6. ESTANDO EN JUEGO SU FUTURO, EL POETA REFLEXIONA ACERCA DE UN PAR DE MISTERIOS SECULARES

La plaza o recinto comunal en torno al cual se hallaba dispuesta la aldea india veíase salpicada de manchas de una nieve fina que había principiado a deshacerse y también blanqueaba los tejados de aquellas viviendas en forma de túmulos. Estaba la atmósfera saturada y enrarecida, aunque no hacía demasiado frío; de hecho, una masa de aire templado habíase desplazado sobre las aguas de la bahía, como resultado de lo cual una espesa niebla rodeaba la isla. Dotados de voz por gaviotas invisibles, los jirones de bruma recorrían los pantanos y alcanzaban luego las aguas del estrecho entre gritos ahogados.

A pesar de la niebla y de lo temprano de la hora, Ebenezer vio mucha gente por doquier; algunos vestían prendas de tela escocesa o de lana inglesa, mas la mayoría se cubría con pieles. Las mujeres encendían fogatas junto a sus chozas y preparaban la colación matinal; los hombres, negros e indios entremezclados, hallábanse la mayoría ocupados en fumar tabaco y conversar en derredor de hogueras de mayor tamaño que ardían en distintos puntos del recinto comunal; había gran bullicio de voces, aunque muchos se comunicaban por medio de signos y gestos. En el centro de la plaza ardía una pequeña hoguera cuyo fuego se mantenía vivo durante toda la noche, a modo de señal vigía; sus residuos resinosos avivaban las llamas, cuyos destellos anaranjados resplandecían por entre la niebla, dándole al fuego un aspecto más ceremonial que útil. El calor que desprendía había fundido la nieve en un círculo amplio, alrededor de cuyo perímetro se alineaba una veintena de solemnes dignatarios, de negra o roja tez. Justo en línea con los cuadrantes del círculo veíanse cuatro grupos de hombres plantando otros tantos postes de doce pies de altura en hoyos donde cabía un hombre hundido hasta la cintura.

Una vez estuvieron todos los prisioneros de pie, un negro sonriente que formaba parte de la comitiva que los había llevado hasta la plaza se acercó a McEvoy y dijo en inglés:

—No más noches ahí dentro, ¿eh?

Y con un movimiento de los ojos señaló la choza que hacía las veces de prisión.

—Eres un negro vástago de Satanás —masculló McEvoy—. ¡Ojalá te hubieran arrojado a los peces con Dick Parker!

El negro (a quien Ebenezer tomó por el antiguo compañero de McEvoy, Bandy Lou) sonrió con regocijo, destellándole la dentadura y, en tono terminante, ordenó algo a sus hombres, los cuales cortaron las ligaduras que ataban los tobillos de los prisioneros, que fueron conducidos a los postes. Al poeta empezaron a flaquearle las rodillas; sus carceleros viéronse obligados a sujetarlo al tiempo que le guiaban los pasos. Por todas partes fue cediendo el rumor de las conversaciones, transformándose en un murmullo que acabó por apagarse. Salvo el crepitar de las hogueras, toda la plaza estaba en silencio; oscuros semblantes seguían fríamente el paso de los hombres blancos. Los que estaban sentados en derredor de la hoguera central volviéronse cuando tuvieron cerca a los prisioneros, y uno de ellos, un anciano muy pintado, señaló con la cabeza el poste más cercano, que estaban terminando de apuntalar en aquel instante.

—Tú ser juzgado por tres reyes —repitió el negro sonriente a McEvoy—. Los demás quedar aquí.

Ninguno de los prisioneros habló. Al parecer el temible triunvirato no se encontraba después de todo junto a la hoguera, pues se llevaron al irlandés al otro lado de la plaza, a una madriguera de rata almizclera de mayor tamaño que las demás. Ebenezer y Bertrand estaban cada uno atado a un poste por los tobillos y las muñecas; al verse en aquella situación a punto estuvo el poeta de desmayarse, con tanta fuerza le evocaba a la legión de los mártires. ¿Cuántos millones de personas habrían sido atadas de manera semejante desde los comienzos de la raza y por cuántos motivos los habrían sometido al inenarrable dolor del fuego? Ebenezer luchó tratando de no desvanecerse, con la esperanza de hacerlo cuando lo necesitara más urgentemente.

Entretanto el capitán habíase visto obligado a aguardar de pie a que alzaran y posteriormente plantaran el tercer y cuarto poste. Esperó tranquilo, con la cabeza inclinada, como si se resignara a los horrores que le aguardaban; sus centinelas, absortos en la labor de erigir aquellos gruesos postes, lo ignoraban. Súbitamente, el capitán dio un salto y dejándolos atrás se escabulló plaza a través. Oyose un grito; los hombres gatearon, pusiéronse en pie y salieron raudos en pos de él. Ebenezer estiró el cuello, creyendo que vería caer atravesado al anciano, mas los indios se contuvieron. El capitán corrió hacia un espacio que se abría entre dos hogueras rodeadas de hombres y se encontró con un muro de lanzas que le apuntaban; vaciló, diose la vuelta y topose con otro muro similar. Esta vez, como si abandonara una tenue esperanza de huir y volviera a su propósito originario, sacó pecho y se arrojó contra las lanzas; pero los portadores de las mismas retrocedieron y se limitaron a cerrarle el paso con los brazos y las astas. El capitán diose la vuelta una vez más, las manos aún atadas a la espalda, y saltó en otra dirección, con el mismo resultado. Entonces las dos hileras se cerraron, formando un amplio círculo en derredor de él, y como era evidente que no podía escapar ni siquiera en dirección a los pantanos, empezaron a reírse de sus furiosos esfuerzos. Una y otra vez el anciano se precipitaba contra las lanzas; por fin, incapaz de llevar a cabo una vez más su desesperada resolución, profirió un grito y se desplomó. Sus torturadores se dispersaron, aún riendo entre dientes; los vigías condujéronlo de nuevo al poste, ahora ya en condiciones de acomodarlo, y empezaron a amontonar palos y ramas a los pies de los tres postes.

Con la piel empapada en sudor, Ebenezer desvió la mirada y vio reaparecer a McEvoy, que salía del palacio real en compañía de su sonriente centinela. Venía el irlandés con el gesto torcido, exhibiendo una curiosa expresión. Si era de ira, de odio o de temor, aquello Ebenezer no acertaba a distinguirlo, aunque cuando vio que ataban a su compañero al poste supuso que aquel singular «juicio» no le habría supuesto el perdón.

Pero se equivocaba.

—¡Qué casualidad! ¡Es para dejar pasmado al mismísimo diablo! —gritole McEvoy con voz tan extraña y aviesa como la expresión del rostro—. Me llevaron ante los tres reyes para que dictaran sentencia. Dos de ellos eran unos salvajes casposos, mas el tercero era mi amigo Dick Parker, el individuo al que me encadenaron en galeras. Yo creí que se habría ahogado y que todos se habrían olvidado de él, pero a fe mía que es el rey de estos negros paganos. Ese bellaco de Bandy Lou lo sabía desde el primer día y no me dijo nada. ¡Resulta que era el principal secuaz de Dick Parker allá en África!

Ebenezer no pudo asombrarse ante aquella coincidencia; a decir verdad, se preguntaba si McEvoy no habría perdido la razón por culpa del miedo. ¿Cómo era posible que un hombre en sus cabales dijera tamañas necedades mientras aprestaban una pira a sus pies?

Sólo entonces reparó en el hecho de que a pesar de que su pira ya estaba terminada, al igual que lo estaban las de Bertrand y el capitán (que había perdido el sentido), junto al poste de McEvoy no habían depositado ni una sola rama ni parecía que fueran a hacerlo.

—¡Dios me asista, Eben! —dijo a voces el irlandés—. ¡Tienen la intención de dejarme en libertad! ¡Dick Parker me ha perdonado! —Tenía los ojos anegados en lágrimas—. A Dios pongo por testigo —siguió diciendo McEvoy— de que imploré y supliqué por vos, Eben, en el nombre de la amistad que nos unió a Dick Parker y a mí. Le dije que erais mi hermano y que vuestra vida me era tan cara como la mía propia; pero los otros querían quemarnos a los cuatro y cuanto Dick Parker pudo hacer fue salvarme a mí. Ahora me cumple veros padecer ahí todo el día de hoy y el de mañana, hasta que el consejo toque a su fin, y luego he de veros arder.

—¡Ese proxeneta ha vendido nuestros pellejos para salvar el suyo! —dijo Ebenezer, profiriendo alaridos desde su poste, que quedaba al otro lado.

—¡No es así, lo juro! —protestó McEvoy—. Cuanto haya podido haber entre nosotros en el pasado ya no cuenta; no debéis creer que tengo nada contra vos ni que os he malquistado con Dick Parker.

—Os creo —dijo Ebenezer.

En efecto, el poeta tuvo un acceso momentáneo de ira cuando oyó las palabras de McEvoy; al fin y al cabo, si McEvoy no le hubiera traicionado, ¿se habría ido él de Londres? Mas pronto dominó la cólera, pues a pesar de lo extremo de su situación, o tal vez como consecuencia de ello mismo, Ebenezer comprendía que McEvoy se había limitado a actuar honradamente, en conformidad con sus principios, tal y como habría hecho él a su vez; con idéntica facilidad cabría culpar al viejo Andrew por haber reaccionado tan virulentamente, a Joan Toast por haber sido ocasión de la apuesta, a Ben Oliver por haberla formulado, a Anna por haber viajado sola a Maryland, a Burlingame (entre otras cosas) por haberla convencido de que desembarcara en Saint Mary, o a sí mismo, que hubiera podido alterar el curso de su vida mediante la comisión de una cualquiera entre centenares de miles de acciones posibles. Toda la historia de sus veintiocho años de vida habíale llevado al lugar y momento en que se hallaba a la sazón; ¿y acaso no había adquirido dicha historia la forma que tenía, en gran medida, merced a la influencia de toda la gente con la que él había tratado, gente cuyas vidas, a su vez, habían sido moldeadas por la influencia de incontables personas? En resumidas cuentas, si se veía atado a aquel poste, ¿ello no era por ventura consecuencia no ya del curso seguido por la historia humana, sino incluso por la historia del universo todo, en virtud del encadenamiento de innumerables eslabones ninguno más culpable que los demás? Parecíale a Ebenezer que no era McEvoy más culpable que, por ejemplo, lord Baltimore, que había colonizado Maryland, o que el aventurero genovés que le había descubierto al viejo mundo la existencia de uno nuevo.

Aquella conclusión, a la que llegó el poeta por la vía de la introspección más que por la de la especulación, viose seguida por otra cuya lógica discurría así: el punto del espacio y del tiempo al cual habíale llevado la historia del mundo no encerraría peligro ninguno de no haber existido la hostilidad de los indios y los negros. Mas si estos eran hostiles, ello se debía a la explotación a que los sometían los ingleses, es decir, un pueblo al cual habíanle conferido su superioridad las vicisitudes de la historia (Ebenezer no ponía en duda que, de invertirse las circunstancias, sus aprehensores harían exactamente lo mismo que los ingleses). Por tanto, en la misma medida que los movimientos históricos son manifestaciones de la voluntad de los pueblos que los provocan, así también Ebenezer era objeto adecuado de la ira de sus aprehensores, puesto que pertenecía, en un sentido más profundo que el que entrañaban las palabras dichas por McEvoy unas noches antes, a la clase de los explotadores; en tanto que caballero educado perteneciente al mundo occidental, era copartícipe de los frutos generados por el poder de su cultura y consecuentemente debía ser corresponsable de las culpas que de tal poder se derivaban. Y no acababan allí sus responsabilidades, pues si la diferencia entre explotado y explotador obedecía a las vicisitudes del poder y posición históricas, y no a una misteriosa singularidad idiosincrática de los pueblos, entonces tan «humano» era que el hombre blanco practicara la explotación y el expolio como que los negros o cobrizos mataran conforme al criterio exclusivo del color de la piel. El salvaje que en breve le aplicaría la antorcha era tan hermano suyo como el comerciante que había esclavizado a aquel salvaje anteriormente. En resumidas cuentas, díjose el poeta, aunque le cumplía reparar personalmente su secular pecado original, también tenía derecho a exigir una suerte de retribución; él había cometido un horrendo crimen contra sí mismo y él mismo sería quien pronto castigara al malhechor.

Comprender aquel par de ideas fue obra de otros tantos segundos, y aunque las mismas causaron en Ebenezer una conmoción como había habido pocas en su autobiografía espiritual, cuanto dijo a Bertrand y McEvoy fue:

—Sea como fuere, es demasiado tarde para andar diseccionando responsabilidades. Mirad allí.

Con un movimiento de las cejas señaló en dirección a la cabaña de la que poco antes saliera escoltado McEvoy. La asamblea también había vuelto los ojos en aquella dirección, y la conversación había remitido. Los tres reyes salían a impartir justicia. Por entre las brumas Ebenezer acertó a distinguir a un negro fornido, a un piel roja igualmente robusto y a un tercer individuo también de raza india, un hombre decrépito que se desplazaba con suma dificultad, apoyándose en los brazos de sus colegas. Los tres lucían elaborados atuendos, si se los comparaba con los de sus súbditos: sus vestimentas estaban cuajadas de borlas, flecos y abalorios de concha marina, profusamente coloreados; el rostro lo llevaban cubierto de rayas y círculos pintados con saguinaria; del cuello pendíanles dientes de oso y de cauri; los indios tocábanse la cabeza con plumajes de pavo incrustados de cuentas, en tanto que el negro exhibía una piel rematada por los cuernos de un toro. Los dos colosos portaban en la mano que les quedaba libre una jabalina cuya punta era de hueso; el anciano llevaba en la mano derecha una suerte de cetro o bastón de mando ceremonial, rematado por una piel de rata almizclera, y en la mano izquierda, una antorcha de chisporroteante resina de pino.

La lentitud del paso le confería un carácter más sombrío al avance de los monarcas. McEvoy los contemplaba mirando por encima del hombro, con los ojos muy abiertos.

Bertrand empezó a gemir. Ebenezer enrojeció de miedo y apretó los labios con firmeza, pero el resto de sus facciones le temblaba y se contorsionaba.

El que quedaba más cerca del triunvirato era McEvoy. Los reyes lo miraron ceñudos; el negro alzó la lanza e hizo un pronunciamiento que sus súbditos recibieron con un murmullo incierto. Luego pareció que el más joven de los jefes indios lo repitió en su idioma, pues sus palabras obtuvieron idéntica respuesta. Ebenezer advirtió cierta contrariedad en el semblante del anciano cacique, y una gran satisfacción en el camarada de McEvoy, Bandy Lou, que se encontraba cerca de allí. Acto seguido el grupo dirigiose hacia el barbado capitán, que empezó a revolverse y a mover la cabeza. Por segunda vez se dictó sentencia en dos lenguas, las lanzas, en alto; la sonrisa del anciano cacique y el vocerío de la asamblea aclararon el contenido de aquélla, y el poeta se estremeció.

A continuación le tocó a Bertrand, que volvió el rostro y cerró los ojos. El más joven de los reyes indios dirigiole una mirada fría; el más anciano lo contempló con malévolo regocijo, en tanto asentía a algo que el negro, inclinado, le musitaba al oído. Todas las miradas estaban fijas en el enorme rey negro, que era el que había dictado sentencia en los dos casos anteriores, cuando concluyó el coloquio con el anciano, el negro alzó la jabalina y comenzó a dictar sentencia al tiempo que buscaba con la mirada el rostro del prisionero.

Pero se interrumpió a mitad de frase; se precipitó hacia delante y volvió el rostro de Bertrand hacia el suyo. A Ebenezer se le pusieron los músculos en tensión: puesto que el negro había soltado el brazo del viejo cacique con suma brusquedad, mas no la lanza, el poeta esperábase ver a Bertrand instantáneamente traspasado por haber cometido el delito de apartar el rostro. Sus temores no se vieron aplacados cuando el negro profirió un grito, le arrebató a uno de sus secuaces el cuchillo que portaba a la cintura y saltó sobre el criado con el arma en alto. Los otros dos caciques pusieron gesto de extrañeza; los espectadores más próximos retrocedieron alarmados, y su consternación fue en aumento cuando, en lugar de poner fin a la vida del prisionero o desmembrarlo allí mismo, el rey negro cortó todas las ligaduras que lo ataban, apartó a puntapiés las astillas que le rodeaban las piernas y se postró de hinojos ante los temblorosos pies del prisionero.

—¡Amo Eben! —gritó el criado, apretándose contra el poeta.

El anciano jefe emitió una especie de ladrido y el joven, a lo que pareció, formuló con brusquedad una pregunta, a la que el rey negro respondió en lengua india con la voz cargada de emoción. La plaza estaba tan silenciosa como si fuera una iglesia. El rey indio puso un gesto aún más ceñudo y severo, ordenó a los lugartenientes que prestaran apoyo al anciano y avanzó tan rápidamente como se lo permitió la dignidad, mas no hacia Bertrand, sino hacia el abatido prisionero que aún había de afrontar su sentencia. No había avanzado más de dos pasos cuando Ebenezer reconoció (bajo la pintura de guerra, las insignias reales y la salud recobrada) al fugitivo enfermo que se ocultara en la caverna del acantilado.

—¡Vive Cristo, ahora lo comprendo! —exclamó—. ¡Bertrand! ¡Son Quassapelagh y Drakepecker! ¡El Dick Parker de McEvoy es tu Drakepecker, y éste que viene a salvarme es Quassapelagh!

Y, en efecto, cuando el indio hubo escrutado bien el rostro de Ebenezer, borrose la severidad de su mirada y a una orden suya adelantáronse dos guardias, que libraron al poeta de sus ataduras.

—Yo os liberto y os suplico que me perdonéis —dijo Quassapelagh con gravedad—. No está bien hacer daño al hombre que me salvó la vida.

Al igual que Bertrand, Ebenezer se sentía demasiado abrumado para hablar. Tenía los ojos inundados de lágrimas; se tambaleaba y reía roncamente, sacudía la cabeza y miraba a McEvoy como con incredulidad. Entretanto el anciano cacique no había dejado de soltar denuestos: al parecer no entendía aquellos portentos un ápice más que sus súbditos o los otros dos prisioneros. Quassapelagh inclinose levemente ante Ebenezer; pidió al poeta que se quedase unos minutos más donde estaba y volvióse a apaciguar al anciano. También el rey negro, a quien, para general desmayo, Bertrand había abrazado una vez reconoció su identidad, tras soltarse, se dirigió al consejo. A tenor de su discurso quedó claro que el rey anciano se oponía enérgicamente a que los prisioneros fueran libertados; tras unos momentos Quassapelagh llamó a Ebenezer, le cogió la mano izquierda y musitó:

—¿Tienes el anillo que te dio Quassapelagh?

El poeta sacó del bolsillo el anillo de pez y dio las gracias a la Providencia y a Joan Toast por haber llevado a cabo el intercambio, a pesar de todo. Quassapelagh primeramente mostró el anillo al anciano y luego, efectuando una proclama semidesafiante, lo alzó a fin de que la multitud pudiera verlo. Al mismo tiempo Dick Parker, o Drakepecker, le dio una serie de órdenes a Bandy Lou, que estaba cerca de él, sonriendo beatíficamente, y todos los prisioneros, con excepción del capitán, fueron nuevamente conducidos a la cabaña-prisión, antes de que el anciano tuviera tiempo de renovar sus protestas.

—¡A fe mía —dijo Ebenezer, soltando una risa forzada— que esta choza paréceme ahora palacio!

En la plaza comunal, donde las neblinas, aún sin dispersar, reflejaban la luz del sol naciente, reinaba una gran agitación. Atisbando por entre las piernas de los centinelas que montaban guardia en el exterior de la choza, vio que los tres adalides se dirigían nuevamente hacia la edificación de la que habían salido; el anciano, que daba claras muestras de no haberse apaciguado lo más mínimo, apoyábase ahora en dos indios que se tocaban la cabeza con un aparejo semejante al suyo.

—¡Este es un milagro como los de las Sagradas Escrituras! —exclamó McEvoy, que todavía hacía muecas de asombro con la boca y con los ojos—. ¡Mejor dicho, un milagro encima de otro! ¿Cómo puede ser que Dick Parker esté vivo y os conozca? ¡Vive el cielo, si echó el pecho por tierra como si vuestro lacayo fuera un dios!

—Gracias, pero no era punto menos —dijo Bertrand henchido de orgullo— y como dios no se puede desear mejor adorador. ¡Aunque menuda si no se encarama a lo alto de la pira! ¿Visteis cómo daba la cara por mí, desafiando a ese viejo tirano?

A fin de poner a McEvoy al corriente, Ebenezer contó una vez más la historia de cómo habían hallado a Drakepecker atado de pies y manos, cómo lo habían libertado, cómo habían dado con el fugitivo Quassapelagh, que yacía enfermo por causa de una herida purulenta, y cómo, por fin, habían dejado al negro encargado de atender las necesidades del herido.

—Por tal razón nos dio los anillos de hueso de pez, bien que nada dijo del significado que tenían. ¿Qué significa eso y cómo es posible que un pobre esclavo como Drakepecker haya llegado a ser rey?

McEvoy no pudo arrojar luz sobre el significado del anillo.

—En cuanto a ése que llamáis Drakepecker, es el mismo individuo del que os hablé antes, y al que yo llamaba Dick Parker. Cuando el barco que me saco de Londres hizo escala en Carolina, lo subieron a bordo, junto con Bandy Lou y otros cuarenta esclavos que pensaban vender en Maryland. No hacía mucho que los habían capturado a todos en un poblado africano, y el tal Dick Parker era su rey. El primer oficial los encadenó y encerró en la sentina por la misma razón que a mí. —El irlandés sonrió aviesamente—. Dick Parker se proponía alzar un motín; el primer oficial era partidario de darle muerte, pero el capitán pensó que si lograba bajarle los humos a latigazos podrían servirse de él para evitar que los demás causaran problemas. Dos veces al día lo azotaban y él le escupía al marinero que lo ataba al palo mayor y al marinero que al final lo desataba. Yo le aconsejé reiteradas veces por mediación de Bandy Lou que depusiera su orgullo hasta que lo vendieran y estuviera establecido, y que entonces se fugara y ayudara a los demás; él respondía que mi consejo era óptimo para Bandy Lou y los demás lugartenientes, pero que un rey al que compraban y vendían no tenía nada de rey. Si yo le decía que ningún rey muerto había ganado jamás una batalla, él respondía que al león no le cumplía ejercer de chacal y que un rey muerto podía seguir siendo un ejemplo vivo para sus súbditos. Ordenó a Bandy Lou que obrara conforme a mis consejos y a la siguiente ocasión en que subieron a Dick Parker para darle de latigazos, escupió al mismísimo primer oficial. Entonces lo arrojaron por la borda, atado de pies y manos. Al día siguiente vendieron a la mitad de los esclavos en Ann Arundel y un día después, en Oxford, a la otra mitad junto con los redencionistas. Cómo se las arregló ese hombre para mantenerse a flote, jamás lo entenderé.

Ebenezer sacudió la cabeza, recordando las cicatrices que viera en la espalda del negro cuando se lo encontraron en la playa.

—Conque ahora él es el rey de los esclavos fugitivos y Quassapelagh es rey de los indios salvajes desafectados. ¡El cielo asista a los ingleses si llevan su plan a cabo!

—¡El diablo se los lleve, eso es lo que digo yo! —repuso McEvoy—. Se lo merecen.

El irlandés y Bertrand proclamaron su intención de mendigar o robar a fin de pagarse el pasaje de vuelta a Londres lo antes posible, así les era dado desearles éxito a los rebeldes sin desearse mala fortuna a sí mismos. Ebenezer no había perdido de vista las últimas reflexiones que hiciera en la hoguera, no obstante, aun siendo capaz de condolerse por la situación de los esclavos e indios y declarar culpables incluso a los blancos que, como él, habían consentido que aquella situación siguiera siendo una realidad por el mero hecho de no protestar contra ella, era incapaz empero de ver con buenos ojos la idea de una matanza a gran escala. Antes al contrario, después de que aquellas dos ejecuciones que casi se llevan a cabo se la hubieron edulcorado, en aquellos precisos instantes la vida sabíale dulcísima al poeta, y la idea de que cualquier persona se viera privada de ella le hacía estremecerse.

—Hemos de dar con la manera de salvar al capitán —dijo—. Tiene menos motivos para estar ahí que ninguno de nosotros, pues ni buscaba nada ni huía de nada. —A lo cual añadió, aunque entendía perfectamente las limitaciones de aquella afirmación—. Si muere, yo soy quien debe responder de ello, pues yo fui quien lo contrató para que me llevara en su embarcación a Malden, y además le pagué una cantidad adicional a fin de que zarpara al punto, pese a la hora que era y el tiempo que hacía.

McEvoy y el sirviente protestaron, negándose a asumir aquella responsabilidad. McEvoy dijo además que aunque deseaba fervientemente ver al capitán a salvo, no estaba preparado para sacrificar su propia seguridad a cambio de la de aquél, ni siquiera, para ponerla en juego.

—En cualquier caso —opinó Bertrand— es demasiado pronto para echarse a reír o a llorar. Si Drakepecker se lleva el gato al agua, puede que quedemos todos en libertad; si no, aún puede que nos quemen.

Sus compañeros convinieron en ello y dieron en especular sobre el cargo y la influencia del anciano indio que tan reacio se había mostrado a verlos libres. McEvoy hizo venir al africano llamado (según la adaptación que como mejor pudieron habían hecho de su nombre a la dicción inglesa) Bandy Lou, el cual respondió a sus diversas preguntas con una sonrisa desmesurada que impedía discernir si lo que sabía era motivo de desolación, de alegría o algo meramente indiferente.

—¿Quién es ese viejo rey indio?

—Es el tayac Chicamec, rey de los ahatchwhoop, enemigo de los ingleses desde hace cuarenta y ocho veranos. Esta es su isla.

Cuando Ebenezer inquirió en torno a la división de poderes entre los tres reyes y la jurisdicción correspondiente a cada uno de ellos, Bandy Lou repuso que Quassapelagh era una suerte de jefe supremo de todos los indios desafectados de la orilla occidental de la bahía de Chesapeake, que Chicamec ostentaba el mismo cargo en la orilla oriental y que Drepacca era el rey de los negros fugitivos. A continuación dijo con suma franqueza que aunque en teoría los tres estaban investidos de la misma autoridad, era Quassapelagh, el rey Anacostino, quien ostentaba el mayor poder de hecho, no sólo porque los caciques que le rendían obediencia (Ochotomaquath, jefe de los piscataways; Tom Calvert, de los ehopticoes, y Maquanath, de los mattawomans, por ejemplo) eran más numerosos, influyentes y beligerantes que los lugartenientes de Chicamec, sino también porque algunos de entre estos últimos (como el hijo del emperador Umacokasimmon, Asquas, a quien el gobernador Copley había depuesto del cargo de jefe de los nanticokes, para situar en su lugar a Panquas y a Annoughtough, más complacientes que el primero) estaban más dispuestos a seguir a Quassapelagh, que era más joven y más vigoroso que su añoso cacique. Además, quien se llevaba la mejor tajada del poder en potencia, según Bandy Lou, era Drepacca, porque aun cuando había muchos más indios beligerantes que negros fugados, la autoridad de Quassapelagh veíase necesariamente restringida a los límites de la provincia, y la lealtad de sus súbditos, excepción hecha de un pequeño grupo de piscataways, los ligaba primordialmente a los reyezuelos de las diversas tribus, y sólo de manera indirecta, al mismo rey Anacostino. Sin embargo, Drepacca se había convertido en un tiempo brevísimo en el jefe directo e indiscutido de todos los fugitivos africanos de la región, y servía de inspiración a los miles de negros que seguían esclavizados; lo que era más, no tenía que enfrentarse a los obstáculos de la geografía tribal y los caudillajes rivales: el mercado de esclavos repartía indiscriminadamente por las distintas regiones a negros procedentes de diversas tribus africanas y Drepacca, que se supiera, era la única autoridad real que tenían. Como consecuencia de todo aquello, a lo que había que añadir su rapidez de entendimiento (había aprendido, enseñado por Quassapelagh, el dialecto de los piscataways en tres semanas), su formidable presencia física y la ventaja que le confería a la hora de negociar con los franceses y con las naciones del norte el hecho de no ser ni blanco ni indio, la esfera de influencia de Drepacca hacíase cada día mayor, y bien pudiera ser que en poco tiempo tuviera autoridad sobre toda la población negra de América, cuyo número aumentaba con cada embarcación que llegaba de la costa occidental de África. Del orgullo sin límites que se encerraba en su voz deducía quien le oía que Bandy Lou ya había coronado a su amo como emperador de América. Ebenezer se estremeció.

—Más poder para él —dijo, lúgubre, McEvoy—. Si Dick Parker es tan poderoso como parece, nada hemos de temer de ese tal cacique Chuckaluck o Chickenneck,[44] como se llame. ¿No crees, Bandy Lou? Son veinte hombres contra uno pequeño.

Bueno, bueno, advirtió el negro sonriente, las cosas no eran tan sencillas, pues aunque era cierto que Chicamec tenía en sus manos mucho menos poder, efectivo o en potencia, que los otros dos confederados, en todas las provincias era conocido por los indios en calidad de enemigo ancestral del hombre blanco: entre ellos venía a ser una leyenda viviente; desde hacía tres décadas su nombre era sinónimo de resistencia incondicional, y a ello había que añadir que su pequeño poblado de ahatchwhoops era el núcleo más encarnizado y mejor organizado de gentes armadas que hacían profesión de odio a los ingleses en toda la provincia; además, su isla, por lo céntrico y seguro de su emplazamiento, era el mejor cuartel general que cupiera imaginar. En resumidas cuentas, aunque no fuera más que de modo simbólico, la figura del anciano tenía un valor inapreciable y sus colegas delegaban en él las decisiones de mayor envergadura, y ello lo hacían con mayor prontitud por cuanto que seguían teniendo en sus manos a nueve décimas partes de los rebeldes.

—¡Vive el cielo! —exclamó Bertrand—. ¿Queréis decir que después de todo sigue siendo posible que nos quemen?

—Confío en que no —dijo Bandy Lou, con ánimo de agradar. Uno de los centinelas del exterior lo llamó empleando su dialecto y aquél añadió, sin alterar la magnitud ni la naturaleza de su sonrisa—: Vamos fuera y lo sabremos.