11. UN TESTIGO PRESENCIAL CONCLUYE LA HISTORIA DE LA ANGLIFICACIÓN DE BILLY RUMBLY. MARY MUNGUMMORY PLANTEA LA SIGUIENTE CUESTIÓN: ¿ANIDA BAJO LA CAPA DE LA CIVILIZACIÓN LA ESENCIA DE LA CONDICIÓN SALVAJE, O POR EL CONTRARIO ES LA ESENCIA DE LA CONDICIÓN CIVILIZADA LO QUE SE OCULTA BAJO LA CAPA DEL SALVAJISMO…? MAS NO NOS DA LA RESPUESTA

Mary dejó de hablar y se quedó mirando a Harvey Russecks con aire expectante, al igual que hicieron Ebenezer y John McEvoy. Pero como las últimas palabras habíalas dicho la mujer en voz más baja que la que empleara a lo largo de la historia, y como además iban dirigidas especialmente a McEvoy, el trampero no las oyó y respondió a las miradas sonriendo con aire ausente.

—Vamos, Harvey —le instó ella—; cuéntales lo que pasó mientras la Virgen de Church Creek seguía sin sentido en casa de Roxie y todo lo demás.

—Sí, es verdad. —Harvey, que aún no tenía una idea muy exacta de lo que había dicho Mary, se reía. Ebenezer llegó a la conclusión de que el anciano debió de haberse distraído, porque la última observación la cogió a la primera—. Fue por la mañana, cuando iba a inspeccionar las trampas; una capa de hielo cubría todo el cenagal, y las ratas almizcleras que habían caído presas en los cepos se habían congelado. Vi que en un punto más adelantado de mi itinerario había una fogata y me dirigí allí para calentarme las articulaciones; el salvaje yacía en el suelo, con los calzones ensangrentados, la cabeza pelada al cero y el frío de la muerte en el cuerpo. Lo primero que pensé es que estaba muerto, y al cabo de dos horas no albergaba ninguna duda al respecto; pero luego me di cuenta de que aún le latía débilmente la vida en las venas y decidí traerlo hasta aquí y hacer por él lo que estuviera en mi mano. Vi que la herida no era de mucho cuidado, pese a la abundante pérdida de sangre; la lavé y vendé y a él lo forcé a tragar un poco de caldo caliente en cuanto abrió la boca. ¡A fe mía que es fuerte ese bribón! Me lo había encontrado llamando a las puertas de la muerte y en obra de una hora ya había recobrado el sentido, por no decir las fuerzas. Una vez hube ganado su confianza refiriome como mejor pudo lo que le había acaecido, y siendo así que yo había oído hablar de la Virgen de Church Creek, y como además conozco el humor de mi hermano, no me fueron menester grandes filosofías para adivinar el resto de la historia.

»Díjele que había sido objeto de una broma cruel (cosa que vio con claridad no bien se lo expliqué) y me ofrecí a pedirle a Harry las cinco libras esterlinas que le había robado; diome las gracias cortésmente, en el inglés más llano que jamás haya escuchado de labios de un salvaje, y dijo que si lo recuperaba, el dinero me pertenecía, pues le había salvado la vida. Nadie ose rechazar el regalo de un salvaje, pues puede creer que se le está insultando: díjele que me quedaría con dos chelines por las molestias y que le devolvería el resto. A lo largo de la conversación no dejó de mirar con detalle el lugar y al poco me preguntó si estaba dispuesto a venderle mi casa y si con cinco libras alcanzaba para pagar lo que valía. Respondile que no alcanzaba ni para pagar la mitad y que no tenía intención de venderla, pero como lo veía tan deseoso de vivir en una cabaña inglesa, le hablé de una muy vieja que tengo cerca de Tobacco Stick Bay, no muy lejos de Church Creek, y que está a punto de venirse abajo por falta de ocupantes; le dije que podía habitarla sin pagar alquiler con tal de que se tomara la molestia de repararla. Tal vez os parezca extraño un gesto de caridad así para con alguien a quien apenas conocía, pero es que ese mestizo tiene una aureola de no sé qué…, no acierto a dar con las palabras adecuadas, señores. Era como si… ¿Habéis oído esas historias que hablan de príncipes y reyes que van por la calle vestidos de tela escocesa? ¿O la historia del bueno de san Nicolás, que se hace pasar por mortal a fin de convertir almas? Aquel salvaje tenía una rapidez de pensamiento nada común y me hizo pensar que de haber recibido una educación inglesa desde la cuna habría acabado siendo otro Cromwell o cualquier cosa así. No me extraña que la señorita Bromly creyera que era su tutor disfrazado; con dos semanas de práctica hubiérase podido hacerle pasar por un catedrático de Oxford, no me cabe la menor duda de ello, y si se le dan dos años, pasa por un Aristóteles de tez oscura. Caballeros, he conocido a muchos hombres que no sirven para nada, y aunque me di cuenta desde el primer momento de que aquel salvaje me podía hacer cualquier jugarreta con tal de lograr sus fines, tenía tanto atractivo… ¿Cómo explicar una cosa así siendo hombre? Quiérase o no, da la sensación de que si sus intenciones y las de uno no coinciden, la culpa es de uno por no haber sido lo bastante previsor; y si hay engaño, se tiende a pensar que él tiene madera de héroe y uno la tiene de peón. Hasta la fecha no me ha causado el menor daño, pero ya el día que lo conocí me sentí inclinado a perdonarle de antemano y de todo corazón cualquier cosa que pudiera hacerme.

—¡Ah! —dijo Ebenezer.

—Sea como fuere, aquella noche la pasó aquí, y a la mañana siguiente descubrí que se había ido. Lo primero que se me vino a las mientes fue que había partido con ánimo de vengarse de mi hermano… —El trampero se sonrojó, pero luego aguzó la vista—. Que Dios me perdone o no, hágase su voluntad: no moví un dedo para prevenir a Harry del peligro que corría, sino que me dispuse a inspeccionar las trampas, efectuando el recorrido habitual. Recuerdo que había helado durante la noche, y junto al arroyo del Mapache, en una elevación del terreno situada entre las ciénagas de agua dulce y las de agua salada, vi que había huellas de oso en mi itinerario, e incluso una deyección de oso tan reciente que no estaba congelada y aún humeaba en medio del camino. No mucho tiempo después, casi al final del recorrido, vi huellas de mocasín junto a las del oso, y como no databan ni de hacía media hora, me tomé la molestia de seguirlas.

»Enseguida la pista me condujo a una arboleda, y oí gruñir al señor oso por delante de donde yo estaba. No llevaba conmigo más arma que el cuchillo de desollar, de modo que avancé en dirección a los ruidos con el mayor sigilo posible. No me costó gran cosa dar con él, tanto gruñía; al llegar a un breve claro lo vi al muy sinvergüenza; era negro y corpulento y le había dado por no hibernar. Era un macho casi adulto; alzado sobre los cuartos traseros a vos os llegaría por los hombros; y estaba ocupado comiéndose los gusanos de un tronco podrido. Iba yo a preguntarme dónde se habría metido el salvaje cuando me pusieron una mano en el hombro y hete aquí a Billy Rumbly en persona, todo contento y con una pinta de espabilado que daba gloria verlo. Alejome en dirección contraría al viento, para que no nos oyera el oso, y díjome que se proponía matar al animal a menos que yo lo reclamara para mí…

»—Querido Billy —voy y le digo—, ¿no pensarás que voy a atacar a un oso con un cuchillo de desollar estando sobrio? Y no le recomiendo al prójimo que intente nada semejante.

Y es que me di cuenta de que no llevaba más armas que las manos. Pero él se limitó a sonreír y me dijo que me iba a enseñar un truco que había aprendido de ciertos salvajes del oeste, entre los cuales servía para poner a prueba su valor cuando dos hombres se disputaban los favores de una squaw. Pensé que valdría la pena ver aquello, y no me equivoqué… Mejor dicho, ¡vive Dios que en todos los días de mi vida jamás me ha sido dado ver un método de caza más extraordinario!

»Lo primero que hizo fue buscar dos arbolillos jóvenes y tiesos; uno de ellos tendría el grosor de mi dedo pulgar, y el otro, el doble. Troncholos de modo que sólo quedó en tierra un palmo del tronco. Ofrecile mi cuchillo para que les sacara punta, pero él repuso que servirse de cuchillos o cualesquiera armas hechas por el hombre suponía quebrantar las normas, y se limitó a arrancar las esquirlas que quedaron al partir el tronco. Con uno de los arbolillos aderezó una tosca lanza, una vez arrancadas las ramas, y el otro lo acortó, haciendo con él una suerte de puñal; a continuación nos acercamos al claro y allí estaba el señor oso, rascándose la espalda contra un árbol, y a pesar de que apenas comenzaba a fundirse la escarcha, Billy se despojó de toda la ropa, cogió los dos palos y se metió en el claro llevando por toda vestimenta la venda harapienta que le cubría la herida del muslo.

Ebenezer reparó en que Mary había cerrado los ojos y apretaba los dientes.

—Dejó el oso de rascarse y quedóse contemplando a Billy, que estaba rezando no sé qué suerte de plegaria salvaje; cuando el indio se le acercó, la fiera echó a andar lentamente por los contornos del claro. Empezó Billy a correr, dando voces en jerigonza, mas en lugar de hacerle frente o huir por el sendero, dirigiose el oso hacia un roble joven y robusto y púsose a trepar. Me dejé ver y exclamé: «Mala suerte, Billy», pues ni por un instante dudé que la caza había tocado a su fin; empero, no bien había despegado el oso del suelo cuando Billy ya trepaba en pos de él, vara en mano y con el puñal entre los dientes, sin importarle un comino que la áspera corteza le cubriera de rasguños la piel. En alcanzando las ramas primeras, situadas respecto del suelo a una distancia doble de la estatura de un hombre normal, detúvose el oso, miró hacia abajo, soltó un gruñido y agitó una zarpa. Billy siguió trepando y azuzándolo con el palo como podía, pues carecía de un punto de apoyo adecuado, y como respuesta a sus esfuerzos no obtuvo más que un gruñido. Ofrecime a procurarle un palo mayor y díjome que después de haber tocado al oso, el aceptar la ayuda de nadie o cambiar de armas era quebrantar las mortíferas normas que invocaba… Yo he de reconocer que entonces tuve la impresión, y aún la tengo ahora, de que Billy se inventaba aquellas costumbres sobre la marcha, bien que se atenía a las mismas como si de órdenes divinas se tratara.

»En lugar de cambiar de armas, cambió de táctica y empezó a azuzar al oso con el palo en la cara, poniendo cuidado de que la fiera no se lo cogiera con los dientes o se lo arrebatara de un zarpazo. Colegí que se proponía obligar al oso a subir aún más arriba y ganar él las ramas, desde donde podría hacer mayor daño con la lanza, pero lo que hizo el animal fue darse la vuelta y protegerse la faz con el tronco. Las patazas le colgaban por sobre la cabeza de Billy, que, lejos de renunciar a la caza y bajarse del árbol, mostrábase satisfecho, como si fuera aquello lo que se había propuesto. Profirió un grito e impulsó el palo con más fuerza que nunca, hundiéndolo en salva sea la parte. Gritó la bestia, intentando agarrar la lanza con las zarpas delanteras, pero Billy la clavó más hondo; el oso trepó un breve trecho de tronco e hízose más daño, pues resbalaba, hasta que al fin cayó, dando unos chillidos como no se han oído jamás. En aquel mismo instante Billy cayó sobre él; le hundió la vara corta en la garganta y se apartó de un salto antes de que yo me percatara de que el oso estaba en tierra.

»Cuando encontré un árbol tras el que ocultarme, ya estaba el oso en pie, dándole zarpazos a la vara, que le sobresalía por detrás. Entre tanto, Billy estaba frente al oso, con las manos vacías, a menos de tres yardas de distancia, provocando al animal para que lo atacara; cuando éste así lo hizo, Billy lo forzó a dar cinco vueltas en derredor del roble, y el pobre bruto se desplomó sin vida.

—¡Voto a tal! —dijo McEvoy—. Es la estratagema más valerosa de que haya oído hablar jamás.

—Y la más sangrienta —añadió Ebenezer, hablando fuerte para que lo oyera el trampero—. Portentosa historia, señor Russecks, mas con todo (disculpad mi rudeza), ni puedo menos de preguntarme qué relación guarda este hecho con mi pobre amiga la señorita Bromly.

—No hay nada que disculpar, amigo mío —repuso Harvey—. Yo mismo me preguntaba mientras veía aquello por qué a Billy, malherido aún, le daba por medir sus fuerzas con las de un oso, siendo así que la noche anterior no habló de otra cosa que no fuera la ley y las costumbres inglesas. Resultó ser un alumno tan listo y aplicado que cualquiera diría que se estaba preparando para ganar un puesto en los tribunales…, mas helo allí entonces, a horcajadas sobre su víctima, bebiendo la sangre caliente de la fiera antes de que a ésta se le escapara el último soplo de vida. Era la quinta esencia del salvajismo.

»Mas no tuve mucho tiempo para conjeturas. Cuando Billy hubo bebido hasta quedar harto, encaminóse al río y lavose todo el cuerpo, pues la corteza le había hecho más rasguños que si fuera un marino recién pasado bajo la quilla del barco, amén de que estaba cubierto de polvo y sudor. Todavía seguían en vigor las reglas que invocaba: no aceptó mi cuchillo de desollar, operación que ejecutó sobre el cadáver sirviéndose de una concha de ostra que había hallado en el río, y aunque consintió en que encendiera una fogata, quedóse tan en cueros como Adán, hasta que concluyó la labor de desuelle. Habría hecho falta media jornada para despellejar a la bestia con una triste concha y yo me temía muy mucho que Billy muriera sin rematar la tarea; sin embargo, regalome la piel y la carne del oso, diciendo que no quería ni la una ni la otra, y no arrancó más piel que la precisa para procurarse cierta cantidad de grasa, que arrancó a dentelladas y depositó en un retazo de pellejo, obra de un pie cuadrado de extensión. Reservola para sí, atravesándola luego con un espetón y poniéndola al fuego hasta que empezó a derretirse. Proponíase, conforme pude ver, untarse con grasa de oso de la cabeza a los pies, como acostumbran a hacer los salvajes en ocasiones, y viéndole hacer aquello empecé a temerme que existiera alguna oscura relación entre la caza del oso y los acontecimientos de la jornada anterior. Y no había errado demasiado el tiro, pues cuando estuvo más untado en manteca que un pedazo de lomo de cerdo y apestaba peor que el quinqué del viejo Ned, se atiborró de la grasa restante y, echando luego mano de la concha de ostra, castró al oso…

Ebenezer y McEvoy dieron muestras de estupefacción, pero Mary, que se mantuvo tan ensimismada durante el relato que cabría preguntarse si estaba en trance o se había dormido, abrió entonces los ojos y soltó un suspiro piadoso y comprensivo.

—Es justo lo que me figuraba, aunque menos de lo que me esperaba, Harvey. Y Roxie no está en lo cierto…, sería una pérdida de tiempo que me pasara a verla, ¿no crees? En fin, en todo caso la historia está muy clara.

—Tal vez lo esté para vos —se quejó el poeta—, pero yo no entiendo ni jota.

—Pues no hay ningún misterio —dijo el trampero—. El oso macho tiene la misma significación para los indios salvajes que la que siempre ha tenido el toro para las gentes civilizadas. Pero los primeros no sólo ven en el oso un emblema de la virilidad; además, aseveran que sus despojos son grande medicina en asuntos de amor. De ahí, la manera de darle muerte, conforme Billy lo explicó, y de ahí también, el acto de embadurnarse con la grasa que acumulan para hibernar, la cual sostienen que alimenta el fuego del amor, del mismo modo que le procura calor al oso durante los meses invernales. En cuanto a lo otro, entre las naciones salvajes está muy extendida la creencia de que si un hombre se apodera de las partes del macho, las envuelve en un retazo de piel sin curtir y se las sujeta con una tira de aquella piel a modo de cinturón, de tal guisa que le cuelguen delante de sus propias partes, quien tal hace verá su potencia multiplicarse merced a la del oso. ¡Y que el cielo le valga a la pobre moza que se cruce en su camino! Le pregunté: «¿Tienes en mira a la mujer de Church Creek?». Y aun cuando no quería responderme a las claras, sonrió diabólicamente y dijo que tendría mucho gusto si yo iba a visitarle en cosa de un par de días, cuando la señora Rumbly y él hubieran dado con la cabaña que tengo en Tobacco Stick Bay y establecido allí su hogar. Oyéndole hablar, cualquiera lo hubiera tomado por un alegre caballero inglés, y sin embargo había que verlo: era la encarnación de la lascivia salvaje. Pese a los grandes temores que albergaba respecto al honor de aquella pobre mujer, insté a Billy Rumbly a que fuese sumamente cauto, pues suponía que la señorita Bromly estaría prevenida y dispuesta a matarlo de un tiro, a lo que respondió: «Jamás una pistola inglesa ha servido para dar muerte a un oso», y siguió su camino.

—Está claro —dijo McEvoy—. ¡La raptó y ahora la tiene oculta en la cabaña de la que habéis hablado! ¿Cómo es que el sheriff no ha hecho nada a fin de dar con ella?

—También está claro que nada sabéis de la justicia que impera en la provincia —comenzó Ebenezer con amargura—. La ley de Maryland sólo mancilla a los virtuosos.

—Vamos, vamos, estáis exagerando —dijo el trampero—. En cuestiones de principio, nuestros tribunales son tan dignos como los de Inglaterra; lo que pasa es que ejercen su jurisdicción sobre gentes brutales y sin ley, una caterva de impostores, putas y aventureros; todos, carne de presidio. No me admira que los tribunales cometan errores ni que algún que otro juez venda la justicia desde su estrado; pero al menos tenemos jueces y tribunales, y llegará el día en que los juicios sean honrados, cuando tengamos poder para enderezarlos, o lo que es lo mismo, cuando metamos en cintura el espíritu que impera entre las gentes.

Ebenezer sintió que le ardían las mejillas, no sólo porque le daba la sensación de que, en efecto, había llevado la acusación demasiado lejos, también recordaba con rencor su intervención ante el Tribunal de Cambridge, y el precio que pagó por la misma hízole ahora sudar por todos los poros; pero aquel rencor difuso habíase transformado en una suerte de disposición de ánimo, y el poeta se sintió alarmado cuando, mientras el trampero hablaba, reparó en que, últimamente, cuando se mencionaban ciertos temas en su presencia, sentía rencor más por costumbre que porque se adueñara de él un ira justa. Tan mal lo había tratado Maryland, que Ebenezer se había propuesto mancillar el nombre de la provincia en versos que llegarían a conocer los hijos de los hijos de sus hijos. ¿Cambia por ventura empequeñecer aquellos ultrajes equiparándolos a meros gestos teatrales? No fue un proceso racional lo que le llevó a formularse aquella pregunta, sino una suerte de visión que se encendió en su entendimiento del mismo modo que se le habían encendido las mejillas. Merced a aquella luz turbia, en menos tiempo del que precisó para susurrarle a Harvey Russecks la palabra quizá, le fue dado a Ebenezer contemplar una miríada de espectros erráticos, que correspondían a otras tantas penas y alegrías destinadas a vivir en el corazón de las masas hasta el final de los tiempos: días de fasto y días de renuncia, monumentos y rituales, todos ellos dedicados a conmemorar glorias y desastres de tal magnitud que tornaban insignificantes sus propios desastres y glorias, para que al cabo todo acabara sepultado en el olvido, o bajo la mirada rutinaria de unos prohombres indiferentes a las emociones que les hicieron erigir lo que ahora olvidaban. Era aquélla una visión inquietante, y no menos inquietante fue la reacción del poeta. No mucho antes le habrían rechinado los dientes del alma en vista de la futilidad de todo esfuerzo en un mundo como aquél. No hubiera sido nada improbable que hubiera dado en denostar la inconstancia humana por medio de unos versos alegóricos: en ellos habría sostenido que el corazón es como una viuda infiel ante el lecho de muerte de su noble esposo (tratárase de triunfo o de tragedia), jura ser siempre fiel a su memoria, mas apenas se ha vestido de luto cuando se tropieza con un enojoso problema; durante los años sucesivos, pese a sus ceremoniosas visitas al cementerio, comparte el lecho con una caterva de mezquinas vicisitudes, ninguna de las cuales es siquiera digna de que ella repare en su existencia. En aquel momento, aunque aquella inconstancia seguía hiriendo la sensibilidad de Ebenezer (lo cual equivale a decir su vanidad, puesto que se identificaba con el esposo), no estaba seguro de que tras la misma se ocultara una doble verdad, que parecía decir: «El tiempo pasa para los vivos, alterando las cosas. Para los muertos las circunstancias nunca cambian». Y aquella aseveración implicaba un enjuiciamiento del pasado y de su relación para con el presente y la importancia que él mismo tiene; enjuiciamiento con el que él, en aquellos momentos, estaba a medias de acuerdo, pero sólo a medias.

El trampero reanudó el relato.

—Volví a ver a Billy unos pocos días después, saliendo de la iglesia de la Trinidad… ¡Sí, lo juro, fue tan sólo al domingo siguiente! Llevaba medias y peluca, como corresponde a un caballero, y no había ni rastro de grasa de oso, y a pesar de que había quienes recelaban, sin saber qué pensar de él, el párroco y Billy se dieron la mano e intercambiaron unas cuantas chanzas cordialmente. Cuando me acerqué más estaba charlando con un par de plantadores de tabaco y su dicción inglesa era mejor que la que se oye en el Consejo del Gobernador. Sus acompañantes eran como los que se habían burlado de él con anterioridad, pero a juzgar por sus modales, nadie hubiera logrado adivinarlo: uno de ellos le invitaba a entrar en la iglesia y el otro hablaba con él acerca de cómo se presentaba el mercado de tabaco de cara al año siguiente.

»—Os presento al señor Rumbly —dijéronme—, caballero cristiano más decente que jamás haya echado una cagada en un campo de tabaco.

Al verme Billy sonrió y dijo:

»—Ya he tenido el honor, gracias, caballeros: el señor Russecks ha tenido la generosidad de cederme una de sus cabañas hasta tanto yo no erija mi propia casa.

»Nos dimos la mano muy calurosamente y, fijaos, me miraban con envidia al menos media docena de almas que había por allí, tan celosos estaban ya de su favor. Billy dijo que tenía que hacer un par de visitas, tras lo cual expresó el deseo de que yo fuera a comer a su cabaña, y cuando se hubo ido, sus cortesanos me rodearon cual fatuos en derredor de alguien que acaba de ser nombrado caballero. Por ellos supe que un buen día la Virgen de Church Creek se fue de casa de Roxanne y desapareció, sin que se volviera a saber nada de ella hasta el día en que Billy Rumbly vino a la ciudad, vestido de usanza inglesa, y afirmó que era su esposa. Unos decían que la tenía prisionera y afirmaban haber visto cómo la torturaba al fuego de la chimenea, pero otros que habían espiado a Billy aseguraban que la señorita Bromly era libre de salir de la cabaña, cuando le venía en gana, y si seguía a su lado era porque quería. A quienes se tomaron la libertad de pedirle que celebrara una boda cristiana como es debido, Billy les respondía que nada podría causarle una satisfacción mayor, sólo que a su mujer le bastaba con la ceremonia india que él efectuara y no quería saber de otras, y no era cosa de obligarla en contra de su voluntad.

»En todo caso, y pese a que había transcurrido poco tiempo desde su primera aparición y a que aún había quienes hablaban mal de él, Billy parecía haber conquistado el corazón de todas las mujeres de Church Creek y ganado el respeto de la casi totalidad de los hombres. Abrigaba grandes planes encaminados a mejorarlo todo, empezando por el mercado tabaquero y acabando por el código penal, según me contaron, y aun cuando nadie se atrevería a decírmelo a las claras (debido a que me apellido Russecks, se entiende), era obvio que todos esperaban que Billy, tarde o temprano, acabara plantándole cara a mi hermano. Las gentes del lugar habían trocado su vasallaje casi como un solo hombre; Billy es sobremanera fuerte y tiene muchos planes; sir Harry siente grandes celos de su poder. Raro sería que no acabaran enfrentándose. Más aún, corre el rumor de que fue Harry quien obligó a huir a la señorita Bromly, intentando aprovecharse de ella, por lo que todo el mundo pensaba que Billy le exigiría satisfacciones a ese canalla en el momento oportuno.

»Cuando íbamos camino de la cabaña (olvidé decir que yo era la primera persona que iba invitada a su casa, por lo que se me envidiaba aún más), le dije a Billy con toda franqueza lo que había oído acerca de él y le rogué me dijera qué era fantasía y qué realidad, mas él estaba tan absorto en las cuestiones que se planteaba acerca de todo cuanto hay bajo el sol que no me dio una respuesta adecuada. Quería saber por qué no podían constituirse en gremio los plantadores de tabaco y negociar con los lores comisionados del comercio y las plantaciones. ¿Quién era Palestrina? ¿Creía yo que a los cuarenta años se era demasiado viejo para aprender a tocar el clavicordio? ¿Por qué Copérnico daba por supuesto que el sol no se movía, cuando lo más probable era que se desplazara por el espacio junto con sus planetas? Si a los ascetas cristianos les causa placer el mortificar sus apetitos, ¿no debieran satisfacerlos a fin de mortificarlos y mortificarlos a fin de satisfacerlos, lo cual conducía al asceta a un callejón sin salida?

Mary Mungummory sacudió la cabeza.

—¡Como se parece a mi Charley que en paz descanse! ¡El diablo le había llenado el zurrón de preguntas y las respuestas de los hombres no le satisfacían!

Ebenezer instó al trampero a que le hablara de la señorita Bromly.

—En este mundo los inocentes se ven abocados a pedirle al león que les proteja del lobo. La inocencia es como la juventud —afirmó con pesadumbre—: se nos concede para que la disipemos y es su pérdida lo que le confiere sentido.

—Eso es lo que la convierte en un don precioso, ¿no es así? —preguntó McEvoy, sonriendo.

—No —negó Mary—, eso es lo que prueba su futilidad, a mi modo de ver.

—Lo que prueba queda fuera de mi alcance —dijo Ebenezer—. Yo sólo sé que las cosas son así.

Entonces Russecks contó que había encontrado la cabaña (la cual ya no consideraba de su propiedad) excelentemente reparada; las ventanas estaban equipadas con cristales nuevos y los alrededores habían sido desbrozados de matojos. En el patio se alzaba un reloj de sol de reciente construcción, tal vez el único de aquellos contornos, y en lo alto de un gablete del tejado había erigido el constructor una plataforma destinada a mejor observar las estrellas y los planetas.

—Durante el camino Billy había mencionado que la noche anterior había abatido a un gamo joven, y aguardaba a que fuera lunes, como buen cristiano, para descuartizarlo; sin embargo, cuando arribamos a la cabaña divisé a una mujer salvaje que, manchada de sangre hasta los codos, se afanaba con los despojos, desmembrando los cuartos y tajando filetes. Vestía una sucia piel de ciervo, como es costumbre entre las squaws de cierta edad; tenía el pelo basto y enmarañado y la piel morena con más grasa que una tira de tocino. Cuando nos acercamos estaba de espaldas y no nos prestó la menor atención. Pensé en reconvenir a Billy por tenerla trabajando; quería decirle que me parecía un rasgo de jesuitismo descarado hacer que los paganos violasen el precepto del descanso dominical a favor suyo; pero antes de dar con las palabras adecuadas, Billy se dirigió a la mujer en lengua salvaje, y cuando volvió el rostro vi que no se trataba de ninguna mujer india. Tan sólo pude percatarme de que era la famosa Virgen de Church Creek.

Ebenezer y McEvoy no pudieron ocultar su asombro.

—A fe mía, señores —siguió diciendo Russecks—, que cuando el hombre civilizado pone los ojos por vez primera en un salvaje le es menester hacer una pausa, pues se ve contemplando los bajos orígenes de su historia, y con todo, cuánto más raro es el espectáculo que le ofrece un semejante que ha recaído en la condición salvaje, visión harto más turbadora por cuanto no se puede menos de recordar lo empinada y espinosa que es la senda que lleva a las alturas de la cortesía y el refinamiento, hasta el punto que con distraerse una sola vez para tomar aliento, por decirlo así, puede bastar para hacer que el escalador se despeñe y vuelva a su estado originario. E incluso los más civilizados de entre nosotros, fijaos bien (el señor Cooke, que es poeta, o quien se quiera), qué demonios, señora, cuando ven a alguien como la mujer de Billy Rumbly… —El trampero hizo una pausa y volvió a tomar la palabra—. Lo que quiero decir, señores, es que es lo mismo que el cultivo de nuestros campos, o así me lo parece a mí: es cuestión de orden y determinación (¡y entonces cuán prodigiosos frutos se obtienen!), y sin embargo no es más que un rasguño, ¿no es cierto?, que hacemos en la superficie de unas profundidades insondables. Damos dos golpes de azadón en la tierra intacta, pero por debajo hay un lecho de piedra inmutable, y más abajo aún se oculta el fuego furioso que arde en el corazón del mundo.

»Lo que yo digo es que al hombre razonable no le queda más remedio que meditar acerca de estas cosas cuando ve que alguien como él ha vuelto al estado salvaje, como la Virgen de Church Creek. Iba ataviada a la usanza india, como he dicho antes, y estaba cubierta de porquería de la cabeza a los pies, como un marrano. A lo que parecía, habíase atezado la piel con alguna tintura y la llevaba embadurnada de grasa de oso, lo cual, junto con la porquería y la sangre del gamo envolvíala en un insuperable hedor salvaje, perceptible incluso en medio del frío exterior. No me dirigió una sola vez la vista; teníala clavada en Billy, como un fiel perro de caza, y a una orden de éste, dejó de darle tajos al ciervo y se alejó parsimoniosamente, disponiéndose a asar dos filetes para la comida.

»El interior de la cabaña —siguió diciendo Russecks— ostentaba toda la limpieza que le faltaba al ama de casa, la cual, al calor de la lumbre, apestaba más que una curtiduría; acabada la comida, se pasó la tarde entera en una estera que había frente al hogar, sentada a la usanza india, majando alimentos en un mortero con aire impasible, y cuando Billy se dirigía a ella, limitábase a responder con gruñidos y monosílabos. Con todo y con que sus modales y condición eran propios de una esclava, en ningún momento advirtió el trampero nada que pudiera ser índice de coerción o de intimidación.

»En resumidas cuentas —dijo—, había dejado de ser una mujer inglesa para transformarse en una simple squaw salvaje. Yo doy a creer que Billy iría a por ella cubierto de grasa de oso y con la bolsa mágica atada a los ijares, obrando tales prodigios de amor y violación salvajes que ella soltó las riendas de su mente para siempre.

—Has errado el tiro —dijo Mary llanamente—. Gracias a su saber amoroso conquistó a la moza de modo que en aquel punto y hora renunció a su condición de inglesa por siempre jamás. Yo sé que es así.

—¡Ah, pero cuánto aborrezco a ese monstruo a pesar de todo! —dijo Ebenezer—. Aun reconociendo que se nos ha conferido la inocencia a fin de que la perdamos, con todo y con eso (o más bien por consiguiente), ésta cobra su pleno significado cuando hacemos entrega de ella, ¿no es verdad? Que te la arrebaten por las buenas o por las malas, por medio de una violación… —Ebenezer intentó visualizar la lucha: se imaginó a sí mismo en la posición de la señorita Bromly, forzada a yacer de espaldas sobre las frías zarzas del bosque. Ahora la víctima era él: el cuchillo en la garganta, las ropas levantadas, el viento mordiéndole en los muslos y en sus partes; y encima de él, desnudo y cubierto de grasa, un salvaje de piel oscura, con el rostro y los ojos de reptil de Henry Burlingame—. ¡Que Dios lo maldiga! ¡Cómo debe jactarse de su victoria!

—¿Cómo, cómo? —Russecks denotó cierta sorpresa—. ¿Jactarse, decís? Pues de eso nada, no se jactaba, para que lo sepáis. No, amigo mío, se os olvida que Billy Rumbly ha remontado un trecho mayor que el que ha descendido esa moza; sí. ¡Incluso me jugaría algo a que ha llegado más alto de lo que jamás estuvo ella! Un caballero tan correcto y educado jamás podría alegrarse de una victoria semejante; y, sin embargo, según lo veo yo, es su conquista lo que lo ha elevado. Lo cierto, señores, es que su esposa es una fuente constante de vergüenza para él; él le insta a que se lave y se vista como corresponde a una dama inglesa; su mayor deseo es ingresar en el seno de la Iglesia y celebrar una boda cristiana; nada le causaría más alegría que zarpar esta noche rumbo a Roma o a una universidad inglesa. Pero ella no quiere ni oír hablar de ello; se revuelca en la inmundicia y en las costumbres salvajes, y el pobre Billy es un hombre de honor, incapaz de abandonarla ni de obligarla a actuar en contra de su voluntad.

Mary Mungummory movía la cabeza.

—¡Qué bien conozco los corazones de una y otro! Una vez más me hago la pregunta que formulo cada noche cuando contemplo desde mi carreta el cielo; en el fondo del corazón, ¿son los hombres unos seres salvajes recubiertos por una pátina de cortesía? ¿O es la condición salvaje una débil mancha que contamina la cortesía natural del hombre y que una y otra vez se manifiesta en forma de erupción, como si a un ángel le salieran granos en el trasero?

Al menos para Ebenezer, que se hallaba absorto en el recuerdo de ciertas actitudes violentas de su pasado, la pregunta no estaba en modo alguno exenta de interés y pertinencia; no obstante, ni él ni los otros hombres se atrevieron a aventurar una respuesta.