El miedo de la señora Russecks, tan ajeno a su carácter, hízole sentir tal terror a Ebenezer que cuando vio venir al molinero a toda carrera y con la espada en alto, a punto estuvo de padecer la misma desgracia que le aconteciera en El Rey de los Mares, allá en Plymouth.
— ¡Piedad, amado mío! —exclamó la señora Russecks, corriendo al encuentro de su marido—. ¿Qué es lo que pasa?
—¡Cuidadito no te vaya a rebanar esa cabeza de puta que tienes de paso que le rebano a ése la suya!
El molinero intentaba zafarse de su mujer con ánimo de atrapar al amilanado poeta, pero aquélla se le pegaba como la enredadera al roble y él no podía sino dar medios saltos por la estancia.
—¡Quieto, Harry, estás en un error! —implorábale—. ¡No sé qué sospecharás, pero que me fulmine Dios ahora mismo si ha habido algo entre este hombre y yo!
—¡De fulminar me encargo yo! —exclamó el molinero—. ¡Comisionado o no, en su feo rostro se ve claramente escrita la culpa!
—¡Tengo al cielo por testigo, señor! —imploró Ebenezer—. ¡Madame Russecks y yo estábamos meramente conversando! —Pese a ser cierta la letra de su protesta, el semblante de Ebenezer la traicionaba. El molinero le dirigió un golpe y Ebenezer dio un brinco, poniéndose a salvo.
—¡Estaos quieto, condenado!
El molinero hizo una pausa y le propinó tamaño bofetón a su mujer con el dorso de la mano que tenía libre, que la otra soltó un grito y cayó al suelo.
—¡Ahora vamos a ver esas entrañas que tenéis empapadas de licor!
Ebenezer se afanaba por mantener la mesa del salón en mitad del camino que lo separaba del desmembramiento.
—¡Déjalo! —dijo la señora Russecks, profiriendo un grito muy agudo—. ¡A quien has de encontrar es al otro antes de que se ayunte con Henrietta!
A buen seguro, aquellas palabras le salvaron la vida al poeta, pues Russecks ya había quitado la mesa de en medio con una mano y lo tenía arrinconado. Pero la alusión a Henrietta, de quien al parecer, se había olvidado, a punto estuvo de hacerlo enloquecer de ira; se volvió hacia su esposa, y por un instante Ebenezer tuvo por cierto que la mujer correría la suerte de la que él acababa de librarse.
—Se la llevó al bosque —se apresuró a decir la señora Russecks—, y juró que le daría muerte si sir Benjamín o yo nos atrevíamos siquiera a pestañear.
Como un jabalí herido que olfatea a su agresor, el molinero emitió una suerte de gruñido agudísimo y salió de la estancia hecho una fiera.
—¡Deprisa, al molino! —le dijo la señora Russecks a Ebenezer—. Decidle a Henrietta que acuda al bosque, donde mi marido y yo podamos dar con ella, y vos y vuestro amigo escondeos en la carreta de Mary.
El poeta salió dando brincos, dispuesto a obedecer sus instrucciones, mas cuando estuvo fuera, apenas unos segundos después que el molinero, vieron que el plan se les desbarataba a ojos vista. En el preciso instante que el molinero salía a la carga, llegaba al portal Mary Mungummory, echando los bofes y seguida de la extraviada Afrodita; al mismo tiempo, aunque Ebenezer no podía divisarlos desde los escalones que daban a la fachada de la casa, McEvoy, Henrietta, o los dos, debieron de asomarse desde el molino a fin de ver a qué venía tanto alboroto, pues aunque Russecks encaminaba sus pasos hacia el bosque, Mary, que no sabía nada de aquella estratagema, soltó el ronzal de Afrodita y se dirigió a todo correr hacia el molino, diciendo a voces:
—¡Atrás! ¡Que viene sir Harry!
Oído lo cual, el molinero giró en redondo y echó a trotar en pos de ella. Del molino surgió un alarido al cual respondió con otro la señora Russecks, que dio unos cuantos pasos a la carrera, como si se propusiera interceptar a su marido, tras lo cual, bien porque tropezara o porque se hubiera desmayado, cayó a tierra.
Ebenezer también se vio a sí mismo corriendo, aunque no tenía la menor idea de cómo actuar. Todavía estaba más cerca de la puerta del molino que Russecks, y sin duda hubiera podido salirle al paso, mas como quiera que iba desarmado, semejante acción hubiera sido suicida, además de ineficaz. Sin embargo, ni podía permanecer como mero espectador ni preocuparse de ponerse a salvo, cuando McEvoy y puede que la moza también estaban en peligro de muerte. Así pues, entró al trote en el patio, sin ningún fin, y cuando Russecks hubo pasado junto a él, como una exhalación y sin dedicarle una mirada, Ebenezer le siguió, manteniendo una prudente distancia de diez yardas.
Entretanto Mary había desaparecido, pero en cuanto Russecks hubo entrado en el molino (donde al punto brotaron nuevos alaridos proferidos por Henrietta), apareció por detrás de una esquina, sumamente abatida.
—Por la sangre de Cristo, señor Cooke, hice lo que buenamente pude, pero cuanto más nos alejábamos, más celoso se ponía, hasta que juró no dar un paso más ni por el mismísimo rey. ¡No, no entréis, señor; os jugáis la vida! ¡Ah, vive Cristo, allí yace Roxie, a las puertas de la muerte!
Mary acudió corriendo a la caída señora Russecks, a quien suponía traspasada de parte a parte; Ebenezer, haciendo caso omiso de los consejos de la mujer, se apresuró a entrar en el molino. Russecks ya había empezado a subir por la escalera que llevaba a la pasarela y a la tolva del grano; McEvoy terminó de sortear los peldaños superiores de la segunda escalera, que llevaba de la tolva al altillo, y al borde mismo del altillo alzábase la hermosa Henrietta, vestida sólo con unas acusadoras enaguas y dando gritos.
—¡Ajá! ¡No iréis más lejos! —vociferó el molinero desde los tablones de abajo.
Ebenezer comprendió que los amantes estaban atrapados.
—¡Echad abajo la escalera! —le gritó a McEvoy. El irlandés le oyó y dio un salto, disponiéndose a seguir su consejo, justamente en el momento en que Russecks se disponía a subir. Mas aún cuando la escalera no estaba clavada ni atada, los largueros habían sido encajados entre dos viguetas que sobresalían del suelo del altillo con tanta firmeza que McEvoy no podía soltarlos con la mano desde donde se encontraba. El molinero ascendió con dificultad el segundo peldaño, el tercero y el cuarto, siempre blandiendo el alfanje, en tanto observaba los forcejeos de su presa.
Cuando estuvo también él encima de la tarima del altillo, Ebenezer se quedó mirando con ánimo desmayado:
—¡Arrojad algo abajo, John! ¡Derribadlo!
McEvoy se puso a buscar con afán por todo el altillo algún objeto arrojadizo y reapareció con nada menos formidable que una estaca de ciprés de tal vez unos tres pies de largo por tres pulgadas de ancho. Por un momento hizo ademán de ir a arrojarla; Russecks detuvo su ascensión y aguardó, aprestándose a esquivar el golpe, gruñendo con una sonrisa burlona. Entonces, pensándoselo mejor, McEvoy encajó un extremo de la estaca por detrás del peldaño superior de la escalerilla y, utilizando el borde de la tarima a modo de punto de apoyo, hizo fuerza con todo su peso sobre el extremo contrario. Oyose un fuerte crujido. Ebenezer contuvo la respiración, mas al parecer ni el peldaño ni la palanca se habían roto, pues McEvoy situó los pies en los largueros a fin de aumentar la ventaja mecánica, y volvió a empujar hacia atrás. Nuevo crujido; Ebenezer vio que la escalerilla se desplazaba hacia fuera cosa de una pulgada, y el molinero, no sabiendo si trepar enseguida o descender antes de caer, asió los laterales con más fuerza y soltó una maldición. El ángulo que formaba ahora la palanca le daba menos capacidad de maniobra a McEvoy, quien se puso a empujar la escalera y, simultáneamente, a tirar de la misma hacia arriba, mas Henrietta acudió prestamente a ayudarlo y, a la tercera intentona, lograron sacar la escalera de los huecos en que estaba encajada. Como estaba levemente inclinada no cayó inmediatamente hacia atrás, y el momento que necesitó McEvoy para empujar hacia un lado fue el que aprovechó el molinero para saltar sobre la tarima inferior sin correr peligro.
McEvoy se rio:
—¡El amor todo lo vence, Vuestra Majestad! ¡Ahora dadnos muerte, señor!
Russecks se afianzó sobre sus pies y enarboló la espada hacia el altillo.
—¡Bien hecho, maldito! Lo que a mí me mantiene abajo, os mantendrá a vos en alto. Pronto se ha de ver cómo el vil amor que invocáis acaba con vos. Pocas torres resisten un tenaz asedio.
Ebenezer lo había observado todo desde el extremo opuesto de la plataforma donde ahora se encontraba también el molinero. No se le ocurrió pensar que se encontraba en una posición poco segura; toda su atención la tenía centrada en los amantes, y cuando reparó en que McEvoy no sabía nada de la seducción de la señora Russecks, súbitamente vislumbró una estratagema, lo cual le cegó, impidiéndole hacerse consideraciones más prudentes.
—¡Os lo suplico, señor! —exclamó, dirigiéndose al molinero—. ¡No tentéis su cólera, os lo ruego, en tanto tenga a vuestra hija en su poder! Por grande que sea el mal que os haya infligido, más vale que se vaya en buena hora antes de que le dé muerte a Henrietta delante de vuestros propios ojos, o que la someta a lúbricas torturas, como dan en hacer los hombres desesperados…
No prosiguió; bien porque Russecks hubiera oído las sugerencias que le hiciera antes Ebenezer a McEvoy, bien porque ahora reparara en la presencia del primero, obviamente ya no era de la misma opinión en lo tocante a la inocencia del poeta. Se volvió hacia él, alfanje en alto, y dijo:
—¡Quien al prójimo pone los cuernos ha de estar presto a recibir cornadas!
Ebenezer no se demoró en huir escalerilla abajo; nada más tocar el suelo corrió hacia la entrada delantera, donde vio a Mary y a la esposa del molinero, expectantes y desasosegadas. Mas a pesar de toda su desazón, la señora Russecks conservaba el ingenio; antes de que Ebenezer hubiera alcanzado la puerta, ella echó a correr en dirección a la escalera caída.
—¡Vamos, Henrietta! ¡Baja aprovechando que persigue a sir Benjamin!
La orden fue tan ostensible y prematura que sin duda el objeto de la misma debía ser desviar la atención de Russecks. Si esto era así, la señora Russecks consiguió instantáneamente lo que se proponía: el molinero se detuvo en mitad de la plataforma y lanzó una mirada furibunda en dirección a su esposa.
—¡Os voy a descuartizar a todos!
Ebenezer descubrió, apoyada en la pared, una vara de hierro que tenía la punta en forma de gancho, semejante a un atizador, y cogiéndola, se apresuró a salir en defensa de la señora Russecks.
—¡A la taberna —le ordenó a Mary—, trae a todos cuantos hayan sido víctimas de los abusos de este canalla!
—¡Bravo! —exclamó McEvoy desde el altillo—. ¡Eben, mantenedlo dando vueltas tras vos en derredor de las ruedas en tanto yo me bajo! ¡Somos todos contra uno y yo tengo aquí una hoz con la que hacer frente a su sangrienta hacha carnicera!
Dicho esto, lanzó la estaca contra el molinero; encajó luego la hoz recién hallada en el cinto y colocó las piernas en torno a uno de los dos pilares de madera que soportaban la tarima, presto a descolgarse a la primera ocasión que se le presentara. Mary se fue, dispuesta a hacer lo que le habían indicado, y la señora Russecks, sin quitarle ojo a su marido, procuraba levantar la escalera caída. El mismo Russecks, aunque el proyectil que McEvoy arrojara no le había alcanzado, parecía hallarse al borde de una apoplejía provocada por su propia cólera. Tras unos momentos de indecisión, centró la atención en Ebenezer, que se estremeció al ver el odio que se pintaba en aquel semblante.
—¡No van a ser dos contra uno durante mucho tiempo!
Russecks dio dos pasos en dirección al borde de la tarima y entonces, al ver que Ebenezer se disponía a huir, se volvió hacia el centro y pasó una pierna por encima de la barandilla. Era obvio que tenía intención de bajar de un salto y deslizarse por las piedras de moler a fin de impedir que Ebenezer representara el papel de Héctor dando vueltas en derredor de las murallas de Troya.
—¡Ah, no! —exclamó al punto la señora Russecks, y antes de que su marido pudiera soltar la barandilla, dio un salto y tiró de la palanca que encajaba el vástago de la rueda de moler con el de la rueda que movía el agua en el exterior. La piedra que ocupaba la posición superior empezó a girar ruidosamente, y Russecks, al ver que se quedaba sin apoyo, se vio obligado a saltar.
—¡Que Dios te maldiga! —tronó, casi llorando—. ¡Que Dios os maldiga a todos!
Agarrándose con la mano que tenía libre, volvió a pasar la pierna por encima de la barandilla con el propósito de volver a la tarima y eso fue lo que lo perdió: al girar sobre sí mismo, la enorme funda de la espada, que le colgaba al costado, quedó momentáneamente atrapada entre dos travesaños; a fin de destrabarla, hundió el vientre y trató de mantener la sujeción con las puntas de los dedos con que sostenía el alfanje. Enseguida le resbalaron los dedos y, fuera porque no quería o porque no podía soltar la espada, cayó hacia atrás. Las dos mujeres gritaron y a Ebenezer le hormiguearon los nervios. La caída fue breve, la postura, fatal; Russecks tenía aún los tacones de las botas a la altura de la tarima cuando dio con la cabeza en la piedra del molino.
—¡Remátalo! —le dijo McEvoy a Ebenezer. Mas no era necesario, pues la cabeza y los hombros le fueron rodando por la superficie de la muela hasta que el molinero quedó tendido en el suelo. Henrietta tuvo un ataque de histeria. Su madre, tras el primero, no profirió nuevos gritos, sino que empujó pausadamente la palanca a fin de dejar libre la rueda. Sólo entonces inquirió de Ebenezer:
—¿Está muerto?
El poeta procedió a efectuar un cauteloso examen. La parte posterior de la cabeza hallábase ensangrentada; el molinero, sin embargo, respiraba.
—Parece que está vivo, pero el golpe lo ha dejado completamente sin sentido.
Mary Mungummory asomó cautelosamente la cabeza por la puerta.
—¡Alabado sea Dios! ¡El canalla ha muerto! Ni uno solo de esos cobardes ha querido venir a prestar ayuda, pese a lo mucho que abusó de ellos. ¡Y además la jugada la ha hecho el señor poeta!
—No —dijo McEvoy, por fin en el suelo—, la jugada se la hizo sir Harry a sí mismo, y además no está muerto todavía. Cogió el alfanje y se lo puso al molinero en la garganta—. Con vuestro permiso, señora Russecks…
Pero aunque la señora Russecks no había mostrado emoción ninguna cuando ocurrió el percance, no quiso consentir el coup de grâce.
—Tened la bondad de bajar a mi hija, señor, y llevemos a mi marido al lecho.
Todos los presentes dieron muestras de sorpresa y todos menos Ebenezer también de indignación.
—¡Ese bellaco puede recobrar el conocimiento en cualquier momento y arremeter contra todos de nuevo! —protestó McEvoy.
—Confío en que sir Benjamin y vos os encontréis bien lejos de Church Creek cuando vuelva en sí.
—¿Y vos, señora? —preguntó Ebenezer.
—¡Y Henrietta! —protestó McEvoy.
La señora Russecks respondió que pese a todas sus amenazas, su marido no iría más allá de propinarles una paliza, y ellas ya habían sobrevivido a muchas.
—¡Me parece de perlas que le tengáis gusto a la vara —dijo McEvoy, terminante—, pero no hay bicho viviente que le ponga la mano encima a Henrietta! ¡Si es menester me la llevaré del condado!
—Henrietta puede quedarse o irse, según le plazca —aseveró la señora Russecks.
Mary Mungummory contempló al inconsciente molinero y sacudió la cabeza.
—¡No acierto a entenderte, Roxanne! Hubiera jurado que te alegraría ver a ese bestia muerto, al igual que haría todo el mundo en Church Creek. ¿No serás de ese género extraño de gente que gusta de que los azoten? ¿O por ventura eres una blanducha que cuando ve una víbora malherida siente lástima?
La señora Russecks hizo un gesto de irritación con la mano, dirigido a su amiga.
—Aborrezco a ese hombre, Mary. No lo hay más grosero y cruel; ha hecho de mi vida una tortura, y otro tanto se puede decir de la pobre Henrietta. Me casé con él sabiendo perfectamente que así habría de ser, y Dios me ha castigado adecuadamente por dicho pecado; no me corresponde poner fin a tal castigo.
Ebenezer se sintió conmovido por aquellas palabras; sin embargo, y a riesgo de ofenderla, se atrevió a indicar que en el pasado no había sentido escrúpulos a la hora de cometer adulterio.
—¿Se puede saber qué prueba eso —demandó ella bruscamente— salvo que en ocasiones los mortales se apartan del camino de la santidad? Cierto que se la he jugado a gusto; cierto asimismo que me congratuló verlo caer (aunque no fue eso lo que me indujo a tirar de la palanca), y me hubiera congratulado triplemente verlo sepultado. Pero jamás de los jamases seré yo quien lo sepulte ni consentiré que nadie le dé muerte.
Mary sorbió aire por la nariz.
—Recontrademonios, ¿estoy oyendo hablar a Roxie Russecks o a María Magdalena? Por lo menos no le prodigues a ese canalla los cuidados que le pueden devolver la salud, si es que le profesas alguna estima al resto de la humanidad.
Pero la señora Russecks se mantuvo firme y le ordenó a Henrietta (ya rescatada del altillo y convenientemente vestida) que le ayudara a llevar al molinero, que seguía inconsciente, a su cámara. La muchacha le dirigió una mirada de incertidumbre a McEvoy, que la estaba observando con aire desafiante, y se negó a obedecer.
—Os ruego que me perdonéis, madre, pero no voy a mover un dedo por salvarlo. Ojalá se muera.
Su madre frunció el entrecejo tan sólo un instante; pensándoselo mejor; sonrió y dijo que si Henrietta tenía intención de «acogerse bajo la protección» del señor McEvoy, los dos podían partir de inmediato con su bendición; además debían hacerlo antes de que Russecks recobrara el conocimiento; a continuación, para sorpresa de Ebenezer y McEvoy, añadió unas palabras, que musitó rápidamente en francés, siendo el poeta el único capaz de captar la expresión dispense de bans y el adverbio bientôt. Henrietta se ruborizó cual virgen y repuso, en un francés más claro, que aún cuando tenía motivos para pensar que en realidad McEvoy la admiraba à la point defiançailles,[46] no tenía intención de hacerse su amante en tanto no tuviera un mejor conocimiento referente a la posición que ocupaba en la vida.
—De momento —siguió diciendo en inglés—, tengo la intención de quedarme aquí con vos y compartir vuestras desdichas, aunque maldita si voy a hacer nada por apresurar la llegada de las mismas.
—¡Bien dicho! —añadió McEvoy—. Y tampoco voy a echar a correr como una rata antes de que se despierte el gato. Es mi intención montar guardia a la puerta de su cámara con esta espada, si vos me lo permitís (y, si no, en el lindero del bosque), y el instante en que le ponga encima a Henrietta su iracunda mano, será el último que pase en este mundo, o si no, el último que pase yo.
—No tengo fuerzas para llevarlo yo sola —imploró la señora Russecks a Ebenezer—. Os suplico que me ayudéis, señor.
Como se sentía en parte responsable del estado en que se hallaba el molinero, Ebenezer convino en ello. El breve intercambio de palabras que tuvo lugar en francés le había aturdido extrañamente la cabeza, tanto que apenas oyó las protestas de los demás, hasta que Mary dio en decir, cuando ya salían del molino:
—¿De dónde procede tan gentil preocupación por la salud de ese condenado, Roxie? ¡En cierta ocasión lo abandonaste, dejándolo a merced de una muerte segura!
—Entonces aprendí la lección —repuso la señora Russecks—, de lo contrario, jamás lo habría salvado. Si lo hubieran arrojado a los tiburones, paréceme que también mi vida habría tocado a su fin.
Entre la taberna y el molino habíanse congregado una serie de lugareños deseosos de ver en qué acababa la pelea; cuando avistaron al derrotado molinero prorrumpieron en vítores, por lo que la señora Russecks les envió a Mary, a fin de que les advirtiera que su regocijo era en cierta medida prematuro. El resto de la comitiva ingresó en la casa; Henrietta y McEvoy quedáronse en el zaguán, en tanto la señora Russecks y Ebenezer transportaban su carga hasta la alcoba del amo. El molinero no dio señal ninguna de ir a recobrarse del coma en que se hallaba, ni siquiera cuando su esposa Le lavó y vendó la herida.
—Voy a vendarle la cabeza y haré llamar a un médico —dijo, suspirando—. Si vive, que viva; si muere, que muera. Sea como fuere, estoy en deuda con vos por haber satisfecho mis deseos. Hizo una pausa, pues reparó en el semblante distraído del poeta—. ¿Echáis algo en falta, señor?
—Es pura curiosidad —respondió Ebenezer—. Si os juzgáis deudora mía, estimada señora, os suplico saldéis la deuda contestando a una pregunta osada: ¿fuisteis vuestra hija y vos capturadas en cierta ocasión por un pirata que responde al nombre de Pound?
La alarma de la mujer aclaró la respuesta. Miró a Ebenezer con nuevos ojos y dijo, maravillada:
—Sí, pero ¿cómo no se me ocurrió antes? Vuestras ropas maltrechas y la historia del naufragio… Pero si hace casi seis años que nos capturasteis cuando íbamos a Saint Mary procedente de Jamestown… ¿Cómo es posible que lo recordéis?
—No, señora, yo no soy ningún pirata —rio Ebenezer—, ni lo fui nunca; de lo contrario, pocas probabilidades habría de que siguiera siendo virgen, ¿no os parece?
La señora Russecks se sonrojó.
—Mas sin duda que no se habla de nuestra ignominia en Inglaterra y vos no sois oriundo de la provincia. ¿Cómo es que conocéis la historia?
—Es más famosa de lo que os imagináis —dijo el poeta, burlón—. Os juro que se la oí contar a mi tutor en la diligencia de Plymouth.
—¡Señor, no me inflijáis un oprobio aún mayor! ¡Decid la verdad!
Ebenezer le aseguró que eso era precisamente lo que había hecho.
—Mi tutor es un individuo extraño y formidable que ha estado tanto en el castillo de proa de Tom Pound como en el gabinete de Isaac Newton; en la hora presente sigo sin saber si en el fondo es un bellaco o un filósofo. En busca suya y de un hermano salvaje que tiene vine hasta aquí, por razones de tanto peso que la sola posibilidad de mencionarlas me estremece, y tan apremiantes…, pero en fin, muy pronto lo juzgaréis por vos misma, cuando os las haya explicado. Al hombre del que hablo, estimada señora, le prestasteis en cierta ocasión un gran servicio, bien que sin vos saberlo, y en consideración a tal servicio él os salvó la vida y el honor, que corrían peligro a manos de los piratas. ¿No habéis oído hablar nunca de Henry Burlingame?
La señora Russecks se sonrojó aún más; echó una ojeada para asegurarse de que ni su marido ni la pareja que se encontraba en el zaguán habían oído nada, y cerró la puerta de la alcoba. Ebenezer pidió disculpas por su falta de cortesía e imploró perdón invocando la gran urgencia de su misión, añadiendo que, sin ningún género de duda, Henry Burlingame (nombre verdadero del salvador y quondam amante de la dama, según le dio a entender a ésta) no le habría referido a nadie aquella historia, amén de que había manifestado opiniones en grado sumo caballerosas y llenas de afecto para con la señora Russecks y su hija. La esposa del molinero, incómoda, volvió a mirar en dirección a la puerta.
—Permitidme que os tranquilice aún más —dijo Ebenezer—. No tenéis por qué inquietaros respecto del honor de Henrietta. McEvoy no sabe nada de esto.
—A buen seguro que ya ha debido averiguar que mi hija no es virgen, si vamos a eso —dijo con crudeza la señora Russecks—. Es menester, empero, que os diga, sir… Benjamín…, pese a ser un punto huero por lo que al honor respecta, y aunque a nosotras no nos confiera mérito ninguno, que vuestro tutor es en materia de amor un sujeto sobremanera singular, tanto es así que jamás tuve noticia de nada semejante ni antes ni después, por lo que, muy posiblemente, os hayáis hecho una idea equivocada de nuestra aventura…
Ebenezer bajó la vista, azorado, y reconoció que, en efecto, había llegado a conclusiones erradas por lo que a tal asunto se refería (y no sólo en lo tocante a las dos damas de que entonces se hablaba), hasta que, hacía bien poco, le había sido revelada la curiosa verdad sobre Burlingame.
—¡Vive Dios, señora, que no es poco lo que tengo que contaros! ¡La búsqueda de Burlingame, en la cual vos misma desempeñasteis un papel nada desdeñable! ¡La trascendental misión que me ha sido encomendada, en la cual bien pudiera ser que desempeñarais de nuevo algún papel! ¡Ah, la vida es un dramaturgo prodigioso y desvergonzado que a diario trama coincidencias que Chaucer jamás hubiera osado imaginar, y urde complicaciones que a Boccaccio le habrían parecido en exceso enmarañadas!
La señora Russecks se mostró de acuerdo con aquella apreciación y manifestó su disposición a escuchar la historia en su totalidad una vez hubiera hablado a solas con Henrietta, a fin de ahorrarle a su hija alarmas innecesarias.
—Paréceme que mi marido aún tardará en ser peligroso, y por muy importante que sea la búsqueda que os traéis entre manos, estoy segura de que podrá esperar hasta mañana. Vuestra relación nos proporcionará una amena velada, sir Benjamín.
—¡Ah! Entonces ¿podemos por fin dejarnos de pseudónimos? —Audazmente, Ebenezer rodeó con el brazo la cintura de la señora Russecks—, ni yo soy sir Benjamín Oliver ni McEvoy es el comisionado de Su Majestad para los molinos de viento y de agua de la provincia. ¿No habéis oído a Mary llamarme «señor poeta»?
Ebenezer notó que la esposa del molinero se ponía rígida y le apartaba el brazo, por lo que supuso que aquella familiaridad no era de su agrado; a fin de encubrir su azoramiento, fingió creer que era su vocación poética lo que molestaba a la dama.
—¿Conque un poeta es menos atractivo que un caballero? ¿Y si por ventura ostenta el pomposo título de Laureado de Maryland?
La señora Russecks apartó la vista.
—Sustituís un disfraz por otro —dijo, concisamente.
—¡Os juro que no es así! Yo soy Ebenezer Cooke, antaño pretendiente al título de Laureado de Maryland.
Más que escéptica, la mujer del molinero parecía molesta.
—¿Por qué me mentís? Da la casualidad de que sé a ciencia cierta que en este mismo instante el Laureado de Maryland vive en Malden con su padre, y no guarda con vos el menor parecido.
Ebenezer se rio, bien que un tanto desconcertado por aquella actitud.
—No me sorprende nada que ciertos malvados hayan contratado a otro par de impostores; los motivos que les mueven siguen siendo para mí causa de terror, pero ya me he acostumbrado a sus métodos. Miradme a la cara, mi querida Roxanne: os juro por cuanto me es querido que yo soy Ebenezer Cooke, de Saint Giles in the Fields y Malden.
La señora Russecks, demudada la color, lo miró con incredulidad.
—Vive el cielo, ¿y si resultara que nosotras…? —Se dirigió a la puerta, apoyó la mano en el pomo y cayó al suelo tan inconsciente como su marido.