirección al secadero de tabaco) estaba a oscuras. Mientras avanzaban por el césped desierto camino de la puerta principal, que daba al suroeste, en línea recta hacia la tumba, detrás de la cual se divisaba la bahía, McEvoy, sin duda tanto por darse ánimos a sí mismo como para brindarle consuelo a Ebenezer, dijo, castañeteándole los dientes, que el hecho de que sólo hubiera una luz encendida era buena señal: indudablemente, ello significaba que Andrew había puesto la casa en orden y que estaba en compañía de su nuera, a la espera de noticias de su hijo pródigo. Se alegraría sobremanera cuando los viera a los tres; les daría ropa y comida e inmediatamente se despacharían avisos de alarma para que interceptaran a Ben Avery «el Largo» en la ciudad de Anne Arundel.

—Alto. —Ebenezer sacudió la cabeza—. Semejantes fábulas duelen mucho cuando se hace frente a la verdad.

McEvoy le soltó el brazo, irritado.

—¡He aquí al virgen! —exclamó—. ¡Incapaz de pensar en otras pérdidas que no sean las suyas! ¡Echa a correr y muérete en aquella tumba!

Ebenezer sacudió la cabeza: quería explicarle a su ofendido compañero que no sólo sufría por sus propias pérdidas, sino también por las de McEvoy, por las de Anna, las de Andrew, e incluso, las de Bertrand (por el estado general de cosas, en resumidas cuentas, del cual se consideraba responsable), y que el dolor de haber perdido algo no es nada comparado con el dolor que entraña el ser responsable de la pérdida. Quería explicar que los caídos sufren como consecuencia de la caída de Adán; pero, además, ser consciente de que es así (y aquel conocimiento habíaselo proporcionado a Adán el hecho mismo de la caída), ¡cuánto sufrimiento le habrá causado! Pero el frío y la desesperación habían hecho demasiada mella en él como para que ensayara semejantes filosofías.

Llegaron a la casa.

—Sería mejor que echáramos un vistazo por la ventana antes de llamar —dijo Bertrand—. ¡Vive Cristo! ¿Qué me dirá el amo Andrew, él que me envió para que fuera vuestro consejero?

Acercáronse a la ventana del salón a través de la cual se veía luz, y desde allí oyeron una risa masculina y voces que conversaban.

McEvoy llegó primero.

—Unos hombres jugando a la baraja —informó, y entonces su semblante revistió una expresión de súbito dolor—. ¡Santo Dios! ¿Es posible que ésa sea la pobre Joan?

Bertrand se acercó presuroso y se apostó juntó a McEvoy.

—Sí, ésa es la porquera, y el de la peluca es el amo Andrew, pero… —Entonces también él dio muestras de desasosiego—. ¡Por el cuerpo y la sangre de Cristo, amo Eben! ¡Es el coronel Robotham!

Pero para entonces Ebenezer había llegado al alféizar y podía contemplar por sí mismo aquellos y otros prodigios mucho más asombrosos. Joan Toast, tan maltrecha y fustigada por sus males que tenía aspecto de leprosa demente, iba cojeando con una jarra de cerveza en la mano, en dirección a una mesa circular cubierta por un tapete verde, situada en el centro del salón, en derredor de la cual había cinco caballeros jugando a las cartas: el abogado, médico y ministro evangélico Richard Sowter, que fumaba en pipa e invocaba a diversos santos como testigos del malísimo juego que le había tocado; el tonelero (y comerciante) William Smith, que sonreía majestuosamente, contemplando la mesa, mientras le indicaba a Joan Toast con la boquilla de la pipa que llevara el vaso a Andrew Cooke; el corpulento y sanguinario suegro de Bertrand, coronel George Robotham, del condado de Talbot, que parecía preocupado por algo que nada tenía que ver con la partida de lanterloo;[50] el mismísimo Andrew Cooke, más delgado y envejecido que la última vez que lo viera Ebenezer, aunque la mirada más penetrante que nunca, el cual sujetaba los naipes con la mano buena, la izquierda, y horadaba a los demás con mirada de águila vieja, como si no fueran sus adversarios, sino sus presas, y por último, el más terrible de todos, a la diestra del brazo tullido de Andrew, gastando bromas a costa de sus propias cartas con el mismo desenfado que si estuviera en Locket’s: Henry Burlingame, que todavía se hacía pasar por el personaje que él llamaba Nicholas Lowe, de Talbot.

—Muy bien, caballeros —afirmó el tonelero, luego de dar una mano de cartas a los otros cuatro jugadores—. Creo que comparto la fortuna del señor Sowter.

—Decidlo al revés —indicó Burlingame—, y vuestras palabras encerrarán más verdad que poesía cuando estemos ante los tribunales.

Sowter movía la cabeza, fingiendo desesperación.

—¡Por el gorrión de santo Domingo, vecinos! Si nuestro caso fuera la mitad de endeble que este error judicial, no llegaríamos con él más allá de las letrinas del juzgado, voto a tal.

—Como sabemos todos muy bien, el que no tiene que ir muy lejos sois vos —dijo Burlingame con moderado sarcasmo—, puesto que lo único que hay que discutir en realidad es la cuantía de vuestro soborno.

—Ah, muchachos, vamos —dijo Andrew Cooke—. ¡Tanto hablar de sobornos y errores y judiciales alarma al coronel! —Dirigió una sonrisa sardónica al coronel Robotham—. Os ruego que perdonéis la excesiva franqueza de mi hijo: es un famoso defecto del chico, como a buen seguro habrá observado vuestra hija.

Al otro lado de la ventana, Bertrand se quedó boquiabierto.

—¿Habéis oído eso, amo Eben? ¡Ha llamado hijo suyo a ese individuo! ¡A un completo desconocido!

—Algo no va bien —convino McEvoy—, pero todos parecen bastante pacíficos. —Sin más demora empezó a dar golpes en los cristales—. ¡Hola! ¡Hola! ¡Dejadnos pasar o somos hombres muertos!

—¡No, por Cristo! —exclamó Bertrand, pero era demasiado tarde; los sobresaltados jugadores volviéronse hacia la ventana.

—¡Por las burbujas de la sangre de san Genaro!

—Ve a ver, Susan —ordenó con calma el tonelero, y Joan Toast dejó la jarra en el aparador.

—Ebenezer, hijo mío —dijo Andrew Cooke—, ve a por tu pistola.

Burlingame dejó las cartas boca abajo encima del tapete y fue a hacer lo que le habían dicho.

Joan Toast abrió la puerta y asomó un farol al exterior.

—¿Quién es? —preguntó con apatía.

—¡Corred! —musitó Bertrand, y echó a correr por el césped.

McEvoy se apartó de la ventana y se mordió el labio inferior con nerviosismo.

—¿Tú qué dices, Eben? —susurró—. ¿No sería mejor que nos largáramos corriendo?

Mas el poeta ni se movió ni respondió, por la sencilla razón de que desde que posó los ojos en la extraña asamblea del salón habíase quedado sin habla y paralizado, de nuevo presa de aquel estado de su juventud que salvaguardaba el escudo de su virginidad y su coraza de Laureado; y cuando por añadidura vio que su padre (¡increíble!) llamaba a Burlingame «hijo mío» y «Ebenezer», quedóse al punto helado tal y donde estaba, mas no por causa del viento de la bahía, sino por la negra brisa que en tres ocasiones anteriores de su vida (en Magdalene College, en Locket’s y en el dormitorio de Pudding Lane) había llegado susurrando, procedente del abismo, helándole los huesos.

—¿Quién es? —repitió Joan.

McEvoy salió de detrás de Ebenezer y adelantó un paso a fin de que la luz que salía por la ventana del salón le iluminara el rostro.

—Soy yo, Joan Toast —dijo con incertidumbre—. Somos Eben Cooke y John McEvoy.

Joan emitió un ruido y se agarró a la jamba de la puerta; el farol le resbaló de la mano, cayó al suelo y apagose. A sus espaldas, procedente del vestíbulo, llegó una voz de hombre.

—¡Qué demonios!

—Puede que a fin de cuentas sea mejor que huyamos —sugirió McEvoy. Pero Ebenezer, que ya ni siquiera temblaba, seguía transfigurado, en la postura original.