17. HABIENDO HALLADO A UN PARIENTE INESPERADAMENTE, EL POETA ESCUCHA LA HISTORIA DEL CASTILLO INVULNERABLE Y HALLA OTRO

Toda la tarde y parte de la noche pasáronla Ebenezer y su hermana tratando por todos los medios de recuperar la amistad de Billy, mas aun cuando su acritud parecía haber tocado a fin, éste mantúvose firme en su postura y virtualmente ignoró su presencia en tanto se ocupaba de diversos menesteres en la cabaña. No era su taciturnidad el único cambio experimentado por Billy: de la noche a la mañana habíase desprendido de su atuendo europeo y vuelto al indio. Había trocado las vestiduras inglesas por una pelliza y calzones de piel de ciervo (asimismo, Anna, cuando se hubo despertado, mudó el hábito andrajoso por un vestido propiamente inglés); sus movimientos hacían pensar más en un leñador que en un plantador; incluso su piel parecía haberse oscurecido como por arte de magia, al igual que la de Anna se había aclarado literalmente merced a la diligencia con que se había restregado. Fue un día difícil, y Ebenezer saludó con alivio la caída de la noche, momento en que Billy se recogió nuevamente en el granero, y Anna y él se pasaron horas hablando tumbados en sus jergones, de modo muy parecido a como solían hacerlo durante la infancia. A la mañana siguiente Billy clausuró la cabaña y las demás dependencias, enjaezó las caballerías y condujo a los hermanos en silencio hasta Church Creek. No quiso adentrarse personalmente en la pequeña población, sino que se detuvo a una distancia de un cuarto de milla de la posada.

—Esperaré aquí durante una hora solar —anunció; eran las primeras palabras que pronunciaba en dos días—. Quedaos con vuestra hermana y enviadme a vuestro compañero si queréis a los rehenes con vida.

En vano, protestó Ebenezer, diciendo que le había prometido a Chicamec regresar en persona, que Anna estaría perfectamente a salvo en compañía de la señora Russecks caso de que el molinero no se hubiera recuperado del todo, y que enviar a McEvoy en su lugar le haría parecer y sentirse cobarde.

—Ya habéis desperdiciado un minuto de vuestra hora —comentó Billy, y se dio la vuelta; cuando Anna se despidió no ofreció respuesta alguna.

Ebenezer tenía la intención de acercarse a la aldea con cautela por temor a que Harry Russecks anduviese en pie, ocupándose de su negocio, mas en llegando a la posada divisó a McEvoy y a un considerable número de personas congregadas a plena vista en el cementerio anejo a la iglesia. Anna ocultó el rostro tras una bufanda a fin de que no reconocieran en ella a la Virgen de Church Creek, y juntos acercáronse a los congregados.

—¡Eben! —exclamó McEvoy cuando lo reconoció—. ¡Cristo bendito, cuánto me alegro de volver a verte! ¡Tenía miedo de que ese salvaje te hubiera matado por haberle robado a su esposa! —Vio a Anna y palideció—. ¿Eres tú, Joan? —susurró.

Ebenezer sonrió.

—El viaje ha sido más pródigo en sorpresas de lo que yo me esperaba, John: su esposa no era Joan Toast sino mi hermana Anna, que ya no es esposa suya.

—¡Cómo! ¡Cielos!

—No hay tiempo para explicarlo ahora. —Ebenezer observó la actividad que había en torno a la puerta de la iglesia—. Puesto que no te ocultas, colijo que sir Harry sigue postrado en cama.

—No, Eben, ya no —dijo McEvoy seriamente—. ¡Llegas justo a tiempo de asistir a su funeral!

—El molinero —dijo—, jamás se recobró del estado de coma, y expiró la noche siguiente a la caída. La señora Russecks ya no estaba histérica, mas se mostraba indiferente hasta la inanidad; no se sabía a ciencia cierta si había comprendido bien lo sucedido. Henrietta estaba, naturalmente, abatida por la reacción de su madre, mas los lugareños sentíanse abiertamente aliviados por haberse librado del tirano.

—Comparto sus sentimientos —dijo Anna con emoción—. ¡Era una bestia! Aunque lo siento por la señora Russecks y por Henrietta, que tan amablemente se portaron conmigo. ¿Dónde están ahora, señor McEvoy?

McEvoy repuso que se encontraban en el interior de la iglesia, donde estaba a punto de dar comienzo el funeral, y sugirió que los tres pasaran también adentro.

—Tú deberías entrar —díjole Ebenezer a Anna—, pero tú y yo tenemos asuntos más urgentes que tratar, John: Billy Rumbly nos está aguardando tras aquella vuelta del camino para que vayamos con él a la isla de Bloodsworth. No osemos retrasarlo.

Anna se excusó e hizo lo que su hermano le decía, y Ebenezer le explicó la situación a McEvoy con la mayor rapidez posible.

—No podemos sino rezar para que Billy haga cuanto esté en su mano a fin de evitar la guerra —dijo al concluir—, mas entre tanto debemos rescatar a Bertrand y al capitán.

—Sí, pero ¿y luego, Eben? ¿Adónde vamos desde allí?

—Anna jura que Henry Burlingame es el lugarteniente del gobernador Nicholson —repuso el poeta—. Tanto si es así como si no, paréceme que debiéramos encaminarnos a Anne Arundel con toda premura para informar al gobernador de la insurrección que se avecina. Luego ya no sé.

Ebenezer vaciló, sin saber bien cómo abordar el asunto del ultimátum de Billy, pero McEvoy le quitó el tema de las manos.

—Sería mejor que sólo fuera uno de nosotros, Eben, y que el otro se quedara aquí. Ayer nos llegaron rumores de que un famoso pirata llamado Every o Avery va camino del punto más interior de la bahía y se dedica al saqueo a fin de procurarse provisiones. No hay muchas probabilidades de que se allegue a un lugar tan distante de mar abierto, mas los hombres están armados y las damas van a precisar de cierta protección. Además, tú querrás estar con tu hermana, ¿no?

—Ah, John…

—¡No, ni una sola palabra! Ya sabes lo mucho que me pesa el deberte la vida, Eben; concédeme esta oportunidad de mitigar un tanto la deuda.

Ebenezer suspiró y confesó que no se hallaba en condiciones de protestar por cuanto que Billy parecía haberle cobrado ojeriza. Prometió cuidar de Henrietta y juró que si los rehenes no llegaban salvos en el plazo de cuatro días se personaría con la milicia de Maryland en la isla de Bloodsworth. McEvoy decidió partir sin más demora, Ebenezer lo acompañó hasta la carreta de Billy y regresó al cementerio.

A pesar de la agitación reinante entre los aldeanos, los días siguientes fueron felices y casi tranquilos para Ebenezer y Anna. A decir verdad, el miedo a los piratas (fundado en el anuncio, hecho por el gobernador Nicholson, de que el Phansie, que era el buque de Avery, alias «Ben el Largo», y el Josiah, que era el bergantín del capitán Day, habían sido avistados en aguas de Maryland) resultó ser una bendición disfrazada. Por una parte, el rumor de que había corsarios entregados al saqueo mantuvo a todo el mundo encerrado en casa gran parte del tiempo, lo cual, junto con el acontecimiento de la muerte de Harry Russecks, le ahorró a Anna un sinfín de importunidades; por la misma razón Ebenezer no tenía ninguna necesidad de seguir haciéndose pasar por sir Benjamín Oliver ni tampoco de revelar su verdadera identidad. Por otra parte, aun cuando Henrietta, pese al abatimiento en que le había sumido la noticia del peligroso cometido que había de desempeñar McEvoy, estaba encantada de volver a ver a «la señorita Bromly», de quien enseguida se hizo amiga inseparable, y aun cuando Anna y Mary Mungummory (que también era huésped de la casa) se llevaban a las mil maravillas, a la señora Russecks parecía seguir turbándola sobremanera la presencia de los gemelos; a Ebenezer le daba la sensación de que muy posiblemente no los hubiera aceptado en calidad de huéspedes de no haber insistido las otras dos mujeres en que era necesaria una protección masculina.

La conducta de la señora Russecks era extraña y contradictoria; en presencia de los hermanos mostrábase reservada e incluso abiertamente hostil, pero en cuanto salían de la casa veíasela inquieta por su seguridad y cuando comprobaba a su regreso que ningún pirata los había apresado, experimentaba un enorme alivio. Al parecer, el miedo originario de Eben (que la señora Russecks lo aborrecía por el papel que había desempeñado en la caída del molinero) tenía escaso fundamento; la mujer aceptó las condolencias que Eben y Anna le expresaron por la pérdida sufrida, aunque reconoció que todo el mundo, incluyéndola a ella, salía ganando con el deceso de sir Harry, e insistió en que ni Ebenezer ni McEvoy eran en lo más mínimo responsables del mismo. Por otra parte, escuchó casi con irritación el relato que hizo el poeta de las peregrinaciones desde el mes de abril, y en cierto momento, cuando estaba refiriendo la alegría que experimentó al reunirse con su hermana, abandonó la estancia.

—No acierto a entenderlo —dijo Anna entonces—. Antes parecía tan contenta, y ahora… ¡Es como si nuestra presencia le causara dolor!

—No, hija —dijo Mary Mungummory, riendo entre dientes—. Ya hace mucho tiempo que he dejado a Roxie por imposible; es un misterio. Sólo Dios nuestro Señor sabe de qué modo le ha afectado la muerte de sir Harry. ¡En primer lugar, todavía tiene que explicarme a las claras por qué se casó con ese bruto!

—Debemos tener paciencia —dijo Henrietta—. Intenta perdonarla, Anna.

—No; es a nosotros a quienes hay que perdonar —protestó Ebenezer—. Vuestra madre es una persona juiciosa, y cualquiera que sea la afrenta que le hemos infligido, a buen seguro que no es ninguna bagatela.

Henrietta sonrió.

—Puesto que convenimos en que se trata de un misterio, modifiquemos la máxima a fin de adaptarla al caso: Rien comprende c’est pardonner, n’est-ce pas?[48]

Y ahí quedó el asunto, aunque el poeta veía una ambigüedad turbadora en el proverbio.

A modo de retribución póstuma por su servicio, los lugareños decidieron que la tumba de sir Harry permaneciera por siempre en el anonimato; con el consentimiento de la señora Russecks, que expresó la intención de trasladarse a Anne Arundel en un futuro próximo, desmantelaron la maquinaria del molino de agua, y en lugar de una lápida de granito con su correspondiente inscripción, señalaron el lugar de descanso colocando a la cabeza y a los pies sendas ruedas de molino sin ornato alguno. Henrietta, aun cuando no ocultaba la alegría que le ocasionaba el haberse librado del despotismo de su padre, visitó dócilmente la tumba cada día de aquel período, a menudo acompañada de los gemelos. La señora Russecks no iba con ellos, alegando miedo a los piratas; para salir de la casa veíanse obligados a quitar la tranca que había en la puerta, y no bien habían salido, la señora Russecks volvía a colocarla en su lugar; a fin de entrar, cuando regresaban daban tres golpes y decían un santo y seña. La mayoría de los habitantes del lugar, a los cuales refiriera sir Harry muchas veces la historia de sus padecimientos a manos del capitán Pound, habían adoptado asimismo precauciones semejantes; al regresar del camposanto veíanse casas cuyas ventanas todas habían sido cegadas con tablones, y según contó Henrietta, algunas gentes habían claveteado todas las puertas de la casa salvo una que mantenían sólidamente atrancada.

Ahora bien, a Ebenezer costábale trabajo creer que los piratas fueran a remontarse río arriba tan lejos de Chesapeake, y tampoco había oído contar jamás que hubieran saqueado toda una población de las provincias inglesas; no obstante, pesaba mucho sobre él la responsabilidad de defender una casa ocupada exclusivamente por mujeres (tanto más por cuanto que no tenía más armas que el viejo alfanje de sir Harry), amén de que la sensación general de alarma era contagiosa. Así pues, al tercer día de su visita, estando tomando el té en compañía de Anna, Henrietta y Mary Mungummory, el poeta propuso seguir el ejemplo de los vecinos.

—A fin de cuentas en esta casa sólo hay un hombre y una sola espada; si los piratas efectivamente vinieran aquí podrían llegar hasta nosotros a través de dos puertas y una docena de ventanas.

Por algún motivo la propuesta causó el regocijo de Henrietta.

—Así nuestra casa se convertiría en un castillo invulnerable, ¿no es cierto?

—Pues casi, si os place verlo así. Decidme, Henrietta, ¿tan cómico es que me preocupe por la seguridad de todos?

—No, Eben, no se trata de eso. Lo cierto es que nuestra familia vivió en el pasado episodios que guardaban relación con castillos invulnerables; de no haber sido así, mi madre no sería huérfana y puede que jamás hubiéramos llevado el nombre de Russecks.

Aquel comentario suscitó la curiosidad de todos los presentes, que exigieron oír la historia.

—Es que he prometido no hablarles de la historia de mi familia a Ebenezer y Anna… —Henrietta sonrió maliciosamente y susurró—: Pero como mamá está dormida faltaré a mi juramento: es un historia maravillosa.

Subió al piso de arriba de puntillas, entró en la alcoba de la señora Russecks y regresó diciendo que su madre seguía profundamente dormida.

—Eso sí, no tengo ni idea de por qué todo esto se ha convertido de repente en un secreto tan oscuro, pero cuando Eben nos dejó y se fue a casa de Billy Rumbly, mamá me hizo prometer que no diría nada de su familia en presencia de él. Como a mí ni en sueños se me ocurriría contrariar sus deseos es menester que me juréis guardar el secreto. ¿Lo juráis?

Hiciéronlo, sumamente divertidos por tanta trapisonda, y Henrietta, adoptando aires de fabuladora, empezó a contar lo que denominó la Historia del castillo invulnerable, diciendo así:

—Erase una vez que vivía en París cierto conde llamado Cecile Edouard, el cual tuvo la mala ocurrencia de nacer en el seno de una familia de hugonotes…

Ebenezer frunció súbitamente el ceño.

—Decidme, Henrietta, ¿habéis escuchado alguna vez la historia…?

—¡Ta, ta, ta! —reconvínole la muchacha—. ¡Diantres, Eben, sois el Laureado de esta maldita provincia y sabéis perfectamente que sólo a un zopenco se le ocurriría interrumpir una historia!

El poeta se rio y retiró la pregunta, mas su expresión siguió siendo pensativa.

—Ya iba a llegar a lo del escándalo familiar —dijo Henrietta con regusto—. A maman no le importaría que supierais esto; se lo ha oído contar a otras gentes bastantes veces, a fin de mortificar a papá cuando él alardeaba de nobleza. Lo cierto es que aunque sabemos que monsieur Edouard era un conde auténtico, la historia había extraviado su linaje, y entre los deudos y servidores de Edouardine corría un rumor escandaloso…

—¡Vive Dios, estaba en lo cierto! —exclamó Ebenezer. La agitación le hizo medio levantarse del asiento y luego volverse a sentar, mientras le bailaban las facciones—. Decidme, Henrietta, ¿ese hombre era vuestro…, vamos a ver…, vuestro abuelo? ¿Y ese castillo se encontraba aquí, en el condado de Dorset, no muy lejos del Puntal de Cooke?

Henrietta fingió desesperación.

—¡Anna, de verdad te digo que hay que hacer algo con tu hermano! ¿Qué más dará que hayáis oído el argumento? —le preguntó a Ebenezer—. Dido conocía la historia de Troya, pero tuvo la educación suficiente como para escuchársela dos veces a Eneas sin interrumpirle con preguntas fastidiosas.

—Pero vos misma no os dais cuenta…

—¡Anna, detenlo o no digo ni una palabra más!

Para entonces todo el mundo se estaba riendo de la frustración de Ebenezer y de la falsa cólera de Henrietta, incluso el poeta.

—Muy bien —dijo este último—. Me contendré. Mas debo advertíroslo: si vuestro cuento acaba donde yo pienso, añadiré un estrambote que lo dejará chiquito.

—Haréis muy bien, y puede que gane el que mienta mejor. Mas ¿vais a jurarme que no volveréis a interrumpirme so pena de oírme recitar mis poesías caso de que lo hagáis? Bien, pues entonces volvamos al escándalo familiar. He dicho que corría la especie de que la madre de Cecile era judía, aunque no era rica, sino una vulgar lavandera, o criada que prestaba sus servicios en una casa de la nobleza romana. En la misma casa vivía un griego que antaño había sido tutor de los hijos del marchese, aunque había acabado de lacayo por causa de su depravación; cuentan que dejó preñada a la judía antes de que lo despidieran y que ulteriormente conquistó al mismo marchese, convenciéndole de que criara al bastardo de la criada como si fuera su propio hijo, allá en el palazzo.

Al llegar a aquel punto Henrietta señaló que la historia no arrojaba luz alguna sobre la metamorfosis de monsieur Edouard, que de romano pasó a parisiense; de católico, a hugonote y de hijo natural, a miembro de la nobleza. No obstante, insistió la relatora, las extrañas peculiaridades de la historia tenían un inequívoco sabor a verdad. En cuanto a los misteriosos cambios de estado, añadió malévolamente, ¿no era por ventura el mismísimo gobernador Nicholson hijo bastardo del duque de Boston, y no había experimentado por añadidura metamorfosis de fe y lugar no menos asombrosas?

—Sea cual fuere su origen —siguió diciendo—, sabemos a ciencia cierta que no se trataba de un hipócrita ni de un mártir; cuando los hugonotes siguieron padeciendo persecución, incluso después del edicto de Nantes, nuestro hombre se negó a hacerse papista, y huyó de París a Londres, donde se enroló en el ejército de Oliver Cromwell. Maman dice que luchó con bravura en diversas campañas, aunque no recuerda cuáles. En todo caso dejó de servir al lord Protector en 1655, tan bruscamente como se había unido al mismo, y entonces se vino a Maryland. —Henrietta suspiró—. Y ahora nos topamos con un punto flaco de mi Eduardíada, sobre el cual sin duda saltará Eben: cuando un héroe como es debido, cual Ulises o Eneas, emprende una travesía marítima le sobrevienen un sinfín de dificultades, pero Cecile (a pesar de que efectivamente navegó de este a oeste como es obligación de todo héroe) tuvo una travesía exenta de incidencias. En algún momento de su pasado debió de amasar una fortuna, pues fletó tres naves cargadas de muebles, alfombras, labores de herrería, vajillas, cuberterías y toda suerte de bagatelas y fruslerías destinadas a la casa que pensaba erigir en las plantaciones. Lo que es más, llevó consigo a su esposa Sophie y al resto del personal doméstico: quince criadas y maman, junto con el hijo único de ésta, que contaba siete u ocho años de edad. La provincia tenía tan sólo veintiocho años de existencia por aquel entonces, y no cabe duda de que nunca había visto a un Creso como mi abuelo. En 1659 el lord propietario le cedió seiscientos acres de terreno a orillas del Choptank, y él cruzó la bahía junto con su séquito e impedimenta a fin de construir una casa.

Ebenezer sacudió la cabeza asombrado, aunque no por causa del relato de Henrietta.

—No, Eben, es menester que aguardéis, tal y como habéis prometido —dijo—. Lo que habéis oído no es sino el prefacio; la historia propiamente dicha comienza ahora:

»Había entre los criados de monsieur Edouard: un individuo conocido tan sólo por el nombre de Alfred, el cual era criado personal de su amo desde hacía más tiempo del que nadie recordaba. Decíase que el tal Alfred conocía a Cecile más íntimamente que la misma madame Edouard, y que su amo lo aborrecía. Cecile no era tan necio como para no conocer su propio carácter, mas su posición permitíale castigar a los demás por causa de sus defectos; no obstante, no osaba deshacerse de su criado, no sólo por lo mucho que sabía Alfred de él, sino también porque el sirviente, pese a lo humilde de su posición, estaba al parecer dotado de una inteligencia y previsión fuera de lo común. Así pues, monsieur jamás dejaba de seguir los consejos de su criado, por cuanto que, al igual que tantos otros, era lo bastante avisado como para reconocer el buen criterio de los demás, bien que él no lo poseía; no obstante, el pobre Alfred recibía mal pago por sus servicios, pues a cada ocasión que su amo seguía su consejo, aumentaba el resentimiento que contra él albergaba.

»Así pues, Cecile entregose a la labor de erigir su casa con premura y entusiasmo portentosos. Llevó consigo a Edouardine una barcaza llena de carpinteros, ebanistas, albañiles e incluso vidrieros, ello a pesar de que los espejos y vidrios de los ventanales aún estaban en camino, procedentes de Londres. En el plazo de seis meses, en tanto la familia y los trabajadores vivían en cabañas, erigiose un imponente edificio de madera, el cual constaba de una gran sección central y dos alas laterales. De ordinario, un ejército semejante habría podido construir aquel edificio con mayor rapidez, pero se dio la circunstancia de que se apoderó de monsieur Edouard un portentoso miedo a los salvajes; una y otra vez daba en interrumpir la construcción de su casa y ponía a los hombres a levantar una empalizada que circundaba el terreno, o les mandaba arrancar árboles, o bien erigía terraplenes destinados a contener los ataques de los indios. Hasta qué punto eran numerosos o beligerantes los salvajes de los alrededores nadie lo sabía por aquel entonces, pero lo cierto es que en algún momento Alfred habría hecho bien en indicarle a monsieur que aquellas defensas eran inadecuadas. Empero, como he señalado anteriormente, tratábase del criado perfecto; jamás osó dar consejos sin que le fuera demandado, y en cuanto a Cecile, hallábase demasiado absorto en la construcción de empalizadas, terraplenes y lunetas como para cuestionarse la utilidad de las mismas. A decir verdad, de tanto en tanto avistábanse indios por los alrededores, y aunque los motivos que los movían bien pudieran no tener nada más siniestro que la curiosidad, con todo y con ello su mera presencia bastaba para que a Cecile le diera por erigir más almenas, troneras y matacanes.

»Cuando por fin estuvo la casa acabada, a falta solamente de los cristales de las ventanas, monsieur, en compañía de Sophie y de Alfred, se subió a una barca y ordenó a un segundo criado que remara unos centenares de yardas mar adentro a fin de contemplar Edouardine desde el ángulo más noble.

»—Y bien, Sophie… —demandó monsieur (mi intención al inventarme estos coloquios es aumentar el interés, siempre que el Laureado no tenga nada que objetar)—, pues bien, Sophie —demandó—, ¿qué dices de mi Edouardine?

»Y madame Edouard respondió:

»—Es muy bonito, mon cher.

»—¡Bonito, dices! (¿No os lo imagináis poniéndose tan bermejo como papá y a Sophie bajando la vista?). ¡Bonito, dices! C’est magnifique! Sans pareil! ¡Y mi palissade! ¡Vamos, es que somos invulnerables! —Y entonces exigió saber si también a Alfred le parecía Edouardine meramente beau.

»—La casa es soberbia, monsieur —le oigo decir a Alfred muy sosegadamente—. Es en verdad elegante.

»—¿Eh? ¿Eso crees? ¡Eso es más adecuado!

Ebenezer, Anna y Mary Mungummory aplaudieron a Henrietta por su vivaz imitación del conde y su tímido ayudante de cámara.

»—Pero si monsieur se fija bien…

»—¿Cómo, cómo? ¿Que me fije en qué?

»—Pienso en los indios salvajes, monsieur…

»—¿Ah, conque piensas en ellos? ¿Has oído, Sophie? ¡Nuestro Alfred piensa en les sauvages! ¿Y supones que yo pienso en otra cosa, idiota? ¡Pocas posibilidades tienen de abrir brecha en mi empalizada!

»—Ninguna en absoluto, monsieur; pero mucho me temo que no tendrían ninguna necesidad de hacerlo.

»—¿Y por qué, si tienes la bondad? ¿Acaso imaginas que tienen artillería?

»Entonces Alfred debió de aclararse la garganta y decir cortésmente:

»—Tengo entendido, señor, que estos salvajes, en los asedios, usan flechas incendiarias. Pese a que habéis arrancado los árboles, muy bien podrían (si piensan en ello) quedarse en el bosque y desde allí disparar las mentadas flechas, que pasarían por encima de la empalizada y alcanzarían la casa…, la cual, irremisiblemente, se incendiaría, puesto que es de madera. Monsieur se vería obligado a utilizar numerosos hombres a fin de atajar el fuego, con lo que la empalizada quedaría pobremente defendida: tardaríamos poco en tener a los indios encima. Siempre en el supuesto, claro está, de que sean hostiles.

»—¡Ridículo!

»—Me imagino que Cecile debió de estar a punto de dar de bofetadas a su ayuda de cámara por haber mencionado semejante posibilidad. No obstante, al día siguiente, los carpinteros, que ya se disponían a regresar a la ciudad de Saint Mary, vieron que se les necesitaba por espacio de tres meses más, al objeto de volver a construir la casa que acababan de terminar. Además su nueva labor nada tenía que ver con la carpintería, sino que consistía en poner ladrillos. Primeramente, monsieur envió una expedición a que explorase las playas en busca de arcilla; cuando dieron con un buen yacimiento, a la mitad los puso a cavar, modelar y foguear, en tanto la otra mitad preparaba argamasa y colocaba los ladrillos manufacturados. En realidad lo que hizo fue erigir una casa nueva, tapando con ladrillos la estructura de madera y dejando las puertas y ventanas en sus lugares originarios. En lugar de tres hicieron falta cuatro meses para completar la tarea, y durante aquel período avistáronse indios con mayor frecuencia, aisladamente o por parejas. Incluso maman recuerda la mansión terminada como algo formidable.

»Cuando se hubo colocado el último ladrillo, monsieur Edouard congregó a todos sus trabajadores y a la servidumbre delante de la casa. Unas semanas antes, uno de ellos (pronto volveré a hablar de él: trátase de un redencionista inglés tan celoso de los favores de su amo que había trocado el nombre de James por el de Jacques) había hallado en el bosque cercano un arco salvaje y unas flechas, y entonces Cecile le indicó que adosase un nudo resinoso al astil de una de las flechas, cerca de la punta, y que le prendiese fuego, conforme a lo que se creía que hacían los indios.

»—Ahora disparad —le ordenó a Jacques—. Disparad la flecha contra la casa, s’il vousplait.

»El redencionista apuntó y, como no era mal tirador, alcanzó la enorme casa, que se hallaba a unos treinta pies de distancia. La flecha rebotó en los ladrillos y cayó a tierra.

»—¡Voilà! —le vociferó Cecile a Alfred en el oído—. ¿Pueden hacernos daño ahora?

»—No lo veo muy probable, monsieur. Siempre y cuando los salvajes tengan cuidado de apuntar sólo a las paredes estamos tan seguros como la Bastilla.

»—¿Qué nueva necedad se te ha ocurrido ahora?

»—Caso de que dispararan desde el bosque, como sin duda harían, no les quedaría más remedio que apuntar hacia arriba, tanto más por cuanto que las flechas incendiarias son muy pesadas. La razón nos dice que una trayectoria elevada muy posiblemente haría que las flechas cayeran en el tejado, y el tejado sigue siendo de madera.

»Por unos instantes Cecile no fue capaz de articular palabra, y el arquero, que tenía envidia del puesto que ocupaba Alfred, se ofreció a poner a prueba aquella teoría; pero Cecile cogió violentamente el arco y despachó a los presentes, tildándolos de zotes y haraganes. Al día siguiente los hombres recibieron la orden de salir a buscar pizarra con el fin de recubrir el tejado.

»Ahora bien, se da la circunstancia de que no hay ni una sola lasca de pizarra en todo Dorset; los hombres se pasaron días y días rastreando la campiña y las orillas de los ríos, y todo lo que descubrieron fueron indios que se dedicaban a cazar en distintos lugares. Informaron alegremente de la presencia de los mismos a su amo, el cual se atemorizó tanto que apenas si osaba traspasar los límites de su empalizada, y no respiraba sino para maldecir a Alfred. Por fin monsieur ordenó a los operarios que taparan el picudo tejado con ladrillos planos, de amplia superficie. Debido al aumento de peso los pares del tejado empezaron a combarse; hízose preciso apuntalarlos con postes hechos a partir de troncos enteros. Para llevar a cabo tal tarea fue necesario un mes de ingentes molestias, pues hubo que levantar zonas del suelo y trasladar paredes, a fin de colocar los postes. Una vez concluida, la casa ofrecía un aspecto a todas luces seguro, bien que un tanto grotesque; fue durante aquel período que los trabajadores le dieron el nombre de el castillo, en son de burla, y monsieur Edouard, por una vez más halagado que molesto, rebautizó su propiedad con el nombre de la ciudadela. De nuevo congregáronse todos delante de la entrada principal y Jacques fue obligado a disparar otra flecha incendiaria, apuntando al tejado. La flecha dio contra los ladrillos, rodó por la pendiente y quedó en una cornisa, donde se extinguió.

»—¿Y bien, señor? —preguntó Cecile, y nadie respondió. Alfred apartó la mirada.

»—Te ordeno que digas la verdad so pena de ser azotado. ¿Es mi castillo invulnerable? ¡Mi Jacques disparará adonde quieras!

»—Los azotes no son de mi gusto, monsieur.

»—Entonces es menester que le ordenes disparar.

Me imagino que Jacques estaría tan contento que casi no acertó a prender la flecha.

»—Por una ventana —musitó Alfred—, cualquier ventana… —Y señaló con el brazo las dos hileras de ventanas correspondientes a cada piso de la casa.

»—¡Hijo de puta! —exclamó Cecile, y esta vez, cuando cogió el arco intentó atizarle a Alfred, que de no haberse apartado de un brinco, a buen seguro habría acabado con una brecha en el cráneo. Dispersose la concurrencia y aquella noche azotaron por vez primera a Alfred desde que la familia Edouard había abandonado París, por consejo suyo. Durante la semana siguiente enladrilláronse todas las ventanas de la planta baja y las del primer piso quedaron reducidas a aberturas que semejaban troneras. La ausencia de aire y de luz hacían insoportable la vida en el piso inferior, mas Cecile sentíase tan seguro en su fortaleza que de hecho estaba sonriente cuando convocó por tercera vez a todos, a fin de que fueran testigos de su triunfo sobre el criado.

»—¿Se me ha olvidado algo?

»—Nada, señor, que yo vea.

»—¡Ajá! ¿Habéis oído, mes amis? Monsieur Alfred me asegura que estoy a salvo. Creo que ya no os retendré por más tiempo. Aprestaos a partir.

»—Ah, monsieur, yo no los licenciaría.

Cecile retorció el brazo al ayuda de cámara.

»—¡Ah, conque no los licenciarías! ¿Eh? ¿Y le está permitido a tu pobre amo saber por qué?

»—Cuando los trabajadores se hayan ido, monsieur, sólo quedaréis vos y la servidumbre para defender la casa: cuatro hombres por puerta. Pero los salvajes, caso de que les dé por atacarnos, nos atacarán por todos los flancos…

»—¡Azotad a este hombre! —exclamó Cecile, y Jacques y los demás se lo llevaron a rastras. Entonces el supervisor de los trabajadores inquirió si sus hombres eran libres de irse—. ¡Idiota! —tronó Cecile—. ¡Sellad las entradas, todas salvo una, y en ésa poned dos trancas!

»Las modificaciones finales duraron un día y sin arriesgarse a consultarle nada más a Alfred, Cecile envió a los trabajadores de vuelta a la ciudad de Saint Mary, donde no hay duda de que seguirán contando la historia de sus curiosos trabajos. En cuanto se hubieron ido, monsieur entró en el castillo, examinó las tres puertas selladas con ladrillo a fin de asegurarse de que no había ninguna grieta sin tapar, comprobó que los dos enormes travesaños corrían bien a lo largo de los rieles y subió por la oscura escalera al salón. Todas las estancias habitables quedaban, por fuerza, en el piso superior; tan sólo Cecile dormía abajo, alejado de las rendijas de las ventanas. Mandó llamar a Alfred.

»—¿No te parece que es placentero saberse enteramente a salvo de los ataques de los salvajes?

»Alfred callaba.

»—¡Maldita sea, habla de una vez! ¿Acaso no moramos en una fortaleza de todo punto invulnerable?

»Alfred se dirigió a una de las aberturas y contempló el exterior.

»—¡Respóndeme! ¡Si hay alguna grieta en mis defensas (y naturalmente que no la hay), te ordeno que me lo digas, de lo contrario por Nuestro Señor que te haré desollar vivo!

»A Alfred le daba miedo apartarse de la ventana; sin embargo, dijo:

»—Hay una, señor.

»Cecile se levantó de la silla de un salto.

»—¡Pues dime cuál es!

»—Preferiría no hacerlo, monsieur, puesto que no tiene remedio.

»—¡Has perdido la razón! —musitó monsieur Edouard—. ¡Sí, ahora me doy cuenta! ¡Dices estas cosas para atormentarme! ¡Quieres verme sumido en la pobreza! ¡Ahora comprendo tu plan!

»De nuevo le exigió que hablara, pero Alfred no osaba abrir la boca. En aquel momento se oyó un ruido junto a la puerta principal: alguien entró; los dos hombres oyeron que volvían a correr los travesaños y luego subían la escalera con paso sigiloso. Monsieur Edouard estuvo a punto de desmayarse.

»—¡Hay salvajes en la casa! ¿Cómo haremos para escapar?

Alfred dijo, con aire de disculpa:

»—Donde hay muchas salidas hay muchas entradas, monsieur. Pero donde hay sólo una entrada, no hay salida.

»Entonces se oyó decir a madame Sophie con voz meliflua desde la escalera:

»—¿Cecile? ¿Quieres hacerme el favor de decirle a Alfred que eche los travesaños? A mí me resulta difícil correrlos.

»Su esposo no contestó, y Sophie, que estaba acostumbrada a sus desplantes, bajó enseguida las escaleras. Entretanto, Alfred había vuelto junto a la tronera, y entonces monsieur Edouard, con el corazón todavía palpitante, acercósele sigilosamente por detrás y lo agarró por los hombros. El criado era viejo y enclenque; el amo era robusto y de mediana edad; a pesar de que la abertura no era ni mucho menos espaciosa, Cecile tardó poco en hacer pasar por ella a su ayuda de cámara, y Alfred se espachurró la cabeza contra la terraza de ladrillo nuevo que quedaba abajo.

»—Se cayó —anunció Cecile a los ocupantes de la casa, poco después, y nadie le hizo ninguna pregunta. Aquella noche monsieur trasladó su lecho del primer piso al ático, inmediatamente debajo del tejado y allí, pese a la escasa ventilación, se recogió contento, junto a los grandes y trabajados puntales. Abajo, donde dormía la servidumbre, la única puerta quedó asegurada por los dos travesaños. Jacques, el nuevo ayuda de cámara, le aseguró a su amo que su persona era de todo punto invulnerable, y Cécile durmió profundamente.

Henrietta pronunció la última frase con los ojos cerrados y la voz sardónica y susurrante. Hubo una pausa y entonces Anna exclamó:

—¿Ese es el final, Henrietta?

La muchacha fingió sorpresa.

—¡Pues claro! Es decir, la historia acaba así. ¿Qué podría añadir Homero? En cuanto a los hechos que siguieron, es bastante curioso, pero resultan un tanto decepcionantes. El castillo ardió hasta los cimientos no mucho tiempo después. El fuego se inició en el interior; mi abuelo y mi abuela perecieron en el incendio. A maman la salvó Jacques, que al decir de algunos fue el causante del incendio; diole cobijo en su casa hasta que se casó con papá, e hízose pasar por tío de ellas hasta el día en que murió. ¿No sois del parecer que los castillos debieran durar más tiempo?

Los tres oyentes alabaron la historia en sí y el modo en que la refirió Henrietta; Ebenezer, muy particularmente, estaba conmovido por la combinación de espíritu, belleza e ingenio de que hiciera gala la narradora, y sintióse sorprendido de descubrir entre sus sentimientos una cierta envidia hacia McEvoy.

—Ha sido una historia muy bien contada —dijo—, y tan aguda como las de Esopo. ¡Abrid las puertas de par en par y que entren los piratas!

Henrietta le recordó que había prometido superarla, y el poeta adoptó un tono más grave y serio.

—Es tarea que emprendo con placer por cuanto os acerca a Anna y a mí más de lo que pudiera hacerlo la amistad jamás.

—¡Diantre, pues desembucha! —Anna también lo miraba con intriga.

—¡Es la jugada más inusitada y feliz que nunca hayan efectuado los dados del azar! —dijo Ebenezer—. ¡Vuestra madre, Henrietta, es la misma persona a quien en cierta ocasión salvó nuestro padre de perecer ahogada en el río Choptank! Fue… fue nuestra ama de cría luego de que nuestra madre muriese en el parto, al igual que ocurrió con el vástago de ella, y hasta el cuarto año de nuestra vida, cuando mi padre nos llevó a Inglaterra, fue para nosotros una verdadera madre. —Ebenezer concluyó la revelación con lágrimas en los ojos.

—¡Santo cielo! —susurró Mary—. ¿Es eso cierto? —Anna y Henrietta se cogieron de las manos y se miraron asombradas.

Ebenezer asintió.

—Sí, es cierto, y puede que ello arroje alguna luz sobre los cambios de actitud de la señora Russecks hacia nosotros. Mi padre me contó la historia justo antes de que yo partiera: el tío de Roxane (es decir, el canalla de Jacques) debió de ser hombre de temperamento muy parecido al de sir Harry, pues la custodiaba del mismo modo que fue custodiada Henrietta, y cuando la naturaleza, como suele, debilitó las defensas de aquel hombre, él se deshizo de Roxanne, dejándola morir de hambre. —Ebenezer refirió rápidamente lo que le contara Andrew del rescate, así como los insólitos términos del contrato de servidumbre firmado por Roxanne—. Al morir mi madre se propagó el falso rumor de que Roxanne se había hecho amante de mi padre —concluyó diciendo—. En parte se fue del Puntal de Cooke a Londres por darles a los calumniadores con su mentira en las narices. Recuerdo que me contó que el tío de Roxanne fue a verla, pidiéndole disculpas y rogándole que permitiera a la muchacha volver con él; al parecer había arreglado un matrimonio conveniente para ella.

Henrietta hizo una mueca de dolor.

—¡Con papá!

Mary meneó la cabeza y suspiró.

—Sí —afirmó el poeta—. El tal Jacques, a todas luces, estaba en deuda con Harry Russecks y esperaba saldarla de tal modo. No cabe duda de que no se precisaba el consentimiento de Roxane, pero ella me dijo, no hace mucho, que le había cobrado aborrecimiento a todos los hombres y que en efecto, se había casado con sir Harry a fin de mortificar a su propio sexo y así alimentar su odio. Estaba muy apegada a Anna y a mí, y debió de sentirse abandonada en un sentido…

—En todos los sentidos. —Desde la escalera del zaguán llegó la voz de la señora Russecks, tras la cual apareció ella en persona. Ebenezer levantose al punto de la silla y pidió disculpas por hablar indiscretamente.

—No sois culpable de nada —dijo la señora Russecks, buscando con la mirada a su hija, que estaba detrás de Ebenezer.

eres quien ha obrado mal, Henrietta, por sacar a relucir historias de colegiala…

No siguió hablando porque Henrietta corrió llorando a abrazar a su madre, a quien pidió perdón; no obstante, era notorio que la emoción de la muchacha no obedecía a que estuviera contrita por su falta, sino a la compasión y ternura que le inspiraba lo que acababan de contarle. La señora Russecks la besó en la frente y dirigió por vez primera la mirada, a un tiempo llena de inquietud y dolor, hacia los hermanos gemelos; fue capaz de controlar sus sentimientos hasta que Anna también se apresuró a abrazarla, momento en que exclamó:

—¡Angelitos míos! —Y rompió a llorar.

Alzose entonces un coro general de llantos y durante unos minutos no se oyó ningún otro ruido en el molino. Abrazáronse los unos a los otros presas de un sentimiento que Ebenezer, que fue el primero en hablar, definió concisamente una vez hubo pasado lo peor de la marejada, mientras todos se sorbían los mocos en privado.

Sunt lachrimae rerum[49] —dijo, enjugándose las lágrimas.

Pero no se habían terminado las sorpresas de aquel día. Cuando la señora Russecks hubo satisfecho momentáneamente su apetito de abrazar a los gemelos, y tras disculparse por su pasada altivez (absteniéndose, al igual que Ebenezer, de hacer ninguna alusión al inocente intento por parte de ella de seducir al poeta, así como a la seducción de que fue objeto por parte del presunto amante de Anna, Burlingame, cosas cualesquiera de ellas que podrían haber bastado para explicar su actitud), sentóse con ello a la mesa donde tomaban el té y díjole a Ebenezer:

—Has cumplido tu promesa de superar la historia de Henrietta con un estrambote, Eben (¡vive Dios, cómo es posible que mis niños hayan crecido tantísimo!); mas con todo creo que puedo arrebatarte el premio con un añadido de mi cosecha. Para empezar ese chisme falso y malévolo relativo a vuestro padre y a mí, en verdad que era un chisme, y por ende, malévolo, pero no era falso. Por espacio de tres años, tras la muerte de la pobre Anne (que era la madre de ellos, Henrietta), Andrew y yo no dejamos de llorarla juntos. Pero al cuarto año (¡a fe mía que entonces ya amaba a aquel hombre y en vano albergaba esperanzas de casorio!), al cuarto año convertime en efecto en su amante. ¡Os suplico que me perdonéis!

Los gemelos volvieron a abrazarla y dijeron que no había nada que perdonar.

—Todo lo contrario —dijo Ebenezer lúgubremente—, a quien hay que perdonar es a mi padre. Ahora comprendo a qué os referíais cuando dijisteis que os habían abandonado en todos los sentidos.

—No —dijo la señora Russecks—, hay más… —Alzó la vista con dolor hacia Mary cuyo semblante cambió, pasando de la reflexión ceñuda a la comprensión.

—¡Ay, Dios mío, Roxie!

La señora Russecks hizo un gesto de asentimiento.

—Lo has adivinado, querida amiga. —Aspiró aire por la nariz, tendió las manos por encima de la mesa y estrechó entre ellas las de Henrietta, mirando fijamente a su hija mientras hablaba—. Dos veces en mi vida me he enamorado de un hombre. El primero fue Benjy Long, un lindo granjero que vivía cerca del tío Jacques: a él le entregué mi virginidad cuando contaba dieciséis años de edad, y concebí un hijo suyo; hízose a la mar cuando yo no me atreví a contrariar los deseos de mi guardián, y hasta el día de hoy jamás he vuelto a saber de él; aún sigue viva la huella que dejó en mi corazón, ¡aunque quién sabe si ahora estará gordo y casado o si habrá muerto hace ya mucho! —La mujer sonrió brevemente y luego tornó a entristecerse—. ¿Cómo probaros que el tiempo no cura la necedad? Infinitas veces, luego de que Andrew me abandonara, y cuando padecía los malos tratos de Harry, rezábale a mi buen Benjy, como si fuera Dios, y hasta esta hora me da un vuelco el corazón cuando un extraño llama a la puerta… —Le dirigió una sonrisa a Ebenezer—. ¡Sobre todo si se da a sí mismo el nombre de sir Benjamin!

—¡Ay, Dios mío, perdonadme! —imploró Ebenezer. La señora Russecks dio a entender con un gesto que no había nada que perdonar y volvió a centrar la atención en Henrietta—. Aquel fue mi primer amor. Andrew fue el otro, y con mucho, el más intenso, pero el solo hecho de pensar en él casi me hace enloquecer… —Hizo una pausa para recomponerse—. Permitidme que lo exprese así, queridos míos: este segundo amor fue en esencia el primero, salvedad hecha de dos importantes diferencias. Una, como ya sabéis, es que mi enamorado me abandonó… —Oprimió las manos de su hija—. La otra es que en esta ocasión el vástago sobrevivió.