9. AL MENOS UNO DE LOS MISTERIOS FECUNDADOS ES LLEVADO AL LECHO, DONDE OBRA GRANDES ESFUERZOS, MAS SIN QUE SE LLEGUE AÚN AL ALUMBRAMIENTO

Ebenezer ya no albergaba dudas con respecto a las líneas maestras de su plan. Habló enseguida, antes de que su imaginación lo asediara con miedos y alternativas.

—Esta misión que me encomienda el tayac Chicamec, querido Quassapelagh… ¿es condición de mi libertad?

La traducción de esta última frase precisó algún tiempo y la ayuda de Drepacca, y dio lugar a unos momentos de disputa en lengua india. Al cabo, Drepacca aventurose a decir:

—No se puede hablar propiamente de condiciones si no hay imposición por la fuerza. Sin embargo, estamos de acuerdo en que, si eres en verdad hermano de Quassapelagh, no eludirás el cumplimiento de esta misión.

Ebenezer templó los nervios.

—Si el tayac Chicamec da muerte a mis tres amigos, no le transmitiré ningún encargo a Henry Burlingame III, por la sencilla razón de que moriré aquí junto con ellos. Dile lo que he dicho.

—Hermano… —protestó Quassapelagh, pero Drepacca tradujo la aseveración. En la mirada de Chicamec había destellos de ira.

—No obstante —siguió diciendo el poeta—, si el tayac Chicamec tiene a bien compartir la piadosa opinión de sus sabios y poderosos comonarcas, y nos deja libres a los cuatro, yo le prometo lo siguiente: me presentaré ante Henry Burlingame III y le contaré la verdadera historia de su nacimiento y de cómo su padre le salvó la vida; lo que es más, vendré con él aquí, a esta isla, para que vea al tayac Chicamec. El conoce la lengua de los piscataways y la de los nanticokes; padre e hijo podrán conversar a solas, sin intérpretes.

Todas aquellas cosas sorprendieron sobremanera a Quassapelagh y Drepacca; tradujéronlas a trompicones, mientras intercambiaban miradas inexpresivas. Empero, a fin de que lo que querían decir no quedará distorsionado por el miedo o el asombro, Ebenezer se puso en pie y, desde cerca, con voz clara y resuelta, dirigiose sin mediaciones al anciano rey, acompañando los vocablos ingleses de ademanes y énfasis inequívocos: —Yo… traer a Henry Burlingame III… aquí… con Chicamec. Chicamec y Henry Burlingame III… hablar, hablar, hablar. Sin Quassapelagh. Sin Drepacca. Chicamec y Henry Burlingame III… hablar, y con el solo fin de demostrar mi buena fe, señores, yo le diré a Henry Burlingame III: busca, busca, busca a tu hermano Cohunkowprets para hablar, hablar, hablar; tal vez le muestre lo equivocado de su proceder. ¿Qué te parece eso, buen anciano? Chicamec, aquí; Cohunkowprets, aquí; Henry Burlingame III, ¡también aquí!

Tanto si entendió cuáles eran las condiciones como si no, Chicamec comprendió suficientemente la propuesta, pues empezó a parlotear febrilmente con Quassapelagh.

—Ya me parecía que no te iba a disgustar —dijo Ebenezer torvamente, y volvió a sentarse—. Pero dile que o los cuatro o ninguno —añadió, dirigiéndose a Quassapelagh. Ahora que ya había formulado su oferta casi se desmaya por la audacia que comportaba. Bertrand y John McEvoy, que habían escuchado con desesperación aquellas luengas historias, reanimáronse y ahora seguían los acontecimientos con el rostro ladeado, presas de una gran incertidumbre.

Luego vino una discusión, no demasiado encarnizada, a juzgar por el tono, y al final Quassapelagh dijo:

—Mi hermano no se curará fácilmente de su testarudez cuando sepa lo que ha sucedido.

—¡Vive Cristo! ¿Quieres decir que somos libres?

—El tayac Chicamec arde en deseos de ver al hijo que hace tanto tiempo que ha perdido —afirmó Drepacca con el mismo tono de severidad que utilizara Quassapelagh— y aunque ha repudiado a su hijo Cohunkowprets, piensa que más vale tener un hijo pródigo que no tener ningún hijo, por lo que está dispuesto a escuchar sus súplicas y perdonarlo. El hermano de Quassapelagh será llevado en canoa hasta el otro lado del estrecho y se le concederá una luna llena para que haga honor a su promesa; los demás permanecerán aquí como rehenes. Si al cabo de dicho plazo no ha traído ni a Cohunkowprets ni a Henry Burlingame III, los rehenes morirán.

Los rostros de los ingleses reflejaban abatimiento.

—¡Eso no! —objetó el poeta—. Si el tayac Chicamec no tiene fe en mí que me dé muerte; si confía en mí, entonces no son menester rehenes.

Al serle transmitida la protesta, Chicamec sonrió y repuso que si el hermano de Quassapelagh hacía aquella promesa de buena fe no tenía por qué temer por la seguridad de los rehenes.

—Muy bien —dijo Ebenezer, desesperado—. Mas al menos consentirás en que vaya con un acompañante, si es que te propones acotarme el tiempo. ¿Y si me extravío camino del continente? Yo no lo conozco. ¿Y si Henry Burlingame III no está en casa y me veo obligado a buscarlo en otra parte, o bien se empeña en que busquemos a Cohunkowprets antes de volver aquí? En una misión de esta índole, dos hombres viajarán más deprisa que uno.

Quassapelagh frunció el ceño.

—Hay razón en lo que dices. Dos rehenes, pues, en vez de tres.

—Y que tu criado Bertrand, mi salvador, te acompañe —añadió Drepacca— por si se te acaba el plazo.

—Sí —exclamó Bertrand, hablando por fin—. Juro que soy un auténtico sabueso a la hora de husmear gente, y además el tal Burlingame me debe un par de favorcillos.

Chicamec no paró de refunfuñar y dar codazos hasta que le tradujeron el trato, para someterlo a su aprobación; luego, arrugó la frente, pero no protestó abiertamente en contra de la nueva enmienda.

Ebenezer puso la mano en el brazo de su servidor y se dirigió a Drepacca.

—Hace ya tiempo que este hombre es criado mío, y antes lo fue de mi padre, allá en Inglaterra. Me ha traicionado o engañado en diversas ocasiones y de diversos modos, bien que más movido por las conveniencias que por maldad, y yo no le guardo rencor por ello. Pero es persona dada a la presunción y al miedo, y sucumbe ante el oportunismo como el borracho ante la bebida; no me atrevo a dejar en sus manos esta misión.

Bertrand se quedó boquiabierto, pero antes de que pudiera decir más que un débil «Voto a…», Ebenezer había vuelto a tomar la palabra y señalaba hacia McEvoy.

—Este hombre fue en otro tiempo enemigo mío y cuanto daño le hice fortuitamente hámelo devuelto a propósito por triplicado. Sin embargo, cuanto hizo, hízolo movido por sus principios y jamás hase rebajado a disimular ni ha recurrido nunca al engaño. Además es la encarnación misma del valor y la astucia, y nuestras diferencias están olvidadas. Elijo a este hombre como acompañante.

Ni Chicamec ni Quassapelagh quisieron opinar acerca de aquella propuesta; por consentimiento tácito dejaron la decisión en manos de Drepacca, por ser quien mayor interés tenía en el caso. Tras examinar cuidadosamente a Ebenezer y al atónito McEvoy, el rey africano indicó su aprobación mediante un gesto de la cabeza. Se decidió que los prisioneros volvieran a su confinamiento hasta la hora del almuerzo, tras el cual los dos agraciados serían llevados en barca hasta el condado de Dorset, en el continente, al otro lado del estrecho de Limbo; por espacio de un mes lunar nadie dañaría ni importunaría a la pareja que se quedaba, y caso de que Burlingame o Cohunkowprets, arrepentidos, hicieran aparición en la isla antes de cumplido el plazo, quedarían en libertad al momento.

—¡Engaño y superchería! —quejábase Bertrand a Ebenezer—. ¿Es ésta vuestra recompensa por todo lo que he padecido a causa vuestra? ¿Le dais muerte a vuestro único amigo para salvar la vida de ese alcahuete? —Se le agolpaban en los ojos lágrimas de autocompasión.

—No, amigo mío —respondió Ebenezer, pasándole el brazo por encima del hombro, mientras salían de la choza real, escoltados por los guardas—. Si esto fuera una treta te escogería a ti, mas te juro que no lo es. Es mi propósito que todos seamos rescatados, conforme prometí.

—¡Ah, qué fácil os resulta hacer promesas rimbombantes, sabiendo que de todos modos salváis la vida! ¿Cómo vais a dar con Burlingame o con ese otro salvaje que jamás habéis visto? Y aun cuando os dierais de narices con él en los pantanos que hay al otro lado del estrecho, ¿pensáis por ventura que accederían a acompañaros para presentarse ante estos emisarios del infierno? ¡Pero a vos qué se os da lo que pueda ocurrirle al hombre que en cierta ocasión os salvó la vida!

A decir verdad, Ebenezer no acertaba a recordar la mentada salvación, mas optó por no poner en tela de juicio aquella aseveración.

—Te encarezco que no desconfíes de mí, Bertrand; si no logro cumplir mi promesa dentro del plazo señalado, me has de ver atado junto a ti en aquellos postes.

El criado soltó un bufido.

—¡No lo dudo; tan proclive sois a las majaderías! Pero os podéis jugar algo a que a McEvoy no lo hemos de ver allí.

Como viera que no había mucho modo de consolarlo, Ebenezer no dijo más. Detuviéronse en el centro de la plaza en tanto los guardas desataban al capitán Cairn del poste. Abatido por el cansancio, el agarrotamiento de los músculos y la incredulidad, el anciano no era capaz de sostenerse en pie por sí sólo; Ebenezer y McEvoy lleváronlo hasta la choza que hacía las veces de prisión. Bien fuera porque las penalidades habíanle enturbiado el entendimiento, bien porque el indulto era demasiado decepcionante como para recibirlo con alegría, lo cierto es que el capitán no manifestó emoción ninguna cuando McEvoy le dio la noticia.

Tampoco hizo McEvoy comentario alguno hasta dos horas después, cuando Ebenezer y él ya se habían despedido del alicaído capitán y del criado —que seguía con sus sarcasmos—, y ya se encontraban en un saliente de tierra pantanosa, hasta donde los habían llevado en barco. El lugar quedaba al norte de la isla, en el extremo meridional de Dorset, donde el estrecho de Limbo se une con la bahía de Chesapeake, formando un ancho brazo de agua donde la mar siempre está picada. Dejáronlos en tierra, en un muelle que al parecer llevaba mucho tiempo abandonado, y no les quedó más remedio que recorrer a pie la mayor parte del camino.

—Tenemos suerte —dijo con sobriedad el irlandés—. Esta es la misma carretera por la que vinimos Bandy Lou y yo camino de la isla. De aquí a Cambridge hay cien millas, pero no es posible extraviarse, y a lo largo del camino hay granjas y cabañas de tramperos.

—Gracias sean dadas al cielo —repuso Ebenezer—; no tenemos tiempo que perder. Hay más posibilidades de que Burlingame esté en Saint Mary que no en Cambridge, pero puede que demos con el tal Cohunkowprets de camino, si indagamos lo bastante.

Durante un tiempo anduvieron en silencio por la encenagada carretera, cada uno ensimismado en sus cavilaciones. Hacía una tarde tibia para ser finales de diciembre. Por doquier extendíanse llanamente las marismas salobres y el mar abierto, hasta alcanzar el horizonte; por entre la parduzca hierba de los pantanos y las espadañas oíase el rumor del viento del oeste, que venía preñado de humedad; veíanse rascones y grullas picoteando por las llanuras en busca de comida, en las ramas de los pinos, plateadas por la sal, había nidos de águila y pigargo, que de tanto en tanto alzaban el vuelo y se quedaban suspendidos del aire.

No se le escapó a Ebenezer el hecho de que su compañero tenía un tanto turbado el ánimo y dio en suponer, no sin cierta satisfacción, que el problema de McEvoy tenía que ver con la búsqueda de un modo adecuado de expresarle al poeta su reconocimiento y gratitud. A decir verdad, también el ánimo de Ebenezer distaba mucho de hallarse sosegado. En primer lugar, ahora que ya no tenía remedio, reaccionó contra la audacia de su estratagema: sin comida, sin dinero, sin medios de transporte, y teniendo tan sólo una vaga idea de cuál pudiera ser el paradero de su presa, ¿cómo podían McEvoy y él siquiera soñar con que el éxito pudiera coronar su búsqueda? Pero esto no era todo; ahora que se hallaba libre de peligros inmediatos volviéronsele a pintar vivamente todos sus antiguos problemas e inquietudes: la pérdida de su heredad, el abandono de Joan Toast, la cólera de su padre, la seguridad de su hermana… Parduzca cual la tierra pantanosa extendíase en derredor de él la desesperación, y ningún alivio le procuraban los lejanos horizontes de su fantasía.

McEvoy había encontrado una vara en el camino; en aquel instante la blandió y golpeó una espadaña.

—¡Voto a todos los diablos! —exclamó—. ¡Mírese como se mire, ya no soy hombre!

—¿Eh? —Ebenezer lo miró, sorprendido—. ¿Cómo es eso?

McEvoy lanzaba miradas furibundas y daba varazos al aire.

—Me habéis salvado la vida, eso es lo que pasa, y he contraído para con vos una deuda de gratitud eterna. Y lo que es peor, teníais todos los motivos del mundo para aborrecerme, y en vista de ello no se os ocurre otra cosa mejor que salvarme la vida. —El irlandés no se atrevía a mirar a Ebenezer—. A fe mía…, ¿cómo puede nadie vivir con una cosa así? Si me hubieran castrado los salvajes por lo menos habría podido dar voces como un héroe para morir poco después; ahora resulta que de todos modos vos me habéis castrado, sólo que encima me veo obligado a arrastrarme, entonar vuestras alabanzas y vivir como un perro sabe Dios hasta cuándo.

—¡Pero eso es absurdo! —protestó el poeta, enrojeciendo—. Ha sido una solución práctica, no un favor.

McEvoy negó con la cabeza.

—No es menester que sigáis por ese camino; es mi conciencia lo que me hace sentirme rebajado, no vos, y cuantas más veces digáis que no estoy en deuda con vos, tanto más me hundo en la ciénaga del agradecimiento. Estoy obligado a quereros bien, eso es lo que me dice la conciencia, y esa misma voz me hace despreciaros, y ese desprecio es causa de que me aborrezca por ser reo de tan crasa ingratitud.

—¡Os suplico no os fustiguéis de esa manera! ¡Deponed esos pensamientos!

—¡Me hundo otro palmo más en el cieno! —masculló McEvoy, siempre con la mirada desviada—. ¡Si al menos hubierais insistido en que tenía una deuda de gratitud para con vos! Entonces habría podido acabar con esto. Tal como están las cosas he caído en una bonita trampa, soy un castrato condenado a cantar vuestras alabanzas.

Hasta entonces el poeta habíase sentido más corrido que enojado, pues la confesión de McEvoy le había hecho caer en la cuenta de que era cierto que se había regodeado en un sentimiento nada cristiano, el de juzgarse moralmente superior a su camarada en virtud del hecho de haberle salvado la vida. Mas ahora su azaramiento veíase suplantado por una irritación que acaso iba dirigida tanto contra sí mismo como contra McEvoy. Hízose él también con una vara y tronchó un par de espadañas que crecían a la vera del camino.

—Díjome en cierta ocasión Henry Burlingame —afirmó el poeta con frialdad— que en filosofía ética distinguen los escolásticos entre la moralidad del motivo y la moralidad del hecho, mediante lo cual quieren dar a entender que el hombre puede llevar a cabo una buena acción impelido por una razón indigna, o bien ejecutar una acción reprobable instigado por una intención recta. —Ebenezer troncho una tercera espadaña y propinole un varazo a una cuarta—. Ahora bien, es costumbre entre las gentes sencillas el valorar los hechos y pasar por alto los motivos, al igual que los doctos desdeñan la acción y diseccionan el alma del sujeto agente. Burlingame aseguraba que la diferencia entre un pesimista acérrimo y un caballero como es debido radica justamente en esto: en tanto que el primero juzga las buenas acciones a la luz de la moralidad de los motivos y las malas a la luz de la moralidad de los hechos, lo cual le lleva a condenar unas y otras por igual, el buen caballero obra al revés y siempre encuentra motivos para perdonar los extravíos del prójimo.

—Todo eso es muy profundo, no lo niego —empezó a decir McEvoy—, pero ¿qué tiene que ver con…?

—Dejadme acabar —interrumpió Ebenezer—. Aquí está el meollo de la cuestión, a mi parecer: yo creo que de esa ciénaga de necedad en la que os revolcáis parten dos senderos. El primero os lleva a tasar cuanto yo diga y haga en virtud de la moralidad de mis motivos y entonces hallaréis más fundamento para sentir desdén que no gratitud; os elegí a vos en lugar de a Bertrand por pura venganza, a fin de veros arder en el fuego de la conciencia, así como para saldar los agravios que me infligió Bertrand en el pasado; os encarezco que no manifestéis en demasía vuestro agradecimiento, para así obligaros a estarme aún más agradecido…

McEvoy lanzó un suspiro.

—¿Pensáis por ventura que no he caído aún en esa trampa?

—¡Ajá! ¿Y no ha servido de nada? ¿Aún seguís castrado por causa de la gratitud? —La vara zumbó en el aire y tronchó otra espadaña—. Pues he aquí el otro sendero, amigo mío; aplicad a vuestra persona la moralidad de intención y veréis que tras la situación falsamente difícil en que os halláis, lo que se oculta es pura y simple cobardía.

El irlandés alzó por vez primera la vista; los ojos le echaban chispas.

—¿Qué majadería es ésa?

—Sí, cobardía —aseveró Ebenezer—. ¿Por qué no hacéis nada por secundarme en el cumplimiento de la promesa que le hice a Chicamec? Olvidad toda esa casuística acerca de quién está en deuda con quién e hipotecad vuestra vida como yo hipoteco la mía. Comprometeos a comparecer aquí conmigo en el plazo de un mes, luego de que nuestra búsqueda no haya rendido fruto y encomendémosnos a la piedad de Chicamec. ¿Eh? ¿Qué os parece eso? ¡Que se lleven un pedo los tan cacareados membrecillos del alma y ofrendad vuestras partes de carne y hueso, como he hecho yo, y quedaremos libres por toda la eternidad! —El poeta se rio y dio un varazo triunfal—. ¿Qué os parece ese sendero, John McEvoy? Vive Cristo que es una grande avenue, un camino real, un auténtico boulevard; a un extremo de la misma hállase la ciénaga de la falsa integridad (para darle el nombre que le corresponde en el mapa de la verdad) y al otro encuéntrase la ciudad de las altas torres, que áureas, álzanse al amparo de la responsabilidad… —El poeta titubeó; por un momento su voz viose privada de la ironía con que formulara el tropo, mas enseguida la recuperó—. Muy bien, pues; echad a andar en esa dirección, y si después seguís insistiendo en que estáis castrado, entonces gorjead a contrapunto y que os den viento fresco.

McEvoy no respondió, mas era obvio que el desafío del poeta habíase clavado en él cual aguijón; borrose de su semblante la huella de la cólera y destinó la vara a la humilde misión de ayudarse a caminar. En cuanto a Ebenezer, su exabrupto le había acelerado el pulso y la respiración, y elevado la temperatura; caminaba a saltos; sentía un regocijo que le hacía entrecerrar los ojos y le zumbaba en la imaginación; desabrochose la chaqueta para poder enjugarse el sudor y de un solo golpe abatió una falange de espadañas.

Cuando principió a declinar la débil luz invernal, pusiéronse a buscar refugio. Hubiera sido ocioso esperar dar con una posada en paraje tan desolado; dirigieron la atención a un granero que atisbaron carretera arriba y convinieron en que no era fácil que fueran a hallar mejor alojamiento antes de que cayera la oscuridad. Ebenezer era partidario de pedirle al dueño permiso para dormir en el henil, por si tuviera lugar para acomodarlos; McEvoy era partidario de meterse en el heno sin ser advertidos, no fuera que el plantador los despachara con cajas destempladas si le pedían permiso. La disputa acerca de los méritos respectivos de aquellas estrategias viose interrumpida por la aparición de una carreta que se les aproximaba desde atrás, primera muestra de tráfico con que se topaban en lo que iba de tarde.

—¡Vamos, arre, Afrodita; arre, buena moza! ¡Subios aquí, rapazuelos, y descansad los pies un rato!

Desde lejos parecía que quien guiaba la carreta era un hombre, mas ahora repararon en que se trataba de una mujer de carnes recias y rostro curtido, que llevaba gorro y zamarra de piel de ciervo, como es costumbre entre los cazadores de pieles. La luz era escasa, mas Ebenezer la hubiera reconocido al punto, incluso en plena oscuridad.

—¡Vive Dios! ¿Qué coincidencia es ésta? —El poeta se rio con incredulidad y dio un paso adelante para convencerse mejor—. ¿Estoy viendo a Mary Mungummory?

—La misma que viste y calza —repuso Mary elegantemente—. Venga, subios ya y decidme adonde os dirigís.

Encaramáronse con presteza al pescante, contentos de poder descansar las piernas, y McEvoy dio cuenta del destino e intención que les guiaban.

Mary sacudió la cabeza.

—En fin, rapazuelos, es cosa vuestra dónde durmáis, mas andaos con cuidado; el dueño de ese granero es un sujeto descabalado y cruel. Sois libres de dormir en la parte de atrás de la carreta, si así lo deseáis; tengo un sinfín de colchas y trapos ahí atrás, y nadie que pueda utilizarlos en tanto no lleguemos a Church Creek. ¡Arre, Afrodita!

La mujer le propinó un latigazo a su yegua blanca y prosiguieron carretera arriba.

—¡Mary Mungummory! —exclamó Ebenezer de nuevo—. ¡Esto es un milagro en toda regla! ¿Cómo es que andáis por estas ciénagas del Averno?

—Esto es el culo de Dorset, desde luego —admitió la mujer—, pero con todo se trata de mi ruta habitual. En estos instantes ando sin mozas —explicó a Ebenezer, quien a todas luces no sabía qué pensar de ella—, pero he oído decir que hay una en Church Creek que está en sazón para iniciarse como puta.

—¡Ah, Mary! —El poeta se reía, atónito aún—. ¡Sois la persona que más ganas tenía de toparme todo el día de hoy y ahora resulta que os habéis olvidado de mí! ¡Qué de nuevas tengo para vos!

—Muchos son los mozuelos que tienen ganas de ver aparecer esta carreta por el camino —comentó Mary, pero entonces miró a su pasajero más de cerca—. ¡Pero bueno, loado sea Dios! ¿Sois Eben Cooke, el poeta? ¡Yo digo que lo sois! ¡Y vuestra pobre esposa que me contó que os habíais escapado a Inglaterra!

McEvoy frunció el ceño y el poeta enrojeció de vergüenza.

—¿Habéis visto a Joan?

Mary chasqueó la lengua.

—La he visto esta misma semana, a punto de morir por culpa de la sífilis y el opio…, por no decir nada del corazón, que tiene destrozado. ¿Pues no le dije que se viniera conmigo en la carreta para que yo la curara? No es que se pueda hacer nada por salvarla a estas alturas, pero al menos así los salvajes habrían estado a salvo de ella. Ah, señor, habéis obrado mal con esa moza que tan poca cosa os pedía. ¿Os dirigís por ventura a Malden para hacer frente a los hechos como un hombre?

—Yo…, pues sí —dijo, con desazón, Ebenezer—, en cuanto quede libre. Tengo muchas cosas que contaros, Mary, mientras vamos de camino… Pero ¡a fe mía que he perdido los modales! John McEvoy, os presento a Mary Mungummory.

—La puta ambulante de Dorset —añadió orgullosamente Mary, estrechándole la mano a McEvoy al modo masculino.

—Así se denomina a sí misma —dijo Ebenezer—, pero yo os juro que es la dama más cristiana de la provincia.

Acto seguido el poeta presentó a McEvoy, diciendo que era un viejo y muy querido amigo suyo de Londres, y aun cuando estaba sobre ascuas por hablarle a Mary de Charley Mattassin, así como de la urgente misión que le había sido encomendada, la curiosidad y la mala conciencia indujéronle a inquirir previamente acerca del estado de cosas imperante en Malden.

Mary estiró el cuello y volvió a chasquear la lengua.

—Mucho ha cambiado la situación desde que os escapasteis: están pasando unas cosas rarísimas cuyo sentido se le escapa a Joan Toast y a todo bicho viviente…, incluida yo, que dejé allí a mis mozuelas y me despedí de Bill Smith en cuanto desapareció Tim Mitchell.

—¿Sabéis si se encuentra allí mi padre, Andrew Cooke? ¿Y qué es del tonelero?

—Pues hay un fulano que se da a sí mismo el nombre de Andrew Cooke —dijo Mary—. Ahora bien, si se trata de vuestro padre eso es algo de lo que ni Joan ni yo podemos dar fe, pues jamás le hemos puesto la vista encima en Inglaterra. Por lo que a mí toca diré que es un desvergonzado que no tiene corazón. Bill Smith también anda por allá y aún sigue siendo propietario titular del lugar, bien que he oído decir que se están cociendo toda suerte de pleitos. Pero vive Cristo que no he de decir más; están pasando muchas cosas y vos las averiguaréis mejor por vuestra cuenta. —La mujer rio entre dientes—. ¡Menuda se va a armar cuando os vean aparecer!

—Una pregunta más —imploró Ebenezer—. Es preciso que sepa si mi hermana Anna se encuentra allí con mi padre.

—¿Queréis decir que es verdad que tenéis una hermana?

Envuelta por la luz del crepúsculo, Mary se quedó mirando a Ebenezer con aire pensativo y luego azuzó a la yegua.

—¿Tenéis noticias de ella? ¿Dónde se encuentra?

—No —respondió Mary—. No sé nada de ella. La verdad es que el fulano ése que dice ser vuestro padre le dijo al abogado de Bill Smith (¿os acordáis de ese ladrón blasfemo llamado Dick Sowter?). Le dijo a Sowter que vos erais el único heredero del Puntal de Cooke: nada de hermanos ni hermanas. Entonces, cuando alguien le recordó que había tenido hijos gemelos cambió la historia y juró que el otro gemelo había perecido víctima de la peste.

—¡Esto es portentoso! —Ebenezer apremió a la mujer, pidiéndole que describiera a Andrew Cooke; el detalle del brazo tullido convenciole de que se trataba de su padre, pero Mary no pudo arrojar ninguna luz sobre aquellas extrañas aseveraciones.

—Me juego algo a que muy pronto sabréis a qué ateneros —repitió la mujer.

Para entonces habían dejado muy atrás el lugar donde habían pensado pernoctar. De nuevo era pantanoso el terreno colindante con la carretera. En la oscuridad creciente se levantó un viento frío.

—¡Vive el cielo, la de cosas que tengo que contaros! —exclamó el poeta con entusiasmo renovado—. ¡Si no sé por dónde empezar!

—Pues entonces pensáoslo esta noche y mañana por la mañana empezad desde el principio —respondió Mary; con el látigo señaló una ventana iluminada que se veía a lo lejos—. Allí pararemos; en ese lugar vive un viejo amigo mío.

—¡Vive Dios, no me pongáis plazo! Si he dicho algo que os ha afrentado os suplico me perdonéis; pero lo que he de decir os concierne a vos tanto como a mí.

—¿Conque sí, caballero? ¿Y cómo es eso?

Ebenezer dudó.

—Bueno…, ¿sabíais que Charley Mattassin tenia un hermano?

Mary Mungummory miró al poeta con aire pensativo:

—Sí, un salvaje que anda por la isla de Bloodsworth. ¿Qué sabéis de él?

Ebenezer se rio como un poseso.

—¡Tengo tantas cosas que contar! Pero un momento…, ¿sabíais por ventura que Charley tenía dos hermanos y que Henry Burlingame…, es decir, Tim Mitchell, de quien yo dije en cierta ocasión que tenía el mismo carácter que vuestro Charley…? ¡Estoy hecho un lío! Decidme una cosa, Mary: ¿cuándo visteis a Tim Mitchell por última vez y dónde se encuentra ahora?

En extremo asombrada, Mary repuso que no veía a Tim Mitchell desde hacía semanas, meses incluso; a decir verdad, hasta se rumoreaba que no era hijo del capitán Mitchell, sino que se trataba de una especie de impostor, de un agente al servicio de ciertos intereses poderosos y sin identificar, intereses hostiles a la confederación (asimismo poderosa y sin identificar), dentro de la cual el capitán Mitchell desempeñaba un papel fundamental. La desaparición de Tim había sido motivo de gran alarma y recíprocas suspicacias por parte del capitán Mitchell, William Smith y otros miembros de la organización, aunque por lo que respectaba a Mary, según ella misma reconocía, dicha desaparición supuso un golpe de buena suerte, pues Tim se había conducido con sus muchachas en Malden como un verdadero tirano.

—¿Entonces no sabéis dónde está? —interrumpió Ebenezer—. He de dar con él en el plazo de quince días, de lo contrario, moriré junto con tres camaradas… En fin, ya os lo explicaré en su momento. ¿Sabéis, Mary, que el hombre al que llamáis Tim Mitchell es en realidad Henry Burlingame III hijo de Chicamec, el tayac de los ahatchwhoops, y hermano de Charley Mattassin y de Cohunkowprets, a quien también hemos de encontrar so pena de morir? Todo lo que sabemos de él es que su padre lo envió a cumplir alguna misión, al igual que ocurriera anteriormente con Mattassin, y del mismo modo que a su hermano lo retuvo cierta Calypso… —Ebenezer sonrió, dándole a entender a Mary que no había traicionado con McEvoy la confianza que ella depositara en él—. Esto sucedió hace cosa de días o semanas, por lo que colijo, y si hubierais oído por el condado rumores relacionados con un salvaje de sangre mestiza cuyo aspecto corresponde al de un inglés a carta cabal.

—¡Santo cielo! —Mary echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. ¿Habéis dicho que se hace pasar por inglés, señor Cooke?

—Eso es lo que le han contado a Chicamec. Ese hombre ha adoptado un nombre inglés, su esposa es inglesa y tiene una casa inglesa.

—¿Cuál habéis dicho que es su nombre inglés? —Mary tenía la voz ronca y el semblante muy pálido.

—No tengo ni idea. Según nos dijeron, Cohunkowprets significa Pico de Ganso. ¿Qué mal os ha dado, Mary? ¿Es que lo conocéis?

Con mano firme, Mary encaminó a Afrodita por el sendero que llevaba a la cabaña iluminada, y el ocupante de la misma salió a recibirlos con un fanal en la mano.

—No, señor Cooke, no lo he visto nunca, pero he oído hablar de un mestizo llamado Rumbly, Billy Rumbly…

—¿Sí? ¡Vive el cielo, John, esta santa mujer me ha vuelto a salvar la vida!

El poeta oprimió el brazo gordezuelo de la mujer, pero ella, en lugar de la risa sana que la caracterizaba, emitió un gruñido y rechazó aquella muestra de cordialidad.

—¿Se puede saber en el nombre del cielo qué mal aire os ha dado, Mary? —le preguntó Ebenezer. El que habría de ser su anfitrión aquella noche ya había reconocido la carreta cubierta de tela de velas marinas y se acercaba, saludando por el sendero.

—Ahora no tengo tiempo de contároslo —musitó la mujer—. Os contaré toda la historia mañana por la mañana, camino de Church Creek… Allí es donde dicen que vive Billy Rumbly, y mi intención, antes de toparme con vos por la carretera, era acudir a su casa.

—A su casa… —La risa de Ebenezer resonó por los pantanos—. ¿Habéis oído eso, John? ¡Esta mujer es un ángel enviado por Dios! ¡Voto a tal! ¡No sólo ha oído hablar de lord Cohunkowprets; además se propone hacerle una visita!

Mary movía lentamente la cabeza de un lado para otro.

—Bien está, bien está, señor Cooke. Bien está.

Se encontraban lo suficientemente cerca del fanal que llevaba el anfitrión como para que Ebenezer pudiera advertir la consternación que se le dibujaba en el semblante, y aunque no acertaba a imaginar qué sería lo que tanto la alarmaba, sintió que el corazón se le inundaba de frío.

—¿Es que no os acordáis de quién soy ni de qué asuntos me traigo en Church Creek? Yo soy la puta ambulante de Dorset, señor Cooke, y la mujer de quien me han hablado, ésa que bien pudiera ser que deseara enrolarse en mi trashumante compañía… ¡Arre, Afrodita! ¡Arre, muchacha! Me da toda la impresión…, no es más que una idea, cuidado…, de que esa mujerzuela puede ser vuestra hermana…