2. COMPENDIO LEGO DE GEMINOLOGÍA, RECOPILADO POR HENRY BURLINGAME, COSMÓFILO

Las facciones de Ebenezer experimentaron una contorsión portentosa.

—¡Por nuestro santo Padre Celestial, Henry! ¿Qué es lo que has dicho?

Burlingame hizo girar el puño sobre la palma de su otra mano, miró con expresión ceñuda hacia cubierta y dijo:

—Tu hermana es un espíritu fragmentado y escindido, amigo mío; una mitad de su alma no aspira sino a fusionarse con la tuya, en tanto que la otra mitad se espanta ante la idea. No es amor ni lujuria lo que le inspiras, sino una urgencia elemental y consistente de amalgamarse contigo, lo cual es menos digno de censura que de admiración. Así como Aristófanes mantenía que macho y hembra son mitades desgajadas de un todo primigenio, las cuales se lamentan tratando en vano de alcanzar la unión, así también Anna, cosa que he concluido mucho tiempo ha, padece el ansia, y su voluntad es ajena a ello, de recobrar la identidad oscura que los gemelos comparten en el útero, así como la proximidad cuasifetal que caracteriza a la infancia de tales seres.

—¡Me dan escalofríos de pensarlo!

—Otro tanto le ocurre a Anna (hasta tal punto que su fantasía sólo puede aceptar esto bajo una forma disfrazada), mas fue esta idea y no otra lo que la empujó hacia mí en el cenador. Fue a mitad de una hermosa noche de mayo, la noche en que cumplíais dieciséis años, y aunque el momento propio había tenido lugar hacía unos días, una lluvia de meteoritos procedente de Acuario iluminaba el cielo con sus destellos. Yo me había demorado en el exterior a fin de poder contemplar aquellos astros e indicar sus decursos en un mapa que era obra mía; tan absorto estaba en aquella labor que cuando se me acercó Anna por detrás…

—¡No sigas! —exclamó Ebenezer—. ¡Te cobraste su doncellez! ¡Qué Dios te maldiga! ¡Ni una palabra más!

—Fue muy distinto —respondió Burlingame—. Nos pasamos varias horas hablando de ti, mientras tú dormías en tu alcoba. Anna te comparaba a Fósforo, la estrella de la mañana, y a sí misma se comparaba con Héspera, la mortal estrella de la tarde, y cuando yo le dije que aquellas dos estrellas gemelas eran una y la misma y que de hecho no se trataba de una estrella, sino del planeta Venus, aquellos diversos portentos casi le hacen perder el sentido. Nos demoramos mucho tiempo en el cenador aquélla y otras muchas noches plenas de fragancia; sin embargo, nunca, te lo juro, la complací sino en calidad de vicario tuyo.

—¡Dios mío! ¿Y piensas que eso es un argumento a tu favor?

Burlingame sonrió.

—Hay dos hechos que tienes que digerir, Eben. El primero es que no le profeso amor a ningún fragmento del mundo por separado, como hubieras podido suponer, sino al mundo en su totalidad, con todas sus partes multicolores, con todos sus polos y contradicciones. Estoy enamorado por igual de Baltimore y de Coode, cualesquiera que sean las causas que representan, y tú ya tienes conocimiento de que diversas tierras han sido depositarías de mi simiente. Por esa misma razón jamás te he amado a ti ni tampoco a tu hermana Anna, sino a los dos conjunta e inseparablemente, de modo que nunca he podido desearos a ninguno de los dos aisladamente. De lo cual se desprende el hecho subsiguiente, a saber, que por más veces que a Anna se le acalorara la sangre mientras hablaba de ti, y por más veces que yo la besara en tanto que símbolo representativo de vosotros dos, accediendo a tomar parte en los tristes juegos que ella se inventaba, con todo y con ello, tu hermana sigue siendo virgen, que yo sepa.

Burlingame riose de la sorpresa e incredulidad de Ebenezer.

—Pues sí, resulta difícil digerir eso, ¿verdad? Piensa en lo mucho que le deleitaba, siendo niña, jugar a que ella era Elena y tú Paris, aunque siempre se confundía y te llamaba Póllux. Acuérdate de aquel día en la calle Thames, cuando le reprochaste la falta de pretendientes y me propusiste a mí en tono de chanza.

Ebenezer se llevó las manos a la garganta.

—¡Dios mío!

—Su respuesta —siguió diciendo Burlingame— fue que la búsqueda de galanes era infructuosa porque el hombre al que más amaba había tenido la mala ocurrencia de ser su hermano gemelo. Y piensa, a la luz de cuanto te he dicho, en la cuestión del anillo de plata de vuestra madre, el que te dio Anna en la posta: ¿sabías que solía leer las letras ANNEB como ANN y EB, entrelazándose? ¿Puede por ventura un poeta permanecer ciego ante el significado de ese presente y la manera de entregarlo?

—Si lo tomo en consideración, no ceno —gimió Ebenezer—, mas debo reconocer que todo lo que dices tiene un cierto sentido… —Endureciósele la expresión del rostro—. ¡Menos lo de que aún es doncella! ¡Eso es demasiado!

Su amigo se encogió de hombros.

—Créetelo o no. Pronto la encontraremos, eso espero y deseo, y si quieres puedes mandar llamar a un médico para que dé fe de ello.

—Pero ¿y tus alardes en la taberna de Cambridge?

Muchos que barajan las cartas después no juegan. Me hubiera resultado muy fácil aprovecharme de ti en el granero de Bill Mitchell, pero lo cierto es, como he dicho antes, que no os deseo ni a uno ni a otro, sino a los dos como entidad única. Tal vez algún día los anhelos secretos de Anna puedan más que su razón, y ocurra otro tanto contigo (por más que lo niegues, para mi es algo evidente): si amanece tal día, entonces entraré a por los dos a saco, como hizo Catulo con los amantes, y al igual que aquel ágil poeta os clavaré un alfiler…, mejor dicho, ¡os ensartaré a los dos cual pichones idénticos, atravesados por un solo espetón!

El poeta sintió un escalofrío.

—No puedo asimilarlo; son demasiadas cosas, Henry: que Coode es un héroe; que mi padre está en Maryland buscando a Anna y compinchado con el villano de Baltimore; que Anna sigue siendo virgen, y que tú, después de cuanto has trasudado…, ¡que tú eres enteramente inocente y sigues siendo amigo mío! ¡Por todos los demonios, no simplificas nada las cosas diciéndome que los deseos que experimenta mi hermana son correspondidos! ¡Jamás se me ha pasado por la cabeza una idea tan lasciva!

Burlingame enarcó las cejas.

—Entonces teníais completamente engañada a la servidumbre de Saint Giles. La señora Twigg solía decirme…

—¡Era una arpía que tenía la imaginación sucia!

—Pero si incluso tenían una coplilla que…

—Conozco muy bien esa coplilla grosera o lo que sea… —dijo Ebenezer con impaciencia—. He oído una docena desde que era pequeño. Y tampoco me es nueva la maligna imputación que me haces, por si no lo sabes, bien que me deja no poco sorprendido oír que la compartes. Desde que nacimos la pobre Anna y yo hemos respirado un aire impregnado de insinuaciones, el cual nos ha hecho ruborizarnos y agachar la vista infinidad de veces. Desde que contaba la edad de diez años la servidumbre de la casa de mi padre ha supuesto lo peor de nosotros, por el mero hecho de que éramos gemelos. Anna tuvo la mala suerte de que su cuerpo floreciera a una edad temprana, e incluso sus mejores amigas —incluso aquella Meg Bromly, la que le llevaba las cartas que tú le escribías en la calle Thames—, decían que el que hubiera madurado era obra mía. Sus chismes hacían llorar a Anna. Todo esto, fíjate bien, no tenía más fundamento que nuestra condición de gemelos, y el hecho de que, a diferencia de muchos hermanos y hermanas, nunca nos peleábamos, sino que preferíamos nuestra mutua compañía a la del mundo concupiscente. No alcanzo a entenderlo.

—Entonces pese a todo lo que has aprendido en Cambridge —dijo Burlingame riéndose—, no sabes ni la mitad de lo que sabe tu hermana. Cuando atisbé por vez primera su problema, mucho antes de que ella misma se diera cuenta, emprendimos una indagación larga y secreta sobre la condición de los gemelos, qué lugar ocupaban estos en las leyendas, en la religión y en el mundo. No era mi intención servirme de aquella investigación para curar los anhelos de Anna, pues no constituían para mí una enfermedad, sino comprender la naturaleza de los mismos, verlos bajo la perspectiva de la fulgurante historia de la especie, para así dar con la manera más esclarecedora de tratarlos. No es menester que diga que mi interés era tan sincero como el suyo; el amor que tantas veces juraba profesarme, yo veía claramente que era amor hacia ti, desviado y metamorfoseado por su virtuosa conciencia. Cuando, estando yo en el cenador, ella acudía corriendo a mí, era igual que cuando una doncella despechada corre al convento para hacerse esposa de Cristo, y yo tenía mucho miedo de que si no se la sometía a tratamiento, Anna perdería por completo el juicio, o bien depositaría su amor en otro vicario que no tratara su honor con la misma delicadeza que yo.

—¡Dios santo!

—Por dicha razón seguí siendo su guía —continuó Burlingame—. Le declaré mi amor (medio de veras, se entiende) y juntos exploramos el territorio nebuloso de las leyendas cristianas y paganas. Cuatro años estuvimos estudiando (desde que cumplisteis los catorce hasta que cumplisteis los dieciocho), siempre en secreto. En vista de que nuestras pesquisas no eran dignas de reproche, yo quise que te sumaras a nosotros, pero Anna se opuso. ¡A fe mía, Eben, que tu hermana es una estudiosa infatigable! —Burlingame meneó la cabeza, llevado por la admiración que despertaban en él aquellas reminiscencias—. Nunca acababa de encontrar para ella un número suficiente de volúmenes de viajes por tierra y por mar, ni sobre ritos y prácticas paganas. Anna se lanzaba sobre los libros como una leona sobre su presa, los devoraba a grandes dentelladas, y aún se quedaba sin saciar. Me juego la vida a que cuando tenía diecisiete años era la primera autoridad del mundo en todo lo relacionado con el hecho de ser gemelo, y aún lo sigue siendo hoy.

—¡Y yo sin saberlo! —Ebenezer sacudió la cabeza y se rio, incapaz de comprender—. ¿Pero qué hay que saber sobre los que somos gemelos, salvo que fuimos concebidos mediante un mismo acto carnal?

—Pues que vuestro signo es géminis y vuestra estación, la primavera —respondió Burlingame.

—No es menester darse al estudio para saber eso. Todo el mundo lo sabe.

—Y es un hecho que la primavera, y en particular el mes de mayo, es la estación de la fertilidad y de las primeras tormentas del año.

—¡No te burles! —dijo el poeta, irritado—. El día y la noche de hoy han sido los más desgraciados de mi vida; estoy medio muerto a causa de los sustos y la falta de sueño, por no mencionar lo desgraciado que soy. Si tanto estudio no rindió más conocimientos que esos, termina de una vez y vámonos a descansar. No son más que impertinencias.

—Todo lo contrario —dijo Burlingame—. Tan pertinentes son nuestros hallazgos que a mi entender harías bien en renunciar a la búsqueda de Anna a menos que oyeras primero en qué consisten: más vale perderse que ser salvado por un falso Mesías. —El tono y la actitud de Burlingame revistiéronse de una gravedad mayor—. Ya sabes que la primavera es la estación de las tormentas y de la fertilidad, pero ¿sabes asimismo, como lo sabe tu hermana, que de cuantas cosas temían nuestros rústicos antepasados, las tres que más les asustaban eran el trueno, el relámpago y el nacimiento de unos gemelos? ¿Sabías que se os adora por todo el orbe, bien procediendo a vuestro sacrificio, bien elevándoos a la categoría divina, bien llevando a cabo ambas cosas? Por el centro de la veneración que os profesan los salvajes más ignorantes se enhebra el doble hilo de las tormentas y la fornicación; al mismo tiempo, los sabios más iluminados han visto en vosotros la encarnación del dualismo, la polaridad y la compensación. Sois los gemelos celestiales, los hijos del Trueno, los Dióscuros, los Boanerges; sois los principios gemelos de la masculinidad y la feminidad, de la mortalidad y la divinidad, del bien y del mal, de la luz y la oscuridad. Vuestro árbol es el roble sagrado, el árbol del trueno; vuestra flor es el muérdago, de hojas gemelas, asiento de la vida del roble, cuyas bayas gemelas, de color blanco, simbolizan el semen celestial, por lo que se emplean para rejuvenecer a los ancianos, para fructificar a los estériles, para convertir las tímidas fantasías de las doncellas en pensamientos amorosos y lascivos. Vuestra ave es el gallo rojo, Chanticler, cantor de la luz y del amor. Vuestros emblemas son legión: dos círculos os representan, bien los sugieran el sol y la luna, las ruedas del carro solar, los dos huevos que puso Leda, los pezones de la esposa de Salomón, las lentes del amor y de la sabiduría, los testículos de la virilidad o los ojos fijos de Dios. Dos bellotas gemelas os representan, tanto porque son la semilla del árbol del trueno como porque sus dos partes encajan como macho y hembra. Dos montañas gemelas os representan, los pechos de la madre Naturaleza; se celebran danzas en torno al mayo y su círculo en honor vuestro. Vuestras letras sagradas son: A, C, H, I, M, D, P, S, W, X y Z…

—¡Cristo bendito! —interrumpió Ebenezer—. ¡Si es la mitad del abecedario!

—Cada una de ellas tiene su importancia por separado —explicó Burlingame—, sin embargo, todas guardan un parentesco común con el acto carnal, las tormentas y el rostro doble de la naturaleza. La A, por ejemplo, es la letra primordial y más poderosa de todas, constituye una divinidad en sí misma y la adoran los paganos de todo el mundo. Representa las piernas bifurcadas del hombre, la fuente de su semilla; la cúspide y el trazo transversal simbolizan la unión de los dos lados, de lo cual hablaré enseguida. Cuando se sitúan dos letras a contiguamente, se ven los sagrados pezones de la madre Tierra, amén del símbolo de los sagrados Asvins, los aurigas gemelos de la sabiduría oriental. La C representa la media luna, que a su vez recuerda la espada carnal del hombre, desenvainada y enhiesta, presta para el combate; dos letras C entrelazadas son la unión del cielo y la tierra, o de Cristo y su Iglesia terrena…

—En el nombre del cielo, Henry, ¿qué son todos estos acertijos que me estás echando encima?

—Ya va, ya va —dijo Burlingame—. La H simboliza, asimismo, la unión feliz de dos que se funden en uno: es el signo zodiacal de Géminis, el puente que se tiende entre los dos pilares gemelos de la luz y la oscuridad, el amor y el conocimiento, o lo que se quiera; es también la octava letra del abecedario, y puesto que el 8 es el símbolo mágico de la redención (en virtud de que un 8 son dos círculos copulantes), no ha de sorprender que la H sea el símbolo de la reparación: el dos que se hace uno.

—¡Otra vez el mismo misterio de los unos y los doses! —protestó el poeta.

—No será ningún misterio cuanto te haya explicado la I y la O —dijo Burlingame—. En todas las tierras y en todos los tiempos las gentes han afirmado que lo que vemos como dos son mitades desgajadas de un uno primigenio: el día y la noche, el cielo y la tierra, el hombre y la mujer fueron separados por causa de sus naturalezas pecadoras y en tanto no llegue el reino venidero no recibirán las mitades la bendición de la unidad. Esto es lo que subyace a la historia de Adán y Eva, a la fábula de Platón, a la caída de Lucifer, y el cielo sabe a cuántas otras mentiras deliciosas; a esto mismo es a lo que nuestro Señor se refiere en la segunda epístola del papa Clemente: allí Él afirma que su reino vendrá cuando los dos sean uno, el exterior con el interior y lo masculino con lo femenino. Por ello, todos los hombres veneran el acto de la fornicación como el retrato de la unión fructífera entre los contrarios: los gemelos celestiales abrazándose; el dos hecho uno.

A Ebenezer le dio un escalofrío.

—Así pues, quedan claramente al descubierto la I y la O —dijo Burlingame sonriendo—: la primera es masculina, la segunda, femenina; juntas conforman al gran dios Io, de Egipto, el anillo que es atravesado por el mayo festivo, en torno al que danzan las doncellas; la bellota encajada en su bonete, el prepucio circunciso del judío, las letras genitales P y Q…, y el anillo que Anna te calzó en el dedo, allá en la posta.

—¡Dios santo!

—En cuanto a las demás letras, la M: simboliza los pechos montañosos de que hablé antes; la S son dos letras C gemelas que copulan frente a frente, y además esta letra se deriva de la Z sagrada. La W es letra doble y es la M al revés, símbolo de un doble mí, que se transforma en ti al invertirse; la llamamos la y doble, y estas dos letras confrontadas son el signo de los gemelos celestiales de la India, llamados Virtrahana constituye la tercera parte de la fórmula con que los druidas invocaban a su dios, cuya fórmula era I O W. La X, como la A y la H, es la fusión de dos en uno, y como tal ha sido venerada mucho tiempo antes de la muerte de Cristo; la Z es el zigzag que traza el rayo de Zeus, o del dios que te plazca, y muchas veces está flanqueada, en los emblemas de la antigüedad, por los círculos de los gemelos celestiales…

—¡Basta! —exclamó el poeta—. ¡Me da vértigo! ¿Qué mensaje se encierra detrás de todo eso y qué relación guarda con Anna y conmigo?

—Pues nada en absoluto —respondió Burlingame—; sólo quería demostrarte lo arraigado que se halla en la naturaleza humana el temor y la reverencia que suscitan los gemelos y su relación con el coito y las estaciones. Por toda África el nacimiento de unos hermanos gemelos es recibido con danzas del jaez más obsceno: a veces se piensa que aquello prueba la condición adúltera de la madre, pues los maridos por lo general sólo engendran un vástago; otras gentes dan en creer que la madre ha sido fertilizada por el Espíritu Santo, o bien que el padre posee un lingam descomunal. En ciertas islas del océano occidental los salvajes tienen la costumbre de arrojar granos de café contra las paredes de la casa donde nacen niños gemelos; creen que uno de ellos debe morir porque los gemelos quebrantan las normas de la castidad, pues se abrazan cuando están en el vientre de la madre. Hay diversos lugares donde no es posible hallar gemelos con vida por razón de que matan a uno en el momento de nacer; mas, denles muerte o no, por doquier se les adora, y así ha sido hasta donde se pierde la memoria de los tiempos. Los antiguos egipcios tenían a Tanes y Taouis, los gemelos de Serapeo, en Menfis, así como a las hermanas Tathantis y Taebis, las ibis guardianas de Tebas; en la India reinaban Yama y Yami, y los santos Asvins, de quienes hablé antes, los cuales conducían el carro celestial; los persas adoraban a Ormuz y Arimán; los mitos antiguos de los hebreos hablan de Huz y Buz, Huppim y Muppim, Gog y Magog, Bné y Baroq, por no mencionar a Esaú y Jacob, Caín y Abel (o Alcimaud y Jumella, como los denominan los mahometanos)…

—¡Ah! —exclamó Ebenezer.

—Algunos sostenían —prosiguió diciendo Burlingame— que Lucifer y Miguel eran gemelos, como lo son también la mayor parte de los dioses de la luz y la oscuridad, y por la misma razón los antiguos Edesanses de Mesopotamia, que antaño adoraban a Monim y Asís, creían que incluso Jesucristo y Judas habían sido empollados en el mismo huevo.

—¡Increíble!

—Y otro tanto pensaban de Dios y Satanás.

—¡No me lo creo! —protestó Ebenezer.

—No se trata de lo que tú creas —rio Burlingame—, sino del hecho de que otros individuos creen que es verdad; no es más que una nueva versión de la historia de Set y Horas, de Tifón y Osiris, a los que algunos egipcios consideraban gemelos y otros meros rivales. Pero ya llegaba a los griegos…

—Puedes saltártelos —suspiró el poeta—. Conozco a Cástor y Pólux, los hijos de la luz y del trueno, y también a Elena y Clitemnestra, que nacieron de los huevos de Leda.

—Entonces también has de conocer a Lyncens e Idas, que dieron muerte a los Dióscuros; a Anfión y Zeto, que arrasaron y reconstruyeron Troya; a Hércules e Hides, que en algunas versiones aparecen como gemelos y en otras como medio hermanos, y a Fósforo y Héspera, luceros, matutino y vespertino.

—Y ahora me apuesto algo a que te vas a Roma y hablas de Rómulo y Remo.

—Sí —dijo Burlingame—, por no hablar de Picumno y Pilumno, o de Mutumno y Tutumno. Fue el gran respeto que despertaban aquellos gemelos clásicos lo que los transvasó a la Iglesia Cristiana, la cual tuvo el buen criterio de canonizarlos. De ahí que los católicos griegos y romanos les recen a los santos Rómulo y Remo, a los santos Cástulo y Polieucte e incluso a san Dióscuro; los más devotos llegan más lejos y consideran gemelos a los santos Crispín y Crispián, Floro y Lauro, Marco y Marcelino, Protasio y Gervasio…

—¡Es excesivo! —exclamó el poeta—. ¡Esto es excesivo!

—Pues no has oído lo mejor —insistió Burlingame—. Esas gentes llegan al extremo de sostener que san Juan y Santiago eran asimismo hermanos y que lo eran incluso san Judas y santo Tomás, dado que Tomás significa «gemelo». No te voy a incordiar hablándote de Trifona y Trifosa, a quienes hace una salutación san Pablo en la Epístola a los romanos; antes bien dirigiré mi atención hacia los héroes arios Balkam y Sintram; hacia Cautes y Cautopate; hacia las leyendas nórdicas que hablan de Sieglinde y Segismunda, padres incestuosos de Sigfrido, también llamado Baldur, que es, entre los nórdicos, el espíritu de la luz, hacia el oscuro Loki, enemigo del anterior, al cual dio muerte con una rama de muérdago.

—¡Eso supone un hemisferio atestado de gemelos de orden divino! —afirmó Ebenezer, maravillado.

Burlingame sonrió.

—Son menester, empero, dos hemisferios para obtener un todo; cuando Anna y yo volvimos la mirada hacia Occidente, hallamos en las relaciones de los aventureros españoles e ingleses una profusión no menor de gemelos celestiales, a los cuales reverenciaban diversos órdenes de salvajes, y no eran diferentes los diarios de las diversas travesías efectuadas por los océanos Pacífico e Indico. Cuando Cortés saqueó a los gloriosos aztecas, pudo ver que adoraban a Quetzalcoatl y Tezcatlipoca, en tanto que sus vecinos reverenciaban a Hun Hunahpú y a Vukub Hunahpú. Si Pizarro y sus seguidores hubieran sentido la suficiente curiosidad como para preguntárselo, habrían descubierto que en el panteón meridional existían dioses gemelos, como Pacha Kamac y Wicoma, Apocatequil y Piquerao, Tamendonaré y Aricuté, Karn y Rairn, Tiri y Karu, Keri y Kame. Pero si yo mismo, haciendo diversas indagaciones entre los indios de estos territorios, he tenido conocimiento de que los algonquinos rinden tributo a Menabozho y Chokanipok, así como también que los indios desnudos del norte le rezan a Juskeha y Tawiskara. He sabido por los misioneros jesuitas de la existencia de una nación llamada de los zuñis, cuyos miembros adoran a Tobadizini y a Nayenezkani; habláronme también de otros pueblos, los maidus, quienes adoran a Pemsanto y a Oukoito; hay una tercera nación, los kwajiutls, que adoran a Kanigyilak y a Nemokois; hay otra aún, llamada de los awikenos, cuyas gentes adoran a Mamasalnik y a Noakana…, y son todos ellos gemelos. Diré más, en el remoto Japón hay una tribu de enanos peludos que dirigen sus preces a los gemelos Shiacha y Moacha, y entre los dioses del océano austral reina el gran Si Adji Donda Hathahutan y su hermana gemela Si Topi Radja Na Uasan…

—¡Te has propuesto volverme loco!

—Así es como se llaman, te lo juro.

—¡Es igual! ¡Es igual! —Ebenezer sacudió la cabeza como si quisiera poner en orden los sentidos—. ¡Les has demostrado hasta la saciedad a las piedras y a las nubes que adorar gemelos no es cosa inusitada en la tierra!

Burlingame asintió.

—Algunas de estas parejas de gemelos constituyen opuestos y son enemigos jurados —como Satán y Dios, Ormuz y Arimán, Baldur y Loki— y su enfrentamiento simboliza la lucha que tiene entablada la luz y la oscuridad, la muerte y el amor, perpetrada por la sabiduría, y otras cosas semejantes. Otras parejas representan la equívoca condición del hombre, que es mitad ángel, mitad bestia: el primero de los componentes de dichas parejas es de orden mortal, y el segundo, de orden divino. Otros, sin embargo, son los dioses de la fornicación, como Mutumo y Tutumo, o Picumno y Pilumno, de categoría inferior a la divina; otros pueden, no obstante, ser recordados por su lascivia incestuosa, como Caín y su Alcima, o incluso ser honrados por haber engendrado héroes, cual es el caso de Sieglinde y Segismunda. ¡Cuánto le gustaban a Anna las historias de Sigfrido!

Tan sobresaturado estaba el poeta de novedades que sólo acertó a defenderse del último comentario moviendo tímidamente la mano.

—Mas, independientemente de que el vínculo que los uniera fuera el amor, el odio o la muerte —concluyó Burlingame—, su unión simbolizaba fulgor, totalidad, apocalipsis, algo a la vez temido y anhelado. Tal suerte de unión es la que Anna ansia con todo el corazón, por más que su mente procure disfrazarlo de otra cosa; ello es lo que le ha hecho recorrer medio mundo en busca tuya, y a tu padre, seguirla para llevársela a casa si es que da con ella. Ante eso también tu corazón se inclina, quiéraslo o no, como la flor ante la luz, buscando la unidad y plenitud nutricias que se perdieron con el nacimiento; o como cuando la aguja apunta hacia el filón, guiándolo a uno al punto donde le aguarda su destino. Y asimismo, es esto lo que yo anhelo, al tiempo que no deseo nada. ¡Yo aspiro a la totalidad, soy abrazo de contrarios, esposo de toda la creación, amante cósmico! Henry More e Isaac Newton son mis alcahuetes y aides-de-chambre; he ido conociendo a mi ilimitada esposa disfrutando por separado el esplendor de sus distintas partes, y hele hecho el amor a sus disjecta membra, a sus fragmentos, luminosos y dispersos; mas lo que yo ansío es el todo; la espiga dentro de la escopladura, la conjunción de las polaridades, el universo sin costuras, del cual vosotros sois muestra in coito. Carezco de un linaje que me asigne un lugar y una meta en el orden de la naturaleza: muy bien…, puesto que me quedo fuera de ella, ¡seré su señor y su esposo!

Tan agitado estaba Burlingame por el efecto de su propia retórica que el final de su discurso díjolo dando zancadas y gesticulando por el camarote; el volumen y el tono de su voz eran propios de un entusiasta; aun en el caso de que Ebenezer no se hubiera sentido demasiado desalentado como para mostrarse escéptico, no le habría sido posible poner en duda la sinceridad de su antiguo tutor. Pero estaba atónito, no sólo porque ciertas cosas las reconocía, sino porque las mismas lo aterraban, haciéndole cogerse la cabeza entre las manos y gemir.

Burlingame se detuvo ante él.

—¿No irás a negar tu parte de culpa?

El poeta negó con la cabeza.

—No he de negar que el alma humana es tan profunda y cambiante como los espacios celestes —repuso—, ni que encierra en germen la suma de todos los opuestos y todas las posibilidades. ¡Pero lo que has dicho de Anna y de mí me tiene sobrecogido!

—¿Y qué he dicho sino que sois humanos?

Ebenezer suspiró.

—Es bastante.

El sol ya lucía en el cielo oriental y el Peregrino había recorrido un buen trecho camino de la Punta Vigía y la ciudad de Saint Mary. Los demás pasajeros estaban despiertos, y en sus camarotes había movimiento. A sugerencia de Burlingame, los dos amigos se ajustaron los pañuelos y las chaquetas y subieron a cubierta, a fin de hablar en privado con mayor facilidad.

—¿Cómo sabes que Anna está en Saint Mary? ¿Por qué no fue directamente a Malden?

—La culpa la tiene tu criado Bertrand —respondió Burlingame y, riéndose del desconcierto y sorpresa de Ebenezer, confesó que cuando, estando en casa del capitán Mitchell, había despachado a Bertrand, no sólo le había encargado al sirviente que recuperara el baúl del Laureado, para así alejar mejor a Coode de su pista y la de Ebenezer, que entonces se encaminaban a Malden—. Con tal fin le hice entrega apresurada de tu nombramiento…

—¡Mi nombramiento! ¡Entonces es cierto que me lo robaste en Inglaterra!

Burlingame se encogió de hombros.

—¡Yo era el autor! ¿No? Además, ¿no te hubiera ido peor si Pound hubiera estado seguro de tu identidad? En cualquier caso la misión que le encomendé a tu criado entrañaba cierto peligro y yo pensé que si Coode lo mataba o lo raptaba, y le encontraba el papel encima, podría pensar que tú eras un impostor. ¡Su brújula se hubiera desorientado por completo! No obstante, Bertrand no se conformó con recoger tu baúl, sino que, al parecer, se paseaba por Saint Mary en calidad de Laureado y proclamaba su cargo en todas las posadas y tabernas.

»Por ello —prosiguió Burlingame—, cuando hace algún tiempo llegó al puerto de Saint Mary, Anna había dado en pensar que su hermano se encontraba en la ciudad, por lo que desembarcó a fin de intentar dar con él.

»Yo no supe nada de esto hasta que el viejo Andrew apareció por casa del capitán Mitchell; había sabido de mi paradero durante su estancia en Londres y, al igual que tú, cree que Anna ha venido hasta aquí para convertirse en mi esposa. Pero también cree que tú formas parte del plan y que de alguna guisa eres nuestro alcahuete; cuando, hoy o mañana, se entere de cómo están las cosas en Malden, dará por supuesto que has huido con nosotros dos a Pensilvania, que es a donde huyen cuantos contraen cualquier responsabilidad; además habrá dado en creer esto con gran prontitud, puesto que desde que Anna desembarcó ni a ella ni al Laureado se les ha vuelto a ver, así como tampoco se han vuelto a tener noticias de ellos. —Burlingame aspiró aire por la comisura de los labios—. Mi intención era quedarme con Andrew, haciéndome pasar por Timothy Mitchell, con el fin de aplacar mejor su ira y averiguar qué relaciones mantiene con lord Baltimore; mas mi búsqueda de ascendencia en este mundo había resultado tan infructuosa y había generado tanto rencor que ya no era seguro adoptar aquel papel.

Ebenezer le preguntó a su tutor qué planes tenía en aquel momento.

—Pues que desembarquemos juntos en Saint Mary —dijo Burlingame—. Allí tú preguntarás en los lugares públicos por Anna o por Eben Cooke, y yo buscaré a Coode a solas.

—¿Enseguida? ¿No es más urgente encontrar a mi hermana antes de que le pase nada malo?

—Son dos caminos distintos que conducen a un mismo fin —repuso Burlingame—. Nadie sabe mejor que Coode qué aires se respiran en Maryland, y por lo que sabemos hasta podría tenerlos prisioneros a los dos. Además de lo cual, si yo me gano su confianza, nos podría ayudar a recuperar tus propiedades. ¡A fin de cuentas se alegrará mucho cuando sepa que el Laureado de Maryland es aliado suyo!

—No tan deprisa —protestó Ebenezer—. Yo puedo haberme desengañado de la fe que tenía en Baltimore, pero nunca le he jurado lealtad a John Coode. En todo caso, como tú bien sabes, jamás he sido Laureado… e, incluso, de haberlo sido ya no lo seguiría siendo en adelante. Mira esto. —Ebenezer extrajo de la chaqueta el libro de cuentas y le mostró a Burlingame la Marylandíada concluida, la cual, en vista de su tono antipanegírico, había retitulado como El plantador de tabaco—. Dime, si quieres, que es una obra torpe —dijo, desafiante—. Empero, es honesta y puede exonerarme de otros desaciertos en que haya incurrido.

Lo que es todo corazón puede no encerrar arte ninguno —aseveró Burlingame con interés— y viceversa.

Henry desplegó el cuaderno sobre la borda y leyó la obra detenidamente, varias veces, en tanto el Peregrino bajaba por la bahía, camino de la Punta de Vigía, donde el río Potomac confluye con la bahía de Chesapeake. Aunque no hizo comentarios favorable, ni desfavorables, cuando llegó el momento de transbordar a la barcaza que había de llevarlos a Saint Mary, Burlingame insistió en que el poema le fuera enviado a Ben Bragg a bordo del Peregrino para que hiciera entrega del mismo en El Signo del Cuervo, en Paternóster Road.

—¡Pero lo hará pedazos! ¿Te acuerdas de cómo me hice con este cuaderno, allá por marzo?

—No lo va a hacer pedazos —le aseguró Burlingame—. Bragg está en deuda conmigo por varios conceptos que no es mi voluntad describir.

No había tiempo para sopesar el ofrecimiento; con cierto recelo, Ebenezer consintió en que su antiguo tutor le confiara El plantador de tabaco al capitán del buque, el cual devolvió la diferencia del precio del pasaje de Ebenezer hasta Inglaterra, tras lo cual los dos hombres viajaron río arriba, hacia la ciudad de Saint Mary.