McEvoy expresó el deseo de que le enseñaran cómo funcionaba el molino, y explicó que aun cuando el cielo sabía muy bien que él se había hartado de ver molinos durante las últimas semanas, a su amigo sir Benjamin, que se había criado en Londres, pudiera resultarle divertido aquel ingenio.
—Naturalmente que sí, mis jóvenes señores —convino Russecks—. ¡Con mucho gusto os lo mostraré! Roxanne, tú y Henrietta idos ahora, en tanto yo me llevo a estos caballeros para que se den una vuelta por mi molino.
—¡Oh, padre, os lo suplico! —protestó Henrietta—. ¡Nos encantaría acompañarles! No nos da ningún miedo trepar por escaleras en compañía de estos caballeros, ¿verdad, madre?
—¡Que no, maldita sea! —exclamó el molinero—. ¡Lárgate antes de que te haga un cardenal en el…!
—Ni una palabra más —dijo McEvoy con firmeza—. Es propio de damas bien nacidas anhelar un poco de aventura de tanto en tanto, ¿no os parece? Mi brazo, señorita, tened la merced.
La muchacha lo cogió del brazo al instante y la señora Russecks hizo otro tanto con Ebenezer. McEvoy impidió que el molinero siguiera protestando, haciendo una serie de preguntas espinosas acerca del establecimiento.
—¿Cómo es que un caballero se rebaja a trabajar en la molienda? —quiso saber en cuanto entraron en el edificio.
—Ah, pues, bien, señor… —Russecks se rio, incómodo—. Es lo que dijo Mary…, la señorita Mungummory; lo que quiero decir es que… Se podría decir que lo hago por puro solaz, eso es. No está a la altura de mi rango, lo concedo, pero de alguna manera hay que emplear el tiempo, como digo siempre.
—Hum.
Ebenezer, que caminaba tras ellos, vio que el irlandés estiraba audazmente el brazo que le quedaba más alejado de Russecks y le propinaba a Henrietta un golpecito retozón en las costillas. El poeta palideció, pero la señora Russecks, que observó el gesto tan claramente como él, se limitó a estrecharle el brazo y sonreír. En cuanto a Henrietta, mostró sorpresa, mas ni un adarme de indignación ante los avances del caballero; cuando su acompañante repitió —preguntándole simultáneamente al molinero por qué, si hacía aquel trabajo por vocación, cobraba tarifas tan desmedidamente ventajosas—, a la muchacha le costó trabajo contener el regocijo. Cogió la mano de McEvoy; éste le rascó la palma inmediatamente y sin miramientos, y la señora Russecks, en lugar de descargar su ira materna sobre el seductor, conforme se esperaba el poeta, suspiró y le clavó a éste las uñas en el antebrazo.
—Alto —dijo McEvoy, cortando las explicaciones del molinero en cuanto a que todos los ingresos procedentes del molino eran destinados a mejoras comunales, como su posada y el almacén de tabaco que estaba levantando un poco más abajo, junto al río—. Tengo que haceros urgentemente una pregunta de orden privado. Si tenéis la bondad…
Con expresión malévola, le dijo a Russecks al oído, susurrando en voz alta, que tenía imperiosa necesidad de saber si entre las mejoras del lugar se incluía la existencia de un retrete, y de ser así, dónde podría dar con él un hombre en apuros.
—Pues, pardiez, señor, en la parte de atrás —repuso el atónito molinero—, o, si no, sois libre de orinar en el caz del molino, que es lo que suelo hacer yo. Lo que quiero decir es que…
—Basta, vuestra hospitalidad me abruma. Usaré el caz y estaré eternamente en deuda con vos. ¡Adieu a todos; adelante con la visita! Enseguida os doy alcance.
Dejolos bruscamente, seguido por las miradas de asombro de las damas; al cabo de unos minutos regresó, le dio unas palmadas a Russecks en la espalda, lo tildó de poeta y de filósofo por haberle hallado tan portentosa virtud al caz de un molino, y con la otra mano le dedicó a Henrietta un carnaval subrepticio de pescozones, caricias, golpecitos y pellizcos que a punto estuvieron de hacer que la muchacha se desmayara como consecuencia de una mezcla de regocijo, agitación interior y el esfuerzo que le suponía impedir que su padre se percatara de nada.
—¡Qué atrevido es! —le musitó la señora Russecks a Ebenezer. El poeta advirtió, mortificado, que la respiración de la dama se aceleraba, y coligió que tenía envidia de que a su hija le hubiese tocado en suerte el acompañante más osado. A pesar de que ardía en deseos de interrogar detenidamente a la señora Russecks con respecto a la señorita Bromly, Ebenezer no sentía inclinación hacia los devaneos adúlteros, y no habría hecho nada ni siquiera en circunstancias menos peligrosas y menos remotamente relacionadas con la apremiante cuestión de Billy Rumbly. Iba el poeta muy envarado, y cuando la señora Russecks, aprovechando que iban por una pasarela cercana a la tolva del molino, le coló una mano retozona en el bolsillo de los calzones, remedando el comportamiento de Henrietta con McEvoy, a Ebenezer se le heló la sangre en las venas. Cuando salieron del molino por la parte trasera, que daba a las cuadras, sintió un inmenso alivio.
—Ahora bien, señores —dijo Harry Russecks—; convendréis conmigo en que no hay en toda la provincia molino mejor cuidado ni mejor explotado.
—En cuanto a lo primero, puede que no andéis muy lejos de la verdad —reconoció McEvoy. En cuanto a lo segundo…, pero no, he prometido no ejercer mis funciones en tanto no lleguen mis papeles. He de decir que me he entretenido ahí dentro; muchos molinos he visitado en Maryland, mas ninguno con tanto deleite.
El molinero escupió, ufano.
—¿Has oído eso, Roxie? ¿Acaso no he dicho yo siempre que no era ningún desdoro que un caballero supiera gobernar un molino?
McEvoy volvió a tomarle la palabra, mirando a Henrietta con descaro.
—De manera singular agradome una hermosa tolva que descubrí cuando subíamos a la parte de arriba. Por lo que pude apreciar, apenas estaba usada.
A Ebenezer se le cayó el alma a los pies, e incluso Henrietta se ruborizó ante aquella figura, mas el molinero pareció no captarla, pues exclamó:
—¡A fe mía que este hombre tiene buen ojo! Esa tolva la hice yo mismo, señor, no hace mucho tiempo, y me siento sobremanera orgulloso de ella. Es una pena que no la hayáis palpado bien, para así apreciar la belleza de los ajustes.
—En verdad que es una pena —convino McEvoy—. Podéis tener la seguridad que no volveré a dejar pasar la ocasión.
Envalentonada por las posibilidades que encerraba aquella metáfora, Henrietta insistió en que un mero tanteo manual no era bastante para descubrir la excelencia del artilugio, la cual se ponía de manifiesto cuando aquél ejecutaba la función para la cual había sido creado; sólo haciendo pasar por allí su propio grano podría el señor McEvoy apreciarlo debidamente. El irlandés repuso jovialmente que nada podría causarle un placer mayor, aunque había oído decir que los plantadores locales se quejaban del precio.
—¡Son todos unos embusteros! —exclamó Russecks—. ¡En vez de tanta queja y tanta habladuría, que busquen una maquinaria mejor en el condado!
Llegados a aquel punto, la señora Russecks se sumó a la conversación, en apoyo de su marido.
—Esa pequeña tolva no es la única maravilla del lugar. Puede que estuvierais demasiado distraído como para reparar en ellas, señor McEvoy, pero las mismas ruedas del molino son cosa poco vista.
—Sí, eso es una gran verdad —dijo Russecks con entusiasmo—. Puede que las hayáis visto desde la pasarela. Esas ruedas llevan prestando sus servicios diariamente desde hace casi cuatro décadas y a cada año que pasa están mejor.
La señora Russecks afirmó que sir Benjamin había estado mejor situado que el señor McEvoy, por lo que pudo contemplar más adecuadamente aquellas maravillas, cuya excelencia creciente no venía sino a corroborar la verdad de un axioma gremial que rezaba: cuanto más añejas, mejor muelen las ruedas.
—Claro que también es verdad —comentó Henrietta desvergonzadamente— que la viga que encaje bien en esas ruedas ha de ser excepcional; la que usa papá está casi desgastada.
Ebenezer apretó los dientes. Miró en torno a sí, buscando el modo de poner fin a aquel double entendre, y reparó en que la caballeriza donde había dejado Mary a Afrodita estaba vacía.
—Vaya, la yegua de la señorita Mungummory no está. ¿Será posible que haya seguido el viaje sin nosotros?
—No, nunca sale tan pronto —dijo la señora Russecks—. Todavía no hemos tenido tiempo de hablar.
El molinero afirmó que no había de qué preocuparse, pero McEvoy insistió en ir a buscar a Mary a la fonda a fin de asegurarse de que la yegua no se había extraviado. Regresó enseguida, trayendo a Mary de la mano y dando grandes muestras de ira y alarma.
—¡La verdad, sir Harry! —exclamó—. ¿Tenéis por costumbre dejar sueltas a las caballerías de la gente después de haberles hecho pagar vuestros precios desorbitados?
Por un momento el molinero olvidó su papel; ensombreciósele el semblante y echó manó a la espada.
—Cuidado, mozalbete, de lo contrario enseguida…
—¿Dónde está esa caballería, señor? —le apremió McEvoy—. Sir Benjamin y yo le debemos la vida a esta mujer por habernos traído en su carromato desde las marismas, como ya he hecho saber al gobernador Nicholson. ¿Pensáis que vamos a quedarnos cruzados de brazos viendo que su yegua se pierde por negligencia vuestra?
—¡Ay, mi pobre Afrodita! —se lamentó Mary.
—¡Por negligencia mía! —tronó el molinero.
—Sí, vuestra, en tanto que propietario de las caballerizas. ¡Desenvainad la espada si os atrevéis! No tenéis delante a un plantador acobardado, sino a uno de los más mortíferos servidores del rey Guillermo.
—¡Vamos, calma, caballeros, calma! —imploró el molinero—. ¿Pensáis que he soltado a la yegua a caso hecho? ¡Si me habéis tenido delante en todo momento!
Ebenezer comprendió súbitamente qué había sucedido y se sintió desfallecer.
—Yo no he formulado tal acusación —dijo McEvoy—. No obstante, sois responsable de la yegua. Un auténtico caballero jamás consentiría que sucediera una cosa semejante, cuanto menos trataría de escurrir el bulto. ¿Tengo razón, señora Russecks?
Aunque no parecía entender del todo los motivos que guiaban al irlandés, la señora Russecks convino en que la primera preocupación de un caballero como es debido consiste en cuidar las pertenencias de sus huéspedes. Por un instante dio la sensación de que Russecks iba abofetearla.
—¡Maldita sea, señores, nadie es más caballero que yo! ¡Soy un caballero de dos pares de narices y en todo Church Creek no hay otro como yo!
—Pues entonces id en busca de Afrodita —le espetó McEvoy— o habréis de responder ante el gobernador en persona.
—¡Que vaya a buscarla! ¡A estas alturas ese rocín puede estar a medio camino de Cambridge!
—Un caballero como es debido jamás se dejaría detener por una consideración así, eso es lo que pienso.
—¡Por favor, señor! —La señora Russecks cogió a McEvoy del brazo—. ¡No seáis severo con mi marido en Saint Mary! Tened la bondad de compartir una tetera con nosotras dos y sir Benjamin, y estoy segura de que mi esposo habrá recuperado la yegua antes de que anochezca.
—¡Antes de que anochezca! —exclamó Russecks—. ¡Para empezar ni siguiera he dicho que vaya a salir en busca de ese animal! Lo que quiero decir es que… ¡Por la sangre de Cristo! ¡Está bien, iré a buscar a esa maldita bestia! Pero necesitaré ayuda.
—Iré a buscarla con vos. —Mary se ofreció voluntaria de inmediato—. Conozco las costumbres de Afrodita y no voy a poder descansar en tanto no demos con su rastro.
Al molinero no le hacía la menor gracia aquel arreglo y aunque su rostro reflejaba a las claras desgana, consintió en que Mary se lo llevara camino de un bosque que había tras las cuadras. Ebenezer los vio partir con el ánimo desmayado.
—Creo que voy a ayudarles a buscarla —probó a decir.
McEvoy soltó una risotada.
—A ver, señoras, responded sinceramente: ¿sir Benjamin es el mayor cobarde o el mayor guasón de Inglaterra? Sé de buena tinta que ha engendrado un regimiento de bastardos, pero oyéndole hablar cualquiera diría que el muy bribón es virgen.
—Ya basta, John; es hora de dejarse de fingimientos.
—Muy bien dicho —convino McEvoy sin dilación, mas en lugar de revelar la verdadera condición e identidad de ambos, confesó haber sido él mismo quien soltara a la yegua de Mary Mungummory, cuando fingió ir a visitar el caz del molino; tuvo tiempo de decírselo a Mary, quien, lejos de enojarse por ello, le había dicho que Afrodita seguramente habría acudido enseguida a cierta granja no muy alejada, en cuyos establos se había recogido muchas veces, tras lo cual se ofreció a emprender con Harry Russecks una búsqueda que los tendría ocupados dos horas antes de que dieran con el animal.
—Esa mujer es una reina entre todas las mujeres —afirmó la señora Russecks—. Así pues, caballeros, a por nuestro té, en vista de que mi esposo tiene un sentido de la responsabilidad tan encomiable. Cogió a Ebenezer del brazo; McEvoy, a su vez, ya había atraído a Henrietta junto a sí y la tenía rodeada de la cintura.
—A decir verdad, señora Russecks —dijo el poeta, desesperado—, es absolutamente necesario que trate con vos cierto asunto urgente.
—¡Eh, señor McEvoy! —dijo la esposa del molinero en son de chanza—. ¡Vuestro amigo es tan descarado como vos! Demonios, cuando yo era joven los hombres eran más sutiles, para bien y para mal.
—¡No, os empeñáis en no entender! —protestó Ebenezer—. ¡No soy en absoluto lo que pensáis!
—¡Ahora empiezo a darme cuenta, mozalbete desvergonzado!
—Os lo ruego, escuchadme…
—Calma, sir Benjamin. —McEvoy se reía, pero Ebenezer leyó en sus ojos alarma—. Vuestra franqueza le resulta embarazosa a Henrietta. Un momento, madame Russecks, paréceme que será mejor suprimir el té, a fin de ahorrarle a vuestra hija nuevos sonrojos; con vuestra licencia voy a pedirle que me lleve de nuevo al molino, a fin de inspeccionar con mayor detenimiento lo que antes sólo pude ver por encima.
A propuesta tan directa la señora Russecks respondió meramente:
—No estoy dispuesta a apartar a nadie de las obligaciones que tiene para con Su Majestad, señor; no obstante, si en virtud de la misión que os ha sido encomendada, os decidís a probar la maquinaria amén de inspeccionarla, os ruego que tengáis presentes dos cosas…
—Lo que vos digáis, madame: estoy a vuestras órdenes.
—En primer lugar, pues, y a pesar de que habéis afirmado haber inspeccionado muchos molinos anteriormente, debéis recordar que éste no está acostumbrado a inspecciones. Me es muy caro, señor, precioso incluso; pese a que mi marido lo proclama suyo, no es en modo alguno obra de él, sino que lo recibió junto con mi dote, por decirlo así. Además hemos de velar por nuestra reputación, y aunque la comisión que se os ha encargado es perfectamente inofensiva, bastarían ciertos comentarios malintencionados para hacer de ello un escándalo. En resumidas cuentas, inspeccionad y probad cuanto gustéis, señor McEvoy, mas sed gentil y discreto, cual conviene a un representante del rey.
McEvoy hizo una reverencia.
—Comprometo mi vida en ello, señora.
—Y tú, Henrietta —dijo la señora Russecks con gravedad mayor—, ten presente que el molino es un paraje peligroso para una novicia.
—¡Me parece que sé desenvolverme bastante bien allí, madre!
—Muy bien, pero mira dónde pisas y mantente alerta por si surgen problemas.
Con aquel consejo se fue la pareja y la señora Russecks se volvió hacia Ebenezer, sonriendo con orgullo.
—Llevadme al interior de la casa, sir Benjamin, y atenderemos ese asunto tan urgente y que tanto os preocupa.
Ebenezer suspiró; afuera hacía frío y él no era ciego ni a la belleza de la señora Russecks ni a su halagüeña invitación. No obstante, en cuanto estuvieron sentados en el salón, declaró no ser sir Benjamin ni ningún otro noble, y añadió que ni su compañero ni él viajaban investidos de ningún poder oficial.
—Por lo que respecta a mi verdadera identidad, me avergüenzo de ella, mas os la diré al punto…
—¡De ningún modo me la vais a decir! —ordenó la señora Russecks, con cierto acaloramiento—. ¡Por vuestros modos mundanos parecéis más joven de lo que conviene a vuestros años! ¿Me tomáis, señor, por una puta dispuesta a holgar con cuantos entren en el lupanar?
—¡Señora, por Dios, de ninguna manera!
—Ya habéis visto la clase de matón zafio y grosero que es mi marido —siguió, de modo cortante—. En mis años mozos fui concibiendo un desprecio creciente hacia la estirpe de los hombres, y di en aborrecer en mi fuero interno las cosas que despertaban la lujuria, tanto en ellos como en mí. Me casé con Harry Russecks por desprecio a la vida, de modo que cada vez que él me forzaba cual bestia babeante de los montes, reforzábase la opinión que me merecía su sexo.
—¡Piedad, señora! ¡No sé qué pensar! Muchas veces me he apiadado del destino de la mujer y he denostado la brutalidad del hombre; con todo, a mi parecer, en una proporción de nueve sobre diez partes, en esos menesteres es el hombre esclavo de la naturaleza, y en todo caso os aseguro que no todos los hombres son tan brutos como vuestro esposo. —Ebenezer se interrumpió, confundido por aquel insulto intencionado—. Lo que quiero decir es que…
—Tanto da. —El semblante de la señora Russecks se suavizó; la mujer sonrió y puso su mano encima de la de Ebenezer—. Lo que vos acabáis de decirme lo he sabido desde siempre en el fondo de mi corazón, y pronto me di cuenta de que mi matrimonio era una locura. Sin embargo, era y sigo siendo víctima de otra locura que he heredado de mi padre como si se tratara de una enfermedad familiar: mi orgullo desmedido impedíame apartarme de los derroteros de una gran decisión una vez trazado el rumbo, por más que viera que sólo conducía al dolor y la repugnancia. En lugar de admitir mi equivocación y abandonar la provincia, tomé la resolución de sacarle el mayor partido posible; juré no perder ninguna ocasión de redimirme, desdeñando por igual a los hombres buenos y a los malos. Eso, señor, explica vuestra presencia aquí, así como lo que sin duda habréis interpretado como una incitación inmodesta por nuestra parte. Siento más lástima de Henrietta que de mí misma, pues que a ella jamás le fue dado elegir el vivir con un déspota vigilante y celoso. No obstante, y a pesar de que nos hemos comportado como rameras, señor, os ruego que recordéis que no lo somos: yo le abrí mis puertas a un caballero, e incluso la buena de Ginebra fue puta de un caballero. Si me salís ahora con que no sois más que el hijo de Ben, el plantador, o de Billy Huesos, el marino…, sería peor que delicado, sir Benjamín, ¿estáis de acuerdo?
Mientras hablaba, la señora Russecks jugaba distraídamente con la mano de Ebenezer, en la yema de cuyos dedos huesudos iba hundiendo sucesivamente y suavemente la uña del índice; al final alzó sus magníficos ojos castaños, frunció el ceño como quien pide un antojo y esbozó una media sonrisa. A Ebenezer le ardían las mejillas; la nariz y las cejas le daban tirones convulsos.
—Estimada señora… —Era el momento de hacer algo; tenía que abrazarla inmediatamente, o hincarse de rodillas y hacer protestas ardientes…, mas aunque los sentimientos tan encontrados que albergaba su pecho eran extrañamente distintos de los que se habían adueñado de él en otros arrebatos de pasión, se sentía incapaz de obligarse a hacer lo que el momento exigía—. Os lo suplico, señora, no os ofendáis…
La señora Russecks retrocedió. Inmediatamente, al desconcierto sucedió una expresión de incredulidad que a su vez desembocó en cólera.
—Os ruego que no malinterpretéis…
—No es probable que lo haga, ¿no os parece? —dijo, furiosa—. ¿O vais a salir ahora con que sois un santo disfrazado, todo consideración hacia el honor de los maridos?
—Vuestro marido es un palurdo —dijo Ebenezer con ánimo tranquilizador—. Los cuernos que luce se los ha ganado a pulso merced a su falta de sensibilidad…
—Entonces salta a la vista la verdad —le espetó ella—. Vuestro amigo se ha llevado a la potranca y os ha dejado a vos con la jamelga baqueteada.
—¡No, señora, por vida de…! ¡No tengo el menor deseo de cambiarme por McEvoy, creedme!
—¡Oíd lo que dice este canalla! ¡Nos encuentra a las dos agrias para su paladar y no tiene reparos en soltárnoslo a la cara! ¿Y decís que mi marido no tiene sensibilidad?
Hasta aquel momento Ebenezer había hablado con gentileza, casi con timidez, por temor a herir el orgullo de la dama. Pero entre las curiosas y nuevas sensaciones que se habían adueñado de él contábase una extraña confianza en sí mismo que jamás había experimentado anteriormente en presencia de una mujer. No se tomó la molestia de averiguar de dónde procedía; apoyándose en la fuerza que tal confianza le daba, cogió la mano de la dama, sujetósela fuertemente, venciendo los esfuerzos de aquélla por soltarse y la oprimió contra su pecho.
—¡Sentid mi corazón! —ordenó—. ¿Es ése el pulso de un santo? ¿Creéis que siento frío por dentro?
La señora Russecks no respondió; un sentimiento inconcreto de desdén, teñido de irritación, ocupó el lugar de su cólera inicial.
Ebenezer siguió hablando, aún agarrándole la mano.
—No sois ninguna chiquilla, señora Russecks; a buen seguro os dais cuenta de que me habéis inflamado de deseo. Pues bien: tan sólo dos veces en toda mi vida he sentido este fuego, y en ambas ocasiones… (¡vive Dios! ¡El recuerdo hace que me abrasen los remordimientos!)… en ambas ocasiones estuve en un tris de violar a la mujer que amaba. ¡Y qué diantre, vos sois hermosa! ¡Sois, con mucho, la mujer más agraciada que he visto en Maryland! ¡Vos sois la obra maestra y vuestra Henrietta no es más que una copia!
En vista de semejantes protestas, de la ira anterior, la esposa del molinero no acertó a conservar más que un leve gesto.
—¿Entonces qué os hace perder la hombría? —Ni ella logró reprimir una sonrisa ni Ebenezer pudo menos de sonrojarse, pues al tiempo que formulaba la pregunta, la señora Russecks pensó que el estado que aquejaba a su interlocutor no adolecía precisamente de falta de hombría—. Mejor dicho, puesto que veo claramente vuestro ardor, ¿qué os frena? ¿Es por miedo a mi marido?
Ebenezer negó con la cabeza.
—Entonces, ¿qué os detiene? —Su voz volvía a dar muestras de irritación—. ¿Acaso tenéis miedo de que esté contagiada de sífilis como tantas mujerzuelas? ¡A fe mía que es un portento toparse con un violador que les pide a sus víctimas una cédula de buena salud!
—¡Ya basta, os estáis ultrajando vos sola, señora! Juro por Dios que ésta es la mejor oportunidad que he tenido en toda mi vida: quien gane vuestros favores llévase un espléndido trofeo; el mundo lo mirará con asombro y envidia. Aceptar tan dulce prenda sería para mí un placer desusado y singular, al igual que me causa un dolor desusado y singular rechazaros, y me lo seguiría causando aun cuando mi rechazo no implicara afrenta ninguna… —Ebenezer se detuvo y sonrió—. ¡Mi querida dama, ni por asomo sospecháis la índole especialísima y total del atractivo que ejercéis sobre mí!
Tan cordial era su actitud, tan curiosos sus cumplidos, que el semblante de la señora Russecks se volvió a suavizar. Una vez más exigió que se le diese una explicación e incluso amenazó de un modo vago con denunciar al poeta ante su marido por impostor si no mostraba mayor franqueza para con ella, aunque se ha de decir que empleó un tono más zalamero que irritado.
—Os reprocháis el haber sido tan directa —dijo Ebenezer— y afirmáis que os desprecio por ello; sin embargo, señora, lo cierto es que al tomar la iniciativa me habéis conquistado más. Admiro vuestra gracia, me deleito en vuestra belleza, mas aparte de eso… ¿Cómo podría expresarlo? Paréceme que poseéis la sabiduría y el tacto necesarios para ocuparos de mi torpe inocencia, sin los cuales nuestra aventura acabaría en desastre…
—¡Pero sir Benjamín, ese modo de expresarse no es propio de un violador!
—¡Por favor, dejadme acabar! No voy a revelar mi nombre, puesto que así lo queréis, mas hay una cosa que debéis saber. Se trata de algo que le ocultaría a una mujer menos gentil que vos, pues podría servirse de ello para hacerme daño; pero vos, señora…, ah, tal vez sea necedad, mas la imagen que tengo de vos… Os imagino gratamente sorprendida, incluso encantada ante un hecho así… Sentís una ternura infinita y, sobre todo, es algo que sabéis valorar. Sí, sabéis valorarlo en grado máximo, como haría yo si…
Fascinado por la imagen que le ocupaba la mente, Ebenezer hubiera seguido dando detalles más minuciosos, pero la esposa del molinero lo atajó, diciendo sin ambages que sentía tanta curiosidad como ardor y que de empeñarse él en negarse a satisfacer una y otro, sería testigo de su muerte, y luego habría de atenerse a las consecuencias.
—El cielo lo impida. —El poeta se rio, maravillado de seguir siendo capaz de expresarse con aquella facilidad—. La pura verdad, mi querida señora Russecks, es que a pesar de mis veintiocho años de edad soy tan inocente como un mamoncillo, y he hecho voto de seguir siéndolo.
Sus predicciones relativas al efecto que tendrían aquellas palabras sobre la mujer del molinero se vieron confirmadas en cierta medida: ella estudió su rostro buscando trazas de insinceridad, y como al parecer no las hallara, inquirió con voz meliflua:
—¿Me estáis diciendo que…, y no sois sacerdote?
—No soy cura romano ni de ninguna otra Iglesia —dijo Ebenezer. A continuación le explicó que en un principio, como quiera que él era un individuo tímido y desgarbado, había dado en considerar su inocencia una virtud, ello más bien por necesidad; que antes de transcurrido un año (¡a él se le antojaron décadas!) había elevado la inocencia, en conjunción con cierta inclinación artística que tenía, a la categoría de estilo de vida, llegando incluso a identificarla con la esencia de su personalidad; y que al cabo de un año plagado de terribles tribulaciones por las que había pagado un precio altísimo, no sólo en propiedades, sino posiblemente también en vidas humanas, había logrado preservar intacta la inocencia. Ya había pasado algún tiempo desde que se viera obligado a tomar muy en serio el asunto de su inocencia, y aunque explayarse acerca de las virtudes de la misma y estremecerse verbalmente ante la perspectiva de perderla habíanse constituido en su segunda naturaleza, le causaba sorpresa el verse disociado emocionalmente de su propios panegíricos; era como si se hiciera a un lado y los escuchara con oído crítico. Ciertamente, cuando la señora Russecks, vivamente interesada, le pidió que explicase aquella inocencia prodigiosa, el poeta se vio obligado a admitir, tanto frente a ella como frente a sí mismo, que en buena ley ya no era digno del calificativo de inocente salvo en lo estrictamente relacionado con el amor físico.
Pero la dama seguía sin darse por satisfecha.
—¿Queréis decir que no tenéis ni idea de lo que han estado haciendo vuestro amigo y Henrietta durante la última media hora?
Ebenezer se ruborizó, no sólo por la alusión de la otra pareja, sino también porque cayó en la cuenta (cosa que le confesó con prontitud a la señora Russecks) de que, incluso en el aspecto físico, su inocencia quedaba reducida a la mera cuestión técnica de su virginidad, hecho aquel que (aunque no quiso seguir elaborando la idea) no era tan vago como a él le hubiera gustado.
—Lo cierto es que, entonces —siguió insistiendo la señora Russecks—, esa preciosa inocencia a la que os empeñáis en aferraros ha sido tantas veces mordida y picoteada que apenas si os queda un bocado.
—Con profundo pesar he de reconocer que así es.
—¿Y tanto significa para vos ese triste pingajo?
Ebenezer suspiró. El oyente crítico que habitaba en su alma había formulado aquella misma pregunta pocos momentos antes, mientras él hablaba, y a modo de respuesta había reparado en un hecho curioso: la pérdida cualitativa de su inocencia, conforme advertía súbitamente, se había visto acompañada de un aminoramiento del valor que Ebenezer le asignaba; aunque seguía cantando sus alabanzas, por fuerza de un hábito no meditado, había descubierto con asombro que, en medio de aquellas alabanzas desapasionadas, era muy endeble la emoción que sentía genuinamente ante la idea de perder definitivamente la tan traída y llevada inocencia. Así se explica el suspiro que dejó escapar y la leve sonrisa con que repuso:
—A decir verdad, a estas alturas me es indiferente, señora. Mejor dicho: estoy harto de inocencia.
—¡Pues no se hable más! —A la mujer se le había enronquecido la voz y le brillaba la mirada; extendió las manos para que Ebenezer se las cogiera—. ¡Venid acá y fuera inocencias!
Aunque le cogió las manos a fin de que viera que las suyas le temblaban de deseo y reconocimiento, Ebenezer se negó a abrazarla.
—Lo que antes valoraba yo tanto no ha dejado de tener sentido —dijo suavemente— y cuando pienso que tarde o temprano ha de llegar el fin del que habláis, tan irremisiblemente como la muerte y puede que en circunstancias en modo alguno tan placenteras como las presentes, vive Dios, entonces me pregunto ¿qué moraleja encierra esta historia? ¿Que el universo es baladí? ¿Son la renuncia y la castidad una locura? ¿O por ventura hemos de proporcionarle al mundo aquello de que de por sí carece? Mi valeroso ataque a Maryland, esta empresa de caballero andante, mezcla de inocencia y arte…, claro, ahora me doy cuenta de que es un edificio que hunde sus cimientos no ya en arena, sino en los negros céfiros que recorren el abismo infinito. Por ello clama una voz en mi interior: «¡Derríbala! ». Y entre tanto, otra voz contempla admirada mi empresa y ve en la vanidad de la misma toda la nobleza que aureola a los caídos. Esta segunda voz me dice que no se trata de un mero castillo en el aire, sino de un templo de la mente, del altar de Atenea, adonde acude el intelecto buscando protegerse de las furias que lo asedian con más terrible encono del que jamás emplearon contra Orestes…
—¡Basta! —protestó la señora Russecks, bien que con cierta cordialidad—. Puesto que es claro que no queréis nada conmigo, retiro mi invitación. Mas no esperéis que me sumerja en esa cháchara de abismos y castillos; si queréis sermonear, hacedlo en el inglés que usamos en Church Creek, de lo contrario no sabré si me estáis insultando.
Ebenezer negaba con la cabeza.
—¡He aquí una muestra de verdadera nobleza, que merced a un gesto de rechazo se inviste de gracia! ¡Y he aquí también una paradoja, pues es esa misma gracia lo que me confiere el valor necesario para exponer claramente mi resolución, al tiempo que le asesta un golpe mortífero!
—Vamos; lo que yo busco es que me hablen claro, no que me halaguen.
Tranquilizado por aquellas palabras, Ebenezer dijo que aun cuando hacerle entrega en aquel punto y hora de los últimos despojos de su inocencia sería para él un privilegio, amén de una alegría, había resuelto negarse un placer que, aun siendo sublime, carecería de una significación adecuada.
—Cuando me alisté en las filas de la vida —dijo—, la virginidad era una enseña de seda que, inmaculada y con las últimas puntadas aún recientes, gustábame hacer ondear al viento. Ahora está vieja y ajada, y tan desgarrada por los embates guerreros que su mismo portador podría confundirla con una bota hecha jirones, no obstante lo cual, estandarte sigue siendo, y ha alcanzado la dignidad última de toda enseña: puesto que yo no puedo conservarla, no la abandonaré por el camino, sino que con honores la entregaré en el campo de batalla.
No quedó descontento el poeta de la figura que había empleado, pues parecíale que amén de ser lúcida y sincera, estaba aceptablemente libre de contenido insultante. No obstante, no le fue dado saber si la mujer del molinero compartía aquella buena opinión, pues justo cuando se disponía a interrogarla, saltó ella del diván con el rostro demudado, ya que un instante antes había oído pasos de alguien que corría sendero arriba.
—Rogadle a Dios que os guarde con vida hasta el día de la entrega —dijo, con la voz alterada por el miedo—. ¡Por la puerta entra mi marido!