Así pues, por segunda vez en lo que iba de mañana, Ebenezer, Bertrand y McEvoy fueron escoltados hasta la plaza comunal, que seguía envuelta por la niebla. Aunque ya había bastante luz, el cielo aún estaba encapotado y las marismas ofrecían un aspecto poco menos lúgubre y brumoso que antes. Habíanse extinguido las hogueras destinadas a calentar los alimentos; las mujeres hallábanse ocupadas en diversos menesteres domésticos y la mayor parte de los hombres, conforme cabía suponer, estarían en las marismas, afanados en la captura de aves y peces con que reabastecer la despensa del poblado. Sentados en derredor de las hogueras de mayor tamaño, las cuales servían de centro de reunión, veíanse unas pocas decenas de hombres, a los cuales Ebenezer tomó por caciques de menor entidad y sus lugartenientes. Hallábanse enfrascados en discusiones, fumando en pipa, y no era difícil colegir, a tenor de la sombría expresión con que sus rostros siguieron a los prisioneros cuando estos atravesaron la plaza, cuál pudiera ser el objetivo de sus discusiones.
Menos amedrentado que antes, el poeta logró mirar en torno a sí con mayor interés y despego. Reparó, por ejemplo, en que el poblado era mucho mayor de lo que él creyera: el número de aquellas viviendas que semejaban madrigueras de ratón almizclero se aproximaba más a las trescientas que al centenar, y veíanse por añadidura grupos de negros que trabajaban en la construcción de nuevas moradas por toda la periferia de la aldea. A decir verdad, ya no quedaba tierra seca, y los constructores veíanse forzados a recurrir a diversos expedientes; en un extremo del poblado alzábase un montículo de caparazones de ostras, cuya parte superior era plana (presumiblemente la habrían ido acumulando sucesivamente generaciones de ahatchwhoops en los tiempos en que no había tan gran demanda de terreno edificable), y los negros afanábanse, pala en mano, en arrojar las conchas a la marisma adyacente, con lo que generaban un espacio nuevo al tiempo que despejaban el ya existente; en otros lugares estaban erigiendo cabañas sobre pilotajes de escasa altura, enclavados en el pantano mismo, lo cual constituía una curiosa combinación de las arquitecturas india y africana. Asimismo reparó el poeta, por vez primera, en la desproporción numérica que se daba entre los sexos de la población: aun concediendo que el miedo podría haberle hecho caer en la exageración, por la mañana habíale parecido que casi un millar de hombres atestaba la plaza del poblado (como mínimo serían setecientos, de los cuales no más de doscientos habrían llegado con Quassapelagh y Drepacca), en tanto que a las mujeres, de no ser que a la gran mayoría de las mismas hubiera concedido el improbable privilegio de dormir hasta muy avanzada la mañana, resultaba más adecuado contarlas por decenas que por centenas. Sin embargo, no parecía que escasearan los infantes; a decir verdad, veíanse por entre las chozas bandadas de pequeños salvajes, cuyo elevado número y pigmentación varia hiciéronle pensar a Ebenezer no sólo que entre aquellas gentes se daba la poliandria, sino también, una alianza natural que abarcaba esferas más íntimas que la política o la arquitectura.
En esta ocasión no se detuvo la partida junto a las piras, sino que se encaminó directamente a la choza real, situada en el extremo opuesto al que ocupaba la cárcel. Al viejo capitán, que los habia mirado desde lo alto de la pira tan hoscamente como antes lo hicieron los caciques reunidos en consejo, díjole Ebenezer:
—Nada temáis, buen hombre, no os traicionaremos. O todos o ninguno.
—Y un culo de cerdo —murmuró Bertrand, que se encontraba junto al poeta.
McEvoy añadió llanamente:
—Vos podéis emplazar vuestra suerte como gustéis, mas no la de McEvoy. Si ese hombre muere por causa mía, lo lamentaré profundamente, mas si yo he de morir por la suya, lo odiaré con toda mi alma.
En cuanto al capitán, o no oyó la frase de aliento del poeta, o estaba demasiado alterado por el miedo como para comprenderla, o simplemente hizo caso omiso, pues su expresión se mantuvo inalterada.
Al llegar a la entrada de la choza real, Bandy Lou dijo, haciendo gala de su ancha sonrisa:
—Aquí nos detenemos. Vosotros vais ahí. —Y señaló el pellejo que hacía las veces de puerta.
Los prisioneros vacilaban; todos se mostraban reacios a tomar la iniciativa, hasta que Ebenezer, apretando los dientes, echó la piel a un lado y se adentró, encabezándolos.
Salvo por el tamaño y el mayor número de pieles que hacían las veces de alfombras y colgaduras murales, en poco se distinguía el palacio de Chicamec de la cárcel. Ante la pared posterior había una hilera de guardianes, lanza en mano. En el centro de la pieza, dentro de los límites de un círculo de piedra, una hoguera; detrás de ésta, con los labios firmemente apretados, y una mirada maligna, hallábase sentado el rey, flanqueado por sus dos confederados, en cuyos rostros no había el menor atisbo de sonrisa. Los ingleses situáronse frente a ellos, incómodos, sin saber si debían sentarse o quedarse en pie, hacer una reverencia o permanecer inmóviles, hablar o guardar silencio. En vista de la ausencia de Bandy Lou, Ebenezer dirigió la mirada hacia Quassapelagh, a la espera de instrucciones, pero el que habló a los prisioneros fue Drepacca, quien al parecer había añadido al catálogo de sus logros el dominio de la lengua inglesa.
—Es deseo de Drepacca —aseveró con seriedad— que los cuatro hombres blancos sean puestos en libertad; si es menester que muera uno, que sea el viejo, y si sólo puede salir uno con vida, que sea uno de los dos que salvaron la de Drepacca.
McEvoy puso expresión ceñuda; Ebenezer y Bertrand evitaron mirarse.
—Es deseo de Quassapelagh —siguió diciendo Drepacca— que mueran el viejo y el cantor de pelo rojo, y que vosotros dos quedéis en libertad, y si sólo puede quedar uno con vida, que sea el alto, el que aún lleva el anillo de la hermandad.
—¡Pero bueno! —protestó McEvoy; Bertrand puso expresión de abatimiento. Uno de los centinelas aprestó la lanza y el irlandés no dijo más.
—Es deseo de Chicamec —prosiguió el rey africano—, que todos los hombres de piel blanca que pueblan la faz de la tierra pierdan sus partes privadas y sean pasados a cuchillo. Empero reconoce que el hombre blanco es hermano de Quassapelagh y debe ser perdonado. —Drepacca miró a Bertrand y aunque ni su voz ni su expresión perdieron severidad, dijo—: Lamento que hayas perdido el anillo de Quassapelagh y también haberme arrodillado ante ti como si fueras un dios en lugar de haberte hecho hermano mío al modo de mi pueblo. Pero le he contado a Chicamec que tú y el alto me salvasteis la vida y que el que te mate ha de matar antes a Drepacca. Chicamec no ha respondido nada a esto último, así que quedas en libertad… Procura no sonreír, de lo contrario adivinará mis palabras y buscará tu muerte al precio que sea.
A McEvoy le dijo:
—Eres amigo mío y de Bandalú, y no quisiera verte morir. Pero la cólera de Chicamec es grande y sólo reconoce el vínculo de hermandad en aquéllos que le han salvado la vida a alguno de los nuestros. Debes despedirte de tus amigos.
—¡No, qué demonios! —exclamó McEvoy; el centinela acercóse más y la mirada de Chicamec tornose más sombría—. Lo que quiero decir —continuó diciendo McEvoy con voz más sosegada— es que si eres tan amigo nuestro como dices y tienes un grupo de seguidores tan numeroso como dice Bandy Lou, ¿cómo es que consientes que ese viejo pellejudo sea juez y jurado? ¡Déjanos a todos en libertad y a él que lo parta un rayo!
Quassapelagh, que había puesto una expresión más ceñuda en vista de las palabras que usaba el irlandés, dijo a modo de respuesta:
—Quassapelagh y Drepacca son fuertes, pero nuestra fuerza no se encuentra en la isla de Chicamec. Si los ahatchwhoops luchan contra la gente de Drepacca, nuestra causa perderá a un aliado y a un rey poderoso. Chicamec no quiere ir a la guerra para matar a los hermanos de Drepacca y Quassapelagh, sino para matar a todo hombre blanco. Tú debes morir.
—¡Entonces yo también! —dijo Ebenezer bruscamente. Arrugábasele y desarrugábasele el entrecejo a gran velocidad, convulsionábansele las manos, y la nariz había adquirido vida propia. Quassapelagh y Drepacca volviéronse hacia él, sorprendidos; Bertrand y McEvoy, con incredulidad—. ¡O quedamos los cuatro en libertad o morimos los cuatro! —afirmó el poeta—. Estos hombres están aquí por culpa mía y no estoy dispuesto a permitirme el quedar yo a salvo sin que me acompañen los tres. —Miró a Drepacca con aire acusador—. Quizá Drepacca no defienda a los suyos, pero Eben Cooke sí, sean sus amigos o no.
—Le ruego a mi hermano que se lo piense mejor —dijo Quassapelagh, manteniendo la severidad de su compostura por causa de Chicamec—. Si es preciso te dejaré sin sentido a fin de salvarte la vida.
Mas, al parecer, Ebenezer había previsto aquella posibilidad.
—De eso nada —repuso al instante; movióse bruscamente, logrando así infundirle vigor a sus palabras—. De eso nada, querido Quassapelagh; en el mismo instante en que digas que uno solo de nosotros ha de morir, me abalanzaré sobre Chicamec a fin de estrangularlo, y sus esbirros me alancearán como si yo fuera un alfiletero. No, no les pongas sobre aviso porque me lanzo sobre él ahora mismo.
—¡Por mi fe, Eben! —exclamó McEvoy—. ¡Salvaos vos; es lo único que se puede hacer!
—Nuestro amigo habla con sabiduría y generosidad —añadió Drepacca—. ¡No eches a perder cuatro vidas en vez de dos!
—¡No digas una palabra más sobre esto! —ordenó Ebenezer en tono apremiante. Tenía el rostro enrojecido y la voz descompensada; el corazón le latía con violencia, bombeando sangre caliente hacia sus extremidades—. ¿Qué prefieres, perdonar a la gente de tu hermano o traspasar a éste a lanzadas? ¡Concede o niega y acabemos!
El poeta hizo equilibrio sobre los pies, los brazos le oscilaban. Parecía que se disponía a llevar a cabo sus amenazas. Con la mirada, Chicamec hizo que dos centinelas se aproximaran a él, lanza en ristre. Drepacca y Quassapelagh intercambiaron leves gestos con los ojos.
—¿No me respondéis, hermanos? —el tono de su voz era más chillón—. Pues entonces adieu, hermano Quassapelagh. Es una lástima que no hayas llegado a conocer a mi amigo Henry Burlingame: os habríais llevado de maravilla.
Llegó al extremo de poner los músculos en tensión a fin de saltar por encima de la hoguera y si se detuvo fue porque Chicamec había captado el nombre de Henry Burlingame y dado rienda suelta a un aluvión de preguntas dirigidas a Quassapelagh, interrogatorio durante el cual repitió aquel nombre varias veces.
—¡Espera, hermano! —exclamó Quassapelagh con brusquedad y siguió atento a las restantes preguntas que en tono alterado le formulaba su anciano colega, en tanto Ebenezer, pasado el acceso de valor, seguía en la misma postura que antes, sudoroso y tambaleándose.
—El tayac Chicamec cree que has pronunciado cierto nombre hace un momento y quiere que vuelvas a hacerlo.
—¿Un nombre? Sí. ¡He dicho Henry Burlingame! —Ebenezer riose como si hubiera perdido la razón e inclinose ante el anciano rey, cuyo rostro y ojos muy abiertos hacían pensar en el pez llamado quebrantahuesos—. ¡Henry Burlingame! —volvió a decir Ebenezer a voces, y le rodaron lágrimas por las mejillas—. Conque has oído hablar de él, ¿eh, asesino? ¿O por ventura te has disfrazado y tú eres Burlingame y ésta es otra de tus famosas burlas?
A punto estuvo de desmayarse por causa de la histeria; estaba boquiabierto y hubo de dejarse caer de posaderas en el suelo a fin de no perder el equilibrio. Chicamec le espetó otra pregunta lacónica.
—¿Quién es ese Henry Burlingame? —tradujo el rey Anacostino—. ¿Es amigo tuyo?
Ebenezer, incapaz de hablar, asintió con la cabeza.
—¿Es uno de estos tres que están aquí? —preguntó Quassapelagh—. ¿No? ¿En las ciudades de los hombres blancos, entonces?
Ante la respuesta afirmativa, el viejo Chicamec volvió a hablar en lengua india, acaloradamente, y cuando le hubieron traducido sus palabras, Ebenezer explicó, a modo de contestación, que Burlingame había sido antaño su maestro; que por lo que él colegía, tendría unos cuarenta veranos, y que era una persona que desconocía los datos verdaderos relativos a su fecha, lugar de nacimiento y ascendencia.
Chicamec formuló una última pregunta sin recurrir a las palabras: todo su cuerpo temblaba por causa de la consternación, entonces cogió de la hoguera un palo carbonizado y trazó sobre una impoluta piel de ciervo el símbolo III. A continuación volviole a formular al poeta su terrible pregunta.
—Sí, ése es. —Ebenezer suspiró; su ánimo estaba demasiado abatido como para permitirle compartir la inquietud y sorpresa que experimentaban los demás—. Henry Burlingame III. —Y a continuación—: Oye, Quassapelagh, ¿cómo es que Chicamec conoce a mi Henry?
Aquello lo preguntaba el poeta porque acababa de caer en la cuenta de que a lo largo de todos sus años de aventuras e intrigas su tutor había tenido por norma no emplear jamás el nombre de Burlingame. La pregunta fue debidamente traducida, pero en lugar de responder directamente, el anciano indio (de cuyo semblante había desaparecido la expresión de maldad para dar paso a una mezcla de asombro y ferocidad) indicó a dos guardias que trajeran de un rincón de la cabaña un cofre tallado y ornamentado y que lo colocaran ante los ojos del atónito poeta.
—El tayac Chicamec te ordena que abras el cofre —dijo Drepacca.
Ebenezer así lo hizo y quedó sorprendido de no ver nada que lo dejara sin aliento entre sus contenidos, que consistían, por lo que pudo advertir tras haber revuelto un poco, en unas cuantas prendas de color negro (de confección evidentemente inglesa, cosa que le hizo reparar en que se trataba de un cofre como los que solían usar los marinos y viajeros blancos, no los salvajes), cuatro botellas de tapón de corcho y que al parecer no contenían sino agua y, encima de todo ello, una especie de libreta vieja, en octavo, encuadernada en piel de becerro, bastante manchada y maltrecha.
Chicamec habló por medio del rey Anacostino:
—Hay un… —Quassapelagh miró a Drepacca, buscando que le ayudara a traducir.
—Libro —dijo el africano—. Un libro, ahí encima.
—Libro —repitió Quassapelagh—. Chicamec ordena a mi temerario hermano que abra el libro y lea sus signos —y añadió, siempre en tono de traductor—: Quassapelagh alberga la esperanza de que mi hermano encuentre al leer algún encantamiento que le cure de su locura.
El poeta cogió el volumen, conforme le indicaban, en vista de lo cual toda la hilera de guardianes que se encontraba a espaldas de Chicamec hincose de rodillas como un solo hombre, cual si tuvieran delante una reliquia sagrada. Pero Ebenezer vio que en realidad se trataba de una suerte de cuaderno inglés, manuscrito, y cuya caligrafía era característica de la que se usaba entre caballeros, sólo que la tinta era demasiado primitiva y basta como para ser europea. En la primera página podía leerse un título poco prometedor: De cómo acostumbran los ahatchwhoops a elegir rey. Tras una rápida ojeada, el comienzo parecía ser una descripción de los pantanos de Dorchester; quizá se tratara de la misma isla en donde vivía toda la tribu en la actualidad.
—Concedo que es intrigante en grado sumo —díjole el poeta a Quassapelagh con impaciencia—, mas vive el cielo que no es momento para… Dios santo, pero… —se interrumpió y releyó los primeros renglones, al principio con incredulidad (Atados de brazos condujéronnos cual ganado al poblado salvaje, sito varias millas tierra adentro; fueme ansí dado el reparar de espacio en la campaña que atravesábamos), después con cierto apuro, con aprensión luego, hasta que por fin lo reconoció:
—¡La Historia secreta de John Smith! —exclamó—. ¡Pardiez, entonces no fue ninguna coincidencia…!
Ebenezer tenía en mente el estrecho de Limbo, pero ya su mirada exploraba los siguientes párrafos de la Historia; abrió la boca aún más que antes y la frase empezada quedó condenada a no ser concluida, pues la sustancia del manuscrito, muy especialmente la de la historia del tayac Chicamec, que venía a continuación, era de lo más asombroso que había visto Ebenezer en su asombrosa vida.
Y procedió a leerles en voz alta a sus compañeros lo que sigue:
En verdad que trasciende el poder de mi pluma e otrosí el de mi fantasía el referir qué aspecto ofresce aqueste lugar, tales son la desolación y abandono del mesmo; es en fin su apariencia en estremo desdichada y no paresce sino cloaca, pues cuanto se ve son pantanos e ciénagas. Vese agua por doquier; no hay sino charcas y lagunas; a dezir verdad es mayor la extensión de las aguas que la de las tierras firmes, bien que cuasi todo el suelo es mixtura de aquellas dos, pues en su incesante subir e baxar las mareas ocultan e descubren grandes llanuras de lodo, ansí que en estas islas no hay cosa que no sean verdes xuncales e pinos baxos. En retirándose la marea dexa al descubierto charcas por doquier, en cuios lodazales genéranse e engéndranse más mosquitos que cuentas de rosario pueda haber en un convento, y tiene cada mosquito tanta hambre que más bien parescen curas. A lo dicho añádase que toda la campaña es llana e que cuasi toda su extensión queda por debaxo del nivel del mar, con lo que mírese hacia donde fuere hasta donde la vista alcanza, todo es yermo y tierra baldía; está el aire empreñado de humedad e es impermeable a la luz; húndese la tierra baxo el pesso de los pies e las aguas son insalubres e non se pueden beber. Trátase en verdad del feo cimiento de la Tierra, e non es lugar adecuado para que lo habite ningún inglés, e yo presumo agora que pesia haber en vezindad países que han de ser prósperos en los años venideros, qual es el caso de Virginia, digo pues que en no tratándose de gentes salvages, ninguna persona habitará jamás aqueste lugar que habernos cruzado, e quien ansí lo hiziere sería grandísimo nezio e mentecato.
E en quanto a estos salvages de que hablo, los quales nos habían apresado (merced a la estultizia de mi Némesis e rival lord Burlingame, aquese caballero gordo e lerdo que ya he descripto denantes), comoquiera que eran de más baxa estura e menor envergadura que aquellos otros con quienes habíamos topado…
Ebenezer, inseguro, alzó la vista de lo que estaba leyendo, pero los rostros de Quassapelagh y Drepacca no indicaban cuál pudiera ser su reacción ante aquellas palabras.
Otrosí —siguió leyendo— parescían menos dispuestos a hablar, pues cuando demándeles cuál era su nazión, el mi aprehensor apenas dignóse responder; «ahatchwhoop», lo qual designa, en la lengua del pueblo de los powhatans, el aire infecto que se eleva del vientre humano luego de una hartazga, e yo no pude determinar si mi salvage proponíase dar respuesta a mi demanda o bien insultarme, afrentarme o cualquier otra barbaridad; e más no dixo. Complacime empero de ver que hablaban una lengua semejante a la de los powhatans, pues así yo podría conversar con ellos, lo que además aumentaría la ocasión de que nos libraran de la soga con nos llevaban atados. Sin embargo de su silencio tratáronnos con cortesía e non hicieron daño a ninguno de nuestra partida durante el tiempo que duró la marcha. Pensé que de haber tenido propósito de matarnos, hubiéronlo hecho sin dilación en la mesma ribera donde nos habían tendido la emboscada, mas tal no hizieron. Bien pudiera ser que nos estuvieran perdonando la vida momentáneamente más con ánimo de cobrársela de allá a poco. Con todo es siempre mejor rendir la vida el día de mañana que no de hoy, ansí que respiré más aliviado, sin dexar un instante de mantenerme alerta por si hallaba el modo de escapar al daño que pudiérannos inflixir.
Al fin arribamos al su poblado, que era el más grosero que mis ojos habían visto nunca; compondríanlo una mala dozena de cabañas fechas con cañas e barro, diseminadas en un retazo de tierra seca que se elevaba un par de palmos por sobre el cenagal. En aproximándonos emerxieron de las cabañas obra de diez o doze salvages, hombres viejos e achacosos en su mayoría, y a los que acompañaban las mugeres de la tribu, cuyo número sería de hasta quinze, feas todas como dimoños. Acompañábalos ansimesmo una xauría de canes evilecidos que desde todo ángulo amenazaban con mordernos.
Entre ellos había un salvage grande e gordo que salió de una cabaña e saludó al que capitaneaba nuestra partida, dirixiéndole una luenga harenga, que en substancia venía a dezir, según yo acerté a entender, que no le plazía una higa nuestra presenzia en el poblado. A lo qual el jefe de nuestros aprehensores (un salvage pequeño de estatura pero de boca grande) repuso que el hablante no era un werowance, lo cual quiere dezir rey, y por lo tanto deberían refrenar sus ímpetus hasta después de celebrados los torneos. Que él había capturado a los hombres de piel blanca, nosotros, a quienes había tomado por susquehannocks, a fin de que participásemos en el torneo, puesto que los susquehannocks obrábamos grandes maravillas y éramos famosos guerreros. Ahora bien, yo no sabía de qué torneo se hablaba, ni tampoco quién era aquel salvage gordo, ni tampoco quién el salvage pequeño, nuestro aprehensor. Mas había oído hablar de los susquehannocks al rey Hicktopeake, hermano de Debedeavon, «el Rey Riente», de Accomac, y esto decía: que eran una grande nazión del norte, que habitaba cerca de la embocadura de la anchurosa bahía cuyas aguas nosotros habíamos surcado. Que eran muy temidos por los demás salvages, dada su condizión de guerreros e fieros cazadores. Non me paresció, pues, que fuera mala cosa el que nuestros capturadores nos tomaran por susquehannocks, y ansí no me molesté en sacallos del engaño.
Siguieron luego los dos salvages disputando entre sí; los dos parescían tener ánimos de darle órdenes al otro y ninguno de obedecellas, ansí que yo me preguntaba dó se trovaría el rey y es que a lo que me parescía o aquellos paganos tenían dos reyes o no tenían ninguno. Justo entonces hizo aparizión una moza salvage que de una cabaña salía y que portaba un cántaro de agua en la cabeza, el cual llevó hasta una choza vezina. Yo juro que era la fembra salvage más fermosa que jamás habían visto mis ojos, menuda de estatura y donosa de rostro e forma, e siendo ansí que iba desnuda por cima de la cintura los sus pechos erguíanse con grande encanto cada vez que ella alargaba los brazos para sugetar el cántaro. Al verla aparecer los dos salvages dexaron en suspenso la disputa y quedáronse contemplándola, al igual que hicimos yo y quantos componían mi partida, tan estremada era su galanura. No bien hubo desaparezido dieron aquellos en disputar de nuevo, ahora acerca de dónde debiérasenos alojar e baxo qué vigilancia, y en verdad que hubieran llegado a las manos de no haber intervenido yo, declarando en la lengua de los powathans ser el capitán John Smith de Virginia, y ofreciéndoles el volvernos a nuestra nave, ya que no había lugar adecuado donde pudiéramos dormir, por lo que nosotros partiríamos en paz e como mejor se nos diera a entender. Lejos de nuestra intención, dixe, imponelles ninguna suerte de hospitalidad ni causalles problemas con motivo de nuestro aloxamiento e manutención. Aquello dixelo a modo de chanza, pues bien sabía yo que no estábamos allí en calidad de huéspedes sino éramos unos cuitados prisioneros. Admiráronse los salvages de que yo hablara una lengua que ellos eran capaces de entender e yo asómbreme grandemente a mi vez cuando el salvage gordo, lejos de mostrarse enojado por mi ofrescimiento, hízolo al instante suyo, diciendo que era la su voluntad que partiéramos. El otro, empero, no quiso oír hablar dello e insistió en que debíamos quedarnos e tomar parte en el torneo que habría de celebrarse a la mañana siguiente. Vinieron luego nuevas disputas hasta que por fin dieron con todos nosotros en una choza do apenas había espacio para yacer y el pequeño salvage en persona junto con diversos miembros de su escolta montaron guardia.
Mis acompañantes, como no entendieran palabra de aquel discurso, cobraron grande enoxo e quexáronse e protestaron muy mucho, pues no sabían qué destino nos aguardaba, ni siquiera si seguiríamos con la vida o la rendiríamos. Añádase a lo cual que habíamos sido apresados de mañana y ya había caído el crepúsculo, pese a lo cual nada se nos había dado de yantar ni tampoco ninguno de los salvages había ingerido alimento alguno en toda la jornada. Parecióme aquello extraño sobremanera, pues ni el más mezquino de los carceleros da en mostrarse tan cruel que no proporciona a sus custodios alguna menudencia con que apaciguar las rugientes tripas. A pesar de lo que había averiguado en mis conversaciones con nuestros aprehensores, nuestro destino era en el peor de los casos incierto. Ni siquiera nuestros guardianes parescían saber qué hazer con nosotros, y aquella confusión suya la tuve yo por buena señal, e otro tanto juzgaba de la facción e disputa de que había sido testigo. Pues en dándose facción entre el enemigo, la batalla está medio ganada. Por todo ello dirigí a mis hombres un breve discurso exhortándoles a que hubieran buen corazón y se comportaran como hombres. Mas mis exhortaciones fueron en vano; querían verse en Jamestown, o mejor, en Londres, e maldezía el viaje que los había llevado hasta allí. Burlingame, como yo había previsto, era el que se quejaba en más alta voz, ello a pesar de que, conforme a mi estimación, nos hallábamos en aquel trance por causa de su cobardía. Ningún afecto le profesaba yo a aquel hombre que había hecho cuanto estuvo en su poder por estorbarme en mis exploraciones y fomentar disensiones contra mí en Jamestown. Yo hubiera deseado con mi corazón que se encontrara en Londres o en el fondo de la bahía, y ansí se lo dije. El limitose a mirarme con enoxo e no dixo más, pero yo adiviné lo que se encerraba en sus mientes y sabía que si seguía importunándole les diría a mis hombres alguna vil mentira sobre Pocahontas y mi persona, tal y como había amenazado con hacer, de modo que lo dexé en paz. Empero, pensé que las cosas no podían seguir así e era menester que les diera pronto remedio pues la facción desemboca en el motín y sin mi guía era seguro que todos peresceríamos a manos de los salvages, dada la necedad e ignorancia de mis hombres, que eran incapaces de regresar a Jamestown por sí solos.
Grandemente fatigados por causa de las aventuras sofridas durante la jornada e debilitados por la falta de agua, pronto quedáronse todos dormidos, sin embargo de sus temores e quexas, e en viéndome solo, propúseme trabar conversazión con nuestro centinela, el salvage pequeño e voceador, con ánimo de averiguar más cosas concernientes al destino que nos aguardaba, y de paso tal vez ganar su favor o hazer más profunda la división en que yo había reparado.
Hube en esta ocasión más suerte que denantes; bien fuese porque él y yo éramos los únicos que estábamos despiertos, bien porque perseguía hazerme adepto a su causa, lo cierto es que el salvage dio respuesta a mis demandas con prontitud e cordialidad. Inquirí dél cómo se llamaba, a lo qual replicó que respondía al nombre de Wepenter, es decir, cornudo, e llamábanle ansí porque tomaban a la su esposa de junto a él e llevábanla al lecho del viejo werowance, que quiere dezir rey. Proseguí inquiriendo e averigüé que aquel mesmo rey, al qual llamaban Kekataughtassapooekskunoughmass (quiere dezir Noventa Peces) había fenescido rezientemente, e colegí que habíale causado la muerte Wepenter, movido por los celos. Al quedar entonzes el poblado sin rey, e siendo ansí que el antiguo monarca no dejaba más heredero sino aquella sola concubina, veíanse los salvages compelidos a elegir de entros los suyos a un nuevo werowance, e aquello era lo que se proponían hazer al día siguiente, de un modo harto singular.
Son todos los ahatchwhoops sobremanera pequeños de estatura e por dicha razón envidian porfiadamente a los hombres de grande tamaño e peso. Creen que quanto más pese el rey, mejor protegido está el poblado para hacer frente a los enemigos. Por tanto, cuando muere un rey sin dejar herederos varones, todos los herederos ahatchwhoops reúnense en un banquete e a quien demuestre ser el más glotón de todos proclámanlo rey e confiérenle un nuevo nombre que ponga de relieve la hazaña merced a la qual accedió al trono. Ansí fue como el viejo werowance ganó el nombre de Kekataughtassapooekskunoughmass, por haberse comido noventa peces el día que lo proclamaron rey. Y así fue como, según presumo, recibió aquel pueblo el nombre de ahatchwhoop, por honra de todo el desprendimiento de gases intestinales que debió acontescer durante el banquete.
Tal era la curiosa costumbre que observaban aquellas gentes, y quando lo supe, pintóseme algo más claramente mi desdicha e la de mis compañeros, bien que aún no acertaba a ver con claridad por qué se nos había apresado. Empero, en hablando más, pronto averigüé que había en el poblado dos hombres que codiciaban el trono. Destos uno era el asesino del rey, aquel mesmo Wepenter con quien yo hablaba, y que deseaba ser rey aunque sólo fuera para recuperar a su esposa, la concubina del antiguo monarca, la qual, tras haber estado junto al último rey, estaba obligada a yacer con el siguiente. El rival de Wepenter era el mismo salvage gordo que nos había dirigido la palabra anteriormente, y cuyo nombre era Attonceaumoughhowgh, que significa Blanco de Flecha, porque era tanta su gordura que hacía dél una diana fácil de acertar. El tal Attonce codiciaba asimismo a la esposa de Wepenter, que respondía al nombre de Pokatawertussan, que significa Fríejergones, debido al calor desmedido que desprende quando se entrega a los amorosos afanes.
Ahora bien, de haberse tratado de una mera contienda de glotonería entre el tal Attonce y el tal Wepenter, éste habría llevado por fuerza las de perder, ya que era muy pequeño, en tanto que Attonce andaba más que sobrado de panza y apetito. Mas, conforme a la costumbre, a cualquier salvage érale dado entrar en lid por poderes, si daba con un campeón dispuesto a ello, y si era el caso que el campeón designado resultaba vencedor en el campo de batalla, los dos compartirían el trono y los favores de la reina, sólo que el luchador vicario no gozaría de poder para gobernar. Y es que habían alterado su antigua práctica con el fin de preservar la creencia de que el mejor rey posible es el hombre más gordo, al tiempo que evitaban las consecuencias de dicha creencia.
En virtud de aquella costumbre habíannos apresado Wepenter y sus acompañantes, pues, en siendo extraña nuestra aparienzia y como quiera que navegábamos a bordo de una embarcación tan singular, dio Wepenter en pensar que seríamos capaces de obrar grandes portentos, y no deseaba sino elegir de entre nosotros al mejor, para que luchara en nombre de él a la mañana siguiente. Afirmó que habían sido gentes de Attonce quienes nos habían disparado flechas desde la orilla con ánimo de alejarnos en aquella ocasión en que milord Burlingame capitaneó a los hidalgos, forzándonos a desembarcar en busca de algo con que llenar las tripas. Por demás, Wepenter había dicho que éramos susquehannocks con el solo fin de amedrentar a su enemigo y hacerle perder el apetito.
Estas y otras muchas cosas refirióme el tal Wepenter, que luego, en sabiendo que yo capitaneaba la partida, díxome sus condiciones, a saber: que yo había de ser su campeón en el inminente festín; que de superar a Attonce en cuestiones de glotonería todos cuantos me acompañaban serían puestos en libertad y los dos reinaríamos de consuno en el poblado e otrosí compartiríamos el lecho de Pokatawertussan. Que si, por el contrario, derrotábame Attonce, en tal caso yo y todos mis acompañantes habríamos de rendir la vida forzosamente y sin dilación a manos de Attonce, pues tal era la costumbre imperante entre los ahatchwhoops.
Respondile que me sentía honrado por su elección e hice notar, empero, mi enteca complexión y templado apetito, nada dado a fazañas de glotonería. Por tanto sugerile que, si había de elegir un campeón, no reparara en mí, sino que examinara a nuestra gente y de entre ella eligiera al más cebado e con mayor aspecto de tragón. Al punto hizo tal Wepenter y tras examinar a todos mis soldados y a los hidalgos en tanto aquéstos dormían, detúvose al fin junto a Burlingame, tal y como yo había previsto que sucedería, y al contemplar aquella inmensa mole de excremento, que roncaba repantigado en el suelo cual puerco en lodazal, Wepenter hízome un gesto indicando que lo elegía. Elogié su discreción e asegúrele que con aquel campeón su victoria era cierta y Pokatawertussan sería suya a la mañana siguiente. Tras lo cual fumamos varias pipas de tabaco cabe la hoguera e dejamos pasar la noche hablando de un sinfín de ociosidades.
Cuando vi que despuntaba la palidez del aurora en el exterior acudí a despertar a Burlingame antes de que el resto de la compañía se levantara e dirixime a él con tono altanero, de aquesta guisa: que yo había desflorado a Pocahontas delante sus ojos y otrosí había yacido con la reina de Hicktopeake cuando aqueste la abandonara por ramera. Entonces Burlingame inquirió, presa de temible cólera, por qué había de escuchar nuevamente aquellas razones, a lo que respondí que al igual que le había superado en hombría en aquellas ocasiones, a punto hallábame de volver a hacello, pues aquella mesma mañana íbase a celebrar una justa a cuyo vencedor seríale otorgado el don de holgar a plazer con una moza salvage e galana, la concubina del difunto monarca. En oyendo tales nuevas Burlingame alteróse sobremanera e tras mucho maldezir e crujir de dientes vilipendiome e por último blandió la su antigua amenaza de que si en aquella ocasión no me quitaba de en medio e le dexaba a él refocilándose con la salvage, propalaría ruidosamente e sin demora, en Jamestown y en la compañía de Londres para la qual yo trabajaba, la verdad sobre Pocahontas e la reina de Hicktopeake. Respondile que se me daban una higa todas sus amenazas (maguer era cierto que las cosas iríanme mal si mis enemigos llegaban a oír aquel infundio vil). Además de lo qual aseveré no tener opción, pues toda nuestra compañía, y la tropa salvage también, había de alistarse en el concurso, pues tal era la voluntad de los ahatchwhoops, que ansí querían hazer de su moza más lozana un valioso trofeo. Inquirió Burlingame qué suerte de justa era aquélla e cuando yo le dixe que ganaría a la moza quien engullera la mayor cantidad de comida, mostróse cabalmente satisfecho e juró que yantaría dos veces lo que cualquier salvage y tres lo que yo o cualquiera de los nuestros. Que era de apetito insaciable e no había enxerido alimento alguno desde hacía dos días, por lo que estaba cierto de que ganaría a la fermosa donzella. Repuse que el tiempo haría buena o mala su bravata, mas que por lo que a mí concernía, lo único que me importaba era que uno de los nuestros saliese vencedor, y no el orondo e descomunal salvage de la jornada anterior, pues de ser ansí a todos nos traspasarían a lanzadas. Otrosí que si ganaba el torneo e a todos nos salvaba la vida, no sólo gozaría del lindo trofeo con todos mis parabienes, sino que yo echaría pelillos a la mar e nunca más alardearía de mis conquistas nin resaltaría las deficencias dél. Más aún, yo arreglaría las cosas con Pocahontas, de modo e manera que pudiera él alcanzar sus favores una vez hobiéramos regresado a Jamestown.
Cayeron estas palabras con dulzura en los oídos de Burlingame e acalorose doblemente cuando pensó en ellas. Al recordarle yo entonces quál sería nuestro destino si Attonce resultaba vencedor de la jornada respondiome que aquello le preocupaba tres higas. Que en yantando dejaría reventado baxo la mesa a cualquier rival, fuera inglés o pagano. E diose un manotazo en la descomunal panza, lo que originó tal estruendo que diríase que allí alojábanse los dimoños todos del infierno. Todas estas cosas dixímoslas en inglés a fin de que Wepenter no descubriera mi argucia.
Poco después hallábase despierta la nuestra compañía e los soldados e hidalgos quexábanse de sus vientres, pues que no había qué yantar. Congregáronse los salvages cabe la choza y erigiose una grande pira, y Wepenter nos condujo al exterior e hízonos sentar en semicírculo, y él se situó por detrás de Burlingame. Al otro lado, frente a nosotros, hallábase sentado Attonce, todo grueso y feo, como era él, y junto a sí tenía una cohorte de hasta veinte salvages que formaban otro semicírculo sentados en el suelo. De una cabaña vecina surgió entonces Pokatawertussan y a su vez sentóse entrambos semicírculos, sobre una suerte de alfombrilla, y quedóse a ver quién sería su próximo compañero de lecho. Tratábase de la mesma donzella que el día anterior acallara todas las vozes merced al mero gesto de alejar los brazos al pasar. Iba a medio vestir, acicalada con pintura de sanguinaria, al modo que estilan las mozas salvages, y eran tales su beldad y galanura que casi deseé que mi panza fuera de grandes dimensiones, para poder ganar sus favores. Al verla Attonce profirió un feroz alarido, y a Burlingame, que al igual que todos los nuestros, salvo mi propia persona, hallábase enteramente en cueros, por cuanto que nuestras camisas habían servido para remiendo del velamen que estragara la tormenta, e nuestros calzones de pasto a los pejes después del ataque de fluxos e retortijones que padeciéramos en el estrecho de Limbo, a Burlingame, pues, digo, conmovióle tanto la vista de la muchacha que todo el cuerpo le temblaba e de los labios caíanle ríos de baba que le resbalaban por la barbilla. Susurrome al oído, encareciéndome no les dijera a los demás lo que habíamos tractado, a fin de que no quisieran contender con él, y yo convine en ello de buen grado, pues no deseaba que ganara sino Burlingame.
Comenzó entonces Attonce a darse de palmotadas en la panza con el fin de despertar un mayor apetito de viandas y, en viéndolo, otro tanto hizo Burlingame, hasta que el estruendo de las tripas de uno y otro resonó por sobre las ciénagas como fragor de volcán. Acto seguido, Attonce, cruzado de piernas, dio en rebotar con las posaderas sobre el suelo, para agrandar aún más el su apetito; hizo otro tanto Burlingame, que no daba cuartel a su rival, y la misma tierra estremecíase bajo el peso de sus espantables traseros. Entonces Burlingame hizo muecas con los labios e cruxió los huesos de los dedos, e Attonce imitole en esto. Attonce dio en abrir e cerrar las quixadas con grande celeridad e otro tanto hizo Burlingame. Y ansí estuviéronse un buen espacio, efectuando numerosos rituales con que azuzaban el hambre, en tanto nuestra compañía los observaba, atónita, sin saber qué estaban presenciando, e los salvages batían palmas e danzaban en derredor, y Pokatawertussan miraba con lascivia a uno y otro rival.
Al cabo, procedentes de todas las chozas del poblado, las mugeres e los viejos trajeron los diversos manjares del banquete, los cuales venían preparando desde hacía varias jornadas. Diósenos a cada uno de nosotros un plato compuesto de distintas viandas, el qual vino a demostrar que ninguno de nosotros estaba en condiciones de competir, sino los propios Burlingame y Attonce, delante de los quales dispusiéronse plato tras plato de comida. Unas horas después, mientras los demás observábamos estupefactos, los dos glotones iban a la par en número de platos, y he aquí el catálogo de lo que engulleron:
Copatones, o esturión, uno por cabeza.
Pummahumpnoughmass, o estrella de mar, tres por cabeza, fritas.
Pawpeconoughmass, o peje aguja, tres por cabeza, desecados.
Ranas cocidas, varias por cabeza, brotes tiernos, pimientos silvestres y otros.
Lucios, dos por cabeza, fritos y abuñolados.
Tortugas acuáticas, una tortuga por cabeza, estofada.
Otrosí, ostras, cangrejos, truchas, escorpinas, platijas, almejas, y otros géneros marinos que se dan en la gran bahía. A continuación comieron:
Lavanzos, gansos y patos, bocados y piezas mezcladas en cantidades iguales.
Mergos encapuchados, uno por cabeza, en espetón, conforme a la costumbre.
Pimientos, uno por cabeza, seco y molido.
Cohunks, sabrosa variedad de ganso, medio por cabeza.
Agachadizas, una por cabeza, rellena.
Currucas blanquinegras, una por cabeza, degolladas.
Colibríes de pecho rubí, dos por cabeza, escaldados, escabechados e intensificados.
Picogordos, uno por cabeza, despicados y troceados.
Trepadoras pardas, una por cabeza, machucadas.
Reyezuelos piquiluengos de la marisma, especie volátil, uno por cabeza desentrañados.
Tordos, uno por cabeza, traído y troceado.
Urogallos, un muslo por cabeza, suavizado al natural.
Otrosí, diversas clases de huevos e trozos de pavo e otras aves. Acabado el turno de las aves vino el de las carnes, e yantaron:
Ratas marismeñas, una por cabeza, fritas.
Mapaches, medio cada uno.
Perros, porciones iguales; tratábase de una suerte de perro de aguas.
Venado, uno joven por cabeza, seco.
Osezno, un filete por cabeza, asado.
Gato montés, un cuarto trasero cada uno, en espetón y volteado.
Murciélagos, dos por cabeza, cocidos degustibus & cet.
No se sirvió conejo. Mientras engullían aquellas carnes sirviéronseles verduras e legumbres en número de cinco: judías, tortas de maíz, berenjenas, arroz silvestre y una celada de juncos verdes, llamados attaskus. Otrosí, bayas de diversas clases, mas no fruta, todo ello regado con caldo de cola y grandes tragos de sawwehonesuckhanna, que significa agua de sangre, un licor suave que destilan las ciénagas.
En tanto dábase cuenta de tan portentoso festín, Wepenter ocupábase de propinalle golpes e palos a Burlingame en la panza e en la espalda, a fin de despejalle el estómago; los servidores de Attonce atizábanle también a su señor. Después de cada plato ambos contendientes abrían mucho la boca: Wepenter introducíale el dedo a Burlingame por el gaznate e otro tanto hacían con Attonce los suyos, y si era menester recurrían a un jarabe llamado Hipocoacanh, que hacíales vomitar cuanto habían comido, con lo que se les habilitaba nuevo espacio para que siguieran yantando. Entretanto los salvages no cesaban de brincar e bailar, e Pokatawertussan retorcíase en la alfombrilla, de pura lascivia que despertaban en ella hombres tan viriles.
Cuando por fin llegole a Attonce el turno de las cerezas, que era el último plato que habían preparado los salvajes, y el contendiente alojó una en las fauces —dejándose dos fuera por falta de espacio—, su lugarteniente atizole un último golpe en la panza. Attonce expelió un pedo descomunal e, sentado como estaba, al punto rindió la vida. Tan atiborrado estaba que ni siquiera perdió el equilibrio. Entonces los salvajes que se hallaban de nuestra parte exclamaron: ahatchwhoop, ahatchwhoop, dando a entender que Attonce quedaba descalificado y no podía seguir compitiendo. Mas, pese a que aquél había muerto, nuestro Burlingame no era aún el vencedor, pues los dos habían yantado lo mesmo hasta la última cereza.
Tan sólo era preciso que Burlingame engullera un bocado más y entonces habríamos salvado la vida. Dábamosle muy grandes voces, suplicábamosle e implorábamosle, mas Burlingame seguía incólume, los ojos muy abiertos, la faz verdosa, los carrillos hinchados y las fauces llenas de cerezas, incapaz de tragar un solo bocado más, pese a nuestros ruegos. Entonces levánteme del suelo de un salto, eché mano del último murciélago cocido que quedaba en la cazuela, abrile las mandíbulas y arrojé el murciélago dentro. Cerrele luego la boca e sujetésela con firmeza. Dile un buen mamporro en la mollera y ello fue causa de que tragara el bocado.
Tan fuera de duda estaba que Burlingame había ganado que Wepenter subiósele encima de un salto e frotó su nariz con la de Burlingame e hízole una caricia cariñosa en la panza, como consecuencia de la cual Burlingame arrojó lo que había comido e pringó de arriba abajo a Wepenter, e los salvages hiciéronle acudir con premura a la orilla del río, do lavose. Entonces las gentes todas proclamaron a Burlingame werowance, es decir, rey, pero él sentíase demasiado enfermo como para comprender las palabras de aquellas gentes.
Como quiera que ya estaba anocheciendo, e siendo ansí que el banquete había durado la jornada toda, llevaron los salvages a Burlingame con toda ceremonia hasta la cabaña real e allí dexáronlo instalado, pues él era incapaz de moverse; después llegó Pokatawertussan, toda temblorosa. Entretanto Wepenter exigió rindiéranle pleitesía los ahatchwhoops que hubieran sido partidarios de Attonce e ordenóles lleváranse los despojos del muerto que permanecía aún sentado, y que enterraran el cadáver. Yo les dixe a mis hombres que éramos libres e que largaríamos velas a la mañana siguiente, ante cuya noticia ellos dieron muestras de buen humor, bien que habían entendido poco de lo acontescido.
Al despuntar el sol despertábamos y, haciendo grande acopio de provisiones, merced ala generosidad de Wepenter, dispusimos a regresar a nuestra nave e reanudar todo el hilo de nuestro itinerar. Veíase a Wepenter de un ánimo excelente y quando inquirile la causa respondiome que al filo de la medianoche, en tanto dormía, había acudido Pokatawertussan a su choza, pese a que en virtud de las costumbres estaba obligado a yacer la primera noche con el campeón. Intrigome aquello y cuando Burlingame se nos unió, en el último momento, cuando ya emprendíamos el camino de la costa, demándele si Pokatawertussan había hecho honor a su nombre. Al oír aquello maldíxome vehementemente e dixo que el último murciélago habíale hecho tanto daño que no acertaba a saber dónde había pasado la noche. Que ni siquiera había sido capaz de ver a ninguna ramerilla salvaje, no digamos ya portarse con ella como un hombre. Estaba en extremo irritado contra mí por habelle echado el murciélago a las fauces e maguer mis protestas en el sentido de que ansí había salvado las vidas de nuestra gente, él volvió a jurarme que iba a contar su maledizente historia e escribir cartas a la Compañía de Londres, etcétera. Repúsele que había hecho un trato con él conforme al qual si él resultaba vencedor tenía derecho a obrar como mejor le placiere e, dándole la espalda, emprendí la marcha, seguido de mis hombres. Burlingame también siguiome, con total inocencia, hasta que, para gran sorpresa suya los salvajes echáronle la mano encima y, a pesar de sus gritos e alaridos, lleváronselo de vuelta a la cabaña real para que por siempre reinara sobre ellos en compañía de Wepenter.
Al ver que mis soldados e hidalgos se alarmaban sobremanera dirixiles un discurso, instándoles a ser fuertes de corazón. Expliqueles que los salvajes habían demandado a Burlingame como tributo por nuestra libertad, y comoquiera que éramos pocos e desarmados nada podíamos hazer sino entregárselo e irnos en paz, eso sí, manteniendo eternamente vivo su recuerdo en nuestros corazones. Aquel consejo acabó por prevalecer, maguer la pesadumbre de que dieron muestras mis hombres, de modo señalado los hidalgos, e quando nos encaminamos hacia la nave dixímosle adiós a Wepenter, haciéndole señas con la mano. Y es que el favor de los príncipes, aun tratándose de salvages, es un don efímero, que con lixereza se otorga e con lixereza se retira, y nosotros no deseábamos sino retenerlo hasta volver a vernos de nuevo a salvo en nuestra nave, lejos de aquel país bárbaro y vil. Al cual (Dios mediante) no he de regresar ni tampoco (Dios lo quiera) ningún otro inglés.
Que Él me haga caer muerto aquí mismo donde estoy, junto al velamen de la popa de nuestra leal embarcación si de mis labios surge una palabra relativa a estas aventuras, e lo mesmo digo de mi partida de gentes (a quienes hoy mismo he hecho jurar silencio), así como que tampoco se dirá nada en mi Historia general, pues:
Cuando a buenos soldados
por muertos precisados
nos vemos a dexar,
no hay sino callar.