No mucho después de su llegada a la provincia, unos meses antes, el gobernador Francis Nicholson expresó la intención de cambiar la capitalidad del gobierno de Maryland, que pasaría de Saint Mary, ciudad desgraciadamente asociada a lord Baltimore, a los reyes jacobitas y carolingios, y a la Iglesia Católica Romana, a Anne Arundel, ciudad situada a orillas del río Severn y que tenía el doble mérito de ocupar una posición central en la bahía de Chesapeake y de tener una historia enteramente protestante. Aunque el traslado efectivo de los archivos gubernamentales y el cambio oficial del nombre de la capital (que pasaría de llamarse Anne Arundel a llamarse Annapolis) no habría de tener lugar antes de finales de febrero, las consecuencias de aquella decisión ya eran perceptibles en Saint Mary: veíase poca gente por las calles; el capitolio y otros edificios públicos hallábanse virtualmente desiertos, y algunas de las posadas y tabernas estaban abandonadas o cerradas y selladas con tablones.
Delante del umbral abovedado de la Cámara Legislativa, Burlingame dijo:
—Nuestra búsqueda se acelerará si vamos en direcciones distintas; tú pregunta en los muelles de por aquí, que yo haré otro tanto en la parte más alejada de la ciudad. Al anochecer nos veremos aquí e iremos a cenar… ¡Dios quiera que tu hermana cene con nosotros!
Ebenezer se mostró de acuerdo tanto con la propuesta como con el deseo expresado por Burlingame, pues aun cuando la perspectiva de vérselas con Anna, tras las revelaciones de Burlingame, resultaba desconcertante, temía por la seguridad de su hermana en la provincia.
—¿Pero y si por casualidad damos con ella? —preguntó con una sonrisa—, entonces, ¿qué?
—Pues entonces tal vez Coode encuentre algún modo de arrebatarle el Puntal de Cooke a William Smith, y luego, una vez que Andrew haya regresado en paz a Inglaterra, los tres haremos de Malden nuestra casa o acaso huyamos a Pensilvania, como tu padre supone que hemos hecho ya: Anna, si está dispuesta a aceptarme, será la señora de Nicholas Lowe, y tú, bajo un nom de plume, Poeta Laureado, nombrado por William Penn. Cuando se sufre una derrota, es en extremo vivificante darle muerte a la identidad que se poseía y engendrar una nueva. Mas es menester empollar los huevos antes de contar los polluelos.
Separáronse entonces; Burlingame fuese hacia el interior y Ebenezer, camino de una posada no muy alejada del lugar donde se hallaban. Al entrar encontró a una docena larga de lugareños comiendo y bebiendo y no fue capaz de reunir inmediatamente las fuerzas necesarias para llevar a cabo sus pesquisas. En primer lugar carecía de una mínima dosis de descaro, requisito imprescindible si se quiere ser cronista o meterse en averiguaciones; en segundo término, los acontecimientos del pasado reciente lo tenían sumamente confuso, impidiéndole ver con claridad suficiente cuáles debían ser sus sentimientos respecto de la posición en que se encontraba. ¿Cuándo había terminado de escribir El plantador de tabaco, allá en su alcoba de Malden? Tan sólo la noche anterior, aunque parecía que hubiera pasado una quincena; con todo, desde entonces habíase visto obligado a asimilar no menos de doce hechos absolutamente inauditos, cada uno de los cuales exigía reflexiones sumamente cuidadosas y un cambio de postura personal. A su vez, algunos de aquellos hechos exigían una actuación drástica e inmediata por su parte:
Había firmado un contrato de servidumbre con el propietario de Malden. Su padre se encontraba en Maryland, camino del Puntal de Cooke. Su esposa, Susan Warren, era en realidad su Joan Toast de Londres.
Pero estaba esclavizada por el opio, enferma de sífilis y ejercía la prostitución entre los indios de Dorchester.
Además la había violado el moro Boabdil, y a punto estuvo de hacerle lo mismo el propio Ebenezer.
Al abandonarla, había cometido el acto más completa e inequívocamente deshonroso de toda su vida; de hecho era el primer acto suyo de cierta magnitud, sin contar sus frustrados y pérfidos designios a bordo del Cyprian y en casa del capitán Mitchell.
Lord Baltimore pudiera no representar en absoluto, en contra de lo que él había supuesto, la quintaesencia del bien, así como tampoco Coode era la encarnación del mal; antes bien, era al contrario, si lo que decía Burlingame era cierto, y era posible que Andrew formara parte de una conspiración descomunal.
Su tutor, Burlingame, quizá no hubiera dejado nunca de ser un amigo leal, y se sentía inflamado de pasión hacia Ebenezer y Anna conjunta e indisolublemente.
Su hermana se encontraba en aquellos momentos en algún lugar de la provincia.
Anna seguía siendo virgen hasta el día de la fecha, a pesar de sus intimidades con Burlingame.
Anna no estaba enamorada de Burlingame, sino de su hermano, de un modo más oscuro y profundo de lo que a ella misma le era dado percibir.
Y en cuanto a sí mismo, carecía de direcciones, objetivos o perspectivas de cara al futuro; era un huérfano perdido en el mundo, al igual que Burlingame, sólo que carecía de los recursos físicos, financieros, intelectuales y espirituales, así como de la experiencia que sí que poseía aquel caballero.
Con aquellas realidades a punto de desquiciarle la razón, ¿cómo iba a abordar a unos desconocidos e interrogarlos sosegadamente? El mero hecho de que lo hubieran mirado con un deje de curiosidad cuando entró allí, hizo que se le revolviera el estómago y que se le encendiera la cara de rubor. La escasa resolución que tenía se le esfumó; con un poco del dinero que le había confiado Joan Toast pagó la primera comida que ingería desde el día anterior, y cuando la hubo engullido, salió de la fonda. Se pasó unos minutos deambulando erráticamente por varias de las toscas calles de aquella ciudad, como si albergara la esperanza de ver a Anna en alguna de ellas. De haberlo permitido el tiempo, sin duda se hubiera pasado así todo el día, negándose, por falta de valor, a darse cuenta de los serios apuros por los que pudiera estar pasando su hermana, y cuando llegara el ocaso, habría dicho a Burlingame, suspirando, que sus pesquisas no habían dado fruto. Pero la húmeda brisa que se levantaba del río que atravesaba Saint Mary pronto le heló los huesos; se vio obligado a buscar refugio en otra taberna igualmente anónima, la única en que había reparado, aparte de la anterior, y allí pidió ron para aplacar el castañeteo de sus dientes.
Estaba aquel establecimiento, conforme observó Ebenezer, aderezado con menos elegancia que el de la competencia: el suelo estaba cubierto de caparazones de ostra, en las mesas no había manteles, y el aire estaba impregnado de una fragancia, mezcla de humo de tabaco rancio, cerveza rancia y pescado rancio. Este último olor parecía proceder no tanto de la cocina de la taberna como de las húmedas chaquetas de los clientes, que en todo lo demás asimismo semejaban marineros. No le prestaron la menor atención a Ebenezer, sino que prosiguieron hablando de jábegas y del tiempo, o bien se rascaban las barbas y contemplaban pensativos los vasos. Aun cuando la indiferencia de que daban muestra alejaba toda posibilidad de que Ebenezer los interrogara, al mismo tiempo le permitía sentirse menos incómodo en presencia de ellos; fue capaz de acercar más su silla al fuego e incluso tuvo la audacia, mientras le daba sorbos al ron, de mirar a los demás clientes con mayor detenimiento.
En un ángulo de la habitación observó Ebenezer que había un hombre dormido, con la cabeza, el pecho y los brazos encima de la mesa. Si el somnífero era el licor, la desesperación o bien la mera fatiga, aquello no lo podía decir el poeta, pero su corazón latió con más fuerza a la vista del espectáculo, pues aunque aquel individuo no era más limpio ni estaba mejor vestido que los demás, la chaqueta, que había conocido días mejores, no estaba confeccionada con la honrada tela escocesa de los trabajadores, sino que era de sarga color ciruela y seda gris plata, idéntica a la que luciera él durante su audiencia con lord Baltimore, la cual había guardado en su baúl al día siguiente del encuentro, con el fin de llevársela a Maryland. Era sumamente improbable que pudiera haber dos chaquetas de tales características que fueran iguales, pues Ebenezer había elegido la tela personalmente y había mandado confeccionarla conforme a la moda del momento, lo cual era raro de ver fuera de Londres; no obstante, no osó arriesgarse a despertar a aquel sujeto, dando lugar a una escena, así que optó por hacerle una seña al tabernero, pedirle más ron y preguntarle quién era el individuo que dormía.
—Por mí puede ser el gobernador Nicholson o el rey Guillermo —respondió el tabernero—. No tengo por costumbre husmear en la vida de mis parroquianos.
—Claro, claro —dijo Ebenezer, persistente, y le puso dos chelines en la palma de la mano—. Pero es de cierta importancia que yo lo sepa.
El tabernero examinó las monedas y a lo que pareció las encontró satisfactorias.
—El caso es que —dijo— nadie sabe a ciencia cierta quién pueda ser ese hombre, bien que se paga la cama que ocupa arriba y yanta en esta mesa.
—¡Pero bueno! ¿Para decirme eso me pedís dos chelines?
El mesonero alzó un dedo admonitorio y explicó que el durmiente no era desconocido en Saint Mary (de hecho, frecuentaba la taberna desde hacía unos meses) , aunque según rumores recientes su identidad era falsa.
—Ha hecho creer a todo el mundo que es el Poeta Laureado de Maryland, de nombre Ebenezer Cooke, pero o es el mayor embaucador que jamás ha pasado por Saint Mary, o tiene miedo de su propia sombra.
Ebenezer mostró tan gran interés por aquella afirmación que escuchar la glosa de la misma le costó un chelín más.
—Llegó a Saint Mary el pasado mes de septiembre u octubre —siguió diciendo el tabernero, guardándose el dinero—, aunque de dónde vino y cómo llegó son cosas que nadie sabe a ciencia cierta, pues la flota arribó y partió unas semanas antes que él. Vestía las ropas que ahora veis, sólo que entonces parecían tan magnificientes como si las llevara un pisaverde de Saint Paul. Dábase muchos aires y afirmaba ser el Laureado de Maryland, Eben Cooke.
—¡Vive Cristo, qué grandísima superchería! —exclamó Ebenezer—. ¿Nadie dudó de su palabra?
—Le salieron al paso algunos escépticos, eso si —concedió el tabernero—. Siempre que le decían que recitara unos versos, respondía: «La musa no canta en las tabernas», o cosa por el estilo, y cuando le preguntaban cómo era que había llegado en época tan tardía de Inglaterra, decía que lo habían secuestrado unos piratas cuando iba a bordo del buque de Jim Meech, el Poseidón, antes de que la flota arribara a Los Cabos, y que luego lo arrojaron por la borda a fin de que pereciera ahogado, sólo que logró ganar a nado la orilla, que resultó ser Maryland. Los ingeniosos y los guasones divertíanse grandemente a sus expensas, pero al poco tiempo confirmó su historia el mismísimo coronel Robotham, el consejero…
—¡No!
El mesonero hizo un enérgico gesto de asentimiento con la cabeza.
—El coronel y su hija habían efectuado la travesía con él a bordo del Poseidón y habían presenciado su secuestro, junto con el de su criado y otros tres marineros de los que no se ha vuelto a saber desde entonces. Algunos espíritus escépticos siguen poniendo en tela de juicio la historia, pues no ha declamado un solo verso en todos estos meses, y además le entra pánico si le mentan el nombre de su padre, Andrew, o el de su suegro.
—¡Su suegro! —Ebenezer se levantó de la silla—. ¿Os referís a William Smith, el tonelero?
—No conozco a ningún tonelero que se llame Smith —dijo el tabernero, riéndose—. Me refiero al coronel Robotham, de Talbot, que quedó lo suficientemente convencido como para aceptarlo en calidad de yerno, sólo que posteriormente se ha enterado de que hay otro individuo que se hace llamar Eben Cooke. Su intención es querellarse contra el impostor, pero entre tanto el hombre de esa mesa tiene un miedo tal…
—Es suficiente —dijo Ebenezer, torvamente.
Dejó intacto el vaso que acababan de servirle, avanzó sin titubeos hacia la mesa del durmiente y, al ver que quien allí descabezaba un sueño era en efecto Bertrand Burton, lo cogió por los hombros con ambas manos.
—¡Despierta, canalla!
Bertrand se incorporó al instante y la alarma que sintiera porque lo despertaran de aquella guisa se trocó en espanto cuando vio quién lo estaba zarandeando.
—¡Zafio embaucador! —susurró Ebenezer fieramente—. ¿Qué has hecho esta vez?
—¡Alto, amo Eben! —susurró a su vez el criado, lanzando miradas apuradas en derredor a fin de calibrar cuán peligrosa era su situación. Mas los demás parroquianos, si es que habían reparado siquiera en la escena, contemplábanla con la curiosidad y el regocijo más ociosos que imaginar quepa: no parecía que comprendieran la índole de aquel enfrentamiento—. ¡Vayámonos de este lugar antes de que digáis una sola palabra más! ¡Tengo mucho que contaros!
—Y yo a ti —replicó el poeta con acritud—. ¿Conque teméis un tanto por la suerte que podáis correr, señor Laureado?
—Con razón —admitió Bertrand, aún lanzando miradas en derredor—. ¡Aunque temo más por vos, señor, y por vuestra hermana Anna!
Ebenezer cogió al criado por las muñecas.
—¡Maldita sea tu estampa, bellaco! ¿Qué sabes de Anna?
—¡Aquí no! —imploró el sirviente—. Subid a mi cuarto; allí podemos hablar sin temor.
—Tú tienes motivos para temer; yo no —dijo Ebenezer.
No obstante, consintió en que Bertrand lo llevara arriba. El criado, observó Ebenezer, iba vestido, de la peluca a las zapatillas, con artículos procedentes de su baúl, los cuales se encontraban en condiciones mucho peores que antaño como consecuencia del uso y la falta de aseo; sin embargo, Bertrand, aunque tenía la mirada turbia por causa del sueño, y a pesar de que no paraba de temblar, había mejorado ostensiblemente merced a su representación del papel de Laureado. Veíasele bien entrado en carnes, y pese al desaliño, ofrecía un aspecto digno: sin duda de ningún género presentaba una imagen mucho más halagüeña que su amo. Cuando entraron en la habitación de Bertrand, donde los únicos enseres que había eran un catre, una silla y un aguamanil, Ebenezer apenas fue capaz de contener la indignación, pero el criado habló primero:
—¿Cómo es que estáis aquí, señor? Os creía preso en Malden.
—¡Estabas al tanto! —Ebenezer palideció—. ¡Sabías de mi lamentable estado y te has aprovechado!
La cólera que sentía lo debilitó tanto que viose obligado a sentarse en una silla.
—Os ruego que escuchéis mi versión —suplicó Bertrand—. Es cierto que me hice pasar por vos por vanidad, mas enseguida vime obligado a hacerlo quisiera o no, y desde que tuve noticias de vuestro encarcelamiento, mi única meta ha sido prestaros un servicio.
—¡Conozco muy bien tus servicios! —exclamó el poeta—. ¡Por prestarme un servicio te jugaste mis ahorros a bordo del Poseidón, perdiéndolos, y por añadidura me ganaste la fama de que me dedico a seducir mujeres!
Pero Bertrand, escasamente intimidado, insistió en explicar su postura más detalladamente.
—Nadie desearía más que yo —dijo— haberse quedado en Londres con mi Betsy, y dejar que mis pobres partes se la jugaran con Ralph Birdsall. Más vale perder una rebanada que no toda la hogaza, como se suele decir. Pero el destino quiso que las cosas fueran de otro modo y…
—Ahorra preámbulos plañideros —le ordenó su amo— y prosigue con tu mendaz relación.
—Lo que quiero decir, señor, es que allá estaba yo, a medio globo de distancia del deseo de mi corazón, vilipendiado, abandonado por unos piratas, destinado a morir ahogado, y por ende, desilusionado por la pérdida de mi isla oceánica…
—¡La pérdida de tu isla oceánica!
—Sí, señor…, lo que quiero decir es que no todos los días ve uno escurrírsele por entre los dedos siete ciudades de oro, como si dijéramos, por no mentar a mis mozas paganas de piel clara, las cuales estarían prestas a hacer cualquier picardía que se me hubiera pasado por la imaginación, y habríanme traído pastelillos y un poco de cerveza a cada hora que pasara…
—¡Al grano! ¡Al grano! ¡Estás diciendo necedades!
—Y luego estaba mi noble Drakepecker, bendita sea su alma, grande y negro como un toro de Escocia, y tan hombre que hubiera desgarrado a la ramera de Babilonia, pero que al mismo tiempo era el adorador más dócil del que pueda presumir Dios…, y vos lo regalasteis como si tal cosa, para que se quedara cuidando a un salvaje maloliente…
—¡Diantre, hombre de Dios, olvida lo que es historia y da comienzo a tus mentiras, que estaba yo allí!
Tras aquella afirmación, Bertrand dijo que no quería discutir.
—La única finalidad que tenía al contarlo —dijo— era ayudaros a entender la pena y desolación que se adueñaron de mí cuando la porquera nos dijo que estábamos en Maryland, por lo que me vi caer del cielo al infierno, como si dijéramos.
—Tanto si se trata de tu pena y tu desolación, como si se trata de tu cuello de cobarde —repuso el poeta—, yo me encargaré de entender las cosas sin necesidad de que me ayudes. En cuanto a la porquera…
Ebenezer vaciló, pensó que era mejor no anunciar su matrimonio y demandó en cambio a su criado que empezara por su llegada a la ciudad de Saint Mary, la cual había tenido lugar hacía casi tres meses, y que refiriera luego su comportamiento ulterior del modo más breve y claro que la concatenación de sus trapacerías permitiese.
—Mi único deseo consiste en hacer precisamente lo que decís, señor —protestó Bertrand—. Tan sólo os pido disculpas por la primera ocasión en que os suplanté, y este preámbulo tenía por fin el lavar aquella culpa. Lo demás merece vuestra aprobación, no vuestros reproches, y os lo expondré con la misma prontitud con que se lo expuse a vuestra hermana, igual que haría con el amo Andrew en persona, el cual enviome en su día junto a vos, cuando vivíais en Pudding Lane, sin otro propósito en este mundo ancho y desalmado que…
—¿Que qué? —exclamó Ebenezer—. ¿Que usurpar mi nombre y mi cargo y a su hija hacerla consejera? ¡Que me lleve la peste si no te arranco del pellejo una frase honrada en inglés!
—… que aconsejaros y protegeros —dijo Bertrand, y cuando su amo hizo ademán de ir a saltar encima de él, se retiró al otro extremo de la cama y se apresuró a contarle su historia. El descubrimiento de que se hallaban en Maryland y no en Cíbola, explicó, razón por la que dejaba de ser una deidad para volver a ser un vulgar criado, habíale causado tal abatimiento que cuando, cumpliendo órdenes de Timothy Mitchell, fue, en compañía de otro sirviente, a por el baúl de Ebenezer, Bertrand no pudo resistir la tentación de hacerse pasar por Poeta Laureado, tan sólo durante el tiempo que le llevara el encargo. Consiguientemente, Bertrand le dijo a su acompañante que en realidad él era Ebenezer Cooke, y el hombre que se quedaba en casa del capitán Mitchell, su criado, y que habían intercambiado los papeles temporalmente como medida precautoria. Sin embargo, prosiguió diciendo, en la provincia los recibieron con bastante cordialidad, y ya no era menester el disfraz. Entonces los dos criados fueron a recoger el baúl en nombre de Ebenezer Cooke, y tras haber procurado alojamiento nocturno para el amo y el criado, Bertrand fuese por su cuenta a fin de sacarle el mayor provecho posible a su efímero cargo.
—Todo fue bien —dijo con un suspiro— hasta el momento en que salí de la fonda de Vansweringen, calle arriba. Todavía estaba alto el sol y yo iba un tanto cargado de ron; detúveme un momento tratando de dar con el rumbo cuando una elegante damisela, linda hasta decir basta, se me acercó llorando y exclamó: «¡Querido Ebenezer!». ¡Era Lucy Robotham, la misma ramerilla que tanto me acosaba allá en el Poseidón, la cual creía que yo había muerto a manos de los piratas hacía mucho tiempo!
En honor a los viejos tiempos, siguió diciendo Bertrand, invitó a la señorita Robotham a cenar en la fonda de Vansweringen, pues el padre de la muchacha se encontraba en Saint Mary, reunido con el Consejo, y cuando aquélla se quitó el capote para comer, Bertrand reparó, con gran sorpresa por su parte, en que estaba embarazada. Cuando la interrogó (Ebenezer hizo una mueca, al representarse la escena), ella prorrumpió en un nuevo llanto y confesó que al llegar a Maryland, por medio de engaños, habíanle hecho contraer matrimonio con el reverendo George Tubman, el mismo cuyos talentos especulativos habían empobrecido a la mitad de los pasajeros del Poseidón, el cual habíala preñado en la rectoría de la parroquia de Port Tobacco, para acabar averiguándose, no mucho tiempo después, que el matrimonio era ilegal, pues el reverendo Tubman había tenido el descuido de no divorciarse en Londres de su primera esposa. El coronel Robotham había dispuesto inmediatamente la anulación del matrimonio y posteriormente apeló al obispo para que procediera a suspender de sus funciones tanto a Tubman como al reverendo Peregrine Cony, quien a sabiendas había dado la licencia para la unión bígama de su colega; sin embargo, la influencia de que gozaba el coronel en la provincia seguía de momento sin ser suficiente para procurarle un nuevo esposo a Lucy o bien retardar los síntomas que con notoriedad creciente ponían de relieve su estado, lo cual, junto con la reputación de promiscuidad que se había ganado la muchacha, era causa de que se la hubiera excluido de la lista de mozas casaderas con caballeros.
—Entonces comprendí la razón por la que tanto se alegraba de encontrarme con vida —dijo el sirviente—, y mostreme en extremo comprensivo, a pesar de que no me había casado con ella ni bajo la identidad de Bertrand Burton ni muchísimo menos bajo la de Eben Cooke. Como dice el refrán, la casa hecha, pero la esposa por hacer. Con todo, mantuve ocultos mis sentimientos y no dejé traslucir, ni de palabra ni de obra, que había captado su vil patraña. Antes al contrario, representé con mi mejor voluntad el papel de Laureado galante, a fin de averiguar qué más ocultaba la mozuela bajo la manga.
—Y así coger las cosas en el punto en que las habías dejado a bordo del Poseidón, de eso no me cabe la menor duda.
Bertrand alzó el índice.
—No he de negar que retozamos un poco antes de que concluyera el día —dijo, honradamente—. Entre trago y trago metíaseme el diablo en el cuerpo, haciéndome arder en deseos de volver a ver el famoso emblema del que tanto presume Lucy. Es todo pecas, a fe mía, y…
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Ebenezer con impaciencia—. Que se parece a la Osa Mayor y todo eso.
Bertrand chasqueó la lengua al rememorarlo.
—Además las mozas recién preñadas proporcionan un placer poco común…
—¡Basta, por el amor de Dios, me das asco!
—En fin —concluyó el criado, encogiéndose de hombros—. Pensé que aquella lagartona se lo tenía merecido por haber esquilmado vuestro dinero a base de probabilidades y apuestas fraudulentas.
—¡Oye! —exclamó Ebenezer—. Hablando de apuestas…
—¡No digáis más! —interrumpió Bertrand con una sonrisa—. Esa misma duda se me metió en la cabeza a mí no bien vi a Lucy, y a la primera ocasión propicia le pregunté sin rodeos quién había ganado aquella última y descomunal apuesta en la que se habían acumulado todos los dineros de a bordo y en la cual yo me jugué el Puntal de Cooke con el propósito de recuperar el dinero que había perdido anteriormente. Al principio no quiso responder, mas cuando le crucé las nalgas con el cinturón (tal y como acostumbraba a hacer con la dulce Betsy siempre que me importunaba), logré arrancarle la verdad, a saber, que ella misma, en connivencia con Tubman y con el hideputa del capitán Meech, había ganado el premio.
—¡Cristo bendito!
—Las ganancias —continuó diciendo Bertrand— repartiéronse entre los tres socios, y Tubman acrecentó su parte merced al embarazo y al matrimonio (en tal orden, conforme se sabía ahora) con Lucy Robotham. No bien se hubo efectuado el traspaso de propiedades, Tubman reveló la naturaleza bígama de la unión, con la esperanza de así librarse de la moza, mas no había tenido en cuenta la ira de su nuevo suegro, quien expuso el asunto a la luz pública y emprendió la acción legal antes mencionada.
—¿Pero qué pasó con la propiedad? —inquirió Ebenezer—. ¿Todavía posee Tubman titularidad sobre la misma?
El criado sonrió.
—En el momento del que hablo, mayormente, sí, y en la actualidad, mayormente, también, pues carezco de noticias en sentido contrario. Pero aparte de lo que yo aposté, todas sus ganancias fueron en metálico o en bienes muebles, como caballos, piraguas y quintales de tabaco. El Puntal de Cooke fue el único bien raíz que ganó…
—¡Dios te maldiga por haberlo apostado!
Bertrand enarcó las cejas.
—Tal vez a la postre no fue tan gran necedad, señor. Ese bellaco jamás había ganado nada semejante y, sobre todo debido a que nos creía muertos por los piratas, tenía miedo de reclamar sus derechos, no fuera que los tribunales tuvieran conocimiento de su maligno proceder.
—Si los tribunales lo averiguaran, eso no haría sino acrecentar sus posibilidades —dijo Ebenezer, mas su tono de voz denotaba alivio—. A la gente honrada le va mal en los tribunales de Maryland. Prosigue.
—En consecuencia —aseveró Bertrand—, el reverendo Tubman conformose con las ganancias que pudiera reunir entre los apostantes, en concepto de deudas por apaciguar la cólera que se adueñó del coronel Robotham con ocasión de la unión matrimonial, cedió a Lucy el papel que le concedía la titularidad del Puntal de Cooke no muchos días antes de que ella se encontrara con el genuino autor del documento.
»Lucy albergaba tantas dudas como Tubman en cuanto a cuál pudiera ser el veredicto de los tribunales —dijo el criado—. Ella tenía la esperanza de que yo la compensara comportándome como un caballero, sobre todo a la luz de su estado, pero comoquiera que yo no daba muestras de tener semejante intención, no le cupo sino llorar y proferir amenazas.
»El paso siguiente —explicó Bertrand—, fue enviar al otro criado de vuelta a casa del capitán Mitchell, conforme a las instrucciones de Timothy, y hacer planes para trasladarse a Malden con la impedimenta. No obstante, pensando que su amo contaría con retrasos imprevistos y complicaciones relativas a la seguridad y transporte del baúl, Bertrand demoróse un día más en Saint Mary, en calidad de huésped del coronel Robotham, y luego, otro día más, y luego, otro, pues disgustábale sobremanera renunciar a los deleites de su cargo, así como a los favores de la desesperada Lucy. Durante aquel período su anfitrión y su amante dedicáronse a alternar los halagos con las amenazas: su objetivo prioritario era unir en matrimonio las casas de Cooke y Robotham, para así resolver todos los problemas de un solo golpe. De no llevarse aquello a cabo, juraron trasladar la cuestión a los tribunales, pues pese a la dudosa legalidad de su reclamación, abrigaban la esperanza de que teniendo como dote el Puntal de Cooke incluso una furcia preñada lograría dar con un esposo de linaje decente. Mas siendo así que ninguna de las dos partes podía competir desde una postura de clara fuerza, la disputa quedó reducida a insinuaciones sutiles y negativas equívocas, en tanto Bertrand, que había enviado el baúl unos días antes, gozaba de una semana de holganza, diversiones y deleites que a la mayor parte de los criados sólo les es dado saborear en sueños.
Al concluir la semana, sin embargo, oyole decir a un mozo irreprochable, que trabajaba en la taberna de Vansweringen, que en la orilla oriental un hombre llamado Eben Cooke había firmado la cesión de todas sus propiedades a un vulgar tonelero (si había hecho aquello animado por un santo espíritu de justicia, como expiación de alguna oscura y siniestra obligación, o meramente por error fue causa de mucho debate) y que, puesto que aparentemente la cesión era legal, el propio Cooke había caído mortalmente enfermo y le estaban propinando cuidados en la heredad que había perdido, a modo de compensación por haberse casado con la ramera que era hija de tonelero.
—Aquella noticia casi acaba conmigo —dijo el criado—. Nadie ponía en duda que yo fuera el verdadero Eben Cooke (pues es menester que reconozcáis, señor, cualesquiera que sean vuestros principios, que se me da bien representar el papel de poeta), mas esperaban que inmediatamente me trasladara a Dorset y expulsara tanto al tonelero como al vil impostor. Lo que es más, supúsome un golpe terrible enterarme de lo que os había acontecido, y más terrible aún pensar que yacíais a las puertas de la muerte, por decirlo así, y que se os había obligado a casaros con alguna sucia pelandusca que ejercía de criada…
Ebenezer alzó la mano.
—Depón tu lástima inconmensurable —dijo—. Estoy seguro de que tanta lástima echó a perder tu cena en casa del coronel y te quitó los bríos para ejercer de amante de la señorita Lucy.
—Faltó muy poco —admitió Bertrand—. Aunque, naturalmente, no me permití el menor indicio externo.
—Naturalmente.
En lugar de ello, Bertrand dijo haberle confesado al coronel Robotham que las mismas gentes que habían traicionado al rey y habían dispuesto su secuestro a manos de los piratas estaban intentando labrar su ruina en la provincia, para así evitar que, merced al poder de su pluma, expusiera sus planes sediciosos a la luz del día. Con el fin de anticiparse a los planes de aquellos traidores, había enviado a su criado (el mismo amanuense que en ocasiones anteriores le había prestado, sin que nadie se lo pidiera, idéntico servicio), disfrazado de Laureado, al objeto de que explorara el terreno antes de su llegada, no sospechando ni por asomo que la estratagema erraría de tal guisa el tiro. Entonces, el coronel, curioso porque su huésped quedara de algún modo obligado para con él, ofreciose al punto a interceder ante el gobernador Nicholson, a quien disgustaban sobremanera las meras disputas, no digamos ya si se trataba de una insurrección; pero Bertrand propuso un plan de ataque enteramente distinto, tan grato a los Robotham que estos de consuno pusieron las cartas boca arriba y, llorando como un solo hombre, abrazáronlo.
—Aguardo a oírlo presa de un miedo infinito —dijo el poeta.
—Era un plan tan sencillo como eficaz —dijo, suspirando, el criado— o, por lo menos, así me pareció cuando lo concebí. Propuse que el asunto quedara entre nous…
—Entre nous? ¡Por vida de…, estás aprendiendo a conspirar en francés!
Bertrand se sonrojó.
—Es una expresión que emplea Lucy cuando tiene la intención de aprovecharse de alguien. Mi plan, digo, consistía en que el asunto quedara entre nous en tanto yo no supiera más de vuestras cuitas y diera con el mejor modo de ayudaros; no veía el mérito que pudiera tener revelarle a los Robotham mi verdadero nombre y cargo, así como tampoco le veía el mérito a irle con mis problemas al gobernador, poniendo en peligro mi disfraz. Afirmé que os había entregado un poder judicial a fin de que representarais mejor el papel de Laureado, y que dicho poder le confería al título del tonelero una cierta validez, bien que escasa, si el caso se veía ante un Tribunal parcial, pues aunque la cesión la había firmado un falso Laureado (eso es lo que le dije al coronel), con todo y con ello el impostor era mi apoderado legal y tenía capacidad para ocuparse de mis asuntos en mi nombre.
—¡Voto a tal que eres un intrigante de la envergadura de Richard Sowter! —dijo Ebenezer.
Bertrand sonrió beatíficamente.
—No es más que el aderezo y la salsa, comparado con lo que vino después, señor: acto seguido propúsele a la señora Lucy que nos casáramos en aquel mismo instante, y aunque sus derechos en tanto que esposa tenían el mismo valor legal que un limpiatraseros, con todo prevalecerían sobre los de toda aquella caterva de traidores y estafadores; si yo presentaba la reclamación en calidad de autor de la nota, esposo de quien hacía la reclamación y genuino Laureado de Maryland, la cosa saldría adelante hasta en un Tribunal presidido por el mismísimo diablo.
—¡Madre mía de mi corazón! —exclamó el poeta—. ¡Te proponías robarme mis propiedades amén de mi nombre y mi título!
—Todo eso ya os había sido robado —le recordó Bertrand—. Era mi intención restituírselo al auténtico propietario, si podía, tras lo cual revelaría mi nombre y Lucy se podría ir con viento fresco aun siendo mi legítima esposa.
El criado añadió que el coronel quedó satisfecho con la propuesta, y Lucy más que satisfecha; inmediatamente el matrimonio se solemnizó y consumó sin reparo alguno, y aunque Bertrand no había podido, en contra de lo que esperaba, incluir en los papeles de Lucy una cláusula de renuncia a favor de su marido, consideró, no obstante, que se había salvado el Puntal de Cooke.
—¡Tu doblez me deja perplejo! —dijo Ebenezer—. ¿Dónde se encuentra esa desdichada criatura a la que has engañado y su pobre padre? ¿Qué haces oculto en esta fonda en lugar de estar al frente del gobierno de Malden?
—El coronel Robotham lleva dos meses por el norte de la región, atendiendo sus asuntos —dijo Bertrand con un suspiro—, y su hija partió con él a instancia mía. Le dije que corría peligro con tanto traidor que anda suelto y que debía permanecer junto a su padre por lo menos hasta que diera a luz; mas lo cierto es que hasta entonces yo había vivido enteramente a expensas del coronel y el día en que partiera se descubriría mi condición de pobre de solemnidad. Por suerte Lucy tenía unas libras ahorradas cuya custodia me confió: aquello bastó para procurarme comida y bebida y para pagar el alquiler de esta habitación inmunda.
En vano, dijo, había procurado tener más noticias de la difícil situación por la que atravesaba Ebenezer, y en vano había procurado poner en marcha la estrategia legal que había concebido: tenía las manos atadas por falta de dinero e influencias hasta que regresara el coronel.
—Y sea como fuere, el juego se ha acabado —concluyó, lúgubremente—. El coronel Robotham regresará de Talbot la semana que viene y si no averigua la verdad por vuestro padre, a buen seguro que la adivinará cuando vea el estado en que me encuentro. Y de no ser así, el amo Andrew en persona dará conmigo aquí en cuanto sepa que no os encontráis en Malden…, y es que esta última vez no me hubiera librado de él de no ser porque vuestra hermana me previno de que venía…
—¿Dónde te encontraste a Anna y dónde se encuentra ella ahora?
—Me encontró ella a mí —dijo Bertrand—, el mismo día que puso pie en Maryland. Vino a buscaros a esta habitación, pues todo Saint Mary sabe que el Laureado se halla recluido aquí, y al principio casi ni la conocí, tanto ha envejecido.
Ebenezer torció el gesto.
—Se quedó tan sorprendida de verme como yo de verla a ella. Le conté cuanto sabía de las dificultades por las que atravesabais, sin hacer mención de las mías, y por más que le supliqué que no fuera temeraria ni se precipitara, no quiso saber nada y se empeñó en cruzar la bahía aquella misma tarde, con traidores o sin ellos, con el fin de propiciaros cuidados hasta que recuperarais la salud o, de no ser así, rendir la vida junto a vuestra sepultura.
—¡Mi queridísima Anna! —exclamó Ebenezer y se puso colorado, pues le vino a la memoria la alocución que le había dedicado Burlingame por la mañana—. ¿Qué pasó entonces?
—Encontró un pasaje en una embarcación que se dirigía al pequeño Choptank —dijo Bertrand—. Posteriormente tuve ocasión de hablar con el capitán de la nave, aquí en la fonda, y me dijo que la señorita Anna había bajado a tierra en un lugar llamado Tobacco Stick, que era el punto de desembarque más próximo al Puntal de Cooke. Ni yo ni nadie, que yo sepa, ha vuelto a tener noticias de ella.
—¡Dios misericordioso! ¿Que no se han vuelto a tener noticias de ella?
Surcó la mente de Ebenezer un pensamiento tan monstruoso que se le hizo un nudo en la garganta: a buen seguro que William Smith estaría furioso como consecuencia de su huida de Malden, la cual suponía una violación contractual, y la ira de Joan Toast, que había sido abandonada, sería aún mayor ¿Y si la pobre Anna hubiera caído en sus manos, y los dos se hubieran vengado, haciéndole pagar las culpas de su hermano?
—¡Que el cielo la proteja! —logró articular, alzándose débilmente de la silla—. ¡Tal vez la hayan obligado a prostituirse! En este preciso instante no sabemos si algún plantador mugriento o algún salvaje enorme y de tez oscura…
—¡Pero bueno, señor! ¿Qué estáis diciendo? —Bertrand acudió presuroso y empezó a propinarle golpes en la espalda a su amo, pues le había sobrevenido un acceso de náuseas.
—Contrata un bote para nosotros —ordenó Ebenezer en cuanto recobró el aliento—. ¡Zarparemos rumbo a Malden en este mismo instante y afrontaremos las consecuencias!
Sin hacer mención del abandono de Joan Toast por su parte, Ebenezer, lo más sucintamente que pudo, habló a su atónito criado del estado de decrepitud en que se encontraba Malden, de las circunstancias que rodearon su partida, de cómo lo había rescatado Henry Burlingame, de la gigantesca conspiración que se estaba fraguando en la provincia y del peligro concreto que le aguardaba a Anna tanto si Andrew llegaba al Puntal de Cooke antes que ella, como si no.
—Te daré más detalles durante la travesía —prometió—. ¡No osemos perder ni un minuto!
—Sé de un capitán a quien podríamos contratar —comentó Bertrand—, tanto me da morir a manos de vuestro tonelero que del coronel Robotham, pero lo cierto es que del dinero de Lucy no me queda ni un chelín…
Cuando su criado le recordó aquello, Ebenezer volvióse a inflamar de ira, y cuando se disponía a echarle de nuevo una buena reprimenda contúvose bruscamente, aguijoneado por un sentimiento que le mortificaba.
—Tengo suficiente dinero —masculló, y no dio explicación ninguna en cuanto a su procedencia.
En la ribera dieron con el capitán que Bertrand tenía en mente, y pese a lo avanzado de la tarde y a lo poco halagüeño que se presentaba el tiempo, aquel caballero estuvo de acuerdo, a cambio de la ultrajante suma de tres libras esterlinas, en llevarlos hasta el Puntal de Cooke a bordo de su pequeña embarcación pesquera. Cuando estaban a punto de subir, Ebenezer recordó que tenía una cita en el Palacio de Justicia.
—Por vida de…, casi se me olvida. Tengo que dejarle un recado a Henry Burlingame, que ha ido a pedirle ayuda a John Coode. —Al reparar en la sorpresa de Bertrand, sonrió—. Es un cuento demasiado largo para contarlo ahora, mas diré esto: el tal Tim Mitchell, el que te ordenó venir aquí, no es hijo del capitán Mitchell ni muchísimo menos…, es Henry Burlingame.
—¡No lo decís en serio! —El semblante del criado denotaba terror.
—El mismo que viste y calza —afirmó el poeta.
—Entonces más que de recados andáis precisados de oraciones —dijo Bertrand—. ¡Que Dios nos asista a todos!
—¿Qué sandez es ésa?
—Vuestro amigo no necesita buscar más lejos de donde le quede el vaso si quiere encontrar a John Coode —dijo el criado—. ¡El es John Coode!