Ya fuera por la falta de costumbre o por lo súbito de la sorpresa, tras el grito inicial, Anna volvió a perder la voz. Hermano y hermana fundiéronse en un franco abrazo, inmensamente aliviados por haberse vuelto a encontrar, mas no bien húbose satisfecho Ebenezer del nombre de Anna y explicado al perplejo Billy Rumbly entre sollozos y sorber de mocos que aquella mujer no era su esposa sino su hermana gemela, notó que ella se ponía rígida entre sus brazos. Al punto su memoria se abandonó a las cosas terribles que le había contado Burlingame, así como a la historia de su galanteo con el príncipe ahatchwhoop, que ahora cobraba un aspecto aterrador. El abrazo tornose enojoso. Ebenezer no trató de retenerla cuando Anna lo empujó para zafarse, y se desplomó sobre el banco, bañada en lágrimas.
—¿En verdad es vuestra hermana? —demandó Billy.
El poeta asintió.
—Es preciso que tratéis de entenderlo —dijo, hablando con dificultad—. Este es un momento doloroso para los dos… Todavía no lo puedo explicar…
—Ya habrá tiempo —dijo Billy—. De momento mi compañía es un estorbo para todos; me despediré ahora y volveré para el desayuno.
—¡No! —Anna recuperó la voz súbitamente. Las lágrimas habían abierto surcos por entre la suciedad de sus mejillas—. Este hombre es mi marido —le dijo a Ebenezer.
—Así es —musitó el poeta—. Soy yo quien debe irse.
—No lo permitiré —dijo Billy con firmeza—. Cualquiera que sea la diferencia que os separa, se trata de un asunto familiar y es menester que sea resuelto. En todo caso, ya hace tiempo que tenía intención de dormir en el granero: tengo motivos para sospechar que hay un ladrón que se dedica a hurtar allí últimamente. —El pretexto era poco convincente, mas no fue cuestionado. Billy apoyó la mano cariñosamente en la cabeza de Anna—. Te suplico que salves las barreras familiares con ánimo de perdonar y buena voluntad; es muy de lamentar que un hermano y una hermana no se quieran. ¡Vamos, alza la vista! Y en cuanto a vos, señor: ya estoy en deuda con vos por haber hecho que esta mujer recupere el habla, y más que agradecido por haberme permitido pagaros con la misma moneda el regalo que me habíais hecho dándome un hermano. Tan sólo os ruego que recordéis los términos de nuestro acuerdo: por la mañana habéis de darme las nuevas de la isla de Bloodsworth, y ya veremos qué conviene hacer con arreglo a cada cosa.
Anna dejó caer la cabeza y no dijo nada; Ebenezer, a su vez, aunque azorado por su falta de ánimo para protestar, sentía tales deseos de hablar en privado con su hermana que consintió en que Billy aderezara el fuego de la cabaña y partiera luego al lúgubre granero. Apenas si se atrevía a mirar a Anna; el pensar en la condición en que se hallaba hízole llorar. Durante algún tiempo siguieron sentados cada uno en un extremo del banco, mirando fijamente el fuego, de tanto en tanto sorbiéndose los mocos o enjugándose las lágrimas.
—¿Has estado en Malden? —aventurose a decir él por fin. Con el rabillo del ojo vio que ella hacía un gesto negativo con la cabeza.
—Me encontré a un tal Spurdance en el muelle de Cambridge…
—Entonces estás al tanto de mi desgracia. Y seguramente también habrás conocido allí a mi… esposa, puesto que llevas de nuevo tu anillo. —Ebenezer sintió un dolor en la garganta; derramó nuevas lágrimas y se volvió hacia Anna, presa de una gran emoción—. Me vi obligado a casarme con ella, de lo contrario habría perecido durante la aclimatación, como le ocurrió a tu madre; mas no fue obra suya, Anna; no debes pensar mal de ella. Cierto, es una ramera, pero me siguió hasta Maryland por amor… —Una vez más, titubeó al recordar la afirmación de Burlingame en el sentido de que idéntico motivo había impulsado a Anna—. Por causa mía tiene sífilis y es esclava del opio; ha padecido indignidades inimaginables por estar conmigo; cuando estuve enfermo me procuró cuidados hasta que recobré la salud, y jamás me reclamó nada…, ni siquiera mi castidad, ¡te lo juro! Su único deseo, cuando se hubo perdido todo, era que huyéramos juntos a Londres, para allí vivir como hermano y hermana hasta que sus males acabaran con ella. Y yo, Anna…, yo traicioné a esa santa mujer del modo más despreciable que imaginar quepa. ¡Huí solo! ¡Yo la abandoné para que muriera privada de cuidados! ¡Es a mí a quien debes despreciar, no a la pobre Joan Toast!
—¿Despreciar? —Anna parecía sorprendida—. ¿Cómo podría despreciaros a ninguno de los dos, Eben? Perdiste Malden por medio de engaños; el honor y la necesidad exigieron que te casaras. ¡Ojalá no hubieras abandonado a esa mujer…, no hay nada peor que estar solo!
Tras aquel comentario, Anna se vio obligada a hacer una pausa momentánea. Luego, expresándose con cuidado y rehuyendo la mirada de su hermano, le preguntó por qué no estaban ya en Londres. ¿Sabía que ella se encontraba en Maryland? ¿Era consciente de que había estado enamorada de Henry Burlingame por espacio de doce años y que había acudido a Maryland con la esperanza de casarse con él? ¿Se daba cuenta de que eran las terribles noticias de Bertrand junto con las del señor Spurdance y las de Joan Toast, así como que ya desesperaba de encontrar jamás a Henry o a su hermano, unido al terrible golpe de que la asaltara un salvaje que tenía un parecido milagroso con Burlingame, lo que la había llevado al estado en que se encontraba? Anna se deshizo en lágrimas de vergüenza. Ebenezer le cogió la mano, mas no intentó responder a sus preguntas.
—Repetir mi historia me llevaría varias horas —dijo con dulzura— y estos dos últimos días he referido diversas partes de la misma a diversas personas, de modo que estoy harto de contarla. ¡A fe mía, Anna, que es mucho lo que hay que decir! Recuerdo que lloraste cuando pasamos la primera noche separados, y dijiste que ya nunca estaríamos tan unidos como antes… ¡Entonces ni por asomo vi la plena trascendencia que encerraba aquel comentario! Ahora no son las horas ni las habitaciones lo que nos separa; es como si nos halláramos en la cima de sendas montañas gemelas, separadas por un abismo. Lo salvaremos antes de irnos de esta cabaña, aunque se precise una semana de explicaciones… ¡Cuánta caballerosidad la de Billy por concedernos unas horas para que demos con el principio! Pero creo que sería mejor que empezaras por contarme qué pasó entre tú y Joan. ¿Cuál es el estado de cosas en Malden, ahora que papá está allí? El menor detalle de mi historia bien puede precisar una hora para glosarlo.
A modo de ejemplo indicó que el parecido entre Billy Rumbly y Henry Burlingame no era más milagroso que el que pueda haber entre cualesquiera hermanos. Anna enmudeció de sorpresa y luego imploró más información, pero Ebenezer se mostró inflexible.
—Por favor —dijo—, ¿es que no has visto a Henry? Es menester que sepa estas cosas antes de empezar.
—No —suspiró Anna—, ni lo ha visto nadie de Cambridge ni de Saint Mary; su nombre les es desconocido.
Y resignándose al aplazamiento de sus preguntas, Anna habló de su inmensa soledad en Saint Giles, de su creciente temor respecto de que Burlingame lograra descubrir jamás su ascendencia (descubrimiento que, según contó ella, había puesto el tutor como condición previa a la boda), y de cómo por fin adoptó la resolución de abandonar a su quejumbroso padre, reunirse con Ebenezer en Malden y o bien convencer a Burlingame de que desistiera en sus pesquisas o bien ayudarlo del modo en que le fuera posible.
Al llegar a aquel punto, Ebenezer se interrumpió, volvió el rostro hacia su hermana y dijo:
—¡Queridísima Anna; no te sientas avergonzada en presencia de tu hermano! El puente que hemos de tender ha de sostenerse sobre los pilares del amor y la sinceridad; de lo contrario se desplomará. —El amor que tenía en mente al hablar así era el que supuestamente sentía su hermana hacia él, respecto del cual parecíale a Ebenezer imperativo alcanzar un acuerdo desde el principio; sin embargo, recordó súbitamente la aseveración de Burlingame, conforme a la cual la propia Anna, como mucho, sería vagamente consciente de la extraña obsesión que padecía, y muy posiblemente enteramente ajena a la misma. El desconcierto de su mirada parecía confirmar dicha aseveración—. Me refiero a algo que sólo importa una vez que se toca una cuestión que Henry juzgó necesario compartir conmigo de modo enteramente confidencial y… —No fue capaz de seguir; Anna se sonrojó tanto como él y se tapó los ojos con la mano.
—Y tú eres consciente de que mi esposo se parece a él hasta en los menores detalles —dijo—. En resumidas cuentas, no soy menos virgen que tú ni más inocente.
—¡No hablemos más de ello! —imploró Ebenezer.
—Sólo una cosa más. —Anna retiró la mano y miró a su hermano seriamente. Ebenezer tuvo la certeza de que iba a confesar su pasión contra natura (perspectiva de lo más alarmante por cuanto que abrigaba la sospecha, fuertemente respaldada por Burlingame, de que él la compartía en cierto modo); sin embargo, dijo que no debía juzgarla ingenua con respecto a Henry Burlingame. ¿Acaso no se había percatado ella muy bien de que le causaba un grandísimo placer ver a los dos hermanos juntos? ¿Acaso su tutor no la había turbado en incontables ocasiones entregándose a disquisiciones amorosas sobre todos los seres, desde los espárragos silvestres hasta los perros de caza de ambos sexos?—. Paréceme que es más fácil conocer al prójimo que a uno mismo —dijo—. Pocas cosas del carácter de Henry me son desconocidas. —Anna sonrió por primera vez y un súbito recuerdo hízola enrojecer—. ¿Quieres que me atreva a contarte algo que él no quiso decirte? Le pregunté, antes de que os fuerais los dos de Londres, por qué le concedías tanta importancia a tu virginidad, en tanto que yo ardía en deseos de acabar con la mía. Y además le dije que de haber estado tú en su lugar, ambos le pondríamos fin a nuestra inocencia.
Ebenezer se revolvió, incómodo.
—Respondiome —siguió diciendo Anna, sin dejar de observar el semblante de Ebenezer— que albergabas en tu pecho una pasión secreta e intensa hacia una mujer que el mundo te negaba, y que preferías seguir siendo virgen antes que tener que escoger a otra.
—Eso es verdad hasta cierto punto —reconoció el poeta—. Aunque no fue tanto el mundo quien me negó a Joan Toast como John McEvoy y…
—Un momento, no he terminado. He de confesar, Eben, que lo que me dijo Henry me inspiró unos celos desmedidos, aunque yo sabía que cada uno de nosotros acabaría casándose. Como siempre habíamos estado tan unidos… En fin, que le pregunté el nombre de la dama que había dejado tan honda huella en tu corazón, así como por qué no se lo habías confiado a tu querida hermana, que antes siempre conocía tus menores caprichos y pensamientos. Harry repuso que tú mismo apenas eras consciente de la identidad de aquella mujer, pero que aún cuando así fuera, la fuerza de la costumbre te sellaría los labios, por cuanto que el objeto de tu pasión era… ¡tu hermana!
Ebenezer se puso muy rígido.
—¿Henry dijo eso? ¡Vive Cristo, la iniquidad de ese hombre no conoce límites! ¿Sabes, Anna, que me dijo eso mismo con respecto a ti? Me había enterado de tu relación con él, ¿sabes? Eso fue antes de averiguar que era impotente…, y estaba inflamado de cólera y envidia…
Cortó la frase a la mitad, pero lo que la misma implicaba pendía claramente entre los dos. La habitación se colmó al punto de tensión y azaramiento de un orden diferente al que habían sentido hasta entonces; la postura que guardaban en el banco hízoseles súbitamente engorrosa; bajo el pretexto de ir a rascarse una pierna, Anna retiró la mano que tenía debajo de la de Ebenezer y apartó la vista.
—Bueno —dijo, y viose obligada a aclarar la garganta. Diríase que hay una semilla de mostaza de verdad en lo que nos dijo Henry.
Durante un tiempo no fueron capaces de hablar. El silencio era doloroso, mas Ebenezer no acertaba a ver el modo de acabar con él. Por suerte, Anna acudió en su ayuda: con voz suave y resuelta, como si no hubiera mediado digresión ninguna, prosiguió la relación del viaje que había iniciado en Saint Giles, indicando sin más comentarios que el motivo del mismo había sido reunirse con Henry Burlingame. Al poeta se le iluminó el corazón.
—No sabía nada de lo que había hecho desde 1687, cuando tú y yo abandonamos Londres. Entonces, la primavera pasada, se me acercó como más tarde contigo en la diligencia de Plymouth, bajo el disfraz del coronel Peter Sayer. Cuando por fin estuve segura de cuál era su verdadera identidad, me contó sus aventuras en las provincias, su descubrimiento de ciertas referencias relativas a la existencia de un homónimo suyo en Virginia, y las intrigas políticas de las que era partícipe.
Ebenezer interrogó detenidamente a su hermana con respecto al último punto y le confesó sus dudas acerca de que Burlingame abrigara buenas intenciones hacia él y, lo que era muchísimo más importante, sus recelos en cuanto a la bondad de la causa de lord Baltimore y la maldad de la de Coode. Hízosele entonces preciso suspender el orden de su agenda y hablar de que Henry se había hecho pasar tanto por Charles Calvert como por John Coode, así como de que había abandonado la causa del primero para pasarse a la del segundo; de que Bertrand Burton estaba convencido de que Burlingame era John Coode; de que había pruebas que daban a entender que Coode, lord Baltimore, Burlingame y el mismo Andrew Cooke —o una combinación de todos ellos— estaban implicados en el deplorable tráfico de prostitutas y opio del que Anna había oído hablar a Benjamín Spurdance, y por último, de las sospechas del propio Ebenezer en cuanto a que ni Baltimore ni Cooke existían salvo cuando Burlingame se hacía pasar por ellos, o, caso de que existieran, era, por decirlo así, en abstracto, sin hallarse implicados y puede que incluso perfectamente ignorantes de los planes y causas que se les atribuían.
Anna escuchó con interés, mas no dio grandes muestras de sorpresa por el comportamiento de Burlingame.
—Con respecto a si lord Baltimore y John Coode son seres reales o imaginarios —afirmó—, yo no puedo decidirlo, bien que resulta difícil creer que una suposición tan extendida no entrañe cierta verdad. Tampoco puedo decir a ciencia cierta si los dos se hallan enfrentados o coaligados, ni si son enemigos en lo tocante a ciertos asuntos y aliados en lo tocante a otros, ni cuál de los dos tiene la razón de su parte. Tengo, sin embargo, motivos para pensar que si Henry tiene algún interés genuino por estos asuntos, sus simpatías no están a favor de ninguno de esos hombres; ni tampoco hay verdadera contradicción en que se declare primero a favor de uno y luego a favor de otro. El hombre a quien en realidad admira y sirve, según creo, es el gobernador Nicholson.
—¡Nicholson! —exclamó Ebenezer en son de burla—. No se sabe de qué lado está, por lo que he oído decir: no es papista, y sin embargo luchó a favor de Jacobo en Hounslow Heath; fue lugarteniente de Edmund Andros, y las diferencias entre uno y otro llegaron a tanto que aún siguen despreciándose. Lord Baltimore lo eligió para que recayera sobre él el nombramiento de gobernador real, pensando que Nicholson compartía sus simpatías, mas a pesar de que Nicholson parece interesado en que se proceda judicialmente contra Coode, gobierna como si lord Baltimore no existiera, lo cual, ni que decir tiene, no puede hacer.
A medida que iba dándole forma verbal a sus objeciones, Ebenezer iba convenciéndose de la plausibilidad de las nuevas hipótesis de Anna, hasta que los argumentos que él daba empezaron a parecerle pruebas a favor de lo que decía ella. Muy pronto, Burlingame le había confesado que se proponía enemistar a Coode y Andros con Nicholson, al objeto de que saliera beneficiado Baltimore…, es decir, «los dos extremos contra el medio». Pero en realidad ¿no era Nicholson el hombre que se hallaba en el medio y Baltimore el extremista? Por todo lo que se decía de su impaciencia para con soñadores y radicales, de su terquedad, temeridad, irascibilidad y eficacia, el carácter de Nicholson parecía mucho más propicio a ganarse las simpatías de Burlingame que no el de Charles Calvert. Además, aun no siendo idealista, Nicholson era (ahora que Ebenezer reflexionaba sobre ello) quizá la única persona influyente que había hecho algo a favor de la causa de la cultura y el refinamiento, por ejemplo, en las plantaciones: había fundado el colegio universitario de William y Mary durante su ejercicio como vicegobernador de Virginia, y había proclamado la intención de fundar una institución similar en Anne Arundel, a expensas del erario público. Incluso los aspectos menos encomiables de su personalidad (por ejemplo, su origen bastardo y la oscura vena erótica que le hacía mantenerse alejado de las mujeres y había dado lugar a toda clase de rumores, desde que se prostituía hasta que se entregaba a prácticas contra natura) Ebenezer imaginó enseguida que podían resultarle atractivos a Burlingame. En resumidas cuentas, lo que empezó como refutación, acabó como queja:
—¿Y por qué no pudo Henry contarme todas estas cosas igual que te las contó a ti?
—No me corresponde contestar por él —dijo Anna con ánimo tranquilizador—, pero recelaba de tu entusiasmo, Eben, tanto si se trataba de la virginidad como si del nombramiento de lord Baltimore. Ya sabes cuánto le gustaba ejercer de abogado del diablo en Saint Giles; con Henry nunca se puede estar seguro de lo que piensa.
Poco consuelo le proporcionó aquella explicación al poeta, mas conservó la calma en tanto Anna prosiguió con la historia de su travesía hasta Saint Mary y cómo allí descubrió que Bertrand se hacía pasar por el Laureado de Maryland, cosa que Ebenezer le había oído contar previamente al mismo Bertrand.
—Me vi obligada a bajar a tierra en Church Creek —decía— y procurarme un pasaje en carromato hasta Cambridge, desde donde tenía intención de seguir viaje hasta Malden; pero cerca del muelle de Cambridge vi a un mendigo viejo y miserable trabado en conversación con una mujer desaseada, y pese a no tener ni idea de quiénes eran, casualmente advertí que la mujer llevaba este anillo…
—¡Ah, Dios mío!
—Se lo estaba mostrando al mendigo, y cuando éste se rio del mismo, la mujer se encolerizó y exclamó: «¡Que se os lleven los demonios, Ben Spurdance! ¡Con todo y con ello ese hombre es mi marido y todavía no sabemos si ese villano se lo ha llevado para acabar con él!».
Cuando reconoció el anillo como suyo, dijo Anna, comprendió por lo que le había dicho Bertrand que aquella mujer de tan lamentable aspecto debía de ser su cuñada, y la alusión a que unos villanos se habían llevado a Ebenezer la alarmó sobremanera. Acercóse entonces a la pareja y presentose, lo cual dio lugar a que la mujer, pese a que acababa de defender a Ebenezer, lo vilipendiara, tildándolo de cobarde, mendaz y alcahuete, tras lo cual arrojó el anillo a los pies de Anna y fuese, diciendo que debía regresar a Malden antes de que el nuevo maestre de las putas, Andrew Cooke, se personara en busca de ella. Aquella noticia, junto con el testimonio del señor Spurdance, según el cual Ebenezer había abandonado a su esposa para regresar a Inglaterra en compañía de otro caballero, hicieron que Anna perdiera el sentido; el señor Spurdance la reanimó y le refirió el estado de cosas imperante en Malden: que el tonelero William Smith había transformado el lugar en una guarida donde se daban cita los más diversos vicios; que el día anterior había arribado al lugar, en compañía de un grupo de forasteros, el amo Andrew, muy preocupado por el paradero de su hija y muy alterado por la noticia de que había perdido la heredad, y cuando vio cómo estaban las cosas en realidad, se encolerizó tanto que le sobrevino una suerte de apoplejía. Estuvo una temporada confinado en el lecho, donde se pasó el tiempo maldiciendo a la humanidad en general, aunque no estaba claro si en realidad no podía recuperar la heredad ni si su ira respondía a la mala situación por la que atravesaban sus asuntos; de modo semejante, tampoco se sabía si se hallaba involucrado, ni en qué modo, en las actividades del capitán William Mitchell.
Ebenezer negó con la cabeza:
—¡Diantre! ¿En qué parará todo esto? —El poeta describió las circunstancias que rodearon el juicio celebrado en el Tribunal de Cambridge, durante cuyo transcurso cediera inocentemente el Puntal de Cooke, y explicó que el otro hombre que abordó el Pilgrim junto con él era el mismo Burlingame—. Mas mi historia debe aguardar a que la tuya toque a fin, pues nos lleva hasta Billy Rumbly y la razón por la que me encuentro aquí. ¿Qué hiciste entonces? ¿Volver a Church Creek?
—Sí —dijo Anna—. No me atrevía a aparecer por Malden en tanto no supiera más cosas sobre la posición de papá, y tampoco me atrevía a seguir a Cambridge, pues sin duda él acabaría enterándose. Supliqué al señor Spurdance que no dijera que me había visto y él me prometió mantenerme al tanto de cuanto averiguara, pues estaba no poco interesado por el Puntal de Cooke. Me instalé entonces en Church Creek, bajo el nombre de Meg Bromly, con la esperanza de saber, antes de que se me acabara el dinero, si era seguro ir a ver a papá o, de no ser así, dar con algún indicio que me descubriera el paradero de Henry. —Al final de su historia deshízose una vez más en lágrimas—. El resto lo sabes…
Ebenezer hizo cuanto pudo por consolarla, aunque él también distaba mucho de estar tranquilo. El descubrimiento de que Ebenezer y Burlingame no se habían perdido para siempre hizo que Anna se sintiera sumamente avergonzada del estado en que se hallaba, al cual la había llevado una desesperación sin límites. Por otra parte no estaba dispuesta a repudiar a Billy Rumbly.
—Debes tener presente —dijo Ebenezer— que no es tu marido ni a los ojos de Dios ni a los de la ley de Maryland; ni siquiera lo es conforme a las costumbres de los ahatchwhoops, puesto que la unión no se ha consumado.
—Pues me casaré con él como es debido —repuso Anna—. En cuanto al asunto de la consumación, en nuestro caso sería andarse con melindres.
Ebenezer manifestó el gran afecto que le profesaba a Billy, mas afirmó que por cuanto que el estado en que se encontraba Anna en el momento de elegirlo ni mucho menos podía calificarse de responsable, no estaba moralmente obligada a mantener aquella relación.
—El propio Billy así lo entiende: el «acuerdo» al que le oíste aludir consiste en que él y yo convinimos en que eras libre de irte o quedarte, conforme tuvieras a bien elegir. Y Henry, a fin de cuentas…
No siguió adelante con el tema, consciente de que pisaba terreno resbaladizo. Y, tal y como se temía, aunque Anna prefirió no recordarle que el afecto por ella profesado a Burlingame era de naturaleza ambigua, dijo sin rodeos:
—Me he comprometido con Billy, Eben. ¿Querrías obligarme a romper el compromiso? Si alguna vez nos separamos, será a instancias suyas, no mías; seré tan buena esposa como me resulte posible.
En extremo mortificado, Ebenezer no dijo más; pero el motivo de la misión que le había llevado originariamente a Church Creek le pareció súbitamente más crucial que nunca. Como a pesar del cansancio era improbable que ninguno de los dos lograra conciliar el sueño, Ebenezer propuso ir a buscar a Billy al granero y pasar el resto de la noche exponiéndole la difícil situación en que se hallaba, así como los planes que tenía. La afirmación de que había innumerables vidas en peligro bastó para que Anna diera su aprobación a la propuesta e insistiera en ser ella quien fuera a por Billy.
No regresó enseguida. Ebenezer pasó el incómodo intervalo suspirando junto al fuego. Entre la miríada de reflexiones a que se abandonó hubo varias que reconoció que eran de índole celosa, aunque no fue capaz de apartarlas de sí. ¿Por qué, a fin de cuentas, se oponía a que Anna se casara con Billy Rumbly, quien al parecer tenía todas las virtudes y ninguno de los vicios de su hermano?
Cuando por fin hizo aparición la pareja, Billy se apresuró a estrecharle la mano.
—Vuestra presencia ha logrado lo que yo no conseguí jamás —dijo, presa de una gran emoción—. Pase lo que pase, amigo mío, siempre os bendeciré por haber hecho que esta mujer sea ella misma.
Billy movía la cabeza de un lado para otro, admirado ante el espectáculo que ofrecía Anna lavándose la cara y las manos en una palangana al tiempo que deploraba el estado en que se encontraban su cabello y sus ropas. Ahora que su amante era una inglesa como las demás, su presencia y la de Ebenezer parecían intimidar a Billy, que propuso prepararles algo de comer y sintióse muy azorado cuando Anna dijo con insistencia que hacer la comida no era labor propia de un marido.
El desconcierto de Billy despertó el regocijo y la simpatía de Ebenezer.
—Vive Cristo, Anna, ¿qué se puede hacer con esta maldita costumbre de celebrar una comida antes de cada conversación?
La ausencia de maldad de su burla surtió un efecto mágico: rieron los otros y Billy se sintió un tanto más a gusto; sacáronse pipas; descubriose una botella de vino en una alacena. De un humor excelente, cenaron costillas y bebieron moscatel. Anna relató con gran vivacidad, en honor de Billy, las partes más sobresalientes de la conversación nocturna, y aunque sus palabras hicieron que Ebenezer se preguntara con más curiosidad que nunca por el motivo que retuvo a su hermana fuera durante tanto tiempo, los dos hombres no dejaron de mirarla con ojos amorosos mientras estuvo hablando.
—¡Anna Cooke de Saint Giles in the Fields! —exclamó Billy, maravillado—. ¡Necesito algo de tiempo para acostumbrarme!
La humildad (casi torpeza) de la voz y modales del indio conmovieron sobremanera al poeta; abandonó, por indigna, la idea de hablarle a Billy del amor de Anna hacia Burlingame. A fin de desviar su atención de aquel punto, Ebenezer se planteó la cuestión de si en el seno de un grupo se conserva la «energía cultural», por decirlo así, tal y como ocurre, según el maestro Newton, con la energía física en el seno del universo. ¿Habría, se preguntaba el poeta, alguna ley de compensación, por nadie prevista, conforme a la cual un aumento de refinamiento por parte de Billy reducía a Anna al bestialismo, a la par que una mejora por parte de ella conllevaba un necesario rebajamiento para él? Llegó a la conclusión de que muy posiblemente así fuera, y perdió interés por la cuestión. En cuanto estuvo consumida la cena y encendidas las pipas, Ebenezer suspiró y dijo:
—Es la hora más placentera que he pasado desde que partí de Londres, mas se trata de un placer culpable: mientras yo estiro las piernas aquí y McEvoy le hace la corte a su nueva amante, dos rehenes garantes de nuestras vidas tiemblan en una choza de la isla de Bloodsworth. —Miró a Billy, buscando su aprobación—. Con vuestro permiso, amigo mío, os expondré mi asunto ahora.
Billy se encogió de hombros de un modo tan parecido a como lo hacía Burlingame que a Anna le tembló la copa de vino que tenía en las manos.
—Paréceme que puedo predecirlo —dijo, y le explicó fríamente la situación a Anna, concluyendo con la historia de su ascendencia y el destino de sus dos hermanos—. Mi padre es muy anciano —acabó diciendo— y no puede competir en fortaleza e influencia con Drepacca y Quassapelagh. Además de lo cual ha sido doblemente desdichado con sus hijos, los cuales no sólo están condenados a no perpetuar su linaje, sino que además parecen destinados a volver la espalda a su propio pueblo y aspirar a alcanzar las mismísimas estrellas. —De nuevo dirigiéndose a Ebenezer, dijo—: Si se me permite que aventure otra suposición, vos y vuestros acompañantes caísteis no sé cómo en manos de mi padre, y vos salvaste la vida prometiendo devolverle al hijo que tanto tiempo hacía que había perdido, o bien al que perdió más recientemente, o incluso a ambos, para que uno o los dos llevaran a los ahatchwhoops a la batalla. ¿Es así?
—Así es —admitió el poeta—. El tayac Chicamec se siente en extremo agraviado por vuestra defección, mas lo que nos salvó fueron las noticias que le di de Burlingame. Si no es demasiado audaz por parte mía el hablar de tales asuntos, vuestro abuelo, sir Henry, dio en cierta ocasión con algún medio expedito de superar sus defectos, por cuanto que logró engendrar a vuestro padre en Pokatawertussan; ahora Chicamec cree que al igual que el defecto de sir Henry le fue transmitido a sus hijos, acaso también les haya sido transmitido su remedio mágico…
—El rito de la berenjena sagrada —reconoció Billy con una sonrisa—. A mí no me parece sino una vulgar superstición. En todo caso, no sé nada de ello… ¡Mala suerte!
—No, pero tal vez lo sepa vuestro hermano Henry, según lo cree Chicamec, puesto que uno y otro tienen la misma sangre y pigmentación de la piel.
—Sea cual fuere ese misterio de las berenjenas mágicas —dijo Anna despreocupadamente—, si posee el efecto que has dicho, Henry Burlingame no está mejor enterado del mismo que Billy. —Al instante percatose del desliz en que había incurrido y púsose de color carmesí.
—Sí, eso está muy claro —añadió apresuradamente Ebenezer—, de no ser así a estas alturas ya tendría mujer e hijos, ¿no?
Pero al parecer a Billy no se le había escapado lo que implicaba el comentario de Anna. No dijo nada (entre otras cosas porque Ebenezer no le dio ocasión para ello), mas su talante tornose pensativo, incluso ensimismado. Ebenezer lamentó el desliz no menos que Anna, pues se percató de que perjudicaba de antemano a la petición que estaba a punto de formular. No obstante, siguió hablando con desenvoltura, como si nada hubiera cambiado, tan sólo evitando en la medida de lo posible hacer ninguna alusión a Burlingame.
—Ahí radica lo dificultoso de mi situación —dijo— tal y como lo habéis supuesto: si no le entrego a Chicamec a su hijo en un plazo de treinta días (a estas alturas ya son menos), desmembrarán y quemarán en la hoguera a los pobres Bertrand y capitán Cairn…, y a mí también, pues juré volver si fracasaba en mi intento y tengo intención de hacerlo.
—Yo ya no soy ahatchwhoop —musitó Billy—. Si hubiera querido suceder a mi padre no le habría abandonado. Tampoco veo qué se gana trocando las vidas de vuestros amigos por las de todos los blancos de la provincia.
—En cualquier caso habrá guerra —insistió el poeta—, sólo que Chicamec no tendrá potestad para llevarla adelante. No me propongo darle un buen general, sino impedir la guerra en sí.
A esto Billy respondió, con mayor brusquedad aún, que a pesar de ser un desertor, no había llegado al extremo de traicionar a su pueblo.
—No es traición lo que tengo en mente —protestó Ebenezer, nada contento con el rumbo que tomaban las cosas—. Mi plan no consiste en traicionar a los ahatchwhoops, sino en salvarles la vida…
Billy se erizó.
—¿Por ventura pensáis que vuestra maltrecha milicia puede rivalizar con Quassapelagh y Drepacca? ¡Para este verano la cabellera del gobernador penderá del techo de la choza de mi padre!
—¡Por favor, señor, escuchadme hasta el final! Si Drepacca firma un tratado con monsieur Casteene y los indios desnudos, no quedará un solo inglés en América, después de lo cual no les costará trabajo hacer otro tanto con los franceses; eso lo concedo. Mas yo no abogo por la causa inglesa: se trata de la causa de la humanidad, de la civilización frente al abismo de lo salvaje. Pensad en lo siguiente, señor: lo que vos habéis adquirido en quince días, costó más de dos mil años erigirlo; es un dulcísimo licor, ¿no es cierto? Y, sin embargo, la mixtura a partir de la cual se ha destilado ha supuesto dos docenas de siglos cuajados de afanes y desdichas. Pues ¿qué? ¿Os proponéis por ventura beber hasta hartaros y luego arrojar lejos de vos la botella, mientras vuestro pueblo se muere de sed? Yo reconozco que los ingleses os han tratado mal, mas expulsarlos equivale a que de nuevo os sumerjáis en las tinieblas.
Billy no respondió.
—Pues bien, he aquí mi plan —dijo Ebenezer con resignación—. Estando en el poblado de vuestro padre percibí que existía una gran rivalidad entre Quassapelagh y Drepacca; para ellos Chicamec no era más que una figura emblemática, por decirlo así, y contendían entre sí por dominar el triunvirato. Pero el caso es que ninguno de los dos reúne los requisitos precisos para ser emperador, ¿no os parece? Quassapelagh cuenta con la lealtad de los indios, mas pese a todas sus virtudes, le falta inteligencia y diplomacia; Drepacca es un individuo brillante, pero, sin embargo, tiene poca fuerza…
—Sois un observador sagaz —admitió Billy—. Tienen suerte de que el tayac Chicamec sea viejo, porque tiene a su favor el ingenio y el número.
—¡Precisamente! —exclamó—. ¡Pero es viejo y en ello radica nuestra oportunidad! Vos sois hijo suyo y habéis heredado tanto su genio como su influencia; si abdicara en favor vuestro no os costaría ningún trabajo sembrar la discordia entre Quassapelagh y Drepacca. Sois el único de los tres capaz de gobernar en solitario. Y a fe mía, Billy, ¡qué bendición podéis ser para vuestro pueblo! Seguiríais teniendo en las manos el poder de declarar la guerra y ello sería tan público y notorio que cualquier gobernador que estuviera en sus cabales pondría fin a la opresión actual; la violencia daría paso a una negociación honrada y entonces nuestros dos pueblos podrían beneficiarse de lo mejor de cada cultura…
—¿Y por qué no apeláis a vuestro buen amigo Burlingame en lugar de a mí? —le interrumpió Billy—. Puede que a vuestra hermana se le ocurra algún medio sutil de convencerlo.
—¡Ay, querido Billy! —exclamó Anna—. Todavía no he tenido ocasión de explicar…
—Naturalmente que voy a apelar a Burlingame —dijo Ebenezer, interrumpiendo—, mas no para que se presente ante Chicamec. En primer lugar, es inglés por crianza y por su aspecto; es ajeno a vuestro pueblo y jamás lograría ganar su confianza; en segundo lugar, se halla próximo al gobernador Nicholson y ejerce una gran influencia en las provincias; puede ser más beneficioso a vuestra causa en Anne Arundel que en la isla de Bloodsworth. —Ebenezer buscó a la desesperada nuevos argumentos—. ¡Diantre, Billy, no tendríais que vivir allí siempre! Una vez asegurada vuestra posición, no habrá necesidad de que vuestro pueblo se oculte; podréis gobernar desde aquí y llevar la vida que lleváis ahora. En cuanto a Anna, ya he dicho…
—Basta —ordenó Billy y se levantó del banco—. Esta casa pertenece a Harvey Russecks, no a mí, y esta mujer colijo que pertenece a mi hermano.
—¡Un momento! —imploró Anna—. ¡No te dejaré!
—Pues sígueme al poblado de Chicamec —dijo Billy con frialdad—. Las mujeres ahatchwhoop te harán, pedazos. —Inclinose ante Ebenezer—. Os felicito, señor, por haber alcanzado los dos objetivos que os habíais propuesto: ahora vuestra hermana comprende que no es india y yo que no soy inglés. Dentro de muy pocos días regresaré a la isla de Bloodsworth.
Anna estalló en lágrimas.
—¡No, aunque ya no seas inglés, estás obligado a reconocerme como legítima esposa!
—En cuanto a ese tema, señorita Cooke, el código de los ahatchwhoops es muy claro: el tayac puede tomar cuantas concubinas extranjeras le plazcan, pero la sangre de su esposa debe estar libre de mancha. Buenas noches.
Ebenezer le suplicó que no se fuera, pero Billy (que ahora exigía que le llamaran Cohunkowprets) se mostró inflexible.
—Se acerca la aurora y aún hemos de dormir —dijo—. Me pasaré el día de hoy ordenando las pertenencias de mi amigo; mañana regresaré a Church Creek y de allí iré a la isla de Bloodsworth.
Tras prohibir a Anna que lo siguiera, salió de la cabaña, momento en el que a la mujer le sobrevino un acceso de llanto, durante el que no paró de maldecir su descuido. En cuanto a Ebenezer, sus sentimientos eran encontrados: por una parte, lamentaba sinceramente que Billy se hubiera sentido tan herido en su orgullo, y le preocupaba que ello pudiera dar al traste con su estratagema; no obstante, y con un peso mayor que el de aquellas consideraciones, estaban su alegría por haber encontrado y, en un sentido, rescatado a su hermana, además de que, al parecer, había coronado con éxito la misión de salvar las vidas de sus compañeros. No fue tarea fácil apaciguar la desazón de Anna, mas se vio asistido en ello por la fatiga que ambos tenían; tras lo que parecieron horas de conversación tranquilizadora, cuando despuntaba la primera luz grisácea, Anna dormía, tendida en el banco.