33. EL LAUREADO PARTE DE SU HEREDAD

Era tal la agitación que se había adueñado de él que en tanto no llegó a su alcoba, donde aún ardía una vela que había dejado encima del escritorio, el Laureado no cayó en la cuenta de que carecía de pistola con la que darse fin. Ni siquiera tenía espada, pues la suya habíanla robado junto con el resto de su indumentaria cuando se hallaba en el granero, y jamás le había sido devuelta. Oyó que la gente de la sala subía las escaleras en tropel y se arrojó, desesperadamente, sobre la cama.

La primera persona en llegar a su puerta fue Susan; echó un vistazo al poeta y les dijo a los demás que se mantuvieran alejados.

—Te aguardaremos abajo —farfulló Smith—. Pero cuidado, ocúpate de que no haya problemas. No quiero ver sus sesos ociosos desparramados por toda la casa.

Todo aquello lo oyó el poeta con el rostro hundido en la colcha. Susan cerró la puerta y se sentó en el borde de la cama.

—¿Tenéis intención de saltaros la tapa de los sesos? —inquirió.

—Es la desgracia que faltaba —respondió él—. No tengo pistola ni medios con que adquirirla. No enviudaréis esta noche, a lo que parece.

—¿Tan terrible será la ira de vuestro padre?

—¡Por Cristo, no cabe imaginarlo! —gimió Ebenezer—. Mas aunque fuera la viva estampa de la misericordia, me siento demasiado avergonzado como para mirarlo a la cara.

Susan suspiró.

—Harto extraño va a ser el enviudar de un hombre que jamás me tomó por esposa.

—¡No lo haré jamás! —Ebenezer se incorporó, colérico—. ¡Mucho os importa, con vuestros salvajes del secadero de tabaco y vuestro opio! ¡Casaos con mi amigo Henry Burlingame, que se desposará con vos y con vuestros puercos…, ésa es una buena unión!

—El mundo es extraño y está lleno de maldad —murmuró Susan.

—¡Al menos lo está esta provincia inmunda, cuyas delicias tenía yo la obligación de cantar! —Ebenezer sacudió la cabeza—. ¡Ah, demonios, no tengo por qué haceros daño; perdonad mis palabras!

—Duro es el golpe que habéis recibido, pero, por favor, no volváis a hablar de pistolas —dijo Susan—. Huid, si ello es preciso, y empezad de nuevo en otra parte.

—¿Huir adónde? —exclamó Ebenezer—. ¡Más vale un pistoletazo que parar un día más en Maryland!

—Volved a Inglaterra, es lo que quiero decir; ocultaos hasta que zarpe la flota y así os libraréis de vuestro padre de una vez por todas.

—Muy bien —dijo el Laureado con amargura—. ¿Y cómo le pago el pasaje el capitán? ¿Dándole besos?

—¡Señor Cooke! —musitó Susan de repente. Se inclinó sobre él y lo cogió por los hombros—. Mejor dicho: ¡Ebenezer! ¡Esposo!

—¿Qué es esto? ¿Qué hacéis?

—¡Alto, escuchadme! —le urgió Susan—. Es verdad que no soy más que una ramera, una sucia desvergonzada que está hecha una piltrafa por causa de tanto maltrato. Es verdad que no teníais mucha opción cuando os casasteis conmigo y que tenéis pocos motivos para amarme. Mas yo digo otra vez que la vida es extraña y está llena de cosas que ni siquiera os imagináis: ¡No todo es como pensáis, pichón mío!

—¡Recontrademonios!

—¡Os amo! —sibiló Susan—. ¡Huyamos juntos de este pozo de perdición y comencemos una vida nueva en Inglaterra! ¡Los pobres tienen allí numerosas triquiñuelas a las que recurrir y yo me las sé todas al dedillo!

—¡Pero qué diantre! ¡Si no tengo para un pasaje…, cuánto menos para dos!

Susan no se arredró.

—Os habéis casado con una escupidera —dijo—. Lo mejor que puedo hacer es utilizar mi vergonzante condición en provecho vuestro a fin de desembarazarnos los dos de Maryland por siempre jamás.

—¿Qué es lo que proponéis?

—Ahora mismo me iré al secadero y me prostituiré hasta haber reunido la suma.

Ebenezer meneó la cabeza.

—Es un plan noble —dijo, suspirando—. Tal prostitución se revestiría de un carácter martirológico, a mi parecer, y es digna de respeto. Mas no puedo irme.

La mujer se soltó del poeta.

—¿Que no podéis iros?

—No, ni aunque me cambiara de nombre y de cara y me librara para siempre de la cólera de mi padre. Los vivos son esclavos de la memoria y la conciencia, y si huyéramos juntos, la primera se me colmaría de recuerdos de mi padre y de mi hermana, y la segunda… —Ebenezer se interrumpió—. No soy capaz de decirlo con brevedad ni crueldad menores: hace nueve meses le proclamé mi amor a una muchacha de Londres llamada Joan Toast, a quien ofrendé mi inocencia, la cual ella desdeñó. Tras aquello juré ser tan virgen como un sacerdote y rendirle adoración al dios de la poesía. La tal Joan Toast tenía un amante, que por ende era su alcahuete, y a pesar de que fue por causa de este último por lo que mi padre me envió a Maryland, y pese a que yo tenía toda clase de motivos para pensar que me aborrecía, en adelante siempre la tuve presente en mi pensamiento, y la evocaba cuando me hallaba en los trances peores. Y jamás rompí mi promesa. ¡Pensad, pues, cuánto me conmovió el averiguar que me había seguido por amor! Adopté la resolución de casarme con ella y convertirla en la dueña de mi hacienda, y en verdad que eso es lo que hubiera hecho de haber ido todo bien, tan grande es el amor que le profeso. Ahora Malden ya no me pertenece y Joan ha desaparecido, y tanto si huyó para no casarse con un pobre de solemnidad como si lo hizo para reunirse con su amante McEvoy, sigue siendo cierto que vino hasta aquí por causa mía, al igual que hizo él. ¿Cómo voy a huir con vos a Londres si no sé qué es de ellos ni si están vivos o muertos?

Susan rompió a llorar.

—¿Tan horrible soy comparada con vuestra Joan? No, no os molestéis en mentir: mis ojos conocen la belleza de su rostro y el espanto del mío propio. ¡Poco imagináis los celos que siento de ella!

—El mundo os ha tratado mal —dijo Ebenezer.

—¡No sabéis ni la mitad! ¡Yo soy su verdadero símbolo y emblema!

—Y, sin embargo, sois valiente y generosa y nos habéis librado a Joan Toast y a mí de la muerte.

Susan cogió a Ebenezer del brazo.

—¿Qué diríais si supierais que Joan Toast se encuentra en esta misma casa?

—¿Qué? —exclamó Ebenezer, dando un respingo—. ¿Cómo puede ser eso, si yo no la he visto? ¿Qué estáis diciendo?

—¡En este mismo momento se encuentra en esta casa y lleva aquí desde que huyó del capitán Mitchell! Aquí tenéis la prueba.

Susan extrajo del seno una cuerda sucia que hacía las veces de collar, en la que apareció ensartado el anillo con hueso de pez que le había regalado a Ebenezer Quassapelagh, el rey Anacostino.

—¡Dios mío, el anillo que os di para que pagarais el pasaje de Joan! ¿Dónde se encuentra ella?

—Alto, Eben —le advirtió Susan—. No habéis oído todo lo que os tengo que decir antes de que la veáis.

—¡Me importa un comino! ¡No intentéis mantenerme alejado de ella!

—Por ella lo hago —dijo Susan, y obstruyó la puerta que daba al pasillo—. ¿Por qué creéis que no se ha dejado ver antes?

—¡Demonios, no lo sé ni me atrevo a pensarlo! ¡Pero me muero de ganas de verla!

—Es muy justo, porque ella no ha hecho menos por veros.

Ebenezer se detuvo como si le hubieran dado un martillazo. Lágrimas le brotaron de los ojos y se vio obligado a sentarse en la silla más cercana, que resultó ser la de su escritorio, sobre la cual se derrumbó.

—¡Sí, ha muerto! —dijo Susan—. ¡Ha muerto por causa del mal francés, del opio y de la desesperación! Yo la vi morir, y no fue agradable.

—¡Ay, Dios mío! —gimió Ebenezer, mientras sus rasgos sufrían una violenta convulsión—. ¡Ay, Dios mío!

—Ahora ya sabéis cuán grande era el amor que os profesaba a vos y a vuestra inocencia, después de haberos despreciado en vuestra alcoba; también sabéis que le volvió la espalda a John McEvoy cuando éste le escribió aquella carta a vuestro padre. Un sueño se apoderó de ella, un sueño que es caro para todas las rameras: pasarse la vida a vuestro lado en medio de una castidad perfecta, y con tal fuerza se apoderó de ella aquel sueño que enseguida juró seguiros a Maryland —tanto más por cuanto que os habían enviado aquí por causa de ella—, y acariciaba la esperanza de que la aceptarais. Pero no tenía dinero para pagarse el viaje, así que, pese a su promesa de no seguir ejerciendo la prostitución, parecía que estaba obligada a holgar con hombres, a fin de procurarse el dinero del pasaje.

—¡Vive Dios, cuánto daño me hacen estas nuevas! —exclamó Ebenezer.

—Buenas nuevas son, comparadas con lo demás —dijo Susan—. Es sabido que cualquier moza de buen ver puede refocilarse con la mayoría de los hombres que tenga alrededor, y casi con cualquier hombre que exista, si sabe desenvolverse en su cometido con la suficiente imaginación y espíritu. Así es el mundo y no se puede hacer nada para evitarlo. El plan de Joan Toast consistía en dar con un capitán de barco, al igual que han hecho tantas otras buenas mozas, que le permitiera calentar su camarote durante la primera semana, como pago de su pasaje; pero le repugnaba tanto la idea de volver a ejercer la prostitución que urdió una estratagema diferente, la cual era harto más peligrosa y desagradable desde todo punto de vista, aunque tenía el mérito único de que, si no fallaba, llegaría a Maryland sin que nadie se hubiera refocilado con ella. Había oído decir por los muelles que en América las putas escaseaban tanto como los judíos en el Colegio Cardenalicio, hasta el punto de que cualquier muchacha que lo deseara tenía a su alcance la posibilidad de atravesar el océano sin pagar nada a cambio, a bordo de cierto navío, con la condición de que cuando llegara al otro continente trabajara para alguno de los tratantes de blancas que estarían aguardando al buque.

Ebenezer gimió.

—¡No me atrevo a dejar que mi fantasía se dispare!

—Su nuevo plan consistía en firmar, embarcarse en aquella nave, que no llevaba más pasaje que las furcias, y así llegar a América sin que hubieran gozado de ella; una vez en tierra, se devanaría los sesos procurando dar con el modo de escapar a su compromiso. La perspectiva no le alarmaba en demasía, pues tanta era la avidez de mujeres que había en las provincias y tan ávidas estaban a su vez las mujeres de embolsarse las altas tarifas que podían establecer, que no existía contrato ni documento que las obligara por escrito.

—Ese barco —interrumpió Ebenezer—; me entran temblores de pensar en oír su nombre, mas si me lo dijerais… He de saberlo.

—Se llamaba Cyprian…, el mismo que atacaron los piratas frente a las costas de Maryland, los cuales violaron a todas sus mujeres sobre la borda, menos a una.

—¿Menos a una? Por vida de…, entonces me atrevo a esperar que…

—No os atreváis —dijo Susan—. Esa mujer era Joan Toast, en efecto, pero la razón por la que no la violaron fue que huyó hacia la arboladura por los flechastes de mesana.

—¡Por Cristo! ¡Por Cristo bendito! ¡Era ella! —exclamó Ebenezer—. Sabed, Susan, que eran los piratas del capitán Pound, los mismos que poco antes nos habían sacado a mi criado y a mí del Poseidón, siguiendo instrucciones de Coode. No sé lo que os ha contado Joan, pero debo confesar ahora, antes de que el remordimiento acabe conmigo: yo fui testigo de aquel acto de piratería; yo vi a las mujeres del Cyprian; vi que una muchacha desventurada lograba liberarse y trepar por los flechastes de mesana, aunque ni remotamente se me ocurrió soñar quién era; vi que el moro salía en pos de ella…

—¡Ese moro! —dijo Susan, estremecida—. Lo conozco bien por lo que me contó Joan; me pongo enferma y me entran escalofríos al recordarlo. Mas escuchad la historia…

—No he concluido mi confesión —protestó Ebenezer.

—Tampoco tenéis nada que confesar que yo no sepa ya —dijo Susan con expresión siniestra, y prosiguió su historia—. En cuanto los piratas enarbolaron sus colores, el capitán les aconsejó a las mujeres que no se resistieran, sino que se sometieran de buen grado, con la esperanza de que una vez que los piratas hubieran satisfecho la lujuria a costa de ellos, quedaran todos con el pellejo salvo y el barco a flote. Pero dos muchachas se ocultaron en los escondrijos más recónditos de la sentina: Joan Toast, porque había jurado ser tan casta como una monja, y otra moza, tan estragada por las purgaciones y la sífilis que no le quedaban más que unos días de vida, y deseaba llegar a la tumba sin que la violaran.

—¡Y allí fue donde el moro las descubrió! ¡Me pongo enfermo!

—Allí las encontró —afirmó Susan—. Ocurrió algo que hace estremecerse a cualquier moza que da en pensarlo: estaban las dos en cuclillas, en medio de la oscuridad, oyendo el obsceno estruendo que levantaba el ataque que tenía lugar encima de ellas, cuando abrieron la escotilla de la sentina y apareció el moro monstruoso. Llevaba un cirio en la mano, a cuya luz le vieron el rostro y su enorme cuerpo negro. Cuando divisó a las dos mujeres soltó un bufido y saltó sobre la que tenía más cerca de sí, la cual resultó ser la que no se hallaba muy lejos de la muerte. El hecho de que no pudiera ver a la luz de la vela las huellas que había dejado la sífilis en ella labró la desgracia de Joan, amén de la suya propia, pues cuando al poco el moro hubo acabado con la muchacha y se fue a por Joan, ésta tenía que temer dos catástrofes en lugar de una.

Ebenezer sólo era capaz de gemir y sacudir la cabeza.

—Hizo ademán de huir cuando el moro aún estaba con la muchacha enferma, mas aquél la agarró del tobillo y le propinó tamaño golpe que Joan no volvió a saber nada hasta que vio que el moro la llevaba hacia cubierta junto con otra muchacha, subiendo por la escalerilla. Cuando logró librarse y trepar por los cordajes, tal como vos lo presenciasteis, Joan abrigaba la esperanza de que el moro renunciara a perseguirla y se conformara con gozar de las mujeres que había en cubierta; mas antes de llegar arriba del todo, el balanceo de la nave y la altura le hicieron sentir tanto miedo que se vio obligada a dejar de trepar y se agarró a las cuerdas con pies y manos, como si fuera una mosca atrapada en una telaraña. Allá fue donde el moro la poseyó hasta hacerle perder el conocimiento, y allá se quedó colgada sabe Dios durante cuánto tiempo, hasta que, violada, contagiada de sífilis y preñada de la semilla del moro…

—¡Ah, no!

—Como lo cuento —confirmó Susan—. Aunque aquello no se hizo patente hasta al cabo de un cierto tiempo. Mas tanta barbarie y maltrato quedó en nada al lado de la desgracia que le sobrevino a continuación: apenas había recobrado la conciencia y se vio aún colgada de los flechastes, cuando oyó que otro pirata subía a por ella, profiriendo voces obscenas. Joan decidió arrojarse al océano si se trataba del moro, pero cuando se volvió a mirar…

—Era yo —dijo Ebenezer, llorando—, y ojalá me queme en el infierno por haber hecho una cosa semejante. Era la primera vez en mi vida que se apoderaba de mí la lujuria como si yo fuera una cabra en celo; había perdido la esperanza de volver a ver a Joan, pues yo pensaba que me despreciaba. ¡Dios santo, fue la partida de Pound lo que la salvó de que la volvieran a violar! ¡Y además a manos del hombre por cuya causa había padecido todo lo que le había acontecido antes! Aún hoy en día sigo siendo incapaz de comprender aquella debilidad mía, como tampoco comprendo la de la otra vez, cuando estaba dispuesto a forzaros a vos en casa del capitán Mitchell.

—Para vos era mera lujuria, algo a lo que se inclina el común de los mortales —repuso Susan—, pero para Joan Toast era el fin del mundo, pues os amaba más allá de la muerte. Cuando el Cyprian tocó puerto en Filadelfia, firmó con el primer traficante de rameras que vio en el puerto, el cual, casualmente, resultó ser el capitán Mitchell, del condado de Calvert.

—¡Santo cielo! ¿Queréis decir que…?

—¡Quiero decir que ejerció en calidad de ramera de Mitchell desde el primer momento! La sífilis que le había contagiado el moro pronto se extendió sobre su persona en forma de pústulas y erupciones, de modo que nadie quería ir con ella, y encima supo que estaba preñada. Al poco se dio al opio, a fin de aliviar sus desgracias, y acabó firmando un contrato de servidumbre de por vida con Mitchell, quien la destinó a propagar la sífilis entre los salvajes y a ejecutar unas cuantas labores ingratas. Fue entonces cuando llegasteis a casa de Mitchell, tras vuestro naufragio, como dos aparecidos, y Joan se sintió tan avergonzada de su lamentable estado y tan iracunda por causa de vuestra traición, amén de desesperada por su futuro, que juró poner fin a todo aquello y acabó con su vida. Este anillo no sirvió para traer a Malden a la bella Joan Toast de Locket’s, sino a su horrible cadáver.

—¡Y yo soy su asesino! —exclamó Ebenezer. Se levantó de la silla dando un salto—. ¡He de ver su tumba y poner fin a mi vida yo también! ¿Dónde yace su cuerpo?

—Está donde solía, y ya es mucho el tiempo que lleva ahí, desde el otoño —dijo Susan y se llevó la mano al pecho—. ¡He aquí el cadáver de vuestra Joan Toast, ante vuestros ojos!

—¡Ah, esto no puede ser! —Mas al caer en la cuenta de que así era en efecto, nuevas lágrimas rodaron por el rostro del poeta—. ¡Es de todo punto imposible! ¡Henry… Henry se hubiera dado cuenta, por Cristo bendito! Y Smith, vuestro padre…

—Henry Burlingame me reconoció la misma noche que llegasteis a casa de Mitchell, y ha guardado el secreto a instancias mías.

—Pero la historia de Susan Warren y Elizabeth Williams…

—Es cierta de pe a pa, exceptuando un solo detalle: es la historia de la desgracia de aquella pobre muchacha cuando me llevaron a casa de Mitchell. Fue mi parecido con ella, y el de ella con Elizabeth Williams lo que le hizo al capitán pagar tan alto precio por mí; poco después de haberme hecho caer en las redes del opio, asesinó a Susan durante un acceso de cólera y la enterró bajo el nombre de Elizabeth Williams.

—¡Diantre!

—Entonces se hizo preciso —dijo Joan— ocultar su crimen, pues no quería llamar la atención sobre las actividades que desarrollaba. Consecuentemente, fue a Malden en busca de William Smith y le contó que la muchacha había muerto de sífilis; luego, para mantenerse enteramente a salvo, prometió a Smith hacer de él un próspero tratante de rameras a condición de que me proclamara hija suya. La codicia fue el sentimiento que prevaleció en el ánimo del tonelero y ni que decir tiene que mi opinión no contaba.

—¡Pero cielos! —exclamó Ebenezer—. ¡Ese Mitchell es un desalmado de mayor envergadura que su jefe Coode!

—No sé quién es el jefe de Mitchell ni si en efecto lo tiene, pero sí que sé que se está tramando una conspiración monstruosa. Mitchell hace llegar su opio a los cuatro confines de la provincia y a las muchachas como yo las utilizan para propagar deliberadamente la sífilis entre los indios.

La imagen que suscitaron las últimas palabras de Joan, junto con el recuerdo de su propio comportamiento en casa de Mitchell y la parte de responsabilidad que tenía en el infortunio de la muchacha era más de lo que Ebenezer podía soportar: le sobrevino un ataque de náuseas no acompañadas de vómitos, que lo dejó exhausto, tendido de través sobre el lecho.

—Mencioné el nombre de Joan Toast tan sólo a modo de prueba, por ver cuáles eran vuestros sentimientos para con ella; lo volví a mencionar cuando concerté el holgar con vos para pagarme el pasaje en barca: si me hubierais desdeñado lo habría atribuido a mi fealdad, pues dijisteis que en Malden os haríais pasar por virgen ante Joan Toast.

—¡Dejadme fenecer de vergüenza! —gimió Ebenezer—. ¡Traedme una pistola de abajo y vengaos de todos vuestros padecimientos! O, si no, mandad llamar a John McEvoy y contadle lo que habéis soportado por mi causa. ¡Yo compartiré con él el placer que le cause darme muerte!

—Ya he visto a John McEvoy —repuso Joan—, en esta misma casa, no hace ni seis semanas. Había tenido conocimiento de vuestra pérdida de Malden y, a través de Burlingame, vino a por mí cuando vos estabais aún enfermo.

—¡Cuánto debe de aborrecerme!

—Incluso antes de ver en qué estado me encontraba —dijo Joan atropelladamente— su mayor deseo era mataros.

—¡Entonces hacedle venir, que me mate de un tiro y acabemos!

—Escuchadme hasta el final. —Joan se puso de pie, junto al lecho, mirando a Ebenezer desde arriba—. Le dije que éramos marido y mujer, pese a que vos seguíais siendo virgen, y que os amaba a pesar de mis tristes cuitas; díjele también que de vuestras desgracias, de las mías y asimismo de las suyas, ninguno de nosotros tenía por sí solo la culpa, sino que entre todos la compartíamos. Finalmente, díjele que seguía amándole, aunque no del mismo modo en que amaba a mi marido, y que si os infligía daño alguno me lo infligía a mí también. Entonces le dije que se fuera y que no regresara, porque la mujer puede tener varias decenas de amantes a la vez, mas un solo amado. No he vuelto a tener noticias suyas ni tampoco lo deseo.

Ebenezer estaba sobremanera alarmado como para hablar.

—Aquí tenéis seis libras que me dio vuestro padre para que huyera de Mitchell —concluyó abruptamente Joan, depositando el dinero encima de la colcha—. Basta para pagar un billete, y tras dos horas en el secadero puedo ganar para el otro. El Peregrino zarpa de Cambridge con la marea de madrugada, para reunirse con la flota que está anclada en Kecoughtan.

—¡Sois demasiado bondadosa! —lloró el poeta—. ¿Qué puedo hacer o decir para probar mi amor?

—Ningún hombre puede amar a la piltrafa con que os habéis casado —replicó Joan—. Mas si de verdad deseáis paliar mis desgracias, hay una cosa que os pediría que hicierais.

—¡Lo que sea! —juró Ebenezer, e inmediatamente comprendió, aterrado, lo que ella le podía pedir.

—Veo temor en vuestro semblante —observó Joan—. Deponedlo; no ansío vuestra inocencia.

—Yo os juro…

—No lo hagáis, por favor; sería un perjurio innecesario. Lo único que os pido es que os pongáis este anillo de hueso de pez que me disteis, el cual tiene un valor tan curioso para algunos plantadores, y que a cambio me deis el sello de plata que lleváis: me ayudará a sentirme más esposa y menos ramera.

—Exigua recompensa es —dijo Ebenezer, y aunque en realidad le causaba un dolor considerable separarse del anillo que le había dado su hermana, no se atrevió a demostrar sus sentimientos cuando se lo quitó del dedo y Joan le puso en su lugar el de hueso de pez, que era de mayor tamaño.

—¡Juradme que sois mi marido! —le ordenó.

—¡Lo juro por Dios! ¡Y vos mi esposa por siempre jamás!

—No, Eben, sería pedir demasiado por mi parte y demasiado jurar por la vuestra. Ni siquiera me atrevo a tener la esperanza de que me aguardéis.

—¡Que algún dios me haga caer fulminado si no lo hago! ¿Cómo puedes ni pensarlo?

Joan movió la cabeza y se calzó el sello de plata.

—Sea como fuere; ahora he de ir al secadero —dijo, lúgubremente—. El anillo me ayudará.

Tras la partida de Joan, Ebenezer siguió tumbado de través en la cama, completamente vestido, abrumado todavía por todo lo que había averiguado aquella noche. La vela, que estaba entera cuando la encendió después de la cena para que le diera luz mientras concluía el poema, ya casi se había consumido, y la tenue corriente de aire que llegó del corredor cuando salía Joan la apagó. El poeta tenía en una mano el dinero que le había dado ella; tocó con los dedos el anillo de hueso de pez y oró sin palabras, agradeciéndole a los dioses que tuvieran que ver con ello el que le hubieran proporcionado la manera de escapar, por un lado, de la cólera de su padre y del suicidio, por otro, así como también que le hubieran permitido descargarse en cierta medida de la espantosa deuda que tenía contraída con Joan Toast.

—¿Qué cuentos se trae un poeta con los asuntos del mundo? —se preguntó, retóricamente—. ¿Qué tiene que ver con propiedades, con herencias, con las enmarañadas disputas de los gobiernos, con las redes del amor? Tales son precisamente los temas que ha de tratar, y cuanto más se involucre en esas cosas, menos verá y con menor claridad. Ese fue el gran error que cometí al principio: el poeta se debe arrojar en los brazos de la vida, como ya he dicho, y husmear en sus más íntimos recovecos y encantos, como hacen los amantes, mas el corazón debe ocultarlo y no entregarlo jamás; deberá ser tan insensible como el insensible gigoló cuyo arte para con las mujeres dimana del desapego que hacia las mismas siente; o bien hará como aquellos santos padres que se sumen por una vez en la ciénaga del pecado para luego correr a refugiarse en sus celdas y rechazar el mundo con conocimiento de causa. Así también el poeta tiene la obligación de comprometerse con el mundo en el que le ha tocado vivir, mas a condición de librarse de él antes de que éste lo aherroje. El poeta es un viajero diligente y diestro que en hallándose en un país extranjero da en imitar el atuendo y las costumbres de quienes lo habitan, para así mejor reparar en sus bárbaros hábitos; mas con todo sigue siendo viajero, y no debe demorarse en exceso. Es lícito que juegue con el amor, o con el aprendizaje, o con el arte de ganar dinero, o con el gobierno —sí, incluso con la moral o la metafísica—, a condición de que no olvide nunca que se trata de un mero juego, en el que por mero entretenimiento toma parte, importándole un rábano el éxito o el fracaso. Yo soy poeta, y ninguna otra cosa aparte de ello; seré consciente tan sólo de mi arte: ése es mi principio y mi fin.

Habíase embarcado Ebenezer en tales reflexiones para así justificar la huida con Joan; mas cuando las mismas adquirieron un tono de manifiesto, vínosele a las mientes una nueva idea, tan abominable que la alejó de sí al instante, y tan fascinante, sin embargo, por la perfidia que entrañaba, que no podía dejar de volver sobre ella una vez tras otra.

—¡Ay, Dios, será posible siquiera que haya concebido semejante idea! ¡Y además mientras esa pobre desdichada se afana y estremece entre los brazos de algún salvaje con ánimo de juntar dinero para nuestro pasaje!

Mas, por inconcebible que le pareciera aquella idea, ya se le había ocurrido, y cuanto más la execraba y vilipendiaba, con mayor tenacidad se le aferraba a la imaginación. Al cabo de tal vez tres cuartos de hora, Ebenezer se vio diciéndose:

—Ella no tiene culpa ninguna de que el moro descomunal la poseyera y le contagiara la sífilis, engendrando en su seno un negro infante; pese al opio y la prostitución sigue siendo la misma Joan Toast que yo amo; las purgas y abusos de Mitchell, los cuales le han destruido el cabello y los dientes, no han logrado desfigurarle el carácter. Movida por una fe y una caridad santas, me ha dejado este dinero aunque lo había obtenido de mi propio padre por medio de engaños. Además es mi esposa: a los ojos del cielo no cuenta que Richard Sowter no tenga potestad para celebrar matrimonios, ni que yo me haya casado con ella bajo coacción, ni que ella diera un nombre falso, ni que a los ojos de la ley haya cometido centenares de adulterios mientras nuestro matrimonio seguía sin consumarse. Debo aguardar a que regrese, y si se diera la circunstancia de que no le hubiera contagiado su enfermedad a un buen puñado de indios roñosos, debo en conciencia devolverle el dinero de mi padre, cuya ira me cumple a fin de cuentas padecer, ira que habrá aumentado considerablemente por el hecho de que Joan le haya dado calabazas. Eso es lo que dice nuestro código cristiano del honor, y aun cuando, en tanto que poeta, no soy más que un invitado, valga la expresión de la Cristiandad, con todo y con ello es mi obligación hacer honor a las normas de la casa.

Sin embargo, ¿qué le ataba sino el mismo código en cuestión? Conforme a sus cálculos le quedaba poco tiempo; se levantó de la cama, se echó una gruesa casaca por encima de los hombros y recogió el libro de cuentas. Aunque en la oscuridad no acertaba a distinguir los versos, entonó mentalmente el final feroz de su sátira y se abrazó al cuaderno, estrechándolo contra su pecho. Mas cuando se vio en el pasillo y a oscuras, rompió a sudar, avergonzado.

—¡No! ¿Qué estoy haciendo? Aunque ahora sea más poeta que nunca en mi vida (y por tanto, a nadie estoy obligado sino a mi musa ni estoy comprometido con ninguna institución salvo mi arte), y aunque mi voto vaya en contra del credo poético y contra la promesa que le había hecho previamente a Anna, con todo, maldita sea, he dado mi palabra y la he sellado con los anillos.

Aquella fue la angustia final. Mientras descendía por las escaleras de puntillas y salía por la puerta trasera de la casa, vio la expresión endurecida y recriminatoria de su hermana; al cruzar el patio a oscuras camino de las cuadras, recordó cuando Anna le regaló el anillo, y su respuesta, nerviosa, prometiéndole que haría prosperar su dote. Luego de haber encontrado un caballo ensillado que pertenecería a algún visitante y tras montarse en él, la imagen de Joan Toast se entremezcló extrañamente con la de Henry Burlingame, al tiempo que la causa de su hermana fundíase con la suya propia, de modo que las dos parejas emergían en medio de un antagonismo no por obvio claramente explicable, al menos de momento.

Un frío viento decembrino barría el Puntal de Cooke, helando las lágrimas que arrasaban las mejillas del poeta. Ebenezer espoleó con los talones a la cabalgadura y exclamó:

—¡Pluguiera a algún dios hacerme caer muerto ahora mismo!

Sin embargo, tenía bien sujeto en la mano el billete de banco, por temor a que se extraviara en la oscuridad.