5. ENFRENTAMIENTOS Y ABSOLUCIONES EN LIMBO

Dado que militarmente llevaban ventaja en todos los órdenes (armas, número y sorpresa absoluta), aquella extraña avanzadilla guerrera compuesta de indios no tardó mucho en alcanzar su objetivo, que al parecer consistía en apoderarse del barco junto con todos sus ocupantes. Al capitán y a Bertrand los despertaron poniéndoles en la garganta puntas de lanza, y luego los sacaron a cubierta. El primero no era capaz de articular sonido a causa del miedo, el segundo bramaba y murmuraba alternativamente, primero, contra quienes lo habían apresado, luego, contra Ebenezer y, finalmente, con violencia extrema, una vez que comprendió la situación, contra los traidores tripulantes.

—¡He de ver cómo os suben al patíbulo y os descuartizan! —decía, mas los negros limitábanse a sonreír y a volver la vista, como si sus amenazas hiciéranles sentirse corridos. El jefe de la partida se dirigió lacónicamente, en una lengua incomprensible, a uno de sus secuaces, el cual, a su vez, en otro idioma igualmente extraño, se dirigió a los marinos negros, que respondieron de la misma manera; durante el coloquio Ebenezer observó que, si bien los asaltantes iban vestidos casi idénticamente, con pieles y gorros de castor, mapache o ratón almizclero, cerca de la mitad de los mismos no eran indios sino negros. El capitán reparó también en aquel hecho, e inmediatamente principió a denostarlos, tildándolos de cobardes y fugitivos, mas su público no dio muestras de entenderlo. Aparentemente satisfechos porque no hubiera más pasajeros a bordo ni más embarcaciones en la ensenada, los asaltantes procedieron a atar a sus cautivos por las muñecas y tobillos; luego, cogiéndolos en vilo, los sacaron por encima de la borda, obligándoles a tumbarse boca abajo, cada uno en una canoa, mientras efectuaban un recorrido breve aunque sinuoso por aguas pantanosas, operación que, al igual que las fases anteriores del ataque, se llevó a cabo en un silencio total. Al poco ataron las canoas a unos árboles de la cera y cambiaron las sogas que los prisioneros llevaban en los tobillos por una cuerda de mayor longitud que los llevaba a todos sujetos en hilera, a la altura del cuello, tras lo cual el grupo prosiguió el viaje a pie por un sendero tan sinuoso como lo fuera el canal del pantano, y tan estrecho que incluso yendo en fila india resultaba difícil no pisar el lodo que había a ambos lados.

—¡Esto es ultrajante! —lamentóse Ebenezer—. ¡Ni en sueños se me habría ocurrido pensar que cosas semejantes siguieran sucediendo en el corazón de la provincia!

—Ni a mí —repuso el capitán, desde el lugar que ocupaba, a la cabeza de los prisioneros—. Ni tampoco había oído decir jamás que hubiera una población india en la isla de Bloodsworth. ¡Vive Cristo, si no es más que un pantano de proa a popa, sin tierra bastante para tenerse en pie!

—¡Dios nos asista! —gimió Bertrand; aquéllas eran sus primeras palabras desde que cayera dormido hacía unas horas—. ¡Nos van a desollar el cráneo y quemar en la hoguera!

—¿Se puede saber por qué? —inquirió el poeta—. No les hemos hecho daño ninguno, que yo sepa.

—Tal es la costumbre de los salvajes —insistió el sirviente—. Basta con que os deis un mal tropezón con uno estando de paseo al atardecer para que, ¡zas!, os desuelle la calva como quien pela un melocotón. Pero si aún se sigue hablando en la taberna de Vansweringen de esa mozuela llamada Kersley a la que le cayeron los indios el año antepasado: estaba cruzando un campo de tabaco entre su casa y la de su padre; el sol aún estaba alto y además llevaba un infante en brazos, mas antes de que hubiera llegado al portal de su marido, ya le habían arrancado el cuero cabelludo, amén de haberla acuchillado y fornicado con ella gozándola de proa a popa. Y en otra ocasión, no lejos de la llamada mansión Bohemia…

—¡Callaos! —espetole el capitán— antes de que vuestros propios relatos os aflojen el vientre.

—Estáis en vuestro derecho de sufrir que os despellejen la cabeza sin decir ni palabra —repuso Bertrand, sin dejarse intimidar—. En primer lugar, fuisteis vos quien nos trajo hasta aquí…

¡Yo! ¡Voto a tal! ¡Pardiez, señor, tenéis mucha suerte de que los salvajes me hayan atado ambas manos, de lo contrario yo mismo me cobraría vuestra cabellera!

—¡Caballeros! —dijo Ebenezer, interponiéndose—. ¡Nuestro caso es bastante grave sin que habléis así! Yo fui quien costeó el pasaje; podéis considerarme responsable de todo, si ello os alivia el ánimo, aunque doy en creer que más nos valdría dejar de pensar en quién nos ha metido en este berenjenal y en cambio discurrir el modo de salir de aquí.

—Amén —dijo el capitán.

—Aunque me apacigüe —dijo Bertrand, desconsolado—, parte de la culpa hásele de echar a Betsy Birdsall, pues si ella no me hubiera rescatado el pasado mes de marzo de aquel modo tan astuto en que lo hizo, ahora no estaría yo aquí, ensartado por las agallas como si fuera una trucha.

—¡En verdad que habéis perdido el juicio! —exclamó el capitán.

—Calmaos, por piedad, calmaos —imploró Ebenezer. Desde que el capitán se dirigiera por vez primera a Bertrand con aspereza, habíasele quedado arrugado el entrecejo al poeta, y sus amonestaciones habíalas hecho distraídamente. Ahora preguntó al capitán—: ¿Por ventura no nos hallábamos en el estrecho de Limbo cuando enfilamos hacia la ensenada o es que oí mal?

—Eso fue lo que supuse, señor —dijo el de más edad—, a menos que la corriente nos haya arrastrado hasta los estrechos de Holanda o de Kedge, lo cual dudo.

—Mas de no ser así, este estrecho recibe el nombre de Limbo. Y, decidme, ¿hay no muy lejos de aquí una desembocadura de un río que tiene un nombre indio?

—Hay un montón —respondió el capitán con escaso interés—, y todos tienen nombres salvajes: Honga, Nanticoke, Wicomico, Manokin, Annamessex, Pocomoke…

—¡Wicomico! ¡Sí, Wicomico… ése es el nombre que mencionaba Smith en su Historia!

El capitán, exasperado, musitó algo, y Ebenezer, a fin de evitar que pensara de él que, al igual que a su criado, el miedo habíale hecho perder el juicio, explicó, de la manera más sencilla posible, que desde que se hiciera la primera alusión al estrecho de Limbo había estado intentando recordar algo, y que sólo había acertado a dar con ello gracias a la expresión aflojar el vientre, y ello era que el capitán John Smith, de Virginia, hacía casi noventa años que había descubierto aquel mismísimo estrecho cuando se hallaba explorando la bahía de Chesapeake; al igual que les aconteció a ellos, salioles al paso a aquellos otros una furiosa tormenta en el lugar, con la molestia adicional de que el capitán Smith y sus hombres estaban aquejados de diarrea; como consecuencia de aquellas penurias impuso al lugar el nombre de Limbo; finalmente fue hecho prisionero junto con todos los miembros de su partida por un contingente de indios guerreros… ¡Quién sabe si serían los abuelos de los que ahora les habían hecho prisioneros a ellos!

—No me digáis —fueron las palabras del capitán. Tampoco Bertrand dio muestras de sentirse abrumado por la coincidencia, pues cuando a su única pregunta («¿Y qué fue de ellos?») su amo confesó que no tenía la menor idea, el criado volvió a refugiarse en su lúgubre humor.

Mas luego de haber rescatado de su memoria la Historia secreta, a Ebenezer no le fue posible dejar de maravillarse por el paralelismo existente entre la experiencia de Smith y la que les había acontecido a ellos. Más aún, la mera existencia de la Historia daba fe de que Smith y al menos algunos de los miembros de su grupo habían logrado escapar, o los habrían libertado su aprehensores. En aquel punto viéronse interrumpidas sus cavilaciones por la llegada al poblado indio, el cual consistía en un conjunto de míseras chozas, asentadas en apretada disposición circular sobre un terreno relativamente elevado. A lo que parecía el conjunto superaba ampliamente el centenar. Eran construcciones abovedadas, hechas con troncos de árbol y tejados de enramada; como el lugar se hallaba rodeado de aguas pantanosas, no difería gran cosa de una colonia de ratas almizcleras, tanto más por cuanto que sus habitantes llevaban gorros y vestiduras de piel. La ciudadanía parecía estar durmiendo: salvedad hecha de un vigía oculto que, apostado entre unos matojos cercanos, recibió a los que se acercaban con un desafiante ¡tujú!, que obtuvo idéntica respuesta, el poblado estaba tan en calma como si lo hubieran abandonado.

—Esto es sobremanera extraño —masculló el capitán—. Jamás he visto un poblado indio a cuyo alrededor no merodeara una jauría de perros.

Pero si el silencio de la aldea era desconcertante, lo que lo interrumpió nada distaba de lo extraordinario: la comitiva ya había traspasado el círculo de viviendas y se aproximaba a un claro o plaza abierta situado en el centro del poblado; hallábanse en pleno coloquio el jefe de la partida y su lugarteniente negro cuando entre sus susurros interpúsose un súbito gemido procedente de una cabaña no muy alejada y que le puso al poeta la carne de gallina. En cosa de medio segundo recorrieron su fantasía las diversas crueldades indias que le había oído referir a Henry Burlingame: que arrancaban a dentelladas las uñas de sus víctimas; que retorcían los dedos hasta desgajarlos de las manos; que les introducían espetones por los muñones; que les sacaban a tirones los tendones de los brazos, así como los cabellos y las barbas; que les aplicaban hachas candentes al cuello y derramaban arena caliente en los cráneos desollados.

—¡Por todos los diablos! —dijo el capitán con un hilo de voz, y a Bertrand le empezaron a castañetear los dientes. El gemido mudó de timbre y tono para volver a variar un momento después y aún una tercera vez, mas no fue sino cuando la persona que emitía el gemido detúvose a fin de tomar aliento y proseguir, que los prisioneros acertaron a dar con la naturaleza de aquel sonido.

—¡Santo Dios que estás en los cielos! —logró articular Ebenezer—. ¡Es alguien que canta!

Pese a lo monstruoso de aquella improbabilidad, los prisioneros reconocieron que efectivamente aquélla era la voz de un hombre que cantaba…, un tenor, para ser exactos. Aquello era de por sí portento suficiente, pero más incongruente aún era el hecho de que las palabras (al contemplar esta asunción retrospectivamente) no correspondían a ninguna lengua salvaje, sino que eran vocablos del mismo idioma inglés que el rey hablaba: Yo… vi… a mi dama llorar, rezaba el primer verso del cántico y, tras cobrar de nuevo aliento, el cantor prosiguió así: Y con triste orgullo… vime adelantar…

—¡Voto a tal, si es un inglés!

—Tanto peor para él —respondió el capitán—, mas no mejor para nosotros.

Qué lindos ojos tienes —prosiguió el cantor—, qué lindos… ojos…

—Me llena de asombro que tenga ánimos para cantar —dijo Bertrand, maravillado— y, más aún, que tenga el consentimiento del carcelero.

Esto último, al parecer, no lo tenía, pues a mitad del siguiente enunciado (en ellos se encierra toda perfección), el cantor interrumpiose y dio en soltar imprecaciones nada melódicas que en sustancia venían a decir que si aquellos indios talycuales no eran capaces de consentir que un pobre condenado cantara talycual sus canciones talycuales sin meter sus lanzas de cazar jabalíes en su talycual Si bemol, más valía que le rebanaran el talycual gaznate en aquel mismo instante y que se fueran todos al diablo de una vez.

—¡Juro —dijo Ebenezer— que he oído antes esa voz!

—Acaso sea el fantasma de ese capitán Nosecuantos de quien hablasteis —sugirió el capitán con sarcasmo.

—No, Dios mío.

Si Ebenezer tenía la intención de decir algo más, impidiéronselo los indios, los cuales, una vez concluido su parlamento, diéronle un tirón a la soga que ataba el cuello de los prisioneros y condujeron a estos a la misma choza donde se encontraba retenido el iracundo tenor. Delante de la entrada libráronlos de la soga común y atáronlos individualmente, al igual que habían hecho para el viaje en canoa; en el transcurso de dicha operación, Ebenezer ladeó el rostro y meneó la cabeza con incredulidad y cuando, nada más salir otra indio del interior de la choza, el tenor volvió a emprenderla con su canción, el poeta exclamó otra vez con voz gemebunda: «¡Dios mío!», y se puso a temblar de la cabeza a los pies.

En aquel momento dos hombres sujetaron a Bertrand, que era quien se encontraba más cerca de la puerta, obligándole a arrodillarse y, con la ayuda de una lanza, forzáronle a introducirse a gatas por la minúscula entrada, mientras él, gimoteando, protestaba y pedía clemencia. También el capitán, cuando vio tan próxima su prisión, soltó una nueva retahíla de amenazas y juramentos marinos, mas de nada le sirvió; hincó las rodillas y pasó por el oscuro agujero en pos de Bertrand.

—¡Cómo! —lamentóse el inquilino originario, interrumpiendo su canción a la vista de aquel alboroto—. ¡Esto es el colmo! ¿Qué pasa ahora? ¡Pardiez! ¿Por ventura he oído maldecir decentemente en inglés? ¡Hola, otro más! —Ahora le había tocado gatear a Ebenezer—. ¿Quiere esto decir que podemos echarnos una partidita entre cuatro? Caballeros, hacedme la merced de decir quiénes sois y cómo es que llegáis tan avanzado el día.

—Un par de viajeros y un inocente patrón de barco —respondió el capitán— traídos hasta aquí por la tormenta y traicionados por dos diablos negros que eran mis tripulantes.

—Ah, ahí tenéis vuestro delito —dijo el primer prisionero. La cabaña estaba oscura, de modo que, aunque en su reducido espacio interior los ingleses yacían cual troncos en leñera, no podían siquiera atisbar a sus compañeros. El carcelero, después de haber recibido instrucciones del jefe indio, montó guardia fuera, y el grupo de indios que les había dado captura se dispersó.

—¿De qué delito habláis? —protestó el capitán—. Jamás la ira me ha hecho ponerles la mano encima a esos bellacos desde el día que los compré.

—Suficiente con que los hayáis comprado —repuso el tenor—. Más que suficiente. Yo jamás he comprado ni vendido a un hombre de piel negra en todos los días de mi vida, ni tampoco le he causado daño a ninguno de piel roja… ¿Cómo iba a hacer tal cosa, vive el cielo, si yo mismo soy un redencionista fugado? Sin embargo, ha sido bastante el hecho de que tenga el mismo color que los hombres que sí obran de tal modo.

—¿Qué es toda esta cháchara de esclavos y colores? —demandó Bertrand—. ¿Queréis dar a entender que son capaces de arrancarle la cabellera a un desdichado criado como yo?

—Peor, amigo mío.

—¿Qué puede ser peor? —dijo el criado, elevando el tono de voz.

—A juzgar por vuestra voz, de cantar seríais un bajo tremolante —afirmó el otro—. Pero si llevan a cabo la jugada que tienen en mente, antes de que pase una semana estaremos todos trinando a contrapunto.

De los tres nuevos cautivos, sólo Ebenezer captó el significado de aquella predicción; no obstante, aunque le horrorizaba, estaba demasiado desconcertado, confundido incluso, por la estupefacción que se había adueñado previamente de él como para interpretar las comparaciones que entrañaban aquellas figuras. Sin embargo, su anfitrión, el tenor invisible, hízolo acto seguido en inglés puro y llano, para consternación de Bertrand y el capitán.

—No llevo muchos meses en esta abyecta provincia —dijo—, pero sé muy bien que el gobernador tiene enemigos por doquier (a los jacobitas y los protestantes de John Coode, en el interior; a Andros por el sur y por el norte a los franceses), de modo que vive bajo el temor constante de una insurrección o una invasión. El mayor peligro que corre, empero, es uno que ni se imagina: el completo exterminio de todo humano de piel blanca que haya en Maryland.

—¡Bah! —exclamó el capitán—. ¡Se trata sólo de un poblado contra una provincia!

—Nada de eso —repuso el tenor—. Pocos hombres blancos saben de la existencia de este poblado, y sin embargo, aquí lleva oculto muchos años; a lo que colijo, es el cuartel general de numerosos jefes indios, amén de un refugio para negros fugados. A lo largo de toda esta semana no han dejado de llegar caciques desafectos, a fin de celebrar un consejo general de guerra, y por lo que a nosotros toca, caballeros, pronto nos harán eunucos y nos llevarán a la hoguera para solazarse.

Ante aquella noticia Bertrand profirió tales alaridos que el guardián asomó la cabeza y, mascullando amenazas, dio unas cuantas lanzadas al azar. El tenor respondió con una serie de alegres maldiciones y comentó, cuando el guardián se hubo retirado:

—Una cosa; sé que han entrado tres personas, pero hasta el momento sólo he oído hablar a dos. ¿Es que el otro fulano está enfermo, se ha desmayado o qué?

—No es el temor lo que ata la lengua, John McEvoy —dijo el poeta, con dificultad—. ¡Es la estupefacción y la vergüenza!

El otro prisionero se quedó atónito.

—¡No, pardiez! ¡No puedo dar crédito! ¡Ah! ¡Ah! ¡Cuánto me alegro! ¡Ah, vive el cielo, cuantísimo me alegro! ¡Decidme que no estoy oyendo al verdadero Eben Cooke!

—¡Lo soy! —admitió Ebenezer; la risa enloquecida de McEvoy dio lugar a que el guardián prorrumpiera en nuevas amenazas.

¡Oh! ¡Ah! ¡Cuánto me alegro! ¡El famoso poeta, virgen y reformador de las putas de Londres! ¡Qué alegría me va a dar ver que os asáis a mi lado! ¡Ajá! ¡Oh! ¡Oh!

—Poco propio es vuestro regocijo —replicó el poeta—. Vos os propusisteis labrar mi ruina, pero cuantos daños e infortunios os han acaecido a vos por causa mía no fueron hijos de mis deseos.

—¡Válgame el cielo! —exclamó Bertrand—. ¿Es éste el alcahuete de Pudding Lane que le fue con habladurías al amo Andrew, señor?

—¿Debo entender que vuestras mercedes se conocen —dijo el capitán— y que entre los dos media alguna disputa?

—¡Cómo! Nada de eso —respondió McEvoy—. No hay tal disputa; la cuestión estriba meramente en que yo he sido el artífice de su fortuna, bien que fortuitamente, y él, a modo de agradecimiento, ha destrozado mi vida, precipitando mi muerte y causando la perdición de la mujer que amo.

—Con todo ni un ápice es obra de mis designios, y puede decirse que apenas sé nada de ello —replicó Ebenezer—, en tanto que a vos os complacerá sobremanera saber que vuestra venganza ha superado vuestras peores intenciones. He sufrido a manos de canallas y piratas; mi mejor amigo me ha traicionado; hanme despojado de mis propiedades y obligado a huir de mi padre, en cuya desgracia he caído para siempre, y lo que es más, al seguirme hasta estas tierras, mi hermana ha incurrido en sabe el cielo qué peligros; y por lo que respecta a la pobre Joan Toast… —Al llegar aquí la emoción lo abrumó y el poeta se quedó sin voz.

—¿Qué es de ella? —le espetó McEvoy.

—Sólo diré lo que presumo que ya visteis en Malden que Joan ha padecido y aún sigue padeciendo tribulaciones e indignidades inconcebibles, como consecuencia de lo cual hánsele desfigurado el rostro y la silueta, y no le queda mucho tiempo de vida.

McEvoy gimió.

—¿Y aún me echáis la culpa a mí, bellaco, cuando fue a vos a quien siguió ella? ¡Vive Cristo que si tuviera libres las manos os retorcería el pescuezo!

—Es cierto que tengo parte de culpa —admitió Ebenezer—. Sin embargo, de no ser porque le fuisteis con el cuento a mi padre, nunca la hubierais perdido, y de perderla habría sido en Pudding Lane y no en Maryland. En todo caso no la habría forzado un gigante moro, ni le habría contagiado la sífilis, así como tampoco habría padecido los estragos del opio ni habría ejercido la prostitución noche tras noche en un granero infestado de salvajes.

A cada formulación de cada una de aquellas desgracias, renovaba McEvoy sus gimoteos; de los ojos del poeta brotaban cálidas lágrimas que se enfriaban al recorrerle las sienes, adentrándosele luego en los oídos.

—Cualesquiera que sean vuestras diferencias, caballeros —intervino el capitán—, poco sentido tiene airearlas a estas alturas del día. Pronto rendiremos cuentas de nuestros pecados y sanseacabó.

—¡Aayy! —plañió Bertrand.

—Muy cierto —suspiro McEvoy—. Si un hombre no perdona a su prójimo es porque ha hecho algún pacto monstruoso con su conciencia.

—El mejor de entre nosotros —convino Ebenezer— tiene por las noches ciertos recuerdos que le hacen sudar de vergüenza. Ya una vez, hace tiempo, allá en Locket’s, os perdoné la carta que le escribisteis a mi padre; mas era una suerte de perdón arrogante, puesto que lo que vos habíais hecho parecía labrar mi fortuna. Ahora que he perdido título, fortuna, amor, honor y hasta la vida misma, permitidme que os vuelva a perdonar, McEvoy, y que en cambio suplique vuestro perdón.

El irlandés convino en ello, pero admitió que, puesto que en ningún momento se había propuesto Ebenezer deliberadamente hacerles daño a él ni a Joan Toast, poco o nada había que perdonar.

—¡No hay tal, amigo, vive Cristo, no hay tal! —dijo el poeta, llorando, y refirió lo más coherentemente que pudo sus padecimientos a manos del capitán Pound, el rapto del Cyprian, su pacto con la porquera, la pérdida de su heredad y su forzado matrimonio con Joan Toast. Demoróse especialmente en lo referente a su responsabilidad en la caída de Joan, la solicitud de que dio muestras la muchacha cuando él cayó enfermo durante el período de aclimatación a aquellas tierras y la magnanimidad del plan que ella ideó y que contemplaba la huida de ambos a Inglaterra. A la postre no sólo Ebenezer y McEvoy sino la totalidad de los cautivos se sorbía la nariz y lloraba, movidos por la bondad de la muchacha.

—Como recompensa —prosiguió Ebenezer— tan sólo me pidió que le diera mi anillo a cambio del suyo, para así sentirse menos ramera, y que le concediera el honor de ocuparse de mi manutención en Londres.

—Igual que había hecho conmigo —dijo McEvoy, en tono reverente.

El capitán se sorbió la nariz.

—¡Esa puta es una santa católica!

—Y pensar que yo hablé de ella con tanta libertad en casa del capitán Mitchell —dijo Bertrand, maravillado— cuando pensábamos que no era más que una porquera desvergonzada y cubierta de pústulas.

—Basta, señores —demandó Ebenezer, tristemente—; ni siquiera habéis oído el principio de mi vergüenza. ¿Pensáis por ventura que cuando hizo aquella propuesta digna de un mártir yo no quise prestarle oídos y en cambio le ordené que se fuera a Inglaterra con las seis libras de su propiedad, prometiéndole que me reuniría con ella en cuanto me fuera posible? ¿Os pensáis que al menos caí postrado de rodillas al ver tanta caridad y besé el borde de su harapiento vestido? Imaginad lo peor de mí, señores: ¿suponéis que me limité a darle las gracias con gran sentimiento y que consentí en que se ganara el precio del pasaje ejerciendo de puta entre los indios, allá en la cabaña destinada al secado de tabaco, para luego zarpar con ella para ser su alcahuete en Londres?

—Dios os perdone si eso es lo que hicisteis —musitó el capitán.

—Aunque Dios me perdonara tres veces —dijo Ebenezer—, todavía me quedaría culpa suficiente para arrastrar conmigo al infierno a diez hombres. El caso, caballeros, es que acepté las seis libras, la mandé al secadero de tabaco y salí huyendo yo solo camino de Cambridge. ¿Qué decís a eso, John McEvoy?

—¡Perdonado! ¡Perdonado! —exclamó el irlandés—. Y que Dios se apiade de todos nosotros. ¡Paréceme que el fuego que nos asará las carnes será frío comparado con las llamas que nos asarán el alma!

Transcurrieron unos minutos de silencio durante los cuales los prisioneros meditaron acerca de aquella misma historia y el destino que les aguardaba a todos. Al poco rato, con voz más sosegada, Ebenezer preguntó a McEvoy qué mala fortuna había dado con él en la isla de Bloodsworth. La pregunta dio lugar a una sarta de suspiros y maldiciones, tras de los cuales y de varios comienzos en falso, McEvoy ofreció la siguiente explicación:

—Cuento tan sólo veintidós años de edad, señores, conforme a lo que cabe calcular considerando que no tengo la más remota idea de cuál es mi fecha de nacimiento; pero a fe mía que toda mi vida he sido un anciano. Mi recuerdo más temprano es de cuando cantaba junto a la iglesia de Bartring, mendigando monedas de medio penique para un bellaco despernado que respondía al nombre de Patcher y que decía ser mi padre; yo estaba medio muerto de frío y a punto de fenecer de hambre (pues maldita si yo veía una corteza del pan que Patcher compraba con mis ganancias) y la razón por la que lo recuerdo es que si quería seguir con vida tenía que cantar o desplomarme sobre la nieve, mas no osaba despegar los dientes por miedo de que el castañeteo echara a perder la canción. No me cabe la menor duda de que el viejo Patcher era maestro de música, pues cuando desentonaba un ápice, él me afinaba la voz apaleándome con su muleta de nogal. Muchos son los laudistas capaces de tocar con los ojos cerrados, mas me jugaría algo a que es raro el tenor capaz de entonar un villancico con las quijadas pegadas.

Y con todo, vaya si cantaba, y tan cierto como el Evangelio que jamás me lamenté de mi suerte ni maldije a Patcher en mi fuero interno; a decir verdad, no fue su crueldad lo que me hizo jurarme que me separaría de él, sino los errores en que incurría cuando tocaba el laúd para acompañar mis canciones. Unos inviernos después, estando yo más fuerte y él más débil, faenábamos en el mercado de Newgate en medio de una ventisca; tenía Patcher los dedos tan entumecidos que tocaba como hubiera podido hacerlo yo sirviéndome de los dedos de los pies, y tan ultrajante era el sonido a mis oídos que, inflamado de pasión, cogí la muleta de nogal y le aticé con ganas en la cabeza. ¡Así repetía el discípulo su lección!

—¿Entonces lo matasteis? —preguntó Ebenezer.

—No me quedé a averiguarlo —rio McEvoy—. Cogí su laúd y salí huyendo. Pero el mercado de Newgate estaba casi desierto y hacía un frío que pelaba, y aunque anduve muchos años mendigando por Londres y tocando su laúd, jamás volví a ver al viejo Patcher. Así acabó mi aprendizaje: engrosé las filas de los que se ganan la vida en plena calle, en calidad de músico ambulante y maestro de mendigos, y desde entonces hasta el día de hoy he sido mi propio dueño.

—¡Desdichado infante!

McEvoy se sorbió los mocos.

—Así se expresa el poeta virgen.

—No, John; pese a todas vuestras cuitas seguíais siendo un inocente rodeado de lobos.

—Decid más bien que era un lobezno entre fieras adultas, y añadid que no se me daba mal. La virginidad la perdí entre las putas que me curaron de mis achaques infantiles, pero la inocencia jamás la perdí, como tampoco el miedo ni la fe en Dios y en los hombres, por la sencilla razón de que no se puede perder lo que jamás se ha poseído. Tocaba por las tabernas, a fin de procurarme comida y cama, y cuando precisaba dinero…, pero no es ninguna novedad para el Laureado decir que el verdadero artista no ha menester ser agraciado para que de él gusten las damas; su talento le sirve de rostro, plaza y gracia, todo en uno, y aunque sean sus progenitores un mendigo sin piernas y una puta borracha, si su arte tiene el poder de conmover, duques lo agasajarán con buenas cenas y buen vino, y tendrá a su alcance las rodillas de marquesas mozuelas. En resumidas cuentas, cuando me aficioné a inventar melodías, invertí en el amor de mujeres acaudaladas…

—¡Que invertisteis! —exclamó Bertrand, que hasta aquel momento no había mostrado interés por la historia—. ¡Rara inversión, pues que paga en efectivo sin que haya capital!

—No, no me malentendáis —dijo McEvoy con seriedad—. Mi capital era el tiempo, el tiempo precioso y perecedero que uno desperdicia cortejando a las mujeres; y asimismo se me pagaba con tiempo: horas que yo compraba cantando para procurarme el sustento, o desempeñando los centenares de menesteres ruines que los pobres se ven forzados a ejercer. Era una inversión como cualquier otra, y yo la elegí por una razón propia de un buen comerciante: en términos de tiempo perecedero, era lo que más beneficios derivaba de mi capital.

—Con todo es menester que reconozcáis que ello implicaba falta de sensibilidad —atreviose a decir el poeta.

—Como sucede con cualquier negocio honrado —insistió McEvoy—. Si los corazones recibían heridas, pues qué, tratábase de heridas autoinfligidas; yo nada prometía, cumplía luego con ello y no sabía más.

—Mas sin duda Joan Toast…

—Yo no he dicho nada de Joan Toast —dijo el irlandés en tono reprobatorio—. Mi negocio lo ejercía entre las esposas e hijas de los ricos, que dan en llamar a su comercio mecenazgo y son muy dadas a fornicar en nombre de la noble causa del arte. Joan Toast era una picaruela que no tenía un céntimo, como yo, y además era, a su modo, una artista, sólo que sus instrumentos eran diferentes de los míos.

—¡Ja! ¡Bien dicho! —exclamó Bertrand. Ebenezer no hizo ningún comentario.

—Tenía yo dieciocho años cuando la conocí: había contratado sus servicios un noble joven y corrompido, cuya esposa, para no ser menos, había contratado los míos. Sentámonos los cuatro a la mesa y dimos cuenta de unos faisanes regados con vino del Rin. En todo semejábamos dos parejas de recién casados, cosa que satisfacía sobremanera la imaginación de milord. Lo cierto es que en cuanto se le subió el vino a la cabeza dio el marido en hacer proposiciones deshonestas, una detrás de otra, cada cual más contra natura que la anterior. Y como la perversión, al igual que el refinamiento, es como un arco, que si se dobla en demasía vuélvese contra sí mismo, hacia el final de la velada lo que más excitaba a aquel bellaco era la idea de llevarse a su propia esposa a la cama. Deshiciéronse al unísono de Joan Toast y de mí, y como el único pago recibido por nuestros servicios había sido la cena, celebramos la noche en el pequeño aposento que tenía ella cerca de Ludgate. Ya por entonces, y contaba diecisiete años, encerraba Joan en su alma el conocimiento del mundo: tenía la frescura y la fuerza de ánimo de un potro pura sangre, pero su mirada tenía tantos años como los que hace que existe la lascivia, y en sus ademanes conteníase la historia de la raza. No era de extrañar que milord la deseara: era Joan el elixir de su sexo y quien con ella holgaba no holgaba con una mujer, holgaba con la quintaesencia de lo femenino. Nos pasamos varios días en su cámara; encargábamos que nos trajeran comida, hasta que nos quedamos sin blanca; cuando volvimos juntos a la calle habíamos cerrado cierto pacto que duró hasta la noche de vuestra apuesta con Ben Oliver.

—Hablando en lenguaje llano —observó el capitán—, que erais su alcahuete.

—Dicho aún más llanamente —respondió McEvoy sin titubear—, nosotros éramos a las artes del amor lo que las manos del laudista a su música: juntos, cada uno en su cometido, éramos capaces de hacer temblar la bóveda del cielo; todo lo demás era el vulgar negocio de sobrevivir, para lo cual se recurría a los medios más expeditivos, cualesquiera que estos fueran. Tenía tan poco interés por oponerme a los apaños de Joan como por detener el curso de la historia o cavilar acerca de las trayectorias que siguen los astros.

—A pesar de todo eso —comentó Bertrand— no estáis más cerca de Maryland que cuando partisteis, y esta noche no va a durar eternamente.

—Dejadle que prosiga —dijo el capitán—. En situaciones tan críticas como la nuestra se trata de elegir entre prestar oídos a una historia o abandonarse al temor y el estremecimiento.

—Sí, John, proseguid —alentole Ebenezer—. ¿Cómo supisteis que Joan Toast se vino en pos de mí? ¿Y cómo fue que caísteis en manos de Tom Tayloe?

—¡Tayloe! ¿Os habéis enterado de lo que nos pasó a Tom Tayloe y a mí?

Ebenezer refirió las circunstancias en que había conocido al corpulento traficante de siervos. McEvoy regocijose sobremanera; a decir verdad, rio con tanta gana cuando supo que Tayloe había quedado ligado mediante contrato de servidumbre al tonelero William Smith, que más parecía que le estuvieran contando la historia en Locket’s, y no en un calabozo, al punto que el capitán viose movido a decir:

—Paréceme, señor, que es él quien debiera alegrarse y no vos; al fin y al cabo se ha llevado la mejor parte.

—Así es en verdad —convino Ebenezer—. Mas aun cuando no nos bailáramos en la antesala de la muerte, sería impropio que nos burláramos del infortunio de ese pobre hombre.

McEvoy volvió a reírse.

—¡Cuánto humanitarismo engendra la muerte! Se os ha olvidado que Tom Tayloe es un bribón que nada vale, alguien que convertía en presas suyas a amos y criados por igual.

—Tal vez fuera un bribón —reconoció el poeta— y se mereció la chanza de que le hicisteis objeto; pero su tiempo no es menos perecedero que el nuestro, y despojarle de cuatro años es llevar la broma demasiado lejos —el poeta suspiró—. ¡Vive Cristo, cuando pienso en las semanas y meses que he desperdiciado! ¡Cuán perecedero y precioso es el tiempo! ¡Lamento cada día que no paso escribiendo poesía!

—Y yo cada noche que dormí solo en Londres —dijo Bertrand con fervor.

—En cuanto a eso —dijo el capitán—, ¿qué más da que el hombre viva siete años o setenta? Sus años son un parpadeo en medio de la eternidad e importa una higa cómo los pase (ya sea gobernando barcos, escribiendo poesía, erigiendo ciudades o quemándolas), porque a la postre, cual la mosca efímera perece al rendir el día, en tanto las estrellas siguen su derrota como si tal cosa. ¿Qué pérdida o ganancia importan sus esfuerzos? Tanto da que se haya pasado el tiempo en cama o con el trasero en lo alto de una banqueta.

Aunque al oír aquellas palabras se revolvió incómodo, pues le recordaba el estado mental que se apoderara de él en Magdalene College y en Pudding Lane, Ebenezer reafirmó su fe en el valor del tiempo humano, argumentando, tras establecer una analogía entre las piedras preciosas y los metales, que el valor de las mercancías es proporcionalmente inverso a la oferta toda vez que la demanda permanezca constante, de modo que el tiempo mortal, cuya oferta es infinitesimal y su demanda, virtualmente infinita, es, por consiguiente, infinitamente precioso para los mortales humanos.

—¡Esta sí que es buena! —exclamó McEvoy con impaciencia—. Me recuerdan vuestras mercedes a un par de niños que vi una vez en la feria de san Bartolomé, haciendo cola para montar en un carrito rojo tirado por un pony…

No se molestó en explicar aquella figura, pero Ebenezer la entendió inmediatamente, o creyó entenderla, pues dijo:

—Tenéis razón, McEvoy; no media disputa ninguna entre el capitán y yo. Me acuerdo del día en que mi hermana y yo cumplimos cinco años y se nos concedió una hora más entre el baño y el momento de acostarnos. La señora Twigg le daba la vuelta al reloj de arena, allá en la habitación destinada a nuestros juegos; por espacio de una hora podíamos hacer lo que nos viniera en gana, pero cuando la arena terminara de caer había que acostarse sin demora. A fe mía que aquella hora nos parecía un tesoro. ¡Había tiempo para infinitos placeres! Sacábamos la baraja y nos echábamos alguna partida…, pero todos los juegos nos parecían demasiado estúpidos como para que merecieran que se les dedicara aquella hora prodigiosa. Yo me prometía construir un castillo con las piezas de un juego y Anna se aprestaba a dibujar tres soldados en un papel, pero ninguno de los dos era capaz de prolongar su cometido demasiado tiempo, pues dábamos en pensar que el otro había elegido más sabiamente, de modo que enseguida nos cambiábamos los papeles, pero seguíamos igual de insatisfechos. Revolvíamos desesperadamente nuestros juegos y juguetes (ninguno de los cuales había llegado a divertirnos por espacio de una hora en el transcurso del día) y no dábamos con uno que nos satisficiera… ¡Y entretanto el reloj seguía discurriendo! Exceptuando aquélla, tan valiosa y rigurosamente medida, a cualquier otra hora nos contentábamos con hablar o contemplar el tráfago del mundo desde la ventana de nuestro cuarto, pero si me daba por decir «adivina adivinanza», Anna rompía al punto a llorar y enseguida yo me unía a ella. Y, sin embargo, nuestras lágrimas no lograban aliviar un ápice la desesperación que sentíamos; antes al contrario, la aumentaban, pues en tanto llorábamos, la hora se nos iba. Téngase en cuenta que a nosotros jamás nos pareció una desgracia el momento de acostarnos, pero aquella arena era como nuestra propia sangre que se nos estuviera yendo por una herida; nos sentábamos y llorábamos en viéndola caer, y el resultado era que los dos nos poníamos malos y nos daban náuseas, así que la señora Twigg nos llevaba a la cama cuando aún nos quedaba un cuarto de hora en el reloj.

—¿Lo cual nos enseña…? —preguntó McEvoy.

—Lo cual nos enseña —respondió Ebenezer con pesadumbre— que del hecho de que somos mortales no puede inferirse nada que pueda guiar nuestra conducta. No obstante, si Malden fuera mío, yo dejaría en libertad a Tayloe.

—Pero en el ínterin yo puedo reírme de él cuanto me plazca —añadió McEvoy—, lo cual (maldita sea la filosofía) es lo que haría en cualquier caso. ¿Queréis oír mi historia, sí o no?

Ebenezer aseguró que sí, aunque de hecho su interés por las aventuras de McEvoy menguaba a cada minuto que pasaba, y en su fuero interno pensaba que su propia digresión guardaba una relación más estrecha con la desgracia que a todos ellos afectaba.

—Muy bien —principió a decir el irlandés—; pues es el caso que inicialmente yo no tenía la menor intención de venir a Maryland. Cuando me dejó Joan Toast yo sabía que todo había terminado entre nosotros (como vos sabéis muy bien es su costumbre darlo todo o nada), mas para un amante desesperado no hay necedad lo bastante grande ni ningún hecho adverso es lo suficientemente obvio como para que la esperanza no lo pinte con sus propios colores. Abreviando, temí que le diera por seguiros a Maryland y, a fin de interceptarla, alójeme en la posta y dándome grandes aires dije a quien me quiso oír que yo era Ebenezer Cooke, el Laureado de Maryland…

—¡Pardiez, otro más! —exclamó Ebenezer—. ¡Maryland está infestada de Poetas Laureados!

—¡Fue una impostura insensata! —dijo McEvoy de buen humor—. Sólo el cielo sabe qué habría hecho si Joan me hubiera venido a buscar. Mas en todo caso mi ejercicio duró un tiempo portentosamente breve: apenas había hecho un brindis general en honor de la musa de Maryland cuando irrumpió en el lugar una reata de brutos diciendo no sé qué de un libro de cuentas que habían robado, y cuando les dijeron que yo era el caballero Eben Cooke, poeta, al punto me llevaron a prisión.

—¡Vaya, hombre! —rio Bertrand—. Henos aquí, señores, que se aclara un misterio que desde hace muchos meses me atormentaba cada vez que se me venía a las mientes. Cuando llegué a la posta buscando ocultarme del cuchillo de Ralph Birdsall (¡ojalá lo hubiera padecido y fuera ahora eunuco vivo, en vez de hombre muerto!)… Lo que quiero decir es que cuando pregunté por el Laureado dijéronme que se lo habían llevado a la cárcel. Aquella tragedia fue lo que me inspiró la idea de ocupar su lugar e irme a Plymouth; sin embargo, cuando el amo Eben me encontró a bordo del Poseidón, juró que a él jamás le habían puesto la mano encima los hombres de Ben Bragg y pensó que yo era un mentiroso. ¿No me absuelve esta noticia, señor?

—No temas por eso —repuso el poeta—. Está la jornada demasiado avanzada como para que haya lugar a algo distinto de una absolución general. Todavía hay en el texto de tu lindo cuento algunas pequeñas lacunae, valga la expresión…, pero dejémoslas pasar. ¿Qué hicisteis luego, McEvoy? Espero que no os retuvieran demasiado tiempo por causa de mi pequeño hurto.

—Sólo hasta la mañana siguiente —dijo McEvoy—, cuando apareció Bragg y vio que el pez que habían pescado no era el que él quería. A aquellas alturas a mí me quedaban pocas ganas de seguir haciendo tonterías; decidí abandonar la búsqueda de Joan e iniciar la ímproba tarea de olvidarla. Volví a mis antiguas andanzas entre gentes de dinero, pero aunque tuve algún éxito al principio, los años que pasé con Joan Toast habíanme inutilizado para aquella labor: tal vez las damas detectaban en mí cierto desdén cuando holgaba con ellas, o acaso pareciérales descubrir un punto de frialdad en mi voz… Sea como fuere, pronto me quedé sin empleo y enseguida vime obligado a tocar el laúd por las esquinas a fin de ganarme la vida. Volví al muelle de Botolph, a Steel Yard y al mercado de Newgate, donde había empezado. Lo que ganaba gastábalo en putas, mas sin sacarle provecho: cuando un hombre ha holgado mil noches con su amada y con ninguna otra mujer, acaba por conocerla con todos los sentidos de la coronilla a los pies: conoce cada músculo, cada poro, cada suspiro, cada movimiento de sus miembros; conoce su corazón y su ánimo como a los suyos propios. Ponedle al lado a otra moza, aun en la oscuridad, y al punto le extrañará de ella hasta el aire que desplaza; la simple presión que ejerce su cuerpo sobre el jergón resultárale ajena a sus sentidos; le sobresaltará incluso su forma de respirar, tan distinta en ritmo y timbre. Ella extiende una mano ardiente: él retrocede como si fuera la zarpa de una bestia silvestre. Júntanse los pies, ¡vive Dios, cuánta torpeza! Si antes los brazos abrazaban, dan ahora codazos o no encuentran dónde apoyarse; si antes las piernas se entrelazaban, ahora se enredan; los amantes no aciertan a ajustar las barbillas y las narices. Antes él la acariciaba; ahora le da un empellón en las costillas o le araña con un padrastro. Una palabra o un gesto amoroso de ella lo sorprenden: siéntese acobardado, o inexperto como un muchachuelo; dispara la salva antes de que el ayuntamiento haya culminado debidamente. En resumidas cuentas, aunque él había sido para su amada un intérprete consumado del laúd, ahora antojásele que está a horcajadas sobre un violoncello y que no sabe distinguir el mástil de la abertura; no pulsa una cuerda a derechas, coloca los dedos a ciegas, sin saber qué hacer con ellos, y a la postre, luego de mucho tocar, lo único que saca es un dolor de cabeza.

A pesar de la postura que veíanse obligados a adoptar, todos los circunstantes regocijáronse con aquella alocución; el irlandés, a su vez, reanudó el discurso con voz sobria:

—Como viera que las putas no eran la medicina que yo precisaba, dediqueme al ron, y cada noche me anegaba en el olvido. Mis manos eran cada vez más torpes con el laúd, mi voz, más turbia y cascada. Embotóseme el oído y cada noche había menester de más ron que la noche anterior, de suerte que al poco fueme imposible mendigar lo imprescindible para seguir bebiendo, y vime forzado a recurrir al robo si quería alcanzar mis fines. Una noche (habíanse cumplido tres meses de vuestra partida) un marinero me dio un chelín y pidiome que le cantara «Joan ha perdido su prenda», y cuando hube concluido se mostró tan complacido que me atiborré de ron a sus expensas. Colegía yo que albergaba algún extraño designio… y bien poco me importaba, con tal de que me dejara beber hasta hartarme. Mas estaba equivocado…

—Entonces que Dios os asista —musitó el capitán—. Ya adivino lo demás: ¿Desaparecisteis de allí como por ensalmo?

—Me desplomé sin sentido en alguna taberna cerca de Baynard’s Castle —dijo McEvoy—, y desperteme cargado de grillos en el entrepuente de una nave. Al principio no tenía idea de hacia dónde navegábamos o con qué fin me habían secuestrado, pero pronto algunos de los que allí estaban (los cuales iban sin grilletes) afirmaron que éramos redencionistas y que nuestro destino era Maryland, y explicaron que no era infrecuente que cierta ralea de capitanes completara su carga con ratas portuarias como yo y otra media docena de individuos que cuando despertaron viéronse encadenados a una nave.

»Al poco tiempo el primer oficial nos dirigió un discurso que en sustancia venía a decir que estábamos en deuda con él, pues nos había salvado del libertinaje y nos llevaba sin cobrar a unas tierras donde podríamos reconstruir nuestras vidas; dijo luego que si había entre nosotros alguien que hiciera honor a aquella obligación y se comprometía a actuar conforme a la misma, al punto se vería libre de los grilletes. Los demás contentáronse con soltar improperios a cada promesa en falso que se les hacía, mas cuando reparé en que aquel primer oficial tan pío era el mismísimo bellaco que se había burlado de mí la noche anterior, solté tal andanada de denuestos que me dio de puntapiés en la boca, dejándomela maltrecha, y juró tenerme ayunando hasta volverme virtuoso o dar conmigo en los infiernos antes de que acabara la travesía.

—Ahora bien, un hombre como yo, huérfano y mendigo de toda la vida, y tan insensible a la vergüenza como a la pobreza, es la persona más libre que os podáis topar jamás y nadie ha de extrañarse de que sea en extremo celoso de su libertad. Cierto es que no hacía mucho que me habían encarcelado por haber cometido hurtos de poca monta y que otro tanto había ocurrido, antes de aquello, cuando me hice pasar por el Laureado; pero en ambas ocasiones mis malas acciones habían dado conmigo en la cárcel, y siendo así que por libertad se entienden los derechos individuales, el ser justamente encarcelados por la comisión de un delito no entraña la pérdida de la libertad. Por el contrario, no hay mayor atentado contra la libertad que cargar a nadie de grilletes en contra de su voluntad y sin causa justa, y los que se avinieron a hacer aquel escandaloso juramento que los libró de las argollas, lejos de ganar libertad ninguna, no hicieron sino ceder la más cara de las libertades: el derecho a sublevarse contra la injusticia.

—Mucha sabiduría encierra lo que decís —observó Ebenezer, notablemente impresionado por las palabras de McEvoy, y nuevamente adoptando una actitud humilde, no sólo porque sospechaba que en circunstancias similares él no habría dado muestras de una integridad semejante, sino también porque había llegado al convencimiento (no menos inquietante por el hecho de que en aquellos momentos fuera irrelevante) de que McEvoy era mucho más digno de Joan Toast que él, y siempre lo había sido.

—Sabio o necio, tales eran mis sentimientos —dijo McEvoy— y a pesar de que en los días sucesivos probé el sabor del cuero de las botas de aquel hideputa con harta frecuencia, al menos no fue porque se las lamiera. Además no me hizo morir de hambre, como había prometido, bien fuera porque le cogió gusto a darme puntapiés, bien porque le repugnaba la idea de dejarme morir sin verme arrepentido. Trasladáronme del entrepuente al calabozo a fin de que mi ejemplo no diera lugar a un motín y no volví a ver la luz del sol hasta que la travesía tocó a fin y me subieron a cubierta junto con los demás.

—Momento en el cual —intervino Ebenezer—, si Tayloe dijo la verdad, os lanzasteis sin demora al río, en busca de la libertad…, sólo que os pescaron.

—Sí, y me salvaron la vida, pues comprobé, demasiado tarde, que las fuerzas no me alcanzaban ni para dar diez brazadas. Y pensándolo mejor no parecía mala elección ir con Tayloe; colegí que su cerebro era tan porcino como sus modales, y supuse que no me costaría gran cosa engañarlo llegado el momento oportuno. Ojalá mi amigo Dick Parker hubiera sido menos imprudente…, pero yo no os he hablado de Dick Parker, ¿verdad? En conclusión, caballeros, troqué a Tom Tayloe por un caballo, como ha dicho Eben —por cierto, que era un penco de lo más baqueteado, aunque valía más que veinte traficantes de criados juntos— y en cuanto supe que me hallaba en Maryland adopté la resolución de encaminarme al Puntal de Cooke con el solo fin de tener la satisfacción de saber que Joan se encontraba allí por propia voluntad y que le iba bien. —McEvoy se rio—. ¡Bah! ¿Qué necedad es ésta? ¡Me puse en camino con la esperanza de verla harta de inocencia! Sabía que mi triste condición despertaría su piedad y rezaba porque confundiese la piedad con el amor. Tratábase de un deseo desesperado y resultó ser falso en dos aspectos: vi que su condición era mucho más lamentable que la mía, pero además, ni la sífilis, ni el opio, ni la crueldad, ni el mismísimo rostro de la muerte (¡y muchísimo menos la piedad!) habían logrado apartarla de la ruta que se había trazado.

»No me quedé mucho tiempo. Supuse que Tom Tayloe pondría el país patas arriba tratando de dar con el fugitivo que se la había jugado. Decidí dirigirme a Virginia, suponiendo que fuera capaz de llegar allá, o a Carolina, y acaso enrolarme en un barco pirata. Con tal fin me junté con un esclavo negro que se había fugado y al que me encadenaron en el entrepuente de la galera. Era de los principales lugartenientes de Parker, respondía al nombre de Bandy Lou y hablaba un inglés macarrónico. El tenía la idea de que nos dirigiéramos a la isla de Bloodsworth, pues habíamos oído decir que estaba plagada de fugitivos como nosotros. No sabíamos que a los hombres blancos les profesaban el mismo amor que siente el diablo por el agua bendita, y cuando lo descubrimos era demasiado tarde: a Bandy Lou lo recibieron como a un hermano, pero a mí, por más que Bandy intercedió, me ataron y me arrumbaron a la espera del día…

—¡Alto ahí! —interrumpió el capitán—. ¿Qué es lo que oigo?

McEvoy dejó la frase sin concluir y los prisioneros aguzaron el oído. Desde los lejanos pantanos llegó una serie de gritos estridentes cual graznidos de cuervo, a los que el centinela de la choza respondió de modo semejante.

—Nuevas gentes llegan a la gran misa negra —murmuró McEvoy—. No ha dejado de llegar gente en toda la semana.

Repitiéronse los gritos de aviso y luego, a lo lejos, pudieron los cautivos oír un murmullo rítmico y profundo, como si numerosos hombres entonaran en voz un canto grave al compás que marchaban. El centinela dio un respingo y a grandes voces anunció sucintamente algo a la aldea dormida; inmediatamente iniciose una agitación en las cabañas. La gente hablaba e iba de un lado a otro de la plaza; oíanse órdenes tajantes y el seco crujir de nuevos troncos que arrojaban a la hoguera. Entretanto el cántico hacíase cada vez más nítido y sonoro.

—A fe mía que jamás he oído una canción india como ésta —musitó el capitán.

—No, a juzgar por el tono y el ritmo es cántico de negros —repuso McEvoy—. Muchas veces he oído cantar así a Dick Parker y a Bandy Lou allá en la galera, y los africanos de los alrededores han hecho otro tanto estas últimas noches. ¡Vive el cielo que se ponen los pelos de punta! Paréceme que no son buenas noticias para nosotros.

—¿Y eso por qué? —preguntó, lacónico, Ebenezer.

—Estas gentes andaban a la espera de que sus dos jefes principales lograran atravesar la bahía a escondidas —dijo McEvoy—. Uno de ellos es el caudillo de los negros y el otro es el más poderoso de los reyes salvajes que ha destronado el gobernador. Todo eso lo sé por Bandy Lou, que me lo contó hace unos días, hablándome en voz baja a través de las paredes de esta choza. Antes nunca habían tenido la osadía de cantar tan alto. Me jugaría algo a que sus majestades han entrado en el poblado y está a punto de empezar el circo.

Y, en efecto, al tiempo que los recién llegados iban adentrándose en el villorrio en fila india, los aldeanos entonaban cánticos, proferían gritos salvajes, batían tambores para recalcar el ritmo y (a juicio de los prisioneros, que sólo podían basarse en lo que oían) dieron comienzo a una enérgica danza en derredor del fuego. Bertrand se tragaba el aliento y gemía, y a Ebenezer le empezaron a temblar involuntariamente las extremidades. Ni siquiera McEvoy logró mantener del todo el control, sino que dio en entonar maldiciones y juramentos con voz susurrante, cual si estuviera recitando padrenuestros entre dientes.

Sólo el capitán Cairn conservó la calma.

—Sería de locos aguardar a que nos den tormentos —afirmó con serenidad—. Al final del concilio somos todos hombres muertos, ¿a qué entonces padecer diez veces más sólo por aumentar su disfrute pagano?

—¿Qué es lo que proponéis? —demandó Ebenezer—. ¿El suicidio? Creo que de buen grado dispondría de mi propia vida.

—Carecemos de medios para hacer tal cosa por nosotros mismos —dijo el capitán—. Mas tal vez siga estando en nuestras manos el morir con celeridad o de uno en uno. Si nos sacan ahí fuera tal como estamos, entonces no hay esperanza, mas si nos atan unos a otros por el cuello y nos sueltan los pies a fin de que podamos caminar, como hicieron antes, entonces debiéramos echarnos a correr todos de consuno y rezar para que nos detengan con flechas y lanzas.

—Jamás resultaría —dijo McEvoy, burlón—. Se limitarían a echarnos otra vez el guante y se aprestarían a trincharnos con sus cuchillos.

Bertrand soltó un gemido.

—Además —agregó McEvoy—, yo soy católico, bien que no modélico, y en ningún caso voy a poner fin a mi vida.

—Entonces hay un plan mejor —dijo el capitán— en el que podéis ayudarnos sin menoscabo de vuestra fe. Estamos atados de pies y manos, mas aún podemos mover libremente las rodillas: si el criado del señor Cooke coloca el cuello entre las piernas de su amo y yo pongo el cuello entre las vuestras, pereceremos ambos sin demora, poniendo así punto final a nuestras desdichas. Haced luego vos otro tanto por el señor Cooke, una vez él haya acabado, y así quedáis listo para que los indios os den muerte como gustéis. ¿Qué decís a eso?

—¡Vive Dios! —susurró Ebenezer; aunque le aterraba la propuesta de aquel hombre, le costaba trabajo negar que era menos doloroso ser estrangulado que castrado y quemado vivo.

Con todo, no se vio obligado a elegir; pronto cesaron las celebraciones y amaneció el día sin que los prisioneros fueran importunados. Demasiado desasosegados para sentir un gran alivio, contemplábanse unos a otros en silencio (McEvoy, observó Ebenezer, había perdido la cuarta parte de su peso y unos cuantos dientes, y a la fuerza habíase dejado barba) y por demás ya nunca volvieron a estar tan comunicativos como aquella primera noche. Transcurrieron los días (dos, siete, diez) y aunque jamás se permitió a los prisioneros que salieran de la choza, ellos podían oír el tráfago de la aldea, que se iba acrecentando día a día.

—¡A fe mía que parece un concilio de cardenales! —dijo McEvoy.

Nadie volvió a mentar la propuesta del capitán, mas todos debían de tenerla presente, como ocurría con Ebenezer, pues cuando una mañana oyeron que una especie de delegación se acercaba hasta su guardián, todos, como un solo hombre, contuvieron el aliento y se pusieron rígidos.

—¡Deprisa! —urgioles el capitán—. ¡Han venido a llevarnos!

—Pues que nos lleven —masculló McEvoy—. Yo no soy ningún asesino.

En aquel preciso instante alzaron el pellejo que hacía las veces de puerta de la choza: penetró un aire frío y divisáronse las luces danzantes de la hoguera. Todos pudieron ver las hiératicas siluetas negras de los hombres, recortadas contra la luz grisácea del amanecer.

—¡Entonces vos, en el nombre de Dios! —El capitán se arrastró, retorciéndose, en dirección a Ebenezer; tenía la voz chillona—. ¡Os lo suplico, señor, estranguladme ahora, en este instante, antes de que nos pónganlas manos encima! ¡Vamos, deprisa, por el amor de Dios!

Retorciéndose aún, pasó por encima de Bertrand y llegó junto a las rodillas del poeta. A Ebenezer le faltó voz para negarse; tan sólo pudo hacerlo con la cabeza. Mas aun cuando los dos hubieran querido y podido, no hubo tiempo para ejecutar aquella acción: las siluetas negras se acercaron e inclinaron sobre ellos; negras manos los asieron por las piernas y los tobillos; voces negras reían ahogadamente y emitían sonidos guturales. Uno a uno los aterrados hombres blancos fueron arrastrados al exterior por los talones.