1. EL POETA ENCUENTRA A UN HOMBRE QUE NADA TIENE QUE PERDER Y PRECISA QUE LO RESCATEN

A lo largo de las gélidas quince millas que separaban el Puntal de Cooke del muelle de Cambridge, Ebenezer tiritó no sólo por causa del viento, ni tampoco por el simple asco que hacia sí mismo sentía, y que le iba y venía en espasmos cíclicos, en el intervalo entre los cuales el poeta era capaz de alarmar el valor cardinal de su arte, así como el valor correlativo de su independencia como persona; la causa primordial de sus estremecimientos era el miedo que le daba el que Joan Toast pudiera seguirlo, o que lo reconocieran y devolvieran a Malden por haberse fugado sin cumplir su vigente contrato de servidumbre. Aún no había amanecido cuando arribó a la capital del condado: la posada y el juzgado estaban a oscuras, mas en la desembocadura del río vislumbrábase el Peregrino, con los fanales de las portas y de los mástiles encendidos; en cubierta, así como en el muelle, veíanse hombres trabajando a la luz de los faroles, aprestando el buque para cuando cambiara la marea. A punto de ponerse, la luna todo lo ocultaba, salvo el lucero del alba; placiole a Ebenezer imaginar que estaba suspendida sobre el meridiano de Londres, como una nueva estrella de Belén, y que había de guiarlo hacia la cuna de su destino.

—Henry Burlingame le sacaría el jugo a esta imagen —pensó, y tras atar el caballo dirigiose con nerviosismo hacia el muelle—. No sé si soy un Rey Mago, el Mesías, Lázaro o el hijo pródigo.

No llevaba demasiado tiempo deambulando por entre los estibadores del puerto cuando notó que una mano se apoyaba suavemente en su hombro, y alguien que tenía tras de sí le preguntó:

—¿Tan pronto abandonáis el Puntal de Cooke, señor Laureado?

Ebenezer se volvió en redondo a fin de averiguar quién le había dado captura, mas el hombre que vio no era nadie a quien pudieran suponérsele fundadamente intenciones hostiles. Tratábase de un sujeto andrajoso, entrado en años, de barba muy descuidada y que no gastaba peluca, era tan flaco como un esqueleto y había estado enrollando unos cabos que tenía cerca de sí.

—¿Quién sois? —demandó Ebenezer.

El hombre se mostró sobremanera sorprendido.

—¡Ni siquiera me reconocéis! —preguntó en voz alta, como si aquella ingenuidad fuera imposible.

Ebenezer lo escrutó, incómodo: de no haber tenido lugar una metamorfosis milagrosa, aquel hombre no era Burlingame, ni McEvoy, ni Sowter, ni Smith, ni Andrew Cooke, y ni su atuendo ni la ocupación que desempeñaba sugerían que pudiera tratarse del sheriff del condado.

—No, y tampoco sé por qué me abordáis.

—Vamos, no temáis, señor Cooke. No me importa de dónde vengáis ni hacia dónde zarpéis, y si me importara daría lo mismo: a la vista está que no soy más que una rata portuaria que no tiene poder para deteneros.

—En ese caso os ruego que me dejéis ir —dijo Ebenezer—. He de hallar pasaje en ese barco inmediatamente.

—¿De veras? —El estibador exhibió una sonrisa desdentada y apretó con fuerza el brazo del poeta—. ¿Viaja con vos madame Cooke o sus asuntos la retienen en Malden?

—Soltadme en este mismo instante y dejaos de impertinencias —dijo Ebenezer, amenazador— o de lo contrario haré que os despidan —su voz era colérica, mas lo cierto era que le aterraba la perspectiva de que lo aprehendieran.

Ya había un caballero que, a cierta distancia, por detrás del estibador, los observaba con interés.

—Poco daño podéis hacerme —dijo el estibador con una sonrisa burlona—. Con lo que me pagan, no es ninguna amenaza el despido, y más bajo no puedo caer, pues ya estoy en el fondo. Se pudiera decir que soy un hombre que nada tiene que perder, pues ya lo ha perdido todo.

—Es una lástima —dijo Ebenezer—, mas no alcanzo a ver…

—Sabed que no ha mucho tiempo yo era un caballero, señor poeta, que tenía caballo y perro, peluca y chaleco, e infinidad de campos de tabaco a mi cargo; pero ahora, gracias a vos, señor, puedo dar por bueno el día en que el trabajo me cansa lo bastante como para dormir sin oír los rugidos de mis tripas. Como veis, me cubro con harapos y no cosecho más que gusanos, sabañones y ampollas.

Ebenezer arrugó la frente, incrédulo:

—¿Gracias a mí? —Súbitamente reconoció a quien le había detenido y sintió un cosquilleo de alarma—: Sois Spurdance, el capataz de mi padre.

—El mismo; vuestro padre me engañó, vuestro impío amigo Tim Mitchell conspiró contra mí y vos labrasteis mi ruina.

—¡No, no! —protestó Ebenezer—. ¡Hay cosas que no sabéis! —Para desaliento suyo, vio que el caballero que daba muestras de interés se acercaba más—. ¡Fue mi pobre inocencia lo que acabó con vos!

—Sois vos, no yo, el que no sabe —insistió el estibador—. Sé que hicisteis la cesión de Malden por ignorancia, y sé tan bien como vos que Tim Mitchell no es Tim Mitchell, así como que Susan Warren no es Susan Warren. Pero también sé que el viejo capitán Mitchell, por más que hace unos años era un canalla desnaturalizado y desalmado, últimamente estaba en manos de vuestro amigo Tim. Tim Mitchell es el que está al frente de todo el comercio de rameras, sea quien sea y trabaje para quien trabaje; él es quien supervisa el tráfico de opio entre Nueva York y Carolina; él es quien conspira con monsieur Casteene y con los indios desnudos; él es el que firmó los contratos con vuestro padre y con todos los demás a fin de convertir las casas solariegas en casas de lenocinio y consumo de opio, ahora que ha decaído el mercado del tabaco, y ¡ay del capataz honrado que no quiera saber nada de eso! —Spurdance cogió a Ebenezer del otro brazo y lo fue empujando hacia un mamparo de hierro—. Si no lo arruina un mentecato como vos, incapaz de distinguir el blanco del negro, lo despedirá el amo corrupto, y si da a conocer al público el mal, todos sus vecinos se arrojarán sobre él como un solo hombre a fin de evitar que se pongan cortapisas a los placeres, y si tiene la osadía de causarle problemas a vuestro innombrable amigo…

—¡Cuidado con el mamparo, señor! —exclamó el caballero que los observaba, acercándose y desenvainando la espada.

—¡No puedo evitarlo! —acertó a decir Ebenezer, reparando en el peligro—. Este hombre…

—¡Soltadlo! —ordenó el desconocido.

Spurdance miró la espada con ojos extraviados.

—¡No tengo nada que perder, maldito seáis! Este desdichado y su diabólico aliado…

El desconocido le propinó a Spurdance un golpe con la parte plana de la espada y antes de que pudiera recuperarse tenía la punta en el gaznate.

—Ni una palabra más sobre el asunto —dijo el desconocido—. Ni ahora ni luego, de lo contrario será la última palabra que digáis en este mundo. —A los estibadores, que se habían congregado en derredor, les dijo—: ¡Este demente ha atacado al señor Cooke, Poeta Laureado de Maryland! ¡Si es amigo vuestro, lleváoslo de aquí antes de que le eche al sheriff encima!

Aunque con toda probabilidad ya lo habrían reconocido, Ebenezer se alarmó al oír que pronunciaban su nombre. Sin embargo, la actitud del desconocido había infundido temor a los estibadores: dos de ellos ayudaron a Spurdance, que estaba herido, a llegar hasta la taberna, y un tercero se ofreció a transportar a los dos caballeros hasta el Peregrino.

—¡Por mi fe que me habéis salvado la vida, señor! —dijo Ebenezer.

—Es un honor para mí, señor Cooke.

El desconocido era un hombre de baja estatura, tez morena y constitución recia, bastante mayor que el poeta; llevaba al descubierto su natural cabello, que era de color gris hierro; la barba era del mismo color, y la casaca, las botas y los calzones, aunque de factura sencilla, parecían estar confeccionados con materiales costosos.

—Allí está el bote del Peregrino —dijo—. Soy Nicholas Lowe, de Talbot, y mi destino, la ciudad de Saint Mary.

Mas en el mismo momento en que se estaba identificando le iluminó el semblante el fanal de un estibador que pasó junto a ellos. Ebenezer reconoció aquella mirada viva y aquellos dientes estropeados y se quedó boquiabierto.

—¡Henry!

—Me llamo Nicholas —repitió Burlingame—. Nicholas Lowe, del condado de Talbot. ¿Viajáis solo, señor? Me ha parecido entender que sois casado.

Ebenezer se ruborizó.

—Yo… yo tengo que intentar explicártelo, Henry, cuando haya tiempo. ¡Pero, Dios mío! ¿No habrás golpeado a Spurdance por mi causa?

—Por ninguna otra —dijo Burlingame—. Se puede dejar a un amigo que se las componga en caso de apuro, mas no si está en un callejón oscuro. Y hacedme la merced de llamarme Nicholas, puesto que Nicholas me llamo.

—¡Qué cosas dijo ese hombre de ti y de mi padre! ¡Me da vértigo pensarlo!

—Necedades sin fundamento:

Pero Ebenezer negó con la cabeza.

—¿Qué motivos tenía para mentir? Y como él mismo dijo, no tenía nada que perder.

—Que un hombre no tenga nada que perder no es razón suficiente para confiar en él —replicó Burlingame—, si en virtud de esa misma circunstancia puede salir ganando algo.

—Tampoco tenía nada que ganar —añadió Ebenezer con amargura, pensando en el ataque de que había sido objeto Spurdance—, cuando sí que tenía mucho que perder.

—Con todo, quítale toda perspectiva de pérdida y ganancia y, aunque el testigo tenga a la verdad como vela mayor, su timón será el capricho y su viento el veleidoso azar.

—¿Quieres pues hacerme pensar que no se puede confiar en nadie? —preguntó Ebenezer—. ¡Paréceme que tu cinismo está justificado!

—A lo que el santo llama cinismo —dijo Burlingame, encogiéndose de hombros—, llámalo el hombre de mundo sentido común. La verdad es que se puede confiar en todos los hombres, mas no respecto de las mismas cosas. De la misma manera que yo le puedo confiar a un capitán de barco mi vida mas no a mi esposa, yo puedo confiar en la buena intención de Spurdance, mas no en la información de la que dispone. Sólo los locos, los niños o los desgraciados a quienes ciega el amor, como la pobre Joan Toast, confiarían plenamente en ninguna persona.

A Ebenezer le ardía la cara.

—¡Conoces mi vergüenza!

—Vergüenza debería darnos a los seres humanos no ser ángeles, ¿no crees? ¿Yo qué he descubierto sino que tú eres tan humano y Joan Toast tan necia como decía antes?

—¡También yo soy necio! —lloró el poeta—. ¿Qué sino el amor me ha puesto escamas en los ojos, impidiéndome ver tu comportamiento; me ha taponado los oídos, impidiéndome oír lo que tú admitías y los demás decían a las claras; me ha trastornado el juicio haciéndome justificar tus mayores villanías?

—Le das crédito a ese capataz mentecato —dijo Burlingame con desdén—. ¿Por qué no te tragas el anzuelo y el carrete y crees a quienes dicen que fui yo quien propició la alianza entre Coode y Jacob Leisler, dando pie a todas las revueltas que han tenido lugar? ¿Por qué no das crédito a los caballeros que me hacen primer lugarteniente del papa, o del rey Louis, o de Jacobo II, o de William Penn, o del mismísimo diablo?

—Yo ya no creo en nadie —respondió Ebenezer—. Yo no creo en nada de este mundo, salvo que Baltimore es el principio mismo de la bondad y Coode, la encarnación del mal.

—Entonces no me queda más remedio que desilusionarte del todo —dijo su tutor—. Mas ahora vayamos a bordo de nuestro barco, pues de lo contrario zarpará sin nosotros. —Burlingame se dirigió hacia el bote del Peregrino, pero Ebenezer se rezagaba—. ¡Vamos! ¿Qué te retiene?

Ebenezer se tapó los ojos.

—La vergüenza y el miedo; lo mismo que me insta a continuar.

—Son las cantinières[43] de todas las grandes empresas y es menester vivir con ellas.

—No —dijo Ebenezer—. Esta conversación le ha acortado las alas a mi resolución; ya no puedo huir a Inglaterra.

—Tampoco era mi intención que lo hicieras, sino que vinieras conmigo hasta la ciudad de Saint Mary, donde me aguarda un asunto urgente.

Ebenezer sacudió la cabeza.

—Sea justo o injusto el asunto que te traes entre manos, nada quiero saber del mismo.

—¿Y de tu hermana Anna tampoco? Es a ella a quien espero ver en Saint Mary.

—¡Anna en Maryland! ¿Qué nueva enormidad es ésta?

—No tengo tiempo para explicártelo ahora —rio Burlingame, y cogiendo a Ebenezer del brazo lo llevó hacia el bote que les aguardaba—. ¿Ves cómo el Peregrino ya arría la grímpola? La marea va a cambiar.

Aún logró Ebenezer resistirse durante un momento más al influjo, la familiaridad y los apremios de su antiguo tutor, pero la noticia sobre Anna —aunque consideró la posibilidad de que fuera completamente falsa— era harto asombrosa e intrigante como para dejarla pasar. Mientras el bote los llevaba hacia la desembocadura del río, acarició con aire ausente el anillo, como hacía siempre que pensaba en su hermana, y cuando palpó hueso en vez de plata, sintió sorpresa y remordimiento.

—¿Qué estará haciendo Joan ahora? —se preguntó, y guardó el anillo de hueso de pez en un bolsillo, para eludir las preguntas de Burlingame.

Como no llevaba más equipaje que el libro de cuentas, en cosa de minutos Ebenezer quedó inscrito en calidad de pasajero del Peregrino. Cuando la aureola del sol orlaba el horizonte llano, el buque tenía a babor el Puntal de Castlehaven y enfilaba hacia las aguas abiertas de Chesapeake. Tanto con el fin de entrar en calor como con el de evitar ver otra vez el Puntal de Cooke, Ebenezer insistió en dejar la cubierta, e inmediatamente exigió ser informado de cualesquiera noticias que tuviera Burlingame sobre su hermana Anna.

—A juzgar por lo que me contaste de ella en la taberna de Cambridge —dijo con cansancio— es más gemela de Joan Toast que mía. Con todo, de ser cierto que ha atravesado el océano, paréceme que no la mueve un afán tan casto como a Joan. ¿Qué sabes de ella, Henry?

—Cada cosa en su lugar —dijo Burlingame—. Para empezar, insisto en que me llames Nicholas Lowe. Tu amigo y tutor Henry Burlingame ya no existe, puso fin a su propia vida.

—No, Henry. —Ebenezer hizo un gesto de cansancio con la mano—. Estoy ahíto de intrigas y simulaciones y no me importa de qué ni para qué te has disfrazado.

—Este caso es diferente —insistió su amigo—. Mi nombre legal es Nick Lowe, te lo juro. ¿Recuerdas el asunto que me llevó a Malden, aparte del deseo de verte? Tenía que dar con un tal William Smith, bajo cuya custodia se hallaba un fragmento de la historia secreta de John Smith.

—¡Cielos, paréceme que ha pasado una década! ¿Quieres decir que tu amigo el tonelero te hizo entrega de los papeles y que estos demostraron que te llamabas Nicholas Lowe?

—Poco a poco, poco a poco —dijo Burlingame, riéndose—. El asunto es mucho más enrevesado. Todavía no le he puesto la mano encima a los papeles, mas cuando tuve la primera noticia de que Smith estaba en posesión de ellos, le pregunté, por simple curiosidad, qué acontecía con sir Henry Burlingame en la parte final de la historia, en particular si se hacía alguna mención a su origen. Su respuesta fue que, conforme a lo que recordaba, a Burlingame no le acontecía nada en absoluto: John Smith logró de algún modo acabar con la virginidad de la muchacha salvaje y poco después ambos hombres regresaron a Jamestown.

—¿Qué hablas de virginidades? Lo último que yo leí fue el fragmento que le robaste al jesuita, el cual concluye con la captura de aquella gente.

—Esa es la pena —replicó Burlingame—. Lo que tiene el tonelero no es en absoluto la historia de Smith, sino una parte del Diario intimo de sir Henry Burlingame, en la que se refiere la aventura de Smith con Pocahontas. La primera mitad fue lo que tú leíste en la diligencia de Plymouth ¿Eres capaz de ver la doble trascendencia de esta noticia?

—Veo que significa que tu búsqueda fue infructuosa, a menos que en Maryland haya más Smiths a quienes amenazar con la castración.

Burlingame se rio.

—¡Poco te imaginas lo relevantes que son tus palabras! Pero sí, ésa es una de las cosas que ello implica: por lo que yo sé, la historia de Smith termina donde nosotros la dejamos; el resto o se ha perdido o jamás fue escrito, y el nombre de sir Henry no vuelve a aparecer en los anales. Cuando supe aquello me dije que mi búsqueda había sido un fracaso, abandoné toda esperanza de hallar pruebas de mi identidad y resolví crear una nueva. Acudí al coronel Henry Lowe, de Talbot, al cual salvé hace años de los piratas de Pound y, tras explicarle quién era, lo convencí de que me salvara a su vez la vida reconociéndome como hijo suyo. Así nació Nick Lowe, de la nada y sin esfuerzo alguno.

—He de reconocer que no veo la necesidad que había de hacer algo semejante —dijo Ebenezer—, menos aún por qué eso equivale a salvar tu vida. Pero el cielo sabe que no es tu primera acción misteriosa.

—Si tú la juzgas misteriosa, reflexiona de nuevo sobre el hecho de que lo que tiene el tonelero no es la historia de Smith sino el Diario íntimo de sir Henry. ¿Te acuerdas de cómo me hice con la primera mitad de aquel diario? ¡Entonces fue cuando le robé en Inglaterra a Ben Ricaud, su mensajero, las cartas de Coode! ¡El Diario íntimo lo tenía Coode, no Baltimore!

A pesar de no sentirse inclinado a mostrar un gran interés por los asuntos de Burlingame, Ebenezer no pudo ocultar la curiosidad que despertaba en él aquella revelación.

—Al principio, después de lo que me había contado Ben Spurdance —prosiguió diciendo Burlingame—, no me pareció cosa digna de gran admiración el que Coode le confiara a Bill Smith aquellos papeles, puesto que Smith era el lugarteniente del capitán Mitchell en la orilla oriental. Pero cuanto más pensaba en ello, más se enturbiaba el asunto: ¿Por qué se incluía el nombre del tonelero en la lista que me había entregado Baltimore si era un secuaz de Coode? ¿Y cómo explicar la prodigiosa coincidencia de que Coode, al igual que Baltimore, le confiara los papeles a gentes que se apellidaran Smith? No fue sino hasta unos días después de tu boda cuando se me ocurrió mentarle el asunto a Spurdance en la taberna de Cambridge, y entonces supe, como primera providencia, que Coode jamás le había hecho entrega a Smith de los papeles, sino que el tonelero se los había hurtado a Spurdance hacía mucho tiempo. El Spurdance de marras es un secuaz de Coode y fue merced al valor de lo que había capturado por lo que Bill Smith hízose hombre de Baltimore; de hecho, fue precisamente aquel coup lo que decidió a Baltimore a dividir su precioso diario de la Asamblea en dos mitades (no en tres partes, como suponíamos nosotros) y confiárselas a dos amigos suyos apellidados Smith. Sentía predilección por los golpes teatrales como aquél, y ello le costó caro.

—¿Entonces Smith es hombre de Baltimore y Spurdance, de Coode? —preguntó Ebenezer con incredulidad—. ¿Cómo puede ser eso, si uno es un granuja de tomo y lomo, y el otro, a pesar de su carácter, un hombre honrado? ¿Y cómo puede ser que un agente de Baltimore se dedique al tráfico de rameras y opio en beneficio del capitán Mitchell, lo cual es lo mismo que decir que en beneficio de Coode? Bah, paréceme que la conveniencia, y no la verdad, es la urdimbre de ese cuento, y su textura, el subterfugio, y paréceme asimismo que lo has tejido con la lanzadera de la intriga en el telar de mi antigua credulidad. En resumidas cuentas, tan burda es la tela con que has confeccionado esta criatura que incluso yo puedo ver que no encajan las costumbres. Es un retal lleno de contradicciones.

—Lo es en verdad —concedió Burlingame— si uno lo aborda desde las contradicciones entre las que hemos navegado. Pero es que nosotros somos como un marinero sueco al que conocí en Barcelona, el cual había ideado un método inteligente para calcular la longitud en función de la posición de las estrellas, método que era insólitamente preciso en todos sus extremos salvo uno: hasta el día de su muerte aquel marino fue incapaz de recordar si Antares formaba parte de Escorpio y Arturo del Pastor, o si bien era al contrario. Como consecuencia de aquello, daba en calcular la longitud con respecto a Antares utilizando como base el azimut que había avistado con respecto a Arturo, con lo que su barco encallaba en los bancos de Goodwin Sands. En lenguaje llano, yo sabía que Mitchell recibía apoyo de alguna entidad poderosa y remota cuyos motivos eran más siniestros que el mero beneficio pecuniario y, puesto que la índole del tráfico que se trae entre manos es maligna, desde un principio di por supuesto que detrás de todo estaba Coode. No fue sino cuando lo de Spurdance y Bill Smith que se me ocurrieron otras alternativas.

Hasta entonces Ebenezer había estado recostado indolentemente en su asiento, pero en aquel momento se enderezó.

—¡Y ahora seguro que estás a punto de decirme que Baltimore está involucrado en el tráfico que dirige Mitchell!

Burlingame asintió sobriamente.

—No sólo está, involucrado, Eben: ¡es el corazón, el cerebro y la mano ejecutora! Su plan consiste nada menos que en hacer estragos entre la población inglesa de América por medio del opio, y entre las poblaciones indias con las que los primeros mantienen relación de amistad por medio de la sífilis, para que así, al cabo de poco tiempo, los distintos gobiernos acaben cayendo en manos de los franceses, los cuales se han aliado con los indios desnudos de monsieur Casteene. Cumplido lo cual, el papa se ha comprometido a intervenir, uniendo a todas las colonias en un solo territorio de grandes dimensiones, bajo la advocación de Roma, y Baltimore, como recompensa por sus servicios, será coronado emperador de América en vida y elevado a los altares tras su muerte.

—¡Eso es absurdo! —protestó Ebenezer—. Es como si pretendieras que Dios es en realidad el principio del mal, y que Lucifer es el principio del bien.

Burlingame se encogió de hombros.

—De que Baltimore está detrás de Mitchell estoy seguro, y vista a través de la lente de tal certidumbre, toda la historia de la provincia cobra un aspecto diferente: ¿quién sabe si William Claiborne fue un héroe, al igual que Penn, el gobernador Fendall y todos los demás? Yo lo único que sé de Coode es que ha conspirado contra todos y cada uno de los gobiernos que ha habido en Maryland: ¿no se te ha ocurrido a ti pensar jamás que todos esos gobiernos bien pudieran haber sido tan corruptos como el propio Baltimore y que Coode, al igual que el Satán de Milton, pudiera ser más digno de nuestra comprensión que de nuestra censura?

Ebenezer se apretó la frente con la mano y se estremeció.

—Ante la falta de hechos, supongo que debemos considerar todas las posibilidades: pero la perspectiva me sacude.

—No son hechos lo que falta, desde luego; he sido el principal intrigante de Baltimore estos cuatro años y tengo más información privada de la que nunca tuvo Salustio con respecto a Catilina. Lo grave es que incluso los hechos por sí solos son confusos, más aún si se acepta, como toda persona inteligente debe aceptar, que se puede actuar mal con buenas intenciones y a la inversa, y todavía más si defiendes que el bien y el mal son cuestión de perspectiva y que varían con el punto de vista, latitud, circunstancias y época. La historia, para abreviar, es como esos pozos de los que he oído hablar en los desiertos de África; las más variadas bestias pueden beber allí codo con codo, con igual aprovechamiento.

—Pero ¿qué significa esto —preguntó Ebenezer— sino decir que los hechos no nos sirven de nada al emitir un juicio? ¿No es esa misma idea la que mantuve el pasado otoño en Cambridge y que me costó perder mi hacienda?

—En absoluto —respondió Burlingame—, porque los jueces se ponen su escala de valores con la peluca y la toga que les son hechas por la legión de los acusados, y el jurado no tiene otra función que basarse en los hechos. Además de lo cual observan a los litigantes cara a cara y oyen su testimonio, y así pueden juzgar sus personalidades; pero a pesar de la fama nunca he conocido a nadie que haya visto a John Coode cara a cara, ni a pesar de la fama y de la influencia y de la gran confianza que ha depositado en mí, he visto yo mismo a lord Baltimore, como tú tampoco.

—¿Qué? ¿Cómo es posible?

Burlingame contestó que todas sus comunicaciones con el lord propietario, incluso mientras vivieron bajo el mismo techo, se habían realizado a través de mensajeros, porque Baltimore se había encerrado en sus habitaciones pretextando una enfermedad.

—No hay modo de echarle la vista encima a Baltimore ahora —dijo—, pero últimamente me he hecho a mí mismo un solemne juramento: si vive en realidad tal criatura como este John Coode, que ha sido sacerdote católico, ministro de la Iglesia de Inglaterra, sheriff, capitán, coronel, general y Dios sabe cuántas cosas más, me enfrentaré con él cara a cara y me enteraré de una vez por todas de cuál es la causa que defiende. Mi viaje a la ciudad de Saint Mary es para buscarlo a él tanto como a Anna.

Ante la mención del nombre de su hermana, todo pensamiento sobre la política de Maryland desapareció de la mente del poeta y exigió una vez más saber por qué ella y Andrew habían llegado a la provincia tanto tiempo antes de lo planeado.

—La causa de tu padre la verás clara —dijo Burlingame— en cuanto te haya dicho que no hicieron el viaje juntos. Ha venido a buscarla y además a negociar con Mitchell. Poco podía él imaginar cuando lo vi por última vez que ya no tenía hacienda en Maryland, pero probablemente ya haya oído la noticia…

—Entonces la acusación de Spurdance es verdad, que mi padre está aliado con Mitchell.

—Todavía no por lo que yo sé, pero pronto será verdad. Entre la guerra, la caída de los mercaderes extranjeros, el mal tiempo, la escasez de barcos y de plantas robustas, la mosca, el gusano, el escarabajo, las heladas y los peligros procedentes del mar o de sus enemigos, el plantador de tabaco se encuentra en estos tiempos en graves dificultades. Algunos han vendido la mitad de sus propiedades para sanear el resto; otros se han dedicado a otras cosechas que apenas tienen valor; algunos se han trasladado a Pennsylvania, donde la tierra no ha sido todavía esquilmada y agostada, y algunos a los que no atraía ninguna de esas alternativas, se han vuelto hacia campos más lucrativos. Tengo razones para creer que el viejo Andrew discutió sobre esta cuestión con lord Baltimore antes de embarcar, de lo contrario no tendría motivos para venir directo desde Piscataway a casa del capitán Mitchell, donde Joan y yo lo vimos hace dos días. Fue entonces cuando huimos juntos: ella para advertirte de su presencia y yo para llegar a un acuerdo con el coronel Henry Lowe y encontrarme con tu gemela aquí. No podía seguir más tiempo con Mitchell, no sólo porque ya me había enterado de que mi búsqueda no tenía posibilidades, sino porque el verdadero Tim Mitchell, así por lo menos lo he oído, está camino de la provincia. Y lo que es peor, el jesuita Thomas Smith, al que visitamos cerca de Oxford, se ha quejado a lord Baltimore de que lo maltraté, de modo que se me miraba con suspicacia por todas partes.

—Pero ¡maldita sea! —exclamó Ebenezer—. ¿Qué pasa con mi hermana? ¿Dónde está ahora y por qué tenía que venir a Maryland?

—Conoces la causa tan bien como yo —dijo Burlingame.

—Que está enamorada de ti —se lamentó Ebenezer—. Oh, Dios mío, ¡cómo me hubiese complacido esa noticia en otros tiempos! Pero ahora que sé que eres la misma esencia de la carnalidad, me siento como la madre de Ceres debió sentirse cuando Plutón tomó a Proserpina por esposa. Y fastidiado; ¡te aseguro que me fastidia recordar cómo alababa ella mi inocencia y cómo unió la suya a la mía en la casa de postas de Londres y selló nuestros votos de virginidad con su anillo de plata! Y todo era engaño y cruel falsedad: la despojaste de su virginidad hace tiempo en el invernadero y la poseíste a mis espaldas en Londres, e incluso aquel mismo día de mi marcha, antes de que acabara mi asunto con Ben Bragg, os arrullasteis en público desvergonzadamente. ¡Qué hipocresía! ¡Qué corrompido placer debe de haber sentido al jurarme que sería casta, incluso cuando mientras me lo juraba todavía sentía tus manos sobre ella y ansiaba un último revolcón en tu cama! Ahora veo claro por qué aquella última despedida me inquietó y entiendo el asunto del anillo: estaba tan excitada por ti, que te mantenías disfrazado a no más de diez yardas de distancia, que se imaginaba que era tu mano con la que estaba jugueteando y su imaginación casi le hace desmayarse.

—Basta —ordenó Burlingame—. Si de verdad crees estas insensateces, no eres tanto un inocente como un estúpido.

—¿Lo niegas? —exclamó el poeta—. ¿Niegas que fuera vuestra relación licenciosa lo que motivó que mi padre te echase de Saint Giles?

—No, no del todo.

—¡Y aquellos sucios alardes en la taberna de Cambridge! —le apremió Ebenezer airado—. Que ella te había rogado que la poseyeses y que había descubierto ante tus ojos sus secretos más íntimos y a menudo había enloquecido de alegría con vuestros lúbricos juegos… ¿Me vas a negar todo esto ahora?

—Todo eso es verdad en esencia —suspiró Burlingame—, pero lo que no acabas de ver…

—¿Entonces en dónde está mi estupidez excepto en estimarla demasiado para darme cuenta de que era vulgar lujuria hacia ti lo que la atrajo a nuestras habitaciones de Thames Street y de que esta misma lujuria monstruosa le ha hecho recorrer medio mundo para calentarte la cama?

—Acaba de una vez, idiota —exclamó Burlingame—. Es verdaderamente el amor lo que la ha traído hasta aquí, o lujuria, si lo prefieres; pero amor o lujuria… ¡Por Cristo, Eben!, ¿no te has dado cuenta en todos estos años de que eres tú el objeto de ello?