25. NUEVOS FRAGMENTOS DE LA HISTORIA SECRETA DE LA TRAVESÍA DE LA BAHÍA DE CHESAPEAKE, ESCRITA POR EL CAPITÁN JOHN SMITH: DEL DESCUBRIMIENTO DE DORCHESTER Y DE CÓMO EL CAPITÁN PUSO PIE POR VEZ PRIMERA EN AQUEL LUGAR

—Vamos, átalo —repitió Burlingame, desplegando el diario encima de la mesa—. Ya ha empezado a moverse. —Mas como viera que Ebenezer seguía estando demasiado desorganizado como para hacer nada, él mismo cogió una cuerda y ató al cura de pies y manos—. ¡Por lo menos ayúdame a ponerlo en una silla!

Cuando revivió, el padre Smith hizo una mueca de dolor, pestañeó y luego lanzó una mirada hostil en dirección al diario. Logró hablar antes que el poeta.

—¿Entonces, quién sois? ¿John Coode?

Burlingame se rio.

—Tan sólo, Tim Mitchell, como manifesté al principio; soy amigo leal de Baltimore, aunque no del rey Louis ni del papa. Ahora tenéis tortícolis por vuestra falta de fe, amigo mío.

A Ebenezer, cuyas turbulentas facciones revelaban la persistencia de sus dudas, le explicó luego que desde el año 1692; habían corrido abundantes rumores sobre la presencia del legendario monsieur Casteene cerca de la frontera con Pensilvania. El coronel Augustine Hermann, que tenía una casa solariega llamada Bohemia en el condado de Cecil, había desmentido la presencia de Casteene, así como la de los llamados búhos asesinos o indios desnudos, una tribu del norte, pero tan extendido estaba el temor de que los franceses, coaligados con los indios, llevaran a cabo una masacre generalizada —sobre todo teniendo en cuenta las reiteradas negativas por parte de Maryland y Virginia a acudir en ayuda del acosado gobernador de Nueva York, Fletcher, así como la desconfianza recíproca que se profesaban los gobiernos de las distintas provincias—, que los rumores persistieron, dándose crédito a una serie de detalles de índole sumamente extraña en torno a la leyenda de Casteene, como aquél de que tenía un monograma tatuado en el pecho.

—Esta tarde, en Oxford, me grabé estas letras con el puñal —dijo, concluyendo y mostrándolas una vez más a la luz de la vela—. ¿Te das cuenta de lo recientes que son? ¡Esta baza no la hubiera jugado a plena luz del día!

Ebenezer se sentó débilmente en una silla.

—¡Voto a tal! ¡Cómo me has alarmado! ¡No sé quién eres de una hora para otra!

—Ni tampoco debieras intentarlo. Sirve otra ronda de este vino admirable y reflexiona acerca de lo que te dije en la posada hace unas horas. —Burlingame le dio una palmada en el hombro al sacerdote—. Poco agradecido es el huésped que ata a su anfitrión a una silla y lo deja así toda la noche, pero no queda otro remedio. Por otra parte, vos estabais dispuesto a morir por esta causa y se trata de un martirio ni la mitad de terrible que la castración, n’est-ce pas? —Henry se rio de la expresión de asco que puso el cura y, una vez servido el vino, los invitados iniciaron juntos la lectura del reverso (que en realidad era el anverso del original) del preciado documento:

Tras haber recibido tan cordial trato [así daba comienzo aquel fragmento de la historia] por parte de los salvajes de Accomac, así como también por parte de los del río llamado Wighcocomoco, hicímonos de nuevo a la mar…

—Se refiere a la ciudad de Hicktopeake —se adelantó a decir Ebenezer, aunque estaban hasta tal punto encontrados los sentimientos que albergaba hacia su antiguo tutor que habló con suma timidez—, «el Rey Riente», de quien ya te hablé. De los demás indios nada sé.

—En Maryland hay dos ríos que reciben el nombre de Wicomico —dijo Burlingame con aire pensativo—. Uno está cerca del condado de Saint Mary, en la orilla occidental, y el otro al sur del condado de Dorchester. Me parece que se refiere al último, si es que fue costeando bahía arriba, desde Accomac.

… debido empero a la carencia de agua dulce, al cabo de dos jornadas vime obligado a buscar tierra, con el fin de renovar nuestras reservas. Hallamos unas islas completamente deshabitadas y muy numerosas, de tierras altas que caían sobre la mar.

—Puede ser que recalara en los acantilados de Calvert —sugirió Ebenezer, acordándose de su isla de las siete ciudades—. Sigamos leyendo.

Luego de haber descendido a la orilla, hallamos una charca de agua dulce, que estaba sobremanera caliente. Estábamos empero tan sedientos que pese a mis consejos contrarios a ello, y aun sabiendo que el agua era de dudosa turbiedad, nada quisieron mis gentes saber, sino colmaron las barricas y del agua aquella bebieron hasta que las tripas les rebosaron. Desto habrían de lamentarse, mas volveré luego sobre ello.

Desde el Wighcocomoco hasta aquel lugar no hay por la costa sino las quebradas islas de Moras, cuya anchura será de una o dos millas y otras diez o doce la longitud; dichas islas son sucias e pestilentes en razón de las aguas estancadas que allá hay. Añádase a lo qual que el aire está infestado de nubes de mosquitos que al hombre le succionan la sangre como si jamás hobieran yantado. No es en verdad un país y nadie sino los salvages…

—Esta descripción concuerda con un solo lugar —dijo, riendo, Burlingame, que leía el fragmento en voz alta—. ¿Lo conocéis, padre?

Y el sacerdote, cuya curiosidad histórica se había despertado a pesar de las circunstancias en que se encontraba, hizo un rígido gesto de asentimiento.

—Las tierras pantanosas de Dorset.

—Sí —confirmó Burlingame—. Las islas Hooper, la isla de Bloodsworth y el pantano Sur. Ahí tienes un bocado para tu poema épico, Ebenezer: el primer hombre blanco que puso el pie en el condado de Dorset.

Ebenezer hizo un gesto mecánico de reconocimiento, observando, sin embargo, que por el momento el capitán no había bajado a tierra y era posible que pasara de largo por delante del condado. Se mostró menos petulante cuando le respondió el sacerdote, el cual manifestaba un gran interés por el documento, así como una gran contrariedad por no haber reparado antes en su existencia, y en atención a él, Ebenezer leyó el resto en voz alta.

Luego de habernos refrescado de tal guisa, ello a pesar de mis advertencias, en dirigiéndose a otras islas hallamos los vientos e las aguas grandemente acrecidos y aderezado el aire con truenos, relámpagos y lluvia, y por más que toda mi soldadesca y con ella arrizamos y recogimos el velamen y los cabos, por la borda fuéronse mástil y velas. Tan poderosas olas zarandeaban nuestra pequeña embarcación que, usando de una gran persuasión, induje a nuestros caballeros a que se ocuparan de liberar las aguas dando empleo a sus sombreros, pues de otro modo habríamos ido a pique y naufragado. Anclamos, pues, no hallándonos vecinos a lugar ninguno que nos brindara puerto seguro, y ansí permanecimos dos días aciagos, mientras las ráfagas nos sacudían, no teniendo por ende alimento que llevarnos a la boca, sino aquellas aguas envilecidas de las barricas.

Las tales aguas, las quales mis hombres ingirieron en contra de mis avisos, resultaron en efecto ser inmundas, pues tras haberse saciado su sed con ellas, la compañía toda viose grandemente cogida de las entrañas, aflojándoseles la vejiga y sobreviniéndoles tal debilidad que viéronse precisados de hacer aguas y evacuar los traseros. Poco hicieron mis hombres en todo el día y en la noche toda, mientras nos manteníamos al pairo, sino fue ensuciarse sus personas. Al cabo, en templándose la temperatura, bien que seguía haciendo un tiempo tormentoso, ordéneles a todos y cada uno dellos despojáranse de los sus calzones, los quales tenían tan encagarrinados que no había modo de rescatadlos, e indiqueles que a los pejes los arrojaran.

Ellos ansí lo hicieron, mas profiriendo grandes quexas, muy señaladamente mi rival Burlingame, que no pierde ocasión de sembrar las semillas del descontento y de la facción.

—¡Gracias al cielo aún se encuentra entre ellos! —exclamó Burlingame—. Me temía que ese maldito John hubiera acabado con él después de Accomac.

—No sería cuestión baladí elegir entre uno y otro —comentó Ebenezer—. No se puede negar que el capitán Smith es hombre de recursos, y ningún jefe puede permitirse que haya facciosos si no es poniéndose él mismo en peligro.

—Muy cierto para ti —contestó Burlingame lacónicamente—. Como no es antepasado tuyo. Para mí no existe problema a la hora de elegir.

—Tampoco tenemos la certeza de que sea antepasado tuyo —dijo el poeta—. Al fin y al cabo la posibilidad es muy remota, ¿no crees?

Aquella observación hirió tan vivamente a Burlingame que Ebenezer se arrepintió instantáneamente de haberla hecho, pidiéndole disculpas.

—No importa. —Burlingame hizo un gesto con la mano—. Sigue leyendo.

Luego que de tal guisa se quedaran, con los traseros al aire, di orden de que se aposentaran por sobre las regalas, siendo así que la bahía de Chesapeake era de grandes dimensiones y podía acomodarlos mejor que nuestra embarcación. Mas aquella nueva orden de poco alivio sirvió a nuestras cuitas, pues maguer arrojaron sus inmundicias a los pejes, el aire en derredor no era menos insalubre, dadas las labores conjuntas de los hombres. Nada pudo hacer nuestro galeno por mejorallos y yo ansiaba de corazón ganar la orilla, pues con la savia del gomero y otras hierbas aromáticas que crecían abundantemente en los bosques vecinos yo habría podido preparar un cocimiento que hubiera dejado estreñidas a mis gentes por espacio de una quincena. La verdad empero es que las cosas fueron todavía a peor, ello debido a que aquellos necios no refrenaban la sed que padescían, sino que volvían a las andadas e bebían nuevamente del agua aquella, con lo que sus flujos e retortijones aumentaban en consonancia. Tan sólo dos de entre nosotros no mostraban síntomas de la enfermedad, a saber, yo mismo, que no me había dignado beber de las barricas, sino que en lugar dello había mascado pejes crudos, y el amigo Burlingame, que había bebido por tres, y no obstante debía poseer un muy grande dominio de sus entrañas, pues que no se ensució ni una sola vez a lo largo de aquellos dos días inmundos.

Cuando por fin nos dejó atrás la tempestad y el tiempo volvió a ser benigno, apresúreme a ordenar que se reparara la vela, y los hombres emprendieron la labor con prontitud y de buen grado, usando de sus camisas para aderezar los remiendos. Hallábanse en la mejor de las disposiciones para abandonar la mar abierta y enfilar la orilla, bien que ahora estaban en pelota, como Adán, a fin de llevarse al vientre alimento y agua limpia y acabar de una vez con los flujos que les aquejaban. Debido al carácter extremo del viento, los truenos, la lluvia, las tormentas, y al mal tiempo, en fin, que allí reinaba, al estrecho donde por tanto tiempo habíamos quedado varados pusimos por nombre Limbo, mas soy del parecer que tras tantas ventosidades y sucias ocupaciones que allí nos sobrevinieron, habría sido más adecuado haber denominado al lugar Purgatorio.

Tras un día de navegación asaz trabajosa, durante el cual avanzamos bien poco, debido a que la tripulación veíase incesantemente forzada a suspender los traseros de la borda, dimos al este con un río en extremo conveniente, denominado Cuskarawaok…

—Esa es una palabra de la lengua nanticoke —interrumpió el padre Smith—. Antaño se llamaba así el río al que hoy llamamos Nanticoke.

—¡Pardiez! —exclamó Burlingame riéndose—. ¡Entonces bien poco fue lo que avanzaron durante aquellos días aciagos! —Y le explicó a Ebenezer que el río Nanticoke, que sirve de frontera entre los condados de Dorchester y Somerset, desemboca en el estrecho de Tangier junto con el Wicomico, lugar del cual, según parecía decir el documento, Smith había partido varios días antes.

Lo que hizo que el día pareciérame atractivo [siguió leyendo Ebenezer] maguer por lo demás era bastante maloliente, fue que las entrañas de Burlingame parescieron principiar a importunalle, pues no paraba de andar de un lado para otro de la barca, pintándosele en el rostro una incomodidad creciente, en tanto no paraba de cruzar y descruzar las piernas, y era grata de ver su falta de compostura. Cuando por fin se soltara, pensaba yo, sería un espectáculo digno en verdad de verse, en razón de su gran corpulencia y del prolongado período que había sujetado firmemente las tripas.

—¡Hombre cruel! —dijo Burlingame—. ¡Gozar de tal manera a costa de los apuros de aquel desdichado! ¡Y tú, Eben, lo lees disfrutando con pareja descortesía!

—¡Perdón! —Ebenezer sonrió—. Es que el asombro mantiene mi interés a medida que voy leyendo. Me imagino que ya estará a punto de arribar a Dorset.

Y en un tono algo menos parcial prosiguió:

Al punto pusimos proa hacia la orilla, mas no podíamos de ningún modo desembarcar, viendo que de entre los bosques surgía un grupo numeroso de salvages que hacían toda índole de signos hostiles. Cuando aquéllos advirtieron la clase de hombres que éramos, que jamás los habían visto iguales, salieron corriendo, asombrados, encaramándose muchos a las copas de los árboles, sin hacer ahorro de flechas ni de la gran pasión con que manifestaban su cólera. Largo rato estuvieron disparando, mientras nosotros seguíamos al pairo, fuera de su alcance, haciendo toda clase de señas amistosas. Mas no nos iba bien, pues siempre había algún soldado o bien algún caballero que se veía en la necesidad de expeler una ventosidad, lo qual los salvages tomaban como afrenta, por lo que nos lanzaban más flechas.

Al día siguiente regresaron, completamente desarmados, y cada uno dellos portaba una cesta, e iniciaron una danza en círculo, para atraernos a la orilla: mas en viendo que en ellos todo era villanía, descargamos una andanada de fuego de mosquete y balas de pistola, derribando a muchos por tierra. Los unos alejáronse a rastras, los otros ocultáronse entre las cañas que tenían cerca, mientras el grueso permanecía emboscado. Nosotros aguardamos, y como pareciera que se hubieran alejado del lugar resolvimos aproximarnos a la orilla, siendo ansí que estábamos todos deseosos de abandonar por un tiempo la embarcación. Era mi idea tomar tierra lo más sigilosamente posible, cobrarnos cuanta comida y bebida pudiéramos y luego acudir a algún lugar más cordial. Por dicha razón di la orden de que ninguno de los miembros de mi tripulación diera rienda suelta a los disparos de sus traseros, los cuales a buen seguro darían aviso de nuestra llegada, por lo que cuando sintieran venilles la necesidad debían asomar las nalgas por la borda y descendellas hasta la altura del agua, y ansí efectuar una inmersión para luego obrar como les paresciera. Mas el primero que intentó actuar de dicho modo, un soldado llamado Anas Todkill, no bien se había mojado el trasero cuando recibió la picadura de una gran ortiga de mar, una suerte de medusa blanquecina, especie que al parecer abunda en aquellas aguas, y que le produjo en las nalgas una mancha roja muy dolorosa. Tras aquello sólo a fuerza de amenazas logré que algún otro hombre hiciera lo mesmo. En cuanto a Burlingame, la inminencia de su defecación era visible en su semblante todo, tanto que ni hablar osaba, por temor a estallar; pero era tanto el pavor que le daba la ortiga de mar que luchaba a brazo partido consigo mesmo, procurando resistir siquiera otro minuto, mientras ganábamos la orilla.

La proa de nuestra barcaza tocó tierra (la cual no era sino cañas y barro), yo lancé el áncora tan hacia el interior como pude, y nos dispusimos a desembarcar. Tal como solía, subime al bauprés y hubiera saltado a tierra, pues me reservaba el privilegio de ser el primero en poner pie en cada nuevo lugar que descubríamos, y aquella tierra no iba a ser una excepción. Pero Burlingame, presa de la pasión que le instaba a abandonar la nave, a fin de liberarse de su inmundo cargamento, empujóme rudamente hacia un lado, pese a ser yo su capitán y a habelle salvado anteriormente la vida, de modo que se situó a la cabeza. Al instante monté en cólera por causa de su impertinencia y le hubiera puesto las manos encima de no ser porque en aquel preciso instante una tropa de salvages surgió de entre unos matorrales vecinos, asiendo la soga del áncora con el propósito de sacarnos de las aguas e ansí capturarnos junto con nuestro navío. En viendo el cariz que los acontecimientos tomaban alegreme de que Burlingame fuera en la vanguardia, pues así su gordo cadáver nos serviría a los demás de protección.

—¡Dios mío —musitó Burlingame—, me temo que mi antepasado está en un aprieto!

La estrategia adecuada [prosiguió Ebenezer] era disparar una descarga de fuego contra los paganos a fin de dispersados, mas los teníamos casi encima, y he de confesar que ni un solo mosquete estaba cargado, pues habíamos juzgado que la orilla estaría despexada de salvages. Hubiera podido entonces cercenar la soga, e ansí nos habríamos librado dellos, mas era reacio a sacrificar el áncora, que tan grande servicio nos había prestado en el transcurso de la tormenta que acabábamos de pasar, amén de que sin duda volveríamos a precisalla. Otrosí los salvajes habían aparecido de tan repentino modo que apenas tuve tiempo de pensar a derechas. En suma, no opté por ninguna de las dos posibilidades, sino que ansí el extremo de la soga y pasándola a la tripulación formamos una hilera e hicimos fuerza contraria a los salvajes, para así recobrar el áncora y nuestra libertad. Por fortuna, los salvages estaban desarmados, pues abrigaban la esperanza de arrastrarnos a la orilla sin dificultad, de modo que no estábamos a merced de sus flechas. Burlingame estaba demasiado poseído por el temor como para ayudarnos, y permanecía neciamente en pie, sobre la proa, siéndole de todo punto imposible retroceder al barco, pues todos nosotros nos hallábamos amontonados tras dél, dándole tirones a la cuerda.

A continuación, estábamos los dos bandos tirando de tal guisa de la cuerda que aquello hubiera semejado una justa popular, la qual entiendo habríamos ganado nosotros, si nada hubiera interferido en aquel juego mortal. Mas los salvages proferían tales aullidos e alaridos que a Burlingame le sobrevino un pánico desmedido, con lo que de una vez por todas dio rienda suelta a sus entrañas y, encaramado aún a la proa qual horrible mascarón, liberó el tesoro que llevaba acumulando todos aquellos días. Yo tuve la mala fortuna de hallarme inmediatamente detrás dél, y lo que es más, estaba agachado justo debaxo de su trasero poderoso, pues ansí podía apuntalar mejor los pies para tirar con fuerza de la soga. Ocurrióseme en aquel preciso instante alzar la vista por si Burlingame aún seguía con nosotros y al instante quedé cubierto de inmundicia hasta tal punto que no me era posible abrir los ojos para ver ni la boca para hablar. Entonces los salvages dieron un tirón formidable y como toda la cubierta se hallaba encenagada, me resbalaron los pies, y salí proyectado por entre las piernas de Burlingame, dándome de bruces con el barro de la orilla. Perdió ansimesmo el equilibrio Burlingame, y cayó a continuación, asentando las posaderas encima de mi cabeza.

En cuanto liberé mi boca de inmundicia y lodo ordené a voces a mis soldados que cargaran y dispararan contra los salvages, mas los mesmos salvages saltaron sobre mí y sobre Burlingame, sirviéndose de nosotros para escudarse, y nos tomaron como rehenes, demandando de mis gentes que se rindieran. Yo les ordené que dispararan y que aconteciera lo que Dios fuera servido, mas ellos eran renuentes a abrir fuego, por miedo a alcanzarme, de modo que nos entregamos a los salvages, siendo llevados presos a su poblado.

Y ansí fue, de modo distinto al habitual en mí, como fui el primero en tocar aquella tierra vil, de la qual hago a continuación una relación más amplia.

Los últimos párrafos casi no acertó a leerlos Ebezener, de tanto como se reía; incluso el sacerdote cautivo fue incapaz de reprimir el júbilo. Por un momento, Burlingame pareció no comprender que la lectura había concluido, pero luego se incorporó con rapidez.

—¿Ese es el final?

—Es el final de este fragmento —dijo Ebenezer suspirando y enjugándose las lágrimas—. ¡Madre mía qué intrepidez! ¡Y qué maravilla el modo de descubrir mi condado!

—¡Pero por el amor de Dios —exclamó Burlingame—, no puede terminar ahí! —Cogió el diario con brusquedad, para comprobarlo por sí mismo—. ¡Pobre hombre! ¡Cuán desdichado es y cuánto me hace sufrir! Y te digo una cosa, Eben; aunque no tengamos el mismo físico, a cada nuevo episodio aumenta mi certidumbre de que sir Henry es antepasado mío. Tuve esa sensación la primera vez que les oí hablar de él a aquellas damas que rescaté, y estuve más seguro todavía cuando leí su Diario intimo. ¡Y ahora que lo tenemos en Dorchester estoy muchísimo más seguro! Ahora está en el centro de las aguas de Chesapeake, ¿verdad? ¡Y allí fue donde me pescó el capitán Salmon!

—La verdad es que se trata de una proximidad curiosa —reconoció Ebenezer—, pero entre uno y otro acontecimiento median casi cincuenta años, si mis cálculos son acertados. Y aunque sabemos que John Smith regresó poco después de Jamestown, no tenemos pruebas de que dejaran abandonado a sir Henry en Dorchester.

—Serías capaz de demostrarle a este jesuita que a san José le ponían los cuernos —dijo Burlingame, riéndose—. Estoy tan seguro con respecto a mi antepasado como lo está este cura de Jesucristo, aunque nos falta por saber la línea exacta de descendencia. ¡Cielos, daría un brazo por oír el final de esta historia!

Aquellos comentarios despertaron la curiosidad del padre Smith, que le rogó a Burlingame que le desvelara el misterio antes de partir.

—¡No creáis que nos vamos a ir tan pronto! —repuso Henry.

Sin embargo, como la atención con que los tres hombres habían seguido el relato había disipado la mala voluntad que reinaba entre ellos, Burlingame explicó que a pesar de llamarse Timothy Mitchell, en realidad era hijo adoptivo del capitán William Mitchell, y tenía razones para sospechar que sir Henry Burlingame era antepasado suyo. A continuación, le dispensó al sacerdote el favor de hacerle una relación completa de todas sus investigaciones y el fruto que habían rendido hasta aquel momento, mas, a pesar de la cordialidad reinante, Henry sólo accedió a liberar al padre Smith el tiempo preciso para que hiciera sus necesidades, y eso bajo una vigilancia estrecha, tras lo cual el desdichado sacerdote fue obligado a pasar la noche atado a su silla, mientras sus dos visitantes compartían la cama de su propiedad.

No obstante, cuando la vela no llevaba todavía media hora apagada, Ebenezer era el único de los ocupantes de la cabaña que seguía despierto. Aparte de que jamás dormía bien, aquella noche acaparaban su atención las presencias de su amigo y su anfitrión involuntario, en concreto porque el primero (es de presumir que dormido) lo tenía cogido de la mano, y el poeta no se atrevía a soltarse, y el segundo roncaba. Había una razón más general, y es que Ebenezer no era todavía capaz de asimilar y conjugar las distintas facetas del carácter de Burlingame, a las que había tenido recientemente acceso; por otra parte, la aparente connivencia del padre Smith con los franceses y los indios, aunque en sí misma no desacreditaba a lord Baltimore, arrojaba una luz nueva y complicada sobre la conducta de dicho caballero. Y tampoco cerraban aquellas inquietantes reflexiones la lista de las causas de su desvelo: la imagen de Joan Toast jamás quedaba lejos de su imaginación. A pesar del escepticismo de Burlingame, Ebenezer confiaba en la veracidad de las palabras de Susan Warren; conservaba intacta la esperanza de encontrar a su amada aguardándolo cuando llegara a Malden. Cuando, tras una odisea tan devastadora cual había sido la suya —¿quién sabía lo que habría pasado la pobre Joan?—, los dos se reunieran en la futura propiedad de Ebenezer, ¿qué sucedería? ¡Allí había lumbre para encender la fantasía de un poeta!

En resumidas cuentas, no podía conciliar el sueño, y tras una hora de pasarlo mal, reunió el valor necesario para levantarse de la cama. Con los rescoldos de la chimenea encendió una nueva vela y disponiendo de la tinta y de la pluma del jesuita dormido, abrió el libro mayor de cuentas para procurarse alivio por medio de la poesía.

Mas no halló la manera de articular los sobrios pensamientos que le ocupaban la cabeza; lo que compuso, simplemente porque en la página de al lado había tomado algunas notas sobre el tema, fue nada más sublime ni menos a propósito que una cuarentena de pareados relacionados con los indios salvajes de América. Aquello no le brindó solaz, pero al menos lo dejó agotado, y cuando ya no fue capaz de mantener los ojos abiertos apagó la vela, y dejándole la cama a Burlingame, apoyó la cabeza en el libro de cuentas y se quedó dormido.