Cuando llegó la mañana, Burlingame liberó al padre Smith de sus ataduras y se ocupó personalmente de preparar el desayuno, mientras el sacerdote estiraba sus doloridos miembros. No obstante, Henry tuvo en todo momento el diario al alcance de la mano, y a pesar de que el jesuita les aseguró que no intentaría detenerlos, insistió en volver a atarlo cuando, una vez terminado el desayuno, Ebenezer y él se disponían a partir. Henry no quiso prestar oídos a las peticiones de clemencia que formulaba el poeta.
—Tú infieres que el resto de la humanidad es como tú —le recriminó—. Puesto que tú no intentarías obstaculizarme de encontrarte en su situación, crees que él tampoco lo haría. A lo cual respondo, y mi razonamiento es idéntico al tuyo, que yo habría recuperado el diario antes de que llegaras al río Choptank.
—¡Pero morirá! ¡Es lo mismo que si le diéramos muerte!
—De eso nada —dijo Burlingame con desdén—; si es un sacerdote como es debido, sus feligreses lo echarán de menos enseguida, y entonces se pondrán a buscarlo y lo soltarán antes de mediodía. Si no lo es, entonces ellos pagarán negligencia con negligencia, que es lo que Dios querría, o mejor dicho, la orden a la que pertenece.
Aquel último comentario, que acompañó de una sonrisa, lo hizo Burlingame mirando al padre Smith, que permanecía impasible en la silla. Lo remató añadiendo:
—Os estamos muy agradecidos por el alojamiento y la comida, señor, así como por vuestro irreprochable jerez. Es posible que en breve sepáis que John Coode se halla en apuros, y vos habréis sido en parte la causa, bien que a pesar vuestro. —Burlingame le indicó a Ebenezer que se dirigiera hacia la puerta—. Adieu, padre: cuando deis comienzo a vuestra guerra santa, perdonad a mi amigo aquí presente, pues ha abogado en favor vuestro. Por lo que a mí respecta, ni el mismísimo monsieur Casteene sería capaz de dar conmigo. Ignatius vobiscum.
—Et vobiscum diabolus —repuso el sacerdote.
Y así partieron, Ebenezer demasiado avergonzado para despedirse de su anfitrión y, después de ensillar los caballos, cogieron una carretera que, según dijo Burlingame, describía una amplia curva en dirección sur, concluyendo en el lugar del que zarpaban las embarcaciones que cruzaban el río Choptank. De allí irían a Cambridge, donde indagarían acerca del paradero de William Smith, y luego se encaminarían a Malden. Hacía un magnífico día de otoño, fresco y soleado, e independientemente de cuál fuera el estado de ánimo del Laureado, el de Burlingame era claramente optimista.
—¡Sólo nos falta un fragmento del diario! —exclamó, mientras sus cabalgaduras iban al paso por la carretera—. ¡Imagínate: puede que pronto averigüe quién soy!
—Esperemos que este William Smith sea menos refractario —replicó el poeta—. Se pueden acumular más culpas tratando de averiguar quién es uno de las que luego es posible expiar.
Burlingame guardó unos minutos de silencio antes de volver a intentar reanudar la conversación.
—Me parece que a lord Baltimore le han aconsejado mal sobre el carácter de ese jesuita, pero un general no puede conocer a todos sus lugartenientes. Los papistas tienen un proverbio que dice: No juzgues a todos los curas por uno sólo.
—En el Evangelio hay otro —dijo Ebenezer— que reza: Por sus frutos los conoceréis…
—¡Eres demasiado severo, amigo mío! —La voz de Burlingame denotaba una cierta impaciencia—. ¿Es que no has dormido lo suficiente anoche?
El Laureado se ruborizó.
—Anoche tenía en mente unos versos y los escribí por temor a olvidarlos.
—¡No me digas! Me alegra oír eso; llevabas mucho tiempo alejado de tu musa.
La solicitud que entrañaban las palabras de Burlingame suprimió, al menos de momento, la turbación de Ebenezer, y aunque sospechaba que su amigo se burlaba de él, sonrió y dijo con cierta timidez.
—El tema de los versos es el indio salvaje, asunto que me tiene muy impresionado.
—Entonces no me digas más, ¡es menester que los oiga!
Tras una cierta vacilación, Ebenezer consintió en ello, no precisamente porque pensara que el interés de Burlingame fuera genuino, sino más bien porque, en medio de la mezcla de sentimientos que experimentaba en la relación que mantenía con su antiguo tutor, su don poético era el único terreno que creía poder pisar con firmeza y sin sentirse avergonzado.
Sacó el cuaderno que guardaba en un bolsillo de grandes dimensiones de la casaca y, dejando que la yegua caminara sin guía, buscó los pareados recientemente escritos.
—El detonante fue un salvaje a quien vi ayer por la mañana —explicó, y empezó a leer. Su voz trotaba a la par que los cascos de su montura:
De mi capitán la mesa dejé,
subí a mi corcel y luego busqué
el Chesapeake, y, a un ciervo dando caza,
divisé una faz de espantosa traza:
un indio salvaje vieron mis ojos
e hicimos cesar nuestros circunloquios,
lo miramos bien, como él a nosotros,
y la sorpresa inicial superé.
Con suma atención su rostro escruté.
Era un ser brutal, su aspecto era exótico,
bárbaro era el porte, el atuendo erótico.
El miembro desnudo, todo afeitado,
libre le colgaba, de grasa untado.
Sus hombros fornidos, su piel pintada
y su tórax a pecar invitaban
con mujeres de belleza marchita,
viudas, u otras, de placer ahítas;
a todas lejos del sendero estrecho
de la virtud querían y, derecho,
al bosque de la condena llevar
para con más salvajes copular.
¡Lujuria! ¡Lascivia! ¡Y más fornicar!
Todo, a la vez…
—¡Bien escrito! —exclamó Burlingame—. Exceptuando la prédica que hay hacia el final, son los mismos sentimientos que albergo yo —se rio—. Sospecho que anoche tenías en mente algo más que los paganos; toda esa cháchara amorosa me hace acordarme de mi dulce Porcia.
—No sigas —le advirtió el poeta inmediatamente—. No caigas en el vulgar error de los críticos, que juzgan las obras antes de conocerlas enteras. Luego paso a especular acerca del origen del indio.
—Perdona —dijo Burlingame—. Si el resto es tan excelente como lo primero, entonces eres un poeta de verdad.
Ebenezer enrojeció de placer y siguió leyendo, algo más enérgicamente.
¿De dónde procede esta raza salvaje
que de Maryland puebla el bello paisaje?
¿Descienden acaso de aquellos ancestros
de los que habló Platón? ¿Se trata de aquel pueblo
de gente mendaz, la Atlántida perdida,
que en el fondo oceánico quedó hundida?
¿Tiene más razón quien su génesis cifra
en esas diez tribus que cita la Biblia
de ese desdichado pueblo de judíos
que Israel dejaron, sus montes y ríos,
y sin huella alguna desaparecieron?
¿Son estos salvajes lampiños hebreos?
¿Tal vez han surgido —hay quien piensa así—
de la incestuosa raza de Caín,
aquel que yació con su hermana gemela
y mató a su hermano dejando una estela
de sangre y de ira que siguió Yavéh?
Retorció su senda por huir de Él
y acabó en Maryland, que fue su presidio
como penitencia por su fratricidio.
Era tan maligno que por hacer daño
engendró paganos de todo tamaño.
Dicen de este pueblo de oscura piel
que es fugitivo del Arca de Noé,
que del Diluvio salió tan bien parado
que sus hombres siquiera estaban mojados.
Sólo no se ahogaron en la inmensa charca
la tripulación que iba en el Arca
(Y que a fin de cuentas era más bien parca).
Y esta misma raza tan salvaje y fuerte
desde Maryland contempló la muerte
de miles y miles de hombres y mujeres,
viéndoles ahogarse junto a sus enseres.
Otros de este pueblo de culo desnudo
dicen que es tan viejo como es viejo el mundo,
dicen que surgió en el tiempo remoto
al que Ovidio llama la Edad de Oro,
cuando el que mandaba era el buen Saturno.
Dicen tales sabios —en siendo su turno—
que el hogar salvaje era aquel jardín
dó tres hermanas guardaban el confín
del bosque de Hera, de aúreas manzanas,
las que Hércules robó, burlando su guardia.
(Nos lo llamamos Jardín de las Hespérides,
Pues nos acordamos de aquella efemérides).
La teoría del paraíso terrenal
(hogar apacible de Eva y Adán
en el cual se hartaron de fruta prohibida)
muchos la sostienen como favorita.
Otros eruditos, tras muchas lecturas,
piensan en Arturo y en sus aventuras
y nos comunican como conclusión
que el pueblo salvaje viene de Avalón.
Pero para otros es fundamental
un indiscutible sabor oriental.
Y no se desdeña que de Escandinavia
a Maryland llegara vikinga savia.
Otros estudiosos creen hallar indicios
de los incansables marinos fenicios;
diz que aquella gente dura y marinera
atestó sus barcos de hombres y de fieras.
Y ya no hubo espacio —¡y es verdad, pardiez!—
para el sacerdote ni para el juez.
Y así bien cargados de bienes y mozas
fue como fundaron aquí sus colonias.
Era un pueblo triste, carente de bardos,
que sólo engendraba vástagos bastardos.
Y si sin convencer aún quedaran gentes,
luego de tantas versiones diferentes
que iluminan la salvaje procedencia,
a estos digo, agotada mi paciencia:
idos con Mefistófeles al infierno,
pues los indios y vosotros del Averno
hijos sois. ¡Dejadme en paz e idos al cuerno!
—¡Oye, es una composición endiabladamente ingeniosa! —exclamó Burlingame—. No sé si habrán sido las penalidades transoceánicas o que tienes medio año más de edad, pero te juro que eres dos veces más poeta que cuando te dejé en Plymouth. Me ha parecido que estaban especialmente logrados los versos que hablan de Caín.
—Es muy gentil por tu parte que elogies la composición —dijo Ebenezer—. A lo mejor pasa a formar parte de la Marylandíada.
—Ojalá fuera yo capaz de escribir versos tan buenos. Pero, mira una cosa, ahora que todavía lo tengo fresco en mi mente. ¿Rima bien cifra con Biblia, por ejemplo, o manzanas con guardia?
—Pues claro que sí —repuso el poeta.
—Pero ¿no sería mejor —insistió Burlingame con afabilidad— buscar otras rimas, como manzanas y hermanas, o Biblia con afilia? Claro que yo no soy poeta.
—No hace falta ser una gallina para poder juzgar un huevo —reconoció Ebenezer—. La verdad es que las rimas que mencionas son a la vez mejores y peores que las mías: mejores porque su sonido es mucho más próximo a las palabras con las que riman; y peores porque tal proximidad no está ahora mismo de moda. Manzanas con hermanas: le falta carácter, ¿verdad? Pero, sin embargo, manzanas con guardia… tiene un elemento de sorpresa, tiene color, ¡tiene ingenio! En resumidas cuentas, es una rima hudibrástica perfecta.
—¿Hudibrástica, dices? He oído a la gente de Locket’s hablar bien de Hudibrás, aunque personalmente yo lo encuentro tedioso. ¿Tú qué entiendes por hudibrástico?
A Ebenezer le costaba trabajo creer que Burlingame no supiera verdaderamente en qué consistía la rima hudibrástica, pues le costaba trabajo creer que hubiera nada que aquél no supiera, pero le pareció tan grata aquella insólita inversión de papeles que le resultó sencillo deponer su escepticismo.
—La rima hudibrástica —explicó— es una rima aproximada, pero no exactamente armoniosa. Toma la palabra carreta: ¿con qué la rimarías tú?
—Bueno, pues vamos a ver —Burlingame pensó un poco—. Me parece que podría servir aleta o poeta, ¿no te parece?
—Nada de eso —dijo Ebenezer con una sonrisa—. Demasiado previsible; eso se le ocurriría a cualquier poetastro…, sin ánimo de ofender, se entiende.
—Nada, nada.
—No; con carreta tiene que rimar vuelca o fuerais: casi, ¿entiendes? Pero no del todo.
Los indios montados en su carreta
Miran la rueda por si acaso vuelca.
»Carreta, vuelca…, ¿me sigues?
—El principio lo capto —afirmó Burlingame— y recuerdo rimas parecidas en Hudibrás; pero dudo mucho que yo las pudiera utilizar jamás.
—¡Pues claro que puedes! Lo único que hace falta es echarle valor, Henry. Por ejemplo, la palabra combate. Aquel hombre y yo trabamos combate. ¿Qué rima con eso?
Burlingame se pasó un rato reflexionando sobre el problema.
—¿Qué te parece embate? —se atrevió a decir por fin.
Aquel hombre y yo trabamos combate.
Yo resistí su embate.
—Es un buen verso —repuso el Laureado— y denota cierto ingenio. Pero la rima no tiene gracia. Combate, embate… no; son muy parecidas.
—¿Y ataque? —preguntó Burlingame, que parecía animarse con el juego.
Aquel hombre y yo trabamos combate.
Cuando él avanzó detuve su ataque.
—¡Más ingenioso todavía! —aplaudió el poeta—. Es mejor de lo que sería capaz de escribir Tom Trent con la ayuda de Dick Merriweather. Pero sigue sin ser hudibrástico. Combate, embate; combate, ataque.
—Me rindo —dijo Burlingame.
—Entonces a ver qué te parece esto:
Aquel hombre y yo trabamos combate.
Grande fue la lucha, grande el quebranto.
»Combate, quebranto: eso es hudibrástico.
Burlingame torció el gesto:
—¡Pero no pega!
—Por eso, cuanta más fricción, mejor el pareado.
—¡Ajá, ya entiendo! —exclamó el tutor—. ¿Y qué dice de esto mi Laureado?
Aquel hombre y yo trabamos combate.
Uno de los dos pronto enviudaría.
—¿Combate con enviudaría? —exclamó Ebenezer—. ¡Eso sí que no pega! ¡Esa rima chirría como las campanas del Hades! —¡No, no, no sirve!— Ebenezer negó, moviendo la cabeza con energía. —Creí que habías captado la esencia. Es preciso que exista alguna proximidad entre las palabras, aunque haya algo de fricción. Combate y enviudaría son naves que surcan océanos distintos: jamás pueden entrar en colisión, y nosotros buscamos que haya colisión.
—Entonces a ver ésta —sugirió Burlingame.
Aquel hombre y yo trabamos combate.
Los dos a la vez fuimos al retrete.
—¡Retrete! ¿Has dicho retrete? —A Ebenezer se le puso el semblante rojo—. ¿Qué es eso de retrete? ¿Qué se podría hacer con eso?
—Es una rima hudibrástica —replicó Burlingame, sonriendo—. Yo lo usaría para hacer aguas.
—¡Acabáramos! —Ebenezer se rio, incómodo—. Es la rima hudibrástica más pasada por agua que he oído jamás.
—¿Quieres oír más? —preguntó Burlingame—. Soy un aplicado estudiante de las rimas que no acaban de pegar.
—Vete a hacer aguas —dijo el poeta—. ¡Se acabó la clase!
—¡No! ¡Ahora que le empezaba a coger el tranquillo! Puede que algún día me dedique a escribir versos, pues no me parece que sea un trabajo que lo deje a uno deslomado.
—Pero ya conoces el proverbio, Henry: El poeta nace, no se hace.
—¡Alto ahí! —dijo Burlingame, burlón—. ¿Por ventura no te nombraron Laureado antes de que hubieras escrito una sola estrofa a derechas? Me juego algo a que sería capaz de hacer versos como el mejor con sólo que me diera por meter las narices en ello.
—Nadie conoce mejor que yo tus diversos talentos —dijo Ebenezer en tono dolido—. Con todo, bien puede ser que un auténtico poeta no posea más don que el de la poesía.
—Tú ponme a prueba —dijo Burlingame, desafiante—. Tú di una serie de palabras y verás cómo las rimo.
—Muy bien, pero hacer versos consiste en algo más que rimar palabras. Yo te echo un verso y tú tienes que contestar con otro.
—¡Tú echa versos y verás lo que pescas!
—Prepárate —le advirtió Ebenezer—, porque voy a empezar con uno difícil:
Sir Knight dejó su casa con buen pie
—Eso es de Hudibrás —observó Burlingame—, pero no me acuerdo de la rima que utilizó Butler para esa palabra. Pie, pie…, ah, no es nada difícil.
Sir Knight dejó su casa con buen pie
Después de haber comido un tentempié.
—Demasiado igual —dijo Ebenezer—. Queremos rima hudibrástica.
—¡Con tus rimas hudibrásticas se me va a quebrar la quijada! Ahora bien, si lo que quieres es fricción, te vas a quedar sin orejas.
Sir Knight dejó su casa con buen pie,
Un paje enarbolaba su pendón.
»¿Te chirrían los oídos?
—Eso tapa el hueco —admitió Ebenezer—. Pero la diferencia entre el poeta y el fatuo estriba precisamente en que el segundo tapa las grietas como quien calafatea un barco, que con que flote, le vale, en tanto que el primero desempeña su labor como lo hace un hombre con una doncella: tapa el hueco, sí, mas con vigor, con finura y delicadeza; no se limita a cubrirlo pensando en la utilidad; considera también la belleza y el deleite.
—¡Cielos, amigo mío! —dijo Burlingame—. ¡Hablas como los dioses! Dime, por favor, ¿cómo taparía un Laureado este hueco que nos traemos entre manos y que parece la boca del infierno?
Ebenezer repuso:
—De ello se ocupó Sam Butler, como verás a continuación…, repara en el arte, en la colisión.
Sir Knight dejó su casa con buen pie
A lomos de un caballo alazaní.
—¡Eh, un momento! —exclamó Burlingame—. ¡Eso es demasiado! ¡A-la-za-ní! ¡Eso es una invención! ¡Sí! ¡Una quimera! ¡Con que a-la-za-ní! Si el señor Butler estaba tan enamorado de esa palabra contra natura, ¿por qué no escribió en el primer verso adalid, que es más apropiado, y luego siguió rimando a partir de ahí?
—Tienes razón, ¿y por qué no? ¿Tú qué rimarías con adalid, Henry?
—A mí eso no me cuesta ningún trabajo —dijo Burlingame, desdeñoso—. Que rime con adalid… Bueno, pues adalid… —Henry titubeaba.
—¿Lo ves? —Ebenezer sonrió—. Inspirado, el poeta escogió para pie una rima de índole hudibrástica, con lo que se ahorró los apuros que estás pasando tú ahora. Ríndete ya; no hay rima buena para adalid.
—Me rindo —dijo Burlingame con aparente humildad—. Puedo inventarme el primer verso; Allá partió sir Knight, buen adalid, mas luego no hallo una rima feliz.
Los dos viajeros intercambiaron una mirada.
—Un momento —musitó Ebenezer—, la lección ha terminado.
Pero Burlingame se sintió encantado al descubrir su involuntario coup de maître. A lomos de su caballo se puso a declamar teatralmente:
Allá partió sir Knight, el buen adalid,
planes infernales tenía ante sí;
aguarda una primavera sin fin,
donde no quepa el invierno ruin.
(Ello lo atestigua su diario: allí
registra su diurno transcurrir,
sin olvidar el nocturnal vivir)…
—¡Desiste! —ordenó Ebenezer—. ¡No me ensartes más ripios, Henry, si no quieres que vomite el desayuno encima de la carretera!
—Perdóname —dijo Burlingame, riéndose—. Me sentía inspirado.
—Me estabas mortificando —dijo, indignado, el Laureado—. No te des tantos aires por un logro tan trivial, pues los poetas tenemos cincuenta cosas mejores por página. Tienes una cierta habilidad para hacer rimas, eso está bastante claro; pero no te creas capaz de versificar en la lengua madre, pues cualquier poeta te podría citar palabras que no es posible rimar porque no tienen equivalente.
—¡Ja! ¡Oh! ¡Ja! —exclamó Burlingame, presa de un súbito regocijo—. ¡Se me han ocurrido más! ¡Dios, se me amontonan en la imaginación como los lechones en los pezones de Porcia!
Musa, tus alas quiero para mí,
homenaje quiero a sir Knight rendir.
Del quiero cantar para el porvenir:
su hibernación, su ir y su venir,
los ayeres que su alma vio morir,
su presente en continuo devenir,
lo a él externo, lo que atesora en sí,
lo que él juzga efímero y baladí,
lo que es grave y sempiterno otrosí,
su oscuro o bien luciente frenesí,
a su padre y madre, que al decir sí,
rodeáronle de una hermandad feliz,
su triste Pimpinela carmesí…
¡Y toda su parafernalia en fin!
—¡Me quieres mal! —dijo Ebenezer, enfadado—. ¡No estoy dispuesto a seguir oyéndote!
—No; te ruego —dijo Burlingame riéndose— que no me des de lado.
—¡Orgullo pecaminoso! —dijo el poeta en tono de reproche cuando logró recobrar un tanto la compostura.
—Si no era más que en son de chanza, Eben; si te ha molestado ello me hace sentirme contrito. Ahora el profesor lo eres tú, no yo, y puedes dar los pasos que estimes oportuno. En verdad que me has enseñado cosas que desconocía.
—Está claro que tu talento, más que de fusta, precisa de bocado y brida —dijo Ebenezer.
—¿Entonces estás dispuesto a seguir?
Ebenezer reflexionó un momento y luego accedió:
—Sea; mas basta ya de chanzas. Voy a administrarte la prueba más dura del arte de rimar: el risco más resbaladizo de la faz rocosa del Parnaso.
—Administra como te plazca —dijo Burlingame—, si es cuestión de rima, te juro que no hay quien me supere, pues conozco a nuestra madre la lengua inglesa hasta las entretelas. Pero mira una cosa: ¿te importaría que nos jugáramos algo? De lo contrario, lo mismo da ganar que perder.
—No tengo qué apostar —dijo Ebenezer—, y si lo tuviera, tampoco tú apostarías, pues la palabra que voy a decir carece de rima. —En aquel instante se le ocurrió algo gracioso—. Oye, ¿a qué distancia queda el embarcadero del que hablaste?
—A unas cinco o seis millas de aquí, diría yo.
—Entonces vamos a apostar el ir a caballo, si te parece. Si no encuentras rima para la palabra que yo diga tienes que ir a pie desde aquí hasta la barca de Cambridge; si sales bien parado, seré yo quien vaya a pie. ¿Hecho? —convino el poeta—. Sigamos adelante con la prueba. Yo pienso un verso, te lo paso y tú tienes que buscarle rima. Pero no hudibrástica, cuidado, tiene que rimar en consonante.
—¿Dices mosquito? —preguntó Burlingame—. Pues yo digo periquito.
—No —dijo el Laureado, sonriendo—, ni tampoco literatura.
—Pues no es mucha caradura —rio su tutor.
—Tampoco es mal comportamiento.
—Tienes buenos sentimientos.
—No es tampoco botarate.
—¡Cosa sería de orates!
—Ni pañuelo.
—¡No me asusta ese señuelo!
—Y no diré tabernario.
—Pues no hay responso funerario.
—Ni gárrulo.
—Es que no te he dado pábulo.
—Ni tampoco sarraceno.
—Lo habría juzgado obsceno.
—Ni siquiera autodidacta.
—¡Eso que conste en acta!
—No he de decir catoptromancia.
—¡Eso a mí me da vagancia!
—No quiero mentar protervo.
—¡De eso no se asusta ni un cuervo!
—Tampoco es bizantino fárrago.
—Pues se me da un espárrago.
—Ni la visita de mi abuela.
—Pues ¿cuál es la palabra que no cuela?
—Es impromptu —dijo Ebenezer.
—¿Impromptu? —exclamó Burlingame.
—Impromptu —repitió el Laureado.
—Dime una palabra que rime con impromptu. El músico ejecutó un impromptu.
—¡Impromptu! —dijo Burlingame otra vez—. ¡Rima consonante!
—Bueno, es fácil, basta con rimar el final. —Ebenezer sonreía—. El músico ejecutó un impromptu.
—El músico ejecutó un impromptu. —Burlingame empezó a dar señales de alarma, en tanto escudriñaba sus reservas lingüísticas.
—No valen trucos ni variaciones. Nada de procuraré llegar prontu. No, como debe ser. Sin trampas.
Burlingame suspiró.
—¿Y dices que nada de rima hudibrástica?
—No. Ben Oliver lo intentó en Locket’s una vez con esta misma palabra y lo descalificaron al instante. Quiero una rima clara y natural.
—¿Pero existe alguna? —exclamó Burlingame.
—No —dijo el poeta—, ya te lo advertí antes de que aceptaras la apuesta.
Burlingame registró los rincones de su memoria con tal afán que le brotó sudor de la frente, pero al cabo de veinte minutos se vio obligado a abandonar.
—Me rindo, Eben; me has ganado por la mano.
Muy a pesar suyo, Burlingame desmontó y, bajo la sonrisa triunfal de su pupilo, ocupó el lugar que le correspondía a la zaga de la añosa yegua ruana, dispuesto a afrontar las odiosas consecuencias de su apuesta.
—En el futuro, Henry —le aconsejó Ebenezer con audacia—, no medres con poetas en su propio terreno. Si me permites que te hable con toda franqueza, el don del lenguaje le es otorgado a muy pocos, y si bien no es motivo para avergonzarse el no poseerlo, es mentecatez fingir que se tiene cuando no es así.
Y cuando hubo terminado aquella insólita reprimenda, Ebenezer se puso a canturrear de pura satisfacción. Cuando alcanzaron la primera elevación del terreno por el que discurrían, la yegua ruana, ya fatigada, expelió una ruidosa ventosidad, por causa del esfuerzo que le suponía subir. Burlingame profirió un sonoro juramento y expresó a voces su repugnancia.
—¿Cómo puede existir un vocabulario tan pobre que no tiene ni verbo ni sustantivo que rime con promptu en El músico ejecutó un impromptu?
—No arremetas contra la lengua —empezó a decir el poeta—. Es en verdad un idioma digno de la máxima admiración…
Ebenezer se paró, al igual que hicieron Burlingame y la yegua ruana. Los dos hombres se miraron precavidamente.
—Da igual —probó a decir Ebenezer—. La apuesta ya había terminado.
—¡Ah, no, señor Laureado! —rio Burlingame—. ¡Ha terminado la mía, pero la tuya no ha hecho más que empezar! ¡Abajo ahora mismo!
—Pero —protestó Ebenezer, aunque descabalgando— no es ninguna palabra real, ¿no? ¿Qué significa?
—Bah —dijo Burlingame, montando de nuevo su joven cabalgadura—, no establecimos ningún criterio significativo, que yo recuerde. «Que rime con promptu», eso dije yo: promptu es complemento de rime—, es un sustantivo, y los sustantivos son palabras. ¡Tras la yegua!
Ebenezer suspiró; Burlingame se rio en voz alta, la yegua ruana expelió una nueva ventosidad y los viajeros prosiguieron camino de Cambridge. Burlingame cantaba con vigor:
¡Cuán prodigioso es el vocabulario
que ni en un solo cajón de sus armarios
hay nombre ni verbo de bronce o níquel
que acalle al hijo del capitán Mitchell!