31. EL LAUREADO ALCANZA LA CONDICIÓN DE ESPOSO SIN MERMA ALGUNA DE SU INOCENCIA

Cuando el balandro de Sowter se acercó más a la orilla, la heredad se hizo visible con mayor detalle, y Ebenezer la contempló con el estómago aún más revuelto. La casa, a buen seguro, era algo menor de lo que él había anticipado, y de tablas perecederas, no de piedra, como hubiera cabido desear; las tierras asimismo evidenciaban que su padre le había prestado poca atención al arte del paisaje y los moradores, un cuidado indiferente. Mas vista a través de la triple lente de la fiebre, la pérdida sufrida y los recuerdos de la primera infancia, el lugar se revestía de un aspecto noble.

Curiosamente, el primer pensamiento de Ebenezer fue para su hermana Anna.

—¡Santo cielo! —reflexionó, y las lágrimas le desdibujaron la visión—. ¡He consentido que nuestro hogar ancestral se me escape de las manos! ¡Maldiga Dios tanta inocencia!

La última exclamación le trajo a la memoria a Andrew y aunque se estremeció al pensar en la cólera que se adueñaría de su padre cuando la noticia llegara a Inglaterra, no pudo evitar casi sentir el deseo de que aquella ira y su castigo le alcanzaran, tales eran en aquellos momentos la desdicha y el desconsuelo que se derivaban del desprecio que hacia sí mismo sentía. La desconcertante proposición de Tayloe se le aparecía más atractiva a tenor de la siguiente idea: no sólo le procuraría el sustento y la atención médica que precisara, amén de la posibilidad, bien que parca, de recuperar sus propiedades; firmar un contrato de servidumbre con el «señor de Malden» también supondría un castigo (en verdad sería, a la luz de su fantasía, esencialmente poética y, en aquellos momentos, febril, una suerte de penitencia) por sus errores. Su inocencia le había costado la heredad; muy bien, pues entonces él se convertiría en el siervo de su inocencia, y tal vez, como daba a entender el término redencionista, incluso pudiera expiar su necedad labrando la ruina del tonelero William Smith.

Cuando amarraron el balandro al muelle, Sowter dejó a Tayloe encadenado a la borda e invitó a Ebenezer a que lo acompañara a la mansión.

—No me cumple decir qué recibimiento se os dará, mas al menos podréis preguntar por vuestro criado y por esa dama amiga vuestra, así como echar un vistazo.

—Sí, y también he de ver a Smith —dijo, débilmente, el Laureado—. Tengo que decirle una cosa.

—Ah, bueno, tenemos unos asuntos que atender, él y yo, pero luego de eso… ¡Mirad, por la aguja de Gooman! ¡Por ahí viene a saludarnos! ¡Hola, hola!

El tonelero contestó saludando con la mano desde el umbral de la casa y caminó por la hierba en dirección a ellos, acompañado por una mujer que vestía un traje de tela escocesa.

—¡Voto a tal! —exclamó Ebenezer—. ¿Es ésa la ramera Susan Warren?

—La hija del señor Smith —le recordó Sowter.

En tanto estos se acercaban, Susan miraba fijamente al Laureado; Ebenezer, por su parte, sentíase inflamado de cólera y vergüenza y evitó su mirada.

—¡Bueno, bueno —exclamó Smith—, pero si es el señor Cooke! Al principio no os reconocí, con ese nuevo atuendo, señor, mas ni que decir tiene que sois bienvenido a Malden y que es menester que os quedéis a cenar.

—Me parece que está enfermo —dijo Susan con cierta preocupación.

—Enfermo estoy hasta la muerte —dijo Ebenezer, y no fue capaz de decir más; los pies le trastabillaron y se vio obligado a cogerse del brazo de Sowter a fin de no caerse.

—Llévatelo dentro —le ordenó Smith a Susan—. Tal vez el doctor Sowter pueda darle una pastilla una vez acabado con el asunto que nos traemos entre manos.

La mujer, obedientemente y con gran apuro por parte del Laureado, pasó el brazo de éste por encima de sus hombros y lo llevó hacia la casa. Excepción hecha de que parecía haberse lavado, andaba ahora tan andrajosa y desgreñada como cuando el poeta la viera por vez primera, cuidando a los puercos del capitán Mitchell, e incluso la breve ojeada que la vergüenza por él sentida le permitió echarle bastó para hacerle ver que el rostro y el cuello de Susan estaban todavía más desfigurados que antes por las señales y los verdugones.

—¿Dónde está Joan Toast? —preguntó en cuanto fue capaz de ello—. ¿La ha maltratado el bellaco de vuestro padre?

—Jamás llegó —respondió Susan—. Acaso recelara de vuestras intenciones: pocos motivos tienen las putas para tener fe en los hombres.

—¡Y los hombres tienen pocos motivos para tener fe en las putas! Esto os juro, Susan Warren: si habéis tomado parte en algún daño que se le haya infligido a esa muchacha, pagaréis por ello.

Ebenezer querría haberla atosigado más, pero al margen de su debilidad, había dos consideraciones desagradables que lo apartaron de insistir en aquel asunto: en primer lugar, era muy posible que Joan hubiera tenido noticias de que el hombre al que buscaba se hubiera vuelto pobre de repente y, por tanto, a los ojos de ella, ya no sería digno de ser buscado; en segundo lugar, podía haberse enterado de que McEvoy la había seguido hasta Maryland, prefiriendo entonces reunirse con él mejor que con Ebenezer. Por consiguiente, cuando Susan le aseguró que de haberle acaecido algún mal a Joan Toast no había sido por obra de ella, de Susan, Ebenezer se conformó con preguntar por Bertrand, a quien Burlingame había enviado a la ciudad de Saint Mary, a fin de que fuera a por el equipaje del Laureado.

—El baúl que le mandasteis traer está aquí —contestó la mujer— llegó en el barco de Saint Mary. Pero no he visto ni rastro del criado ni he sabido nada de él.

Al que la fortuna golpea todo el mundo lo apalea —replicó Ebenezer—. Es mejor tanto para una como para otro que hayan encontrado nuevos prados donde pastar, pues yo no tengo con qué mantener esposa ni criado. Con todo, la falta de lealtad de ambos me duele en lo más vivo.

Entraron en la casa, y aunque el interior daba muestras de la misma necesidad de atención que el exterior, las habitaciones eran espaciosas y estaban adecuadamente amuebladas, y el Laureado lloró al verlas.

—¡Cuán paradisíaco me parece Malden ahora que lo he perdido! —Tuvo necesidad de sentarse, pero cuando Susan se aprestó a ayudarlo, él la alejó, enojado—. ¿Por qué fingís preocupación por un pobre enfermo e inútil? A buen seguro que habréis hecho las paces con vuestro padre, ahora que es un caballero propietario de plantaciones… ¡Idos de aquí y representad el papel de gran señora de mi heredad! ¡Qué! ¿Conque derramáis una lágrima por mí, eh? Cuando todo se ha consumado, el arrepentimiento es harto tardío.

Susan se enjugó los ojos inmodestamente, sirviéndose del borde de su raído vestido.

—No sois la única persona que salió perjudicada del Tribunal aquel día.

—¡Ja! ¿Vuestro padre os ha dado de varazos por haberos puesto en contra de él?

Susan negó con la cabeza, tristemente.

—Las cosas no son lo que parecen, señor Cooke…

—¡Válgame Dios! —Ebenezer se cogió la cabeza con las manos—. ¡La cantinela de siempre! ¡Se han perdido la heredad y la dote de Anna; mi mejor amigo me ha traicionado y me ha dejado para que perezca de hambre, la mujer a la que amo o me engaña o me desdeña por pobre; hállome igual que si mi padre me hubiera repudiado y estoy próximo a morir en el proceso de aclimatación a estas tierras, y ahora, en las últimas horas que paso en este mundo, he de aguantar los alardes de sabiduría de una ramera desagradecida!

—Tal vez lo comprendáis algún día —dijo Susan—. ¡No es mi deseo haceros un dañó mayor del que vos mismo os habéis infligido ya!

Y con aquella observación la mujer salió a toda prisa de la estancia, llorando.

—¡No, esperad! —le rogó el Laureado, y pese a su enfermedad salió en pos de ella, a fin de disculparse por la descortesía de sus palabras. No fue, empero, capaz de moverse con premura ni con eficacia, y pronto la perdió de vista. Anduvo vagando por unas cuantas estancias vacías, sin saber bien cuál era su objetivo, hasta que por fin se vio en lo que al parecer era la cocina. Tres mujeres, todas vestidas de criadas, jugaban a las cartas en derredor de una mesa; lo miraron con cara de pocos amigos.

—Señoras, ruego que me disculpen —dijo, apoyándose en el quicio de la puerta—; busco a la señora Susan Warren.

—Entonces andáis buscando que os entierren pronto —dijo con sarcasmo la que daba las cartas y las otras rieron de buena gana—. Idos de aquí al punto; es una hora del día demasiado temprana para andar molestando a Susie o a ninguna de nosotras.

—Perdonadme —se apresuró a decir Ebenezer—. No era mi intención entrometerme en vuestro juego.

—Es una simple partida de cartas —dijo la mujer que estaba repartiendo los naipes.

—¡Simple, pero estás repartiendo mal! —exclamó otra, que hablaba con acento francés—. ¿Qué te traes? ¿Quieres hacerme trampas?

—¿Cómo te atreves a llamarme tramposa? —replicó la primera—. ¡Te veo un poco atrevida para no llevar ni dos semanas libre de tus papeles de criada!

—¡Frena tu lengua, boite seche![40] —gruñó la francesa—. ¡Sé muy bien que el capitán Scurry se refociló contigo a cambio de tu pasaje! ¡Te encontró en la calle y luego te embarcó!

—¡Lo mismo que te hizo Slye a ti! —gritó la que daba las cartas—. ¡Aunque sólo Dios sabe por qué razón querría un hombre refocilarse con un marrana!

—Ruego que me disculpen —interrumpió Ebenezer—. Si son servidoras de la casa…

Non, certainement, ¡yo no soy ninguna sirvienta!

—La verdad es que —dijo la que repartía las cartas— Grace es una garduña.

—¿Una qué? —preguntó el poeta.

—Una garduña —repitió la mujer, guiñando un ojo—. Una pendeja, ya sabéis.

—¡Pendeja! —dijo con voz chillona la mujer llamada Grace—. ¡Me has llamado pendeja! ¡Pues tú… gaullefreitère!

—¡Puta!— vociferó la primera.

Bas-cul! —respondió la otra.

—¡Buscona!

Consoeur!

—¡Furcia!

Friquenelle!

—¡Cerda!

Usagère!

—¡Alcahueta!

Viagère!

—¡Rastrojera!

Sérane!

—¡Mozcorra!

Poupinette!

—¡Revientacolchones!

Brimbaullese!

—¡Amamantacabritos!

Chouette!

—¡Hurgamandera!

Wauve!

—¡Coñibaja!

Peaultre!

—¡Arroyera!

Baque!

—¡Rabiza!

Villotière!

—¡Chocholoco!

Gaure!

—¡Follona!

Bringue!

—¡Tuercerrabos!

Ancelle!

—¡Tortillera!

Gallière!

—¡Mofletuda!

Chèvre!

—¡Lechuza!

Paillase!

—¡Pellejuda!

Capre!

—¡Paticorta!

Paillarde!

—¡Culogordo!

Image!

—¡Nalga vieja!

Voyagère!

—¡Bollera!

Femme de vie!

—¡Calentona!

Fellatrice!

—¡Señoras! ¡Señoras! —exclamó el Laureado, mas a aquellas alturas las jugadoras de cartas, incluidas la dos contendientes, eran presas del regocijo y no le prestaron la menor atención—. ¡Lagartona! —gritó la mujer a la que le tocaba jugar.

Trottiére! —replicó Grace.

—¡Fullera!

Gourgandine!

—¡Pelandusca!

Coquatrice!

—¡Bisoja!

Pelerine!

—¡Espatajo!

Drôllesse!

—¡Rabuda!

Pellice!

—¡Piojosa!

Toupie!

—¡Sebosa!

Safrette!

—¡Hurgabasuras!

Reveleuse!

—¡Pedigüeña!

Postiqueuse!

—¡Poneculos!

Tireuse de vinaigre!

—¡Pajillera!

Rigobette!

—¡Zorra!

Prétresse du membre!

—¡Perdularia!

Sourdite!

—¡Sobamarinos!

Redresseuse!

—¡Saltacaderas!

Personnière!

—¡Lenguaprieta!

Ribaulde!

—¡Ladilla!

Posoera!

—¡Revientanalgas!

Ricaldex!

—¡Estafermo!

Sac-de-nuit!

—¡Bajacalzones!

Roussecaigne!

—¡Cajón de sastre!

Scaldrine!

—¡Rascatripas!

Tendrier de reins!

—¡Bacinilla!

Presentière!

—¡Remiendavirgos!

Femme de mal recapte!

—¡Sifilítica!

Rafatiére!

—¡Comerrabos!

Courieuse!

—¡Perniabierta!

Goudinette!

—¡Meretriz!

Esquoceresse!

—¡Chumina!

Folieuse!

—¡Julepe!

Goudine!

—¡Cantamañanas!

Drue!

—¡Robapitos!

Galloise!

—¡Dios santo que estás en los cielos, basta! —ordenó Ebenezer.

—¡No, por Cristo, guerra hasta el fin! —exclamó la que echaba las cartas—. ¿Os rendiríais a los franceses? ¡Pues sí, ésta no es más que una vulgar asacarnes!

—¡Y tú una jannetu! —replicó la otra, alborozada.

—¡Culirrevuelta!

Fillete de pis!

—¡Rascaespaldas!

Demoiselle de moràis!

—¡Revientatocinos!

—Gaultière!

—¡Trapacera!

Ensaignante!

—¡Escarbadura!

Gast!

—¡Marimacho!

Court talon!

—¡Azuzapuercos!

Folle de corps!

—¡Costrosa!

Gouine!

—¡Pelizorra!

Fille de joie!

—¡Bebedero de patos

Drouine!

—¡Celestina!

Gaupe!

—¡Gorrina!

Entaille d’amour!

—¡Rabiza!

Accrocheuse!

—¡Desvergonzada!

Cloistrière!

—¡Saltacharcos!

Bagasser!

—¡Hetaira!

Caignardière!

—¡Limpiacloacas!

Barathre!

—¡Matarife!

Cambrouse!

—¡Olla podrida!

Alicaire!

—¡Doblaespinazos!

Champisse!

—¡Pozo de perdición!

Cantonnière!

—¡Carroña!

Ambubaye!

—¡Despatarrada!

Bassara!

—¡Chapotealbañales!

Bezoche!

—¡Lamepichas!

Caille!

— Picasalchichas!

Bourbeteuse!

—¡Esquinera!

Braydone!

—¡Guiñapijas!

Bonsoir!

—¡Cascanueces!

Balances de boucher!

—¡Carnicera!

Femme de péché!

—¡Puta asilvestrada!

Lecheresse!

—¡Alquilagaritos!

Holliere!

—¡Casquivana!

Pantonière!

—¡Correveidile!

Grue!

—¡Andrajosa!

Musequine!

—¡Cachocarne!

Louve!

—¡Libertina!

Matingale!

—¡Alquilagujeros!

Harrebane!

—¡Destripalmohadas!

Marañe!

—¡Orinal!

Levrière d’amour!

—¡Pesebre de Bazofia!

Pannanesse!

—¡Lamecazos!

Linatte coiffée!

—¡Retrete!

Houriese!

—¡Calientacatres!

—Moché!

—¡Portagarrotas!

Maxima!

—¡Mesalina!

Loudière!

—¡Escupidera!

Manafle!

—¡Frescales!

Lesbine!

—¡Barragana!

Hore!

—¡Arpía!

Mandrauna!

—¡Estafadora!

Maraude!

—¡Brujas deslenguadas! —exclamó Ebenezer, y salió huyendo por la primera puerta que encontró. Por allí llegó, siguiendo un camino más corto, al punto del que había partido, donde se hallaba William Smith, ahora a solas, fumando una pipa junto a la chimenea—. ¿Cómo ha caído tan bajo Malden que alberga a semejante círculo de arpías?

Smith meneó la cabeza, comprensivo.

—Las cosas se hallan en un trance lamentable por causa de Ben Spurdance. Me llevará algún tiempo poner en orden mi negocio.

—¡Vuestro negocio! ¿No veis en qué triste condición me hallo, hombre de Dios? Estoy arruinado. Soy pobre y la fiebre me tiene a las puertas de la muerte. Os doné el Puntal de Cooke por un desdichado error. Fue un accidente lamentable, dictado por una intención generosa. Os daré veinte acres, es lo que os corresponde. Mejor dicho, treinta acres. ¡Al fin y al cabo os salvé el pellejo! Y ahora os ruego humildemente que me devolváis Malden y así vos me salvaréis el pellejo a mí.

—¡Basta, basta! —interrumpió Smith—. ¡No vais a recuperar Malden y no hay más que hablar! ¡Pues qué…! ¿Voy a volver a ser pobre ahora que soy rico?

—¡Entonces, cuarenta acres! —suplicó Ebenezer—. ¡Tomad el doble de lo que os corresponde legalmente o de lo contrario me arrojaré al río!

—Me corresponde legalmente el Puntal entero; la escritura de traspaso lo indica claramente.

Ebenezer se volvió a dejar caer sobre la silla.

—Ah, Dios mío, ¡si yo me encontrara bien o pudiera llevar a este farsante a un Tribunal inglés!

—Obtendríais la misma respuesta —repuso Smith—. Ahora os ruego que me disculpéis, amigo Cooke; he de inspeccionar a un criado que me ha traído Dick Sowter. —E hizo ademán de dirigirse hacia la puerta.

—¡Aguardad! —exclamó el Laureado—. ¡Ese hombre ha sido contratado fraudulentamente, traicionado, al igual que yo, por haber confiado en su prójimo! ¡Su nombre no es John McEvoy, sino Thomas Tayloe, de Talbot!

Smith se encogió de hombros.

—Poco se me da, como si dice que es el papa de Roma, con tal de que tenga las espaldas voluntariosas y el apetito parco.

—Ninguna de las dos cosas tiene —afirmó Ebenezer, y explicó muy brevemente las circunstancias de la contratación de Tayloe.

—Si lo que decís es cierto, gran desgracia es —reconoció Smith—. No obstante, a él le cumple lamentarse, no a mí. Y ahora, excusadme…

—¡Un momento! —Ebenezer consiguió atravesar la habitación y plantarse de cara al tonelero—. Si no tenéis voluntad de hacer justicia a vuestras expensas, tal vez querréis hacerlo a las mías. Dejad a Tayloe en libertad y tomadme a mí en su lugar.

—¿Qué majadería es ésta? —exclamó el tonelero.

Ebenezer indicó, con la mayor coherencia de que fue capaz, que estaba enfermo y necesitado de unos días de descanso a fin de recuperarse, y que en pago de ello, así como de su manutención, estaba dispuesto a desempeñar con prontitud y agrado la labor de criado en el ejercicio de cualesquiera funciones para las que Smith lo juzgara capacitado, en especial como amanuense y para llevar los libros de cuentas, cosas en las que tenía gran experiencia. Por otra parte, Tayloe no sólo era un hombre libre, sino que además era un glotón y un holgazán que sin duda alimentaría un resentimiento peligroso, bien que justificable hacia su amo.

—Cuanto decís tiene sentido —dijo, caviloso, William Smith—. Sin embargo, bien puedo hacerle pasar hambre a un glotón y azotar a un alborotador, sin que ello me cueste nada, en tanto que a un hombre enfermo…

—¡Santo Dios! —se quejó el poeta—. ¿Habré de suplicaros que me convirtáis en criado de mi propia casa? Muy bien, pues… —Ebenezer se arrodilló en el suelo, en actitud suplicante—: ¡Os imploro que me hagáis vuestro sirviente por el tiempo que os plazca! ¡Si os negáis será lo mismo que si me dierais una muerte cierta!

Smith le dio una chupada a la pipa y, hallándola apagada, volvió a encenderla con un ascua de la hoguera.

—No soy poeta ni caballero —dijo por fin—, sino un simple tonelero que no desea perder sus bienes. Mas me complazco en no considerarme necio ni niño para las cosas de este mundo y sé muy bien que lo que os mueve a querer ser mi criado no es ninguna causa virtuosa, sino el mero deseo de recibir cuidados durante el período de aclimatación a estas tierras para luego buscar modos y métodos para labrar mi ruina…

—Yo os juro…

—Esperad; no he acabado. No os tomaré como criado, mas sí que me ocuparé de que os prodiguen cuidados hasta que hayáis superado el período de aclimatación, con una condición.

—Expresadla —dijo Ebenezer—. Estoy demasiado enfermo para regatear.

—Es el caso que busco un enlace adecuado para mi hija Susan, cuyo marido murió hace algunos años en Londres. Si os comprometéis por escrito a casaros con ella esta misma noche, os daré como dote medio año de pensión en Malden, así como todos los cuidados que preciséis, los cuales os prodigará Dick Sowter, el mejor médico de Dorset. Si escogéis casaros con ella mañana, la pensión será de cinco meses, y por cada día que pase será sucesivamente un mes menos. ¿Hecho?

—¡Demonios, señor! —dijo, boquiabierto, el Laureado—. ¡Es absurdo!

Smith efectuó una leve inclinación.

—Entonces nuestro trato ha terminado. Que tengáis un buen día.

—¡No os vayáis! Se trata sólo de que… ¡Dios mío! ¡Necesito tiempo para pensarlo!

—Tenéis hasta que me termine esta pipa —dijo el tonelero sonriendo—. Después de eso, retiro mi oferta.

—¡Con tanta elección me vais a volver loco! —gimió Ebenezer, mas como Smith, por toda respuesta, se limitara a fumar de la pipa, el poeta dio en sopesar frenéticamente la disyuntiva, y cualquiera de las dos posibilidades hacíale poner muecas de dolor.

—¿Qué elegís? —inquirió Smith al poco, dando con la pipa en el morillo de la chimenea a fin de vaciarla.

—No puedo elegir —suspiró Ebenezer—. Me casaré con esa prostituta maltrecha que tenéis por hija para así salvar la vida y que Dios me libre de su sífilis y de su perfidia. Mas el trato he de verlo escrito en un contrato en el que figuren vuestro nombre y el mío.

—Me parece muy justo —convino el tonelero, y dispuso ante el Laureado una mesilla provista de plumillas, un tintero y un fajo de documentos muy parecidos a aquéllos con los que Richard Sowter señalara Malden desde el balandro—. He aquí dos copias de un contrato matrimonial que hice redactar a Dick Sowter para cuando encontrara un contrayente apto para Susan: me arriesgo a que me pongan una multa por no hacer públicas las amonestaciones. Firmad en ambas y la cosa está hecha: el reverendo Sowter puede atar el vínculo enseguida y os traerá una pastilla.

—¡También, predicador!

Ebenezer estaba maravillado y aquella novedad le divirtió tanto, pues se hallaba ya muy próximo al delirio, que ya había firmado un ejemplar del contrato y estaba a punto de firmar el otro cuando se le ocurrió preguntarse cómo era posible que Smith sacara a relucir con tanta prontitud documentos que no sólo valían para concertar aquel matrimonio, sino que además lo hacían exactamente en los términos que había propuesto el tonelero hacía tan sólo unos momentos en relación con la convalecencia del novio. En el momento en que alzó la pluma, movido por el hecho de que aquello implicaba la existencia de un plan previo, entraron en el lugar Richard Sowter, Susan Warren y Thomas Tayloe, acompañados nada menos que del mismísimo Burlingame.

—¡Deteneos! —exclamó Susan al ver lo que se estaba haciendo—. ¡No firméis ese papel! —Susan corrió hacia la mesa, mas, antes de que llegara, Smith echó mano a los papeles.

—Demasiado tarde, querida mía, ya ha firmado tres cuartas partes, y a Timothy no le costará ningún trabajo falsificar el resto.

Ebenezer miraba a uno y a otro, mientras los rasgos le bailaban.

—¡Henry! ¿Qué trampa es ésta? ¿Has vuelto para robar estos harapos indios o por ventura para mofarte más de mí con tus versos?

—La orden que firmasteis ante el Tribunal tiene un punto flaco, señor Cooke —dijo Sowter y cogió uno de los diversos papeles que tenía Smith—. Aquí, donde dice que el susodicho William Smith habrá de ocuparse del matrimonio de su hija a la primera oportunidad y todo lo demás. ¡Por las cerezas de san Godofredo, señor! Ningún hombre que estuviera en su sano juicio se casaría con una puta devastada por la sífilis y el opio, y bien pudiera ser que debido a esa cláusula algún juez canallesco invalidara la orden.

—Pero —añadió Smith, blandiendo el contrato que tenía en la mano— este papel que tengo aquí enmienda ese fallo, creo.

—¡San Wifredo no hubiera hecho un remiendo mejor! —convino Sowter.

—Os pido perdón humildemente, señor Cooke —dijo Thomas Tayloe—. Fue a Sowter a quien se le ocurrió desde el primer momento que os rogara que ocuparais mi lugar. Dijo que era el único precio que me cobraría.

—Estáis perdonado —dijo Ebenezer, con una sonrisa de desvarío—. McEvoy os sacrificó a cambio de su libertad y vos a mí por la vuestra… ¿A quién encontraré yo para hacer el trueque? Mas, querido amigo, os han hecho la pascua dos veces; aún no sois hombre libre.

—¿Cómo es eso? —demandó Tayloe.

—No ha sido preciso que el señor Cooke firmaran contrato de servidumbre —dijo Smith con frialdad—. Susan, ve con Tayloe a traer testigos de la cocina y preparad al novio; el reverendo Sowter os casará en cuanto le hayamos indicado a Tayloe cuáles son los aposentos de la servidumbre.

Al instante Tayloe alzó una protesta furibunda, mas los dos hombres se lo llevaron. Todo el tiempo que duró la conversación Burlingame permaneció en silencio, y su rostro se mantuvo impasible incluso cuando Ebenezer le llamó Henry en lugar de Timothy; no obstante, en cuanto Smith y Sowter desaparecieron, cambió radicalmente de actitud. Se abalanzó sobre la silla en que se hallaba Ebenezer semiconsciente y lo asió por los hombros.

—¡Eben! ¡Eben! ¡Dios santo, despierta y escúchame!

Ebenezer aguzó la vista y luego la apartó.

—No puedo soportar el verte.

—¡No, Eben, escucha! Dispongo de poco tiempo para hablar en tanto vuelven y he de hacerlo con presteza: Smith no es un vulgar tonelero, sino un agente del capitán Mitchell, quien a su vez es el primer lugarteniente de Coode. Se está llevando a cabo un plan portentosamente maligno, cuyo fin es labrar la ruina de la provincia sirviéndose del opio y de la sífilis, para así conquistarla mejor. Se han establecido grandes burdeles y garitos para el consumo de opio, y Malden está destinado a ser el mayor del condado. Todo esto lo he averiguado haciéndome pasar por Tim Mitchell, cuya misión consiste en buscar pretexto para viajar por toda la provincia llevando nuevas reservas de opio y supervisando los lupanares.

Como Ebenezer no daba muestras de interés ni de credulidad, Burlingame explicó a continuación, con voz apremiante, que el capitán Mitchell y Smith habían conspirado a fin de acabar con Ben Spurdance (que se había mantenido leal tanto al gobierno como a la persona para la cual trabajaba), para así tener acceso a las tierras del Puntal de Cooke, tan estratégicamente situadas. A su vez él había procurado dar con el modo de desbaratar tales planes, aunque hasta el momento en que se produjo la fuga de Susan (la cual, sin duda alguna, fue planeada por el capitán Mitchell) no supo a ciencia cierta ni dónde se proponían ubicar el nuevo burdel ni cuál era la identidad del agente que tenía Mitchell en Dorchester.

—Y en tanto no llegué a Cambridge, ni Spurdance dio conmigo, mientras tú andabas por ahí, no hube de saber que Susan no era fiel a la causa que servía. Los dos se me acercaron, en respuesta a un signo secreto que les hice, mediante el cual nuestros agentes se reconocen entre sí, y mientras se celebraba la causa de Salter me dijeron que habían encontrado un modo de acabar con Smith, y ello en virtud de los términos de su contrato de servidumbre, así como que habían ganado al juez Hammaker para que obrara en favor de ellos. Ya teníamos casi cogido a ese bribón, vive el cielo, gracias al testimonio de Susan…, pero tu dictamen, naturalmente, dio al traste con nuestro plan.

Ebenezer seguía sin responder, mas le brotaron lágrimas de los ojos y le corrieron por los rasgos tan demacrados de su rostro.

—Tal fue la razón de que sintiera escasa conmiseración por la pérdida que habías sufrido —prosiguió diciendo Henry—. Al punto trabé amistad con Smith y te dejé varado en el granero, para así mantenerte alejado del peligro en tanto yo partía con él camino de Malden y seguía haciendo averiguaciones en torno a sus planes y a su carácter. Pensé que molería a palos a la pobre Susan por haberle traicionado, mas en lugar de ello se mostró harto cortés para con ella; hace escasos minutos que Susan me dijo que te encontrabas aquí y le oí a Sowter referir la historia de John McEvoy y Tom Tayloe. Entonces caí en la cuenta de lo que tramaban y, a pesar de la prisa que me di, llegué demasiado tarde para detenerte.

—Ya poco importa —dijo el Laureado, cerrando los ojos—. Sea como fuere, no he de vivir para ver la cólera de mi padre.

—¿Por qué no puedo negarme a aceptarlo? —preguntó Susan, que había permanecido llorosa, sentada en el suelo, junto al escritorio de Ebenezer, mientras Burlingame hacía la relación de los hechos—. Así se iría al traste el contrato y el señor Cooke se sentiría grandemente complacido, estoy segura de ello.

Burlingame repuso que dudaba lo primero, puesto que el contrato demostrarla ante el Tribunal que Smith había cumplimentado la orden matrimonial en la medida que le había sido posible hacerlo.

—En cuanto a lo segundo, no es asunto mío, pero en estos momentos no se me ocurre ninguna otra manera de ocuparme de Eben…

—A mí ya no me importa —dijo Ebenezer.

—¡No, no desesperes! —Burlingame lo cogió de los hombros y lo sacudió para que se despertara—. En mi opinión debieras casarte con Susan, Eben, y consentir que te cuide hasta que recobres la salud. Sé lo que piensas y cuánto estimas tu castidad, pero… ¡a fe mía que es la única respuesta! Estás obligado a casarte mas no a consumar el matrimonio; cuando te vuelvas a encontrar bien y hayamos dado con el modo de acabar con Smith, Susan podrá solicitar la anulación alegando que sigues siendo virgen.

Susan agachó la cabeza, pero no dijo más. Las voces de Smith y Sowter, que reían de consuno, se podían oír en la parte trasera de la casa, y al poco se les unieron las voces estridentes de las mujeres, que jugaban a las cartas en la cocina.

—Atiende, Eben —dijo Burlingame con premura—. Aquí en el bolsillo llevo una gragea que me ha dado Sowter; es cierto que es médico, por muy canalla que sea. Tómatela ahora para que te ayude a aguantar hasta el momento de la boda, y te juro que volveremos a verte en calidad de propietario de esta casa antes de que acabe el año.

Ebenezer se sacudió el letargo lo suficiente como para gemir y taparse el rostro con las manos.

—¡Por Cristo, cuánto me gustaría que enviaran hasta aquí a un dios que se me llevara en volandas! ¡Cuán distinto sería el camino que emprendería ahora si me fuera dado volver a empezar en la taberna de Locket’s!

—¡Vamos, espabilad! —dijo William Smith alegremente, entrando en la habitación acompañado de Sowter y las tres mujeres—. ¡Ahora, alzadlo, Timothy, y acabemos con esto!

—¡Arriba, mujer! —exclamó una de las prostitutas, corriendo hacia Susan—. ¡Con lo que me encantan las bodas!

Aussi moi,[41] —dijo Grace—, aunque siempre lloro. —Y sacó el pañuelo, adelantándose a los acontecimientos.

—Tendréis que casarlos estando él sentado en el suelo —le dijo Burlingame a Sowter, imitando la voz de Timothy Mitchell.

—Tomad, señor novio; masticad esta gragea y contestad cuando llegue el momento. Susan, ponte al lado de tu marido y cógele la mano.

—¡Demonios! —exclamó la tercera prostituta, con alarma fingida—. ¿Creéis que es lo bastante hombre para hacerse cargo de ella?

—¡Refrena tu lengua canallesca —le espetó Susan—, antes de que te la arranque de cuajo! —Cogió a Ebenezer de la mano y lanzó una mirada iracunda a la concurrencia—. ¡Adelante, Richard Sowter, maldita sea vuestra estampa! Este hombre está enfermo y hay que llevarlo enseguida a la cama.

La ceremonia matrimonial dio comienzo. Aunque podía oír con claridad la voz de Sowter, así como las hoscas respuestas de Susan, Ebenezer, por más que se esforzaba, no era capaz de abrir los ojos y apenas logró mascullar algo cuando le llegó el turno de repetir los votos. La gragea que había mascado le había dejado un sabor amargo en la boca, pero ya, bien que no tenía la cabeza más despejada que antes, se sentía un tanto menos maltrecho; en efecto, cuando Sowter dijo: «Yo os declaro marido y mujer», notó que se adueñaba de él una alegría extrema.

—Firmad presto el certificado —le apremió Smith—, antes de que os caigáis al suelo.

—Yo le sujetaré la mano —dijo Burlingame, y virtualmente estampó la firma del Laureado en el papel.

—¿Qué le habéis dado? —demandó Susan, y con el pulgar le alzó un párpado a Ebenezer.

—Fue para asegurarme de que descansaba convenientemente, señora Cooke —repuso Burlingame.

Al oír aquel nombre Ebenezer abrió la boca para reírse, y aunque no surgió sonido alguno, él se quedó encantado del resultado.

—¡Opio! —gritó Susan.

Aquella noticia le pareció aún más divertida al Laureado que a la concurrencia, mas no tuvo ocasión de experimentar nuevamente la grata risa de antes: fue el caso que la silla en que se hallaba se elevó de los suelos, atravesó los tejados de Malden y salió disparada hacia los cielos opalescentes. A su vez Maryland se tornó azul y se allanó, conformando una superficie musical e inmensa que se desplazaba calmamente hacia el noroeste bajo las gaviotas.