28. SI EL LAUREADO ES ADÁN, BURLINGAME ES LA SERPIENTE

Cuando recobró el sentido Ebenezer vio que se encontraba en un banco, en un rincón de la taberna; tenía los pies en alto, apoyados en una caja de madera y le habían puesto un trapo húmedo en la frente.

Cuando recordó por qué se había desvanecido, casi pierde de nuevo el conocimiento; volvió a cerrar los ojos y deseó morir allí mismo antes de tener que hacer frente a las burlas de la multitud y la vergüenza que le hacía sentir la necesidad de su pérdida. Cuando por fin se atrevió a mirar en torno a sí, vio a Henry Burlingame sentado en la mesa más cercana, solo, fumando en pipa y contemplando a los juerguistas de la taberna.

—¡Henry! —exclamó el poeta, abatido.

Burlingame se dio la vuelta al instante.

Henry no, Eben. Me llamo Tim Mitchell. Me llamo Tim Mitchell. Te encontré tirado en el suelo.

Ebenezer se incorporó y sacudió la cabeza.

—Ah, por Cristo bendito, Henry, ¿qué he hecho? ¡Y eso que me lo estabas advirtiendo!

Burlingame sonrió.

—Pues yo diría que has administrado justicia inocentemente.

—¡En el nombre del cielo, no te burles de mí! —Ebenezer hundió el rostro entre las manos—. ¡Ojalá me hubiera quedado en Londres!

—¿El viejo Andrew dio un poder general? Si no es así, no tenías derecho a hacer la donación.

—No debería habérmelo dado jamás —respondió Ebenezer—, pero lo hizo. ¡He firmado la cesión de sus propiedades y de todo mi legado a ese tonelero ladrón!

Burlingame le dio una chupada a la pipa.

—Fue una actitud estúpida, pero lo hecho, hecho está. ¿Qué se siente al ser pobre como yo?

Ebenezer no fue capaz de responder inmediatamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas y agachó la cabeza.

—Era también la herencia de Anna; la mitad le pertenecía. Le entregaré mi parte de la casa de Plum Street y le pediré que me perdone. Pero ¿qué va a decir mi padre?

—De momento, sosiégate —dijo Burlingame—; no eches el responso antes de que se haya muerto el enfermo. ¿Qué sabemos del tal William Smith? Cuando caíste desmayado se fue.

—Es un bellaco, de lo contrario no se habría aprovechado de mi inocencia.

—Eso tan sólo demuestra que es humano, como pronto aprenderás. ¿Crees que se trata del William Smith que andamos buscando?

—¿Cómo puede serlo si no es más que un simple tonelero? Susan Warren me contó su historia allá en la propiedad de Mitchell.

Pero Burlingame tenía expresión ceñuda.

—Algo oculta, y Susan, también; pero sabe Dios el qué; la gente que se dedica a intrigar detecta a sus semejantes. No me sorprendería nada que fuera nuestro hombre un agente secreto de lord Baltimore.

—Como si es el gobernador de la provincia —dijo Ebenezer en tono lúgubre—. En cualquier caso, Malden le pertenece.

—Tal vez sí, tal vez sí. O tal vez se muestre más razonable cuando se entere de cuál es nuestra misión.

Ebenezer se animó instantáneamente.

—¡Por Dios, Henry! ¿Lo crees así?

Burlingame se encogió de hombros.

—En el mundo ningún comportamiento es imposible. Tú déjame hacer a mí, que yo averiguaré cuanto pueda. De momento más vale que te hagas a la idea de que eres pobre, cosa que por otra parte bien puede ser, y no digas nada de nuestras esperanzas. Ahoga tu pérdida en licor, como hace el común de los mortales.

Para entonces los demás clientes de la taberna habían reparado en la resurrección del Laureado, y lejos de mofarse de él, le invitaron a beber a expensas de ellos.

—¿No sabían aún lo de mi pérdida? —le preguntó Ebenezer a Burlingame.

—Sí que lo sabían. Algunos lo sabían desde el principio y sólo después se enteraron de que la pérdida no había sido intencionada.

—¡Deben de pensar que soy un grandísimo majadero!

Burlingame volvió a encogerse de hombros.

—Te verán menos santo y más hombre. Deberías mostrarles tu reconocimiento, ¿no te parece?

—No, santo Dios, ¿cómo voy a estarme ahí bebiendo después de haber regalado mi Malden? ¡Debería buscar refugio en la pistola, no en un vaso de cerveza!

—Tu pérdida encierra una lección —repuso su amigo—, pero no soy yo quien te la ha de enseñar. —Burlingame se levantó de la silla—. Bueno, ahora que no posees tierras, al igual que yo, ¿quieres emborracharte, como es mi intención?

El poeta aún dudaba.

—Temo al licor como temo a las fiebres, a las drogas y a los sueños, que modifican la perspectiva humana. El hombre debe ver el mundo como es, para bien o para mal.

—Es ése un don que aún no te ha sido concedido, amigo mío. ¿Por qué esperar alcanzarlo esta noche?

—¡Eres poco amable! —protestó Ebenezer—. Lo que pasa es que no me he emborrachado nunca.

—Ni tampoco habías sido un pobre que no tiene dónde caerse muerto —replicó Henry—. Mas haz como te plazca.

Le dio la espalda a Ebenezer y se dirigió solo al mostrador, donde los demás parroquianos lo recibieron con familiaridad, usando para dirigirse a él el nombre de Tim Mitchell. Ebenezer, cuyas objeciones eran más precautorias que sinceras, le siguió enseguida, no sólo porque su pérdida era demasiado onerosa como para contemplarla sin mediaciones, sino también porque no se sentía del todo bien. Ya se debiera a la flatulencia de la yegua ruana, ya a lo alarmado que le dejó la manera en que Henry había maltratado al padre Smith, ya se debiera —cosa que le parecía la más probable— al período de aclimatación que habían de soportar todos los recién llegados a las colonias, al cual había sucumbido su madre, lo cierto es que desde por la mañana tenía el estómago revuelto y desde el mediodía, la frente con una pizca de fiebre.

—¡Hola, hola! —exclamó un plantador al verlo aproximarse—. ¡Aquí viene por fin nuestro Laureado, digno de ser comparado a Jesucristo!

Su tono no encerraba malicia ninguna; los demás se hicieron eco de aquel saludo, dejándole sitio a Ebenezer y llegando a jurarle al tabernero que abandonarían todos la taberna como un solo hombre si no le daba ron gratis a su nuevo camarada. Tanta cordialidad humedeció los ojos del poeta.

—Lo que ven vuestras mercedes ante sí no es propiamente un Laureado, amigos —empezó a decir, expresándose con cierta dificultad—. No, más bien se trata del príncipe de los orates, y no obstante os dirigís a él con la misma cortesía que si fuera un hombre sensato. No lo olvidaré.

Burlingame había mostrado interés al principio de aquel discurso, mas cuando concluyó, parecía decepcionado.

—Un solo acto de locura no convierte a nadie en loco —respondió alguien.

—Fue una donación tan principesca como necia —alarmó otro—, y vos habéis ganado, en virtud de la misma, una miseria principesca. A mi parecer quedáis en paz.

Ebenezer se bebió el ron de un trago y le dieron otro.

—¿He empobrecido por valor de una fortuna y he ganado cuatro peniques de sabiduría? —meneó la cabeza—. No veo que sea un buen cambio.

—Sin embargo, así es como es —dijo Burlingame, poniendo voz de Tim Mitchell—. A menos que uno se matricule muy pronto, la universidad de la vida sale muy cara. Además, ahora os encontráis en una posición venerable.

—¡Venerable! —protestó el Laureado—. Si lo que queréis decir es que no soy el primer asno que aparece en este mundo, entonces estoy de acuerdo con vos, mas no veo en ello nada digno de veneración.

—Bebed y os lo explicaré —su tutor sonrió, y cuando Ebenezer hizo lo que le indicaban, aquél dijo—: ¿Cuál es vuestra suerte sino la suerte de todo hombre?

—Tal vez el ron me obnubile —interrumpió Ebenezer— pues no le veo rima ni sentido a vuestra observación. —Para regocijo de sus recientes amigos, el poeta concluyó la frase soltando un eructo y pidiendo otra jarra.

—Me refiero a que lo que vos estáis haciendo es volver a representar la historia de Adán —prosiguió Henry—. Tanta importancia le concedéis a vuestra inocencia que por causa de la misma habéis perdido vuestro paraíso terrenal. Pero aún he de llevar esta idea más lejos: vuestra aventura no sólo os ha dejado sin hogar, sino que al igual que sucedió con Adán, habéis probado vuestro primer bocado de sabiduría y experiencia; de ahora en adelante no os será fácil coger frutos con que llenaros las tripas, sino que ganaréis el pan con el sudor de la culpa, como hacen las masas humanas. Vuestro padre, si lo conozco bien, no dejará pasar esta ocasión de expulsaros del jardín del Edén.

Ebenezer se rio con la misma prontitud que los demás, bien que no con tantas ganas, ante aquella analogía y, jarra en mano, replicó:

—Estas agudezas son como los caballos que poseen un gran brío, que si no los montan con arte, acaban por llevar al jinete más lejos de la cuenta.

—¿No son de vuestro agrado?

—El fallo no estriba en el… ¡Ahí va! —Al hacer un gesto de disentimiento, Ebenezer se echó una buena cantidad de ron encima de la camisa—. ¡Qué desperdicio de bebida, señores! Tened la bondad de colmar mi copa. ¡Sois un buen cristiano de Dorset! —Esta vez se bebió media jarra antes de hablar—. ¿Qué estaba diciendo, mis buenos amigos? —Contempló con gesto preocupado su ropa empapada—. Por la manera en que ha roto aguas, juzgo que era un pensamiento vigoroso lo que nos traíamos entre manos: otro errare humanum est, para que lo sepan vuestras mercedes, o bien fíat justitia ruat caelum.[36]

—Era algo relacionado con caballos —dijo uno de los bebedores, encantado.

—¡Con caballos!

—Sí —dijo otro, riendo—, estabais discutiendo con Tim Mitchell, aquí presente.

—Entonces quiera Dios que el penco se haya quedado sin fuelle —dijo Ebenezer—. ¡Estoy mortalmente enfermo como consecuencia de los pedos de caballo en la última confrontación entre nuestros ingenios!

Aunque nadie salvo Burlingame comprendió en realidad aquel comentario, los plantadores lo recibieron con hilaridad, y ahora rivalizaban entre sí para poder invitar a beber al Laureado.

—Estabais ocupándoos de una agudeza del señor Tim Mitchell —dijo uno.

—¿De veras? Entonces que se ocupe él de ello, pues así como son muchos los que barajan sin saber jugar a las cartas, también son muchos los que son capaces de hacer una rima sin ser poetas. Las buenas rimas son meros bordados del tejido de la musa, pero la metáfora es la urdimbre y la trama, si me está permitido decirlo.

—Antes de la noche de hoy no habríais dicho eso —dijo Burlingame, que no parecía divertido.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Ebenezer; la concurrencia sonrió y le instó a que vaciara la jarra antes de hablar.

—Estaba diciendo todo eso de que me parecía a Adán. —Se limpió la boca con la manga y apoyó el codo en una parte de la barra que estaba encharcada—. Me parece que el amigo hase olvidado de que Adán era un pecador y de que su pecado original fue el conocimiento y la experiencia. Antes de dar el bocado pecaminoso era tan inmortal como las bestias, que aprenden poco de la experiencia y no conocen lo que es la muerte; después de saciarse con el fruto del conocimiento, Adán fue castigado y gimió, presa de la desesperación, y tuvo que caminar a tientas en medio de las tinieblas que presagiaban su muerte.

Burlingame se encogió de hombros.

—Era lo que yo iba a…

—¡Alto! —ordenó el Laureado—. ¡No he terminado! —A pesar de haber sido él quien le instara a beber, Burlingame se sentía claramente molesto por la elocuencia alcohólica de su protegido; se dio la vuelta para coger su vaso y los demás se dieron de codazos, a un tiempo aprensivos y regocijados.

—Lo que se os olvidó al formular vuestro tropo apresurado —afirmó Ebenezer— fue qué clase de manzana mordió nuestro padre Adán. ¿Qué clase de conocimiento es ése, Timothy, que consta tan sólo de raíz y tallo? ¿Cuál es la experiencia vil que siembra en los hombres la semilla de la muerte? A fe mía, ¿cómo se os coló en el entendimiento, a vos que tantas semillas guardáis en vuestro interior y que las habéis desparramado por los surcos de dos hemisferios? ¡Fue el conocimiento carnal, Tim, muchacho, la experiencia de la carne, lo que provocó la caída del hombre! Si yo soy Adán, carezco de Eva, y un Adán sin Eva es inmortal y no conoce la caída. ¡En resumidas cuentas, señor, mi heredad se ha perdido, pero no yo, y no hay más que hablar!

—Se os desboca la lengua —masculló Burlingame.

—¡Contempladlo, ciudadanos de Dorset! —exclamó el poeta, y señaló más o menos en dirección a Burlingame con una mano, mientras con la otra empinaba el vaso de ron—. ¡Ecce signum! ¡Finem réspice![37] Si el conocimiento es pecado y muerte, conforme dicen las Escrituras, ahí tenéis a un Fausto de la carne…, ¡a un verdadero Lucifer!

—No, poeta, estáis yendo demasiado lejos —le advirtió un plantador—. No estáis incordiando a un cuáquero indefenso.

Varias personas más se hicieron eco de su incomodidad, algunas incluso se apartaron del mostrador y se situaron en las mesas cercanas, desde donde podían observar sin que nadie creyera que participaban en aquello.

Tanto si era consciente de aquel cambio de actitud como si no, Ebenezer prosiguió, impertérrito.

—Este hombre que aquí veis posee más conocimiento que un pelotón de catedráticos de Oxford y está más versado en la sabiduría carnal que el Aretino. A su lado, el viejo Descartes es un lelo; Wallenstein, un niño de pecho y Rabelais, un puritano remilgado. ¡Contemplad sus mejillas, portadoras de la huella cenicienta del caos! ¡Contemplad su frente en la que están profundamente grabados los surcos que marcan la historia de la raza!

—¡Os suplico que os detengáis! —le rogó alguien.

—Contemplad sus ojos, señores, los cuales han leído todos los hechos impíos que las mentes más tortuosas hayan imaginado jamás, y asimismo han visto cómo tales hechos se encarnaban. ¡Volveos, Henry, digo Timothy! ¡Daos la vuelta para que os veamos, Timmy, y heladnos con esos ojos! Son los ojos fríos y ancestrales de un reptil, amigos…, en verdad que son los ojos de la serpiente del Edén, la cual, enroscada en el árbol del conocimiento, cautivó a la primera mujer con su mirada fija.

—¡Refrenad vuestra lengua! —advirtió Burlingame—. ¡Estáis diciendo tonterías!

Pero Ebenezer tenía dentro demasiado ron y demasiada ira como para detener su perorata.

—¡Oh, Dios mío, señores, contemplad esos ojos! ¡Cuántas doncellas se han quedado desvalidas frente a su mirada fija, para un momento después dejar de ser doncellas! ¡Cuánta inocencia han corrompido esas manos!

—¡Que os estáis dirigiendo a Tim Mitchell! —dijo un plantador, aterrado—. ¿Cómo os atrevéis a ofenderlo de ese modo?

—¿Que cómo me atrevo? —repitió el poeta. Su mirada no se apartaba ni un momento de Burlingame, cuyo semblante denotaba una irritación creciente. Ebenezer dejó la jarra y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Porque merced a sus argucias infames ha embrujado a una flor inocente, la más preciada de mi corazón, ejemplo de castidad y gentileza. ¡Y ha buscado por todos los medios poseerla!

—¡Basta! —ordenó Burlingame.

—Sólo por eso finge ser mi amigo y se burla de mi inocencia. Pero no se defiende de mis ofensas: aún busca alcanzar sus pérfidos designios. Sin embargo, yo me siento orgulloso de decir que su astucia aún no ha dado frutos: esa flor de virtud es de una raza resistente y aún no ha sucumbido a sus viles lisonjas. ¡Fijaos cómo le duele la verdad! Esta encarnación de la lujuria… ¡Cómo le molesta ver que esa flor aún sigue en pie!

Burlingame suspiró y miró torvamente a la concurrencia.

—Puesto que es vuestro deseo airear estos asuntos privados en un lugar público, joven, y tanto alardeáis de mis talentos ante estos caballeros, debo insistir en que desveléis toda la verdad en lo que concierne a esta flor.

—¿Y de qué se trata? —preguntó el Laureado, mas en su sonrisa había un asomo de aprensión—. Jamás sabréis de ella ni la décima parte de lo que yo sé.

—De eso no me cabe la menor duda, señor Laureado; sin embargo, al oíros hablar de ella, estos caballeros pensarán que vuestra flor es tan espinosa como la gavanza o tan inaccesible como la rosa de las nieves. Empero, hace diez años, o incluso más, cuando aún era un capullo, acudió a mí pidiéndome que la recogiera y fuera el primero en saborear su néctar. Estos ojos míos de los que tanto habláis, ¡cuántas veces han deshojado sus pétalos con afán deleitoso! ¡Y estas manos y esta boca, por no seguir hablando, innumerables veces la han llevado hasta el borde de la locura! ¡Sí, yo he hecho que se desmayara de gozo! Tiene un bultito o lunar —como vos la conocéis tan bien no es menester que os diga dónde— que si se oprime de determinada manera…

Ebenezer se había puesto blanco; sus facciones habían empezado a contorsionarse enloquecidamente.

—¡Basta! —acertó a decir.

—Y su aspecto, tan extraordinariamente modesto…, vos seguramente sabréis mejor que yo las dulces perversiones que encierra. Ese lenguaje que habla sin utilizar la boca, y las infinitas tretas a que recurre para conjurar la virilidad…

La concurrencia se reía; se hacían gestos unos a otros, poniendo los ojos en blanco. Ebenezer se agarró la garganta con las manos, incapaz de hablar, y hundió el rostro entre los brazos, encima del mostrador. Aunque había dejado de beber, el alcohol le seguía afluyendo a la cabeza. Le sudaban la frente y las palmas de las manos, la saliva se le amontonaba en la boca y el estómago le daba vueltas.

—Apenas es preciso que mencione el juego que más le gustaba —continuó diciendo, implacable, Burlingame—, el que practica cuando los demás placeres fallan, ¿habéis reparado en él? Me refiero al juego que ella denomina los gemelos celestiales, o Abel y Jumella, aunque yo lo llamo cabalgata a Gomorra.

—¡Canalla! —dijo Ebenezer chillando, y trató de arrojarse sobre su antiguo tutor.

Mas los plantadores lo sujetaron firmemente y le aconsejaron que contuviera su ira. Se le nubló la vista, el equilibrio lo abandonó y, cuando se representó la imagen de lo que había oído decir a Burlingame, le sobrevino un ataque de náuseas. Como si estuvieran en habitaciones diferentes, le oyó a Burlingame decir:

—Es hora de rellenar las pipas. Lleváoslo a que duerma la mona en algún sitio y cuidad de tratarlo bien, pues es hombre de valía.

Y luego, mientras dos plantadores se lo llevaban de aquella estancia:

—Ahora, dormid bien, señor Laureado; que todos vuestros orificios recuerden mis pecados.