Cuando el sueño hizo que a Ebenezer se le pasaran del todo los efectos del ron, el cielo de Maryland había empezado a aclararse. Durante la noche —que era la última del mes de septiembre— el veranillo de san Miguel había cedido paso a un tiempo más característicamente otoñal; en efecto, el aire de la madrugada era francamente frío, y fue el castañeteo de sus dientes y el temblor de todo su cuerpo lo que despertó al Laureado.
—¡Dios mío! —exclamó, y se incorporó al instante.
Vio que se encontraba en una especie de granero, al extremo de un establo, presumiblemente detrás de la taberna, con las piernas y los brazos enterrados entre las ásperas mazorcas. Uno a uno se le fueron representando todos sus males: había perdido definitivamente Malden y seguramente había ganado la enemistad de Burlingame, cuyas tremendas declaraciones, ahora el poeta estaba seguro de ello, eran una invención que tenía por objeto vengarse y lograr que él recobrara la sobriedad.
—¡A fe mía que me lo tenía merecido! —reflexionó.
Además, Ebenezer tenía la salud quebrantada: la cabeza le palpitaba como consecuencia del ron, la luz le hacía daño en los ojos y el estómago seguía sin tenerlo nada fuerte. Por ende, el aire frío había convertido su indisposición, previa en una enfermedad real: estornudaba, tenía escalofríos, moqueaba y le dolían todas las articulaciones.
—¡Bonita manera tiene esta gente de tratar a su Laureado!
Ebenezer decidió castigar al propietario de la taberna, e incluso querellarse contra él si encontraba un fundamento adecuado, y fue cuando se movió con ánimo de llevar a cabo tal propósito que comprendió la causa principal de su enfriamiento: la casaca, el sombrero y las calzas habían desaparecido, y él se hallaba tumbado, vestido sólo con las medias y los calzoncillos. No era capaz de pensar en nada salvo en pedir ayuda a la primera persona que acudiera al establo a por un caballo; entretanto se vio obligado a excavar una especie de pozo entre el maíz y hundirse en él, rodeándose de las ásperas mazorcas para protegerse de la corriente.
—¡Ya está bien! —barbotó al cabo de una hora—. ¿Dónde están los clientes de ese hombre?
Intentó matar el tiempo componiendo pareados que fustigaran a todos los posaderos, desde el que consintió que María y José se quedaran en un pesebre de Belén hasta el que permitió que el Laureado de Maryland durmiera en un granero; pero su corazón no le secundaba y Ebenezer desistió del empeño cuando se vio incapaz de encontrar una palabra que rimara con súcubo. No había comido desde el mediodía anterior; mientras el sol se elevaba, su estómago rugía. Los estornudos eran cosa cada vez más seria, y para limpiarse la nariz lo más delicado que tenía eran las mazorcas. Por fin, empezando a temerse que perecería por hallarse expuesto de aquella manera antes de que nadie apareciera a rescatarlo, dio un grito pidiendo ayuda. Llamó una y otra vez, en vano, hasta que por fin una mujer corpulenta y desaliñada, de mediana edad, que pasaba por el patio conduciendo su carreta, oyó sus gritos, ató el caballo y se dirigió hacia el establo.
—¿Quién anda ahí dentro? —preguntó—. ¿Y qué tripa se os ha roto?
Su voz era áspera y poderosa y sus proporciones —ahora que estaba allí de pie se podía apreciar con mayor veracidad—, prodigiosas. Vestía la ubicua tela escocesa que usaban los trabajadores de Maryland; tenía el rostro arrugado, de color moreno rojizo, y el pelo gris tan enmarañado como una zarza vieja. Lejos de mostrarse alarmada por las voces de Ebenezer, medio cerró los ojos en un gesto que parecía ser de regocijo anticipado, y su boca, a la que le faltaban la mitad de los dientes, ya sonreía.
—¡Quedaos ahí! —exclamó Ebenezer—. ¡Os ruego que no os acerquéis más en tanto no os explique! Soy Ebenezer Cooke, Poeta Laureado de esta provincia.
—¡No me digáis! Bueno, pues yo soy Mary Mungummory, antaño conocida como la puta ambulante de Dorset, pero no presumo de ello. ¿Qué hacéis metido entre las mazorcas, señor poeta? ¿Estáis componiendo versos o haciendo aguas?
—Dios impida que elija semejante santuario para orinar —repuso el poeta— y, por otra parte, sería menester alguien más inteligente que yo para hacer arte a partir de las mazorcas.
La mujer rio ahogadamente.
—¿Acaso estáis, entonces, practicando algún juego contra natura?
—Por lo que sé de las gentes de Maryland, no me sorprende que lo penséis. No obstante, es vuestra ayuda lo que preciso.
—¡Vamos allá! —Mary soltó una carcajada tremenda y se acercó al granero.
—¡No, señora! —imploró Ebenezer—. Me habéis entendido mal: no tengo ni un cuarto de penique para pagar vuestros servicios.
—¡El demonio se lleve vuestros cuartos de penique! —dijo la mujer corpulenta—. Me importa un rábano vuestro dinero mientras no se ponga el sol. Me bastará con saber cómo es un poeta. —Se encaramó al granero, ronroneando de regocijo.
—¡Quedaos ahí! —Ebenezer empezó a acumular desesperadamente más mazorcas con las que ocultar sus vergüenzas—. Lo que yo os pido es un servicio cristiano, señora —brevemente, le explicó su situación y acabó rogándole a Mary que le procurara algunas ropas de inmediato, antes de que el enfriamiento acabara con él.
Toda aquella historia entretuvo sobremanera a la mujer que, para satisfacción del poeta, dijo:
—Eso no es nada difícil, joven: tengo algún que otro calzón en mi carreta, estoy segura.
Y le explicó que su apodo era el orgullo de sus años jóvenes, cuando viajaba de plantación en plantación ejerciendo su comercio. Ahora que estaba entrada en años tenía que buscar el modo de ganarse la vida; ella y sus mozas efectuaban giras mensuales, recorriendo todas las colonias y plantaciones importantes del condado, interrumpiendo el calendario previsto sólo cuando se producían acontecimientos como las sesiones del Tribunal.
La mujer cogió de la carreta unos calzones de ante, una camisa del mismo material y unos mocasines indios, todo lo cual se lo arrojó a Ebenezer.
—Allí tenéis, señor —dijo, riendo entre dientes y, luego, subiéndose al granero—. Pertenecen a un joven galán de la tribu de los abacos, que responde al nombre de Tom Rockahominy y vive en Gum Swamp. Se vio obligado a despedirse precipitadamente de nosotras anoche, cuando llegó mi grupo de guerreros wiwash. Ponéoslos.
—No sé cómo expresar mi gratitud —dijo Ebenezer, aguardando a que se fuera—. Sois casi la primera alma amable que me tropiezo en Maryland.
—Daos prisa —le apremió la mujer—. Me muero de ganas de ver qué aspecto tienen los mozos poetas, cuyos cerebros están plagados de amor, estrofa tras estrofa.
Con suma dificultad Ebenezer logró convencerla de que se alejara del granero el tiempo suficiente para que él pudiera vestirse. Lo cierto es que sus esfuerzos hubieran resultado enteramente infructuosos, tan resuelta estaba ella a satisfacer su curiosidad, de no ser porque la extraordinaria modestia de Ebenezer le resultaba aún más divertida.
—La pura verdad es, señora, que soy virgen y tengo intención de seguir siéndolo. Ninguna mujer ha visto mi cuerpo, que yo recuerde.
—¡Santa Madre de Dios! —exclamó la señorita Mungummory—. Os pagaré dos quintales de tabaco por ser la primera. ¡Es lo que cobra una de mis mozas!
Mas el poeta declinó su ofrecimiento y ella salió del granero, tan asombrada como divertida.
—Al menos me podíais hablar un poco de ello, en vista del servicio que os he hecho. ¿Acaso la naturaleza se ha mostrado avara con vos y os sentís avergonzado?
—Soy un hombre igual que los demás —dijo Ebenezer, envarado—, y reconozco totalmente que estoy en deuda con vos, señorita Mungummory. Se trata meramente de que me repugna romper mis votos personales; de lo contrario, por pura gratitud contrataría vuestra capacidad profesional.
—¡Vamos, vamos, señor, tales alardes no os convienen! Bien puede ser que seáis un hombre igual que los demás, pero no penséis que estáis a la altura de mi capacidad profesional. —Le entró tanta risa que se vio forzada a sentarse en el suelo terroso del establo—. En cierta ocasión conocí a un salvaje, al sur del condado, el cual disponía del medio más terrible que imaginar quepa. ¡Ese hombre sí que estaba a la altura de mi capacidad profesional! ¿Por ventura habéis oído contar lo que les ocurre a los hombres cuando los ahorcan? Pues bien, señor, el día que ahorcaron al pobre Charley por haber dado muerte a mi hermana…, todavía se me saltan las lágrimas cuando evoco su imagen…
—Escuchad un momento, señorita Mungummory. ¡Esto es extraordinario! —Ebenezer terminó de vestirse y se bajó del granero—. ¿Cómo se llamaba aquel indio?
Pero Mary no fue capaz de responder inmediatamente, pues la vista del poeta provocó en ella nuevos accesos de hilaridad. Lo cierto es que Ebenezer ofrecía un espectáculo insólito: las ropas indias eran demasiado pequeñas para un cuerpo tan alto, y la extrañeza se multiplicaba por dos merced al contraste con las medias inglesas que llevaba puestas.
—¡Me ha parecido oír que le llamabais Charley! —dijo Ebenezer con toda la dignidad que fue capaz de reunir—, y me preguntaba si no había oído hablar de él con anterioridad.
—Oh, todo el mundo conoce a Charley Mattassin —dijo Mary cuando recobró el aliento—. Una de las personas a las que asesinó fue mi hermana Katy, la puta marina de Dorset.
—¡Pardiez, esto es fantástico! ¡Ese canalla mata a vuestra hermana y vos habláis de él casi con cariño! ¿Y qué es eso de una puta marina? ¡Diantre!
—Así es como la llamaban, y que Dios tenga en paz su alma celosa, pues yo no le guardo rencor, a pesar de que se llevó la cabeza de mi Charley.
Ninguna otra cosa estaba dispuesta a hacer entonces la mujer sino contarle a Ebenezer la historia del asesinato de su hermana a manos de Charley Mattassin, historia que, pese a la prisa de Ebenezer por dar con el paradero de Burlingame, el Laureado consintió en oír, tanto porque le debía a la narradora su rescate, como porque había reconocido en el asesino a aquel indio incorregible que le había referido al padre Thomas Smith la historia del martirio de Joseph FitzMaurice. El poeta cogió una caja de madera, se sentó encima de ella y se estiró tímidamente las mangas de la camisa, como si quisiera alargarlas de modo que le quedaran bien. Mary Mungummory optó por seguir sentada en tierra, aunque se tomó la molestia de recostar sus enormes espaldas en la pared del establo antes de dar principio a su historia.
—Es muy cierto, tanto por lo que a las mujeres como por lo que a los gatos se refiere —afirmó— que en cuanto a unas u otros se les dice que hay algo que no pueden tener, mueven cielo y tierra a fin de lograr precisamente aquello…, en especial cuando se trata del amor. Dios asista al marido que le concede a su esposa hasta el menor capricho: ¡antes de dos años de casado será cornudo! Como ha escrito uno de vuestros poetas:
Cuando el viejo con mujer joven casa,
buscando dar calor a su morada,
su frente ha de ver de astas coronada.
—Bien expresado —dijo Ebenezer—, aunque no sería capaz de decir qué relación guarda con vuestra historia.
—Mi hermana Katy, que tenía un marido así, trató de labrar su ruina, mas cayó en su propia trampa. —Mary suspiró—. Yo la consideraría más una hija que una hermana. Nuestra madre hacía la calle en las proximidades del mercado de Newgate, y en treinta años de prostitución sólo cometió dos errores: el primero fue confiar en un clérigo y el segundo, confiar en un médico.
Ebenezer manifestó sorpresa al ver tanto cinismo en el alma caritativa de su benefactora.
—¿Vos no confiáis en nadie?
Mary se encogió de hombros y dijo:
—Es cuestión de qué se le confía a los demás, ¿no os parece? Sea como fuere, yo no les guardo rencor: cuando el zorro ha atrapado a una gallina, se la come; y cuando el hombre tiene en su poder a una mujer, se refocila con ella. Mi madre era una huerfanilla hambrienta que mendigaba comida por las calles. Eran tantos los hombres que habían tratado de forzarla cuando aún no había cumplido los trece años que le pidió protección al párroco de su feligresía, el cual la acogió en su cocina en calidad de fregona. El párroco era un puritano cumplidor y no dejaba pasar una noche sin acudir al aposento de mi madre para aleccionarla hablándole del laberinto del corazón, el pecado original y la gangrena que devora a la rosa. A fin de pertrecharla frente a las asechanzas carnales de los hombres, concibió para ella una serie de ejercicios espirituales, uno de los cuales consistía en que el clérigo se desvestía en presencia de mi madre y la obligaba a asirse a él cual si de una reliquia se tratara, al tiempo que recitaba una plegaria contra las tentaciones de la carne. Grandemente preocupado estaba el clérigo por la virginidad de mi madre, a la vez que eran muy numerosas las dudas que sobre su fortaleza y honestidad abrigaba; por cuya razón, los domingos por la noche mi madre estaba obligada a confesarle todos los pensamientos lujuriosos que se le hubieran pasado por las mientes en el transcurso de la semana, tras lo cual él comprobaba si su virginidad seguía intacta, según ella aseguraba.
—¡Canalla! ¡Hipócrita! —afirmó el poeta.
—Puede que lo fuera —dijo Mary con indiferencia—. Era un ministro de la Iglesia portentosamente amable y gentil, orgullo de sus feligreses, y crió a mi madre como si fuera miembro de su familia. Me parece que él no veía mal en lo que hacía. Cuando mi madre alcanzó los quince años de edad, seguía siendo virgen, y tan bien la había adiestrado el clérigo en el arte de resistir los fuegos de la lujuria que eran los dos capaces de pasarse horas desnudos en el catre, intercambiando toda suerte de caricias mientras hablaban de asuntos en extremo elevados y edificantes. Obrar así era para él motivo de orgullo y deleite, como solía decir mi madre, amén de que ello constituía el clímax virtuoso que culminaba una semana de santidad.
Ebenezer sacudió la cabeza:
—¡En verdad que el corazón es un laberinto!
—Sí que lo es —convino Mary, riéndose—, y aquel fulano pronto se perdió por él. Cuanto más maduraba su tutelada, tanto más se preocupaba él por su honor. Era una alumna tan celosa y aventajada, y tan prodigiosa era la educación recibida a manos del clérigo que éste dio en considerar un despilfarro que algún canalla pudiera forzarla, haciendo que los goces de la carne apartaran sus pensamientos de la senda de la virtud. Con tanta fuerza se apoderó de él aquella idea que no hablaba de otra cosa, y por más que mi madre le prometía que ningún pensamiento le era tan aborrecible como el del fornicio, el clérigo no conoció la paz hasta que concibió el ejercicio espiritual más vigoroso de todos…
—¡Ah, Dios mío, no me lo contéis…!
Mary asintió con la cabeza, estremecida de regocijo.
—No fue sino el fin natural de cuanto había acontecido anteriormente. Una noche de sabbat, cuando estaban ambos orando postrados de hinojos, él se colocó por detrás de mi madre y le dio un vigoroso empellón; al gritar ella, él le explicó que se trataba de la última lección y que tenía por fin lograr el aherrojamiento de las pasiones carnales; le indicó que prosiguiera con sus oraciones, igual que si estuviera en la iglesia. Aunque su espíritu hallábase turbado y a pesar de su inocencia, mi madre no era ninguna niña boba y, pareciéndole más adecuado mostrar su reconocimiento que pecar de ingrata después de toda la gentileza de la que había dado muestras el párroco en el pasado, no protestó, limitándose a albergar la esperanza de que él tomara medidas que evitaran determinadas consecuencias, con lo que reanudó sus plegarias. En un abrir y cerrar de ojos, cuando mi madre decía «que estás en los cielos», el clérigo dio cuenta de su virginidad, y si era su intención cometer el pecado de Onán para así protegerla, no tuvo tiempo, pues cuando ella decía venga a nosotros tu reino, tuvo lugar mi concepción.
—¡Por vida de…!
—No llegó más lejos la plegaria, pues vista a través de la luz fría que se adueña de los hombres después de que han holgado con mujer, el párroco conoció lo erróneo de su proceder, y despidió a mi madre. De allí a la prostitución no era largo el trecho, teniendo en cuenta que ya estaba adiestrada en usar de las artimañas del amor sin que por ello se le agitara el corazón, con la misma liviandad de que hace gala el diácono cuando adereza sus cirios. Yo nací y me crié en las callejuelas de Newgate, y antes de cumplir los trece años había vendido mis frutos primeros a un caballero de Saint Andrew’s Undershaft, y ya hacía la calle en compañía de mi madre. Esto fue lo que la llevó a cometer su segundo error, con el médico…
—No dudo de que es un cuento que bien merece ser escuchado —interrumpió Ebenezer—, mas yo preferiría que os dierais más prisa por llegar al meollo del asunto, de lo contrario no tendré tiempo de oíros hasta el final.
—Como gustéis —dijo Mary, riendo ahogadamente—. No diré sino que mi hermana Katy fue la consecuencia de aquel error, como yo lo había sido del primero, y que mi madre murió en el parto. Yo contaba tan sólo quince años y me veía forzada a trabajar toda la noche a fin de procurar sustento para ambas; empero, crié a Katy como si fuera mi propia hija, y cuando tuvo la edad suficiente para valerse por sí misma y la juventud bastante para despabilar la lujuria ahíta de los adinerados, le preparé su primer encuentro con un conde escocés que a la sazón paraba en Londres, y la inicié en el oficio. Cuando supimos los precios que alcanzaban las mujeres en las plantaciones, decidí que nos viniéramos, y nos establecimos en Maryland, donde ejercimos nuestra profesión provechosamente por espacio de muchos años. No obstante, lejos de sentirse agradecida por mis desvelos, la joven. Katy siempre andaba ofendiéndome y despreciándome. A la menor ocasión representaba el papel de dama y afirmaba que yo tenía la culpa de que ella fuera puta. No había hombre digno de Katy y aunque es cierto que un aire de refinamiento siempre eleva el precio de la ramera, jamás debe ésta mostrarse refractaria en el lecho; tan caprichosa era, empero, mi querida Katy, que muchas veces tentaba a los hombres a fin de que la compraran, para luego arrojarles el dinero a la cara.
»Pues bien, a orillas del pequeño Choptank vivía un acaudalado caballero holandés que respondía al nombre de Wilhelm Tick. Era un viudo viejo y alegre, orondo como una bola y astuto como un judío, que había labrado su fortuna criando ganado, no plantando tabaco. El tal Wilhelm tenía dos hijos crecidos, llamados Willi y Peter, de los cuales, el uno no valía un penique y el otro no valía un pedo, y ninguno de los dos hacía nada en todo el santo día aparte de beber ron de las Barbados y recorrer a caballo todos los caminos de Dorset. Eran los dos mozos rubios y grandullones, más mañosos que brillantes, y como se sabían herederos universales del viejo Wilhelm, se contentaban con dejarlo que se cavara prematuramente la tumba en tanto ellos se gastaban por adelantado una parte de la herencia. No es maravilla, por tanto, que la pequeña Katy gozara de gran favor ante aquellos caballeros, tan parecidos eran sus temperamentos; a ella se le daba un ardite por más que yo le advertía que eran unos villanos crueles y taimados que las más de las veces se gastarían en beber lo que a ella le correspondería cobrar, con lo que no vería ni un penique. Katy hacía oídos sordos a mis consejos y se entregaba a la voluntad de los hermanos siempre que a ellos les placía.
»Hubo de transcurrir un año antes de que yo averiguara el verdadero plan de mi hermana: resultó que el viejo Wilhelm tenía perfecto conocimiento de que sus hijos eran unos holgazanes manirrotos a los que se les daba una higa cuanto él había hecho por ellos, y tras mucho debatir consigo mismo se juró cambiar enteramente su estilo de vida. Resolvió no seguir afanándose por acrecentar su fortuna y, en cambio, disfrutar de la que ya tenía antes de morir, empleando los años que le quedaban en hacer las cosas que los hombres suelen para procurarse placer.
»Precisamente por aquel entonces Willi y Peter vieron que Katy no quería saber más de ellos, por mucho que la amenazaran y trataran de sobornarla. Y aunque hasta el día de la fecha nadie sabe cómo se las apañó, al cabo de un mes era la esposa del mismísimo Mynheer Wilhelm Tick, el cual ni remotamente sabía con quién se había casado. La primera noticia que tuvieron de ello los hermanos fue cuando la vieron en su propia casa, al lado de Wilhelm; entonces su padre les dijo: «Willi y Peter, esta niña es vuestra nueva madre. Nos queremos con todo el corazón, y debéis amarla y respetarla como amaríais y respetaríais a vuestra propia madre si viviera».
»Entonces viéronse obligados a hacerle una reverencia a Katy y besarle la mano, mas en cuanto se hubo ido Wilhelm fueron hacia ella y sujetándola por los brazos, le dijeron: «¿Qué le has dicho a nuestro padre que le has trastornado su débil cabeza? ¿Crees que vas a robarle su fortuna dejándonos a nosotros sin nada? ¿Qué dirá cuando le contemos que eres una ramera de Bridewell que tiene las marcas del látigo en la espalda y se ha acostado con todos los hombres de Dorset?». Pero Katy desdeñó sus amenazas, pues le había hecho creer a Wilhelm que era virgen y huérfana, y que su desalmada hermana le había hecho azotar por negarse a abrazar el ejercicio de la prostitución. Y a fin de protegerse de todo daño, Katy los amenazó a su vez, diciéndoles que si hacían el menor intento de perjudicarla o causarle mal, se quejaría a Wilhelm de que andaban detrás de ponerle los cuernos. Y así los hermanos se vieron obligados a cocerse en silencio mientras su padre chocheaba de modo vergonzante con Katy y saltaba corriendo a satisfacer su menor capricho. La noche de bodas recurrió a todas las tretas que yo le había enseñado para hacer de Mynheer Wilhelm un hombre, mas con poco éxito, pues a diferencia del puerro de Boccaccio…
—¡Boccaccio! —exclamó el Laureado—. ¿Cómo es que conocéis a Boccaccio? ¡Esto es gran maravilla!
Mary se rio.
—Mayor de lo que creéis será la maravilla, como os explicaré en breve. A diferencia del puerro de Boccaccio, decía, que tiene blanca la cabeza y la cola verde, el pobre Wilhelm se parecía más al can que él denominaba dachshund, cuya cola se halla a muchos pasos por detrás de la cabeza, y jamás le da alcance. Mas de un modo u otro Katy logró inflamarle brevemente y luego armó tamaño alboroto que diríase que era Pasifae asediada por el toro.
—¡Diantre, señora! ¡Primero Boccaccio y ahora Pasifae!
—El viejo Wilhelm creyó que la había desflorado y cuanto más daño fingía ella, más orgulloso se sentía él. Después de eso, no encontraba lo bastante que hacer por ella, tan agradecido se sentía, y antes de que pasara una semana anunció a Peter y a Willi que puesto que Katy le había proporcionado el primer gozo que le era dado tener en muchos años, había modificado los términos de su testamento: la mitad de la herencia pasaría a manos de Katy y la otra mitad sería dividida entre los dos hermanos.
»Aquellos derrochadores no podían aceptarlo, sobre todo teniendo en cuenta que su padre ponía tanto afán y empeño en el hecho de que la salud se le estaba quebrantando a pasos agigantados; no habría de tardar mucho en perecer como consecuencia del esfuerzo, y ellos se quedarían sin legado. Mas pareja a la astucia de los hermanos era la disposición de Katy, y tan bien conocía ella lo que tramaban que urdió sus propias estratagemas a fin de adelantárseles.
Al llegar a aquel punto de su relato el semblante de Mary perdió su perenne expresión de buen humor. Agachó la cabeza y con una paja de avena empujó un guijarro que había en el suelo.
—Ahora es cuando entra en escena Charley Mattassin —dijo.
—Ah. —El rostro de Ebenezer se iluminó—. Ese indio salvaje y asesino.
—La ignorancia os hace hablar así —dijo Mary abruptamente—. Paréceme que a estas alturas ya debierais saber que es necedad juzgar antes de conocer los hechos. Charley Mattassin era mi amante, el amante más querido que haya conocido mujer.
Ebenezer se puso colorado y pidió disculpas.
—¡Charley Mattassin! —suspiró ella, entrecerrando los ojos, que tenía clavados en el suelo—. No sé bien cómo lo podría presentar para que lo vierais con claridad.
—He oído decir que era hijo de un rey salvaje —se adelantó a decir el poeta— y que le profesaba un odio desmedido a los ingleses.
Mary asintió.
—Era hijo de Chicamec; ningún hombre blanco que lo vio vivió para contarlo. Su pueblo es una tribu de nanticokes que se dan a sí mismos el nombre de ahatchwhoops; viven aislados en los parajes más salvajes de las ciénagas de Dorset, y van cambiando de lugar el emplazamiento de su poblado.
—¡Dios santo! ¿Y por qué no los somete el gobernador?
—En primer lugar, porque nunca ha sido capaz de dar con ellos. Además son poco numerosos y viven completamente aislados. Es más fácil olvidarse de ellos que andar detrás de capturarlos y darles muerte con peligro de perder la vida o algún miembro. Estos ahatchwhoops nunca buscan jaleo, pero cuando cae un inglés en sus manos, o lo matan o lo dejan peor que un eunuco.
Ebenezer se estremeció al pensarlo.
—Sería peligroso tener a uno de ellos como amante, ¿no?
Entonces los ojos se le inundaron de lágrimas.
—Fue mi primer y único amor, Charley Mattassin, sí. Yo tenía cuarenta años la primera vez que lo vi, y él no tenía menos, pero fue para ambos un amor a primer refocile. Su padre, Chicamec, lo había enviado de embajada a presencia de otro rey salvaje, Quassapelagh…
—¡Quassapelagh! —exclamó el Laureado, y se detuvo cuando estaba a punto de revelar su relación con aquel cacique fugitivo.
—Sí, el famoso rey Anacostino, que no ha mucho se ha fugado de la cárcel. Sólo Dios sabe qué maldades se ocultaba tras su misión, pero era la primera aventura de Mattassin entre los ingleses. Su plan consistía en cruzar directamente la bahía en canoa, pero no había atravesado aún el estrecho de Tangier cuando una galerna lo arrastró hasta las tierras de Dorset. Yo, que estaba de gira, tuve la fortuna de ir a la sazón por el camino que discurre a lo largo del estrecho. Mattassin —entonces, naturalmente no tenía nombre inglés—, había perdido la canoa en el transcurso de la tormenta y al ver que se hallaba en territorio inglés, se había jurado matar al primer blanco que pasara y robarle el caballo. Se ocultó entre los arbustos que flanqueaban el camino y al pasar mi carreta la abordó de un salto y me derribó del asiento.
»Su primera intención fue arrancarme la cabellera, pero, pensándoselo mejor, decidió violarme antes. —A Mary se le iluminó la mirada—. ¿Lo entendéis, señor poeta? En total llevaba veintiocho años de ramera. Habíanme poseído unas veinte mil veces —mil más, mil menos—, una cantidad similar de hombres distintos; no había catadura ni tamaño de hombre que no hubiera conocido, eso hubiera jurado yo, ni proeza carnal en la que no fuera maestra. Me habían forzado demasiadas veces como para poder echar la cuenta, gentes depauperadas o cobardes, y más de una vez yo misma violé a algún mozo.
—¡Alto! —exclamó Ebenezer—. ¡Eso es imposible!
—No me tentéis, amigo —le previno Mary con una sonrisa—. Sé lo que estáis pensando, mas nada es imposible a punta de pistola —se rio y lloró simultáneamente—. Aún no os he contado lo mejor de todo: no era talludo Charley, mas sí fornido y de fuertes músculos; empero, cuando se dispuso a ejecutar su labor vi que para llevarla a cabo no estaba mejor dotado que un pobre cachorrillo. Os juro que había sido agraciado con menos de la mitad de lo que tiene cualquier retoño en edad de guardar cuna, y encima proponíase mancillar el honor de Mary Mungummory. Era lo mismo que pretender echar a pique una fragata sirviéndose de un punzón.
»Tan sorprendida estaba de verlo que sólo su tomahawk me tuvo la risa a raya, y no hubiera ofrecido mayor resistencia que un percherón ante el asalto de una pulga. «Acaba, Charley», le dije, confiriéndole aquel nombre a modo de burla, «tengo a dos tramperos y a un plantador de tabaco aguardándome camino arriba». Con lo cual puso manos a la obra y, diantre, antes de saber qué pasaba yo estaba dando berridos de placer.
El Laureado arrugó la frente.
—No soy ducho en tales asuntos, pero esto tiene un aire de non sequitur[38] o alguna otra falacia de los escolásticos.
Mary respiró hondo con aire nostálgico.
—¡Hombres de letras, muchos he conocido, pero falos ni uno solo como aquél!
—¡No, señorita Mungummory, malinterpretáis lo que quiero decir!
—Y vos lo que quiero decir yo —rio Mary—. Pues habéis de saber, señor, que moza que ha ejercido veinte mil veces de ramera no es ninguna niña: yo podría representar el papel de Europa y no perdería nada por ello. Pero así como el ciego, en faltándole la vista, cobra una extraordinaria agudeza de oído y olfato, y así como el sordomudo aprende a oír con los ojos y a hablar con las manos, así también mi Charley aprendió maneras extrañas y portentosas, enteramente desconocidas para mí, de alcanzar su fin. De tal guisa había saldado la deuda que había contraído con él la buena madre Naturaleza, conforme reza el proverbio: lo que le había robado a Pedro dióselo a Pablo.
Ebenezer no acababa de ver la pertinencia del proverbio, pero en sustancia vino a entender lo que la mujer quería decir.
—Las artes que practicaba sobrepasan mis conocimientos y no tengo palabras para expresar lo que gocé. Baste decir que dentro de mí había la suficiente sangre materna como para hacer un castillo con mi corazón, el cual entre doscientos hombres ni uno sólo lo había avistado. Pero mi Charley, que ni siquiera disponía de lanza para atacarlo, al cabo de dos minutos había saltado por los parapetos, atravesando el foso y alzando el rastrillo, se paseaba a tu antojo por almenas y matacanes y había izado el estandarte de la pasión sobre los torreones de mi fortaleza.
—¡Pardiez! —musitó el poeta.
—Pasó algún tiempo antes de que yo recobrara propiamente el sentido, pero cuando volví a ser yo misma lo agarré de los cabellos, invoqué toda la sabiduría lasciva que me habían enseñado los años y le pagué con su misma moneda, de modo que se pasó media hora casi sin sentido. El resultado de aquello fue que él jamás volvió a ver a su padre ni a su pueblo, y no estuvo más cerca de Quassapelagh que mi carreta, en la cual vivimos en adelante cual gitanos de alma fogosa. No volví a ejercer de puta, sino que contraté a otras mozas para que hicieran mis giras y me quedé pegada a Charley como una esposa boba.
—¿Cómo es que no le pasó el odio a los ingleses?
Mary rio entre dientes y sacudió la cabeza.
—No sabría decirlo, está más allá de mis entendederas. Charley era de una profundidad sobrecogedora y de inteligencia muy aguda: en un mes aprendió a hablar y escribir nuestra lengua como un caballero; hízome registrar la provincia para que le procurara libro, y aunque yo misma no era capaz de entender ni la mitad, él siempre les cogía el sentido con tan sólo una ojeada. Parecía que los pensamientos de los libros eran los suyos, y aún estos eran mejores. No obstante, y por más que le intrigaran, no se dignaba leerlos personalmente, sino que me encomendaba a mí la tarea, y no pasaba nunca mucho tiempo sin que yo tuviera que interrumpirme para preguntarle qué significaba tal o cual palabra.
—¿Es cierto? —exclamó Ebenezer maravillado—. ¿Y fue así como aprendisteis a hablar de Boccaccio y los griegos?
—Sí. ¡Cuánto los amaba y aborrecía Charley, y yo misma, también! Leíale en voz alta medio apólogo o medio capítulo de Euclides y él se sacaba de las mientes lo que restaba; y si difería del texto las más de las veces, era el autor quien salía peor parado. Muchas veces presencié cómo su fantasía engendraba un puñado de mundos, todos diversos, de los cuales uno era el mundo que aquellos libros describían…
—El cual, pese a ser espléndido en algunas cosas —interrumpió al Laureado—, a él no podía dejar de resultarle aborrecible por ser el mundo que efectivamente existía.
—¡Exacto! —exclamó Mary con la mirada iluminada—. ¡Habéis puesto el dedo en la mismísima llaga!
Ebenezer suspiró, acordándose de Burlingame.
—Conozco a un hombre que posee un genio semejante y observa una conducta idéntica: le encanta el mundo y lo comprende al primer vistazo —a veces sin mirarlo—; sin embargo, lo ve teñido de desdén, por la mismísima causa que acabáis de mencionar, lo cual induce a la persona de quien hablo a tomarse a broma aquello mismo que ama.
Las lágrimas corrieron libremente por los carrillos colorados de la ramera.
—De esa misma guisa me miraba a mí —dijo—. Me amaba, de eso estoy segura; sin embargo, pese a todo mi repertorio de triquiñuelas, yo no era más que una mujer, una mujer concreta, por ende. La curiosidad y la imaginación de mi Charley no conocían tales límites: yo a menudo lo agradaba, mas nunca lo sorprendía; tampoco podía hacer nada que a él no se le hubiera ocurrido antes.
—¿Y diríais vos —le apremió el poeta, grandemente interesado— que ese amor cósmico de que hablaba yo antes era tan fuerte en su carne como en su fantasía? Es decir, ¿codiciaba lujuriosamente cuanto le hería la vista, fuera varón, doncella o raíz de mandrágora, y sin embargo despreciaba el mundo por la escasez en él de compañeros de lecho?
—Eso y más —respondió Mary—, pues tan poseído estaba él por esa misma lujuria e imaginación que llegaba al extremo de despreciarse a sí mismo por no ser capaz de llevar su imaginación más lejos. Por todos los demonios, nunca ha habido nadie como él en toda la historia del mundo.
Pero Ebenezer se tapó el rostro con las manos y negó con la cabeza.
—Lo ha habido y lo hay, por asombroso que pueda parecer. Mi amigo y antiguo tutor, al cual creo no haber comprendido jamás hasta ahora, encaja prodigiosamente con el cuadro que habéis descrito. ¿Conocéis a un hombre llamado Tim Mitchell?
La expresión de Mary se transformó, revistiéndose de alarma.
—¿Sois uno de los espías de Mitchell y os han mandado a que me tiréis de la lengua?
Sorprendido, Ebenezer le aseguró que no lo era, y a continuación, viéndola tan recelosa, afirmó:
—No me refería a que Mitchell fuera mi amigo y tutor, sino a que al igual que ese Charley se parece tanto a mi amigo en todo (salvo el color de la piel y ese defecto de sus partes naturales del que habéis hablado), también el tal Tim Mitchell, a quien no hace ni tres días que conocí, me recuerda a mi amigo en ciertos aspectos. Aparte de eso, no sé nada de él.
—¿No sois agente suyo?
—Os juro que no. ¿Por qué le tenéis tanto miedo?
Mary aspiró aire por la nariz y echó un vistazo en derredor.
—No importa el porqué. Pronto lo sabréis si os hacéis amigo suyo.
No quiso decir más y sólo merced a numerosas súplicas logró el poeta convencerlo de que al menos volviera a su relato, tanta inquietud había despertado en ella el nombre de Tim Mitchell.
—¿Qué relación guarda vuestro amante Charley con Katy y Mynheer Tick? —preguntó—. Sería crueldad dejar una historia tan sabrosa a medio contar.
—No falta mucho para el final —masculló Mary, y un tanto a regañadientes retomó el hilo de su relato—: Katy pronto tuvo noticias del cambio que se había operado en mi vida y sin pérdida de tiempo indagó acerca de las causas del mismo. Yo sabía que pondría sus miras en Charley en el mismo momento que le echara el ojo, de modo que hice cuanto pude por evitarla. La pura verdad es que hasta que él no la mató, no me enteré de que había sido amante de ella por espacio de dos meses.
—¡No!
—Me lo contó él mismo, junto con otras muchas cosas, antes de que se lo llevaran a la cárcel. No sé cómo, la señorita Katy le había sonsacado y le dijo que era mi hermana. Ella tenía la cara bonita, cosa que a mí no me sucede, y su cuerpo era como un postre dulce, mientras que el mío es como una comilona de nueve platos. Mas a pesar de todas sus malas artes, era torpe y desmañada, y perezosa en la cama, amén de malévola y quisquillosa; y así como Charley me cobró al instante amor y odio, a un mal bicho como Katy no pudo sino aborrecerla, como me confesó. Esa es la verdadera explicación.
Ebenezer asintió con la cabeza.
—Hace una hora no hubiera entendido qué queréis decir, mas ahora no lo hallo paradójico. ¿Por qué cometió Charley sus horribles crímenes?
—Lo colgaron por todos —dijo Mary—, aunque él sólo le dio muerte a Katy. Los demás se mataron entre sí, si bien mi querido Charley fue el inductor.
Mary explicó que al hacerse amante de Katy, Charley pronto tuvo conocimiento de cómo andaban las cosas en casa de Mynheer Tick, y por razones que no resultaban inmediatamente claras, se había tomado la molestia de ganarse la confianza de los hermanos, cosa que no fue muy difícil conseguir dado que eran clientes habituales del burdel ambulante de Mary y no sabían la relación de Charley con Katy más que la propietaria de aquél. Fue su guía en expediciones de caza, cabalgó a su lado e, instado por ellos, efectuó frecuentes visitas a la heredad de Tick, donde se daba a la bebida y a la jarana, revolcándose por los céspedes con Willi y Peter, y de tanto en tanto haciendo incursiones cuyo fin era coronar la testa de Mynheer Wilhelm. No pasó mucho tiempo sin que los hermanos lo pusieran al corriente del miedo y odio que sentían hacia su madrastra, y Charley, soltando una risotada, al instante propuso un doble asesinato.
—Willi exclamó:
»—¡No lo dirás en serio!
»A lo que Charley repuso:
»—Sería bastante fácil. Peter podría ir hasta el final del sendero que atraviesa el bosque colindante con la parte posterior de la casa y ocultarse entre los enebros, donde antaño solíais refocilaros con la señorita Katy. Entonces Willi puede mandar a Katy hasta allí con algún pretexto, y cuando ésta llegue, Peter se le echa encima y la mata. Entretanto a Willi le resultará sencillo, estando solo, dar muerte al viejo Wilhelm en la casa. Tú hazlo con un cuchillo o un tomahawk y luego le echas la culpa a los indios.
»Willi aplaudió inmediatamente el plan, pero Peter, aunque se manifestó dispuesto a cortarle la cabellera a Katy, se mostró menos entusiasta ante la idea del parricidio.
»—Una vulgar ramera no supone una gran pérdida. ¿No podemos dejar que padre muera de muerte natural o de aflicción? Es mejor y de todos modos no se interpondrá durante mucho tiempo entre nosotros y la riqueza.
»Entonces Charley Mattassin respondió:
»—Haced como queráis, es cosa vuestra; pero a mí me parece que, no bien os hayáis deshecho de Katy, se casará con la primera espabilada que sepa enredarlo.
»—Sí —convino Willi—. Démosle muerte ahora. El no nos quiere.
»A la postre, Peter se vio obligado a sobreponerse a sus reparos y dejó la reunión de bebedores para ocultarse en su lugar al final del sendero, llevándose consigo su cuchillo de caza. Mas no bien había partido, cuando Willi, el más inteligente de los dos, empezó a cuestionar el reparto de responsabilidades.
»—No es en modo alguno equitativo —se quejó ante Charley— que se me asigne a mí la burda labor de asesinar a mi padre en tanto que Peter tiene a Katy a su merced entre los enebros, pudiendo hacer con ella lo que le plazca antes de darle muerte. —Y cuanto más lo pensaba menos justa le parecía su parte, hasta que al fin, olvidándose de quién había propuesto el plan, empezó a echarle a Peter la culpa del mismo.
»—Contén tu ira —le instó Charley entonces—. Yo lo planeé así y ello con un fin: mandar a Katy junto a Peter y luego contarle a Wilhelm que están holgando entre los enebros. Pronto morirán dos de los tres y a ti te restará sólo matar al tercero para quedarte tú con toda la herencia.
»Willi no tardó mucho en ver los méritos de aquel plan y cuando, tras una búsqueda rápida, no dio con su madrastra, siguió con prontitud el siguiente consejo del indio:
»—De todos modos, díselo a Wilhelm y yo saldré corriendo para avisar a Peter de que su padre viene dispuesto a matarlo. El resultado será el mismo y entretanto tú podrás proseguir la búsqueda de la ramera y gozar de ella.
»Willi se fue sonriendo beatíficamente hacia el cuarto que su padre utilizaba para hacer las cuentas, y Charley, atajando por las ciénagas, fue hacia los matojos de enebro, donde aguardaba Peter, cuchillo en mano. Pero lejos de advertirle que Wilhelm iba hacia allí, el indio dijo:
»—La señora Katy viene a toda prisa hacia aquí, más guapa que nunca. Ya que en todo caso tienes intención de matarla, ¿por qué no haces cuanto se te antoje con ella? Bájate los calzones, hombre, y aguarda emboscado.
Mary Mungummory se rio.
—No fue menester apremiar a Peter, pues el tener la mente embotada no implica que suceda otro tanto con los apetitos, del mismo modo que quien es un zopenco en el aula puede ser brillante en el catre: en cuanto Charley se fue, el mozo se bajó los calzones, se cogió el instrumento con la mano y aguardó la llegada de su víctima.
—¿Pero dónde se encontraba vuestra hermana en tanto tenían lugar todas esas maquinaciones? —demandó Ebenezer.
Mary chasqueó la lengua:
—Ni estaba ociosa ni era inocente, de eso podéis estar seguro.
»Para empezar —explicó Mary— de hecho fue Katy y no Charley quien concibió el plan. Ella le había contado con detalle el miedo que le inspiraban los hermanos, así como su vida con Wilhelm (cómo éste, incapaz de aspirar a tener una relación natural, la obligaba a bailar lascivamente para él todas las noches en la sala de cuentas, entre bonos de tabaco y papeles comerciales), y se había comprometido a casarse con Charley y convertirlo en el propietario de la heredad de Tick si le ayudaba a deshacerse de los demás herederos. Acordaron citarse en unos espesos matorrales de mirto, a los que se llegaba tras recorrer un trecho del camino que partía de detrás de la casa: allí habría de acudir a cualquier hora del día o de la noche nada más oír la señal de su amante, un agudo gañido parecido al de un zorro o un perro indio; allí habría de aguardar en tanto él se divertía con los hermanos, hasta que Charley encontrara un pretexto que le permitiera reunirse con ella; y fue donde Katy pasó aquella tarde fatal, viendo cómo se ejecutaba el plan. Vio a Peter bajar por el camino hasta los enebros, e incluso oyó cómo Charley le instaba a violarla antes de asesinarla; Charley apenas tuvo necesidad de decirle, cuando inmediatamente después de aquello se reunió con ella entre los mirtos, que la conspiración estaba en marcha. Más aún, sus esperanzas se vieron confirmadas unos momentos después, ya que apareció Wilhelm en persona, dando zancadas por el camino, con una pistola en cada mano y la cólera pintada en el rostro, evidentemente como reacción al anuncio hecho por Willi, Charley y Katy oyeron con perfecta claridad la retahíla de palabrotas que soltó el anciano en holandés.
»—¡Esperad! —le oyeron exclamar a Peter—. ¡Por el amor de Dios, no disparéis!
»Y Wilhelm, para decepción de los emboscados, en lugar de hacer fuego al instante, preguntó:
»—¿Dónde está tu madre, Peter?
»—¡No lo sé!
»—¿Qué haces de pie así —le preguntó entonces Wilhelm—, con los calzones en una mano y la vergüenza en la otra?
»Y debió suceder que Wilhelm se había aproximado mientras hablaba, amenazándole con las pistolas, pues Peter gruñó y luego repuso:
»—Ya lo veis, ¡vine aquí con el fin de aplacar mi naturaleza!
»—Willi me dijo que estabas refocilándote con Katy y gozándola de parte a parte —aseveró Wilhelm.
»—Ah —dijo Peter—. Mas no estoy haciendo lo que dijo Willi, como cualquiera puede ver.
»—¿Entonces por qué me haría Willi salir corriendo hacia aquí? —quiso saber su padre, y Peter afirmó que no era él sino Willi quien abrigaba intenciones con respecto a Katy, y que había hecho salir de la casa a Wilhelm para sorprenderla a solas y forzar su virtud.
»—¡Ach! —dijo Wilhelm, y se volvió por el camino hecho un basilisco.
»Todo aquello lo habían oído claramente los dos conspiradores y hacia el extremo del camino lindante con la casa se oyó la voz de Willi que llamaba a Katy.
»—¿Qué sucederá ahora? —le susurró Katy a Charley.
»—Es hora de que Willi deje de buscarte —respondió el indio—. Si todo va bien, bajará por el camino a fin de matar al que quede con vida, y Peter sufrirá el mismo fin.
»No pudo explicar más, pues para entonces el viejo Wilhelm había llegado junto al matojo de mirtos, blandiendo las pistolas y resoplando de fatiga. En efecto, tanto le habían supuesto los esfuerzos y emociones que de repente se paró en seco, se echó la mano al corazón y se sentó en un tocón de gomero que había en medio del camino.
»—¡Le ha fallado su necio corazón! —musitó Katy, y Charley le tapó la boca con la mano justo a tiempo de impedir que los descubriera Willi, que en aquellos momentos llegaba a la carrera, con el mosquete presto.
»—¿Qué mal os ha dado? —le preguntó a su padre.
»Wilhelm asió a su hijo por el brazo y sacudió la cabeza.
»—¿Por qué me enviaste adonde nada sucedía? Tu hermano sólo estaba orinando, nada más.
»—¡Bah! —se burló Willi—. ¿Por qué iba a recorrer una milla y adentrarse en el bosque para orinar cuando hace años que utiliza el rosal?
»—Me has mandado para que matara a Peter, y Peter para que te matara a ti —siguió diciendo Wilhelm—, y los dos abrigáis malas intenciones con respecto a mi dulce Katy. ¡De un modo u otro pierdo un hijo y puede que a mi dulce esposa también!
»—Es una puta y vos un necio —afirmó Willi apuntando al pecho de su padre y descerrajó un tiro de mosquete a boca de jarro.
»—Ahora yo le haré otro tanto a él —susurró entonces Katy, y sacándose de entre las faldas una pistola cargada, apuntó hacia Willi.
»Pero una vez más Charley la contuvo, pues el ruido del disparo había hecho venir a Peter corriendo desde los enebros y antes de que Willi tuviera tiempo de poner la pólvora y la bala en el arma, su hermano estaba delante de él, cuchillo en mano. Dieron vueltas y revueltas por tierra y, al cabo de un minuto, Willi yacía junto a su padre con la garganta abierta.
»Peter se levantó y limpió el cuchillo con una hoja.
»—Así —dijo, y no dijo más, pues Katy le pegó un tiro en el pecho allí donde estaba.
»—¡Alabado sea Dios! —exclamó mi hermana en voz alta cuando hubo hecho aquello—. ¡Por fin estoy libre de bellacos!
»Y tanto le conmovió el espectáculo de tantos holandeses muertos por el camino que no quiso alejarse sin antes subirse al tocón de gomero alrededor del cual aquéllos yacían y ejecutar en honor de Charley la misma danza que era para el pobre Wilhelm sustituto del acto amoroso.
»—Ahora ya has alcanzado el deseo de tu corazón —comentó Charley.
»—También tú —le contestó Katy desde el tocón—. ¡Ahora acércate y celebremos nuestra riqueza!
»Y no contenta con profanar a los muertos sólo con su danza, Katy insistió en que allí mismo, sobre el tocón del gomero, Charley y ella hicieran lo que solían hacer ocultos entre los enebros, y en todo el rato no dejó mi hermana de proferir agudos y estridentes gritos y alaridos, conforme a la usanza india.
—¡Deteneos! —exclamó Ebenezer—. No me estaréis dando a entender que…
—Nada menos —afirmó Mary—. Lo que es más, Charley le pidió a Katy que, llegado el momento, profiriera el grito secreto que a modo de señal utilizaban entre sí, e hizo una cosa que habíamos aprendido juntos él y yo, una cosa que habíamos prometido no compartir con ningún otro mortal…
—Escuchad —protestó el poeta, muy corrido, pero Mary alzó la mano, demandando silencio.
—Katy al punto emitió el grito que era su señal y entonces Charley alzó su cuchillo…
—¡No! ¿La mató en aquel punto y hora?
Mary hizo un gesto de asentimiento.
—No diré más que esto: lo que hizo Charley es una treta famosa que los soldados de todo el mundo, sean paganos o cristianos, emplean con las mujeres del enemigo.
—Si decís más, enfermaré —le advirtió Ebenezer.
—No hay más que contar —dijo Mary—. Charley se fue y los dejó a todos yacientes cual estaban, a los cuatro, y por falta de herederos la propiedad pasó a manos de la Corona. Lo jocoso del caso, y Charley lo sabía desde un principio y no se lo dijo ni a Katy ni a los hermanos, fue que la solicitud, de ciudadanía hecha por el viejo Wilhelm no iba a ser aprobada hasta que volviera a reunirse el Consejo de Maryland.
—No alcanzo a entenderlo.
—Eso significa que murió siendo súbdito holandés —explicó Mary—, y para empezar, los extranjeros no pueden legar propiedades. ¡En cualquier caso las propiedades habrían pasado a manos de la Corona! —Mary se rio y se levantó del suelo del establo—. Lo que perdió a Charley fue la inmensa satisfacción que le proporcionaba aquella burla. Aquella misma noche, con total inocencia, le propuse que lleváramos a cabo nuestro pequeño secreto y le sobrevino tal acceso de risa cuando estábamos en plena actividad que por primera vez en mi vida lloré como una recién casada. Charley me juró que lo lamentaba, y a modo de disculpa me refirió toda la historia, tal y como acabáis de oírmela contar vos a mí, y no paró de reír ni un momento ni omitió un solo detalle. Me conocía de cabo a rabo mi dulce salvaje; sabía que se me desgarraría el corazón al oír que me había sido infiel, y que el daño sería doble cuando yo supiera que lo había sido con Katy, y triple, cuando me dijera que le había dado muerte; empero, él sabía muy bien que, pasado el disgusto, mi amor se vería acrecentado. ¡Y vaya si tenía razón! Lo que Charley no sabía ni por asomo era lo muchísimo que valoraba yo nuestro pequeño truco, no sólo porque lo habíamos descubierto de consuno, sino porque al tratarse de algo que compartía un hombre tan mal dotado en sus partes viriles con una mujer demasiado versada en hombres como para sentirse impresionada por semejante dote, nuestra treta no era ni más ni menos que el mundo entero del amor. Suponed que vos y vuestra amante hubierais inventado el ayuntamiento carnal y que a ninguna otra persona de este mundo se le hubiera ocurrido nada semejante. ¿Cómo os sentiríais si ella os dijera no que había besado a otro hombre, sino que le había transmitido el inefable secreto que con vos compartía?
—La verdad —dijo Ebenezer— es que yo…
—Sí. Vos aún sois virgen y no lo podéis saber —suspiró Mary—. Entonces tenedlo presente, y un día lo veréis con bastante claridad. Entre tanto baste decir que el error de mi Charley consistió en decirme que había compartido aquello con Katy. ¡Dios mío, no fui capaz ni de derramar una lágrima más! Me bajé de la carreta, eché a correr por el camino y no me detuve hasta llegar a Cambridge un día y medio después y decirle al sheriff que la familia Tick había sido asesinada y que el asesino era Charley Mattassin.
Nuevamente las lágrimas le arrasaron los carrillos.
—Lo encontraron aguardando en la carreta (ni remotamente sospechaba lo que había hecho yo) y dieron con él en prisión. Después de aquello jamás volví a hablar con él, mas cuentan que se tomó como una burla adicional el que yo le hubiera traicionado y siempre que pensaba en ello se reía. Cuentan que seguía riéndose cuando lo llevaban a la horca, y cuando el nudo se cerró, yo misma vi que ocurrían dos cosas portentosas. La primera ya os la referí al principio, que lo que en vida era minúsculo tornose desmedidamente grande tras la muerte, cosa que a veces suele suceder; la otra es que murió riéndose de aquella manera monstruosa, llevándose su risa a la tumba. Tal fue su historia.
—Jamás oí nada semejante —juró Ebenezer—. Es a un tiempo una risa patética y terrible y aún sigo atónito por el parecido entre este indio y mi amigo y antiguo tutor. Me atrevería a decir que de haber nacido inglés, vuestro Charley se serviría de este mundo como si fuera un clavecín y él el intérprete, que es lo mismo que hace mi amigo; y de haber nacido indio salvaje, mi amigo habría muerto con esa misma risa. —Ebenezer meneó la cabeza—. ¿Qué hay detrás de ello? Vuestro Charley y mi amigo, cada uno a su manera, vinieron al mundo que conocemos desprovistos de raíces; a uno y a otro les fue dado poseer un talento prodigioso para conocer el mundo, ello incluso les proporcionaba un inmenso placer, y los dos manejaban a la gente cual titiriteros. Mi amigo aún no se ha reído del modo en que lo hizo Charley, y quiera Dios que nunca lo haga, pero es algo que existe en potencia; vuestro cuento me lo hace ver claramente. Tiene una cierta manera de encogerse de hombros y una sonrisa singular, enteramente desprovista de alegría. Es como si, al igual que Jacob, luchara contra algún ángel oscuro en el desierto; ese ángel venció a vuestro Charley, y ningún ángel del señor tiene devotos que lleven esa risa como estigma, ¿no os parece?
Mary se quedó pensativa en la puerta del establo:
—¡Charley se reía de toda la creación divina! Aún oigo cómo se reía de Katy cuando hizo con ella aquella cosa nuestra, y también cuando ella daba alaridos y él la pasó a cuchillo; cuando voy de gira o cuando estoy comiendo escucho aquella risa, la cual colorea el mundo que contemplo y me agria la comida que tengo en el estómago. Nada queda de Wilhelm Tick salvo su triste espectro, que según algunos merodea de noche por el sendero de su casa; y nada queda de Charley salvo aquella risa. Mientras os contaba esta historia, ha llegado a mis oídos. Cada noche lo veo riéndose, con la soga al cuello, y me veo obligada a ingerir algo de licor para poder dormirme; mas todo es en vano, porque dormir es soñar apasionadamente con mi Charley, y cuando me despierto, su risa sin voz aún resuena en mis oídos. ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!
Mary no fue capaz de hablar más. Ebenezer la acompañó hasta la carreta y le ayudó a subirse al pescante, dándole una vez más las gracias por su generosidad y por contarle aquella historia.
—Fue tan sólo la curiosidad lo que me acució —comentó con una sonrisa pesarosa—. Sentí interés por vuestro Charley la primera vez que le oí hablar de él al padre Smith, en Talbot, y no podría explicar por qué; mas esta historia que me habéis contado me ha conmovido de modo inesperado.
Mary cogió las riendas y el látigo.
—Entonces rogad para que no os conmueva más, señor Laureado, pues aún tenéis público para esa risa.
—¿Qué queréis decir?
Se inclinó sobre Ebenezer; el regocijo arrugó y soliviantó el rostro ancho de Mary, que respondió con un susurro ronco:
—Ayer, en el Tribunal, cuando pasasteis por la quilla al pobre Ben Spurdance y firmasteis la cesión de toda vuestra plantación a ese diablo de William Smith…
Ebenezer hizo una mueca de disgusto al recordarlo.
—¡Santo Dios! ¿Entonces estabais allí presenciando mi locura?
—Estaba allí. Lo que es más, el Puntal de Cooke era antaño una parada de mi ruta: Ben Spurdance es un antiguo y honrado cliente y amigo mío, y cumplió bien desempeñando para vuestro padre la labor de capataz. Yo tenía tantas ganas como Ben de ver malparado a Bill Smith…
El Laureado se quedó sin habla.
—¿Queréis decir que visteis lo que estaba haciendo yo y sabíais que lo hacía por ignorancia? ¡Santo cielo! ¿Por qué no disteis una voz o me impedisteis que firmara el desdichado papel de Smith?
—Vi venir la cosa en el momento mismo que proclamasteis a gritos quién erais —repuso Mary—. Vi cómo palidecía el pobre Ben al oíros hablar y cómo se regocijaba y frotaba las manos el canalla de Bill Smith. Hubiera podido detener vuestra necedad en cosa de un momento.
—Sin embargo, no oí ninguna advertencia atropellada —dijo Ebenezer con amargura—, ni por vuestra parte ni por parte de nadie aparte del propio Spurdance, la ramera que lo acompañaba y mi amigo Henry…, quiero decir, Timothy Mitchell, el cual tenía otros motivos para alarmarse. El resto de la muchedumbre se limitó a intercambiar comentarios en voz baja, e incluso oí que algún desalmado se reía. —Ebenezer se interrumpió y dirigió una mirada ceñuda a su benefactora—. ¿No seríais vos?
—Me reía de mi desgracia, amén de la vuestra, como bien os podría explicar Tim Mitchell si se lo preguntarais. Es una enfermedad, poetilla, como el mal francés o las purgaciones. Quién se la contagió a Charley, eso sólo Dios lo sabe, pero ayer caí en la cuenta, por vez primera, de que me la había contagiado a mí. —Mary hizo restallar las riendas para que la caballería echase a andar y rio entre dientes, con risa desagradable—. ¡Seguid siendo virgen si podéis, muchachuelo; llevaos la virginidad a la tumba y tal vez no os contagiéis jamás! ¡Arre!
Mary le dio un latigazo al caballo y se alejó con la cabeza echada hacia atrás, riéndose sin hacer ruido ninguno.