Henrietta y McEvoy acudieron presurosos a la llamada de Ebenezer y, con la ayuda de Mary Mungummory, acostaron a la señora Russecks en la alcoba de Henrietta. Cuando, un poco después, la reanimaron con sales amoniacales, exigió por mediación de Mary que Ebenezer se fuera de la casa inmediatamente y que nunca regresara.
—¡Valiente cuco estáis hecho, Eben! —dijo McEvoy en son de mofa, aunque la exigencia lo tenía tan desconcertado como a los demás—. ¿Qué habéis intentado en esa alcoba?
—¡Juro por Dios que no he hecho nada! —protestó el poeta—. Mary, tened la bondad de decirle que al punto me iré, pero que es menester que sepa en qué le he ofendido y que imploro su perdón.
Mary partió con el recado, y cuando volvió dijo que la señora Russecks, amén de negarse a explicar los motivos de su exigencia, negábase a prestar oídos a toda disculpa.
—Ha dicho: «Ese hombre no ha hecho nada malo, pero no puedo soportar su presencia en mi casa». Tales fueron sus palabras. Que el diablo me lleve si jamás he visto nada semejante, ¿y tú, Henrietta?
La muchacha convino en que aquel apasionamiento tan poco razonable era por completo ajeno al carácter de su madre.
Ebenezer suspiró.
—Muy bien; en ese caso he de irme al punto y buscar dónde alojarme. Os ruego que no penséis mal de mí, señorita Russecks, así como que procuréis averiguar qué se oculta tras todo esto, pues no hallaré descanso en tanto no lo sepa y pueda repararlo. —Ebenezer siguió diciendo que por la mañana buscaría el medio de llegarse hasta Tobacco Stick Bay; tanto si coronaba con éxito su doble misión como si fracasaba, pronto regresaría a Church Creek con la profunda esperanza de encontrar a la señora Russecks lo bastante aplacada, si no para perdonarlo, al menos para que explicase qué faux pas había dado—. Es mejor que vos os quedéis aquí —díjole a McEvoy—. Si vamos los dos, Billy Rumbly pudiera sentirse amenazado.
—¿Habéis dicho Billy Rumbly? —preguntó Henrietta.
—Eso ha dicho —afirmó Mary—, pero te tienes que tragar la curiosidad hasta que McEvoy y yo podamos contarte la historia. —Dirigiéndose a Ebenezer, dijo—: Debéis perdonar a la pobre Roxie, señor Cooke; esta tarde preñada de desdichas ha podido con ella. En cuanto a mañana, debéis permitirme que os lleve en la carreta. Ardo en deseos de ver a Billy Rumbly por razones que pueden ayudar a convencerlo de que abrace nuestra causa.
Ebenezer aceptó agradecido su ofrecimiento y un préstamo de dos libras esterlinas, pues había agotado sus recursos. Encomendole a Mary que le informara inmediatamente de cualquier cambio que se operara en la actitud de la señora Russecks o en el estado en que se encontraba el molinero, y luego se fue. Caminó a solas hasta la taberna, muy turbado de ánimo, y los lugareños que se habían quedado para tener noticias de lo ocurrido lo recibieron casi como a un héroe. Cuando Ebenezer anunció que de momento Russecks no daba señales de haber mejorado, saludaron la nueva con mal disimulado regocijo, y el mismo tabernero, que trabajaba al servicio del molinero, insistió en que el poeta cenara y durmiera por cuenta de la casa.
Durante la colación, Ebenezer caviló acerca del extraño comportamiento de la señora Russecks. La única teoría que se le ocurrió capaz de explicar, por una parte, que aquella mujer tuviera conocimiento del estado de cosas reinante en Malden, y, por otra, la reacción violentamente adversa que tuvo al oír su nombre, teoría no del todo imposible, era que Russecks estuviera aliado con William Smith, el tonelero, y con el capitán Mitchell en el siniestro tráfico de vicio que ambos practicaban. Al cabo, logró reunir el valor necesario para abordar al tabernero.
—Escuchad, amigo, ¿habéis oído hablar de un tal Eben Cooke, el cual se autodenominaba Laureado de Maryland?
—¿Eben Cooke? —Al tabernero se le iluminó el semblante—. Y tanto que sí, señor; es el fulano que lleva la casa de putas del Puntal de Cooke junto con Bill Smith.
El poeta sintió una punzada en el corazón; al parecer, su deducción entrañaba una cierta dosis de verdad.
—Sí, ése mismo. Pero nunca le habéis puesto la vista encima, ¿no?
—A decir verdad, sir Benjamín, sólo lo he visto una vez, unos días después de que…
Ebenezer frunció el ceño, pues había estado a punto de revelar su identidad.
—¿Decís que lo habéis visto?
—Sí, señor, así es, sólo una vez, en el mismísimo lugar donde os encontráis vos ahora. Era un tipo de aspecto normal; no tenía nada de especial. La gente decía que andaba buscando a una moza que se había escapado de Malden (una de esas perdidas, ya sabéis), aunque debo confesar que a mí no me mencionó el asunto. —El tabernero sonrió aviesamente—. Andaba tras de la Virgen, todos lo sabíamos muy bien, y si hubiera venido unos días antes, le habríamos indicado el rumbo. Pero para entonces ella era ya la señora de Rumbly, por si no lo sabíais, y a ver quién se atrevía a llevarlo junto a la mujer de Billy, aunque no sea más que una simple puta. Tuvo suerte de no dar con sir Harry…
En defensa de la caracterización que había hecho de la señorita Bromly, la cual Ebenezer había cuestionado, el tabernero reafirmó su convencimiento de que se trataba de una prostituta fugada de Malden. El poeta no insistió en llevarle la contraria, tanto porque no deseaba enojar al tabernero como porque se le había ocurrido súbitamente una idea alarmante: ¿sería posible que a fin de cuentas la Virgen de Church Creek no fuera la señorita Bromly sino la pobre Joan Toast? Ciertos rasgos de la historia constituíanse en argumentos favorables a dicha idea: la eficaz defensa que de su castidad había hecho la muchacha (¿por ventura no le había propuesto Joan, la noche que él la abandonó, que llevaran juntos una vida de célibes en Londres?); el aire de independencia que la rodeaba y su entereza de ánimo (la cual en modo alguno hacía pensar en la pusilánime señorita Bromly); el hecho incomprensible de que confundiera a Billy Rumbly con Henry Burlingame, y, ¡ay!, el que fuera finalmente seducida por un indio. Pero acaso el detalle más revelador de todos fuera aquel momento de histeria en el cual la señorita Bromly insistió en que se llamaba Anna Cooke: que Joan, loca de desesperación, se identificara no sólo en la taberna sino en su fuero interno con la persona cuyo anillo llevaba, persona respecto a la cual, muy probablemente, habría llegado a sentirse celosa en grado sumo…, aquello le parecía a Ebenezer que tenía la fuerza de la certidumbre, y ante aquel golpe, su conciencia se resentía.
Pero su objetivo inmediato, por trivial que resultara en comparación, hacía necesario dejar para más adelante aquellas reflexiones. Ebenezer, cambiando de idea, decidió no revelar su verdadera identidad y se encaminó hacia su destino por una ruta diferente.
—En realidad no me interesa Eben Cooke; tan sólo quería comprobar si erais o no hombre de mundo, por decirlo así. Ahora bien, yo soy forastero en esta provincia, amigo mío, pero dicen que los solteros no tienen más necesidad de dormir solos aquí que en Londres, merced a una serie de alegres establecimientos como Malden. Así que no tiene nada de raro que me pregunte si una casa tan acogedora como ésta…
Dejó que el tabernero terminara la frase; sus ojos destellaban malicia; sin embargo, el interpelado hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, mala suerte, sir Benjamín; sir Harry jamás consintió que se cociera nada semejante en el lugar por temor a que alguno se pasara de listo y le diera a Henrietta tratamiento de ramera.
El poeta abandonó su teoría a regañadientes…, bien que un tanto aliviado porque la posada no fuera en realidad un lupanar, pues de lo contrario no se le ocurría cómo habría podido desdecirse de sus pesquisas.
—De todos modos, no quiero haceros creer que no pueda uno encontrar entretenimiento en Church Creek —siguió diciendo el cantinero—. ¿Qué tal si os dijera que la dama a quien debéis dirigiros es la misma que os trajo aquí este mediodía?
—¡No!
—¡Os lo juro! —El tabernero sonrió con aire triunfal—. Se llama Mary Mungummory, la puta ambulante de Dorset. Es una especie de madre superiora, vos ya me entendéis, y me juego el precio de admisión a que ella puede dar con el modo… ¡Esta sí que es buena! ¡Hablando del rey de Roma!
Ebenezer siguió la dirección de la mirada, de aquel hombre y vio que Mary acababa de entrar en la estancia y miraba en torno a sí con aire de preocupación. El poeta se hizo notar, y cuando Mary se acercó a la mesa, el posadero se disculpó, la saludó cordialmente y dijo, guiñando un ojo, que sir Benjamín tenía que discutir ciertos asuntos con ella.
—Fingí haber confundido esta posada con una casa de lenocinio —explicó Ebenezer en cuanto pudieron hablar, y le contó brevemente la hipótesis que se le había ocurrido y cómo la misma se le había venido abajo.
—Os habría ahorrado esa fantasía con que tan sólo me lo hubiérais preguntado —dijo Mary—. ¡Os doy mi palabra, señor Cooke, de que no sé qué se ha adueñado de la pobre Roxie!
—Así pues, ¿se encuentra peor?
—¡Prima hermana de los orates!
En cuanto al molinero, siguió diciendo Mary, no estaba ni mejor ni peor que antes, pero lo que es la señora Russecks, lejos de haber recobrado la compostura tras la partida de Ebenezer, estaba cada vez menos razonable y más fuera de sí: le daban ataques en los que sucesivamente rompía a soltar improperios, lloraba o se sumía en la apatía; los intentos de Mary por distraerla contándole historias de Henry Burlingame y Billy Rumbly no habían servido más que para provocar en ella nuevos accesos; a la misma Henrietta le había soltado una andanada de gritos y la había echado de la alcoba.
—Paréceme que no habéis sido vos quien la ha descabalado —aseveró Mary—; de lo contrario, ¿por qué habría de tratar tan mal a Henrietta? Lo que es más, parece estar tan irritada consigo misma como con los demás; se mesa los cabellos, se araña las mejillas y maldice el día en que nació. No, señor Cooke, estoy más convencida que nunca de que está trastornada como consecuencia de todo lo que ha pasado hoy. No hay más misterio; pero tengo miedo de que esta noche se le aflojen los goznes y ya nunca se recupere.
Ebenezer no estaba muy convencido de aquello, mas no era capaz de ofrecer una hipótesis más plausible. Pidió dos vasos de cerveza y cuando Mary hubo terminado de referir a los demás parroquianos las novedades que tenía, le habló de su firme creencia de que la Virgen de Church Creek era en realidad Joan Toast. En un principio Mary se mofó de aquella idea, luego, escuchó con asombro, perplejidad y preocupación crecientes.
—No se me ocurre nada para rebatiros —acabó por admitir—, aunque no acierto a ver por qué le dio por el nombre de Meg Bromly. Claro que vale tanto como cualquier otro, digo yo.
—¡Estoy convencido de que es ella! —afirmó el poeta, y le asomaron lágrimas a los ojos—. Voto a tal, Mary, ¿qué desgracia no he atraído sobre esa muchacha? ¡Pluguiera a Dios que esta misma noche pudiera acudir junto a ella e implorar su perdón!
¡Pluguiera a Dios que…!
Detúvole una expresión de horror que apareció en el semblante de Mary; al igual que ocurriera con el tabernero, en tanto el poeta hablaba, miró por detrás de él, y vio entrar a alguien. Su reacción inspiraba terror. A Ebenezer se le puso carne de gallina.
—¿Es Harry Russecks? —musitó.
—¡Por Cristo bendito! —gimió Mary, y, esperándose lo peor, Ebenezer se dio la vuelta para verlo por sí mismo. El recién llegado no era Harry Russecks, sino un caballero de corta estatura al que los demás parroquianos se levantaban para saludar. Al poeta le dio un vuelto el corazón; movió los labios para exclamar «¡Henry!» y justo a tiempo cayó en la cuenta de que aquel hombre no era el Burlingame de «Nicholas Lowe», sino el de Saint Giles, quince años más viejo y tostado por el sol de Maryland: es decir, que no era Burlingame para nada…
—¡Es mi Charley Mattassin que ha vuelto de entre los muertos! —dijo Mary en voz alta.
—No, Mary —susurró Ebenezer—. ¡Es Billy Rumbly!
Todos los presentes se extrañaron de la reacción de Mary. El mismo Rumbly interrumpió sus saludos y se quedó mirando con una sonrisa de intriga. Dos amigos suyos murmuraron algo, mas él los ignoró y se acercó a la mesa del poeta; allí, sonriente aún, le hizo una leve reverencia a Ebenezer y dijo, dirigiéndose a la mujer del rostro color ceniza:
—Os ruego que me disculpéis, señora, pero es menester que sepa si habéis pronunciado el nombre de Charley Mattassin hace un instante.
Ebenezer reparó en que su voz tenía el mismo timbre que la de Burlingame, aunque su acento era más continental que inglés.
—¡Sois la viva imagen de vuestro hermano! —repuso Mary, y rompió a llorar desconsoladamente. Los demás parroquianos se acercaron a ver qué pasaba; Billy Rumbly les solicitó cortésmente que se lo permitieran averiguar por sí mismo, y ellos se retiraron.
—¿Puedo tomar asiento, señor? Os lo agradezco. Ahora veamos, estimada señora.
—Os ruego que me permitáis que os lo explique, señor —se aventuró a decir Ebenezer—. ¡Es una felicísima coincidencia que hayáis aparecido aquí esta noche!
—Estoy completamente de acuerdo —dijo Billy Rumbly—. En cuanto a explicaciones, puede que no sean necesarias: mi querida señora, ¿es posible que vos seáis Mary Mungummory?
El asombro de Mary dio inmediatamente paso al temor.
—Señor Rumbly, no me juzguéis con severidad; yo os juro…
—… ¿que no tenéis nada que ver con la muerte de Mattassinemarough? Permitidme que sea yo quien jure, señorita Mungummory, que nadie sino el propio Mattassin es responsable de la muerte de Mattassin. Acabó consigo mismo, soy consciente de ello, y pese a todos los ataques con que quiso mostrar una pasión de signo contrario, sé que murió con vuestra imagen grabada en el corazón. —Rumbly sonrió—. Mas decidme, ¿cómo sabíais que soy hermano suyo? ¿Tan sólo en virtud de que existe un cierto parecido entre nosotros?
Mary estaba aún demasiado impresionada como para ser capaz de elaborar una respuesta coherente, de modo que Ebenezer dijo:
—El trampero Harvey Russecks nos refirió la historia de vuestras aventuras, señor…
—¡El buen Harvey! ¡Todo un caballero! Entonces estáis al tanto de que antes yo respondía al nombre de Cohunkowprets, el Pico de Ganso; no obstante, eso no lo explica todo.
—Mi cometido explicará lo que falta —dijo Ebenezer—. He venido a Church Creek expresamente para transmitiros un recado de parte del tayac Chicamec.
Por vez primera Billy Rumbly perdió un tanto la compostura: frunció el entrecejo y los ojos le destellaron de un modo que al poeta se le heló la sangre, tantas veces había visto aquel destello de ira en la mirada de Burlingame.
—No me interesan los recados del tayac Chicamec —dijo, y en su voz había peligro.
—Puede que así sea —concedió inmediatamente el poeta—, no obstante debo deciros que como caballero no podéis negaros a escucharme. ¡Os juro que las vidas de todos los hombres, mujeres y niños de esta provincia están en vuestras manos!
Billy Rumbly fijó la atención en el vaso de cerveza que le trajo el tabernero; su cólera parecía haberse transformado en testarudez.
—Habláis de la guerra que se avecina. Yo en eso no pienso.
Ebenezer había previsto aquella dificultad; suspiró, como resignado ante la terquedad del indio.
—Muy bien, señor, no abusaré más de vuestra bondadosa naturaleza. Tan sólo confío en que mi amistad con vuestro hermano Burlingame le haga ser más razonable que vos.
Aquel comentario surtió el efecto deseado: Billy cogió a Ebenezer de la mano y se le quedó mirando boquiabierto, como si no osara dar crédito a sus oídos.
—¿Qué cruel estratagema de mi padre es ésta?
—La estratagema es mía, señor, y tiene por fin convenceros de que oigáis cuanto tengo que decir respecto de unos cuantos asuntos urgentes, no obstante lo cual, cuanto he dicho es cierto. Como ya tuve el placer de decirle al tayac Chicamec, vuestro hermano menor, Henry Burlingame III, no ha muerto ni desaparecido; fue tutor mío en Inglaterra por espacio de seis años y en estos momentos no se halla demasiado lejos de este lugar. —A pesar de que tenía miedo de enojar a aquel hombre, el cual lo intimidaba bastante a su vez, las tremendas responsabilidades que tenía contraídas le hicieron perder la paciencia a Ebenezer—. ¡Maldita sea, señor, deponed vuestro escepticismo! Mi causa es la de la humanidad, no la de Chicamec. ¿Conocéis este anillo? Sí, es el anillo de Quassapelagh. Me lo dio por salvarle la vida allá en los acantilados. Ah, ¿os han contado la historia? Entonces sabréis que la persona que dejé a su servicio también me debe la vida. Se trata de un esbelto esclavo negro que responde al nombre de Drepacca, y tengo entendido que era amigo vuestro. ¿Pensáis acaso que vengo a rogaros que salvéis la vida de mis compañeros poniéndoos al frente de esa rebelión monstruosa? Vengo a proponer un plan, señor, no a suplicar; un plan que sea la salvación tanto de ingleses como de ahatchwhoops. —Ebenezer hizo una pausa a fin de recobrar el control y concluyó, en tono más sosegado—: Lo que es más, deseo hablar con vos de caballero a caballero con respecto a vuestra esposa, la cual tengo razones para suponer que es una mujer a la que tengo en muy alta estima; y si luego de todo esto seguís precisando más pruebas de mis buenas intenciones, sabed que podemos hablar aquí largo y tendido sin temor a que nos interrumpa vuestro enemigo, el molinero Russecks, pues en estos momentos se encuentra a las puertas de la muerte tras el enfrentamiento que sostuvo con mi compañero y conmigo a primera hora de la tarde.
Billy Rumbly estaba atónito.
—¡Santo cielo, señor, me dejáis sin aliento! ¡Mi padre, mi esposa, mi hermano, a quien hace tantísimo tiempo que perdí…, todo mi mundo lo habéis echado a dar vueltas! —Rumbly se rio—. Está claro que os entendí mal y os pido humildemente disculpas, señor…
—Cooke, Ebenezer Cooke, de Malden. —El poeta sintió alivio al ver que aquel nombre al parecer no significaba nada para Billy Rumbly.
—Señor Cooke. —El indio le estrechó la mano cordialmente—. Quisiera dejar claro desde el primer momento que, pese a que todos los chismorreos avalan lo contrario, mi esposa me es tan cara como decís que lo es para vos, y el estado en que se encuentra (del cual entiendo que estáis al tanto) es causa de muy grave preocupación para mí. A decir verdad, fue con ánimo de pedirle consejo a la señora Russecks sobre el asunto por lo que vine hoy a este lugar… ¡Loado sea Dios por ello!
Mary, que para entonces había logrado dominar sus emociones, explicó que la señora Russecks se encontraba indispuesta y se excusó a fin de volver junto al lecho de la enferma.
—Si seguís con la intención de visitar a la señora Rumbly —le dijo a Ebenezer—, saldremos a primera hora de la mañana.
—No —protestó Billy Rumbly—, es menester que seáis huésped mío esta noche, señor, y que me habléis de estos portentos a placer. ¡No consentiré ninguna otra cosa! Y en cuanto a vos, Mary Mungummory, si verdaderamente habéis de iros ahora, presentadle mis respetos y condolencias a la señora Russecks y decidle que consultaré con ella en otra ocasión; no obstante, es menester que vos y yo hablemos muy pronto de Mattassin… ¿Mañana tal vez? ¡Tengo mucho que contar y mucho que preguntar!
Demasiado embargada por la emoción como para ser capaz de hablar, Mary logró hacer una especie de gesto de reconocimiento y salió de la taberna. Billy se quedó mirándola muy atentamente hasta que se hubo ido, y luego meneó la cabeza.
—¡Me juego algo a que fue hermosa en tiempos! E incluso ahora, a pesar de todo… No diré que la entiendo a ella, señor Cooke; pero creo que entiendo muy bien a mi hermano. —Rumbly se volvió hacia el poeta, sonriendo—. Y bien, señor, ¿qué decís? Si el asunto concerniente a mi mujer no es un duelo por su afecto, partamos al punto hacia Tobacco Stick Bay; son tan sólo cuatro millas de carretera, y me espera un magnífico tiro de caballos. ¡Asombroso lo de mi hermano!
Ebenezer estaba encandilado. No se había percatado del gran desasosiego que le hacía sentir la perspectiva de encontrarse con Billy Rumbly hasta que la amabilidad del mismo despejó aquella inquietud. Era como volver a ver a Henry Burlingame tras una separación larga y desalentadora…, pero a un Burlingame que era formidable sin ser ambivalente, cuya benevolencia no entrañaba equívocos; en resumidas cuentas, el Burlingame alegre y resuelto que acudiera a salvarlo a Magdalene College. Todavía le quedaba pendiente a Ebenezer la tarea de convencer a Billy Rumbly de que salvara a Bertrand y al capitán Cairn, y también resolver el problema, más peliagudo, de qué hacer con Joan Toast; pero en presencia de Billy Rumbly, ante su ánimo principesco y su energía cortés, Ebenezer no podía sentir pesimismo, cuanto menos, desesperación. Antes al contrario, su espíritu desmayado reanimose; el ardor de la gratitud, el calor de los sentimientos bienintencionados que mutuamente se inspiraban, hiciéronle ruborizarse. Cuando se puso el abrigo, Billy Rumbly (que no se había quitado el suyo) comunicó a los parroquianos que la conmoción padecida por la señorita Mungummory había obedecido a una simple confusión de identidad: lo había confundido con su hermano Charly Mattassin, aquel pobre descarriado a quien ahorcaron por el asesinato de Mynheer Wilhelm Tick y familia. Ebenezer sorprendiose de la franqueza de aquel hombre, mas al parecer Billy conocía bien a su público; aunque la revelación les causó sorpresa, sus murmullos parecían encerrar más consideración que hostilidad.
—Y ahora —dijo Billy— tras haber bendecido a las esposas de los presentes con un poco de habladurías, permitidme que os bendiga con un trago.
Cuando se hubieron distribuido las bebidas entre sus admiradores parroquianos, Billy procurose además una barrica para el carromato, diciendo que no podía dejarse de celebrar el día en que sir Harry se rompió la crisma. Su manifestación se vio rubricada por una serie de hurras estentóreos, y cuando los dos hombres dieron las buenas noches y se montaron en la carreta de Billy, Ebenezer se sintió envidiado por cuantos se hallaban en la taberna.
Hicieron un breve alto en el molino, donde puso a McEvoy en contacto con el que era el objeto de la misión que les había sido encomendada y fue informado de que así como la señora Russecks por fin había logrado conciliar el sueño, la condición del molinero no había experimentado cambio alguno; luego partieron en dirección oeste por un sendero oscuro y estrecho. Hacía una noche tranquila y muy fría; por entre los árboles el poeta acertó a divisar el gran triángulo que conforman Deneb, Vega y Altair, aunque las constelaciones a la que pertenecían quedaban fuera de su vista.
—El viajecito es como media hora —dijo Billy—. Si se me permite pedirlo, ahorradme el recado de mi padre hasta más tarde, a fin de que pueda sopesar la sustancia del mismo a solas. Sin embargo, es preciso que me habléis de ese caballero que afirma ser mi hermano; asimismo paréceme que haríamos bien en hablar sin trabas acerca de mi esposa antes de llegar. Pero un momento: no osemos tratar asuntos de tanto peso con la garganta seca; lo primero que hemos de hacer es cobrarnos la virginidad de doña Barrica.
—¡Voto a tal —dijo Ebenezer riéndose— que no parecéis mero hermano de Henry Burlingame, sino su gemelo! ¡Cuántas veces he ardido en deseos de oír las noticias que guardaba para mí, o bien era yo quien se las había de dar a él, y no hubo sino sentarse y dar cuenta de un plato de lomo de cerdo antes de verme satisfecho!
Probaron el contenido de la barrica, y el buen ron blanco de Jamaica le escaldó las entrañas al poeta, muy a su sabor. Bien tapados llevaban el indio y él el regazo, lo cual, junto con el ron y la ausencia de viento, hacíanles sentirse tan a gusto como si corriera el mes de abril y no los últimos días de diciembre. Los caballos trotaban solazadamente por el sendero helado, y las ruedas del carro crujían y chirriaban con agudo son, grato al oído. Ebenezer dejábase mecer el cuerpo con el vaivén de los muelles; antes parecíale aterradora la labor de tener que referir una vez más la historia de la búsqueda de Burlingame, así como las intrincadas vicisitudes de su propia historia, pero en aquellas circunstancias antojósele grata tarea. Sin hacer alusión a sus dudas, reservas, asombros y decepciones, refirió cómo el capitán Salmon había rescatado a Burlingame; refirió luego sus años mozos como marinero, bardo gitano y estudiante de Cambridge; su labor docente en Saint Giles in the Fields y el afecto que le cobraron los gemelos; sus aventuras en las provincias en calidad de agente político y pirata involuntario; cómo salvó a la señora y señorita Russecks; sus vanos intentos por averiguar su ascendencia y cómo el poeta resolvió, hacía muy poco, aquel misterio.
—La cuestión —aseveró hacia el final de su relación— es averiguar quién hubo entre sir Henry y Henry III, y cómo es que mi amigo tiene la piel tan blanca como la de cualquier inglés, siendo así que ni en el Diario intimo de sir Henry ni en la Historia secreta del capitán John Smith se menciona a ninguna lady Burlingame. Ni siquiera ese último fragmento de la Historia, al que vuestro pueblo denomina Libro de los diablos ingleses, resuelve dichas cuestiones, ya que cualesquiera vástagos de sir Henry y Pokatawertussan necesariamente habían de ser una mezcla de sangre inglesa y ahatchwhoop, como de hecho ocurre con el tayac Chicamec.
—Tal y como yo alcanzo a entenderlo, sigue habiendo tanto misterio como antes —confesó Billy—. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que ese hombre es en verdad hermano mío. ¡Milagroso!
—Sí, y no menos milagrosa es la casualidad que me dio la clave del asunto.
Ebenezer refirió la visita que efectuó junto con Burlingame al jesuita Thomas Smith, el cual los entretuvo contándoles la historia del padre FitzMaurice.
—Cuando examiné los baúles del padre Joseph, que conservaba el tayac Chicamec en su casa, y averigüé que el rey se había desposado con la hija de aquel mártir, hallé la respuesta: conforme a la ley del promedio, aquella misión debía engendrar no sólo ejemplares como vos, que tenéis la sangre mezclada, al igual que vuestros progenitores, sino también vástagos de pura raza india y pura raza inglesa en números iguales. En una palabra, Mattassin y Henry Burlingame.
—¡Qué gran regalo me habéis hecho! —exclamó Billy, contenidamente—. ¡Un hermano con el que reemplazar al pobre Mattassin! ¡Estaré eternamente en deuda con vos, señor! Pero ¿qué ocupación tiene en la actualidad él que tantas tuvo en el pasado, y cómo podría encontrarlo? Porque me propongo dar con él de inmediato, ya sea en el Cambridge de Maryland o en el Cambridge de Inglaterra.
Teniendo presente que érale inminente pedirle ayuda a Billy, Ebenezer respondió que Burlingame aún seguía implicado en grado sumo en la política de la provincia en calidad de agente de lord Baltimore, en cuyo servicio había arriesgado la vida innumerables veces, siempre en aras de la justicia. Resultaba difícil considerar contrarrevolucionario a un hombre que se había pasado recientemente a la causa de John Coode (y que, por lo que Ebenezer sabía, pudiera ser él mismo el archirrebelde de los insurrectos), mas el poeta hízose el razonamiento de que había más probabilidades de que Billy Rumbly diera su aquiescencia a un plan del cual pensara que obtendría la aprobación del hermano perdido.
—En cuanto a su paradero actual, no estoy seguro, pues fija su residencia allá donde lo lleva la causa de la civilización. Mas mis ansias de encontrarlo no son menos urgentes que las vuestras, pues sé muy bien que se jugaría la vida a fin de evitar una masacre. —Al llegar a aquel punto, aunque había prometido pasar por alto la historia, no pudo resistir la tentación de hablar de la peligrosas circunstancias en las que averiguó que se fraguaba un ataque, así como de las condiciones que puso Chicamec al rescate de Bertrand y del anciano capitán de barco—. Quiere que un hijo suyo dotado con la fuerza de Quassapelagh y Drepacca acaudille a los ahatchwhoops en la insurrección. Yo elevo mis plegarias para que o vos o Henry, si no ambos, le engañéis en nombre de la paz y de la buena voluntad; ocupad vuestro lugar como rey de los ahatchwhoops y utilizad vuestra influencia para bien del hombre de piel roja, negra o blanca por igual. No estaría de más, a mi parecer, con tal de que vos…
—¡Ah, señor, vuestra promesa, vuestra promesa! —Billy alzó una mano—. Ocupémonos ahora del asunto de mi esposa. Antes de que mencionéis qué os interesa, ¿puedo dar por supuesto que conocéis la historia de nuestro… galanteo?
—Sí, me la contaron Harvey Russecks y Mary Mungummory, a quienes se lo había contado la esposa de sir Harry.
—Ambas son fuentes excelentes. Entonces no hay duda de que sabéis que comparto vuestra alarma respecto de la degradación que la señorita Bromly se ha infligido a sí misma. No soy todavía cristiano ni tampoco ciudadano de la provincia conforme a la ley, señor, y por consiguiente no puedo casarme con ella como es debido y como yo deseo. Pero ella no quiere nada fuera del simple rito ahatchwhoop que ejecuté, el cual ni yo ni las leyes de Maryland consideramos válido por ser inglesa una de las partes.
—¿Entonces en realidad no es vuestra esposa salvo según el espíritu del derecho consuetudinario?
Billy reconoció que desgraciadamente así era.
—Reconozco abiertamente lo que ya sabéis: que estaba dispuesto a raptarla y violarla conforme al ancestral modo ahatchwhoop. Me oculté en la arboleda que queda cerca del molino de sir Harry y la atraje a la ventana por medio de ciertos ruidos, y entonces me dejé ver. Esto se hace a fin de aterrorizar a la víctima, mas lejos de desmayarse, la señorita Bromly acercóseme sin que nadie la moviera a ello, y cuando me apresté a atacarla…, pues bien, baste con que os jure que no fue menester ataque ninguno: vínose conmigo por propia decisión, y por propia decisión conmigo sigue. Más aún, pese a todas mis presiones por lograr que viva como cumple a una dama, hase transformado en salvaje, o peor aún, en un ser embrutecido que ni habla ni se compone. ¿Os han ido con cuentos de que la torturo junto al fuego? Yo os juro que por mi voluntad no le dañaría ni un cabello, pero en algún lugar ha oído decir que los maridos indios practican la costumbre de atar a las esposas indóciles junto a una hoguera de maderas no del todo secas, a fin de curarles el mal humor, y ella me obliga a atarla y ahumarla del mismo modo, tras colocarla al fuego.
Ebenezer hizo un chasquido con la lengua.
—¡Ay, pobre mujer!
Billy lo miró detenidamente e hizo restallar las riendas.
—Tengo razones para contaros estas cosas, amigo mío. Me imagino que se habrán despertado sentimientos contrarios a la señora Bromly y a mí: por cuanto sé, pese a vuestro aire cordial, bien pudierais ser su hermano o su prometido, que viene con ánimo de vengar su rapto. Ella nada me ha dicho de su vida y relaciones anteriores.
No era su intención, siguió diciendo Billy, dar a entender que estaba exento de toda responsabilidad en aquel asunto, independientemente de cuál pudiera ser el pasado de la señorita Bromly, él, en su ignorancia, habíala asaltado en la taberna de Russecks y deliberadamente propúsose consumar ulteriormente su violación; no era imposible que el estado en que se hallaba la muchacha obedeciera a que hubiera perdido el equilibrio como consecuencia de la conmoción causada por sus ataques. Sin embargo, le profesaba un gran amor, la quería bien y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por mejorar su condición o por hacer frente a sus responsabilidades.
Tan desarmado se sintió Ebenezer ante la actitud franca y amistosa de aquel hombre que, aunque la idea de la degradación de Joan le dolía hasta tal punto que se le saltaban las lágrimas, fue incapaz de encolerizarse con quien la había raptado.
—Hombres más virtuosos que yo podrán pediros cuentas —acabó por decir—. Tan sólo contestadme a esto: ¿la muchacha lleva alguna clase de anillo?
—¿Anillo? Sí, tiene uno, el cual besa y maldice alternativamente, pero del que jamás habla. Es una especie de sello de plata: paréceme que debieron diseñarlo para ahuyentar a los malos espíritus, pues en el sello aparece inscrita la palabra ban o bane:[47] BANNE.
Por un momento, Ebenezer se quedó desconcertado; luego reconoció el anagrama de Anne B. Billy simplemente había empezado por la letra equivocada.
—¡Ah, Dios mío, lo que me temía! Soy algo más que el prometido de esa muchacha, señor Rumbly; soy su marido y vine aquí, entre otras razones, para rescatarla de vuestras garras. No obstante, estoy convencido de que tenéis menos culpa de lo que os imagináis. Yo soy, más que ninguna otra persona, el responsable del lamentable estado en que se halla Joan Toast (tal es su verdadero nombre, no Meg Bromly), y si verdaderamente la amáis y os compadecéis de ella, sois vos quien debiera castigarme a mí, y no al contrario.
Totalmente disipada la sensación de bienestar que antes tuviera, Ebenezer puso a Billy al corriente de la historia de su relación con Joan Toast y le habló de la extraordinaria injusticia de que la había hecho objeto, la cual creía causa de su huida de Malden y del maltrecho estado en que se hallaba.
El indio atendió con sumo interés y simpatía.
—Debéis perdonarme si la pregunta es impropia, señor —dijo, cuando el poeta hubo concluido—. Creo haberos oído decir que pese a haberos casado con esa mujer, seguís siendo virgen, ¿no es así? ¡Notable! Y, sin embargo, paréceme que disteis a entender que la señorita Toast, o señora Cooke (¿qué tratamiento debe darle un caballero?), en fin, que tal vez no hayáis sido vos el único que ha gozado de su compañía y que hubo algunos que, digámoslo así, no se mostraron tan delicados respecto a su honor como vos… ¿Es eso correcto o he interpretado mal vuestras palabras?
Ebenezer sonrió.
—No es menester andarse con melindres, señor. En Londres ejercía de puta.
—Ya veo —musitó Billy, mas su semblante ceñudo daba a entender que no se sentía enteramente satisfecho con respecto a la cuestión—. ¿Y naturalmente estáis completamente seguro de estas cosas?
El poeta no fue capaz de suprimir un rasgo de humor lúgubre.
—Es posible que para vos sean nuevos los usos de las damas cultivadas, señor: una ramera inteligente puede estar prostituyéndose hasta llegar a las mismas puertas del infierno y allí venderle a Lucifer la primicia de su virginidad.
—No me digáis. Y, sin embargo, el anillo pudiera ser prueba de que… —Rumbly, vagamente perplejo, dejó la frase sin concluir—. Bueno, se acabaron las especulaciones. Allí está mi cabaña.
El sendero los condujo fuera del bosque, llevándolos hasta un amplio y despejado campo que al norte limitaba con una ensenada de estrechos márgenes. Del lado que quedaba más cerca del agua veíanse una cabaña tenuemente iluminada y varias dependencias. Cuando hubieron dejado las caballerías en el establo y se acercaban a la casa, Ebenezer empezó a ponerse cada vez más nervioso ante la perspectiva del encuentro con Joan Toast; la conducta más honorable, decidió, era simplemente presentarse ante ella, humildemente y sin excusas, y dejarle la iniciativa.
Cuando llegaron al escalón que daba a la puerta, Billy Rumbly se detuvo y le puso al poeta una mano en el hombro.
—Entendámonos bien, amigo mío: supongo que tenéis la intención de llevaros a mi, quiero decir, a vuestra esposa…, y que tenéis intención de quitármela por su propio bien.
—Tal es mi intención —admitió Ebenezer.
—¿Por la fuerza si fuera necesario?
—Ni voy armado ni soy dado a la violencia, señor; mi única arma es la persuasión, y no hay grandes probabilidades de que ella se muestre siquiera dispuesta a escucharme. Tampoco estáis vos obligado a invitarme, dadas las circunstancias; no voy a plantearos ningún conflicto.
Billy rio entre dientes.
—¡Sois una persona noble! Muy bien, pues; en vista de que los dos amamos a esa mujer, y en vista de que los dos nos sentimos responsables de su situación, pongamos por encima de toda consideración personal el que ella mejore de estado; le hablaremos por separado y dejaremos la elección en sus manos. ¡Tal vez después de escucharnos se desentienda de los dos!
Ebenezer se mostró de acuerdo, nuevamente cautivado por el grado de civismo que su anfitrión había adquirido en tan poco tiempo, y los dos entraron en la cabaña. Una vela solitaria ardía con luz temblorosa cerca de la puerta, y en el hogar estaban acabándose de consumir los últimos trozos de carbón; la habitación estaba oscura y fría.
—¡Yehawkangrenepo! —dijo Billy, y explicó en voz baja—: Me obliga a llamarla por ese nombre. ¡Yehawkangrenepo!
Entonces se oyeron unos gruñidos y alguien que estaba tumbado en un banco de alto respaldo situado junto al fuego se movió. La mujer se incorporó, de espaldas a la puerta, y empezó a frotarse los ojos y a rascarse el pelo, que era oscuro y estaba enmarañado. Llevaba un traje recto, hecho jirones y muy sucio; no paraba de gruñir y rascarse todo el cuerpo como si fuera un simio espulgándose. Ebenezer se sintió desfallecer a la vista de aquel lamentable espectáculo. La criatura volvió a rascarse la cabeza, al tiempo que se levantaba del banco. La luz de la vela centelleó brevemente en su anillo de plata. El destello fue apenas perceptible, pero cegó completamente al poeta, que olvidó su resolución. Corrió hacia ella y se arrojó a sus pies.
—¡Joan Toast! ¡Vive el cielo, cuánto mal os he causado!
Al oír su voz, la muchacha se quedó boquiabierta; cuando le vio acercarse a ella dio un grito y se agarró al respaldo del banco buscando apoyo. Y entonces fue Ebenezer quien se puso a gemir y dar traspiés, pues pese a lo muy cambiado que estaba su aspecto, pese a la débil y temblorosa luz de la vela y a que las lágrimas tornaban borrosa su visión, cuando la mujer se dio la vuelta, el propietario vio que la amante de Billy Rumbly no era ni Joan Toast ni la señorita Meg Bromly, sino su hermana Anna.