Cuando llegaron al embarcadero del río Choptank, Burlingame dio por cumplida la sentencia de Ebenezer; pagó un chelín por cada uno de sus pasajes, otro más por el de las caballerías, y luego ocuparon los viajeros sus lugares, en tanto la chalana se aprestaba a cubrir la distancia de dos millas que había hasta Cambridge.
Burlingame señaló unos cuantos edificios, a duras penas visibles, dispersos por la otra orilla del canal.
—Eso que allá se alza es la capital del condado de Dorset. La última vez que la vio tu padre no era más que un desembarcadero del que se servían los plantadores.
Afectado por la condena cumplida, Ebenezer no se tomó la molestia de ocultar su decepción.
—Sabía que no iba a ser como el Cambridge de Inglaterra, pero debo confesar que no me esperaba algo tan primitivo. ¿Qué hay que valga la pena cantar en verso épico?
—¿Quién sabe cómo serían las sucias chabolas de la auténtica Troya y quién quiere saberlo? —repuso su amigo—. Cumple al genio del poeta trascender el material de que dispone; y no se precisa gran elocuencia para sostener que cuanto más ruin sea el asunto a tratar, tanto mayor habrá de ser el salto trascendental.
A aquello el Laureado respondió chasqueando la lengua y diciendo:
—Paréceme que a la postre el jesuita te ha ganado la partida: tú has hecho prisionero su cuerpo, pero él ha ganado en tu razón a un converso.
Burlingame se erizó ante aquel sarcasmo, pues no era el primero que le dirigía Ebenezer aquel día.
—No te conviene demasiado defender al sacerdote —le recriminó en voz baja para que no los oyera el batelero—. No estamos al servicio de la causa del papa, sino de la de Baltimore: la causa de la justicia.
—Muy cierto —convino el poeta—. Y, sin embargo, ¿a quién le compete decir cuál es la causa de la justicia? La justicia es ciega.
—Pero los hombres no lo son; y por lo que a la justicia atañe, su ceguera es la ceguera del desinterés, no la de la inocencia.
—Eso lo niego —dijo Ebenezer con jovialidad.
—¡Te has vuelto de lo más insidioso!
—Tú andas rondando los cuarenta y yo sólo cuento veintiocho años —dijo el Laureado—, y en lo tocante a experiencia, al menos triplicas mi edad; mas a pesar de mi inocencia, mejor dicho, precisamente como consecuencia de la misma, no me considero menos autorizado que tú en lo que concierne a la justicia, la verdad y la belleza.
—¡Ultraje! —exclamó su amigo—. ¿Por qué motivo los hombres, a la hora de ser juzgados, escogen a las gentes de mayor edad y conocimiento si no es porque el primer ingrediente de la justicia es el conocimiento del mundo?
Pero Ebenezer seguía en sus trece.
—No es más que un vulgar error, como tantos otros.
Burlingame daba muestras de una irritación creciente a cada minuto que pasaba.
—Dime, te lo ruego, ¿qué diferencia hay entre la inocencia y la ignorancia, excepto que una es latina y la otra griega? En sustancia son lo mismo: inocencia es ignorancia.
—Mediante lo cual quieres decir —replicó Ebenezer al instante— que ser inocente en el mundo equivale a no conocerlo; nadie podría discutir semejante cosa. Sin embargo, lo más cierto que se puede decir de la justicia, la verdad y la belleza es que no viven en el mundo, sino que son entidades trascendentes, nouménicas y puras. Por doquier se oye decir que a menudo los infantes captan inmediatamente la verdad, mientras que los mayores se ven apartados de la misma por causa de la sofisticación. ¿Qué prueba esto sino que la inocencia tiene ojos para ver lo que le está vedado a la experiencia?
—¡Bah! —dijo Burlingame con desdén—. Eso no son más que monsergas de Cambridge, como las que tan caras le eran al bueno de Henry More. Gracias al cielo esas criaturillas de las que hablas están desamparadas en el seno de la sociedad. ¡Imagínate lo que sería que un niño hubiera de ser tu juez!
—Es posible que por vez primera la justicia hiciera honor a su lema.
—¡Eso sí! —rio Ebenezer—. Podría representársela con unos dados en lugar de con una balanza, pues donde ejerce de juez la inocencia ciega, de jurado ejerce el ciego azar. No sé —agregó— si conservas la inocencia porque sostienes estas ideas o si las sostienes para justificar tu inocencia.
Ebenezer apartó la vista y entornó los ojos, como si los fijara en el muelle al que se aproximaban, en el cual parecía estar desarrollándose una actividad considerable.
—Me parece que más adecuado sería hacerte a ti esa pregunta, Henry: el hombre puede desprenderse de su inocencia cuando le plazca, pero no así de su sabiduría.
Con aquel comentario tan poco generoso concluyó la disputa, pues la chalana había arribado a su punto de destino. Los viajeros, mal avenidos, se encaminaron hacia el muelle, que había sido erigido en la confluencia del río Choptank con un caudaloso arroyo y, con cierta dificultad —pues la marea estaba alta—, tras de sí guiaron a sus monturas por una pasarela empinada.
Si ya carecía de atractivo vista desde lejos, de cerca la ciudad de Cambridge causaba una impresión aún más pobre. De hecho, allí no había ciudad alguna. Más hacia el interior se divisaba una pequeña estructura de troncos de madera, que Burlingame identificó como el Tribunal del condado de Dorset, el cual tenía una antigüedad de tan sólo siete años.
En la parte más cercana al río había una especie de fonda o taberna de construcción aún más reciente, y al pie del muelle mismo había lo que parecía ser una mezcla entre un almacén relativamente grande y una tienda de artículos diversos, un edificio anterior a la ciudad y al condado como tales, y que sin duda el padre de Ebenezer ya conoció en 1665. Aparte de estos, no se veían más edificios y aparentemente no había casas particulares en absoluto.
Sin embargo, al menos una veintena de personas rondaban por el muelle y por los alrededores del almacén; por la carretera que principiaba en la taberna oíase el tumulto que despertaba la actividad de la gente. Aparte de las numerosas embarcaciones de pequeña envergadura que se veían amarradas en distintos puntos de la orilla, había dos buques de mayor tamaño, pertrechados para atravesar el océano —uno era una bricbarca y el otro un navío de gran arboladura—, atracados en el canal del Choptank. La actividad que se llevaba a cabo, tan desproporcionada con respecto al tamaño y aspecto de la población, se debía, conforme averiguó Ebenezer, a su condición de capital del condado y a lo útiles que eran el muelle y el almacén para las plantaciones circundantes y, más concretamente, a que en aquella época se estaba celebrando el período otoñal de las sesiones del Tribunal, lo cual le proporcionaba al populacho diversión, que por allí tanto escaseaba.
La yegua ruana y el caballo castrado quedaron atados a un arbolillo cercano al arroyo; tras una frugal colación en la fonda, los viajeros se separaron, para considerable alivio del Laureado. Burlingame se quedó en la fonda al objeto de procurar alojamiento para la noche, indagar acerca del paradero de William Smith y calmar la sed; Ebenezer, abandonado a su suerte, echó a andar indolentemente carretera arriba camino del Tribunal, pensando en sus cosas. Siendo así que hacía buena temperatura, que la sede del Tribunal era pequeña y los pleitos, un entretenimiento que gozaba de gran popularidad entre los colonos, se había convocado la sesión al aire libre, en una pequeña hondonada contigua al edificio. Ebenezer vio que se había reunido un público de casi cien personas, aunque el Tribunal no había comparecido todavía; la gente estaba comiendo, bebiendo en abundancia, llamándose por medio de voces y de gestos de un lado a otro del anfiteatro natural que conformaba la hondonada peleándose desenfadadamente encima de la hierba, entonando canciones ruidosas, y en general divirtiéndose de un modo que al Laureado le pareció poco adecuado a la dignidad de un Tribunal. Por doquier se efectuaban intercambios de pagarés cuyo valor se cifraba en cantidades de tabaco, y Ebenezer pronto se percató de que virtualmente todo el mundo estaba cruzando apuestas sobre el resultado de los juicios. El hecho lo dejó estupefacto e incluso despertó en su mente vagos presagios, no obstante lo cual tomó asiento en la parte superior del anfiteatro, a fin de presenciar la sesión. El debate que acababa de tener con Burlingame había despertado su interés, pero además albergaba la esperanza de concebir algunas estrofas que versaran sobre la majestad de la ley de Maryland, tal como se lo había sugerido…
—¡Maldición! —pensó, haciendo una mueca de contrariedad y suspirando: se le olvidaba que había sido Burlingame y no Charles Calvert quien había redactado su nombramiento; era una idea demasiado relevante y dolorosa para tenerla presente en la conciencia.
Al cabo de unos minutos apareció por la puerta del edificio el alguacil, vociferando: «¡Atención! ¡Atención! ¡Atención!», pero aún no había llegado siquiera al primer seto cuando una lluvia de piedras y palos alegremente lanzados le obligó a retroceder. Acto seguido hizo su entrada el juez sans la peluca ni la toga de rigor, y si Ebenezer lo reconoció fue porque, tras haberse detenido a charlar con algunos de los espectadores y haber hecho gestos de asentimiento con respecto a los intercambios de pagarés de tabaco, tomó asiento en el banco expuesto al aire libre. A continuación, llegó el jurado (Ebenezer aprobó, con ciertas dudas, su aparente práctica de apostar únicamente entre sí) y por último, los abogados de la acusación y de la defensa, que compartieron con el juez el contenido de una frasca alargada. Las únicas partes ausentes eran el acusado y el demandante, y cuando Ebenezer escrutó la muchedumbre, tratando de identificarlos, su vista recayó sobre la mismísima Warren, que se hallaba sentada en la primera fila junto a un hombre de edad a quien el poeta no había visto jamás. Al parecer Susan se había aseado un tanto y ahora, en lugar del rostro sucio y enmarañado el pelo castaño, llevaba el primero recargado de colorete y polvos y el segundo aderezado cual suelen las rameras. Había trocado los jirones de tela escocesa por una suerte de raso de mala calidad, con un estampado chillón y muy escotado; su risa era ruidosa y fácil de provocar; la mirada íbala depositando de hombre en hombre, paulatinamente, en tanto seguía charlando con su acompañante; recalcaba sus palabras con movimientos de la mano, que apoyaba ora en el brazo de quien tenía al lado, ora en el hombro, ora en la rodilla.
Ebenezer se quedó observando a Susan presa de sentimientos tan poderosos como encontrados: pese a las proclamas en sentido contrario de que había hecho gala ante Burlingame, se sentía tan enojado como agradecido porque Susan lo hubiera dejado plantado en el establo del capitán Mitchell; ardía en deseos de saber qué le había hecho cambiar de idea, si acaso iría a reunirse con su padre (y, de ser así, por qué persistía entonces en el ejercicio de la prostitución), y si —quizá fuera aquello lo que más le acuciaba— tenía alguna noticia de Joan Toast, y por qué la historia que Susan le había contado no coincidía con la de Burlingame. Además, a pesar del disgusto que le causaba ver el aspecto desvergonzado de Susan y pese a la preocupación que sentía por Joan Toast, Ebenezer debatía consigo mismo si atraer la mirada de la mujer y procurar hablar con ella —entre otras cosas, no confiaba plenamente en la palabra que le dio Burlingame de que no intentaría apresarla—; pero acabó optando por no hacerlo.
—Libre de ella estoy bien —se dijo a sí mismo—. Así como mis intentos por acercarme a Susan hacen que me remuerda la conciencia, otro tanto le ocurre a ella por dejarme plantado. Lo acertado es no mediar ni para que huya ni para que la capturen, y ya está.
Tan absorto se hallaba en sus reflexiones el Laureado que no se percató de que el Tribunal había inaugurado la sesión y la disputa se iba acalorando hasta que las voces de los espectadores le hicieron fijar la atención en el estrado. Se estaba juzgando un caso remitido desde el condado de Kent, y los testimonios, según era evidente, eran abrumadoramente contrarios al demandante, a favor del cual, presumiblemente, se habían apostado cuantiosas sumas de dinero de Dorchester; el público abucheaba al abogado defensor. Los acusados eran un matrimonio de mediana edad.
—Dicho sea de nuevo —declamaba el defensor— que el acusado, mi cliente, el señor Bradnox, quien a su vez es un genuino juez de paz, se encontraba la noche de autos sentado justa y pacíficamente en su casa en compañía de la señora Mary Bradnox, su esposa, cuando el demandante, el señor Salter, apareció ante su puerta pertrechado de ron y una baraja de naipes, e instó a los dos acusados a pasar juntos un rato de regocijo. Era casi medianoche, y al poco tiempo la señora Bradnox les dio a los dos hombres las buenas noches y se retiró a su aposento…
—¡Lo que hizo fue acudir a toda prisa a por el orinal! —vociferó el demandante desde el otro lado de la hondonada, y la gente prorrumpió en gritos, dándole la razón. El letrado de la defensa mantuvo un coloquio en voz baja con su cliente.
—Rectifico mi afirmación tras evacuar consultas con la señora Bradnox, y tengo a bien aseverar que, en efecto, la misma atendió a la llamada de la naturaleza, pero de la bacinilla fuese a la camilla, valga la expresión.
—¡Mentira! —gritó de nuevo el demandante. Era un hombre enteco, de tez oscura, entrado en la cuarentena, extraordinariamente alto y de piel correosa, y a los pies tenía una caneca de la cual bebía—. Cuando al poco rato subí las escaleras con ánimo de ponerla a prueba, me la encontré cruzada de piernas en el alféizar de la ventana, con una canción en los labios y mi buen licor en las tripas, disparándole ventosidades a la luna menguante.
—Como ha confesado el demandante, señor Salter —prosiguió taimadamente el letrado de la defensa—, él abandonó posteriormente las festividades, tras haber embriagado a mi defendido, y fuese escaleras arriba, en busca de la alcoba de la señora Bradnox, cuya entrada forzó para luego asaltar cobardemente a mi defendida… ¡La verdad es que estuvo refocilándose con la señora Mary a troche y moche empezando por acá y acabando por acullá, con lo cual le puso los cuernos a su esposo el señor juez!
—¡Muy bien! —exclamaron los espectadores.
—Y en habiendo dado fin a tan vil labor —prosiguió la defensa— el tal Salter regresó al salón, donde le dio mal uso a la embriaguez de su anfitrión, engañándolo en el juego de lanterloo[35] obligándolo a apostar varios centenares de libras de tabaco, mientras sin cesar le hacía beber todavía más ron, con el fin de ocultar el fraude. Cuando mi desdichado cliente se había vuelto, merced a la demasía de tragos, tan liviano que se derrumbó sobre el suelo, con lo cual le sangró la nariz sobremanera, el mentado John Salter le escupió encima, hizo aguas sobre él y transgredió de maneras diversas las leyes de la hospitalidad, acabando por decirle que desde hacía poco menos de dos horas era un cornudo coronado. Al oír lo cual, mi cliente se tornó al instante prodigiosamente sobrio y, tras tildar a este mismo Salter de blasfemo, sucio y bellaco, remontó las escaleras camino de la alcoba de su esposa, presa de una cólera temible. Al entrar allí principió a cubrirla de oprobio, tachándola de ramera y meneahigas, añadiendo otros diversos epítetos de castigo y admonición, para enseguida agarrarla por salva sea la parte, con lo que le hizo caer del catre al suelo, de un modo inhumano.
—¡Oprobio! —vociferó la multitud, y también—: ¡A la picota con él!
Ebenezer estaba sobremanera sorprendido, mas no tanto por la última revelación como por la relación precedente de todos los hechos llevados a cabo por el demandante, cuyo comportamiento era tan desvergonzado que el poeta jamás había oído nada semejante. De hecho se preguntaba cómo era posible que Salter fuera el demandante y no el acusado de aquel litigio.
—En el transcurso de cuyo altercado doméstico —prosiguió la defensa— el demandante, señor Salter, se compadeció, e interponiéndose entre marido y mujer, mis clientes, tomó partido a favor de la señora Mary, en contra de su legítimo esposo, al cual asió por el cuello, apretándoselo con fuerza hasta que los ojos del juez perdieron el brillo y quedaron con expresión vacía, cual si fueran las oquedades que dejan los orines en la nieve.
—¡Muy bien!
—Ante lo cual el mentado juez Bradnox soltó las partes pudendas de la señora Mary e hizo frente a Salter, haciéndole recordar sus pequeñas faltas, aseverando que, en virtud de que él mismo habíase refocilado con la señora Mary de pe a pa, el antedicho Salter perdía todo derecho a gozar de la estima del juez y dejaba de ser propiamente su huésped, pues no era más que un gigolo y un sucio hipócrita. A cuya descripción el demandante respondió poniéndole morados ambos ojos al juez y haciéndole un chichón en la coronilla que tenía el tamaño de un huevo de pato, al tiempo que afirmaba que el juez Bradnox era deficitario en virtudes viriles…
—Le dije que era tan hombre como un buey —especificó Salter, limpiándose con la manga la boca, manchada del vino de la frasca— y tan útil como una ramera en la iglesia.
—Muy bien dicho —comentó un hombre que estaba sentado a la vera de Ebenezer.
—Tras lo cual declaró —prosiguió la defensa— que la señora Mary no valía el esfuerzo de levantarle las ropas.
—Era como cargar con Aldersgate —se quejó Salter.
—A lo cual el juez de paz replicó que si Salter no cerraba su boca de leproso, él mismo, mi cliente, el juez de paz, se ocuparía, disparándole, dándole golpes en la cabeza y quebrándole las dos piernas por añadidura. A lo cual el demandante respondió…
—¡Basta! —exclamó el juez. Mas a continuación agregó—: Vuestra verborrea va a conseguir que estemos todos roncando antes de un minuto. ¿De qué se le acusa, vive el cielo?
Salter se puso en pie de un salto.
—Se acusa —dijo— a ese bribón, Bradnox, de no haberme pagado el licor que se bebió (una cuba de dieciocho galones en total, copa más copa menos) y, además, de que, estando yo refocilándome con Mary Bradnox del bauprés a la cangreja, cayéronseme de los calzones, que estaban encima de una silla, unas cuantas monedas, y esos villanos jamás me las devolvieron.
—¡Madre de Dios! —musitó el Laureado.
—¿Qué dicen los miembros del jurado? —les conminó el juez—. ¿Es el acusado culpable o van vuestras mercedes a consentir que ese canalla quede libre?
Lo más que pudo esperar Ebenezer durante el minuto que duraron aproximadamente las deliberaciones del jurado, fue que las notas que estaban intercambiándose sus miembros fueran opiniones y no pagarés de tabaco; estaba demasiado aterrorizado por el comportamiento del Tribunal como para esperar un juicio honrado. De hecho, se sintió sumamente sorprendido cuando el portavoz del jurado dijo:
—Su Señoría, hallamos al acusado inocente.
—¡Inocente! —rugió el juez, y los espectadores se hicieron eco de su protesta—. ¡Sheriff, arrestad a esos doce bellacos bajo la acusación de desacato al Tribunal! ¡Inocente! ¡Voto a tal! ¡Ese hombre tiene el alma más negra que el as de picas y ese retaco de esposa, poco menos! ¡Dios santo, señores! ¿Quieren vuestras mercedes labrar la desgracia y la ruina de la noble Dorset? Pues yo digo que no: ¡el acusado es culpable de los cargos que se le imputan!
Ebenezer se puso de pie, sumamente indignado, pero los aplausos de la muchedumbre acallaron sus objeciones.
—Este Tribunal ordena que Tom Bradnox satisfaga el pago completo de los dieciocho galones de ron y que le entregue a este Tribunal una cantidad equivalente antes del amanecer, y de no hacerlo así, permanecerá atado a la picota hasta que finalice el presente período de sesiones del Tribunal. Otrosí, se condena a Mary Bradnox a que devuelva el doble del valor que tenían las monedas que perdió el señor Salter cuando gozaba de ella de la cabeza a los pies, y de no ser así se le marcará a fuego en la mano la letra l, para que quede constancia de su condición de ladrona. ¡El siguiente caso!
Los espectadores lanzaban silbidos, se daban palmadas en los hombros, pellizcaban unos a las esposas de otros y cobraban o satisfacían sus apuestas. Ebenezer se quedó de pie, estupefacto por la conducta del Tribunal, mientras buscaba los términos más ofensivos de su vocabulario, pues tenía intención de pronunciar una admonición publica no sólo contra el demandante, sino también contra el juez, que estaba en clara connivencia con el primero, y contra el público, en razón de su indigno comportamiento. Mas, antes de que le diera tiempo a concebir su reprimenda, ocuparon su lugar en el estrado los siguientes litigantes, y Ebenezer se distrajo al reparar en que uno de ellos —al parecer, el demandado— era el acompañante de Susan Warren, el cual parecía tener cierta familiaridad con el juez.
¿Que os trae por aquí, Ben Spurdance? —preguntó el juez.
Ebenezer dio un respingo: le parecía haber oído anteriormente aquel nombre; sin duda, de labios de Susan, pero no lograba recordar con relación a qué.
—Más vale que se lo preguntéis a él —dijo Spurdance entre dientes, señalando a un hombre mayor, de aspecto robusto, que ocupaba el estrado de la acusación.
—¿Se puede saber quién sois vos? —le preguntó el juez.
El anciano respondió:
—William Smith, Su Señoría.
Ebenezer dio otro respingo.
—¿Y cuál es la queja mendaz que tenéis de Ben Spurdance? —preguntó el juez.
La segunda mención de su nombre le hizo recordar a Ebenezer dónde lo había oído: el capitán Mitchell, cuando Burlingame y él partieron de su casa, le indicó a su «hijo» que buscara a Susan Warren en casa de Ben Spurdance, lugar que definió como una «guarida de putas y ladrones».
Pero aún le aguardaba otra sorpresa, pues en respuesta a la pregunta del Tribunal, Smith dijo que cuando llegó a la provincia, hacía cuatro años, se vio precisado a firmar un contrato de servidumbre con el demandado, pues él mismo había consumido todo su dinero durante la travesía del océano, destinándolo a medicinas de las que precisaba su hija, a la sazón, enferma; el contrato de servidumbre había expirado recientemente.
—¡Pardiez! —El Laureado estaba maravillado—. ¡No se trata del hombre a quien buscamos, sino del santo varón de quien me hablara Susan: su padre!
Y se preguntó con enojo por qué Susan habría estado haciéndole carantoñas al demandado. Entretanto, William Smith procedió a expresar sus quejas. Según su declaración había servido lealmente a Spurdance durante los cuatro años de validez del contrato, ejerciendo labores de herrero y tonelero, pero cuando expiró el acuerdo, Spurdance renegó de los términos del mismo. Concretando, Spurdance había hecho cesión tan sólo de un acre y medio de tierra —tierra que por lo demás era pedregosa y plagada de desniveles—, en lugar de los veinte acres que especificaba el contrato, y le había dicho que si creía que iba a recibir más se podía ir colgando de un pino.
—¡Pobre desgraciado!
Ebenezer se compadeció en su fuero interno. Se sintió más dispuesto aún a pronunciar su arenga, pero le pareció mejor aguardar a que Smith finalizara la relación completa de sus desdichas.
El demandado atestiguó entonces que aun cuando la alocución del demandante era sustancialmente correcta, él, Spurdance, no le había dicho a Smith que se colgara de un pino.
—Le dije a esa cabra vieja que se metiera sus acres por el culo y que me dejara en paz —dijo.
—¡Dios santo, incluso admite su culpabilidad! —pensó Ebenezer.
El juez miró torvamente al demandante.
—¿Estáis tratando de engañar al Tribunal, señor?
—Es posible que fuera como dice él —admitió Smith—, si bien lo que yo recuerdo es que me dijo: «¡Si crees que vas a recibir más, te puedes ir colgando de un pino!».
—¿Cuál de las dos cosas dijo? —exigió saber el juez.
—Dije meter —insistió Spurdance.
—Dijo colgar —mantuvo Smith.
—¡Meter! —gritó Spurdance.
—¡Colgar! —exclamó Smith.
—Meter —ordenó el juez, dando golpes para que se restableciera el silencio—. Vuestro amigo tiene un abogado escurridizo, Ben —dijo, dirigiéndose al acusado—. ¿Dónde está el vuestro?
Spurdance señaló con la nariz al letrado de la acusación, un hombrecillo regordete que llevaba un traje negro como el que solían llevar los cuáqueros.
—No necesito embusteros como Richard Sowter para defenderme.
—Entonces llamad a vuestro primer testigo y prosigamos.
Nadie salvo Ebenezer pareció ver nada heterodoxo en que la defensa tomara la palabra antes que la acusación. Cuando vio que Susan Warren subía al estrado para hablar a favor de Spurdance, su extrañeza se transformó en un asombro ilimitado.
No obstante, el testimonio de Susan superó, por lo increíble que era, cuanto Ebenezer había oído aquella tarde. Conforme a su declaración, había huido a Maryland bajo la protección del bondadoso capitán Mitchell, del condado de Calvert, a fin de escapar de las pretensiones incestuosas de su padre, que la acosaba cual macho cabrío.
—Continuó persiguiéndome hasta el mismo barco, donde se introdujo a escondidas —prosiguió diciendo Susan—, y dilapidó todo su dinero tratando de sobornar al capitán Mitchell. Su objetivo era lograr que el capitán oficiara de alcahuete y me dejara caer en sus viles manos, para que así pudiera violarme, empezando por el castillo de proa y acabando por la toldilla.
Aunque los espectadores habían saludado la subida de Susan al estrado con comentarios obscenos, ahora simpatizaban ostensiblemente con sus cuitas; manifestaron su aprobación entre murmullos cuando Susan dio testimonio de que los esfuerzos de su padre por corromper a su guardián habían resultado infructuosos, como consecuencia de lo cual el primero se vio obligado a firmar un contrato de servidumbre con Spurdance.
—El bueno de Ben, aquí presente, lo cogió como criado sólo por hacerme un favor a mí —dijo Susan— y fue un mal trato el que le obligué a cerrar, pues mi padre lo incumplió de principio a fin. Resultó ser un haragán y un camorrista, tal y como yo me temía; el señor Spurdance le dio un acre y medio de tierra por pura caridad cristiana, pues no le debía ni un pedo de naviero. Que es mi padre, pues mala suerte para mí, pero juro que me alegraría ver a ese canalla expuesto en la picota y ver cómo le sacan la sinvergonzonería de sus pérfidos huesos a fuerza de azotes.
El juez felicitó calurosamente a Susan y sin más miramientos desestimó al jurado por indigno y se manifestó dispuesto a declarar al demandante culpable de falsedad y pereza; mas antes de haber podido pronunciar el veredicto oficial, Ebenezer, que se había puesto en pie de un salto y había oído la parte final del testimonio de Susan tembloroso e iracundo, ahora se estiró cuan largo era y desde lo alto de la ladera cubierta de hierba gritó:
—¡Alto! ¡Exijo que se detenga este proceso ultrajante!
Susan se quedó boquiabierta y apartó la vista; la multitud lo abucheó y le arrojó palos, pero el juez dio unos sonoros martillazos y berreó aún con más fuerza.
—¡Orden! ¡Orden, malditos seáis! En el nombre del anticristo: ¿se puede saber quién sois y por qué obstruís la justicia que imparte este Tribunal?
Al efectuar un giro destinado a esquivar un palo, Ebenezer vio a Henry Burlingame, que se dirigía apresuradamente hacia él bordeando la parte superior del anfiteatro, mientras le hacía señas, apremiándole a que se estuviera quieto. Pero la indignación del Laureado no era fácil de aplacar; de hecho, lo pertinente que era aquella situación respecto de la que habían estado comentando Burlingame y él no hacía mucho tiempo le hizo sentir deseos aún mayores de hablar no bien divisó a su antiguo tutor entre el público.
—Soy Ebenezer Cooke, Su Señoría, Poeta Laureado de toda esta provincia por la gracia de Charles, lord Baltimore, y me opongo enérgicamente al veredicto que acabáis de proponer, pues es una burla a la justicia y un baldón que mancilla la limpieza de la ley de Maryland.
—¡Muy bien! —gritaron algunos de los asistentes, pero otros gritaron—: ¡Fuera con ese papista!
En cuanto hubo terminado su declaración, Ebenezer vio que Burlingame se detenía en plena carrera, se llevaba la mano a la frente y luego, encogiéndose de hombros, se sentaba en el lugar donde por azar se había detenido.
—Vamos, vamos —dijo, desdeñoso, el juez. No ha sido para tanto. Le dirigió un guiño ostensible a la asamblea—. Era el mejor veredicto que podía caerle a Ben Spurdance.
La alarma de que diera muestras Burlingame había hecho mella en la seguridad que sentía el Laureado, pero ya era demasiado tarde para retirarse; la incertidumbre acrecentó la cólera de su voz.
—¡No sabéis a quién estáis censurando, señor! ¡Mayores cobardes y de peor calaña que vos han sufrido en sus carnes el aguijón del verso hudibrástico y se han visto humillados! Y ahora, ¿queréis hacerle justicia a ese pobre desdichado, el demandante, la iniquidad de cuyo caso clama al cielo pidiendo reparación y hacer que el demandado y esa testigo pérfida y descarada paguen caras sus calumnias? ¿O preferís atraer sobre vos la cólera del Laureado y con ella las iras del populacho ultrajado?
Entretanto, Spurdance se había puesto pálido, y en tanto la multitud intercambiaba comentarios en voz baja, descendió hasta el banco del juez, para musitarle algo al oído mientras Ebenezer pronunciaba su desafío.
—¡Me importa una higa quién sea! —barbotó el juez, dirigiéndose a Spurdance—. Este es mi Tribunal y tengo intención de gobernarlo honradamente. ¡Nadie obtiene un veredicto sin haber pagado!
—¡Sea! —dijo el poeta, haciendo que su voz superara el estruendo de las carcajadas de la multitud—. Si por el momento la justicia en esta provincia es propiedad de quien la compre, entonces, en este caso yo pagaré la tarifa de la ramera. —Le dirigió una mirada colérica e intencionada a Susan—. La cantidad que el canalla de Spurdance haya destinado a sobornaros, yo la aumento en la mitad, a cambio del privilegio de pronunciar el veredicto y dictar sentencia.
—Doscientas libras de tabaco —dijo el juez.
—Trescientas, pues —repuso el Laureado.
—¡Protesto! —exclamó Spurdance, sobremanera alarmado.
—¡Y yo! —repitió la voz de Susan, cuya mirada de terror hizo que se dibujara una sonrisa orgullosa en los labios del poeta. William Smith se puso en pie como si fuera a añadir una tercera protesta, pero su consejero, que era de baja estatura y vestía de negro, lo detuvo y le susurró algo al oído.
—Se rechazan las protestas —dijo el juez en tono cortante—. El caso queda en vuestras manos, señor poeta. Tened empero presente que no está permitido disponer de las vidas ni de los miembros de los litigantes.
El acusado y Susan dieron muestras de sorpresa y consternación al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, al igual que Burlingame, quien al oír las instrucciones del juez se levantó y de nuevo echó a correr hacia Ebenezer. Pero se hallaba aún a varios centenares de pies de distancia y el Laureado prosiguió, impertérrito.
—No deseo ninguna de esas cosas —aseveró—; sólo que se haga justicia. A lo que parece, Spurdance no le infligió daño corporal al demandante; por lo tanto tampoco le será infligido a él. Era una cuestión de pagar con unas tierras, y yo administraré justicia conforme a la naturaleza de tal crimen. Mi veredicto es que el acusado es culpable de los cargos que se le imputan y mi sentencia que el demandante sea compensado por daños no sólo con los veinte acres que se le adeudaban originariamente, sino con toda la propiedad de la cual dichas tierras formaban parte, exceptuando única y exclusivamente el acre y medio que en la actualidad posee el demandante. En otras palabras, el demandado será propietario de la miseria que tan reacio era a ceder, en tanto que el demandante será propietario de los grandes bienes de los que aquélla procedía. En cuanto a la señorita Susan Warren, puesto que no parece en modo alguno insólita para este Tribunal la costumbre de sentenciar a personas que no están siendo juzgadas, la declaro culpable de fraude, calumnia, difamación, obscenidad, ejercicio de la prostitución y desafecto filial, por lo cual decreto que permanezca bajo la custodia de su padre, el demandante, mientras se lleva a cabo una investigación sobre la legalidad del contrato que la vincula al capitán Mitchell. Otrosí decreto que a la primera ocasión su padre disponga una unión adecuada a su persona, a fin de que bajo el yugo conyugal pueda instruirse en el camino de la virtud y la piedad. Estos apremios, decretos y castigos habrán de ser ejecutados en el plazo de quince días bajo pena de agravamiento de la sentencia y encarcelamiento.
Del otro extremo de la hondonada surgió una carcajada burlona, casi histérica, y Burlingame, Spurdance y Susan Warren prorrumpieron en exclamaciones, todos de consuno, pero el juez dijo:
—Este Tribunal así lo dispone. —Y dio un martillazo en la mesa—. Y a título personal añadiré que en todos los años que llevo ocupando este banco jamás he sido testigo de generosidad tan necia.
Ebenezer hizo una reverencia.
—Os doy las gracias. No obstante, sería mejor ensalzar la justicia de la sentencia que no su magnanimidad. No tiene mayor mérito ser generoso con las propiedades ajenas.
El juez dijo algo a modo de respuesta, pero se perdió en medio del estruendo que levantaba la muchedumbre, que en aquellos momentos alzaba a Ebenezer a hombros para llevárselo calle abajo, en dirección a la taberna.
—No debierais honrarme a mí, sino a la justicia, que es ciega —dijo el poeta, sin dirigirse a nadie en concreto—. No obstante —añadió— me es grato encontrarme al fin entre gentes que no son ciegas a la dignidad de mi cargo. Mi estima hacia Cambridge se ha visto por completo restablecida.
Es cierto que entre algunos de los más impresionables componentes de la muchedumbre corrían murmullos que hablaban de santidad; una madre alzó a su hijo en vilo para que Ebenezer lo besara, pero el Laureado, modestamente, le indicó a la madre que se alejara, por medio de gestos. Miró entorno a sí, buscando en vano a Burlingame, para saborear la reacción de éste ante su triunfo.
El antiguo demandante, William Smith, ya se encontraba en la taberna cuando llegó la multitud, y al avistar a su benefactor pidió cerveza para todo el mundo.
—¿Cómo puedo daros las gracias, señor? —exclamó, abrazando a Ebenezer—. ¡Juro solemnemente que sois el mejor cristiano de toda la provincia!
—Vamos, vamos —repuso el Laureado—. Tan sólo espero que no pretendan seguir engañándoos.
—Eso es lo que también me temo yo, señor —convino Smith, y sacó un papel que llevaba debajo de la camisa—. Mi abogado acaba de redactar este papel, el cual, si vos lo firmáis, ratificará irrevocablemente vuestra sentencia ante cualquier Tribunal.
—Entonces acabemos con ello y a por la cerveza —rio Ebenezer.
Cogió la pluma y el tintero que le ofrecía el tabernero, firmó el documento, lo rubricó y se lo devolvió a Smith, deseando que Burlingame, Anna y sus amigos de Londres estuvieran presentes para ser testigos del momento más glorioso de su vida.
—Y ahora —dijo Smith alzando su vaso de cerveza para brindar—: ¡A la salud del señor Cooke, señores, nuestro Poeta Laureado, que es el caballero de mayor bizarría que jamás agració con su presencia el condado de Dorset!
—¡Bien dicho! —exclamaron los demás.
—Y a la salud del señor Smith —respondió cortésmente Ebenezer—, el cual no ha hallado sino una justa compensación a sus tribulaciones.
—¡Muy bien!
—¡Por su hija, esa desvergonzada pintarrajeada! —gritó alguien en medio de la multitud—. ¡Que el cielo nos guarde de ella…!
—No; mejor brindemos por la justicia —interrumpió el Laureado, azarado por la alusión a Susan—. Por la justicia, por la poesía, por Maryland… y, si queréis, por Malden, adonde me dirijo.
—Sí, por Malden —afirmó Smith—. Es menester que sepáis, señor, que una vez que haya despedido a ese villano de Spurdance y haya encontrado a un capataz adecuado, siempre que tengáis a bien visitarme, seréis bien recibido, y me sentiré muy honrado de que permanezcáis en calidad de huésped tanto tiempo como gustéis —se rio y guiño un ojo—. A fe mía, señor, que si no os reportara ningún salario el falso nombramiento de lord Calvert, os contrataría en lugar de Spurdance para que gobernarais Malden. Sería imposible que lo hicierais peor que él, que os engañó a ciegas sin que vosotros siquiera os percatarais.
Ebenezer frunció el ceño, horrorizado.
—¡Estimado señor, en este momento no os sigo!
—Tanto da, a estas alturas ya no importa, buen mozo. —Smith sonrió y cogió un vaso lleno que le dio el tabernero—. Muchas son las verdades que se dicen por ignorancia y muchos los entuertos que endereza la casualidad. ¡Por Malden! —dijo, dirigiéndose a la multitud, y luego prosiguió, con la evidente intención de que lo oyera el Laureado—: ¡Ahora que me pertenece según consta en un título, la gobernaré como jamás lo hizo Ben Spurdance!
—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamaron todos, y le dieron tan gran trago a la cerveza que pocos vieron que el invitado de honor caía desmayado sobre el serrín que cubría el suelo.