Por más súplicas, halagos y amenazas que hizo, Ebenezer no fue capaz de convencer a Mary Mungummory de que siguiera hablando del paradero y circunstancias que rodeaban a Anna. La mujer saludó al anfitrión (un anciano ermitaño de pelo cano que se dedicaba al comercio de pieles, vestíase con una de gamo y sonreía hieráticamente) y no quiso prestar oídos a las desesperadas protestas que formulaba el poeta.
Alzó el anciano el fanal y viose claramente que le complacía lo que la luz le descubría, pues púsose a dar saltos de rana por el lugar, croando de júbilo.
—¡Mary Mungummory! ¡Voto a tal, si es nada menos que la buena de Mary!
Mary soltó un bufido.
—¿No esperarías encontrarte a Elena de Troya por los pantanos de Dorset a estas horas de la noche?
Mary hablaba alzando sobremanera la voz, como quien le habla a alguien que es medio sordo. La rudeza de su tono ocultaba el afecto, y tanto si el anciano captó la alusión como si no, no paraba de dar brincos y soltar bufidos de alegría. Encaramose a un costado de la carreta y husmeó el interior, en tanto Mary guiaba los pasos de Afrodita en dirección a la cabaña.
—No fuerces la vista, viejo verde —díjole aquélla, dando una voz—. La alacena va a estar vacía hasta que llegue a Church Creek. —Mary cambió rápidamente de tema—. Esos que ves son amigos míos, Harvey, por suerte para ellos. Si nos proporcionas cena y alojamiento a los tres, te pagaré por ello la próxima vez que me pase por aquí.
—¿Qué necedad es ésa? —exclamó Harvey—. ¿Crees acaso que no habría ido tras de ti si no hubieras enfilado el sendero de mi casa? Tres noches hace que contemplo la luna y me digo: ya va siendo hora de que aparezca la carreta de Mary. —El viejo saltó de la carreta en el instante que ésta se detuvo ante su cabaña—. Ahora entrad y deshelaos; hay perdiz y pato en abundancia, así como sidra para que os ahoguéis todos.
—Os lo agradecemos —dijo McEvoy a voces.
Ebenezer estaba tan abatido que apenas acertó a agradecerle a aquel hombre su hospitalidad por medio de un leve asentimiento de cabeza; cuando el anfitrión echó a correr delante de ellos para abrir la puerta de la cabaña, el poeta, entre susurros, le suplicó con vehemencia a Mary por última vez que le diera una explicación que le procurara alivio a su atormentada fantasía.
—No existe en todo Dorset mejor cristiano que Harvey Russecks —dijo ella, haciendo caso omiso de él—. Y pocos que tengan menos motivos para ser gentiles con su prójimo. Harvey es hermano de sir Harry Russecks, de Church Creek.
Su tono daba a entender que quería darle a la última frase un aire de revelación, pero para Ebenezer, que estaba bostezando y temblando de frustración, carecía por completo de significado.
—Voy a espetar un par perdices y ponerlas al fuego —dijo Harvey—. Ten la bondad de pasar la jarra de sidra, Mary; el buen Harvey no tiene vasos que ofrecer a los caballeros.
El anciano se ocupaba de todo como una recién casada; al cabo de un rato había dos aves asándose al fuego, que era de troncos de pino. Una sola silla había en la cabaña, pero en el suelo de madera había dos espléndidas pieles de oso negro, y no se hubiera podido desear mejor ni más caluroso asiento.
—Si no conocéis a Harry Russecks, el molinero —siguió diciendo Mary—, podéis contaros entre el número de los bienaventurados. —Al hablar se dirigió a Ebenezer; cuando el poeta apartó la vista, haciendo una mueca por lo irrelevante de sus palabras, Mary aspiró aire por la nariz y se volvió hacia McEvoy—. El tal Harry Russecks es el más grande embustero, el mayor estafador y el más fanfarrón de cuantos matones os podáis topar por vuestra mala ventura; se cree un par de Londres, el muy bribón, y obliga a sus vecinos a que lo llamen sir Harry, al tiempo que les sisa en el peso de la harina y otros alimentos. La verdad sea dicha, no tiene más de noble que su hermano Harvey, aquí presente, que es hijo de un vulgar criado y no le avergüenza reconocerlo. La que sí que es huérfana de la nobleza es la señora Russecks, la mujer del molinero, que tiene tanta finura como su marido lo contrario. Lo triste del caso es que su padre era el caballero a cuyo servicio estaba el padre del molinero; la fortuna, empero, se ensañó tanto con esta mujer que se cambiaron las tornas de uno y otra; ella era una huérfana que no tenía qué llevarse a la boca, y Harry, un próspero molinero que se casó con ella para satisfacer su vanidad.
—¡Qué decís! —McEvoy movía la cabeza en señal de asombro cortés, y miraba con incomodidad ora a Ebenezer, ora al anfitrión, que seguía atareado, ajeno al relato.
—Nada temáis, no puede oírme —le aseguró Mary—. Al pobre diablo le dieron de puñadas en las orejas Hasta reventarle los tímpanos. No es menester que os rompáis la cabeza tratando de adivinar quién le propinó las puñadas.
—¿El molinero? —preguntó McEvoy.
Mary apretó los labios e indicó que sí con un gesto.
—Los dos hermanos se criaron con la dama de que he hablado, y cuentan que los dos estaban enamorados de ella desde un principio, sólo que Harvey era demasiado tímido y la posición de aquella dama le infundía demasiado respeto como para hacer nada que no fuera tener sueños húmedos en los que aparecía ella, incluso cuando estaba dedicada a la mendicidad, en tanto que los deseos lujuriosos de Harry eran tan públicos como la luna. Cuando Harry se casó con ella, vínose Harvey a vivir a estos pantanos, y unos años después, cuando recriminó a Harry los malos tratos que infligía a la muchacha y las ínfulas que se daba, el matón le molió las orejas y casi lo deja hecho harina de maíz.
El irlandés hizo un chasquido con la lengua.
—Cómo quedó huérfana constituye una historia de por sí —siguió diciendo Mary con obstinación—. Es una dama de carácter la tal Roxie Russecks, y no vayáis a creer que viene como un corderillo cuando ese grandullón la manda llamar. En fin, yo podría contaros alguna que otra cosilla que ella ha conseguido…
—¡Basta! —exclamó Ebenezer, llevándose las manos a las orejas. Hasta el trampero, con ser duro de oído, se dio la vuelta—. ¡Os doy humildemente las gracias por vuestra hospitalidad! —le gritó Ebenezer—. Y no quisiera pareceros descortés ni desagradecido. Pero es que la señorita Mungummory tiene noticias de mi hermana, de quien ha mucho tiempo que no sé nada, y si me mantiene en ignorancia de las mismas es seguro que feneceré de ansiedad.
Harvey miró a Mary intrigado.
—¿Qué mosca le ha picado a éste?
—Este pobre no es el único que está sobre ascuas —dijo Mary con brusquedad—. También él tiene nuevas que son muy próximas a mi corazón, mas son estos cuentos largos y laberínticos y no tenemos aquí espacio para deshilvanarlos. Que aguarde a que volvamos a la carretera.
Mas el trampero se sumó a las protestas de Ebenezer.
—Ningún placer pláceme más que el oír un cuento bien contado, sea éste triste o alegre, superficial o profundo. Si versa sobre una cuestión íntima o desagradable, ¿a quién se le da una higa? El camino que lleva al cielo está plagado de cardos y paréceme que muchas vacas se han quedado enredadas en él. En cuanto a la duración, ¡bah!, ¡tanto da! —El anciano alzó un dedo calloso—. Si el cuento es malo, parecerá largo aunque se cuente en un abrir y cerrar de ojos, y si es bueno, semejará corto aunque acabarlo lleve del día de san Suizingo al de san Miguel, ¡ja! ¿Que la trama es enrevesada, decís? ¿Por ventura tiene más nudos o perplejidades que la madeja de la vida, la cual los cuentos enmaraña para mejor desenredar después? Nada, nada, adelante con vuestra historia ahora mismo, y otro tanto os digo a vos, señor, pues ya va siendo lamentable que no hayáis comenzado todavía. Enmarañad y enredad hasta que la luz de Sirio se refleje en la bahía; un cuento bien urdido es chismorreo de dioses, a quienes les es dado ver el corazón y la médula de la vida que hay en la Tierra; es la telaraña del mundo; la urdimbre y trama… ¡Vive Dios, lo que me gustan las historias, señores!
Incluso Mary estaba impresionada por la elocuencia de su viejo amigo y aunque cuando éste concluyó ensombreciósele más la mirada, el ceño ya no obedecía a terquedad sino a asentimiento dado a regañadientes, con lo que convino en que se contaran los cuentos cuando hubieran despachado las perdices.
—Lo cierto es que —le dijo a voces a Harvey— bien pudiera ser que tuvieras tanto que decir como cualquiera de nosotros. Entre otras cuestiones, quien nos interesa es Rumbly, el mestizo. Aquí el señor Cooke puede adentrarnos en materia, pues tiene que desempeñar no sé qué misterioso cometido con ese hombre; luego, nosotros podremos añadir lo que podamos. Pero no sin antes haber dado cuenta de las aves.
A Harvey Russecks se le iluminó el semblante cuando oyó el nombre de Billy Rumbly, y aguzó la vista a la mención del apellido de Ebenezer.
—¿Sois vos el poeta ese que regaló sus propiedades?
—El mismo —replicó Ebenezer, que ya no se avergonzaba cuando se le identificaba de aquel modo—. Vuestras mercedes pueden aguardar a cenar si así lo desean; puesto que he de empezar yo, harelo al punto y que escuche quien quiera, que yo les diré por qué no sólo mi vida, sino las vidas de cuantas gentes de raza blanca hay en la provincia pueden depender de que yo dé con un salvaje llamado Cohunkowprets y le convenza de que preste oídos al razonamiento humano antes de que transcurra el plazo de un mes.
El poeta procedió a referir el apresamiento suyo y de sus acompañantes en la isla de Bloodsworth; habló de la magna conspiración que tramaban los negros junto con los indios desafectos de Maryland; de su relación con Drepacca y Quassapelagh, y de la singular posición que ocupaba Chicamec dentro del triunvirato. Con tanta brevedad como lo permitía la complejidad del asunto, refirió la historia del antagonismo de Chicamec y los ingleses, el destino irónico de sus tres hijos y el peligro consiguiente que entrañaba su situación en el marco de la conspiración. Mary Mungummory y Harvey escucharon la historia atónitos y en vilo; de no ser porque McEvoy ya estaba familiarizado con la mayor parte de la misma, lo cual le permitió dedicar unos minutos de atención a otras cosas, las dos perdices, olvidadas en el espetón, se habrían quemado.
—¡Santo cielo, señor! ¿He entendido bien? —preguntó el viejo con incredulidad—. ¿Tenéis que personaros en la isla de Bloodsworth en compañía de Cohunkowprets o del otro individuo en el plazo de un mes o de lo contrario los salvajes quemarán a los dos rehenes?
—Nos quemarán a los tres —afirmó Ebenezer—. Yo tengo la culpa de que se encuentren en la isla de Bloodsworth.
Los dos que le oían miraron a McEvoy con aire inquisitivo, y éste bajó la vista a la comida y dijo con voz sin duda demasiado baja para que la captara el trampero:
—Le debo la vida al señor Cooke, eso es muy cierto. Sabe Dios si poseo el heroísmo suficiente como para no renegar de mi deuda.
—Lo cierto es que —concluyó Ebenezer— lo más seguro es que nos arranquen a todos la cabellera muy pronto, cuando comience la guerra, y hay motivos para pensar que comenzará en cuanto expire el plazo de un mes que se me ha concedido. Daba la sensación de que les era de todo punto indiferente que yo propagara la noticia de sus planes; era como si pensara que nuestra milicia no es rival para ellos.
—En eso tienen mucha razón —afirmó el anfitrión—. Copley y Nicholson se negaron a brindarle auxilio a Nueva York, incluso cuando lo de la matanza de los schenectadys, y sería necedad pedirle ayuda a Andros de Virginia, o al cuáquero William Penn; se quedarían tan campantes, contemplando cómo nos pasaban a cuchillo negros y salvajes, por más que ellos serían los siguientes en probar el tajo carnicero. —El anciano movió la cabeza de un lado a otro—. Lo peor de todo es que si somos honestos no cabe guardarles rencor a esos desdichados. Si se coge a un pobre hombre y se le saca de su entorno natural y se le somete a vilipendio (eso sin mentar que se le cargue de grillos y venda en pública subasta como a una bestia de carga), a fe mía que es la cosa más natural del mundo, si le queda un soplo de ánimo, que se subleve contra quien lo está sojuzgando. No tengo la menor gana de que me arranquen la cabellera, señores, pero, a decir verdad, juro que estoy un poco a favor de los indios, en este asunto.
—Otro tanto digo yo —convino Mary.
—Y en mi caso —dijo Ebenezer— lo estoy no sólo porque su causa es justa, sino porque en nuestro interior, ¡cuánto nos enseña la vida! Todos tenemos mucho de salvaje. Empero, como vos decís, más vale conservar el cuero cabelludo que perderlo. Por esa razón me es menester encontrar a los hijos de Chicamec; sé que Burlingame es tan persuasivo como una sirena, y en cuanto al tal Cohunkowprets, si es que ha abrazado la causa inglesa…, mi plan consiste en apelar a sus nuevas lealtades, y si puedo, le haré volver junto a los ahatchwhoops como un hijo pródigo; que ocupe el lugar que le corresponde como príncipe de ese reino sanguinario, que procure ejercer una influencia benéfica en Quassapelagh y Drepacca, y acaso, abortar la masacre. Es un gambito arriesgado, mas los casos desesperados precisan tratamientos a la desesperada; y en tanto Mary, o los dos, no refiráis vuestras historias, nada sé de Cohunkowprets salvo que abandonó a su pueblo para hacerle la corte a una mujer inglesa, al igual que hiciera su hermano Mattassin antes que él… —Ebenezer se interrumpió—. Os pido disculpas, Mary.
La mujer rechazó sus excusas con un gesto de la mano y dejó escapar un corpulento suspiro.
—No hay nada que disculpar, señor Cooke. No me avergüenzo de haber amado a Charley Mattassin, ni hay en mi interior cólera ni lamento su final. Si pudiera creer que su hermano es como él… ¡Pero tanto da! Muy pronto lo sabremos y en todo caso… —Mary hizo una pausa y sintió un levé estremecimiento—. Se me vienen a las mientes unos sinvergüenzas de la Antigüedad, de cuando Charley me leía a Virgilio y Homero. Me acuerdo de que los dos nos reíamos de ellos…, se me ha olvidado cómo se llamaban, pero uno era el padre de Aquiles y otro el de Eneas…
Ebenezer indicó que sus nombres respectivos eran Peleo y Anquises; una vez más, sorprendiéronle no sólo la vastedad de las tardías incursiones de aquel indio en el ámbito de la cultura occidental, sino también la pertinencia de los recuerdos de Mary. McEvoy, que nada sabía de aquella curiosa relación, estaba atónito.
—Sí, así se llamaban aquellos fulanos —afirmó Mary—. Cada uno por su lado, se dedicaron al trajín carnal con sendas diosas, con lo que se buscaron la ruina. Bien mirado, les salió a precio de ganga, pero hay gangas que uno sólo se las puede permitir una vez en la vida. ¿Me entendéis?
La entendían —por lo menos Ebenezer y el trampero—, de modo que Mary siguió adelante.
—Ahora bien, yo no afirmo que el tal Billy Rumbly sea hermano de Mattassin: jamás le he echado la vista encima, cosa que Harvey sí que ha hecho, y en cuanto a Charley, nunca habló gran cosa de su familia. Pero lo que he oído de ese granuja y su mujer inglesa lo entiendo a la perfección. Guarda cierta relación con lo que acaba de decir el señor Cooke: que en nuestro interior todos tenemos algo de salvajes. Es eso y más: tiene que ver con el lado oscuro de esas gentes, lo sé muy bien. ¿Qué es lo que induce a las mujeres de tantos plantadores a levantarse las faldas cuando están delante de un buen ejemplar de esclavo como hizo la reina de Las mil y una noches? A mi juicio trátase de un ansia que busca recuperar todo lo que podemos cuando nos convertimos en probos ciudadanos; hay algo en nuestro interior que nos arrastra hacia un oscuro abismo en el que no hay leyes.
Hasta entonces Mary había estado contemplando los troncos de pino que ardían en el hogar; ahora enderezó los hombros, se frotó la nariz con energía, como si le picara, y sorbió aire tímidamente.
—Pero esto no es ninguna historia, ¿eh, Harvey?
—Ni por asomo —repuso Harvey—. Es un grave error por parte del narrador ponerse a filosofar y a contamos qué significa la historia que nos está contando; puede que no signifique en absoluto lo que él piensa.
No obstante, el trampero estaba claramente impresionado por el análisis que había hecho Mary, al igual que lo estaban Ebenezer y McEvoy.
—Sea como fuere, eso es lo que pensé yo —dijo, de buen humor— cuando Roxie Russecks me habló de Billy Rumbly y la Virgen de Church Creek.
Ebenezer se mordió el labio inferior y Mary se apresuró a comenzar la historia.
—Hace tan sólo una semana, o cosa así, que llego a Church Creek esa mujer, completamente sola, sin más bienes ni equipaje que lo poco que podía cargar con las manos. Fue de casa en casa, buscando alojamiento. Era una solterona de unos treinta años de edad, según me dijeron, y decía que acababa de llegar de Inglaterra; se presentó como la señorita Bromly, de Londres.
—¡Santo cielo! —exclamó Ebenezer—. ¡Conozco a esa mujer! ¡Era vecina nuestra cuando vivíamos en Plum Street! —se rio de buena gana, notoriamente aliviado—. ¡Claro, he aquí la respuesta! ¡Ella habló de mí y vos pensasteis que era mi hermana! ¿Qué asuntos se traía la señorita Bromly en Maryland?
—Aguardad a que acabe —respondió Mary sombríamente—. Como digo, afirmaba ser la señorita Meg Bromly, pero cuando la gente le preguntaba qué asunto la había llevado a Church Creek, y para cuánto tiempo necesitaba alojamiento, tardaba en responder. Unos la tomaban por una redencionista escapada; otros pensaban que era amante de algún plantador, el cual se proponía mantenerla en Church Creek; otros aún eran de la opinión de que esperaba familia y o bien su padre la había despachado, o bien la había enviado al campo hasta que diera a luz, bien que su cintura no daba muestra alguna de que aquellas sospechas fueran ciertas. Es raro dar con una mujer que sea doncella a los treinta años, pero más raro aún es dar con una mujer que viaja sola, sin criados ni equipaje adecuado, y que ni siquiera es capaz de decir a las claras a qué se dedica. Añádase a lo anterior que no era en absoluto fea ni deforme y que hablaba con la corrección propia de una dama (me atrevería a decir que hubiera podido elegir marido a placer), y a nadie le extrañará que las gentes a las que se dirigía, cualesquiera que fueran las opiniones que tuvieran, dieran en pensar que se hallaban frente a una mala mujer, si no puta de hecho, puta en ciernes, y nada querían saber de ella. Por lo que respecta a los hombres, iban en pos de ella babeando y soltando necedades, parecían jabalíes persiguiendo a una puerca joven y de buen ver; y si había quien dudara de su condición de ramera, disipose toda duda cuando la señorita Bromly se alojó en la posada de Russecks, que de posada no tiene nada, pues no es en realidad sino una mixtura de tenducho y taberna, propiedad de ese molinero desvergonzado, el hermano de Harvey. Hay un piso encima, un mero desván en el que se alza una serie de tabiques que lo dividen en cuartuchos, cada uno con un jergón; allí sientan el real mis mozas cuando llegan a la vecindad, antes de seguir viaje hasta Cambridge y el Puntal de Cooke.
»Pues bien, la mujer de la que hablo rechazaba a todos con una arrogancia que era cosa digna de ver; los hombres, empero, daban en pensar que lo que quería era cobrarles más. Al fin pidiéronle que les dijera su precio, ante lo cual ella extrajo una minúscula pistola que ocultaba entre las ropas y dijo que el precio a pagar por ponerle la mano encima era la vida, y añadió que ni al rey Guillermo le sería permitido cobrarse su virginidad. Tras lo cual fuese al altillo sin que hombre ninguno osara seguirla. A partir de entonces dieron en llamarla la Virgen de Church Creek, a guisa de chanza, pues todos creían que sería la amante del gobernador Nicholson, de John Coode o de algún otro personaje de importancia. Ella entraba y salía cuando le venía en gana y ningún hombre le puso la mano encima. De tanto en tanto inquiría la mujer si sabían cómo andaban las cosas por Malden, en el Puntal de Cooke; ellos, ni que decir tiene, sabían que Malden era el centro de perdición de Dorset, con lo que quedaban tanto más convencidos de que habían dado con una prostituta de moda.
»Apenas unos días después, según refirió Roxie, llegó a Church Creek aquel indio mestizo. Es costumbre que los salvajes viajen por parejas cuando acuden a la ciudad, sin embargo, aquél venía solo; entró en el establecimiento de Russecks con unos andares altaneros que eran cosa digna de verse, puso una moneda en la mesa y pidió ron.
—¡Ah, entonces no puede ser Cohunkowprets! ¿No, John? —preguntóle Ebenezer a McEvoy—. Dudo mucho que supiera el inglés necesario para pedir ron.
Pero McEvoy no parecia estar tan seguro.
—No creáis, puede que se lo enseñara Dick Parker; el mismo Dick Parker aprendió a hablar inglés decentemente en cosa de dos o tres meses.
—Y Charley Mattassin, en menos tiempo aún —añadió Mary, y siguió adelante con el relato—. Aquel salvaje tenía un aspecto tan feroz que Harry Russecks le sirvió el ron sin rechistar; Charley se lo bebió como si fuera agua. Se notaba que jamás había probado licor alguno, pues le dieron arcadas y parecía que se fuera a asfixiar, pero no bien engulló el primero, pidió un segundo trago. (Todas estas cosas traenme, punto por punto, el recuerdo de mi Charley, señor Cooke…, osado hasta decir basta y deseoso de aprenderlo todo de un solo trago). Entonces los parroquianos vieron la ocasión de mofarse de él. Le sirvieron el ron y le preguntaron cómo se llamaba. El se presentó como Pico de Ganso.
—¡Es él! —exclamaron Ebenezer y McEvoy al unísono.
—El tayac Chicamec nos dijo que Cohunkowprets significa Pico de Ganso —explicó Ebenezer—. El por qué de dicho nombre no he de indicarlo aquí, tan sólo… —El poeta se ruborizó—. Voy a decir una cosa, Mary, habéis dicho que sus modales os recordaban a Charley Mattassin; sabed, pues, que, salvedad hecha de que tiene la piel más clara, Pico de Ganso es idéntico a su hermano en todos los detalles de su persona.
A Mary se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Santo cielo, entonces sí que es hermano del pobre Charley! —La mujer sacudió la cabeza—. ¡Cuán claro lo veo a través de su comportamiento ahora que lo sé! ¡Será posible! ¡En cierto modo es como si Charley y yo empezáramos de nuevo!
»Antes de que Pico de Ganso hubiera dado cuenta —siguió diciendo, lacrimosamente, Mary— del segundo ron, hizo aparición la señorita Bromly, la Virgen de Church Creek, que salía de su aposento, camino de la calle, y se topó de narices con él. Hasta aquel momento la señorita Bromly había mantenido una actitud glacial en medio de los silbidos y manifestaciones lúbricas de los hombres; pero, conforme al testimonio de cuantos se hallaban presentes en la taberna de Russecks, cuando vio al indio retrocedió, profirió un alarido, pronunció un nombre ininteligible y se tambaleó. Durante unos instantes dio la impresión de que iba a perder el conocimiento; no obstante, cuando un parroquiano hizo ademán de ir a ayudarla, recobró la compostura con la misma rapidez con que la había perdido, obligó a retroceder al buen samaritano mediante el mismo recurso de buscar debajo de la capa (donde, como toda la ciudad sabía, escondía la famosa pistola) y salió del lugar con los labios apretados y amenazando a la concurrencia. Pico de Ganso, al igual que los demás, se quedó mirándola fijamente, mientras ella se alejaba, y cuando hubo desaparecido fue el primero en hablar:
»—Pico de Ganso ya no quiere ser Pico de Ganso —aseveró—. Vosotros decid a Pico de Ganso qué purgatorio debe pasar para ser un diablo inglés.
Mary Mungummory juró solemnemente que, según le habían contado a ella, tales fueron las palabras que dijera el salvaje. Todos los presentes coincidían en cuanto al contexto de dicha aseveración. Lo recuerdan con tanta precisión porque Pico de Ganso tuvo dificultades para hallar un vocablo que hiciera referencia a los ritos iniciáticos por los que, en numerosos pueblos, han de pasar los adolescentes antes de que se proclame públicamente su condición de hombres. Fue un trampero que a la sazón se hallaba presente quien por fin sacó a colocación la palabra purgatorio, con gran deleite por parte de los circunstantes, que entonces entendieron lo que quería decir el indio.
»—¿Y dices que quieres hacerte inglés? —preguntó con regocijo uno de los presentes.
»—Sí.
»—¿Un diablo inglés, dices? —preguntó otro.
»—¿Y quieres saber qué pruebas ha de pasar un salvaje si quiere que lo miremos como a hermano nuestro? —demandó el molinero.
»—Sí.
»Entonces los presentes se miraron a los ojos y descubrieron que en todas las miradas había una decisión unánime. Por acuerdo tácito el molinero siguió adelante con la burla.
»—Pues muy bien —dijo, pensativo—; antes que nada es menester que demuestres que eres hombre de recursos; aquí no queremos pobretones…, a menos que se trate de mozas de buen ver como la Virgen, ¿no es así, caballeros?
»El indio no entendió aquel parlamento, pero cuando le dieron a entender que querían ver su dinero, sacó a relucir cinco libras, en monedas y billetes (que nadie supo de dónde había sacado) y cierta cantidad de wompompeag, todo lo cual lo depositó el molinero Russecks en sus bolsillos sin pérdida de tiempo.
»—Bueno, pues ahora es menester que se te dé un nombre inglés como es debido, ¿a que sí, muchachos?
»Poco tardaron en darle el nombre de Billy, pero dar con un apellido adecuado fue un problema que conllevó grandes debates. Unos cuantos, impresionados por el hedor a grasa de oso con que su victima se embadurnaba, se mostraron partidarios de llamarle Billy Goat,[45] en tanto que otros, teniendo en cuenta su ingenuidad, preferían llamarle William Goose. En tanto las deliberaciones seguían su curso, Pico de Ganso se bebió el ron, con menos dificultades que antes. Le ordenaron que se bebiera otro, arguyendo que todo súbdito de Su Majestad digno de ser considerado tal debía ser capaz de beberse media barrica de ron de las Barbados sin que le sentara mal. Era el tercer trago, y la solemnidad con que el indio alzó el vaso (al tiempo que asía firmemente el borde de la mesa con la mano libre a fin de no perder el equilibrio), cual si de un cáliz se tratara, le inspiró al molinero una tercera idea.
»—Oye, este Bill tiene madera de buen bebedor —comentó Russecks, y cuando el indio, que en aquel preciso instante remataba el trago, soltó, como es costumbre entre los ahatchwhoops, un eructo estentóreo y sin ambages, añadió—: ¡Pero bueno, si ya se nos ha puesto a tronar con el ron!
»Y como ninguno de los presentes se tomó la molestia de defender la opción que prefería frente a la del molinero, Pico de Ganso pasó a llamarse Billy Rumbly, nombre que le fue impuesto en medio de grandes jerigonzas blasfemas, mientras lo bautizaban con vinagre de sidra.
»A continuación, le afeitaron el cráneo —dijo Mary, y Ebenezer supuso que cuando, en ocasiones anteriores, la mujer refiriera aquella historia, debió de hacerlo sin el acento de amargura que se advertía ahora— hasta dejarlo reluciente, le echaron otro ron a las tripas y dijéronle que los ingleses bien educados jamás apestaban a grasa de oso. Y sintiéndolo mucho, dijéronle, no le quedaba más remedio que bajar al río (repárese en que esto ocurría a mediados de diciembre), quitarse la ropa, meterse en el agua hasta el cuello y restregarse con un cepillo para caballerías que le proporcionaron hasta que desapareciera el olor. Ni que decir tiene que la idea se le ocurrió al molinero… brrr… ¡Qué odio le tengo a ese matón…! Despacharon a Billy y quedáronse a gozar de la burla sin que se les ocurriera ni por asomo que lo fueran a volver a ver jamás. Si no moría ahogado o congelado, creían ellos que en el río el susto le quitaría la borrachera, con lo que se volvería junto a los suyos.
»Lo cierto, sin embargo —dijo Mary—, es que no llevaban ni media hora riéndose cuando apareció lo que quedaba del indio, que devolvió el cepillo y pidió más ron: se había frotado casi hasta arrancarse el pellejo, pero no quedaba ni rastro de la grasa de oso, así como tampoco del alcohol; por lo demás, no daba muestras de tener frío ni de padecer molestia ninguna. Sin darles tiempo a que salieran de su asombro, Billy les instó a que le sometieran a la siguiente prueba, y merced a una desdichada coincidencia, la señorita Bromly escogió aquel momento para entrar en la taberna, de vuelta de no se sabe dónde; atravesó la estancia envuelta en un silencio altanero y desapareció por la escalera, camino del altillo. Aún así, tal vez no hubiera pasado nada, pero fue el propio Billy quien se la jugó al exigir saber de quién era mujer.
»—Pero bueno, Billy Rumbly, ésa es la Virgen de Church Creek —repuso el molinero—. No es la mujer de nadie; esa buena pieza es dueña de sí misma.
»—Desde ahora es la mujer de Billy Rumbly —afirmó el indio—, y sacó un cuchillo del cinturón—. ¿Cómo toman esposa los diablos ingleses? ¿Con qué hombre debo luchar? ¿Dónde está el tayac que me la tiene que dar?
»Hasta entonces los hombres estuvieron en suspenso; ahora contuvieron el aliento, en vista de las nuevas perspectivas que se les presentaban de seguir adelante con la chanza. No ha de causar extrañeza que fuera Harry Russecks quien tomara la palabra.
»—¿Y dices… que reclamas a la Virgen de Church Creek como esposa?
»Al punto Billy se dirigió hacia él, empuñando el cuchillo.
»—¿Es tu mujer? ¿Hablas por ella?
»—Vamos, vamos —le tranquilizó el molinero—, guárdate el cuchillo, Billy Rumbly, y pórtate como un inglés de pro, de lo contrario esa mujer no querrá nada contigo. Conque vas a ser la esposa de Billy Rumbly, ¿eh? ¡Bueno, bueno! Pero lo que no sabes, Billy Rumbly —siguió diciendo Harry— es que una moza como la Virgen de Church Creek no es para el primer inglés que se presente. Tiene que merecerla. Habrás oído hablar de…, ¿qué palabra era, Sam? ¡Purgatorio, menudo bribón que estás hecho…! Decía que habrás oído hablar del purgatorio por el que le es menester pasar a todo novio inglés que se precie, ¿no es así, mozalbete?
»Conforme a lo que todos esperaban, Billy Rumbly confesó su total ignorancia respecto a los ritos nupciales de los ingleses, ignorancia de la que le sacó Russecks, que habló en tono solemne y en extremo confidencial:
»—En primer lugar, no oses acercarte a una virgen inglesa con la idea del matrimonio en la cabeza sin haberte bebido por lo menos doce vasos de ron que te inflamen la pasión. ¡Las mozas de Londres abominan de los amantes sobrios como de la sífilis! En segundo lugar, es menester que no digas ni media palabra. ¡Una sola palabra, fíjate bien, y no hay casorio! ¿Me sigues, Billy Rumbly? Por si no lo sabías, los diablos ingleses tenemos por costumbre ocuparnos de que ningún cagón se acerque a nuestras mujeres. Así pues, nada de hablar; tienes que llegarte a ella a escondidas, como hace el cazador con su presa. ¡Vive Cristo lo que te va a querer si la coges desprevenida y te cobras su virginidad antes de que sepa quién es el fulano que se le ha subido encima! Porque ahí está el truco, amigo Billy, más que macho, nuestras leyes exigen que el novio tome a la novia como el can a la perra, tanto si quiere como si no, y cuanto más se revuelva y vocifere, tantos más honores para el violador. ¿Verdad que le estoy leyendo la ley de nuestra tierra al pie de la letra, amigos míos?
»Ahora bien, los demás no habían pensado llevar las cosas más allá de la pura chanza, según les dijeron todos a sus mujeres más adelante; tan sólo se habían propuesto divertirse un poco con un indio borracho a costa de la engreída señorita Bromly. Empero, bien porque no se atrevieron a llevarle la contraria a sir Harry, bien porque el plan de éste tenía un atractivo irresistible, lo cierto es que afirmaron, por medio de leves gestos de asentimiento y murmullos, que tales eran en verdad las costumbres que imperaban entre los ingleses. Mientras Billy daba cuenta del ron de rigor, los hombres se dijeron a sí mismos y posteriormente a sus mujeres que un hombre que lleva doce vasos de ron de las Barbados en las tripas no supone más peligro para el honor de una mujer que un eunuco. Cuando Billy hubo terminado, todos se apartaron solemnemente, haciéndole sitio; Harry, tras conminarle por última vez a no hacer ruido, dirigiose al pie de la escalera, seguido de Billy Rumbly, que iba haciendo eses; el indio inició la ascensión de puntillas, con paso ebrio y sigiloso, vigilado por la mirada del molinero.
»¡Santo cielo, y pensar —dijo Mary con voz ronca, interrumpiendo el relato— que se estaban mofando de alguien exactamente igual que Mattassin! Es lo mismo que… ¡Oh, Dios mío! ¡Es lo mismo que usar el santo grial de bacinilla!
—¡Fue una broma cruel —convino Ebenezer—, pero no sólo para Pico de Ganso! También temo por la pobre Meg Bromly.
—Sigamos adelante —sugirió el anfitrión—. He oído lo que he oído, pero desde hace unos días han aparecido muchos cambios en la historia de Billy Rumbly. Parece que alguien fuera ensartándolos en un sedal, como quien hace un collar de conchas.
—A mí me lo ha contado Roxie Russecks —dijo Mary—, que es la cotilla más honrada que jamás haya contado un chisme, y a ella se lo contó sir Harry cuando no habían pasado ni cinco minutos después del fin del suceso. Henrietta oyó el tiro desde el molino y salió corriendo a ver de dónde procedía… y eso que sir Harry le da de azotes sólo con que asome la cara por la ventana. Pero cuando vio que la gente acudía corriendo a la taberna de su padre, no le quedó más remedio que ir a por su madre a fin de enterarse de lo que había pasado, y cuando Roxie llegó allí, el indio había desaparecido, dejando tras de sí un reguero de sangre…
—¡Un tiro! —interrumpió Ebenezer—. ¿Habéis dicho que la señorita Bromly le pegó un tiro?
Mary alzó su gordezuelo dedo índice:
—He dicho que el pobre salvaje estaba herido y que se había ido, regando con su preciosa sangre el camino; eso es lo que he dicho.
—¿Pero quién si no…?
—Cuando Roxie llegó a la taberna —dijo Mary, impositiva—, había sangre en el suelo, en el pasillo y por todas partes. Los hombres estaban bastante sobrios, os podéis jugar algo, pero la vergüenza les impedía mirar a la muchacha a la cara; en cuanto a Harry, que rebuznaba como un asno a costa de su chanza, su hija no logró sacarle nada inteligible. Sus únicas palabras eran: «¡Vive Dios! ¡Vive Dios!». Había que verlo al muy imbécil, venga a dar saltos y sin parar de croar como un sapo recién capado. Luego vuelta a rebuznar y sin soltar palabra.
—¡La señorita Bromly! —exclamó Ebenezer, imperioso—. ¡Tengo que saber qué le ocurrió a la señorita Bromly! ¿Fue ella quien le disparó a ese pobre desgraciado?
—Fue la Virgen de Church Creek —dijo Mary, lacónica.
—El salvaje la había arrastrado hasta el jergón antes de que ella pudiese coger su pistola, y mientras la intentaba violentar, ella gritaba: «Henry, Henry».
Ebenezer sacudió la cabeza.
—¡Por Dios, que no me extraña! Probablemente pensaba que era su tutor de Londres disfrazado, o vuelto un salvaje como monsieur Casteene.
—Cualesquiera que fuesen sus pensamientos, como solía decir mi Charley, ella no tenía intención de representar el papel de Lucrecia ante Tarquino. La verdad es que tenía previsto desde el principio que si sir Harry en persona no intentaba cobrarse su virginidad, algún día mandaría a cualquier libertino borracho a que lo intentara por él; de ahí, la pistola siempre cargada y pronta a dispararse. La llevaba entre las ropas cada vez que se disponía a bajar la escalera y mientras dormía la ocultaba debajo del jergón, donde podía echarle mano nada más oír crujir el primer peldaño. El problema consistió en que aunque esté borracho, un salvaje sigue siendo salvaje hasta los tuétanos; Billy Rumbly remontó las escaleras sin hacer más ruido que un cazador cuando persigue a su presa, y ella se dio cuenta de que corría peligro cuando Billy le puso el cuchillo en la garganta.
McEvoy emitió un chasquido con la lengua:
—¿Cómo logró hacerse con la pistola?
—Ahí está el intríngulis. —Mary sonrió—. Las almenas ya no servían de defensa y ya no se podía hacer nada salvo abrir las puertas, entregar el castillo y vengarse del invasor mientras éste se entregaba al saqueo.
—¡Ay, Dios! —exclamó Ebenezer—. ¿Queréis decir que la pobre muchacha acabó por perder el honor?
—Todavía no, aunque eso fue lo que creyeron todos los hombres, y yo también, cuando me lo contó Roxie; yo me preguntaba cómo era posible que el ron no hubiera dado al traste con la rigidez de Billy Rumbly. Pero se os olvida, señor Cooke, lo que ahora sabemos: Billy es hermano de Mattassin y, conforme vos mismo habéis dicho, no guarda la virilidad debajo de los calzones, sino en su fantasía, donde el ron es, más que una rémora, una virtud. —Mary volvió a estremecerse—. Mejor dicho, ahora que lo pienso, todo depende del significado que se le de a la palabra: ningún hermano de Charley habría sido capaz de poseerla como se hace normalmente. Es muy posible que esa mujer aún sea virgen, pero yo sé muy bien que lo que él buscaba desde el primer instante era su honor, y puesto que a ella no le quedó más remedio que dejarse arrastrar al jergón, podéis estar seguro de que su honor estaba hecho jirones cuando llegó allí. Entonces, eso sí, sacó la pistola y tiró a matar. Empero, el tiro le salió bajo, por lo que colijo; se le coló en el muslo y Billy salió huyendo como un conejo malherido. Ni siquiera entonces tuvo a bien sir Harry poner fin a su pérfido juego: se sintió obligado a salir corriendo detrás del pobre Billy Rumbly hasta el exterior y allí le dijo, a grandes voces: «¡No has sido lo bastante hombre, Bill, maldito seas! ¡Vuelve a intentarlo dentro de quince días!».
—Pero la señorita Bromly… —dijo el poeta.
—Ahí termina mi cuento —dijo Mary con firmeza—, en tanto Harvey no refiera su parte; cuando Roxie averiguó cuál era la naturaleza de la chanza que había llevado a cabo su marido, subió las escaleras al vuelo para atender a la señorita Bromly y se la encontró echada en el jergón, cual moza bien violada, la pistola aún humeante en la mano. Y pese a los aires de gran señora que se había dado hasta entonces, corrió junto a Roxie como una niña que busca a su madre y, llorando y vociferando por dos, aseguró que pese a ser tan virgen como antes, el salvaje se había tomado infinitas libertades con su persona, hasta el punto que se sentía morir de vergüenza. No tiene nada de raro que Roxie no la creyera (al igual que hice yo cuando me lo contaron poco después), y dijo: «Vamos, vamos, señorita Bromly, lo hecho, hecho está y ningún fingimiento lo va a deshacer; ya no sois virgen, suponiendo que en verdad lo fuerais antes, pero estoy convencida de que tampoco sois ninguna ramera. Veníos a vivir con mi hija y conmigo al molino» —dijo— «y os mostraremos cómo pueden holgarse las mujeres sin merma alguna de la bolsa, el orgullo o su preciada reputación».
—Ay, Mary —le advirtió el anfitrión, que debía de haber leído en sus labios—, no nos vengas ahora con cuentos.
Mary repuso que sabía que el señor Cooke era un perfecto caballero y, puesto que McEvoy no conocía a las partes implicadas, no veía daño alguno en citar las palabras de la señora Russecks.
—Sabéis muy bien que es una amiga mía muy querida, amén de serlo vuestra, Harvey, y que quiero a Henrietta como a una hija. Estos caballeros ya saben la clase de bestia que es sir Harry; no está de más que estén al tanto de este dato complementario: Roxie y Henrietta tienen la sagacidad y la osadía de darle gato por liebre a ese grandísimo marrano en cuanto se les presenta la ocasión.
El trampero seguía sin mostrarse enteramente aplacado, pero Ebenezer, aunque aquella metáfora ambigua le hizo pestañear, dijo, a fin de que Mary volviera a su historia, que aquellas mujeres para él desconocidas tenían derecho a cometer pequeñas faltas.
—Pues sí —Mary suspiró—, Roxie me dice que tal vez pudiera convencer a la señorita Bromly de que aprenda mi oficio.
Ebenezer no fue capaz de contener su acrimonia:
—¿Esa es la idea que tenéis de cómo se comportan las damas nobles y caritativas, induciendo a una pobre muchacha a abrazar la prostitución? ¡Pobre señorita Bromly! ¡No me parece que la señora Russecks sea un ápice mejor que su marido!
—Despacito, despacito, señor Cooke —dijo Mary con calma—. Se os olvida que no voy a recogerla al molino de sir Harry, sino al domicilio de su marido inglés, el señor Rumbly.
—¡Por vida de…!
—Dejadme acabar. La buena mujer estaba tan fuera de sí como consecuencia de la violación, o como queráis llamarlo, que empezó a hablar en jerga, como una loca. Ya no se llamaba Meg Bromly, según dijo, sino Anna, Cooke, del Puntal de Cooke, y era hermana del Poeta Laureado, y el salvaje que la había atacado no era ningún salvaje, sino el tutor que tuvo siendo niña…
—¡Santo cielo, ya lo entiendo! —exclamó el poeta—. Es amiga de Anna y mía desde que éramos chiquillos, allá en Plum Street; algún negocio la habrá traído a Maryland y tendrá pensado venir a verme a Malden, sólo que se enteró de mi infortunio y de la cólera de mi padre. ¡Sí, está claro! No se atrevió a acudir a ese lugar infame, sino que buscó alojamiento en Church Creek, en tanto hacía averiguaciones en torno a mí. ¡Vive el cielo! ¡Otra alma perdida que pesa sobre mi conciencia! Pobre, mil veces pobre señorita Bromly… ¡Si Anna estuviera enterada acudiría volando a ayudaros!
A decir verdad, Ebenezer tenía sentimientos encontrados: el convencimiento de que la Virgen de Church Creek no era su hermana le procuró un alivio indecible, mas al mismo tiempo sentíase desdichado, no sólo porque lo era una amiga de su hermana, sino también porque en virtud de aquel hecho Anna seguía tan perdida como siempre. Entonces palideció, pues le asaltó un nuevo pensamiento.
—¡No! ¡Es peor aún! ¿Qué iba a hacer la señorita Bromly en Maryland salvo acompañar a Anna? Sí, voto a tal; hicieron el viaje juntas (¿qué hay más probable que eso?) y cuando se enteraron de cómo andaban las cosas por Malden, o bien cuando mi padre dio con Anna y la obligó a permanecer junto a él, la señorita Bromly se impuso la tarea de emprender mi búsqueda. Mejor dicho: estoy seguro; una de dos: o Joan Toast no habló de mí o no la creyeron. ¡Diantre, diantre, desdichada muchacha! ¿Cuántos pesos más han de caer sobre mi conciencia? ¡Y ahora, ya sea porque busca que se apiaden de ella y recurre a subterfugios desesperados, ya sea porque el impacto de la violación le ha trastornado el juicio, se otorga a sí misma la identidad de su mejor amiga y cree que es Henry Burlingame quien ha labrado su desdicha!
—Lo cierto es que a veces llama Henry a su marido —reconoció Mary—. Eso me ha dicho Roxie.
—Ya basta —dijo McEvoy—. Dejasteis a esa fulana en su cuartucho, parloteando con la mujer de Russecks, y ahora resulta que es la esposa del individuo que se le echó encima y al que descerrajó un tiro. Os habéis saltado una parte de la historia, buena mujer, ¿no os parece?
—Así es, en efecto, señor —asintió Mary—, pues le cumple contarla a Harvey. Cuando terminó de farfullar, la señorita Bromly se desmayó en los brazos de Roxie y la llevaron privada de sentido a la alcoba de Henrietta, allá en la casa del molino. Por espacio de tres días, Roxie se ocupó de ella como si fuera una chiquilla enferma, y al cuarto día desapareció. Nadie le ha puesto los ojos encima desde aquel día, salvo aquí Harvey…