Cuando Ebenezer apartó la vista, boquiabierto aún, de los versos que cerraban la Historia secreta, Chicamec ordenó, por mediación de Drepacca, que volviera a poner el volumen en el arcón, y los guardias, que habían permanecido arrodillados durante la prolongada lectura, pusiéronse en pie y devolvieron el cofre al rincón de donde lo habían sacado. Bertrand y McEvoy extrañáronse de oír el nombre de Burlingame durante la lectura del manuscrito, mas comoquiera que no sabían nada del pasado del Henry Burlingame contemporáneo de ellos, y como además érales desconocido el contenido del manuscrito que hablaba del otro Burlingame (y siendo así que pendía una sentencia de muerte sobre sus cabezas) más que asombrados quedaron desconcertados por la lectura. Ebenezer reventaba de curiosidad, mas antes de que le fuera posible formular ninguna pregunta, el viejo cacique quiso volver a oír la descripción que hiciera el poeta de su antiguo tutor.
—¿Qué aspecto tiene? —tradujo Quassapelagh—. Habla de su piel y lo demás.
—A fe mía que… —Ebenezer arrugó la frente, haciendo memoria—. Su piel no es tan clara como la de McEvoy aquí presente ni tan oscura como la de Bertrand; tiene un tono semejante al de la mía, diría yo. En cuanto al rostro… ¡Vive Cristo, tiene tantos! Baste con que diga que es más menguado de estatura que ninguno de nosotros; en fin, que es bastante bajo, sólo que su falta de altura es menos conspicua debido a que es ancho de pecho y tiene buenos hombros, amén de ser recio de cuello y extremidades. Y, sí, tiene los ojos claros, y a veces le brillan como si fueran los de una serpiente.
Luego de oír aquellas cosas Chicamec, satisfecho, hizo un gesto de asentimiento; la pregunta que formuló acto seguido hizo que el rey Anacostino aguzara la mirada y que Drepacca se permitiera una brevísima sonrisa de monarca.
—El tayac Chicamec desea saber si tu amigo… —Quassapelagh no encontraba las palabras y el viejo cacique, como con ánimo de ayudarle, alzó el meñique, sujetándolo con la otra mano a la altura de la segunda articulación. Quassapelagh prosiguió, resueltamente— … El tayac quiere saber si esa parte…
—Ellos le dan el nombre de miembro —apuntó Drepacca.
Quassapelagh no dio las gracias por la ayuda, pero se sirvió de ella para dejar clara la idea:
—Quiere saber si es siempre tan pequeño que ni siquiera el acicate del amor logra que jamás alcance una proporción adulta.
Ebenezer se ruborizó y repuso que, por el contrario, en Burlingame era más de censurar el exceso que el defecto de recursos carnales; que, de hecho, era la personificación de la lujuria, un hombre cuyo catálogo de conquistas superaba todo límite razonable en lo tocante no sólo al tamaño, sino también al modo y al objeto.
El tayac recibió aquellas nuevas sin dar muestras de sorpresa ni de decepción, limitándose tan sólo a inquirir más específicamente si Ebenezer había estado presente en el transcurso de alguna de aquellas actividades deplorables.
—Naturalmente que no —dijo el poeta, un tanto molesto, pues encontraba el interrogatorio enojoso y de mal gusto.
—Mas a buen seguro que el hermano de Quassapelagh habrá visto con sus propios ojos el instrumento de la lujuria de su maestro.
—¡Ni lo he visto ni deseo verlo! ¿Qué fin persiguen estas preguntas?
Drepacca escuchó a su colega de mayor edad y a continuación díjole a Ebenezer:
—El hombre de quien hablas es Henry Burlingame III, el inglés gordo del libro —señaló el cofre del rincón— es Henry Burlingame I, el padre del padre de tu amigo.
—¿De verdad? ¡Diantre, ésa es la esperanza que Henry acarició desde un principio, y que jamás logró demostrar! —se rio con ironía—. ¡Qué dicha, alegrar el corazón de un amigo con una noticia así! Pero cuando Henry era amigo mío yo no tenía nada que darle; ahora hállome en posesión de una nueva prodigiosa y carezco del amigo a quien dársela, y es que…
Estaba a punto de decir que Burlingame no sólo le había traicionado a él, sino también a la causa de la justicia; detúvose cuando pensó que, de entrada, ya no sabía a ciencia cierta si la justicia estaba del lado de Baltimore o del de John Coode, en el supuesto de que la existencia de tales caballeros fuera una realidad; tampoco sabía con seguridad si le habían engañado Burlingame, la realidad, o si había sido al revés, o si, simplemente, él se había engañado a sí mismo de algún modo insondable. Al final optó por decir otra cosa y al tiempo que hablaba reparó en la gran verdad que encerraban sus palabras.
—Lo cierto es que mi amigo ha pasado a morar en un reino donde la complejidad es tanta que no me es dado alcanzarlo, de modo que lo he perdido.
Resultó imposible la traducción de semejante sentir, incluso para el docto Drepacca, que inicialmente interpretó que Burlingame había muerto.
—Tanto da —el poeta sonrió—; todavía le tengo cariño y ardo en deseos de decirle lo que he averiguado. Pero un momento…, a lo que parece tenemos al abuelo y al nieto, pero ¿qué hubo entre medias? ¿Y cómo es que encontraron a Henry flotando en las aguas de la bahía? Pregúntale al tayac Chicamec quién fue Burlingame II y qué ocurrió con él.
Drepacca no tuvo necesidad de trasladar la pregunta, pues al oír las palabras Burlingame II, el viejo Chicamec, que había estado escuchando atentamente, refunfuñó e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Henry Burlingame II —pronunció aquellas palabras con claridad, sin rastro de acento indio, y se dio varias veces con el pulgar contra el pecho hundido—. Henry Burlingame II.
Al tiempo que Ebenezer hacía protestas de incredulidad, vio en aquellos pómulos salientes y en el brillo de aquella mirada de reptil un asomo de parecido con su amigo.
Sea como fuere, el caso es que Chicamec repuso que él era en efecto padre de Henry Burlingame III, al cual él había dejado flotando sobre las aguas con la idea de que acabara ahogándose. A continuación refirió una historia en extremo sorprendente, a todas luces, la favorita de Quassapelagh, quien la tradujo de corrido, resignándose de mala gana a que Drepacca vertiera los pasajes más difíciles.
—¡El tayac Chicamec es un poderoso enemigo de los hombres blancos! —empezó diciendo—. ¡Ay del viajero de piel blanca que ponga pie en esta isla en tanto quede aquí un solo ahatchwhoop! Pues a los ahatchwhoops no se les vende como esclavos, como ocurre con las gentes de Drepacca, ni se los trueca por armas inglesas y por licores ingleses, como ocurre con las gentes de Annouhtough y Panquas, ni tampoco han huido todavía de sus hogares y territorios de caza…
—Como la gente de Quassapelagh —reconoció Drepacca.
—¡Antes le prenderán fuego a todos los blancos que se crucen en su camino y se pondrán a la cabeza de la gran partida guerrera que arrojará al mar a los diablos ingleses, o bien morirán luchando aquí en su isla, aplastados por los cañones del hombre blanco!
En aquel momento Ebenezer le interrumpió:
—Debes preguntarle al tayac Chicamec cuál es la razón de su cólera, Quassapelagh; a juzgar por el diario que guardáis ahí, entiendo que su gente ha padecido poco daño a manos de los ingleses durante los últimos ochenta años. No tiene ni la décima parte de motivos para quejarse que Quassapelagh o Drepacca y, sin embargo, se muestra diez veces más resentido que ellos.
—Mi hermano me hace una pregunta espinosa —dijo Quassapelagh sonriendo—. Se la trasladaré al tayac Chicamec sin las espinas.
Así lo hizo, y con la inmediatez característica del salvaje, Chicamec, en lugar de responder directamente, ordenó que volvieran a traer el arcón. Esta vez sacó el diario personalmente (al punto los guardias se arrodillaron y humillaron la mirada), estiró el brazo y sostuvo el libro con mirada hosca.
—Este es el Libro de los diablos ingleses —dijo por medio de Quassapelagh—. La historia ya la conoces: cómo mi padre casi divino, el tayac Henry Burlingame I, derrotó al gran Attonceaumoughhough, ejerciendo de campeón de Wepenter, y expulsó a los diablos ingleses de nuestra tierra.
—No, un momento… —protestó el poeta, pero al instante se lo pensó mejor—. Quiero decir que en verdad era un hombre poderoso.
—Forzó a los diablos ingleses a huir a bordo de la nave en que habían venido —prosiguió diciendo Chicamec— y luego los persiguió personalmente por la costa, pues había hecho juramento de ir tras ellos hasta su emplazamiento más cercano para allí acabar con todos. Cruzó en canoa hasta la zona septentrional del continente y se pasó todo el día corriendo por la orilla del pantanoso Houga, hasta cuyas aguas habían llegado navegando los incautos diablos.
Y cuando aquellos diablos pusieron pie a tierra, dispuestos a sentar plaza, el tayac Burlingame, sin más arma que las manos, saltó sobre ellos con ánimo de matarlos. Pero Wepenter no había tenido en cuenta el valor y la destreza divinal que poseía el werowance, el de la piel blanca, el cual sólo había llevado consigo a una partida de guerreros, y por este pecado los dioses ataron los miembros de mi padre con ligaduras invisibles, de modo que los diablos dieron muerte a Wepenter y a otros varios, con los que lograron escaparse antes de que mi padre pudiera acabar con ellos. Mas en su apresuramiento dejaron tras de sí este libro, en el cual se hallaban escritas las notables hazañas del tayac Burlingame, quien lo preservó a fin de recordar a las futuras generaciones de ahatchwhoops que los ingleses son la semilla de aquellos mismos diablos, a los cuales se ha de dar muerte nada más avistarlos.
—Ahora bien, habéis de saber que mi padre celestial era un hombre que en asuntos carnales estaba dotado de partes nada comunes; pero al igual que el dios de la tormenta almacena su fuerza durante muchas lunas y al cabo en una sola noche siembra la destrucción en los campos, así también el tayac Burlingame poseía un…
—Miembro —dijo Drepacca por segunda vez aquel día.
—No era mayor que el de un muñeco, ni más útil, ni tampoco penetró en la reina Pokatawertussan por espacio de las tres noches que siguieron al banquete. Pero a la cuarta noche, según dicen nuestras leyendas, convocola a su lecho y ejecutó el ritual de la berenjena sagrada, tras lo cual concibió un niño en ella, e hízolo con tal vigor que la reina jamás hubo de abandonar el lecho, pues murió al darme a luz.
—Tras aquello —siguió narrando Chicamec— los ahatchwhoops vivieron en paz durante veintiséis años, bajo el reinado de mi padre. Nuestros pescadores volvían con historias que hablaban de los diablos ingleses, los cuales vivían muy al sur, y en diversas ocasiones avistamos sus grandes embarcaciones, que remontaban las aguas de la bahía, aunque ellos jamás desembarcaron en nuestra isla ni en la zona aledaña del continente. La ira de mi padre contra ellos era grande; cuando mi madre, la reina Pokatawertussan, tuvo los dolores del parto, mi padre juró que mataría al vástago antes de que le cercenaran el cordón umbilical si el recién nacido era blanco. Y me puso el nombre de Henry Burlingame II, aunque para dirigirse a mí empleaba un nombre ahatchwhoop: Chicamec. Todos los días leía el Libro de los diablos ingleses, y luego instaba ardientemente a los ahatchwhoops a que le dieran muerte a cualquier hombre blanco que cayera en sus manos. Cuando yo contaba veintiséis años de edad murió mi padre, y con su último aliento dijo a nuestro pueblo que el tayac Chicamec defendería al poblado de los diablos ingleses, y me hizo jurar solemnemente que le daría muerte a todo hombre de piel blanca que viniera a parar entre nosotros, aunque procediera del vientre de mi esposa o de mis concubinas.
»Sonoros fueron los lamentos de los ahatchwhoops cuando murió mi padre, y cuando yo ocupé su lugar y me convertí en rey, rogué a los dioses que me favorecieran con una señal. Al punto abatiose sobre todos nosotros una terrible tormenta que trajo hasta aquí a un curandero que venía de entre los diablos ingleses, el cual había perdido el sentido y a punto había estado de ahogarse. Merced a aquella señal supimos que los dioses favorecían mi reinado y mi causa. Por si alguno de los nuestros albergara dudas de que no fuera un diablo y pudiera tomarlo por humano como nosotros, alcé ante él nuestro tótem, a fin de que lo reverenciara, y como era un diablo, le escupió. Entonces le brindamos los privilegios de los condenados y los quemamos en esa plaza al día siguiente, al igual que os quemaremos a todos vosotros, salvo al hermano de Quassapelagh.
—¡Un momento, por piedad! —exclamó Ebenezer, cuya mente llevaba un tiempo batallando con fechas y recuerdos—. El capitán Smith efectuó su travesía en 1608 y vosotros disteis muerte a aquel diablo inglés al cumplir los veintiséis años: escucha, Quassapelagh, pregúntale si aquel arcón era propiedad del curandero del que habla el libro.
La pregunta fue traducida y obtuvo una respuesta afirmativa.
—Entonces, a fe mía, otra pregunta: ¿tiene el tayac Chicamec más hijos aparte de mi amigo Henry Burlingame? —Ebenezer trató de recordar las historias que le había oído referir al jesuita llamado Thomas Smith y a Mary Mungummory—. ¿Tuvo un hijo, hoy ya muerto, llamado Charley… Mocasín o Mackinack…? No, no se llamaba así…, se llamaba Mattassin, creo.
Al oír mentar aquel nombre endureció Chicamec el gesto y dijo, según Quassapelagh:
—El tayac Chicamec no tiene hijos.
Ebenezer sintióse dolorosamente decepcionado.
—Ah, bueno, da igual; no es sino una curiosa coincidencia.
—El hermano de Quassapelagh nos confunde —afirmó Drepacca, con ánimo de agradar—. El rey Anacostino puso en inglés las palabras de Chicamec, mas no lo que significaban. —Volvióse hacia Ebenezer—: En verdad que el tayac Chicamec tiene hijos, pero los dos hanle abandonado e idose a vivir entre los ingleses, por lo que aquél los ha repudiado. Uno era el hombre que mencionasteis, cuyo nombre no voy a repetir: él dio muerte a una familia de ingleses y lo ahorcaron.
—¡Entonces estoy en lo cierto! —dijo el poeta, exultante—. Ese curandero era un misionero jesuita y esas sotanas y el agua bendita le pertenecían. ¡Y vive el cielo que…! —La imaginación de Ebenezer daba brincos, estableciendo nuevas conexiones—. ¿No se sigue de lo anterior que Burlingame es medio hermano del homicida Mattassin?
Ni que decir tiene que ninguno de los demás ocupantes de la choza se hallaban en situación de apreciar aquellas revelaciones. La segunda alusión al nombre de Mattassin dio lugar a un enérgico rechazo por parte de Chicamec.
—Paréceme que debierais sentiros orgulloso de él —se aventuró a decir Ebenezer—. Sus verdaderas víctimas fueron holandeses, no ingleses, aunque de todos modos tenían la piel blanca.
—Ten cuidado, hermano —le previno Quassapelagh—. Le diré a Chicamec que pides disculpas por haber llamado a Mattassin hijo suyo.
Hecho aquello, el anciano cacique siguió adelante con su historia, y por vez primera su tono revelaba una emoción distinta de la ira o la malevolencia.
—Durante numerosos veranos negose el tayac Chicamec el placer de tener esposa e hijos —tradujo Quassapelagh—. Su padre celestial, Henry Burlingame I, habíale dado a conocer que su semilla era mixta, para a continuación jurarle que aniquilaría a toda descendencia blanca; por ello, a fin de eludir el dolor de ver que pasaban a cuchillo a un hijo suyo, optó por vivir y morir sin familia.
»Ahora bien, era el caso que el diablo inglés que se dedicaba a la medicina había yacido con diversas mujeres ahatchwhoops la noche anterior a su muerte (lo cual es un privilegio que se concede a los condenados, a menos que sean prisioneros de guerra, como en vuestro caso) y había concebido un niño en tres de ellas. La tercera dio a luz una hija más rojiza que su padre y más blanca que su madre. Los ahatchwhoops cogieron a la criatura y disponíanse a ahogarla en las aguas de Chesapeake; pero el tayac Chicamec detúvoles la mano, haciéndoles notar que la piel de la niña erá del mismo tono que la de él. Llevósela a su choza vacía y criola como hija suya, lo cual constituía un grave pecado contra los dioses, sólo que el tayac Chicamec no lo sabía.
»Y así criose entre los ahatchwhoops el vástago del diablo, cual princesa, y a cada vuelta de las estaciones tornábase más bella, de modo que todos los varones jóvenes del poblado la pretendían y pedíanle su mano al tayac Chicamec. Pero los malos espíritus encendieron una antorcha en el corazón del tayac y a pesar de que eran ya cuarenta y cuatro los veranos de él y quince los de ella, concibió amor por la muchacha y deseábala para sí. Ascendiole el fuego a la cabeza e hízole creer que puesto que la sangre de la princesa se hallaba mezclada del mismo modo que la suya, seríale dado engendrar hijos cuya piel tendría el color de la de sus progenitores. Con aquel fin despidió a los pretendientes y reveló a la princesa que aun cuando habíala criado como si fuera de su estirpe, en realidad no era vástago de sus ijares, y añadió que proponíase hacer de ella su reina. Mucho protestó la muchacha, bien fuera porque tenía algún favorito entre los jóvenes del poblado, bien porque estuviera habituada a mirar al tayac Chicamec como a su padre; pero es tal el poder de los vengativos dioses que sus lágrimas no sirvieron sino para alimentar la pasión del tayac, que después de haber vivido tantos años sin esposa, viose…
Drepacca hubo de pensar un momento antes de dar con una aproximación en inglés.
—¿Esclavizado? No, no era un esclavo…, nada podía hacer, pero no era lo mismo que estar cargado de cadenas.
—¿Trastornado? —sugirió rápidamente Ebenezer—. ¿Sometido? ¿Exaltado? A Chicamec le temblaban las aletas de la nariz por culpa del retraso.
—La lujuria habíale trastornado —dijo Quassapelagh— hasta tal punto que todos los miembros le palpitaban cual si de una bestia en celo se tratara. Ahora bien, el secreto de la berenjena sagrada, causa de la aniquilación de la reina Pokatawertussan, había desaparecido juntamente con el cónyuge celestial de aquélla, mas el tayac Chicamec no había menester de ello, pues era hombre en todas sus partes. Cuando la doncella intentó despertar en él la piedad, arrodillada a sus pies, el tayac fue incapaz de seguir aguardando para hacerla reina suya. En aquel punto y hora montola y aquella noche ella quedó llena de su simiente.
Aunque Quassapelagh se había mantenido imperturbable a lo largo de la traducción, a Chicamec se le había alterado la voz; respiraba más deprisa y le brillaban los ojos. Luego hizo una pausa y su rostro y su voz recobraron la gravedad.
—Por la mañana, sin que nadie lo supiera, estaba preñada y el tayac hízola reina suya. El espíritu maligno que se apoderara de él por fin habíase ido de su cabeza, y mientras iba hinchándosele el vientre el tayac no volvió a tocarla, por vergüenza. Temblaba, temeroso de que la reina engendrara a un niño blanco, al cual veríase obligado a dar muerte. Mas la venganza de los dioses es extraña y su alcance largo. La reina dio a luz a un hermoso niño de piel oscura, un auténtico príncipe ahatchwhoop, un varoncito adornado con todas las perfecciones menos una, en la cual reparó el rey tayac inmediatamente; el niño había…
—Heredado.
—… había heredado de su antepasado Henry Burlingame I el único defecto que tuviera aquel hombre irreprochable, y era evidente que (puesto que se había perdido el secreto de la berenjena sagrada, propiedad de su antepasado), aquel niño jamás sería capaz de prolongar la línea sucesoria de la realeza. Por dicha razón no recibió el nombre de Henry Burlingame III, sino el de Mattassinemarough, que quiere decir Hombre de Cobre; y también por dicha razón, bien que la lascivia habíale abandonado, osó el tayac forzar a la reina por segunda vez, y toda la noche dedicose a depositar en ella su semilla, buscando engendrar otro hijo. Y de nuevo tembló de miedo, no fuera la reina a dar a luz a un niño blanco al cual tendría que dar muerte. Mientras le fue creciendo el vientre bajo las ropas no entró el tayac en ella. Al igual que antes, la reina dio a luz un varón, esta vez ni tan oscuro como los oscuros ahatchwhoops ni tan blanco como los diablos ingleses. Tenía la piel de un tono dorado y sin tacha y era la viva imagen de su padre en todo salvo una cosa: al igual, que su hermano Mattassin, no asomaba en él la menor sombra de lo que hace hombre al hombre, y como sólo Dios imparte entre los hombres los misterios de la berenjena, ni en cien veranos habría logrado aquel muchacho darle nietos al tayac Chicamec. Así pues no recibió el nombre de Henry Burlingame III, sino el de Cohunkowprets, que quiere decir Pico de Ganso, y fue porque cuando la reina, su madre, vio que carecía de virilidad, dijo: «Se la ha quitado un ganso a picotazos»; tras de lo cual añadió: «Ojalá el ganso hubiera dejado en paz al niño y hubiera desayunado con el padre».
»Mas el tayac Chicamec aguardó a que la reina recobrara las fuerzas y por tercera vez depositó en ella la simiente que brota de los hombres; y hasta que llegó la cosecha no paró de temblar cual álamo que agita la tormenta. Mas el tercero de sus vástagos no era ni oscuro como Mattassinemarough ni cobrizo como Cohunkowprets, sino que era tan blanco como una vela inglesa de la cabeza a los pies, y sus ojos no eran negros, sino azules como las aguas de la bahía de Chesapeake. Era su abuelo que nacía de nuevo, incluido aquel defecto que compartía con sus hermanos, y aun cuando los dioses habrían podido tener a bien el otorgarle al niño el secreto de la berenjena, como hicieran con su divino antepasado, nada podía hacer el tayac Chicamec, salvo cumplir con su espantoso deber y sacrificar al niño por ser un diablo inglés.
»¡Reparad en cómo el pecador paga tres veces su culpa! Cuando el tayac Chicamec comunicole a su pueblo que el niño de la piel blanca debía morir, la reina hízose con una lanza y arrojose sobre ella, prefiriendo la muerte antes que ser testigo del sacrificio de su hijo recién nacido o tener que engendrar a otro que ocupara su lugar. El tayac Chicamec llevase a solas al príncipe de la piel blanca con ánimo de hacerlo perecer en las aguas, mas su corazón rebosaba pesadumbre. Muerta era la reina a la que tres veces poseyera en vano y él no se atrevió a concebir hijos en las concubinas que desde entonces compartieron su lecho: su mortífera semilla arrojábala al aire. Y a la postre no fue capaz de ahogar al niño; en vez de hacerlo, trazó en su pecho con pintura de color rojo cobrizo los caracteres que aprendiera de su padre y del Libro de los diablos ingleses: Henry Burlingame III. Depositó luego al niño en el fondo de una canoa y dejó que lo arrastraran las poderosas mareas de la bahía. Le oró al espíritu del tayac Henry Burlingame I, pidiéndole que salvara al niño de perecer ahogado y que le concediera la magia de la berenjena, para que así pudiera preservar la sangre real, aunque fuera entre los diablos ingleses.
—¡Vive Dios! —exclamó, maravillado, Ebenezer.
A pesar de que recordaba la historia de Mary Mungummory, que narraba la singular relación amorosa de aquella mujer con Charley Mattassin (historia que no había podido valorar plenamente hasta ahora), así como también ciertas afirmaciones sorprendentes hechas por Henry (por ejemplo, que jamás había tenido verdadero contacto amoroso con Anna), con todo y con ello érale difícil conciliar aquel «cierto defecto» de los vástagos de Chicamec con la asombrosa sexualidad de su amigo.
—El tayac Chicamec inquiere del hermano de Quassapelagh —dijo Drepacca— si el hombre a quien llamas Henry Burlingame III tiene muchos hijos en su casa.
Apunto estuvo Ebenezer de dar una respuesta negativa, pero cambió súbitamente de idea y dijo:
—Henry Burlingame III era todavía joven cuando fue tutor mío, y aunque sé dónde vive, hace varios años que no lo veo. Sé empero que es un famoso amador de las mujeres y es sumamente probable que tenga una tribu de hijos varones y hembras.
En realidad se le había venido a la cabeza el vago bosquejo de un plan que tenía por fin salvar a sus compañeros junto consigo; no tan alterado como antes, sopesolo y diole vueltas mientras Chicamec, notoriamente desilusionado por aquella respuesta, concluía su relato por medio de Quassapelagh.
—Durante los años que siguieron, el tayac Chicamec dedicose a criar a sus hijos, el atezado Mattassin y el cobrizo Cohunkowprets, y a pesar del penoso defecto que tenían, crecieron fuertes y derechos como pinos del país, atrevidos como los osos que hacen incursiones en el campamento del cazador, astutos como los mapaches, infatigables como los halcones que surcan los aires, y tenaces…, tenaces como la tortuga mordedora, enemiga de las aves acuáticas, que prefiere perder la vida antes que las mandíbulas y que sigue dando mordiscos después de muerta y decapitada.
En la voz del cacique había un deje de orgullo que desapareció cuando hizo esta última afirmación, que obviamente le causaba dolor. Acentuáronsele las arrugas que le surcaban la cara y siguió hablando, más ensimismado que antes.
—Nadie sabe qué hechos son crímenes a los ojos de los dioses —tradujo Quassapelagh— hasta que toman venganza. ¿Tan grave pecado era criar a la hija del diablo inglés en la casa del tayac y hacerle concebir hijos cuando se hizo mujer? ¿Acaso el pecado lo cometió al jurar que mataría a su hijo por tener la piel blanca, lo cual indujo a su esposa a arrojarse sobre la lanza? Y si una de aquellas acciones era pecaminosa, ¿acaso no servía la otra como expiación? ¿Acaso el verdadero delito del tayac consistió en perdonarle la vida al niño?
»Una sola cosa nos es dado saber: cualesquiera que fueran sus pecados, por fuerza hubieron de ser grandes, pues el castigo que está padeciendo es terrible y no conoce fin. ¡No bastó con que el tayac arrojara a las olas a su tercer hijo, perdiera a la reina y viera que su linaje estaba destinado a desaparecer de la faz de la Tierra; era menester que lo perdiera todo, que perdiera incluso a sus hijos fornidos y privados de simiente, de cuya fuerza tanto se congratulaba, y de quienes esperaba que acaudillaran a los ahatchwhoops en la guerra contra los diablos! ¡Mattassin y Cohunkowprets! ¿Acaso no les enseñó día tras día a odiar a los ingleses? ¿Acaso no los versó en el Libro de los diablos ingleses? ¿Por ventura no les refirió las pasiones guerreras de su abuelo? Y sus hijos no eran mancebos de sangre caliente ni perros en celo que, ciegos de lujuria, tanto montan una perra como un canasto de anea, según sea lo primero que se les cruce en el camino. No, sus hijos eran varones adultos que contaban dos veintenas de veranos, hombres sagaces, en su sano juicio, que aborrecían a los ingleses tan acerbamente como su propio padre. Nadie había más dispuesto que ellos a ver nuestra causa hermanada con la de los piscataways y los nanticokes; cuando llegó a esta isla el primer esclavo negro que había logrado fugarse, Mattassin en persona diole la bienvenida e hizo de esta aldea un refugio para cuantos huyeran de los ingleses; y no fue el tayac Chicamec el primero al que se le ocurrió el plan de unir sus fuerzas con las del hombre Casteene y los guerreros desnudos del norte, con ánimo de arrojar a los ingleses al mar: fue Cohunkowprets, el de la piel dorada que, sin esposa y sin hijos estaba sediento de batalla. Los piscataways, los nanticokes, los chopticoes, los mattawomans…, todos ellos envidiaban a los ahatchwhoops, que alardeaban de tener dos caciques tan formidables, y Chicamec, que estaba demasiado viejo como para dejar la isla y acudir a la primera reunión de nuestros jefes…, ¿acaso no se sintió orgulloso de enviar a Mattassin en su lugar?
El tayac Chicamec hizo una pausa, abrumado por tan amargos recuerdos, y Ebenezer comentó con tacto que conocía el curso que siguiera la vida de Mattassin tras aquellos acontecimientos. Al mismo tiempo, y puesto que la información podría ayudarle a orientar el nebuloso plan que había concebido, dio muestras de gran curiosidad respecto del otro hijo, Cohunkowprets: sin duda que a él no lo ahorcaron por haber matado diablos ingleses.
—No lo han ahorcado —dijo Chicamec por medio de Quassapelagh; la maldad le contorsionó todos los rasgos más que en ningún momento hasta entonces—. El crimen que han cometido contra Cohunkowprets es diez veces más atroz que el que cometieron contra Mattassin. ¡Hijo áureo y hermoso! También de él se deshizo el tayac Chicamec, pero fue hace una luna llena; confiole una misión de gran importancia: dirigirse al norte en compañía de Drepacca y pactar con el hombre Casteene; los dioses también tuvieron a bien tentarlo y apartarlo de su misión, y de la misma manera, a pesar de los severos consejos de Drepacca…
Hasta entonces el tayac había hablado del elemento negro que vivía en su aldea como quién habla de una bendición en absoluto exenta de imperfecciones, y había hecho alusión a la envidia que sentían sus aliados hacia sus hijos. Ahora Ebenezer vio con claridad que el favoritismo de Chicamec para con Quassapelagh no era meramente epidérmico: tras él se enmascaraba una profunda desconfianza hacia los africanos, señaladamente hacia Drepacca, desconfianza que, al parecer, databa de la época de la embajada de su hijo con monsieur Casteene. El poeta llegó a especular con la idea de que, de algún modo, Chicamec consideraba a Drepacca responsable de la defección de Cohunkowprets.
—En resumidas cuentas —siguió diciendo Quassapelagh—, que el rey Drepacca viose obligado a dejar a Cohunkowprets en el continente, cerca del pequeño Choptank, en compañía de la mujer blanca a la que Cohunkowprets codiciaba, y desde entonces el tayac Chicamec no ha vuelto a ver a su hijo.
—Portentosa semejanza entre unas y otras desgracias —dijo Ebenezer, con ánimo de congraciarse— y esta última es verdaderamente lamentable. Pero ¿qué crimen atroz es ése del que habla el tayac?
—Mejor será que yo mismo responda a eso —repuso Quassapelagh— y que no aumente la cólera del tayac Chicamec. Se rumorea que Cohunkowprets ha adoptado un nombre inglés y que se ha casado con una mujer inglesa; vive entre los ingleses, en una casa inglesa, habla la lengua y viste las ropas de los ingleses. Ya no tiene nada de ahatchwhoop; antes bien, mira a su pueblo con desdén y no me extrañaría que nos traicionara y se pusiera a favor del rey inglés.
Al llegar a aquel punto, Chicamec, que había guardado silencio durante unos momentos, comenzó a hablar de nuevo y Quassapelagh se vio obligado a reanudar la labor de traducción.
—Contempla ahora al tayac Chicamec —dijo—; su cuerpo está debilitado por las preocupaciones de cuatro veintenas de veranos; su isla, poblada por extranjeros y rodeada de diablos ingleses; la batalla con que soñaba antaño, a manos de reyes foráneos; su honor, mancillado por hijos infieles, y su linaje real, condenado a morir con su persona. El hermano de Quassapelagh está obligado a contarle estas cosas a sus amigos si le preguntan por qué causa pierden sus miembros y van a la hoguera; el hermano de Quassapelagh está obligado a buscar al hombre llamado Henry Burlingame III y contarle estas cosas, y decirle que deje sus tierras de inmediato, en compañía de sus hijos, si es que tiene alguno, porque el tayac Chicamec ya ha desafiado a los dioses con ánimo de salvarlo; pero ahora es menester que mueran todos los ingleses que hay en estas tierras.