32. LA MARYLANDÍADA VE LA LUZ, MAS A SU PROGENITOR LE VA TAN MAL COMO EN CUALQUIER OTRO CAPÍTULO

—!Al Parnaso! —exclamó el Laureado, soltando una carcajada, y la silla surcó los cielos de Tesalia y se posó entre dos montañas gemelas que eran conos de alabastro pulimentado. El valle al que fue a dar hallábase ocupado por miles y miles de habitantes del mundo que pugnaban por acercarse a los pies de las montañas—. Decidme —le preguntó a alguien que tenía cerca y que en aquel instante estaba zancadilleando a la persona que iba delante de él—, ¿cuál de las dos es el Parnaso?

—La de la derecha —respondió el interpelado, por encima del hombro.

—Así lo había entendido —replicó el poeta—. Mas ¿y si hubiera venido desde el otro lado? En ese caso la derecha sería la izquierda y la izquierda la derecha, ¿no es así? Os lo pregunto tan sólo de un modo hipotético.

—La derecha es la derecha e idos al cuerno —gruñó el hombre, y se perdió entre la multitud.

Ciertamente, desde donde se hallaba Ebenezer, lejos de ambas, las dos montañas parecían idénticas, con sus cúspides rosáceas perdidas entre las nubes. A no mucha distancia de las bases formábanse en las laderas círculos diversos que constituían obstáculos a vencer por los escaladores. Primero vio Ebenezer un círculo de hombres de gran fealdad, armados con garrotes, quienes aplastaban los dedos de los escaladores, de entre los cuales unos renunciaban definitivamente a subir y otros se quedaban donde estaban; círculos semejantes a aquél hallábanse dispuestos a intervalos regulares hasta donde alcanzaba Ebenezer con la vista; en algunos, los hombres en lugar de garrotas enarbolaban hachas o punzones. Tampoco estaban libres de peligros las zonas que mediaban entre un círculo y otro. Por ejemplo, desperdigados acá y acullá había grupos de mujeres que invitaban a los escaladores a renunciar a su objetivo; veíanse lechos y catres dispuestos junto a mesas atestadas de vino y comida, los cuales arrullaban a quienes, cansados, en ellos se tendían, sumiéndolos en un sueño profundo como la muerte; abundaban las ruedas de molino, así como las falsas señales indicadoras que prometían la cumbre, cuando en realidad conducían (como cabía percibir con claridad desde el valle) a precipicios, desiertos, selvas, prisiones y casas de orates. Incontables eran los escaladores que caían ante toda suerte de obstáculos. Los que lograban rebasar la primera línea de guardianes —bien merced a la fuerza bruta, bien merced a que lograban desviar la atención de aquéllos hacia otras cosas, bien porque recurrían a hacerles cosquillas, caricias o cualesquiera cosas que agradaban a los portadores de garrotas— sucumbían las más de las veces ante las mujeres, los lechos, las ruedas de molino o las falsas señales, y los que lograban escapar también a todo aquello sucumbían al alcanzar el siguiente círculo de guardianes, y así sucesivamente. Los pocos que, merced a una combinación de técnicas diversas, lograban superar los obstáculos más alejados, eran fuertemente aplaudidos por los demás, y a veces sucedía que el mismo estruendo de los aplausos bastaba para hacer que el escalador se soltara del alabastro al que estaba firmemente asido, de modo que caía nuevamente de bruces al valle. Otros que estaban próximos a la cima eran derribados por las piedras que les lanzaban las mismas manos que poco antes les aplaudían, y aún había otros que no eran apedreados, sino meramente olvidados. De los escasísimos que se mantenían suficientemente afianzados, algunos le debían la firmeza de su posición a las espesas brumas rosáceas que les impedían servir de blancos, otros, sencillamente, a que los protegía la mole del pico que habían ganado, y otros a las uvas y naranjas de la China que arrojaban sobre la muchedumbre, a petición de ésta.

Lo más importante era, naturalmente, elegir la montaña adecuada, mas siendo así que, por más que lo preguntaba, Ebenezer no era capaz de dar con una información veraz, acabó por adoptar la resolución de elegir arbitrariamente, y así comenzó a subir con los demás; sin duda, razonaba, se aprende al tiempo que se escala, y en todo caso, alcanzar cualquiera de las dos cumbres es de por sí un logro suficiente. Sin embargo, lo primero que descubrió fue que los obstáculos eran mucho más formidables cuando los tenía uno delante que cuando se veían desde lejos, sin estar comprometido en la escalada: cuando llegó al círculo de portadores de garrotas, halló a estos mucho más feos y amenazantes, y las señales indicadoras ofrecían un aspecto enteramente auténtico. De hecho, cuanto pudo hacer fue reunir el valor suficiente para arremeter contra los guardianes que tenía cerca de sí; mas no bien se había aprestado a hacerlo cuando una voz dio la orden de que su silla se elevara hasta la cumbre y sin haber escalado distancia ninguna, Ebenezer se vio sentado en medio de un grupo de hombres solitarios, en el pináculo de la montaña.

Eligió a uno de los más ancianos y de más sabio aspecto, el cual estaba ocupado cortándose las uñas de los pies.

—Decidme, señor, aunque tal vez os parezca ridícula la pregunta, ¿qué montaña es ésta?

—Aquí me tenéis —repuso el anciano—. A veces pienso que es una, a veces, que es la otra —se rio y luego dijo con un susurro teatral—: ¿Qué más da?

—¿Cómo habéis llegado aquí si no es impertinente la pregunta? —siguió demandando Ebenezer.

—No me supuso quebranto ninguno —dijo el anciano—. Hallábame aquí cuando la montaña creció, con mis compadres, y con ella todos fuimos para arriba. Esos jamás nos derribarán…, mas puede que tanto nos eleven que a vernos no alcancen.

—Sabréis que allá abajo se os aplaude.

El viejo se encogió de hombros, al modo de Burlingame.

—Desde acá arriba no se les oye tan bien. Siempre he pensado que era por la altura y por la rareza del aire. Mas, sea por lo que fuere, a mí se me da un pedo.

—Bien —dijo Ebenezer—. Pues yo os envidio. ¡Qué vista disfrutáis desde aquí!

—Es en verdad una vista amena —admitió el anciano—. Se puede apreciar el cuadro casi entero, y todo semeja harto parejo. A deciros verdad, me canso de mirar. Es más descanso estar aquí sentado que no trepando, si lo que se busca es comodidad. Si os viene en gana trepar, hacedlo, y si no, pues no trepéis, eso es lo que digo yo. En el mundo de aquí arriba no existe más que música inteligente: si se os ha criado para ello os causará placer.

—¡A mí siempre me gustó la música!

—¿Sí? —preguntó el anciano sin interés.

Ebenezer se asomó para echar un vistazo a quienes forcejeaban, muy abajo.

—¡Voto a tal que parecen memos! ¡Y qué malos modales; no paran de darse empellones y soltar ventosidades!

—Tienen poco más que hacer —observó el anciano.

—¡Pero si aquí no hay nada que justifique la ascensión; vos mismo lo habéis dicho!

—Sí; tampoco hay nada en ninguna otra parte. A ellos lo mismo les da escalar que quedarse quietos y morir.

—¡Voy a saltar! —dijo Ebenezer de repente—. ¡No deseo seguir viendo estas cosas ni un momento más!

—No existe ninguna razón para que no saltéis, ni tampoco para que lo hagáis.

El Laureado no hizo más ademán de saltar, sino que se sentó al borde de la cumbre y suspiró.

—No existe más que una vaciedad espantosa, ¿no es así?

—Sí, vaciedad —dijo el anciano—, mas eso no tiene nada de bueno ni de malo. ¿Por qué suspirar?

—¿Por qué no? —preguntó Ebenezer.

—En efecto, ¿por qué no? —el viejo suspiró y Ebenezer se vio a sí mismo en un lecho y a Richard Sowter inclinado sobre él.

—¡Por las barbas de san Nicomedes, por fin vuelve en sí nuestro desposado! ¡El aceite de malva del doctor Sowter jamás dejó fenecer a ningún mortal!

—¡Qué malvavisco ni qué mierda! —dijo una de las cocineras, la cual se hallaba junto a la cama—. ¡Lo que le ha hecho volver en sí es la pócima de cardos de santa Susie!

Sowter le tomó brevemente el pulso a Ebenezer y luego le metió en la boca una cuchara colmada de algún jarabe.

—¿Qué estancia es ésta y por qué estoy en ella?

—Es una de las habitaciones de invitados de Bill Smith —dijo Sowter.

—¡Opio! —exclamó el Laureado, y se sentó, enojado—. ¡Ahora lo recuerdo!

—Sí, por la nube del ojo de san Otilio; lo que os dio Tim Mitchell fue opio, para que así descansarais. Pero estabais tan enfermo que casi acaba con vos.

—Ese hombre me ha de causar la muerte, sea por accidente o acaso hecho. ¿Dónde está ahora?

—¿Timothy? Ah, hace mucho que volvió a casa de su padre, en el condado de Calvert.

—¡Falso amigo! —musitó el poeta. Hizo una pausa y luego se dejó caer, angustiado, sobre la almohada—. ¡Ay, Dios, se me olvidaba que estoy casado! ¿Dónde está Susan y qué dijo de mi enfermedad la noche de bodas? Pues doy por hecho que ha pasado un día…

—¡Más de tres semanas habéis estado debatiéndoos entre la vida y la muerte!

—En cuanto a la señora Cooke —dijo Sowter— no puedo deciros qué sintió, pues nada más traeros al lecho partió a casa del capitán Mitchell bajo la custodia de Timothy. Puede ser que él cumpliera la labor que os correspondía a vos.

—¡Ha vuelto a casa de Mitchell!

—Sí, está obligada mediante contrato legal a pastorear sus puercos, ya sabéis.

—¡Esto es demasiado! —exclamó Ebenezer, indignado—. ¡Por muy casquivana que sea, la mujer del Laureado no cuidará puercos! ¡Traedla aquí!

—Vamos, no os agitéis —dijo, con ánimo conciliador, la mujer—. Susie ya se ha escapado dos veces para ver en qué estado de salud os encontrabais y os preparó su prodigiosa pócima de cardos. No tengo la menor duda de que volverá a hacerlo.

—¡Tres semanas sin sentido! ¡No sé bien qué pensar!

—Por las pesadillas de san Cristóbal, amigo mío, pensad en poneros bueno —sugirió alegremente Sowter—, y así podréis refocilar con la señora Susan de maitines a vísperas, si os atrevéis. Yo le diré a vuestro suegro que habéis vuelto a la vida, mas habrán de pasar unas cuantas semanas antes de que recobréis la salud por completo. Muchas almas desdichadas han acabado el período de aclimatación en la tumba. —Sowter recogió la parafernalia médica y se dispuso a marchar—. Ah, sí, aquí tenéis un presente que dejó Timmy Mitchell para vos.

—¡Mi cuaderno! —exclamó el Laureado; Sowter le entregó el libro de cuentas de tapas verdes y que tan bien conocía, sólo que estaba torcido, maltrecho y raído como consecuencia de tantas peregrinaciones.

—Sí, lo perdisteis en la posada de Cambridge y Tim lo trajo la última vez que vino a por Susan. Dijo que tal vez tuvierais versos que inscribir en él mientras duran vuestros seis meses de descanso.

—¡Ay, Dios mío, creí que me lo habían robado junto con mis ropas! —Ebenezer lo asió, grandemente emocionado—. ¡Es un viejo y fiel amigo este libro de cuentas…, el único amigo que tengo!

Cuando lo dejaron a solas Ebenezer reparó en que estaba demasiado débil de cuerpo y de espíritu como para acometer ninguna creación artística, de modo que se contentó con leer las obras del pasado, todas las cuales pareciéronle entonces remotas. Y en efecto se sentía mucho más identificado con aquel cuaderno manchado y baqueteado que con versos como aquéllos que decían:

¿Tú me preguntas qué come

nuestra alegre cofradía

cuando se aleja camino

de Maryland la bravia?

Los cuales le resultaban tan ajenos como si fueran obra de otro hombre. Como diera la casualidad de que se topó con lo último que había escrito, tras lo cual fue pasando las páginas de atrás adelante, lo último que leyó fue una anotación sobre su proyectada Marylandíada, anotación que había redactado cuando aún tenía reciente en la memoria la audiencia que le había concedido lord Baltimore (es decir, Burlingame). Las excelencias de Maryland no tienen par, decía la nota, sus habitantes son un derroche de donosura, su chanza no conoce igual; las moradas do habitan son grandiosas; las posadas y tabernas, lugares sobremanera corteses y cómodos; sus campos, fertilísimos; sus leyes y tribunales, majestuosos en grado sumo; el comercio, próspero más allá de todo límite, etcétera. La anotación venía suscrita, con caligrafía de Ebenezer, por E. C., Gent., Poeta Laureado de Maryland.

Ebenezer se echó hacia atrás y cerró los ojos; la cabeza le latía como consecuencia del pequeño esfuerzo que hubo de hacer para hojear su trabajo. ¡Vive el cielo! —dijo para sí—. ¡Cuán alto precio se paga por ser Laureado! ¡Aquí no hay sino bribones y pervertidos, cuchitriles y lupanares, corrupción y cobardía! ¡Qué gran honor ser el cantor de semejante albañal!

Cuanto más reflexionaba acerca de sus vicisitudes, tanto más se le entremezclaba la angustia con la cólera, hasta que por fin, y a pesar del cansancio, arrancó del cuaderno cuanta poesía marítima había escrito y, sirviéndose de la pluma y la tinta que le había proporcionado su anfitrión, escribió en el papel virgen que quedó al descubierto:

Condenado por el hado

a mudable maldición,

sin amigos a mi lado

y en la bolsa ni un doblón,

dije adiós, triste y cuitado,

a las orillas de Albión.

Del viejo mundo expulsado,

muy contrito el corazón,

víneme a estotros estados,

tan lejos de mi nación.

No bien había estampado aquellos versos cuando otros nuevos empezaron a agolpársele incontinentemente en la imaginación, y aunque no tenía la fortaleza física necesaria para escribirlos, concibió en aquel punto y hora un trascendental proyecto que le habría de tener ocupado durante las semanas venideras, el cual, caso de que no diera con los medios que le permitieran recuperar sus propiedades, bien pudiera ser lo último que hiciera en este mundo. Versificaría su travesía marítima a Maryland, de principio a fin, tal y como había planeado anteriormente, mas, lejos de escribir un panegírico, fustigaría a la provincia con el látigo del verso hudibrástico, del mismo modo que se fustiga a las rameras exponiéndolas en público a la picota; efectuaría una relación de las perfidias que encerraba el lugar, y expondría todas y cada una de las trampas, a fin de que no cayeran en ellas los confiados y los incautos, los inocentes en suma.

—¡Así otros podrán aprender merced a mi pérdida! —reflexionó lúgubremente—. Mas un momento… —Ebenezer recordó los detalles de cuando abusaron de él los tripulantes del Poseidón; le vinieron a la memoria la violación del Cyprian, la cerda de Burlingame y otros aspectos poco delicados de sus aventuras—. Jamás lo imprimirán.

Durante unos momentos se sintió amargamente desilusionado, pues aquella reflexión encerraba una paradoja cruel: la misma perfidia que causa la aflicción de alguien puede abortar la venganza por medio de la exposición pública. Mas pronto dio con un medio de soslayar aquella dificultad.

—¡Haré que mi obra sea imaginaria! Yo seré un comerciante, un factor que viene a Maryland a hacer negocios y que tiene una opinión inmejorable del lugar; mediante engaños, lo privan de sus bienes y propiedades. Daré nueva forma a todas mis cuitas, a fin de que se adapten a la trama, y sólo efectuaré las alteraciones mínimas que permitan dar la obra a la imprenta.

Al instante su imaginación se representó la escena y él escribió un rápido bosquejo en prosa, con el fin que no se le fuera de la cabeza. No pudo hacer más entonces; agotado por el esfuerzo, se pasó varias horas durmiendo sin soñar. No obstante, cuando se volvió a despertar, la imagen persistía con claridad en su mente, y lo que era más, los pareados hudibrásticos empezaban a brotar uno tras otro. Apenas podía contener el ímpetu que lo lanzaba a la creación: en cuanto tuvo las fuerzas suficientes abandonó el lecho, mas sólo porque el escritorio que había en la alcoba era más cómodo para trabajar; allí pasó un día tras otro, semana tras semana, dándole forma a su largo poema. Tan celoso se mostraba de su tiempo que desdeñó la curiosidad, así como la solicitud de la que dieron muestras en alguna ocasión Smith, Sowter y las cocineras; exigió —y, con cierta sorpresa por su parte, recibió— las comidas en el escritorio y jamás abandonaba su cámara salvo para paseos saludables al tardío sol de octubre y noviembre. Toda idea de suicidio apartose temporalmente de su ánimo, al igual que sucedió con todo pensamiento relacionado con la recuperación de su hacienda perdida. No experimentaba turbación, ni siquiera curiosidad por el hecho de que Henry Burlingame no le enviara noticia alguna. Cuando, cosa de una semana o diez días después de haber emergido del estado de coma, su esposa legítima reapareció en Malden, Ebenezer le dio bruscamente las gracias por haber cooperado en la labor de devolverle la salud, pero cuando supo por las cocineras que, conforme a las instrucciones dadas por Mitchell y Smith, ejercía la prostitución exclusivamente entre los indios, no protestó ni por tales actividades ni porque hubiera regresado junto a Mitchell, así como tampoco dio paso alguno encaminado a la anulación de su matrimonio.

En cuanto a Malden, a cada día que pasaba era mayor la evidencia de que se estaba convirtiendo en casa de juegos, taberna, burdel y garito destinado al consumo de opio: Susan traía las redomas llenas de aquella sustancia marrón desde el condado de Calvert, y Mary Mungummory —quien, según pudo saber el poeta, se había resistido inicialmente a los esfuerzos de Mitchell por conseguir que pasara a formar parte de la organización— se trasladó allí junto con todo su séquito de mujerzuelas y aceptó el cargo de regenta del lupanar. Noche tras noche tenía lugar en el Puntal una actividad efervescente: llegaban plantadores procedentes de todos los rincones de Dorset, a caballo y en carro, y también llegaban del condado de Talbot, en barcas, y por toda la casa resonaban los ecos de las marismas de agua ubicadas más hacia el sudeste, hasta a veinte y treinta millas de distancia, llegaban indios abacos, wiwash y nanticokes, para tener tratos con Susan y dos de las empleadas menos agraciadas de Mary Mungummory, cuyos tratos tenían lugar en un cobertizo originariamente destinado al secado de las hojas de tabaco. Pero Ebenezer pasaba incólume por delante de las mesas de juego, cruzaba las habitaciones atestadas de gentes de Maryland, las cuales se hallaban ora en estado de embriaguez, ora narcotizadas, ora entregadas a los placeres de la carne; recorría los campos de tabaco, donde grupos de indios solemnes se encaminaban hacia el secadero de hojas. Pronto se convirtió en objeto de burla entre los clientes, mas sus chanzas se toparon con la misma indiferencia con que recompensara a Susan cuando, tras haber entrado él en una habitación, ella le siguió con ojos turbados e inquisitivos.

Todo el mes de noviembre lo pasó entregado a la labor de poner en verso los lamentables episodios de su viaje:

Desde Plimouth, de locos bien repleta,[42]

rumbo a Maryland zarpó mi goleta.

Cuando llegamos, con dolor demente,

los terrores vimos del continente…

Evocó su primer encuentro con los plantadores del condado de santa María, a los cuales tomara por trabajadores del campo:

Vestía aquella ingente parentela

camisa y calzón de escocesa tela,

mas no media, zapato ni chapela.

… y a aquella descripción agregó los pareados que había escrito mucho antes, bajo otras circunstancias, que ahora resultaba doloroso rememorar:

Raras figuras que ningún DIOS creó,

ajenas a la humana condición:

fue natura voluble, que en su holganza,

la arcilla moldeó por pura chanza…

Y cambiando de metro poético con magistral imperturbabilidad, procedió a fustigar a los habitantes de su jurisdicción poética:

En aquestas orillas, el sentido común,

modales y diálogos barriolos el simún.

A continuación, trocando nuevamente el metro, ocupose del viaje en canoa por el río Patuxent:

Barca de madera de álamo o pino

que evocaba un pesebre de gorrino.

El encuentro con la pierna de Susan:

Un pánico sentí desenfrenado.

Pensé: ¡muerto soy, dellos devorado!

La porquera misma, su legítima esposa:

Era su atuendo suciedad y dislate:

huida la creí de casa de orates.

La vigilia infructuosa en el establo:

Desafiando al diablo y a las sierpes,

a horcajadas de una rama inerte,

oculto, la noche aguardé sin suerte.

El espectáculo de las audiencias al aire libre:

Allá las multitudes demenciales

de ley y justicia reíanse a raudales,

mas reían más los propios tribunales.

El juicio:

Congregado el plantador populacho,

masa infame y ruidosa de borrachos,

instoles a silencio el pregonero;

los letrados mostraron el plumero,

fiscal y defendido voces daban,

y en reyertas sin final se enzarzaban.

¡Estulticia, necedad, desacato,

injusticias y falsos alegatos!

El mismo juez Hammaker:

Y entre tanto tribuno disoluto,

sólo el juez era (¡oh, sonrojo absoluto!)

capaz de hacer la O con un canuto.

La noche que pasó en el granero:

Tumbome al abrigo de las refriegas

y roncando surqué la noche ciega.

Mas hete que despierto y la luz cato

y no veo rastro de media ni zapato.

¡También sombrero y peluca son idos!

¿Pues quién se los llevó del indio nido?

Las rameras-cocineras de Malden:

Una femenil tribu a la baraja

vi jugar sin pararse en zarandajas;

blancas las enaguas, recio el semblante,

jamás vi en Albión nada semejante.

Tomolas primero por turbias brujas,

que, inclinadas sobre vítreas burbujas,

negros designios y malos conjuros

andaban tramando en cónclave oscuro.

Su enfermedad:

Un pulso febril me ardía en las venas,

el frío era la causa de mis penas;

presa de una aclimatación maldita

hasta diciembre vi durar mis cuitas.

¡Voto a tal que me libró de su dardo,

la nunca ponderada flor del cardo!

Débole la vida a una doctoresa:

sin sus pócimas, su arte y sus compresas,

el hijo de mi padre y de la Inglaterra

al traste hubiera dado con sus tierras.

Y su explotación por parte del versátil Sowter:

Y ese ambidextro de mala calaña,

falso curandero que se da maña

poniendo lavativas o fabricando

—no existe personaje más nefando—

todo tipo de falsos documentos,

títulos y poderes sin cuento.

Cuando por fin hubo concluido el catálogo de sus desdichas, recurriendo al artificio del factor de tabaco, Ebenezer imaginó que se hacía a la mar y concluyó con ferocidad:

Embarcome a la espera de viento favorable.

Voyme; atrás dejo esta maldición detestable.

Ojalá aquí traigan caníbales de ultramar

que a estos villanos nunca dejen de ultrajar;

que los traten como ellos a mí; que no haya quillas

mercantiles explorando esta inhóspita orilla,

que estas tierras padezcan espantosas hambrunas,

que el destino no les ahorre desgracia ninguna,

que a estas gentes embrutezca cual indios salvajes.

Fe, dicha, comercio: ¡váyanse de estos parajes!

Que este pueblo al cielo traicione, que adore al sol,

que se encenague en la pagana superstición.

Que Dios macere su ira y su venganza con hiel.

¡Aquí no hay mujer casta! ¡Aquí no hay hombre fiel!

El acaloramiento de su pasión creadora, durante tanto tiempo sostenida, o bien le había dilatado el talento, o bien le había entumecido la perspicacia crítica, pues jamás se había sentido tan poderoso, seguro de sí y poético como durante el tiempo que dedicó a la composición de la sátira. Empleó las dos primeras semanas de diciembre en pulirla y perfeccionarla, ajustando la métrica, suavizando alguna estridencia hudibrástica, hasta que el trece de aquel mes, día de santa Lucía, se sintió inclinado a considerar la obra definitivamente acabada. En el encabezamiento escribió: El factor de tabaco, o Viaje por mar a Maryland, composición satírica en la cual descríbense las leyes, gobierno, tribunales y constituciones del lugar, junto con los edificios, fiestas, diversiones, entretenimientos y embriagados humores de aquel enclave americano. Y al pie, con grandioso desdén, estampó su nombre y título completos: Ebenezer Cooke, Gentilhombre, Poeta Laureado de la provincia de Maryland, dándose cuenta cabalmente de que si se publicaba el poema, caso de que lo diera alguna vez a la imprenta, jamás recibiría en efecto aquel título.

La publicación, empero, no le interesaba en demasía de momento. Depuso la pluma y contempló el millar largo de versos que contenía el libro de cuentas.

—¡Por los espinos ensangrentados de santa Lucía, escrito está! —dijo con un suspiro, remedando a Sowter—. ¡Pues ahí queda eso!

No tenía la menor idea de qué sucedería tras aquello, ni tampoco se le daba un ardite. En lo más íntimo de su ser experimentaba el placer del logro dilatado y cierto, el cual tiene siempre nueve partes de alivio y una de alegría. La verdad es que se había adueñado de él el deseo urgente de cerrar los ojos y echarse a dormir encima del escritorio, tal como estaba; mas era a principios de invierno y la noche no había hecho más que empezar —no haría ni una hora que se había cenado en la casa— y, contrario a aquel impulso primero, sintió el deseo de celebrar modestamente no El factor de tabaco mismo, sino el final de los trabajos que había costado darlo a luz.

—Lo suyo es un vaso de ron —decidió, y se fue al piso de abajo, donde estaban principiando las actividades nocturnas. Su intención era acudir a la cocina, pues aparte de su propia alcoba, era la única estancia de Malden donde podía confiar en que se le acogiera más o menos bien; mas por el camino topose con William Smith y Richard Sowter, que desde el otoño se habían hecho grandísimos amigos.

—¡Pero, bueno, por la paloma de Kenelm! —dijo el segundo al avistarlo—. ¡He aquí a nuestro poeta!

—Hablando del diablo —comentó Smith—. Tenéis aspecto de estar sano y contento esta noche.

—Así me siento —admitió Ebenezer—, aunque poca causa tengo para ello. —La verdad era que el mero hecho de ver a los causantes de su desgracia le había mermado considerablemente la sensación placentera que le había quedado tras concluir el manuscrito—. ¿Hablaban vuestras mercedes de mí?

—En efecto, en efecto —dijo Smith—. Veníamos discutiendo en general sobre aspectos legales y yo os puse como ejemplo.

—El señor Smith planteaba la cuestión —dijo Sowter, interviniendo— de si, en un contrato en el que se le asigna a un trabajo un tiempo concreto de ejecución, y si se da el caso de que el trabajo concluye antes de dicho tiempo, la validez del contrato expira simultáneamente o si por el contrario sigue en vigor hasta que se cumple el tiempo especificado. Mi respuesta fue que depende enteramente de la redacción del contrato el que el mismo simplemente expire o bien se dé otra contingencia alternativa.

Ebenezer sonrió con incertidumbre.

—Parece ésa una respuesta razonable, mas yo no soy letrado.

—Tampoco lo soy yo —dijo Smith—, por lo que, a fin de hacerme una más clara idea del asunto, le he pedido que aplicara lo que decía al contrato que vos y yo tenemos al respecto de vuestra mala salud…

—Id al grano —dijo Ebenezer, envarado—. Ya columbro vuestro propósito.

—Vamos, no es mi deseo privaros de lo que os es debido —insistió Smith—. Ha sido un honor y un placer tener al Poeta Laureado en calidad de invitado de esta casa, como lo ha sido cuidarlo en su enfermedad. Pero es el caso, como muy bien podéis observar, que en Malden me hallo al frente de una próspera actividad hostelera, y para un posadero una habitación ociosa es como un campo en barbecho para el plantador de tabaco.

—En resumidas cuentas, siendo así que ya soy capaz de sostenerme en pie, es vuestro deseo que me vaya.

—Sosegad vuestro acaloramiento —le instó Sowter—. Por las cenizas de santa Catalina, mi opinión es, en tanto que médico vuestro, y conforme ya he dicho, en calidad de apoderado del señor Smith, que el contrato en cuestión encierra contingencias alternativas en lo que se refiere a su expiración, comida y atención dignos.

—No digáis más —dijo Ebenezer—, el resto está claro y no he de disputarlo. Basta con que me concedáis dos pequeños favores —mejor dicho, tres—, y no me veréis por la mañana.

—No, dejadme acabar…

—No temáis por lo que os voy a pedir —prosiguió con desdén—. No irá en detrimento de vuestros beneficios. Lo primero es que me deis una jarra de ron para que celebre un poema que he escrito; lo segundo es que le enviéis el poema a un cierto impresor de Londres cuya dirección yo os proporcionaré, y lo tercero es que me procuréis una pistola cargada a fin de que la utilice cuando se me acabe el ron.

—A la mierda la pistola —dijo Smith—. Paréceme que no sois buen católico. Ni hablar de ello, y además os aferráis con suma presteza a las peores soluciones posibles. No tengo el menor deseo de echaros.

—¿Qué?

—¡Por las tenazas de san Doroteo —rio Sowter—, es lo que estaba intentando deciros! El señor Smith ha menester de vuestra alcoba para su negocio, pero lejos de desearos mal, se propone convertirse en patrón vuestro, digámoslo así.

Sowter explicó que el tonelero le había dado instrucciones para que redactara un notable contrato de servidumbre, el cual, si lo firmaba el poeta, le daba derecho a alojamiento y comida gratuitos por tiempo indefinido en las dependencias de los criados, siendo su única obligación efectuar una cantidad nominal de labores de secretario.

—Simplemente tendréis que redactar un papel o avalar un documento de tanto en tanto —le aseguró Smith—. El resto del tiempo queda a vuestra disposición, para que lo dediquéis a trovar o a lo que vos queráis.

Ebenezer se encogió de hombros.

—Sea de una u otra manera, a mí poco se me da. Redactad el contrato, que yo lo leeré.

—Encima lo llevo —dijo Sowter, y sacó un documento de la chaqueta—. ¡En verdad que es una sinecura, voto a tal!

La oportunidad de seguir escribiendo poesía ejercía gran atractivo sobre Ebenezer, bien que por el momento no tenía idea ninguna para sus poemas futuros. También consideró la posibilidad de que la ausencia de Burlingame, de la cual no tenía explicación ninguna, pudiera guardar relación con que estuviera preparando algún plan para acabar con Smith, aunque Ebenezer más bien atribuía la ausencia de su amigo a una nueva deserción por parte del mismo, tal vez, la definitiva. Y en todo caso, naturalmente, siempre quedaba la pistola como último recurso: el poeta no veía que se perdiera gran cosa por el hecho de que se demorara un tiempo el momento de recurrir a su uso. Por tanto, tras leerlo con rapidez y juzgar que sus cláusulas estaban en conformidad con lo que había dicho Sowter, Ebenezer, sin experimentar emoción alguna, firmó los dos ejemplares del contrato, el cual cubría un período de cuatro años.

—Ahora que sois mi patrono —le dijo a Smith— tal vez querréis hacerle a vuestro protegido la merced de una jarra de ron.

—Nada de jarra, sino una barrica entera —repuso con satisfacción el tonelero—. ¡Ahí va! ¡Si allá está vuestra legítima esposa, recién llegada de casa de Mitchell!

—Parece que tuvieras frío, santa Susie —rio Sowter—. Caliéntate el trasero junto al fuego y échate un trago con nuestro poeta antes de que te mandemos a trabajar al secadero; tu padre acaba de contratar a este hombre para que pase cuatro años escribiendo versos.

—Voy a por las mozas de la cocina —dijo Smith—. ¡Vamos a tener un festejo antes de que empiecen las labores nocturnas!

Susan entró en la sala y miró a Ebenezer fijamente, sin hacer comentario ninguno. El poeta dijo:

—Tenía que elegir entre eso y la pistola.

Había algo en la expresión de Susan que alarmó a Ebenezer, quien había empleado un tono defensivo al hablar. Smith volvió de la cocina acompañado de dos mujeres; tras beber el primer vaso, la francesa se encaramó a las rodillas de Sowter y la otra se sentó en el regazo de Smith.

—Conque te has vuelto a escapar de tu amo —le dijo despreocupadamente Sowter a Susan—. ¡Por la sífilis de Martín, ese hombre no ata con soga corta a sus mujeres!

—Sí, me he escapado —dijo Susan, sin sumarse al regocijo general.

—¿Y habéis dado con otro necio que como yo —inquirió Ebenezer con acritud— os ha pagado la huida y se ha quedado aguardando vuestros placeres en los establos de Mitchell?

Bien fuera porque lo maltrecho de su aspecto —Susan tenía escalofríos y tanto su rostro como sus ropas estaban más estropeados que nunca— le recordó a Ebenezer que su esposa legítima era porquera, comedora de opio y prostituta de la peor ralea, bien fuera porque él nunca le había dado convenientemente las gracias por haberlo cuidado, ayudándolo a recobrar la salud, el caso es que lo extraño de la actitud que observaba le hizo sentirse culpable por haberla ignorado durante el tiempo que había pasado componiendo el poema.

—Sí, he dado con otro. Un viejo chocho, demasiado entrado en años como para andar urdiendo semejantes planes, aunque no hay leyes que prohíban soñar. —A pesar de la ligereza de sus palabras, el tono y la expresión eran graves—. Tiene menos bulto en los calzones que yo en la faltriquera, y eso que soy pobre. Es un anciano majadero que gasta lentes y tiene un brazo tullido.

—¡No! —exclamó Ebenezer sin aliento—. ¡No me digáis que tiene un brazo tullido!

—Pues sí que lo tiene.

—Pero a buen seguro será el brazo izquierdo el que tiene lisiado, ¿no?

Susan dudó y luego, con el mismo tono de voz, dijo:

—No, ahora que lo pienso, era el brazo derecho: en la carreta él iba sentado a mi izquierda mientras yo le contaba la historia de mis desgracias, y recuerdo que tenía que emplear el brazo que le quedaba del otro lado para darme pellizcos y sobarme.

Ebenezer sintió una náusea repentina.

—Mas, con todo, sería un patán —insistió.

—Nada de eso. Me dijo que había llegado de Londres aquel mismo día.

—A fe mía —dijo una de las cocineras— que no vas a encontrarte a ningún caballero londinense en el secadero, Susie: ¡Debías haber consentido que se refocilara contigo!

—¡No, por Dios! —exclamó Ebenezer con voz tan plañidera que toda la concurrencia depuso el regocijo y lo contempló con consternación—. ¡Me han jorobado bien! ¡Ese Hombre es Andrew Cooke, de Middlesex, mi padre, que ha venido a ver cómo le va a su hijo! ¡La pistola! —se levantó de un salto—. ¡Ahora ya es inevitable!

—¡Alto! —ordenó Smith—. ¡Susan, detenlo!

—¡La pistola! —exclamó de nuevo el poeta, y salió disparado hacia su habitación antes de que nadie pudiera retenerlo.