Sumamente conmovido y desconcertado, Ebenezer siguió unos minutos en el patio. Bastante turbadora había sido la imagen que de Burlingame le proporcionara la historia de Mynheer Tick; pero la revelación final era casi imposible de asimilar.
—He de ver a Henry al punto —resolvió—, a pesar de lo que ha contado sobre Anna y él.
Cuando recordó las sarcásticas confesiones de la noche anterior, rompió a sudar copiosamente y le fallaron las piernas, viéndose obligado a tomar momentáneamente asiento en tierra, mientras le castañeteaban los dientes. Además le dio un breve acceso de estornudos, y es que no era la turbación que sentía su única aflicción: era indudable que tenía fiebre y, además, a resultas de la noche pasada en el granero, había contraído un enfriamiento. Muchas eran las horas transcurridas desde la última vez que comiera y, sin embargo, no tenía la menor gana de desayunar. Cuando se levantó dispuesto a ir en busca de Burlingame y a presentarle una queja al posadero por el robo de sus ropas, la tierra se tambaleó bajo sus pies y la cabeza empezó a martillearlo. Entró en la fonda y, ajeno a las miradas que atraía su insólito aspecto, se fue derecho al tabernero, que no era el mismo que le había atendido la noche anterior.
—¡Vive el cielo! —exclamó—. ¿Es que ya no hay religión? ¡No puede uno dormir seguro ni en un granero! ¿Es que regentáis una cueva de ladrones? ¿Tiene conocimiento el lord propietario de que estos crímenes se cometen impunemente en su provincia?
—Recoged velas, mozalbete —dijo el tabernero—. No es juicioso mostrarse tan partidario de los lores propietarios con los tiempos que corren.
Ebenezer le dirigió una mirada azarada: debido al mareo se le había olvidado, cosa que iba sucediéndole cada vez con mayor frecuencia, que lord Baltimore carecía de autoridad sobre la provincia y que él jamás había visto a tal caballero.
—Algún bellaco me ha hurtado las ropas —masculló.
Las demás gentes que se hallaban en la taberna se rieron; entre ellas había un hombrecillo regordete, de tez morena, vestido de negro, cuyo aspecto le era familiar a Ebenezer.
—Ah, bueno —dijo el tabernero—, eso no es raro. Tal vez algún guasón arrojó vuestras ropas al fuego, por hacer una gracia, u os las quitó para reemplazar las suyas, que otro habría quemado, mas sin ánimo de perjudicaros.
—¡Por hacer una gracia! ¡Voto a tal, bellaco, que tenéis vivo el ingenio!
—Si tanto os duelen las tripas por una cosa así, no os cobraré el alojamiento de anoche. ¿Basta con eso?
—¿Es que le cobraríais a un hombre por dormir en una ratonera? ¡Me habéis de devolver las ropas o darme con qué sustituirlas, y ello al instante, de lo contrario, maldita sea mi condición de Laureado si todo Maryland no siente el aguijón de mis versos!
El tabernero mudó de expresión; ahora miraba a Ebenezer con un interés nuevo.
—¿Entonces vos sois el señor Cooke, Laureado de Maryland?
—El mismísimo —dijo Ebenezer.
—¿El que firmó la cesión de sus propiedades? —El tabernero hurtó una mirada en dirección al hombre del traje negro, el cual confirmó sus palabras con un gesto de asentimiento.
—Entonces tengo un recado para vos de parte de Timothy Mitchell.
—¿De Timothy? ¿Dónde está? ¿Qué dice?
El tabernero se sacó de los calzones un papel doblado.
—Nos dejó anoche, según tengo entendido, mas escribió este poema para que lo leyerais.
Ebenezer cogió el papel y leyó, consternado:
Cuando del maíz saques culo y piernas
y enfiles tus pasos a la taberna
tieso por causa del viento de octubre,
entre achises y mocos insalubres,
depón tus suspiros y quejas vanas,
no has de encontrar a la yegua ruana,
pues junto al potro se viene conmigo,
lo que te pase se nos da un higo.
Ahí te quedas con tus tonterías,
acaso esta prueba de cobardía
te haga entender esta humana verdad:
creer que alguien es tu amigo es necedad.
La amistad es gran farsa y disimulo,
y pues no existe, ¡que te den por culo!
¡Pobre Ebenezer, bardo mentecato:
jamás bajes la guardia, así sea un rato!
Timothy Mitchell, Gentilhombre.
Tras leer los insultos de despedida de Henry, Ebenezer se quedó unos momentos sin habla.
—¡Que la amistad es gran farsa y disimulo! —exclamó por fin—. Henry, digamos que entre tú y yo no había farsa. Ah, Dios mío, líbrame de tener otro amigo así.
El hombre de la tez morena y el traje negro observó aquellas lamentaciones con aire divertido y dijo:
—¿Malas noticias, señor Cooke?
—¡Malas nuevas, en efecto! —gimoteó el Laureado—. ¡Ayer, todas mis propiedades; hoy de un solo golpe he perdido mis ropas, mi caballo y a mi amigo! No veo más salida que la pistola. —A pesar de la angustia, Ebenezer reconoció en aquel hombre al abogado que había defendido a William Smith ante el Tribunal.
—¡Por las calzas del diablo, sí que es pérfido el mundo! —observó aquel individuo.
—¡A lo que me parece no sois vos ajeno a sus maldades! —dijo el poeta.
—Ah, ahora no la toméis conmigo, amigo. ¡Por el báculo de san Serenín, fuisteis vos quien labró su propia ruina, no yo! Yo me limité a velar por los intereses de mi cliente, como es obligación de todo letrado. Me llamo Sowter, Richard Sowter, del sur del condado. Lo que quiero decir, señor, es que los abogados pertenecen a una especie de índole sumamente pragmática y no buscan la justicia más allá de los hechos relacionados con sus clientes. El abogado le mesa las barbas a Justiniano y asevera que Ius est id quod cliens fecit. Además la ley no es más que uno de mis intereses. ¿Queréis tomaros una cerveza conmigo?
—Os lo agradezco —dijo Ebenezer suspirando, mas declinó la invitación aduciendo que el licor de la noche anterior aún seguía cobrándose tributo a costa de su cabeza—. Disculpad mi rudeza, señor; hallome en extremo conturbado y desesperado.
—¡Sobrada razón tenéis para ello, por los pechos cercenados de santa Agueda! El mundo está lleno de perfidia y raro es dar en él con algo bueno.
—Esta provincia está llena de perfidia, eso lo reconozco.
—Pues cómo —prosiguió Sowter—, si hará tan sólo cosa de un mes, o tal vez dos, vínose a verme un polluelo, un mozalbete del sur del condado, el cual entrose en la herrería donde tengo mi despacho (pues habéis de saber que en un lateral de la casa tengo una herrería) y díjome: «Señor Sowter, he menester de un abogado». «¡Por las ladillas de san Ulrico! —díjele yo—, ¿qué has hecho para que te haga falta un abogado?». «Señor Sowter —dijo él—, soy un joven alocado, eso es lo que soy —díjome—, he llevado una vida de derroche y ahora estoy endeudado» . «Ah, bueno —dije yo—, por la bolsa huera de san Gil, yo no soy ningún prestamista, hijo mío». «No, señor —dijo él—, es el caso que mis acreedores me atosigaron tanto que di en pensar que habrían de ponerme en la picota, y entonces, ¿qué hice?: acudí raudo a Morris Boon, el usurero hijo de Sodoma». «Por los dedos de san Pedro, muchacho —dije yo—, ¡no será verdad eso!». «Eslo —dijo él—; acudí a Morris Boon y le dije: Morris, necesito dinero. Y entonces Morris me lo prestó conforme a las condiciones que suele estipular: que en el punto que fueron saldadas mis deudas había de entregarme a él para que satisficiera sus apetitos animales». «¡Estás loco de remate!», exclamé. «Verdad es que lo estoy», dijo el mozo—. «Ya he pagado todas mis deudas y Morris aguarda a dar satisfacción a sus placeres». «Hijo mío —díjele yo entonces—, rézale a santa Casilda, porque yo no puedo ayudarte». «Tenéis que hacerlo —dijo él. Tengo fe en vos». «Se precisa más que fe», le dije. «Más que fe tengo— dijo, —he apostado dinero por vos». Así pues, pregúntele cómo era aquello, a lo que replicó: «He apostado con el anciano Morris a que me sacaríais del apuro». «Que san Dimas te proteja —díjele yo—. ¿Qué has apostado?». «Que si me sacabais de ésta —dijo—, Morris me volvería a pagar la misma cantidad que me había prestado anteriormente, la cual pasaría a ser vuestra por haberme salvado. De no ser así, pues entonces Morris ha jurado violarnos a los dos, empezando por la coronilla y acabando por los bajos». «¡Desvergonzado! —dije yo—. ¿Era preciso que me inmiscuyerais en vuestro sucio trato?».
»—Mas nada se podía hacer —dijo Sowter, suspirando—. A la mañana siguiente volvió el muchacho y Morris, el usurero, venía pisándole los talones. «¡Salvadme!», dijo el chicuelo. «Salvaos vos», dijo Morris, y me miró de arriba abajo. «Quiero el pago convenido». Mas yo no había estado ocioso desde el día anterior, de modo que le dije: «¡Id quedo, señor, por los colmillos de santa Apolonia! ¡Embridad vuestro caballo! ¿Qué suma le prestasteis a este holgazán aquí presente? ». «Doce quintales de tabaco», dijo Morris. «¿Y bajo qué condiciones?». «Que cuando me pagara sus deudas, él es mío cuantas veces se me antoje por espacio de este mes». «Bien, pues —díjele al mozalbete, que a punto estaba de encagarrinarse de miedo—, el caso está cerrado, por el apagamechas de santa Lucía: procura no devolverle jamás sus doce quintales». «¿Y eso por qué?», preguntó el muchacho, y otro tanto hizo Morris. «¡Cómo! ¡Por las lentes de Fridolino! —dije yo—, ¿es que no lo ves?, si no le pagas, tus deudas quedan sin saldar, y en tanto estés endeudado no es menester que te sometas a Morris. ¡La verdad es que mientras tengas deudas eres libre!».
»Por la gota de san Wolfgang, señores, ya pueden vuestras mercedes imaginar el griterío que levantó Morris al oír aquello, pues le había jorobado bien, y él es hombre de palabra. Le pagó al picaruelo otros doce quintales y lo despidió soltando juramentos; pero cuanto más lo pensaba, más le divertía la treta, y acabamos los dos riendo hasta que se nos saltaron las lágrimas. Y a todo esto, por el salmón de Kentigern, ¿qué andaba yo tratando de demostrar?
—Que el hombre no alberga en su interior más que perfidia —dijo Ebenezer—. Mas ese muchacho no obró pérfidamente, ni tampoco vos al salvarlo.
—¡Ja! ¡Poco sabéis! —rio Sowter—. Mi verdadero fin no era salvar al muchacho, sino jorobar al viejo Morris, que más de una vez me la había jugado. En cuanto al mozo, por el báculo de Wulstan, jamás me pagó, sino que se quedó el tabaco y seguro que se fue de putas. Poco bien hay en el hombre. —Sowter suspiró—. Pues ¿querréis creer que tengo a un redencionista en mi embarcación?
—¡No más! —exclamó Ebenezer cogiéndose la cabeza con las manos—. ¿De qué me sirve oír más cuentos? La pistola es ahora cuanto ansío, a fin de acabar con mi dolor.
—¡Vamos, vamos, por el perro de san Roque! —dijo Sowter, desdeñoso—. Así son los avatares de la vida; un día dormís entre tréboles y al otro entre cardos. Aprestaos a ir soportando los días uno a uno, y dentro de diez años aún estaréis durmiendo en alguna parte, llenándoos las tripas de comida y repasando a alguna moza desde san Adrián hasta san Hugo.
—Poco cuesta aconsejar —dijo el poeta— mas el día de hoy habrá de verme morir de hambre, pues no tengo con qué pagarme la comida ni adonde ir.
—El Puntal de Cooke se halla a tan sólo unas horas de navegación río abajo. Si yo hubiera recorrido medio mundo para dar con un sitio, por san Edelberto, no me saltaría los sesos sin haberle puesto los ojos encima.
Aquella sugerencia sorprendió grandemente a Ebenezer.
—Mi criado me aguarda allí —dijo, pensativo— y mi… mi prometida, también, espero. ¡Pobre Joan, pobre y leal Bertrand! ¿Qué pensarán de mí? —Ebenezer asió a Sowter del brazo—. ¿Creéis que ese bribón de Smith los habrá echado?
—¡Pero bueno, por la piedra molar de Pieran! —dijo Sowter—. Estáis enojado y el enojo es buena medicina para la desesperación. No sé nada de esas gentes de que habláis, mas estoy cierto de que no serán mal recibidas en Malden. Bill Smith tiene sus defectos, pero nunca echaría a nuestros invitados, dejándoles perecer de hambre, cuanto menos al Laureado en persona. Si hasta es posible que se encuentre allí vuestro amigo Tim Mitchell y que estén todos jugándose los cuartos a la baraja o bailando alegremente.
Ebenezer negó con la cabeza.
—Incluso esta última alegría tan pequeña me ha de ser negada, pues no tengo para pagarme el barco.
—Pues entonces, por la linterna de Gudrun, habéis de venir conmigo —dijo el abogado, y explicó que era su intención zarpar hacia Malden aquella misma mañana, por lo que el Laureado era bienvenido como lastre—. Tengo asuntos que despachar con el señor Smith —dijo— y he de hacer entrega de un criado que me he procurado esta mañana por dos perras.
Ebenezer musitó unas palabras de agradecimiento; la verdad es que apenas era capaz de prestar atención a lo que decía Sowter, pues la fiebre parecía irle en aumento a cada minuto que pasaba. Cuando se fueron de la taberna y se encaminaron hacia el muelle vecino, Ebenezer contemplaba la escena que tenía ante sí con los mismos ojos que si estuviera borracho.
—… el sujeto más pendenciero que os podéis echar a la cara —oyó que decía Sowter cuando llegaron al muelle—. Jura por la ratonera de santa Gertrudis que no es ningún redencionista, sino un tratante de siervos afincado en Talbot que ha sido víctima de una broma descomunal.
—No me encuentro bien —comentó el Laureado—. De verdad, no me siento nada bien.
—He oído historias astutas urdidas por redencionistas hasta decir basta —siguió diciendo Sowter—, pero por el bramante de santo Tomás que éste se lleva la palma. Pues, ¿querríais creer que…?
—Tal vez se trate del período de aclimatación —interrumpió Ebenezer, aunque no sería posible decir a ciencia cierta si hablaba con Sowter o consigo mismo.
—Os pondréis bien si pasáis un día en la cama —dijo el abogado—. Lo que estaba a punto de decir…, no, no es ahí: mi embarcación es aquel balandro pequeño que se ve justo por detrás de la verga… Lo que estaba a punto de decir es que este grandísimo bruto se empeña en decir que se llama…
—¡Tom Tayloe! —rugió una voz desde el balandro—. ¡Tom Tayloe, del condado de Talbot, maldita sea vuestra estampa, y lo sabéis tan bien como yo, Dick Sowter!
—¡Por el acerico de san Sebastián, oíd cómo desvaría! —rio Sowter entre dientes—. Sin embargo, su nombre aparece escrito en el contrato, y cualquiera lo puede ver. Este es John McEvoy, está tan claro como la luz del día, de Puddlelock, Londres.
Ebenezer se agarró a un palo para sostenerse.
—¡Ya estoy desvariando!
—Sí, por las liebres de san Pemil, no estáis en vuestros cabales —admitió el abogado.
—¡Sabéis perfectamente que no soy McEvoy! —vociferó el hombre de la barca—. ¡McEvoy es el granuja que me ha engañado!
Enfocando la vista hacia el balandro, Ebenezer vio que el hombre que se quejaba tenía una muñeca encadenada a la borda. Tenía el cabello rojo, así como la barba, mas incluso a través de la visión zozobrante que era consecuencia de la fiebre, Ebenezer se dio cuenta de que aquél no era el McEvoy que se temía. En primer lugar, era demasiado viejo —tendría cuarenta y tantos años como poco— y además, estaba demasiado gordo: era una montaña de carne, dos veces el tamaño de Ben Oliver; era, con mucho, el ser humano más corpulento que el poeta había contemplado jamás.
—Ese no es John McEvoy —afirmó mientras Sowter le ayudaba a subirse al balandro.
—¡Ahí tenéis, bribón! —exclamó el prisionero—. ¡Hasta ese pobre alfeñique a quien seguramente habréis sobornado para que jure en falso lo admite! —Se volvió, importante, hacia Ebenezer—: He sido objeto de una doble injuria, señor: Sowter sabe que no soy McEvoy, pero los papeles le han costado baratos y tiene la intención de seguir adelante con su engaño.
—Chitón —respondió Sowter y ordenó a sus tripulantes, que eran dos, que hicieran zarpar al balandro—. Voy abajo a redactar unos papeles —le dijo a Ebenezer—. Podéis acomodaros en el camarote en tanto llegamos al Puntal de Cooke.
—Os ruego que me escuchéis hasta el final —imploró el criado—. Ya habéis dicho que sabéis que no soy McEvoy: tal vez penséis que esto es injusto.
—No es un nombre raro —murmuró Ebenezer, dirigiéndose hacia el camarote—. Reconozco que el John McEvoy a quien conocí antaño tenía el pelo rojo como vos, mas era flaco y pecoso, y más joven que yo.
—¡El mismísimo! ¡Por Cristo, Sowter! ¿Aún persistís en vuestra farsa monstruosa? ¡Este individuo ha retratado puntualmente al hombre que me vendió!
—¡Por el puerro de David, hombre de Dios! —dijo Sowter, malhumorado—. Podéis presentar una queja en los tribunales el mismo día que os establezcáis en el Puntal de Cooke, por lo que a mí respecta. He comprado vuestros papeles honradamente y hasta entonces sois John McEvoy. Contadle al señor Cooke vuestras penas si él se aviene a oírlas.
Dicho aquello, se bajó, seguido por los juramentos del prisionero, pero Ebenezer, al primer bandazo de la embarcación se sintió más enfermo que nunca en su vida, exceptuando, quizá, cuando se hallaba a bordo del Poseidón, durante la tormenta que lo alcanzó frente a las islas Canarias, y se vio obligado a permanecer maltrecho, encaramado a la horda de babor.
—Ese McEvoy —acertó a decir— es de todo punto imposible que sea el que conozco, pues el mío se encuentra en Londres.
—Igual que el mío hasta hace seis semanas —dijo el hombre gordo.
—¡Pero el mío no es vendedor de criados!
—Ni tampoco lo era el mío hasta anoche: soy yo quien se dedica a vender redencionistas para ganarse la vida, pero ese joven irlandés que el diablo confunda me la jugó con la ayuda de Sowter.
Ebenezer meneó la cabeza.
—¡Es impensable! —Sin embargo, sabía que Joan Toast había ido a Maryland (por razones que él sólo podía presumir vagamente), así como también que en el momento de su propia partida de Londres, John McEvoy hacía varios días que nada sabía de su amante—. ¡Ojalá tuviera clara la cabeza para así poder pensar en ello y dar con lo que significa!
El prisionero interpretó aquello como una invitación a contar su historia y, en consecuencia, comenzó así:
—Mi nombre no es McEvoy, sino Thomas Tayloe, de Oxford, condado de Talbot. Todos los plantadores de Talbot me conocen.
—Entonces, ¿por qué no presentáis una queja al Tribunal —interrumpió Ebenezer— y los citáis como testigos? —Estaba sentado en cubierta, pues se hallaba demasiado enfermo para sostenerse en pie.
—Estando Sowter de abogado defensor, no —dijo Tayloe—. Por más que se las dé de santo está tan corrompido como los tribunales, y además esos granujas mentirían con tal de fastidiarme.
El prisionero explicó que comerciaba con la venta de redencionistas: gentes que eran pobres en Inglaterra y estaban deseosos de viajar a las colonias; a cambio del pasaje en barco, firmaban contratos de servidumbre con algún capitán de barco de talante emprendedor, el cual, a su vez, «redimía» sus contratos, cediéndolos al mejor postor que hubiera en puerto. Lucrativa especulación era aquélla, pues de ordinario el precio del pasaje de un criado era de tan sólo cinco libras esterlinas, sobre poco más o menos, y los contratos de servidumbre firmados por artesanos, mujeres solteras y trabajadores en buen estado de salud se podían vender por una cantidad entre tres y cinco veces superior a aquéllas. Los redencionistas que al capitán no conviniera vender directamente, o bien le dejaran insuficiente beneficio, vendíalos «al por mayor» a tratantes como Tayloe, quienes a su vez probaban a vendérselos a plantadores que vivían más alejados del puerto de llegada. La especialidad de Tayloe consistía, al parecer, en adquirir, a precios inusitadamente bajos, criados entrados en años, enfermos, carentes de oficio, alborotadores o que, por las razones que fuera, al capitán le resultara difícil despacharlos, por lo que procuraba venderlos «rebajados» antes de que los gastos de manutención sobrepasaran en demasía la pequeña inversión que le habían, supuesto.
—Es una labor ingrata —admitió—. De no ser por mí esos plantadores tacaños que poseen cincuenta acres de tierras no tendrían quién se la trabajara, y sin embargo son muy capaces de pagarme seis libras por un anciano espantapájaros y luego venir quejándose de que no es ningún Sansón. Y los malditos redencionistas dicen que los mato de hambre, siendo así que saben perfectamente que me deben sus vidas carentes de valor: la mitad son la escoria de los muelles de Londres, a los que el capitán embarcó tras haberlos emborrachado: si yo no los librara de sus manos en Oxford, les harían firmar como tripulantes antes del tercer día de navegación.
—Estoy convencido de que practicáis un comercio caritativo —dijo Ebenezer con voz dolorida.
—Pues bien, señor —declaró el otro—, precisamente ayer el Morfeo atracó en Oxford con una tropa de redencionistas.
—¡El Morfeo! ¡No os referiréis al barco de Slye y Scurry!
—Al mismo —dijo Tayloe—. Gerrard Slye es el mayor especulador de este comercio y Scurry no le va a la zaga. Son los únicos capitanes que traen pedidos a la provincia. Suponed que sois un plantador y que habéis menester de un picapedrero que desempeñe una labor de cuatro años: le formuláis el pedido a Slye y Scurry y a la siguiente travesía tenéis a vuestro picapedrero.
—Basta: he captado el principio.
—Pues bien, fue ayer cuando atracó el Morfeo y allí fuimos todos a pujar por nuestros redencionistas. Estaban haciéndoles subir cuando yo llegué a bordo. La tripulación repartía cuencos de ron entre los compradores; entonces trajeron a cubierta al pelirrojo aquél, quien echó un vistazo a la orilla, librose de los marineros y saltó por la borda antes de que nadie pudiera detenerlo. Tuvo la mala fortuna de caer justo al lado del bote del mismo Morfeo; el primer oficial y otros tres hombres le dieron captura y, una vez a bordo, echáronle grilletes y prometieron azotarlo. Entonces supe que sería mío antes de que concluyera el día.
—¡Pobre McEvoy! —farfulló Ebenezer.
—Él se lo buscó —dijo Tayloe—. ¡Pluguiera a Dios que el hideputa se hubiera ahogado, así ahora yo no estaría aquí con esta argolla! —Tayloe aspiró por la nariz y escupió por encima de la borda—. En todo caso, los capitanes entregaron los pedidos de albañiles, zapateros, remendadores de barcos y carpinteros, así como a un velero que les había costado veintitrés libras esterlinas. Lo normal hubiera sido que después de aquello hubieran vendido a las mozas, pero en el bote de ayer las únicas mujeres eran un par de cuarentonas solteras, las cuales vienen a la caza de marido, por lo que en lugar de ello sacaron a los braceros y los vendieron a precios que oscilaban entre las doce y las dieciséis libras. Después de los braceros les llegó el turno a las mujeres, que fueron vendidas en calidad de cocineras, a razón de catorce libras por cabeza. Una vez vendidas, sólo quedaban cuatro almas, amén, del pelirrojo: tres demasiado débiles para las labores del campo y demasiado lerdas para desempeñar ninguna función, en tanto que en la cuarta había obrado tales estragos la sífilis que verla haría vomitar hasta a una cabra. Fue un día magro, pues suelo comprar la docena o más, pero regateé con Slye y Scurry hasta que por fin les saqué a los cinco por veinte libras, es decir, una libra menos de lo que hubiera costado traerlos dándoles dos comidas diarias, sólo que Slye y Scurry les habían hecho pasar tanta hambre que no servían sino para ejercer de espantapájaros, de modo que incluso sacaban beneficio de las veinte libras.
»Libraron al pelirrojo de los grilletes y ordenáronle que se viniera en paz conmigo o de lo contrario allí mismo probaría el látigo de nueve colas. Para entonces ya tenía yo a los cinco en tierra, con sogas anudándoles los tobillos, y cárguelos en la carreta. Estaba la tarde avanzada y supe que mucha sería mi fortuna si conseguía vender siquiera uno antes de que cayera la noche. Consistía mi plan en hacer primeramente un alto en la taberna de Oxford, para probar si podía venderle a algún borracho lo que jamás comprara estando sobrio, para desde allí seguir con lo peor de la remesa hasta Dorset, pues rara vez tocan tierra en aquel lugar los barcos que cargan sirvientes, y es frecuente que los plantadores anden escasos de ayuda. El irlandés levantó gran vocerío en demanda de comida, por lo que le di un sopapo en los morros, bien que por temor a que se compincharan y volvieran contra mí, dije que si paraba en la taberna era por ver de procurarles alimento, y que comerían en cuanto les hubiera encontrado amo. Dentro hallé a dos caballeros con muchas copas encima, cada cual presumiendo ante la concurrencia de sus riquezas, y aproveché la oportunidad para hablar de mi mercancía. Tan bien supe halagarles la vanidad que los dos estaban deseosos de mostrar con cuánta ligereza compraban criados; yo tuve buen cuidado de hacer salir también a las gentes que escuchaban. El resultado de ello fue que cuando el señor Preen hubo comprado al palurdo estragado por la sífilis, el señor Puff viose obligado a comprar dos viejos chochos, por salvar la dignidad. Lo que es más, no osaron pestañear cuando les dije el precio, aunque me juego algo a que se tornaron sobrios al instante.
»Fuime a toda prisa con los dos restantes, antes de que mis caballeros tuvieran aliento para lamentar su majadería, y puse rumbo a Cambridge. McEvoy daba voces aún más altas que antes, quejándose de que no le había dado de comer; hasta Slye y Scurry, dijo, dábanle de cuando en cuando pan y agua. Dile otro golpe, esta vez con el látigo de la caballería y le dije que de no haberle salvado, a aquellas horas ya se lo habrían comido a él. Desesperaba de vender a ninguno de los dos aquella noche por cuanto que a McEvoy, aunque joven y pasablemente fuerte, se le veía tan a las claras lo pendenciero que era que ningún plantador que estuviera en su sano juicio daría por él siquiera un chelín, y en cuanto a su compañero, era un hombrecillo de Yorkshire, jorobado por más señas y que tenía una especie de angina, ni un solo diente y todas las trazas de ir a morirse antes de que estuviera crecida la primera cosecha; mas en llegando al embarcadero del Choptank tuve otro golpe de suerte. Había oscurecido y la barca que cruza a la otra orilla ya había zarpado, por lo que saqué a mis buenas piezas de la carreta e híceles recorrer el breve tramo que nos separaba de la playa, camino de Bolingdale Creek, donde podríamos hacer cuanto precisáramos antes de cruzar. No habíamos andado ni cuarenta yardas cuando oí una leve conmoción justo delante de mí, por detrás de un árbol caído, y cuando fui a mirar la causa de aquello encontreme al juez Hammaker, del Tribunal de Cambridge, jugando al monstruo de las dos espaldas con una moza, encima de la arena. Simuló una gran cólera porque le hubieran descubierto y nos ordenó marcharnos, mas en cuanto vi quién era y le llamé por su nombre, preguntándole por la salud de su esposa, se avino a ser más razonable. Y es la verdad que no tardó mucho en confesar que tenía gran necesidad de un sirviente, y aunque se inclinaba más por McEvoy, le convencí de que mejor se llevara al hombre de Yorkshire. Mejor dicho, una vez que convino conmigo que un criado viejo vale por dos jóvenes, le cobré veinticuatro libras por el señor jorobado, casi el doble de lo que vale un bracero vigoroso. Aun así salió bien parado: la moza con la que se estaba refocilando no me era desconocida, aunque la oscuridad y las circunstancias en que la misma se hallaba no me permitían localizarla; pero después de cruzar a Cambridge en compañía de McEvoy y de oír a los bebedores contar en la taberna los casos juzgados por el Tribunal aquel día, caí en la cuenta de dónde había visto a la fulana. Era Ellie Salter, cuyo marido es propietario de una taberna en el condado de Talbot; se trata del mismo John Salter que le puso un pleito al juez Bradnox, caso que había sido remitido desde otro Tribunal al de Cambridge, y a cuyo favor había dictado sentencia aquella misma tarde el juez Hammaker. Apenas es preciso que os diga que de haber oído aquel cuento con el tiempo suficiente, Hammaker habría adquirido dos sirvientes nuevos, y habría pagado la bonita suma de sesenta libras esterlinas por la pareja.
»No obstante, el día se me había dado bien; había vendido cuatro piltrafas aquella misma noche, cuando me esperaba, como mucho, vender una, y me habían reportado más de quince quintales de tabaco, o sesenta y tres libras esterlinas, de las cuales cuarenta y siete eran beneficios limpios de polvo y paja. Había que celebrarlo, pensé, y aunque todavía tenía intenciones de probar suerte por si encontraba entre los bebedores a quien me comprara a McEvoy, bebí bastante más ron del que acostumbro y me fui al piso de arriba con una de las muchachas de Mary Mungummory.
—Ya decía yo que vuestra cara me era conocida —dijo Ebenezer—. Soy Eben Cooke, del Puntal de Cooke, el mismo que regaló su heredad a los tribunales ayer. Mucho bebí anoche: el ron fue a costa de las buenas gentes, mas la chacota mucho me temo que fue a costa mía.
—¡Ya os sitúo! —exclamó Tayloe—. Me había desorientado el cambio de atuendo.
Ebenezer refirió, lo más brevemente que pudo —pues cada vez le costaba más trabajo hablar llana y coherentemente— que le habían robado las ropas en el granero y que lo había rescatado Mary Mungummory en persona; y sin entrar en detalles sobre cuál era la responsabilidad de McEvoy en relación con el hecho de que él estuviera en la provincia, Ebenezer se maravilló de la coincidencia de haber tenido tan cerca al irlandés la noche anterior.
—¡Demonios —dijo Tayloe—, a mí no me sorprendería nada descubrir que hubiera sido él quien os robó las ropas, tan traicionero es! Salí de la taberna tan repleto de ron que apenas si acertaba a caminar. Al tiempo que os llevaban al granero subía yo al carro donde estaba McEvoy para dormir lo que restaba de noche, y no bien me había echado por encima la manta que llevo para tales ocasiones, saqué mi cuchillo y amenacé al irlandés con hacerlo picadillo si me ponía la mano encima. Y así me dormí y no supe más hasta que amaneció hoy, que desperté convertido en criado de Sowter.
—¡Dios Santo! ¿Cómo ocurrió eso?
Tayloe soltó un bufido y meneó la cabeza.
—El ron tiene la culpa —dijo—. Mi error consistió en dejar el cuchillo junto a mi cabeza, a fin de prevenir que se me echara encima, pero estaba demasiado borracho y no lo dejé fuera de su alcance. Lo tenía atado de pies y manos, mas de alguna guisa se dio maña para retorcerse sin despertarme y se cortó las ligaduras con el cuchillo. Es maravilla y asombro que no me diera cuenta al punto, mas yo dormía como un cachorrillo en el vientre materno, y en lugar de matarme, el señor McEvoy me desplumó. Mis sesenta y tres libras volaron —gracias al cielo, la mayor parte eran pagarés de tabaco, los cuales no se atreverá a cambiar en Talbot ni en Dorset, aunque había seis libras en moneda del reino— y ahora viene su captura más feliz: ¡la mitad del contrato de servidumbre que venía a nombre de ese desvergonzado! De tales armas pertrechado, a lo que colijo, fuese a la taberna con el mayor descaro del mundo, procurose una comida y mandó llamar a las mozas de Mary Mungummory para correrse una juerga, y se gastó mi plata a dos manos. Al alba, estando yo aún durmiendo a pierna suelta la mona del ron, se dio de bruces con Sowter y aquello fue lo que me dio la puntilla. De haber cerrado su sucio trato con cualquier otra persona, no habría pasado de decir su nombre; pero Sowter, que me conoce bien por más que finja, a cambio de un chelín es capaz de jurar que el rey Guillermo es el papa. Hiciéronme ser McEvoy y por dos libras esterlinas Sowter compró el contrato de servidumbre. La primera noticia que tuve de todo aquello fue cuando los rufianes de Sowter vinieron a prenderme y, atado al cabo de una soga, trajéronme aquí y me encadenaron a la borda. Mi contrato estipula que he de cumplir cuatro años de trabajo para el amo de Malden, el cual, según tengo entendido, es compinche de Sowter, en tanto que el verdadero McEvoy, que se mantuvo oculto hasta que me llevaron, sin duda habrá levantado el vuelo con mi carro y mi caballo. Y no puedo quejarme a los tribunales, pues el contrato lo único que dice de McEvoy es que tiene el pelo y la barba rojos y que es de pequeña envergadura: mi amo argüirá que mi tamaño es prueba de los cuidados que me prodiga. Lo que es más, a quien tengo que poner un pleito es a Sowter, y no hay quien lo atrape, pues en tratándose de tribunales es más escurridizo que una anguila, amén de que por cada amigo mío que jurara que yo soy Tom Tayloe, él daría con tres ingratos que profesarían votos de que soy John McEvoy. Y aun cuando no fuesen las cosas así, mi caso se habría de resolver ante el Tribunal de Cambridge, y en la presidencia se sentaría el juez Hammaker en persona. En resumidas cuentas, voy a Malden en un estado tan lamentable como el vuestro. Richard Sowter me ha jorobado a base de bien.
Ebenezer suspiró.
—En verdad que es una historia lamentable —dijo, aunque de hecho, más bien simpatizaba con McEvoy y sospechaba más que un poco que el tratante de redencionistas se había llevado su merecido—. Mas con todo salís un poco mejor parado que yo… —Le sobrevino un nuevo acceso de vómito, tras el cual se quedó débilmente cogido a la borda—. Ni siquiera tengo salud para quejarme de mi suerte.
—Ni tiempo, por la horma de Crispín —dijo Richard Sowter, que emergió del camarote a tiempo de oír el último comentario— pues aquello que se divisa a babor es el puntal de Castlehaven y dos salientes más allá se encuentra el de Cooke.
Ebenezer gimió.
—¡Buenas nuevas debieran ser éstas! Y, sin embargo, más parecen fúnebres tañidos, pues malditas las ganas que tengo de ver mi casa, ahora que no es mía. En cuanto la haya visto, acabada es mi vida.
—Vamos, vamos —dijo Sowter—, siempre hay alguna salida. Al menos podéis consolaros pensando que no fueron el ron, la testarudez ni la cólera de la multitud lo que os ha hecho caer tan bajo, sino un orgullo y una inocencia simples, causas que asimismo han labrado la ruina de más de un noble antes que la vuestra. ¿Veis aquella mansión que se alza entre los álamos?
El balandro había dejado atrás el Puntal de Castlehaven y, tras virar a estribor, avanzaba rumbo al oeste, aprovechando un viento reciente que soplaba desde el interior de la bahía. En la orilla, a babor, veíase una gran casa solariega, de madera blanca.
—¡No puede ser Malden tan pronto! —exclamó el poeta.
—No, por el ancla de san Clemente, es Castlehaven, y allá donde se alza alzose antaño una casa solariega que era un verdadero castillo y que recibía el nombre de Edouardine, la cual fue erigida pensando en que durase hasta el fin de los tiempos. Ahí se encierra una historia en la que el orgullo tuvo un precio alto, si alguna vez llega a conocerse la verdad.
Ebenezer recordó la historia de la muchacha a quien su padre había salvado de perecer ahogada, la cual había sido ama de cría suya y de Anna hasta que Andrew regresó a Inglaterra.
—Paréceme que he oído mentar el nombre —dijo, lúgubremente—. No tengo fortaleza bastante para oír la historia.
—Ni yo tiempo para contarla —replicó Sowter. Señaló un brazo de tierra cubierto de árboles que se adentraba en el agua, a unas cinco o seis millas en dirección oeste, por donde el río se ensanchaba formando la desembocadura—. Allá delante está el Puntal de Cooke. Dentro de un minuto, cuando estemos más cerca, veréis Malden.
—¡Que Dios maldiga vuestra alma mendaz, Dick Sowter! —exclamó Tom Tayloe—. ¿Tan lejos vais a llevar esta superchería?
Sowter miró como si estuviera sorprendido.
—Por los dijes de san Filiberto, señor, no sé de qué superchería habláis. Disculpadme mientras preparo los papeles que he de darle al señor Smith.
Cuando Sowter hubo entrado de nuevo en el camarote, Tayloe asió a Ebenezer por la camisa de piel de ciervo.
—¿Estáis enfermo, no es así, y queréis que os cuide para recobrar la salud?
—Que estoy enfermo es cosa clara —respondió Ebenezer—. Mas ¿para qué ha menester la salud un hombre arruinado? Mi intención es echarle un solo vistazo a Malden y acabar mi vida.
—¡No hombre, eso sería mentecatez! Os han jorobado y echado del lugar que era vuestro por derecho, que es lo mismo que me ha pasado a mí, mas no caéis mal ni al público ni a los tribunales. Smith y Sowter os la han jugado de momento, mas a mi parecer sólo se precisa tiempo y pensar con cuidado si queréis recuperar vuestra casa.
Ebenezer sacudió la cabeza.
—Esa es una esperanza vana y es crueldad alimentarla.
—¡Nada de eso! —insistió Tayloe—. Se puede apelar al gobernador y tal vez vuestro padre tenga alguna influencia sobre los tribunales. Con el tiempo y la paciencia suficientes a buen seguro que daréis con alguna artimaña. Vaya, como que me apuesto algo a que todavía no habéis conocido a ningún leguleyo cuya habilidad esté a la altura de la de Sowter.
Ebenezer admitió que así era.
—Mas, con todo, es una causa perdida —suspiró—. No tengo ni un penique para subsistir ni un solo amigo a quien pedírselo prestado y apenas soy capaz de andar de la fiebre.
—A eso me refiero exactamente —dijo Tayloe—. Vos sabéis que yo no soy McEvoy y que se me ha empleado como criado de falsa manera. Ya os he mostrado cuán, desesperada es mi situación. En cuanto ponga el pie en el Puntal de Cooke pierdo cuatro años de mi vida; mejor dicho, más. A Sowter no le costará ningún trabajo hacer que se prolongue la duración, sirviéndose para ello de cualquier pretexto, pues sabe que el juez Hammaker le dará su apoyo.
—Acaso sea mi enfermedad —dijo Ebenezer—. No alcanzo a ver la relación.
—Si Smith firma mi contrato de servidumbre estoy perdido —dijo Tayloe, desesperado—. Pero si fuera a vos a quien tomara por criado…
—¡A mí!
—¡Os ruego que me dejéis acabar! —imploró el gordo—. Sería la solución tanto de vuestros problemas como de los míos el que accedierais a servir en mi lugar. Yo me libraría de las garras de Sowter y por otra parte, el amo está obligado a dar alimento, ropa y alojamiento a sus criados, así como a cuidar de ellos cuando están enfermos.
Ebenezer contrajo las facciones como para ayudarse a asimilar aquella idea.
—¡Pero ser sirviente en mi propia heredad!
—Tanto mejor. Así podéis tener los ojos abiertos hasta que deis con el modo de recuperar lo que os es debido. Y una vez yo me vea libre, ¿pensáis que se me olvidaría jamás vuestra gentileza? Movería el cielo y la tierra en vuestro nombre; le notificaría a vuestro padre…
—¡No, eso no! —Ebenezer se puso blanco de pensarlo.
—Pues al gobernador Nicholson —rectificó apresuradamente Tayloe—. ¡Yo mismo presentaría la queja y predispondría a las gentes de Dorset a vuestro favor! ¡No se quedarían cruzados de brazos mientras su Laureado lleva la vida de un criado!
—Pero cuatro años de tareas menesterosas…
—¡Bah! No llegaría ni a las cuatro semanas, una vez que me pusiera manos a la obra. El contrato os vincula al propietario de Malden, no a Smith, y en cuanto Malden volviera a vuestras manos, podríais serviros del contrato para limpiaros el trasero.
Ebenezer se rio, incómodo.
—No puedo decir que vuestro plan carezca de cierto mérito …
—¡Se salvaría vuestra vida, y la mía también!
—… mas me cuesta trabajo imaginarme que Sowter os lo dejara exponer, cuanto menos que estuviera conforme.
—¡Esa es la clave! —susurró Tayloe con urgencia y atrajo al Laureado hacia sí—. Lo inteligente sería que vos hicierais el alegato, y no a Sowter sino a Smith, que no tiene motivos para ser enemigo mío. A él lo mismo le da un criado que otro.
—Sin embargo, si yo estuviera en su lugar —dijo Ebenezer, pensativo, mientras volvía a rememorar la historia de su ama de cría—, me inclinaría más por un criado sano que por uno enfermo.
—No si el criado enfermo se muestra bien dispuesto —le corrigió Tayloe—, mientras que el sano da muestras de querer causar problemas. Cerrad el trato con Smith, como si os indujera a ello el deseo de recobrar la salud y reparar la gran injusticia que se ha hecho conmigo.
Ebenezer sonrió con amargura.
—¡Ya me conoce como persona grandemente interesada por la justicia! Y pudiera ser que le placiera tener a su antiguo amo en calidad de vulgar criado.
Tayloe hizo ademán de abrazarlo.
—¡Bendito seáis, señor! ¿Entonces lo haréis?
Ebenezer se apartó.
—No he consentido en ello, cuidado. Mas he de elegir entre eso y el suicidio, y por lo tanto merece ser considerado.
Tayloe le cogió la mano y se la besó.
—¡Cielos, señor, sois un verdadero santo cristiano!
—Lo cual quiere decir que soy carne de martirio —respondió el Laureado—; un bocado para que lo engullan las fieras que andan sueltas por el mundo.
La reaparición de Sowter en cubierta puso fin a la conversación.
—Decid lo que queráis —dijo éste sin referirse claramente a nada—; la propiedad no estaba nada mal, por el jarro de san Martín, y si yo estuviera en vuestro pellejo, haría cuanto estuviera en mis manos por tratar de recuperarla…, aunque no fuera más que rezarle a san Antonio, que recupera lo perdido.
Mientras hablaba, Sowter estaba contemplando el mar, con los ojos entornados, de modo que por un momento Ebenezer se temió que hubiera oído los planes que tenía Tayloe y estuviera meditando alguna venganza. Mas entonces dijo: «Mirad allá, muchacho», y apuntó con un fajo de documentos enrollados hacia el oeste, que era la dirección en que estaba mirando. Aunque aún se encontraban a dos o tres millas de la orilla el balandro había virado lo bastante hacia estribor, de modo que ya se podían distinguir las especies de los árboles —arces y robles en el terreno arbolado y, cerca de la playa, pinos—, así como un pequeño muelle que se extendía en dirección a ellos y que se hallaba al extremo de un terreno abierto, cubierto de césped, que llegaba hasta una casa de maderas blancas, de diseño gracioso y de amplias dimensiones.
—¿También tiene su historia esa casa? —preguntó Ebenezer sin interés.
—Por el pañuelo moquero de santa Verónica, muchacho, vos debierais saberlo mejor que yo. Es Malden.