12. LUEGO DE PROSEGUIR VIAJE RUMBO AL NORTE, CAMINO DE CHURCH CREEK, MCEVOY AVENTAJA A UN NOBLE EN NOBLEZA Y EL POETA, SIN QUE NADIE LE DEMANDE SU PARECER, ES ARMADO CABALLERO

Poco después de que Harvey Russecks concluyera su relato, retiráronse todos a dormir en unos lechos de hojarasca de maíz que les proporcionó el anfitrión; con ellos y un número abundante de mantas que traía Mary en el carromato, pasaron Ebenezer y McEvoy la noche más cómoda de la que disfrutaban desde hacía tiempo. El poeta, empero, mantúvose despierto por espacio de unas cuantas horas pensando en la señorita Bromly, en su hermana, en la gravedad de la misión que le había sido encomendada y en la historia que le acababan de contar. A la mañana siguiente, cuando estaban desayunando con unos huevos fritos y carne de rata almizclera (manjar que hallaron mucho más grato al paladar que a la vista), Ebenezer dijo así:

—Ya de antes tenía motivos suficientes para buscar al tal Cohunkowprets, o Billy Rumbly, pues bien pudiera servirme para descargar de mi conciencia el peso de dos vidas inglesas que sobre ella pesan; pero ahora, luego de haber oído lo bajo que ha caído la señorita Bromly por pura lealtad hacia mi hermana, se hace más urgente que nunca dar con éste y tratar de salvar a aquélla. Si por causa mía se pone en peligro otra vida, el sentido de la responsabilidad me hará perder la razón.

—No, amigo mío —le encareció McEvoy—; bien sabe el cielo que respeto vuestros sentimientos, pero pensáoslo bien. Os habéis comprometido a salvar a los rehenes que hemos dejado en manos de Chicamec os cueste lo que os cueste, según vos mismo afirmasteis, y a mí me habéis hecho partícipe de tan mentecato honor. ¿Creéis acaso que el tal Rumbly se avendrá a vuestros deseos si advierte que os proponéis arrebatarle a su mujer? Y si nos vuelve la espalda…, ¡vive el cielo!, entonces habréis de responder no de dos, sino de doscientas mil vidas. Teniendo a Dick Parker y a ese otro como generales, ni toda la milicia de América será bastante para frenar a los indios y los esclavos.

—Me dan escalofríos sólo de pensarlo —dijo Mary Mungummory, que estaba junto al fuego en el que habían preparado la cena—. No conviene olvidar, señor Cooke, que al margen de cuál haya sido la mala pasada que ha llevado a esa mujer a la situación en que ahora se encuentra, sigue en ella por voluntad propia. —Súbitamente, Mary suspiró irritada y se dirigió a un Tribunal imaginario, poniéndolo por testigo de la testarudez del poeta—. ¡Es el colmo, señores, el mundo está a punto de saltar en pedazos y él sólo se preocupa de las desdichas de una mujerzuela!

Ebenezer sonrió.

—¿A quién le cumple decir desde qué lado del catalejo se han de avizorar las cosas? Una noche, hallándonos Burlingame y yo contemplando las estrellas allá en Saint Giles in the Fields, comenté que los problemas de los hombres, al igual que sucede con las montañas de nuestro planeta, son insignificantes en comparación con la eternidad y con la inmensidad del cielo, a lo cual Henry repuso: «Muy cierto, querido Eben; mas aquí abajo, donde vivimos nosotros, las montañas son harto elevadas, no te quepa la menor duda de ello». Sea como fuere, me propongo hacer cuanto esté en mi mano por la señorita Bromly. No tengo intención de denunciar a Billy Rumbly por haber cometido un delito de violación (¡en un Tribunal de Maryland eso sería una presunción vana!) y no creo que le plantee objeciones a mi solicitud, si he entendido bien lo que de él ha dicho el señor Russecks.

Era todavía temprano cuando se despidieron del trampero y partieron en la carreta de Mary camino de Church Creek; aunque llevaban cinco horas de viaje, el sol apenas había rebasado el meridiano cuando avistaron una construcción.

—Aquello que allí se ve es una posada —dijo McEvoy, señalando un edificio de nítidos perfiles, situado a cierta distancia de donde se encontraban.

—Sí; allá iremos, nos guste o no —dijo Mary—; es la morada de sir Harry —y explicó que Harry Russecks se encolerizaba hasta extremos peligrosos cuando los que acudían a la población vecina no se presentaban ante él y le comunicaban qué les llevaba por allí—. El sabe muy bien a qué vengo yo, y en cuanto a vosotros, no es preciso que digáis sino que os llevo a Cambridge, donde tenéis que cumplir un encargo del gobernador.

—¡Pero, bueno, menudo déspota desvergonzado! —exclamó Ebenezer—. ¿Con qué derecho se entromete en los asuntos de todo el mundo?

—Ah, bueno —repuso Mary—; en primer lugar, es capaz de cargar con cinco quintales de grano a la espalda, según dicen, y de romperle el cuello a un hombre como quien troncha una pajita. En segundo lugar, es el amo de la posada, del molino que está al otro lado del río y la mitad de los plantadores de los alrededores dependen de él.

»El molino —siguió diciendo—, al igual que sucedía con la mayor parte de los molinos de la provincia, se había construido por orden de lord Baltimore, financiado en parte con fondos procedentes del tesoro provincial; de ahí que el gobierno estuviera interesado en que siguiera funcionando. Harry Russecks era consciente de aquel hecho, pero como la ciudad de Saint Mary se hallaba tan alejada de Church Creek y como además el Consejo del Gobernador tenía tantos problemas apremiantes a los que prestar atención y tan débiles mecanismos en los que apoyar su autoridad, Harry Russecks explotaba aquel monopolio sin el menor escrúpulo y de todos los modos posibles. A base de cobrar por la molienda tarifas que rayaban en la extorsión, y de sustraer invariablemente un puñado de cada fanega de grano, se había hecho con una buena fortuna; luego construyó la posada y se dedicó a hacer préstamos a los plantadores de tabaco de la zona, obligándolos a consignar sus tierras como garantía subsidiaria, con lo cual obtenía grandes beneficios anuales independientemente de los altibajos del mercado. Si el precio del tabaco alcanzaba una buena cotización, él recuperaba sus préstamos con los intereses, elevaba las tarifas del molino y la taberna se le llenaba de plantadores que acudían a celebrar su suerte; si el mercado bajaba, él aumentaba sus tierras merced a las garantías subsidiarias, seguía moliendo grano como siempre, pues el prójimo tenía que comer el pan de cada día, y les vendía ron a los plantadores para que ahogaran sus penas. No ha de resultar sorprendente, por lo tanto, que en poco tiempo acabara convirtiéndose en el hombre más rico de la zona y en uno de los más ricos de la provincia. Su posición en Church Creek era tan firme que se permitió proclamar a su esposa la única mujer que pertenecía genuinamente a la nobleza en muchas millas a la redonda, y ello recurriendo a componendas que las gentes del lugar no podían adivinar sino por conjeturas; todo el mundo sin excepción estaba obligado a darle el tratamiento inherente a su falso título, en tanto él seguía robándoles en el molino; las gentes tenían que apartarse de su camino cada vez que le daba por blandir la espada, cosa que hacía incluso ante la rueda de moler, y todo el mundo en general tenía que rendir pleitesía a sus trapacerías sin rechistar.

—Sir Harry no respeta nada en este mundo salvo las patentes de nobleza —dijo Mary a modo de conclusión—, y no teme a nadie en esta provincia salvo a dos comisionados de Saint Mary, que, según dicen algunos, han venido a inspeccionar molinos y transbordadores.

Cuando estuvieron delante de la posada vieron los viajeros encima del nombre un curiosísimo escudo de armas pintado con colores estridentes: sobre un campo de azur, entre dos flancos de sable, veíase unas anillas en or (una especie de círculos con un orificio cuadrado en el centro y que semejaban ruedas de molino), una flor de lis en campos de gules, por encima y por debajo de la cual destacábanse sendos cangrejos armados al natural. El examen del escudo se vio bruscamente interrumpido por un violento estrépito procedente del lugar del que aquél era enseña; se oyó un estruendo de loza que se rompía, el alarido de una mujer y una voz de hombre que gritaba: «¡Ay! ¡Ay!», a la cual siguió un segunda voz que bramaba: «¡John Hanker, te voy a partir la crisma! ¡Toma! ¡Estate quieto, maldita sea, que te voy a arrear un buen pescozón!». Por la puerta salió zumbando un joven colono que se llevaba las manos a la cabeza (en la que no lucía peluca alguna) y corría como si le fuera la vida en ello. Pisándole los talones apareció un hombre desgreñado, con aspecto y trote de toro, pelinegro, que llevaba la camisa desabrochada, miraba de soslayo y tenía muchas pecas; portaba en la diestra una espada (no un estoque como el que se usa entre caballeros, sino un alfanje a lo Henry Morgan con el que se podría descuartizar a un buey), y con la siniestra arrastraba del brazo a una desdichada moza, la misma, según comprobaron enseguida, cuyo alarido había anunciado aquella escena. De no ser por aquel estorbo de su perseguidor, el joven hubiera perdido algo más que la peluca, y aun así el espadachín de las greñas (el cual Ebenezer dio por sentado que sería el molinero Russecks) a punto estuvo de añadir un homicidio al catálogo de sus pecados.

¡Agg! ¡Corre, Hanker! —tronó, poniendo fin a la persecución—. ¡Vuelve por Church Creek, que te moleré hasta hacerte papilla!

—¡Si sólo era una broma, padre! —exclamó la muchacha—. ¡No sigáis! —Ahora que había remitido la tormenta, la joven parecía más corrida que alarmada.

—¡Pardiez! —murmuró McEvoy, dirigiéndose a Ebenezer—. ¡Qué moza tan garrida!

El molinero se volvió hacia ella.

—¡Me conozco tus bromas! ¿Te crees que no he visto dónde ha puesto ése su manaza de borracho? ¡Y encima tú le sonreías! Los perros siempre van jadeando detrás de las perras en celo. ¡Pues maldita si no te saco el celo a palos y de paso se lo saco a tu madre!

El molinero le propinó un cachete en las posaderas con la hoja de la espada.

—¡Aayy! —protestó la moza—. ¡Sois un diablo escapado del infierno!

—¡Y tú, una gallina de Winchester! —Enarboló la espada por segunda vez y le cruzó un golpe seco en la pierna. Ebenezer enrojeció y McEvoy se levantó de un salto, como si se dispusiera a lanzarse desde el pescante para acudir en auxilio de la damisela. Sin embargo, a pesar de que la muchacha se quejaba a grandes voces del castigo que le infligían, sus quejas nada tenían de contritas.

—¡Ay! ¡Os juro por Dios que os mataré mientras dormís!

—¡No sin que antes te haya dado una buena tunda! ¡Vaya que sí!

El tercer golpe iba dirigido al mismo sitio que el primero, mas a fuerza de retorcerse y darle mordiscos en la muñeca al molinero, la muchacha lo recibió en la cadera y de paso logró zafarse.

—¡Ajá! ¡Intentad zurrarme ahora, maldita sea vuestra estampa! —No echó a correr enseguida, sino que se demoró un momento, mofándose de él desde lejos—. ¡Miradlo cómo menea la espada! ¡Si se la compró para apalear a mujeres desvalidas! ¡Valiente pollino que está hecho!

—¡So puta!

—¡Y vos, cornudo! ¡Lo que nos vamos a reír cuando Billy os arranque la cabellera!

El molinero, bramando, arremetió contra ella, pero la muchacha echó a correr y se puso a dar vueltas en derredor del carromato, seguida del molinero. Cuando al cabo de unos momentos Harry cejó en su persecución, resignado, al parecer, porque ya tenía experiencia de lo veloz que era su hija, detúvose ella también, jadeante y con la mirada encendida. Tenía las aletas de la nariz distendidas y un hoyuelo de desdén en la barbilla. Le lanzó un escupitajo.

—¡Bufón!

Se sacudió los rizos, que eran de un rubio ceniza, le volvió la espalda al hombre y echó a andar calle abajo, camino del molino; su padre se caló el arma al cinto, al tiempo que soltaba un bufido, y se fue en pos de ella, con paso fatigoso; más que un atacante parecía un centinela celoso.

—Henrietta Russecks —dijo Mary, riendo entre dientes—. ¿A que es vivaracha?

Pero los hombres estaban espantados por la escena que habían presenciado. Pasó algún tiempo antes de que Ebenezer encontrara voz con que poder dar rienda suelta a la indignación que sentía; cuando la encontró, prorrumpió en denuestos contra la desvergonzada falta de galantería del molinero. McEvoy dio muestras de una cólera aún mayor, e incluso tuvo la ponderación de dedicarle un panegírico a la joven.

—¡Madre de Dios, qué carácter, Eben! ¡Se la ha devuelto a ese matón con creces! ¡No se acoquinó ni un solo instante! ¡Fuego y fantasía! Tales son las virtudes supremas de la mujer, según solía decir Ben Oliver. ¡Pocas veces se ve una cosa así!

—Más vale no jugar con Henrietta —le previno Mary con cordialidad—. Ya habéis visto lo que le pasó a ese joven Hanker sólo por hacerle una caricia. Nada, ni el rector de la iglesia de la Trinidad en persona podría hacerle la corte a la hija de sir Harry sin una patente de nobleza.

McEvoy aspiró por la nariz y arrugó la frente, pensativo.

Decidieron acudir directamente al molino, donde, amén de anunciar a Russecks su presencia, Mary podría indagar de la mujer del molinero si tenía nuevas acerca de Billy Rumbly y su pareja. De camino, para darle gusto a McEvoy, Mary siguió contando cosas de Henrietta: la moza tenía veinticuatro años y era tan viva de carácter como su madre, que había sido una beldad famosa en sus años mozos y aún hacía volver la cabeza a cualquier joven capaz de apreciar la pulcritud, aderezada por la experiencia. La hija había alcanzado más que sobradamente la edad casadera, pero el molinero estaba tan celoso del título que se había apropiado merced a su esposa que jamás le consintió a Henrietta elegir marido entre los jóvenes del lugar; tenía que ser un pretendiente de noble estirpe. Y a cada año que pasaba se hacía más dificultoso vigilar su soltería, sobre todo desde que la señora Russecks, lejos de compartir las inquietudes de su marido, no sólo se alió con Henrietta en la causa del amor, sino que también se mostraba dispuesta a compartir con su hija cualquier aventura amorosa que se les pusiera a tiro.

—Pese al ingenio de las dos mujeres y a las argucias de una veintena de amantes potenciales, sir Harry se las apaña para tenerles el ojo encima día y noche. Cuando él está en la posada, ellas ejercen de taberneras las más de las veces; cuando está en el molino, ejercen de molineras. Incluso duermen los tres en el mismo cuarto, con el espadón de sir Harry colgado de la cabecera del lecho. Tan sólo en una ocasión a lo largo de todos estos años han conseguido ellas escabullírsele… Y menuda se armó. ¡La gente todavía habla de aquellos quince días!

Cuando todavía se encontraban a un centenar de pasos del molino (el cual, a juzgar por su aspecto, hacía también las veces de mansión familiar), Harry Russecks salió y se quedó mirándolos con aire ceñudo y los brazos en jarras. Al mismo tiempo divisaron los viajeros en una ventana del primer piso a las dos mujeres, que los miraban con interés. Mary Mungummory les devolvió el saludo, pero Ebenezer sintió un escalofrío.

—¿Y decís que teme a los inspectores de molinos como a la peste? —dijo McEvoy pensativo—. Escuchad, vos tenéis buen fondo, Mary, ¿queréis ayudarme a hace una jugarreta? ¿Y vos también, Eben? Ya os debo la vida, ¿puedo acrecentar la deuda?

Lo único que se proponía, explicó McEvoy a sus escépticos acompañantes, era hacerle beber a aquel patán de molinero un trago de su propia receta; si le salía mal, nadie perdería nada, pero si le salía bien…

—¡Por los clavos de Cristo, vamos a hacer la prueba! —dijo apresuradamente, pues estaban tan cerca del molinero que casi podía oírlos—. Vos decid a qué venís, como hacéis siempre, Mary, y decid que nada sabéis de nosotros salvo que nos recogisteis por la carretera poco después de la tormenta. No, mejor dicho, decid que sospecháis que hay algo más de lo que se ve a simple vista, pues desde un primer momento nos hemos mostrado de lo más reservados y nos hemos negado a decir cómo nos llamamos y a qué nos dedicamos.

—No saldrá bien, mozalbete —le advirtió Mary, pero ya los ojos le chispeaban ante la perspectiva de una chanza.

—Os lo suplico, John —susurró Ebenezer—. ¡No tenemos tiempo para aventuras frívolas! Pensad en Bertrand y en el capitán Cairn… —No pudo seguir protestando por miedo a ser oído, y además la expresión de McEvoy denotaba resolución. El súbito interés del irlandés por la hija del molinero parecíale no sólo una impropiedad que traicionaba la confianza que solemnemente habían depositado el uno en el otro, sino también una suerte de infidelidad para con Joan Toast, a pesar de que estaba claro que Joan había abandonado a McEvoy por él, y a pesar de que él le había sido infiel a su vez a Joan en un sentido mucho menos honorable que el sexual. Ebenezer se contuvo y aguardó con desasosiego a ver en qué deparaba todo aquello.

—¡Buenas, sir Harry! —dijo Mary, y se bajó del carro—. Pasaba por aquí y vine a presentarle mis respetos a Roxie.

El molinero no le hizo caso.

—¿Quiénes son esos?

—¿Esos? —Mary miró hacia atrás sorprendida, como si entonces reparara en la presencia de sus pasajeros—. ¡Ah, os referís a estos! Son dos fulanos que me encontré cerca del estrecho de Limbo después de la tormenta. —Con voz que el poeta apenas alcanzó a oír, añadió—: Dicen que tienen ciertos asuntos en Church Creek, pero no especificaron cuáles. ¿Está Roxie?

—Sí, pero no la vais a ver —dijo el molinero, sin dejar de lanzarles miradas furibundas a los dos hombres—. No sois compañía adecuada para una dama, aunque ésta sea una perdida. ¡Seguid vuestro camino!

—Lo que vos digáis. —Mary aguardó a que McEvoy se bajase del carro, seguido de Ebenezer—. Si tenéis asuntos más al norte —les dijo, guiñando un ojo—, a mí no me cuesta ningún trabajo llevaros.

—Sois muy caritativa, madame —dijo McEvoy, efectuando una leve inclinación—. Os doy las gracias por el servicio que nos habéis prestado a nosotros y a Su Majestad. No pasará mucho tiempo sin que os recompensemos de un modo tangible.

—¿Quiénes sois? —exigió saber Russecks—. ¿Qué asuntos os traen por Church Creek?

McEvoy se volvió hacia él y, lejos de mostrarse intimidado, examinó al molinero de la cabeza a los pies con un aire de suspicacia exagerado.

—¡Hablad, maldito seáis!

Ebenezer vio que la negra barba empezaba a temblar de ira y se sintió tentado de poner fin a la burla antes de que fuera demasiado tarde, pero McEvoy habló sin darle tiempo a reunir el valor necesario.

—¿Le he oído a esta dama dirigirse a vos como sir Harry?

—Así es, a menos que tengáis tanto de sordo como tenéis de gallito.

McEvoy miró a Mary con aire acusador.

—Madame, cuando decía que este zote ceñudo es sir Harry Russecks, ¿es para hacer gala de un extraño sentido del humor o se trata de una broma que os gastáis entrambos?

Desde arriba, donde se encontraban las mujeres, que habían abierto la ventana para oír mejor, llegaron un suspiro de incredulidad y una risita; incluso Mary, que tanta seguridad tenía en sí misma, se asombró de la osadía del irlandés.

—¿Cómo? —vociferó el molinero—. ¿Está diciendo éste que yo no soy sir Harry? —La mano le voló a la empuñadura del alfanje.

—¡No, Ben, no desenvainéis! —exclamó McEvoy, dirigiéndose a Ebenezer, que estaba temblando—. ¡Cómo! ¿Te has dejado el estoque en la carreta? —McEvoy echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada; todo el mundo, incluidos el molinero y sus mujeres, estaba atónito.

—Estáis de suerte, molinerillo —dijo McEvoy torvamente; acto seguido llegó al extremo de darle un tirón de la barba—. Mi amigo sir os habría traspasado la molleja en un abrir y cerrar de ojos; ya ha traspasado a doscientos como vos, siempre al servicio de Su Majestad. Y ahora llevadnos a presencia de sir Harry y basta de impertinencias, de lo contrario, haré que os sacudan la harina del pellejo a latigazos.

—Tened la bondad, señor —dijo Mary, que estaba a todas luces disfrutando a costa del desconcierto del molinero—. Por mi vida que este hombre es sir Harry Russecks, con harina o sin ella… Ahí están su esposa y su hija, señor, dispuestas a jurarlo.

Las damas de la ventana confirmaron alegremente el dato, pero McEvoy simuló seguir dudando.

—Si vos sois sir Harry Russecks, ¿a santo de qué andáis trabajando en el molino como un patán?

—¿Qué decís? Pero, señores, ¿acaso no sabéis que…? —El molinero se volvió hacia Mary, buscando ayuda.

—No es más que un capricho sin importancia de sir Harry, señor —dijo Mary—. En el molino se ganó su primer pan, antes de casarse con la señora Russecks, y el buen sir Harry no es de los que olvidan fácilmente su humilde nacimiento.

—Sí, sí, eso es; ha dado de lleno en el clavo. —Pese al alivio que le proporcionaba aquella explicación, Russecks no parecía enteramente satisfecho de la alusión a su nacimiento—. ¿Habéis… he oído que estáis al servicio de Su Majestad, señores?

—En cierto modo, sí —dijo McEvoy—. Pero es mejor que os diga desde el principio que nuestro nombramiento se fue a pique junto con la nave y toda la tripulación durante la tormenta, y en tanto nos envían uno nuevo de Saint Mary, estáis en vuestro derecho de impedirnos la entrada al edificio, si así os parece.

El molinero abrió mucho los ojos.

—¿Sois comisionados de Nicholson?

McEvoy se negó a confirmar o desmentir el cargo, limitándose a decir que en tanto su autoridad no tuviera carácter legal, pensaba que lo mejor era no seguir hablando de aquello.

—En cualquier caso —dijo en un tono menos severo—, no viajo solamente por encargo de Nicholson. Me llamo McEvoy (Comercio y Plantaciones, allá en Londres) y mi padre es sir Jonathan de Whitehall.

—¡No me digáis! —exclamó, maravillado, el molinero, aún no enteramente libre de toda suspicacia—. No es posible que tenga el gusto de acabar de conocer a sir Jonathan McEvoy de Whitehall.

—Para descrédito nuestro, así es. —McEvoy efectuó una leve reverencia—. Pero no he perdido la esperanza de que la señora Russecks nos pueda redimir merced a que conozca nuestro nombre.

Aquella jugada halló una nueva respuesta en la ventana; cuando McEvoy alzó la vista en dirección a las damas, la señora Russecks (la cual, según pudo comprobar Ebenezer, era, como había afirmado Mary, una belleza en plena sazón) asintió solemnemente, y Henrietta, sonriente, efectuó una pronta inclinación de cabeza.

McEvoy señaló a Ebenezer.

—Este sujeto formidable es mi amigo sir Benjamin Oliver, que merced a su vista prodigiosa y al poder de su brazo derecho probablemente sea el par más joven de Inglaterra. Damas, os presento a sir Benjamin: un león en el campo de batalla y un corderillo en los salones de sociedad.

Ebenezer se ruborizó por la impostura y por la caracterización del que había sido objeto, pero se inclinó automáticamente ante las damas.

—El caso es que —siguió diciendo McEvoy—, el padre de sir Benjamin está en viaje de negocios, visitando las plantaciones, en tanto que yo le estoy enseñando el país a mi tímido amigo. No es menester decir que sir Benjamin ha oído hablar de la familia de la señora Russecks allá en Inglaterra.

—¡No me digáis! —El molinero se pasó orgullosamente el dedo índice por la nariz—. ¡Ha oído hablar de la familia de la señora Russecks allá en Inglaterra! ¡Eh, Roxie! ¿Has oído lo que ha dicho el caballero? ¡Nuestra familia es tema de conversación entre los pares de Inglaterra! ¡Baja aquí!

Sin pérdida de tiempo, la señora Russecks salió a la puerta para saludar a los visitantes.

—Os presento a mi esposa Roxanne —dijo con orgullo el molinero—. La dama de más alcurnia de la orilla occidental.

—Enchanté —dijo McEvoy y, para espanto de Ebenezer, abrazó a la mujer como lo haría un amante y la besó ardientemente.

—¡Alto ahí! —gritó el molinero, sacando la espada—. ¿No me oís, maldito? ¡Soltadla! ¿Qué diantres andáis haciendo, vive el cielo?

McEvoy soltó a la desconcertada mujer fingiéndose sorprendido y molesto.

—¿Se puede saber de qué se alarma vuestro esposo, madame? ¿Es posible que desconozca el saludo Whitehall? ¿Es que no le habéis instruido en los usos de la corte?

La señora Russecks, todavía desconcertada por el súbito abrazo, acertó a confesar la posibilidad de que incluso ella pudiera no estar al tanto de las últimas modas de comportamiento observadas en Whitehall.

—¡Voy a descabezar a ese degenerado! —amenazó el molinero, alzando la espada.

—Mi querido amigo —dijo McEvoy con aire sereno y condescendiente—, en la corte se estila que los auténticos caballeros abracen de esta guisa a las damas cuando traban conocimiento con ellas; sólo a un zote o a un desvergonzado se le ocurriría insultar a una dama haciéndole una reverencia.

Acto seguido, antes de que Russecks pudiera ponerle pegas, McEvoy afirmó que si bien comprendía la dificultad que sin duda les planteaba a los caballeros de provincias el estar al tanto de las costumbres imperantes en la buena sociedad de Londres, por ello mismo le parecía sumamente importante que observaran una actitud abierta y una humilde disposición a ser instruidos.

—Y ahora deponed la espada, que jamás debiera caballero alguno alzar sin causa, y tened la amabilidad de presentarnos a vuestra hija.

A Russecks lo desgarraba la duda, y no era capaz de decidirse entre el deseo de adaptarse a los usos de la corte y la renuncia a entregar a su hija Henrietta a los abrazos de los visitantes. Su esposa tomó el asunto en sus manos.

—¡Henrietta, muévete! —le recriminó, hablando en dirección a la puerta—. ¡Los caballeros van a pensar que eres una malcriada!

Al punto salió la muchacha de detrás de la hoja de madera, se inclino ante los dos hombres y se situó, muy pizpireta, frente a McEvoy, dispuesta a recibir el saludo Whitehall, el cual ejecutó el irlandés si cabe con más elán que antes. Al mismo tiempo, la señora Russecks dirigiose hacia Ebenezer y dijo:

—Encantadísimas, sir Benjamín; es un gran placer.

Así que, quieras que no, el poeta viose obligado a hacer otro tanto, y luego repitió con la muchacha de cabello rubio ceniza y mirada ávida, que se presentó ante él aún arrebatada por el beso de McEvoy, en tanto el molinero lo contemplaba todo con aire de consternación e impotencia.

Mary Mungummory sonreía beatíficamente.

—Si habéis menester de mí, estoy en la posada —dijo.

—En ese caso podéis llevar la yegua a la cuadra ahora mismo y pagarme por adelantado su manutención de hoy —dijo Russecks, malhumorado.

Mary hizo lo que le decían y se fue, mas no sin que antes Ebenezer advirtiera un intercambio de miradas entre ella y la señora Russecks. En un momento en que su marido presumía ante McEvoy de cobrar los gastos diarios de establo a toda caballería que pasaba más de medio día en Church Creek, la señora Russecks miró a Mary como preguntando: «¿Es posible que este joven descarado haya engañado de veras a mi marido?», y más adelante: «¿He de creer que sus intenciones son las que parecen?». La respuesta de Mary consistió en un guiño tan exagerado y lascivo que al poeta le dio un escalofrío de temor.