—¡Juro que es cierto como el Evangelio! —insistió Bertrand—. No hay mejor lugar para ponerse al corriente de noticias que la taberna de Saint Mary, y estos últimos meses he andado con los ojos y las orejas muy abiertos. Era conocimiento común entre sus sicarios que Tim Mitchell era John Coode disfrazado y ahora vos me decís que el amo Burlingame y Tim Mitchell son la misma persona. ¡A fe mía que debiera haberlo adivinado antes! ¡Si tienen la misma estampa!
Ebenezer meneó la cabeza.
—¡Esa es una aseveración que no dista en demasía de lo inverosímil! —No obstante, el poeta mostróse indignado, como hiciera en otras ocasiones en las que el sirviente había difamado a su antiguo tutor.
—¡No, señor, creedme; está tan claro como las sumas de un colegial! Pensadlo bien: ¿Dónde oísteis hablar del canalla de John Coode por vez primera?
—Se lo oí mencionar a lord Baltimore antes de mi partida —repuso Ebenezer—. Es decir…
—¿Y cuándo dio Coode principio a sus facciones y rebeliones en la provincia? ¿No fue por ventura el mismo año en que Burlingame llegó a estas tierras? ¿Y no es asimismo cierto que siempre que el amo Burlingame se encuentra en Inglaterra os dice que Coode también se encuentra allí?
—Pero el cielo prohíba…
—¿Creéis por ventura que el amo Burlingame iba a ser capaz de hacerse pasar por Coode ante Slye y Scurry siquiera por espacio de dos minutos, no digamos ya efectuar una travesía de tres meses en compañía de ellos? ¡Imposible creerlo!
—Con todo, está dotado de un talento portentoso para los disfraces —protestó el poeta.
—¡A fe mía que lo tiene, sí! Por lo que os he oído decir a vos y a otras gentes, se ha hecho pasar por Baltimore, Coode, el coronel Sayer, Tim Mitchell, Bertrand Burton y Eben Cooke, por no mencionar a otros, y aún no ha sido descubierto. Mas, decidme: ¿cuál es el mayor talento de Coode sino precisamente ése? ¿No ha representado los papeles de cura católico, ministro protestante, general y no sé cuáles más? ¿No tiene acaso por costumbre viajar siempre de incógnito hasta el punto de que ni sus propios lugartenientes conocen bien su rostro?
—¡Pero fue tutor mío por espacio de seis años! ¡Yo lo conozco! —Al tiempo que las pronunciaba, Ebenezer comprendió la gran falta de verdad que había en sus palabras.
Aunque siguió meneando la cabeza como con incredulidad, a sugerencia del capitán abandonó la idea de volver a la posada para dejar un recado, y la barca de pesca siguió su curso, río Saint Mary abajo.
—¡Todo esto es sumamente cambiante y confuso! —exclamó Ebenezer, quejumbroso, al cabo de un rato, después de que Bertrand y él se fueron al lado de barlovento, retirándose a un minúsculo camarote situado a espaldas del mástil. Pensaba no sólo en Burlingame y en la transmutación de valores que habían experimentado lord Baltimore y Coode merced a los persuasivos argumentos que había desplegado su antiguo tutor aquella mañana (transmutación que después de la aseveración de Bertrand cobraba un aspecto sumamente autoinculpatorio), sino en que también Bertrand, John McEvoy y prácticamente todo el mundo habían padecido cambios semejantes—. ¡Nadie es quien ni lo que yo creo que es!
—Pasan muchas cosas —asintió crípticamente el criado— que a gentes como vos y como yo se nos escapan. Maldita sea si las cosas son lo que aparentan.
—¡Vive Cristo! —Ebenezer, exasperado, empezó a hacerse conjeturas—. En primer lugar, ¿yo cómo sé que la persona con la que he viajado es Burlingame, siendo así que cada vez que vuelvo a encontrármelo todo en él es distinto, desde su rostro hasta su filosofía? Tal vez Burlingame haya muerto hace seis años, o sea prisionero de Baltimore, o de Coode, y todos los demás no son sino meros impostores.
—No es imposible —admitió Bertrand.
—¿Y qué me dices de esta guerra a muerte entre Baltimore y Coode? —Ebenezer rio desabridamente—. ¿Cómo saber quién tiene razón y quién no? ¿Cómo saber siquiera si se trata de una guerra? ¿Qué me impide afirmar que están en connivencia y que todas estas muestras de insurrección no son sino un velo que pretende ocultar una terrible alianza?
—A decir verdad no me sorprendería ni un ápice. Jamás me ha inspirado confianza ese jacobita de Baltimore y otro tanto me ocurre con el amo Burlingame.
—¿Jacobita dices? ¡Pardiez que estás hecho un rústico patán! ¿Crees acaso que el rey Guillermo no está secretamente tan coaligado con Jacobo como lo está con Louis o con el papa de Roma? ¿No es por ventura una verdad reconocida que la historia la escriben los apretones de mano en secreto antes que ningún parlamento del orbe?
—Si los hombres honrados lo supieran, se llevarían una gran sorpresa —musitó el criado. Sin embargo, inquieto, cambiose de postura y miró fijamente al cielo, que estaba cada vez más bajo.
—¡A fe mía que eres un sabio de más envergadura que Sócrates, amigo mío! Estos dichos tuyos debieran inscribirlos con letras de oro en los entablamentos de los edificios públicos, a fin de que nadie los olvidara. ¿Qué sino la inocencia infantil de la masa tiene convencido al común de los mortales de que el burdel no es el sostén de la Iglesia o de que Dios y Satanás no se dan la mano dentro de la misma redoma?
—¡Ah, señor, ahora vais demasiado lejos! —El tono de Bertrand era sigiloso—. Hay cosas que sabéis con la misma claridad que sabéis cómo os llamáis.
Ebenezer rio de nuevo, como lo liaría alguien que padece un acceso febril.
—¿Así pues crees verdaderamente que la persona con quien hablas es Eben Cooke? ¿Cómo es posible que no hayas caído en la cuenta de que yo soy John Coode?
—¡No, señor, sosegaos! —imploró el criado—. ¡Vuestras desgracias os han afectado y no sabéis lo que decís! ¡Os lo ruego, sosegaos!
Pero el poeta se limitó a sonreír más torva y amenazadoramente.
—¡A los demás les puedes engañar haciéndote pasar por un palurdo sirviente, pero a John Coode no! ¡Sé que eres Ebenezer Cooke y esta vez no vas a librarte de la muerte!
—Le diré al capitán que al punto nos lleve de vuelta a la ciudad de Saint Mary, señor —gimoteó Bertrand— y que mande llamar a un buen cirujano para que os sangre. Además, está muy avanzado el día para efectuar la travesía y, ¡santo cielo, fijaos allá, qué olas se han levantado en la bahía! Descansad, dormid… El sueño y el descanso habrán hecho de vos un hombre nuevo por la mañana, hacedme caso. Mirad a popa, señor: ¡Se está acercando un huracán de verdad! Voy a hablar con el capitán.
—¡No, hombre, vuelve acá; no haré más bromas! —Ebenezer cerró los ojos y se los restregó con el pulgar y, el índice—. Sólo estaba…, bueno, se me vino a la cabeza una imagen que había olvidado y pensé que… —Hizo una pausa, se pellizcó el antebrazo sin piedad, soltó un quejido de dolor y suspiró.
—¡Os lo ruego, señor, por allá se aproxima una terrible tormenta! ¡Este miserable juguete se irá a pique como si fuera una piedra!
—¿Así pues, tú piensas que nosotros nos encontramos de verdad aquí y que podemos hundirnos? Esa cosa que hace un momento te decía que me había irrumpido en la cabeza… tuvo lugar en Pudding Lane el pasado mes de marzo… ¡Vive el cielo, me parece que fue hace cinco años! Me habían retado a que aceptara una apuesta con Ben Oliver; el asunto de la misma era de índole obscena y yo había salido corriendo a refugiarme en mi aposento, de pura mortificación que sentía…
—¡Demonios, señor, fijaos en cómo se zarandea y encabrita la embarcación, ahora que nos hallamos lejos de tierra!
El poeta hizo caso omiso del pánico de su criado.
—Cuando me vi nuevamente a solas en mi habitación me sobrevino un ataque de vergüenza sin paliativos; sentía ganas de volver a la taberna y comportarme como un hombre con Joan Toast, mas me faltó valor para ello, y en medio de mis cavilaciones sucumbí al sueño y me derrumbé sobre el escritorio.
Las sacudidas de la nave hicieron caer a Bertrand de rodillas; el rostro se le puso blanco.
—Todo eso está muy bien, señor, pero que muy bien; pero no me queda más remedio que darle una voz al capitán y pedirle que dé la vuelta… Ya recogeremos a la señorita Anna en otra ocasión, cuando el tiempo esté despejado.
Ebenezer afirmó que irían a recogerla entonces y siguió adelante con sus reminiscencias.
—De lo que acabo de acordarme —dijo— es de cuando Joan Toast llamó a mi puerta, despertándome, y de lo asombrado que me quedé al verla; yo estaba tan adormilado aún que no hubiera sido capaz de decir si estaba soñando o no, aunque me fuera la vida en ello. Recuerdo que razoné claramente, llegando a la conclusión irrefutable de que se trataba de un sueño cruel, pues en la vida real jamás se vio portento semejante. Todas mis alegrías y tribulaciones principiaron con la llamada a mi puerta, y fueron de un orden tan fantástico que dudo si no estaré aún en Pudding Lane, todavía adormilado, y me pregunto si esta horrible historia no será un sueño.
—¡Pluguiera al cielo que así fuera, señor! —exclamó el criado—. ¡Escuchad el viento, vive Cristo, y reparad en el cielo oscurecido!
—He tenido sueños que me parecieron más reales que este momento —dijo Ebenezer—, y otro tanto le sucedió a Anna en numerosas ocasiones. De niños nos sabíamos una treta: cuando ya teníamos encima a los leones de Numidia o nos habíamos despeñado de un risco de los Cárpatos, decíamos: «Esto no es más que un sueño y ahora me despertaré; esto no es más que un sueño y ahora me despertaré». Y no fallaba, nos despertábamos en la cama, allá en Saint Giles in the Fields. Más aún, solíamos preguntarnos, cuando hablábamos de noche, cada uno en su alcoba, si la vida toda y el mundo no eran asimismo un mero sueño; en numerosísimas ocasiones a punto estuvimos de comprobarlo, recurriendo a nuestro conjuro mágico, y creíamos que al despertar nos encontraríamos en un mundo donde no habría gente, ni sol, ni luna, sino tan sólo espíritus incorpóreos inmersos en el vacío. —Ebenezer suspiró—. Pero jamás nos atrevimos a intentarlo…
—¡Intentadlo ahora, señor —imploró Bertrand—, antes de que nos ahoguemos y sea tarde para conjuros! ¡Por Dios, señor, intentadlo!
El poeta se rio. Su actitud ya no era febril.
—En cualquier caso, de nada te serviría, Bertrand. La razón por la que jamás llegamos a intentarlo era que sabíamos que sólo uno de los dos podía ser el soñador del mundo (tal era la denominación que empleábamos) y nos daba miedo que, en el caso de que diera resultado y uno de nosotros se despertara en medio de un cosmos nuevo y desconocido, aquél descubriría que no tenía ningún hermano gemelo fuera de su sueño… ¿Qué beneficio te reportaría el que yo me salvara y te dejara aquí a merced de perecer ahogado?
Mas Bertrand dio en pellizcarse con ferocidad al tiempo que vociferaba: «¡Esto no es más que un sueño y ahora me despertaré! ¡Esto no es más que un sueño y ahora me despertaré!».
Su inquietud por la seguridad de la embarcación estaba justificada. El súbito vendaval procedente del sudoeste había encrespado las aguas por donde la bahía de Chesapeake se abría al mar, y era el viento más fuerte que había presenciado jamás el poeta, haciendo salvedad de la tormenta que tuvo lugar frente a Corvo, en las Azores, sólo que en esta ocasión su vida, en lugar de las doscientas toneladas y los doscientos tripulantes que tenía el Poseidón, iba a bordo de una embarcación de velas cangrejas y que no alcanzaba los cuarenta pies de eslora, tripulada por un hombre blanco y un par de negros fornidos. Ya la luz declinaba, aunque no podían ser más de las cinco de la tarde; la perspectiva de navegar cincuenta millas en medio de aquellos mares totalmente oscurecidos tenía visos inequívocamente suicidas y, al cabo, pese a sus urgentes deseos de ver a Anna, preguntó al capitán (un caballero de pelo entrecano que respondía al nombre de Cairn) si no sería mejor volver a Saint Mary.
—Eso es lo que estoy intentando hacer desde hace media hora —respondió el capitán con acritud, y explicó que ni siquiera con las velas del foque y la gavia amainadas, y la mayor triplemente arrizada, había conseguido regresar de bolina al Potomac, que quedaba a babor; tan fuertes y frecuentes eran las ráfagas de viento, que el mismísimo velamen que era preciso desplegar para efectuar el viraje habría bastado para arrancar los mástiles o hacer volcar la nave. La única alternativa era largar anclas, e incluso aquello, según dijo el capitán, no era más que un recurso provisional: de haber sido el fondo bueno para una sujeción firme, la cadena del ancla se hubiera quebrado al primer golpe de viento; por el momento la nave se arrastraba hacia sotavento a gran velocidad y pronto sería insuficiente la longitud de la cadena.
—Allá está Punta Vigía —dijo, indicando un saliente de tierra situado exactamente en la dirección de donde procedía el viento—. Es la última vez que veremos tierra hoy, o tal vez nunca.
Un temor frío adueñose de Ebenezer.
—¡Diantre! ¿Queréis decir que ha llegado nuestro fin?
El capitán Cairn irguió la cabeza.
—Nos pondremos al pairo y aderezaremos un ancla flotante; después de eso todo queda en manos de Dios.
Tras haber expresado sus sentimientos de tal guisa, el capitán y los dos negros aprestaron una pequeña vela triangular en el palo mayor y sustituyeron el inútil rezón de hierro por un ancla flotante, hecha de lona, la cual, puesto que la dirección de la marea era mar adentro, contrarrestaría la tendencia de la nave a derivar hacia el nordeste. Era cuanto se podía hacer; una vez rematada aquella labor el capitán trincó el gobernalle y refugiose con sus pasajeros en la cabina que, para desdicha de la tripulación, sólo podía albergar a tres personas. Muy pronto desapareció de la vista la Punta Vigía y, como si tal desaparición hubiera sido una señal, sobrevino la oscuridad de improviso, y el viento y la lluvia parecieron arreciar. Una tras otra las negras olas elevaban la embarcación, que luego caía con sonora violencia en la depresión que formaban las aguas; el ancla flotante, si bien impedía que la nave virara bruscamente, inclinábala considerablemente proa abajo, haciendo que por allí entraran cantidades de agua que los negros veíanse obligados a achicar sirviéndose de una rudimentaria bomba de sentina.
—¡Pobres diablos! —se compadeció Ebenezer—. ¿No deberíamos relevarlos, ocupándonos nosotros de las bombas, y dejarlos que tomaran un respiro en la cabina?
—No hace falta —repuso el capitán—. Dentro de tres horas todo habrá acabado, de un modo u otro, y entretanto así se evita que se congelen.
Lo que quería decir, conforme averiguó el poeta merced a ulteriores interrogatorios, era que si la tormenta no se alejaba, cambiaba de sentido o los hundía, la velocidad y dirección en que derivaban los llevaría al otro lado de la bahía en el transcurso de tres horas o cosa así, hasta dar con ellos, con la popa por delante, en la orilla oriental.
—En tal caso, vive el cielo que aún nos quedan esperanzas, ¿no creéis?
Incluso Bertrand, que no había dejado de temblar por causa del frío y el pavor, dio ciertas muestras de contento ante tal anuncio.
—Os queda la esperanza de ahogaros cerca de la orilla, cuanto menos —dijo el capitán—. La resaca anegará la nave en un santiamén y puede que de paso la haga trizas.
El criado volvió a sus gimoteos; a Ebenezer le hormigueaban las mejillas y la frente. Sin embargo, aunque la perspectiva de morir ahogado le horrorizaba ahora no menos que cuando hubo de recorrer la pasarela de los piratas frente a la Punta del Cedro, que distaba unas doce millas de la posición que entonces ocupaban, la idea de la muerte en si, advirtió el poeta con cierta admiración, ya no entrañaba terror. Antes al contrario: si bien él no hubiera elegido perecer, sobre todo por lo incierta que era la suerte de Anna, cuando pensaba que ya no tendría que hacer frente, verbigracia, a la pérdida de su heredad, a la cólera de su padre ni a las diversas revelaciones y caracterizaciones de Henry Burlingame, hallaba dulce aquel pensamiento. ¡Oh muerte deliciosa! Ni en las más cavilosas horas de la noche, allá en la adolescencia, cuando presa de la angustia o la fascinación interrumpía el respirar, paralizaba el cerebro y oía el rumor de la sangre en los oídos mientras se esforzaba, vertiginosa y vanamente, por suspender los latidos de su corazón…, ni siquiera entonces habíale parecido más vivificante el bálsamo del olvido.
De no ser para quejarse cuando las embestidas del agua o los bandazos de la nave cobraban una violencia extraordinaria, durante el período de tiempo subsiguiente, nadie se sintió demasiado inclinado a hablar con los demás a voces. La tormenta, aunque era de fuerza irregular, no daba muestras de ir a ceder, y en cualquier momento hubiera podido inundar el barco o hacerlo volcar sin previo aviso, dando con ellos en un mar tan frío y furioso que ni el nadador mejor dotado hubiera sido capaz de sobrevivir durante más de veinte minutos. Con todo, gracias al ancla flotante, a la labor de achique de los infatigables negros y a las virtudes marineras de las que parecía estar dotado el casco, por no mencionar a la ciega providencia, el navío permaneció al pairo y a flote ráfaga tras ráfaga y ola tras ola, y así se fue desplazando con regularidad, aunque no lo parecía, hacia babor. Al cabo de algún tiempo —que Ebenezer hubiera podido cifrar lo mismo en dos que veinte horas— el capitán dejó de acariciarse la barba e irguió la cabeza, muy atento.
—¡Un momento! —Alzó la mano, pidiendo silencio—. ¿No lo oís?
Abrió la puerta bruscamente, salió a cubierta y, corriendo el riesgo de que se le inundara el barco, ordenó a los negros que suspendieran momentáneamente la labor de achique, así como los cánticos rítmicos con que la aliviaban. Ebenezer aguzó el oído, mas, pese a que al estar abierta la puerta se magnificaba el fragor de la tormenta dejando entrar por añadidura una cantidad no exigua de lluvia y aire frío, no logró detectar ningún ruido novedoso ni tampoco alcanzó a ver nada.
El capitán dio a los tripulantes la orden de reanudar el achique, sin acompañamiento musical, y asomó la cabeza empapada al interior de la cabina.
—Hay tierra a babor, no muy lejos —anunció—. Se pueden oír las rompientes a popa.
Y tras repetir la lúgubre profecía que hiciera horas antes de que de un modo u otro pronto hallarían fin sus penalidades, desapareció en la oscuridad, por la parte delantera de la barca.
Entonces, y pese a las propuestas de Bertrand en el sentido de que prefería ahogarse en cuclillas tal como estaba antes que salir y enfrentarse al frío y al oleaje, Ebenezer insistió en que también ellos abandonaran la cabina y, nadando como mejor pudieran, trataran de salvar la vida cuando el barco se hundiera o lo desbaratara el oleaje rompiente. Vieron que la lluvia había amainado mucho, de modo que se podía abarcar con la vista la longitud entera de la nave; el viento, en cambio, ululaba con la misma fiereza que antes, batiendo contra la cresta de las enormes olas negras que se estrellaban contra el casco, estremeciéndolo. Y entonces pudieron identificar el nuevo peligro; Ebenezer lo podía oír también: un estruendo más profundo y rítmico, el del oleaje que rompía a babor.
Hacia proa, el capitán cortó la amarra del ancla flotante, cuya eficacia había disminuido con el crecer de la marea, y en su lugar largó el rezón, sin grandes esperanzas de que agarrara en el suelo cenagoso y sin rocas, sólo con el fin de que mantuviera el morro de la nave cara al viento y así retrasara el mayor tiempo posible la llegada a las rompientes. A continuación reuniose con sus pasajeros en popa y, volviendo a acariciarse la barba, quedóse escuchando con ellos el ominoso estruendo que hasta allí llegaba.
—¿Por qué no soltamos el ancla y nos dirigimos a la orilla por entre el oleaje? —inquirió el poeta—. Me parece haber leído acerca de tal práctica.
El capitán hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Yendo de popa, la ola siguiente nos haría virar violentamente, por si no lo sabíais, y además sería preciso ir bien amantillados, de lo contrario, al primer golpe de mar, la nave daría de lado o de toldilla.
El capitán no se tomó la molestia de explicar en qué consistía aquella última catástrofe, sin embargo, aconsejó a todos que se desprendieran de las botas, pelucas y chalecos, y ocuparan posiciones más o menos en el centro del barco.
—No haré tal —objetó el criado—. Si salto por la popa tendré que nadar diez yardas menos para ganar la orilla.
El capitán se encogió de hombros y repuso:
—Pues en tal caso quedaos aquí, maldita sea: podéis servirnos de contrapeso y equilibrar la barca. Pero no respondo si luego os cae toda encima y os abre ese cráneo de holgazán.
Viendo el fallo que entrañaba su razonamiento Bertrand se mostró al punto tan dispuesto a ponerse a las órdenes del capitán que, no pareciéndole bastante situarse hacia el centro, fuese hacia el extremo de la proa y tal vez incluso hubiera intentado encaramarse al bauprés, de no ser porque uno de los negros hizo la advertencia adicional, acaso en son de chanza, de que un exceso de lastre en la parte delantera podría abajar la proa, ya de por sí desequilibrada por la fuerza con que tiraban el rezón y su cadena, con lo que se correría el riesgo de que la nave se anegara.
—¡Un momento, escuchad! —interrumpió el capitán—. ¿No lo oís?
Una vez más aguzaron el oído.
—Sólo se oyen la tormenta y las rompientes, como antes —dijo Ebenezer.
—Sí, pero ya no queda a popa: ahora se oye a babor.
El capitán se situó cara a popa y señaló un punto situado a unos cuarenta y cinco grados hacia la derecha, localización invisible hacia la cual, sin duda alguna, habíase desplazado el fragor del oleaje rompiente, aunque, a lo que parecía, ahora lo tenían mucho más cerca que antes.
—¿Qué significa eso? —demandó Ebenezer—. ¿Es que ha cambiado la dirección del viento?
—Ni un punto de la brújula —dijo el capitán—. Sigue siendo suroeste y debiera habernos llevado de popa hacia la isla de Hooper. Puede que se trate simplemente de una ensenada o algún repliegue de la costa…
El capitán interrumpió sus pensamientos y envió a proa a uno de los negros, con el fin de que determinara de oídas si las olas rompían a babor o a popa. Mas sólo alcanzaron a oírlo en dirección este; luego, en dirección este-sudeste y más adelante, exactamente en dirección sudeste, como si se estuviera desplazando desde la aleta a babor; y aun cuando al principio su proximidad aparente había aumentado de manera alarmante, ahora que el estruendo les quedaba de costado, había dejado de crecer, en tanto que, hacia popa, la tormenta mostraba la misma virulencia que cuando se encontraban en medio de la bahía. Era claro que, cualquiera que fuera la costa sobre la que rompían las olas, ellos se estaban desplazando hacia babor.
—Ha sido la marea, que ha desplazado el ancla flotante —aseveró, pensativo, el capitán Cairn—. Ha detenido el retroceso, desviándonos un tanto hacia el sudoeste, lo cual equivale a decir un tanto hacia la isla de Hooper. Lo que yo supongo es que nos encontramos en el estrecho de Limbo y la rompiente aquella debe de ser una tierra pantanosa, conocida como la isla de Bloodsworth. Si en verdad esto es así…, ¡vive Cristo, dejadme pensar! —El capitán mesose las barbas con ferocidad, en tanto Ebenezer y Bertrand lo observaban, asombrados—. ¿Aún no se atisba el rompiente a popa ni a estribor? —repitioles la pregunta a los negros, que respondieron negativamente. Las grandes olas de babor seguían avanzando lentamente; ahora el ruido les llegaba claramente desde el sur (unos cuatro puntos hacia estribor) y el volumen del mismo había menguado un tanto, al igual que el encrespamiento de las aguas.
—¿Se trata de nuestra ruina o de nuestra salvación? —preguntó el poeta al tiempo que se esforzaba por recordar de qué le sonaba el nombre de aquel estrecho.
—Puede ser cualquiera de las dos cosas —dijo el capitán—. Si eso es la isla de Bloodsworth, en fin, al extremo de la misma hay una cala llamada Okahanikan, exactamente, a babor, en la cual podríamos buscar refugio; también podemos cruzar el estrecho de Limbo a la deriva y entonces podríamos probar suerte y tratar de alcanzar la costa de Dorset. Se puede apreciar que las olas son algo menores ahora que hemos rebasado ese saliente; si aquello de allá es Okahanikan y lo dejamos a barlovento pronto veremos que las olas vuelven a estar tan crecidas como antes…
—¡En ese caso busquemos la ensenada, os lo suplico! —imploró Bertrand.
—Por otra parte —concluyó el capitán, dándose un fuerte tirón de las patillas— si nos encaminamos hacia allí y no se trata de Okahanikan, o bien no damos con la parte donde las aguas son más profundas, es lo mismo que si nos estrelláramos contra la costa y nos fuéramos a pique.
—Yo digo que lo intentemos —urgiole Ebenezer—. Tanto peligro corremos de morir por causa del frío como por ahogamiento.
Y era verdad que, despojado de las botas y la vestimenta externa, jamás había sentido tanto frío. Castañeteabale su gran mandíbula; abrazándose a sí mismo, sacudiendo las piernas sobre la bamboleante cubierta, vínole a la memoria un comentario hecho por Burlingame hacía unos inviernos: en cierta ocasión, maravillados los hermanos gemelos por una historia que hablaba de los calores tropicales que hubo de soportar Magallanes o algún otro navegante de las latitudes tórridas, su tutor hízoles ver que unos trapos para cubrirse y agua en abundancia, el calor más riguroso viene a ser, simplemente, algo más o menos molesto, pero soportable, en tanto que el frío es en esencia enemigo de la vida. La imagen del calor ecuatorial nos muestra en su mismo centro esos fértiles asientos de la procreación que son los grandes bosques de lluvias perpetuas; pensar, empero, en lo que cobija el círculo polar ártico, es traer a las mientes el caos, el olvido, la antítesis de la vida. Hay más (conforme a lo que les dijo Burlingame a sus pupilos); es el caso en el que los hombres hablan del calor de la pasión, y cuando hacen referencia a diversos sentimientos y relaciones sociales de forma aprobatoria, califícanlos de cálidos, siendo así que el metabolismo de la vida es de por sí cálido; por el contrario, el miedo, el desdén y el odio más profundo (por no mencionar el ámbito de los hechos, la lógica, los procesos analíticos o la indumentaria y los modales formales), por muy arraigados que se hallen en la experiencia humana del vivir, siempre nos traen al olfato de la raza un efluvio de gravedad, y los lenguajes de la humanidad emplean para describirlos adjetivos relacionados con el frío. En resumidas cuentas (Ebenezer recordó que Burlingame había llegado a aquella conclusión exhibiendo una sonrisa y avivando el fuego del cenador que hacía las veces de su vivienda con la baqueta de un mosquetón español que pendía de la pared), los días calurosos pueden provocar sudor y denuestos, mas los vientos gélidos atraviesan gabanes y miriñaques cual cuchillo de la memoria primigenia de la especie, haciendo tiritar a la bestia que dormita en las cavernas de nuestras almas, susurrándole al peludo oído: «¡Peligro!». El rompiente habíase convertido en un fragor amortiguado que quedaba situado bastante por delante de donde se encontraban. El capitán dio la orden de desplegar el foque, que estaba triplemente arrizado, así como la vela mayor, y él mismo se colocó al timón. Como los negros tenían las manos ocupadas con velas y drizas cangrejas, situó a los dos pasajeros a proa. Bertrand sondeaba la profundidad con una pértiga (pues la embarcación, que era de fondo más bien plano, sólo desplazaba tres pies de agua, y la quilla, acaso dos o tres) y Ebenezer estaba ojo y oreja avizor por si surgía algún contratiempo. Las velas orzadas daban unos estampidos que semejaban pistoletazos disparados al viento, y un gran estruendo recorría la cubierta. Cuando la cadena quedó acortada hasta el punto de que el rezón a duras penas lograba mantener la proa enfilada hacia barlovento, el capitán fijó el timón y puso el foque de bolina; al punto viró la proa a babor y las dos velas se inflaron con un golpe tan seco que la barca escoró sobremanera y pareció que el mástil íbase a arrancar de cuajo, al tiempo que el ancla soportaba una enorme presión. Durante unos instantes aquellas fuerzas terribles mantuviéronse niveladas: Ebenezer no dudó que la barca volcaría o que daría de través o que se desgajaría el mástil o los obenques, o los eslabones de la cadena, o las velas. Pero cuando la ola siguiente les rebasó por debajo, el capitán aflojó el timón; la proa apuntó un ápice más en dirección al viento y, con acompañamiento de vítores de la tripulación, la nave cobró una inclinación razonable, alcanzó la cresta siguiente a unos buenos cuarenta y cinco grados y ganó velocidad en dirección sur, efectuando una lenta bordada de estribor.
Casi al punto dieron en aguas relativamente calmas, aunque el viento aullaba con tanta furia como antes; era evidente que se hallaban a sotavento de la tierra que habían avistado, y aunque sus cuitas no habían ni mucho menos llegado a término, viéronse momentáneamente libres del peligro de ver que la nave desaparecía bajo sus pies. Más aún: como el viento se estrellaba contra la isla, o lo que fuera, les fue posible avanzar con un cuidado y control mayores. Cuando pusieron rumbo al sur, Bertrand tocó fondo con la pértiga e instantáneamente hizo llegar la noticia a voces hasta popa. A decir verdad, en medio de la oscuridad que tenían ante sí, oíase claramente el rumor del viento, que agitaba los cañaverales y la arboleda. Al punto los negros desplegaron las velas y la barca vino a dar a un paso que discurría paralelamente a lo que parecía ser la costa y en el que había el espacio justo para poder ir avanzando. Por espacio de diez minutos los sondeos arrojaran un resultado constante, entre nueve y diez pies de profundidad, sin que en ningún momento se dejara de oír a estribor el ulular del viento entre los árboles. Luego aquellos ruidos que parecían proceder de tierra hiriéronse de índole más general (a decir verdad, daba la sensación de que se hallaban casi totalmente rodeados por ellos, salvedad hecha de la popa) y cuando la quilla rozó el fondo, roce que nadie oyó ni percibió, aparte del capitán Cairn, éste ordenó echar anclas y encarar el viento.
—¡Santo cielo! —exclamó Ebenezer—. ¿Es posible que estemos a salvo?
—Sólo el cabrón tiene la certeza de que no es cornudo —dijo el capitán, repitiendo un proverbio que Ebenezer había oído anteriormente—, así como los únicos que están libres de la muerte son los muertos.
A pesar de lo cual acariciábase la barba dando claras muestras de alivio y admitió que, a no ser que el viento cambiara de dirección, no parecía que hubiera ninguna razón para no pasar la noche anclados.
—Esto es una especie de cala, no hay duda —afirmó una vez que la nave estuvo a buen seguro—, de lo contrario, a popa se oiría el ruido del mar y no el de los árboles. Si se trata de Okahanikan o de otro lugar, eso lo averiguaremos en breve.
No habiendo nada que hacer hasta el alba, cosa que a Ebenezer antojábasele increíble, todo el mundo volvió a ponerse las vestiduras de las que se habían despojado y aprestáronse a entrar en calor y descansar. La tarea de montar guardia por turno fueles asignada a los agotados tripulantes, hasta que Ebenezer protestó diciendo que los negros ya habían trabajado valiente y prodigiosamente a lo largo de toda la noche y se ofreció voluntario a cederles su lugar en la cabina y a montar guardia junto con Bertrand en sustitución de ellos.
—Obrad como os plazca —repuso el capitán—. Manteneos vigilantes por si perdemos ancla y sondead a popa si la corriente nos desplaza. Por lo demás, no me despertéis a no ser que el viento cambie y sople en dirección a la cala.
Hechos aquellos requerimientos, se retiró, pero los negros, a pesar de la invitación formulada por Ebenezer, no hicieron ademán de seguirlo. Habían escuchado la conversación tan impasiblemente como si no hubieran entendido una sola palabra y, ciertamente, a juzgar por su reticencia, las dificultades que les planteaba la lengua inglesa y la actitud vergonzosa (manifiesta en que sonreían cabizbajos y en el modo de mover los ojos y los pies) con que declinaron el ofrecimiento de refugio que se les hacía, el poeta llegó a la conclusión de que, a pesar de su pericia marinera, no hacía mucho tiempo que habían salido de la selva. Tal impresión se vio reforzada cuando al rato dio comienzo a su guardia en compañía de Bertrand: los negros extendieron sobre la cubierta una vela de foque en desuso, hiciéronle un pliegue al grátil de orzar y, empezando el uno por arriba y el otro por abajo, enrolláronse en la tela para protegerse de la intemperie. La maña con que llevaron a cabo aquella operación confiriole a la misma un aire de extraño ritual, y cuando hubieron concluido y quedaron cara a cara, recogidos y rígidos cual los husos que sujetan un pergamino, mantuvieron durante un rato, entre risas ahogadas y roncos susurros, un coloquio en su exótico idioma, ininteligible para los ingleses, salvedad hecha de un nombre que estos supusieron que correspondía al lugar donde se hallaban anclados Okahanikan, y otro vocablo asimismo recurrente, el cual (aunque Ebenezer no estaba tan seguro de ello) Bertrand afirmó, con gran emoción, que era Drakepecker. En efecto, tanto le había conmovido aquella convicción, que el criado expresó la resolución de preguntar al punto a los negros si estaban mejor informados que él respecto de la condición y paradero de Drakepecker, y sólo se abstuvo de hacerlo porque Ebenezer le recordó que su compañero de naufragio era a todos los efectos un fugitivo y cuanto menos se dijera de él, tanto mejor para su seguridad. El criado viose obligado a reconocer la prudencia de aquel consejo; sin gana ninguna montó guardia en la popa de la nave, al abrigo de la cabina, y allí lo encontró Ebenezer, cuando hizo la primera ronda por cubierta, un cuarto de hora después, envuelto en un retazo de lona y durmiendo.
—¡Diantre, esto es lo que se dice un centinela de ojos de halcón!
El poeta hizo ademán de ir a despertar a su criado, mas detúvose y decidió montar guardia él solo en tanto todo fuera bien. En el momento en que partieron de Saint Mary, los sentimientos que le inspiraba Bertrand no distaban mucho de un desdén levemente teñido de repugnancia, y a decir verdad, no había ninguna nueva causa que lo moviera a sentir afecto. El hecho de que ahora lo sintiera (o al menos de que hubiera una ausencia de sentimientos de signo contrario), no sólo hacia su criado, sino también hacia Henry Burlingame, sólo pudo atribuírselo a la violencia de la tormenta y, más especialmente, a la tortura purificadora de haber danzado durante tres horas sobre el tapete de la extinción.
Reanudó la ronda. La lluvia había cesado por completo y aunque el viento seguía teniendo fuerza ahora soplaba en ráfagas fugaces entre las cuales sobrevenían intervalos de calma. Pero el síntoma más claro de que lo peor de la tormenta había pasado era que el palio de nubes bajas habíase desgarrado, dando paso a una lluvia turbia y espesa que abría unos claros por entre los cuales asomaba la luna gibosa; luego, las nubes cedieron, rompieron filas y huyeron cual las mesnadas de un ejército en retirada por delante del rostro del satélite, azotadas por el viento. Por vez primera desde que anocheciera Ebenezer vio más allá del albo bauprés de la nave: la luz vaporosa de la luna dejó ver que en efecto hallábanse en una cala y que ésta era de aguas marismeñas y amplias dimensiones. La isla de la que la cala formaba parte era asimismo grande (tanto que, conforme a lo que érale dado ver al poeta, era razonable suponer que pudiera tratarse del continente), completamente llana y, por lo que la luz permitía discernir, enteramente pantanosa; el único accidente del paisaje eran los pinos, de color negruzco los que estaban vivos y plateado, los muertos, los cuales agrupábanse en exiguas arboledas dispersas por la hierba que crecía entre los pantanos. No era una visión en modo alguno pintoresca, mas bajo aquella luz pálida cobraba un aspecto de desnudez y hermosura. Incluso Ebenezer juzgó que era un paraje sereno, pese a que sobre el mismo se abatía un viento poderoso, al igual que le parecía que la isla que era su espíritu, aunque en ella no reinara ni mucho menos la calma, gozaba de una peculiar serenidad, y ello a pesar de los golpes que en el pasado habíale infligido la fortuna y de que bañara sus orillas un mar de dificultades.
Tan enfrascado estaba Ebenezer en aquellas reflexiones y en la paz espiritual que de las mismas se derivaba, que durante un buen rato olvidose del viento, de la intemperie y del transcurrir del tiempo; si la marea hubiera arrastrado el barco a un banco de arena o el viento hubiera recorrido los puntos de la brújula, a él habríanle pasado desapercibidos aquellos cambios. Lo que por fin sacole de su ensueño fue un ruido a babor, procedente de los pantanos; Ebenezer dio un respingo, vio que la luna había ascendido un buen trecho y consideró si despertar a los demás. Pero cuando oyó aquel ruido por segunda vez, sus temores se aplacaron. Era el grito de un ave, de una paloma, un búho o cualquier otra criatura de los pantanos que se alegraba tanto como él de ver que la tormenta había tocado a fin.
—¡Tujú! —Por tercera vez dejábase oír aquella llamada, más alta y clara—. ¡Tujú! —fue la nítida respuesta…, y no procedía de las marismas circundantes, sino de cubierta, exactamente, a espaldas de Ebenezer.
El poeta sintió un escalofrío de alarma, diose la vuelta a fin de ver qué ave habíase encaramado a la borda de la nave y, al instante, apresáronle los tripulantes negros, los cuales habían desenrollado sigilosamente la vela que los cubría. Uno de ellos le atenazó los brazos y le tapó con fuerza la boca antes de que pudiera dar ninguna voz; el otro le puso un cuchillo de aparejar en la garganta y, ladeando la cabeza, emitió la llamada: «¡Tujú! ¡Tujú!». Tras lo cual, como si se hubieran materializado espontáneamente entre los cañaverales, aparecieron tres canoas deslizándose por las aguas cercanas; medio minuto después saltaba por la borda un enjambre de salvajes que, con gran sigilo, dirigiose hacia la cabina.