Hizo falta menos de una hora de viaje a merced del viento para que Ebenezer y Henry Burlingame llegaran a su punto de destino; recorrieron cuatro millas en dirección este desde la ciudad de Oxford y luego giraron hacia el sur por espacio de aproximadamente una milla, siguiendo una senda que avanzaba entre bosques y campos de tabaco, hasta que llegaron a una pequeña casa de troncos a orillas del arroyo Island, que al igual que el Tred Avon, algo mayor que aquél, era afluente del caudaloso Choptank.
—Aquí vas a conocer a un personaje singular —dijo Burlingame cuando se acercaban—. Es también una especie de Coode, pero está del lado de los ángeles. Un hombre de valía.
—¿Thomas Smith? —preguntó Ebenezer—. Creo que Charles Calvert no me contó nada… —El poeta se interrumpió y torció el gesto—. Es decir, nunca he oído hablar de él.
—No —dijo Henry, riendo—. Puede que no lo mencionara. Es jesuita hasta la médula de los huesos, y es seguro que su verdadero nombre no es Thomas Smith. Mas, a pesar de todo ello, es un buen sujeto, aficionado a la cerveza y a los caballos. Todos los viernes por la noche se echa sus buenos tragos en compañía del ministro Lillingstone (el mismo que me ayudó a robar las cartas de Coode hace dos años en el puerto de Plymouth); fue después de una de esas jaranas cuando entraron a caballo en la sede de los tribunales de Talbot, diciendo que era el palacio de Lambeth. Hay quien dice que este Smith vino del Canadá para espiar a favor de los franceses…
—¡Por vida de…! ¿Y Baltimore le confía el diario?
Burlingame se encogió de hombros.
—Estas gentes tienen lealtades más importantes que Francia e Inglaterra, me atrevería a decir yo. Sea como fuere, las pequeñas actividades de espionaje que Smith puede llevar a cabo en los alrededores son de gran valor, y además hemos podido comprobar sobradamente que es hombre de temple: el año pasado el gobernador Copley lo acusó de instigar una sedición, junto con el coronel Sayer, y se libró de que lo prendieran por muy poco.
La expresión lealtades más importantes le pareció inquietante a Ebenezer, pero aún seguía demasiado preocupado por su propios problemas como para preguntarle a Burlingame si se refería a la causa de la justicia o, más bien, al catolicismo romano internacional. Ataron las cabalgaduras y Burlingame dio tres golpes secos, espaciados entre sí, en la puerta de la cabaña.
—¿Sí? ¿Quién anda ahí?
—Tim Mitchell, amigo —dijo Burlingame.
—¿Tim Mitchell? He oído antes ese nombre. —La puerta se abrió lo bastante como para que el hombre que estaba dentro asomara una linterna, pero había una cadena fijada al quicio—. ¿Qué buscáis de mí a estas horas de la noche?
—Traigo una yegua extraviada a casa de su amo —replicó Burlingame, guiñándole un ojo a Ebenezer.
—¿Ah, sí? Es demasiada molestia para tan poca recompensa, ¿no os parece?
—En el cielo me darán lo que merezco, padre; de momento me basta con saber que el hombre recuperará su yegua.
Ebenezer había supuesto que Burlingame, por razones de delicadeza, hablaba alegóricamente de la huida de Susan Warren, pero al final reconoció el santo y seña de los jacobitas.
—¡Ajá! —exclamó el hombre que estaba en el interior, soltando la cadena y abriendo la puerta—. ¡En verdad que la recuperaré si es que la Compañía de Jesús no ha perdido por completo la maña! ¡Pasad, señor, tened la merced, pasad! No hubiera sido tan precavido de no ser porque veníais acompañado.
Una vez en el interior de la cabaña, Ebenezer observó que el anfitrión no era en modo alguno tan temible como lo daban a entender su profunda voz de bajo y la historia de sus hazañas: no medía mucho más de cinco pies; era de constitución menuda, y su rostro colorado —más teutónico que galo— tenía, a pesar de que el hombre frisaba los cincuenta, ese aire juvenil que suele ser distintivo del celibato. En cuanto a la cabaña, estaba limpia, y a excepción de una botella de vino que había encima de la mesa y de una hilera de barriletes que había en la repisa de la chimenea, estaba tan austeramente amueblada como la celda de un monje. A pesar de sus jaranas, el sacerdote parecía ser hombre de letras: en las paredes había más libros de los que el Laureado había visto en una sola habitación desde que se fuera de Magdalene, y en derredor de la botella de vino había esparcidos más libros, numerosos papeles y adminículos de escritorio.
—Este joven es el señor Eben Cooke, de Londres —dijo Burlingame—. Es poeta y es amigo mío.
—¡Un poeta, nada menos! —Smith estrechó con energía la mano de Ebenezer. Tenía la costumbre (sin duda, en parte, debido a su escasa estatura, aunque ello también sugería un cierto afeminamiento) de ponerse de puntillas y abrir mucho sus ojos azules para hablar—. ¡Es un placer muy poco frecuente, señor! ¿Y escribe versos ad maiorem Dei gloriam, como sería su deber?
A Ebenezer no se le ocurrió ninguna agudeza con que responder convenientemente a aquella chanza, pero Burlingame dijo:
—Más bien ad maiorem Baltimorensi gloriam, padre: Charles Calvert lo ha nombrado Laureado de Maryland.
—¡Mejor que mejor!
—Y en cuanto a su lealtad, no temáis por ella.
El sacerdote soltó una nueva carcajada.
—No temo, señor Mitchell, no temo por eso, pues hasta el mismo Satanás tiene sus lealtades diabólicas. Por lo que temo es por el objeto de su lealtad, no por la existencia de ésta.
Burlingame le instó a que aplacara sus temores, pero cuando expresó el propósito de su visita, mostrándole la autorización del gobernador Nicholson para que recogiera los preciados papeles, el rostro del jesuita siguió mostrando una cierta reserva.
—Guardo oculto mi fragmento del diario, desde luego —dijo—, y sé que sois agente de nuestra causa. Mas, ¿qué pruebas tengo de la infidelidad de vuestro amigo?
—Paréceme que mi cargo debiera ser prueba suficiente —dijo Ebenezer.
—De vasallaje sí, mas no de lealtad. ¿Estaríais dispuesto a morir en aras de nuestra causa?
—Ya ha estado muy cerca de ello —dijo Burlingame, y le refirió brevemente a su anfitrión la aventura del Laureado con los piratas.
—Tiene un aire de santidad, eso lo reconozco —dijo el cura—. La cuestión es sólo saber por qué causa estaría dispuesto a ser mártir, digo yo.
Ebenezer se rio, incómodo.
—Entonces confieso que no estaría dispuesto a morir por lord Baltimore, por más que estoy a favor de su causa y por mucho que abomine de la de John Coode.
El sacerdote alzó las cejas. Burlingame dijo inmediatamente:
—He aquí una respuesta adecuada, señor: un mártir es de utilidad cuando está muerto, pero vivo suele ser un estorbo para su causa —Henry adoptó un tono de burla—: por esa razón no hay mártires jesuitas.
—Así es en verdad, aunque un par sí que tenemos. Pero nom de Dieu, ¡excusen vuestras mercedes mi descortesía! ¡Siéntense y beban un poco de vino! —Con la mano les indicó la mesa y se dispuso a despejarla de papeles—. Correspondencia de la Compañía —explicó, reparando en la curiosidad de Ebenezer, y les mostró unas páginas de un documento elegantemente redactado en latín—. Me interesa la historia eclesiástica, y en la actualidad estoy escribiendo una relación de la misión jesuita de Maryland, desde 1634 hasta el día de hoy. Es, en sí misma, una Ilíada que se prolonga por espacio de sesenta años, lo juro, y la fortaleza no ha sucumbido aún.
—Es sumamente interesante —musitó Ebenezer. Era consciente de que su torpe comentario anterior no había sido bien recibido y estaba buscando el modo de enmendarlo.
El sacerdote sacó dos vasos del aparador y sirvió una ronda del vino de la botella que había encima de la mesa.
—Jerez, de los viñedos polvorientos de Cádiz. —Acercó el vaso a la luz de la vela—. ¡Por Judas, fíjense vuestras mercedes, qué limpidez! Si el oporto es la sangre de Cristo, esto es el mismísimo licor del Spiritu Sancti. ¡A vuestra salud, señores!
Apurado el brindis, Burlingame dijo:
—Y ahora, padre, si estáis completamente convencido de nuestra lealtad…
—Sí, sí, lo estoy —dijo el cura, pero en cambio sirvió otra ronda y no hizo ademán de ir a buscar ningún documento oculto. En lugar de ello volvió a hurgar entre sus papeles como si estuviera preocupado por ellos, y dijo—: La verdad es que el primer mártir de América fue un sacerdote jesuita, el padre Joseph FitzMaurice; su historia desconocida es la que yo he reunido aquí.
Ebenezer fingió sentirse muy impresionado y dijo, a fin de agradar a su anfitrión:
—Se podría decir que la Compañía de Jesús va a la cabeza por lo que a santos y mártires se refiere, ¿no os parece? El santo y el ciudadano común pueden compartir los mismos principios morales, pero en tanto que el hombre normal, tras comprometerse, quebranta a cada paso su compromiso, el santo permanece fiel al mismo incluso más allá del umbral de la muerte. Lo que quiero decir es que el estado normal del hombre es la irracionalidad, mientras que los jesuitas famosos están más cerca de la santidad.
—¡Ojalá fuera sólido ese argumento! —dijo el cura, sonriendo con pesar—. Pero cualquier buen jesuita os puede demostrar que es un argumento equivocado. Vos confundís racional con razonable, por un lado, y lo que se predica con lo que se hace, por otro. La triste realidad es que nosotros somos la orden más razonable de todas, lo cual equivale a decir que solemos comprometer nuestros principios para poder alcanzar nuestros fines. Este santo varón, FitzMaurice, por ejemplo…
—… se encuentra entre los elegidos, de eso estoy seguro —interrumpió Burlingame—, pero antes de oír su historia, ¿no podríamos echarle un vistazo al…?
—No, no, no hay tanta prisa —protestó Ebenezer, interrumpiendo a su vez—. Tenemos toda la noche para recoger el diario, ahora que estamos aquí, y a mí me gustaría mucho oír esa historia. Tal vez valga la pena mencionarla en mi Marylandíada. —Ebenezer pasó por alto la mirada de contrariedad que le dirigió su amigo, cuya impaciencia le pareció que entraba en conflicto con el anfitrión—. ¿De qué manera murió ese buen hombre?
El sacerdote los miró a los dos con una sonrisa pensativa.
—La verdad es que el padre FitzMaurice fue quemado por hereje en un auto de fe con todas las de la ley.
—¿Qué me decís?
El padre Smith hizo un gesto de asentimiento.
—Me enteré de su historia en parte por los anales de la misión, que se conservan en el Vaticano, y en parte, merced a las pesquisas que llevé a cabo entre los indios de los alrededores; el resto procede de rumores y conjeturas. Es una historia conmovedora, a mi entender, que pone de manifiesto tanto las debilidades como la fuerza de la santidad, en conformidad con lo que ha dicho el señor Mitchell.
—¡Un jesuita juzgado por la Inquisición y quemado! Vamos quedo, padre, he de oírlo de principio a fin.
Ya estaba la noche bastante avanzada y el viento seguía silbando entre los aleros de la cabaña. Ebenezer aceptó una pipa de tabaco que le ofreció su anfitrión, la encendió con la llama de la vela y se arrellanó, dando grandes muestras de encontrarse cómodo; pero el efecto de su actitud diplomática quedó sin duda alguna anulado por Burlingame, que se bebió el Tino de un trago y se sirvió otro hasta los bordes, sin esperar a que lo invitaran, amén de no molestarse en ocultar que no aprobaba el curso que tomaban los acontecimientos.
El padre Smith también se encendió una pipa y pasó por alto la conducta inadecuada de su invitado.
—En los archivos que tiene la Compañía de Jesús en Roma —empezó a decir—, se pueden encontrar las cartas anuales de la misión de Maryland. Dos sacerdotes y un coadjutor vinieron hasta aquí a bordo de los buques Arca y Paloma, con los primeros colonos, y otro sacerdote, junto con otro coadjutor, los siguieron antes de transcurrido un año. En la primera carta anual que fue enviada a Roma… —El padre Smith buscó en el montón de papeles que tenía ante sí—. Sí, aquí está mi copia. Leemos: Dos sacerdotes nuestros fueron este año designados acompañantes de un cierto caballero que se fue a explorar tierras desconocidas. Con gran valor efectuaron una ingrata travesía marítima de unos ocho meses de duración, y ambos tuvieron grandes quebrantos de salud y accesos de enfermedad, y nos brindaron no poca esperanza de recolectar una grande cosecha, en regiones vastas y excelentes.
—¿Hablan de Maryland? —preguntó Ebenezer—. ¿Por que no mencionan el nombre de su protector? Resulta un tanto desagradecido, ¿no os parece? —Se estaba acordando de cuando Charles Calvert (o, mejor dicho, Burlingame disfrazado) le describió las dificultades que había tenido el gobernador Leonard Calvert con aquellos primeros jesuitas.
—Nada de eso —le aseguró el sacerdote—. Sabían muy bien que Cecil Calvert era un católico cumplidor a carta cabal, bien que de mentalidad excesivamente liberal, pero era preciso ser muy cauto en todo, puesto que las fuerzas del anticristo estaban entonces aún más en alza que ahora, y los jesuitas vivían en peligro constante. Tenían por costumbre viajar de incógnito, o empleando pseudónimos, y hacían referencia a sus benefactores por medio de epítetos en clave, como cierto caballero. Aquel cierto caballero era George Calvert, no el primer lord Baltimore, sino el hermano de Cecilius y Leonard. Del mismo modo, Baltimore decía que el nombre de Maryland guardaba relación con la reina Henrietta María, a pesar de que en realidad es una dedicatoria a la reina del cielo, como asimismo sucede con la ciudad de Saint Mary.
—¡No! ¿Es posible? —Ebenezer se sentía no poco preocupado por aquella alianza entre los Baltimore y los jesuitas, la cual le traía el recuerdo de los oscuros planes a los que Bertrand daba crédito—. Tengo entendido que fue el rey Charles quien le impuso el nombre de Maryland, después de que Baltimore hubiera propuesto aquel otro… —Se volvió hacia Burlingame, que miraba fijamente, con aire pensativo, al fuego—. ¿Qué nombre era, Henry? No me viene a la cabeza.
—Crescentia —replicó Burlingame, y agregó—: Aún sigue siendo tema de arduo debate entre los eruditos si el nombre guarda relación con la luna creciente de Mahoma o con el sacro creciente carnal de Príapo.
—¡Ah, Henry! —Ebenezer se ruborizó por causa de la grosería de su amigo.
—No importa —dijo el cura con indulgencia—. Sea como fuere fue un rasgo de cortesía por parte de Calvert el decir que había dado prioridad a la sugerencia del rey por encima de la suya propia.
—Entonces os ruego que sigamos con la historia, señor, que no volveré a interrumpiros.
El padre Smith volvió a depositar la carta en el montón.
—Los dos sacerdotes que hicieron el primer viaje llamábanse padre John Gravener y padre Andrew White —dijo—. El nombre del padre White es auténtico; él fue quien escribió esta excelente relación intitulada Breve relación del viaje a Maryland. El otro nombre era un pseudónimo del padre John Altham. Uno de los dos acompañó a George Calvert en el viaje del que acabáis de oír hablar en la carta, que tenía por objeto hacer una expedición a tierras de Virginia. Me parece que fue el padre White, pues era la persona más valerosa que jamás haya vestido sotana. Pero el otro, cuyo nombre no aparece en las cartas, era en efecto el santo de quien hablé: un tal padre FitzMaurice, que se daba a sí mismo los nombres de Charles FitzJames y Thomas FitzSimmons. Lo cierto es que jamás regresó de aquel viaje.
—Pero en la carta que habéis leído se decía…
—Lo sé…, para oprobio del autor. Fue sin duda con ánimo de impresionar a sus superiores de Roma por el éxito de la misión. El padre FitzMaurice fue el último de los tres sacerdotes que vinieron a estas tierras en 1634. Era un alma que, allá en Londres y en aquellos tiempos turbulentos, se entregaba con un celo excesivo a la obra de Dios, cuando mejor era llevar a cabo discretamente tal labor, de modo que, a instancias de sus superiores, se embarcó con destino a Maryland. Mas, ¡ay!, cuando llegó a Saint Mary el padre FitzMaurice se encontró con que la labor de sus hermanos iba casi exclusivamente dirigida a los plantadores, los cuales caían casi a diario en la apostasía. Además se sintió desilusionado por los piscataways del lugar, que lejos de ser paganos, eran mucho más devotos de la única fe verdadera que sus hermanos ingleses. El padre White había convertido temprano al tayac de la tribu, conforme a nuestra estrategia habitual, y al poco tiempo toda la población salvaje se había puesto a confeccionar rosarios de roanoke. No es muy de extrañar que cuando George Calvert propuso su viaje de exploración, el padre FitzMaurice se ofreciera inmediatamente a acompañarlo. La intención declarada por Calvert era conocer la frontera oriental del condado palatino propiedad de su hermano, mas su verdadero fin era discutir en secreto la cuestión de la isla de Kent con el capitán William Claiborne.
—Recuerdo ese nombre —dijo Ebenezer—. ¡Era el padre espiritual de John Coode!
—Tan cierto como Satanás lo es de Martín Lutero —convino el sacerdote—. El padre FitzMaurice se dio cuenta de lo escasas que eran las provisiones de George Calvert, así que pertrechó grandes reservas para sí; al margen del tiempo que durara la expedición, tenía el plan de vivir algunos meses entre los paganos más salvajes que encontrara, para entregarle nuevas almas al supremo señor propietario de todas las cosas.
—Eso está muy bien —dijo Ebenezer, dando su aprobación—. Y muy bien dicho.
El cura sonrió en señal de reconocimiento.
—Aprestó un cofre de marinero y lo colmó de pan, queso, maíz desecado sin madurar, habichuelas y harina; en un segundo cofre guardó tres botellas de vino de consagrar y quince botellas de agua bendita para los bautismos; en un tercero llevó el cáliz, el copón y una losa de mármol para usarla como altar, y había un cuarto cofre, repleto de rosarios, crucifijos, medallas y diversas fruslerías y baratijas de oropel con las que apaciguar y persuadir a los paganos. Todo lo cargaron a bordo de una pinaza que tenía por nombre Paloma y el día cuatro de setiembre largaron velas rumbo al sur. Sin embargo, a media tarde, la pinaza efectuó un viraje y se dispuso a remontar la bahía de Chesapeake. Cuando el padre FitzMaurice preguntó la razón de aquello, le dijeron que meramente habían virado a barlovento, y como él no sabía nada de prácticas de barcos, no pudo decir más.
»Al ponerse el sol anclaron al abrigo de una isla de grandes dimensiones, a la que el guía piscataway llamó Monoponson, y George Calvert, isla de Kent. El padre FitzMaurice bajó a tierra en el primer bote y padeció una nueva contrariedad, porque ya estaba colonizada y había plantaciones de una orilla a la otra, amén de estar densamente poblada por hombres blancos, que eran gentes heréticas y bastante poco hospitalarias, pero en modo alguno paganas. Imaginaos cuál no sería su disgusto cuando Calvert le comunicó a sus gentes que aquél era su verdadero punto de destino, y que su auténtica misión consistía en negociar las diferencias entre lord Baltimore y el capitán Claiborne.
»No obstante, cuando el padre FitzMaurice le manifestó su enojo al padre White, aquel buen hombre le recomendó que aceptase la situación. «Es nuestro deber hacer de la necesidad una virtud», fue lo que le aconsejó. «Si Claiborne comercia con salvajes, es lógicamente antecedente que hay indios en esta isla. ¿Quién puede entonces negar que nuestros pasos han sido guiados hasta aquí para mejora de estos mismos salvajes y para avance de la única fe verdadera? ¿No sería en efecto una impiedad, un rechazo de las instrucciones de Dios, no quedarse aquí y recoger nuestra cosecha entre los paganos?».
—He ahí un buen ejemplo de casuística —comentó Burlingame.
—Estaba bastante bien razonado —convino el cura—, pero el padre FitzMaurice no quiso saber nada de aquello, ni quería descansar hasta encontrarse entre auténticos indios salvajes. Los paganos que quedaban en la isla, dijo, ya estaban a medio convertir por los virginianos, aunque probablemente a alguna fe herética: la verdadera valía del misionero sólo se podía aquilatar entre los paganos puros e incontaminados que jamás le hubieran puesto la vista encima a ningún hombre blanco.
»El padre White continuó hablando, mas fue en vano, tan encolerizado estaba el padre FitzMaurice; por fin se retiraron en compañía de algunas de las gentes del barco, mientras los demás se quedaron en tierra, divirtiéndose. Al día siguiente no se halló rastro del padre FitzMaurice, ni tampoco de sus cuatro cofrecillos ni del bote que había amarrado a la Paloma. Tan sólo dejó un mensaje, junto al breviario del padre White: Si pereo, pereo, A. M. D. G. Jamás se le volvió a ver, y con el tiempo la Compañía lo dio por muerto y borró su nombre de los archivos. Nadie supo nunca adonde se fue remando ni cuál fue su suerte hasta que yo inicié mis indagaciones, hará unos quince años: entonces tuve la fortuna de conversar con un tal Tacomón, un viejo salvaje que había sido el rey de un poblado situado en el Puntal de Castlehaven, al otro lado del Choptank, justo enfrente de donde ahora estamos, y a él le oí referir un relato cuyo protagonista no podía ser sino el padre FitzMaurice…
»Tal como lo entiendo yo, el padre FitzMaurice se fue remando de la isla de Kent, dejó atrás la isla de Tilghman, puso rumbo al este, introduciéndose por la boca del Choptank, por casualidad o intencionadamente, y se encaminaba hacia la orilla cuando divisó el poblado salvaje. Mientras él remaba cara a popa, los indios tuvieron tiempo suficiente para avistarlo, y supieron que se trataba de un hombre blanco, así que el rey Tacomón, en compañía de varios de sus indios wisos, bajó a la playa a recibirlo.
»Cuando el desconocido puso pie a tierra, los salvajes repararon en que lucía una extraña túnica de color negro y que en el bote había pintada la imagen de un ave. Fueron aquéllos los dos detalles a los que me aferré cuando oía el relato, pues el bote de la Paloma ostentaba aquel emblema en la popa, y el padre FitzMaurice jamás se quitaba la sotana excepto para dormir. Además, aquel hombre llevaba cuatro cofres de madera a bordo, y cuando llegó a la orilla se hincó de rodillas en actitud de oración, sin duda para darle las gracias a María Stella Maris por haber desembarcado a salvo. Los salvajes dieron muestras de un gran interés por todo aquello, y más aún cuando el padre FitzMaurice les hizo entrega de las bagatelas que llevaba en su cofre. Inmediatamente, Tacomón envió a un hombre al poblado, el cual volvió enseguida con un buen cargamento de pieles, acompañado del resto de los salvajes.
»El padre FitzMaurice se quedó encandilado, de eso estoy seguro, al ver la cantidad de paganos que, conforme cabía razonablemente suponer, jamás habían visto a un cristiano. Imagináoslo repartiendo por doquier fruslerías con la mano izquierda y con la derecha impartiendo bendiciones a quienes las recibían. Y, entretanto, así lo recordaba Tacomón, departiendo en una lengua que ninguno de aquellos hombres comprendía. Cargaban pieles en el bote, hasta que por fin el misionero cayó en la cuenta de que lo tomaban por mercader, a la vista de lo cual entregó a cada salvaje un crucifijo y, sin duda, trató de explicarles, por medio de signos, la Pasión de Nuestro Salvador.
»Al cabo de un rato, Tacomón, tras examinar atentamente el crucifijo, impartió órdenes a uno de sus wisos, al tiempo que señalaba con el dedo la cruz. El hombre salió una vez más corriendo hacia el poblado y regresó con una pequeña caja de madera, y cuando los salvajes la vieron, cayeron todos postrados en la playa. ¿Se imaginaría el padre FitzMaurice que la caja contenía alguna reliquia sagrada de la tribu? Ya lo veo ensayando para sus adentros la hermosa ceremonia de arrojar al ídolo por tierra, como hizo Moisés al descender del monte Sinaí, y calculando cuánta agua bendita haría falta para bautizarlos a todos.
»Mas, ¡ay de él!, sus penalidades aún no habían acabado; lo cierto era que su poblado virgen lo había desflorado unos años antes un comerciante que pasó por allí, y lo que es peor, ¡era un hereje redomado, virginiano, para más señas! Tacomón no extrajo de la caja ningún becerro de oro, sino una Biblia de cuero, que por la parte anterior tenía un grabado de madera que representaba la crucifixión. Por la parte interior (pues yo mismo vi el libro) había una dedicatoria que rezaba: A Su Alteza el Poderoso Príncipe Jacobo… para que la Iglesia de Inglaterra coseche sus buenos frutos. El rey sostuvo el libro en alto para que lo vieran todos, ante lo cual los indios congregados cantaron de consuno y maquinalmente el Te Deum anglicano:
Te alabamos, oh, Dios, sabemos
que eres el Señor,
La Tierra toda te rinde adoración,
padre eterno…
»El pobre padre a punto debió estar de desmayarse; sea como fuere les arrebató dos o tres crucifijos a Tacomón y a sus caweawaassoughs, se subió al bote de un salto y no paró de persignarse hasta quedar fuera del alcance de sus flechas. En cuanto a los indios, cuando vieron que él agitaba el puño en dirección a ellos, lo interpretaron como un gesto de despedida, al cual respondieron entonando una vez más su himno.
—¡Pobre infeliz! —dijo Ebenezer riéndose, e incluso Burlingame no pudo menos de sonreír y comentar lo dura que era la vida del santo.
—Cuando supe todo aquello de sus infortunios —dijo el sacerdote— no pude descansar hasta averiguar cuál fue su fin. Hice pesquisas por todos los confines de la provincia, pero especialmente en la parte sur del condado de Dorchester, pues supuse que al fallar su primer intento, seguiría remando en dirección sur en busca de paganos. Durante mucho tiempo mis esfuerzos no dieron fruto. Más adelante, no hace muchos años, trajeron a un indio para que fuera juzgado en el Tribunal de Cambridge, acusado de haber asesinado a toda una familia de blancos y, como casualmente yo tenía que hacer determinadas gestiones en aquella comarca, asumí el deber de confesar a aquel hombre de sus pecados. Se negó a recibir mis servicios y enseguida lo ahorcaron, pero durante nuestro inútil coloquio averigüé, de manera fortuita, el destino del padre FitzMaurice.
»El salvaje se llamaba Charley Mattassin. Pertenecía a una facción belicosa de los nanticokes, la cual hacía mucho tiempo que había emigrado a las tierras pantanosas de Dorchester. Se dice que aún viven allí, manteniendo un aislamiento feroz. El tal Charley era en realidad el hijo del tayac, y a pesar de que se había fugado con una ramera inglesa, la cual más tarde habría de contarse entre las almas a las que el salvaje dio muerte, profesaba un odio insuperable a los ingleses, sentimiento que, según él confesaba, había heredado de su padre, el tayac. A mí me mostró un desprecio singular cuando me acerqué a él portando agua bendita y un crucifijo, al objeto de administrarle el bautismo y la confesión: me escupió en la sotana y afirmó que en cierta ocasión su pueblo había quemado a un hombre como yo, tras ponerlo en una cruz. Yo entonces le pregunté si se refería a un inglés, pues jamás había oído hablar de aquel hecho. El replicó, en esencia, que no sólo era inglés, sino también, sacerdote y que llevaba un hábito negro, un crucifijo y un breviario, igual que yo, y que a pesar de su agua mágica no había sido capaz de enfriar el fuego que lo quemó. Y, lo que era aún más curioso, aquel sacerdote era el mismo abuelo de Charley, según dijo éste, y lo había mandado quemar el padre de Charley.
—¡Vive el cielo, esto es increíble! —exclamó Ebenezer.
El cura convino en ello.
—Cuando oí aquello me olvidé de mi santo cometido y le imploré que me contara más cosas. Responderé ante Dios por el alma de aquel indio, pero a fe mía que una buena historia bien vale una conciencia culpable, ¿no os parece? Además no puedo menos de pensar que Dios me había enviado allí para que la oyera, pues cuando la misma concluyó yo conocía con todo detalle las trágicas peripecias del padre FitzMaurice…
»Cuando aquel santo se fue de Castlehaven, quién sabe durante cuánto tiempo se dejaría ir a la deriva hacia el sur, ni cuántas veces acudiría en vano a la orilla. ¿Qué otra fuerza sino la del milagro hizo que se mantuviera a flote su embarcación durante horas y días enteros en las aguas procelosas de Chesapeake, hasta que acabó varado en las tierras de los crueles y salvajes nanticokes? Según me refirió Charley, que se sabía el cuento de memoria, pues a él se lo había contado su padre, el tayac, haría unos sesenta otoños que un terrible huracán arrasó los pantanos, arrastrando hasta el poblado indio una extraña embarcación. Dentro de la embarcación, como muerto, había un inglés vestido de negro, tal vez el primero al que le echaban la vista encima, y varios cofres con remaches de latón.
—¡Entonces no podía ser más que el padre FitzMaurice!
—Eso me dijo el corazón cuando lo oí —repuso el sacerdote—; sin embargo era una coincidencia tan prodigiosa que me costaba trabajo creerlo. No obstante, las siguientes palabras de mi informador despejaron toda duda: entre las gentes de su tribu existía una vieja creencia conforme a la cual los hombres de piel blanca son tan traicioneros como las víboras de agua, y habría que aniquilarlos nada más verlos. Mas tan insólito era el aspecto del recién llegado y tan extraña la manera en que llegó hasta los salvajes, que algunos de ellos recelaron de que no fuera un espíritu malignó que tenía la intención de causarles daño; y sus temores se acrecentaron cuando vieron que la sotana era negra como la nube de la tormenta y que en el travesaño del bote estaba representada la imagen de un ave.
»Pronto superaron el miedo, pues el hombre parecía hallarse indefenso, y mientras se encontraba aún semiinconsciente lo llevaron a una cabaña y le ataron los tobillos con tiras de cuero sin curtir. Entonces abrieron por la fuerza sus cofres y se engalanaron con crucifijos y abalorios. Cuando despertó el prisionero se hincó de rodillas y permaneció así durante un rato, con la cabeza agachada, para luego dirigirse a ellos en una lengua que les era completamente desconocida. Mientras los ancianos del poblado celebraban consejo para decidir qué hacer con él, los más jóvenes le dieron de comer y se quedaron a su alrededor, observando los gestos que hacía, que a ellos les parecieron sobremanera graciosos. El padre FitzMaurice vio los crucifijos que habían cogido del cofre y se pasó varias horas seguidas gesticulando, repitiendo siempre el mismo ritual, el cual, pese a que ni un solo salvaje lo entendía, fue tan del gusto de ellos que se pusieron a su vez a practicar aquellos gestos, los cuales luego transmitieron a las generaciones sucesivas. Incluso Charley Mattassin los recordaba, pues a él se los había enseñado su padre, y por lo que yo sé su tribu aún los sigue ejecutando allá en las tierras pantanosas de Dorset. El primero, conforme me lo enseñó, era éste…, a ver qué opinión os merece.
Apartándose de la mesa, el padre Smith se señaló a sí mismo y, a continuación, con movimientos muy seguidos, le dio un tirón a su sotana, alzó el crucifijo, se persignó, cayó de rodillas simulando orar, se levantó de un salto, extendió los brazos y alzó la vista imitando a Cristo crucificado.
—Me parece que su intención era mostrar su condición de sacerdote —dijo Burlingame.
—¡Sí! —convino, agitado, el Laureado—. ¡Cielos, parece una voz que sale de la tumba!
—Sin embargo, no es la mitad de inteligente que este otro —dijo el cura.
—¿Y eso? ¿Los salvajes recordaban aún más?
El padre Smith asintió con orgullo.
—El primero servía como mera identificación, pero éste es nada menos que la doctrina cristiana hecha signos. Primero se hacía así… —El padre alzó tres dedos, lo cual Ebenezer interpretó, acertadamente, que simbolizaba la Santísima Trinidad—. Luego así… —Tras señalar el primero de los tres dedos el cura se puso de puntillas y apuntó al cielo con la mano derecha cogiéndose con la izquierda la zona de los genitales.
—¡Rayos! —rio Burlingame—. ¡Me temo que se trata del Padre Celestial!
—¡Exacto! —dijo el cura, sonriendo beatíficamente.
A continuación, alzó a la par los dedos índice y corazón, y sucesivamente meció entre los brazos a un niño invisible y desplegó el crucifijo, representando inequívocamente al Hijo. Alzando luego el dedo anular junto con otros dos permaneció durante un momento postrado en tierra con los ojos cerrados, y entonces, clavando la mirada en el techo, se puso lentamente en pie mientras aleteaba con los brazos a fin de sugerir la Ascensión y representar al Espíritu Santo.
—¡Maravilloso! —aplaudió el poeta.
—¿Quedaba fuera de sus poderes representar la Inmaculada Concepción? —inquirió Burlingame.
El padre Smith no se inmutó un ápice.
—La fe mueve montañas —afirmó—. ¿Cómo podemos dudar de su destreza respecto de ningún artículo de la doctrina cuando un misterio tan sutil como el de la Trinidad se resuelve con tanta lucidez como se verá ahora? —Adelantando los mismos tres dedos de antes, el padre Smith los separó y juntó alternativamente.
—¡Bravo![28]
—Por supuesto —dijo— que fue un desperdicio de inteligencia absoluto, pues ninguno de los salvajes que allí estaba sabía lo que quería decir. Yo creo que seguramente se revolcarían de risa, y cuando el pobre sacerdote se cansara, le azuzarían con un palo para que siguiera adelante con la pantomima.
—Pero vuestro informador no pudo haberos contado esos detalles —dijo Burlingame con escepticismo—. Todas esas cosas sucedieron antes de su nacimiento.
—No pudo ni tuvo necesidad de hacerlo —repuso Smith—. Los salvajes son todos muy parecidos unos a otros, bien sean indios, turcos o ingleses irredentos, y yo conozco las costumbres de los salvajes. Por esta razón de ahora en adelante hablaré adoptando el punto de vista del mártir, por decirlo así, agregando a las cosas que me contó Charley Mattassin mis propias conjeturas. Así la historia mejorará sin violentar los escasos hechos de los que los disponemos.
El padre Smith volvió a la mesa y sirvió una cuarta ronda de jerez.
—Digamos que los jóvenes se pasaron varias horas mofándose de él, imitando sus gestos y atormentándolo con palos, tras lo cual les entra una gran curiosidad por el color de su piel: uno le coge al sacerdote la mano con la suya propia, haciendo comentarios con sus compañeros en torno a la diferencia de color; otro se da palmadas en el estómago y señala la sotana del padre FitzMaurice, preguntándose si el desconocido tendrá el mismo color de la cabeza a los pies. Los demás se ríen de aquella ocurrencia, con gran indignación del curioso; éste alza el taparrabos de piel de ratón almizclero y formula una segunda conjetura, que sus hermanos hallan tan fantástica que se les iluminan los ojos con una expresión de regocijo. Dan en apostar —cuatro, cinco cordones de wompompeag— y por fin despojan al padre FitzMaurice de sus raídas ropas, para comprobarlo. ¡Ecce Homo! Helo allí, totalmente desamparado y tembloroso; tiene el vientre tan blanco como el de una escorpina, y aunque sus partes hasta entonces han estado tan ociosas como un libro de oraciones en el Vaticano, allá se ven sus poderes, sin que falte nada. El autor del desafío se fue con sus ganancias y el joven tayac, que no tiene más de treinta años, ordenó que se ponga fin a la diversión.
—¡Eh, alto ahí un momento, por favor! —protestó Burlingame—. ¡Nunca vi tanta inventiva!
—Más que tanta, santa —respondió, imperturbable, Smith, abriendo mucho los ojos al decir la gracia.
—Yo lo prefiero de esta manera —le dijo Ebenezer a su amigo con impaciencia—. Déjale que llene de carne el esqueleto de los hechos, para así urdir una historia.
Burlingame se encogió de hombros y volvió a quedarse mirando al fuego.
—Entonces las mujeres traen la cena —prosiguió el sacerdote—. Al padre FitzMaurice, que está desnudo y acurrucado encima de una esterilla, en un rincón, se le hace interminable, mas al fin la cena acaba. Las mujeres quédanse, circula el tabaco y a continuación viene una juerga general. El sacerdote observa aquello, avergonzado, mas con curiosidad, pues a pesar de su condición de jesuita, es también hombre, y además tiene la intención de escribir un tratado sobre las prácticas de los salvajes, si sale con vida. De momento, estos ignoran su presencia, y mientras aquellas gentes erradas se siguen divirtiendo, él se devana los sesos tratando de dar con la manera de hablar con ellos, a fin de dar principio al proceso de conversión.
»Llega un momento en que el joven tayac le dirige determinadas palabras a todo el grupo, y varios salvajes se vuelven a mirar al sacerdote. Dos ancianos de pelo cano, embadurnados de pintura, salen de la cabaña y regresan con una pértiga tallada, de unos diez pies de longitud; en la base tiene una piel de mofeta y en la punta hay un ratón almizclero atado. Todos los presentes se arrodillan ante la pértiga y sus portadores se la acercan al padre FitzMaurice. El tayac señala con el dedo al ratón almizclero y habla en jerigonza, pero el tono imperioso no precisa traducción: es una requisitoria para que el padre haga algo similar.
»El padre FitzMaurice juzga el momento adecuado. Olvidado de su desnudez se pone en pie y agita la cabeza para indicar su rechazo. Entonces, una vez más, eleva el crucifijo, hace un enérgico gesto afirmativo con la cabeza y efectúa un movimiento como si fuera a derribar el ídolo. Esta vez el tayac se encoleriza, repite la misma orden en un tono más alto, mientras el resto de la gente aguarda sin moverse. Pero el padre FitzMaurice se mantiene firme: alza el dedo índice para dar a entender que la imagen del crucifijo es el único Dios verdadero, y llega al extremo de escupir a la pértiga sagrada. Al instante el tayac lo derriba de un golpe; los portadores del ídolo colocan la base de la pértiga sobre la nuca del sacerdote y le hunden el rostro en tierra, mientras el tayac entona un cántico solemne al que los demás responden dando voces.
—¡Pobre infeliz! —suspiró Ebenezer—. Mucho me temo que su martirio ya está cerca.
—Aún no —dijo el sacerdote—. Entonces, rápidamente, la cabaña queda despejada y al padre FitzMaurice lo dejan en el suelo, tembloroso. Al cabo de un rato una docena de doncellas salvajes entra en la cabaña; todas van adornadas con abalorios y pintadas con sanguinaria; extienden sus esterillas por el suelo y a juzgar por las apariencias parece que se disponen a dormir…
—No es ningún misterio lo que va a venir a continuación —comentó Burlingame—, si estos nanticokes son como los demás indios.
Pero Ebenezer, que no sabía nada de aquellos asuntos, le imploró al padre Smith que siguiera adelante con la historia.
—El padre FitzMaurice se siente infinitamente intimidado por la presencia de las doncellas —dijo el cura—, sobre todo porque las mismas mantienen, entre risas ahogadas y susurros, un coloquio cuyo objeto parece ser él. El padre toma nota mentalmente, para decirlo en un tratado, de que todas aquellas doncellas salvajes comparten una misma cámara, y se alegra mucho cuando por fin se extingue el fuego y la oscuridad viste su vergüenza.
»Mas su soledad no le ha de durar mucho: no lleva más de tres Ave Marías cuando una moza india, perfumada con grasa de oso y no más vestida que Eva se abalanza sobre él y le muerde en el cuello.
—¡Dios mío! —exclamó Ebenezer.
—El buen hombre forcejea, pero la doncella tiene fuerza y además él tiene un pie atado. Ella echa mano del cirio de la misa carnal y, mirabile, ¡cuanto más lo toca más crece aquél! El padre FitzMaurice empieza a decir paternosters a toda prisa, ahora más preocupado por preservar su propia gracia que por la de instituir la de sus tutelados. Pero en éstas andaba cuando, ¡zas!, la muchacha le corona el cirio con el apagavelas que los curas tienen el deber de rechazar, el cual, lejos de extinguir el fuego, lo aviva, dándole mayor luz y calor. En resumidas cuentas, en lugar de cumplirse su esperanza de ganar un converso, se ve a sí mismo convertido en menos tiempo del que hace falta para escribir un silogismo… ¡Y por añadidura queda bautizado, catequizado, recibido y ordenado!
Burlingame sonrió al ver lo absorto que estaba el Laureado en la historia.
—¿Te afecta eso de cerca, Eben?
—¡Bárbaros! —dijo el poeta, sintiendo lo que decía—. ¡Romper así sus votos sin tener culpa! ¡Cuánto debió de padecer su noble alma!
—No, señor —dijo el padre Smith—, os olvidáis de que tenía madera de santo y además era jesuita.
Ebenezer protestó, diciendo que no lo entendía.
—El examina los pros y los contras de su situación —explicó el cura—, y aduce cuatro argumentos sólidos para aliviar su conciencia atormentada. Para empezar, es costumbre de los misioneros prudentes hacer la vista gorda, al principio, ante cualesquiera costumbres curiosas que practiquen las gentes a las cuales van a convertir. En segundo lugar, el padre FitzMaurice está fomentando entre los paganos y él el clima de entendimiento necesario antes de que dé comienzo la conversión. Y tercero, es a fin de alcanzar este bien por lo que peca, y después de pensarlo ve que hay santos antecedentes, por ejemplo: ¿acaso el ilustre Agustín no había saboreado los múltiples refinamientos de la carne para así mejor conocer y apreciar la virtud? Y, por último, por si los argumentos anteriores tuvieran un aire de casuística, nuestro padre se encuentra atado y por lo tanto no puede elegir ser culpable. En resumidas cuentas, lejos de lamentarse por su desgracia, da en ver tras ella la mano de la providencia y se suma voluntariamente a la labor. El padre FitzMaurice se hace la reflexión de que si la cosecha está en consonancia con el afán que pone en arar, sería muy posible que en Roma lo eleven al obispado.
»Cuando poco después la doncella ha sido arada y allanada, el padre FitzMaurice ve que otra ocupa su lugar, y él no pierde la ocasión de aderezarla para la conversión, al igual que hiciera con la primera. Antes del amanecer, con la ayuda de Dios, ha convencido a todas las mujeres de la cabaña de la clara superioridad de la fe, y siendo así que en total son unas diez, cuando la última ha sido catequizada, él, exhausto, se queda dormido.
»No mucho después se despierta de buen humor: tanto ha adelantado en la conversión de las mujeres que tiene la certeza de que hará progresos con los hombres. Y no parecen infundadas sus esperanzas, pues al poco hacen aparición el tayac y sus cawcawaassoughs, ordenándoles a las mujeres que salgan de la cabaña, tras lo cual cortan la cuerda que tenía al sacerdote por un pie. «¡Benditos seáis, amigos míos!», exclama. «¡Habéis visto cuál es el único camino verdadero!». Y les perdona la crueldad con que lo han tratado. Ellos lo levantan y lo sacan de la cabaña, y él se siente abrumado de alegría por lo que ve: el huracán se ha ido, y atravesando la nube última que aquél ha dejado tras de sí, el sol cae sobre una gran cruz de madera que han erigido en el centro del poblado, y los cuatro cofres del sacerdote, tan preciosos, se hallan al pie de la misma. El tayac señala primero el crucifijo del padre FitzMaurice y luego, la cruz de grandes dimensiones.
»«Eso es obra de Dios», dice el misionero. «El os ha mostrado el error en el que estabais y vosotros, a vuestra manera simple, le rendís homenaje». Conmovido y agradecido, se arrodilla y eleva a Dios una plegaria, dándole las gracias, tanto por hacer que se cumpliera su divina voluntad con los paganos, como por haberle concedido a su indigno sacerdote los medios necesarios para que su divina voluntad se cumpliera con aquellas mujeres solteras. Entonces, ¡ay!, sus oraciones se ven interrumpidas por dos hombres fornidos que lo cogen por los brazos y lo conducen a la cruz. El padre FitzMaurice sonríe con indulgencia al ver su rudeza, pero ellos, en un santiamén, lo atan firmemente a la cruz por los tobillos, los brazos y el cuello, y luego amontonan astillas encima de los cofres que hay a sus pies. En vano grita el padre, pidiendo misericordia a la multitud que se va congregando. Cuando se dirige a sus novicias de la noche anterior, éstas se limitan a chasquear la lengua y observar la escena con interés: la ley de su país dice que cuando un hombre es condenado a muerte puede gozar de las mujeres solteras la víspera de la ejecución, y ellas se han limitado a cumplir con su obligación.
»Entonces llega el más noble momento de aquel alma grande. El tayac se dirige a él por última vez; en una mano lleva el ratón almizclero sagrado, en la otra una antorcha llameante, y le exige pleitesía por última vez. No obstante advertir que está perdido, el padre FitzMaurice hace acopio de sus últimas reservas de valor y una vez más le escupe al ídolo.
—Es portentoso que le quedara algo que escupir —comentó Burlingame.
—¡Al instante se eleva un grito y el tayac arroja la antorcha sobre las astillas! Los salvajes danzan y agitan ante él la pértiga sagrada (pues el hecho es que lo condenan por hereje) y las llamas ascienden, chamuscando la pintura rojiza que cubre a aquel buen hombre. El sabe que nuestras aflicciones son bendiciones de Dios disfrazadas, de modo que se hace el razonamiento de que al fin y al cabo no era su destino ser misionero, sino mártir. Eleva la vista al cielo y con su último aliento torturado dice: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen…».
Aunque carecía de inclinaciones religiosas, Ebenezer estaba tan impresionado por el relato que murmuró:
—Amén.
—Tal vez le hubiera resultado más fácil, ya que no menos caluroso, morir, de haber sabido el padre FitzMaurice que mientras él se estaba asando, tres criaturas se gestaban en los vientres de sus novicias. De las tres, una murió en el parto, otra fue abandonada en los pantanos, y la tercera, una vez núbil, fue la madre de mi informador, siendo el padre el mismísimo tayac. En cuanto a la misión jesuita, cuando por fin regresó George Calvert a la ciudad de Saint Mary, después de que sus negociaciones con Claiborne hubieran resultado inútiles, los demás sacerdotes tomaron la resolución de no informar a Roma de la defección de su colega en tanto no supieran más sobre su paradero. Con tal fin comunicaron, en la carta anual que leí antes, que los dos sacerdotes habían regresado con la expedición. Transcurrido un tiempo se oyeron rumores tan variados sobre el padre FitzMaurice que se decidió posponer indefinidamente el informe sobre su desaparición. Vinieron nuevos sacerdotes a la provincia; la obra de Dios avanzó con menos celo, si bien, con más estabilidad, y con el tiempo se olvidó el nombre de FitzMaurice.
El padre Smith hubiera dicho más, pero Burlingame le interrumpió para preguntar:
—¿Y cuál es vuestra opinión sobre él, padre? ¿Era un santo o un loco?
El sacerdote miró con sus ojos azules a quien le interrogaba.
—No es ésa una verdadera disyuntiva, señor Mitchell: el padre FitzMaurice era un loco de Dios, como lo han sido muchos santos antes que él, y lo más que se puede decir es que su manera de actuar no es la propia de la Compañía. Los misioneros muertos no obran conversiones, como tampoco los mártires vivos.
—Es verdad lo que se dice —afirmó Ebenezer— de que hay más de un camino para llegar al bosque.
—Entonces permitidme que os haga otra pregunta —insistió Burlingame—. ¿Qué manera de actuar es la que más congenia con vuestro carácter?
El padre Smith consideró la pregunta unos momentos antes de responder. Vació la pipa dándole unos golpecitos y revolvió entre los papeles de la mesa.
—¿Por qué lo preguntáis? —inquirió, por fin, aunque su tono daba a entender que ya conocía la razón—. No parece probable que nadie sea capaz de medir su capacidad para el martirio antes de enfrentarse a la posibilidad de elegir.
Al oír aquello Burlingame sonrió, pero su intención era inconfundible. Ebenezer se ruborizó, horrorizado.
—La verdad es que —prosiguió el cura—, casi no me atrevo a poner el diario en vuestras manos. La manera de actuar de Coode es infinitamente tortuosa, y vuestra autorización viene firmada por Nicholson, no por lord Baltimore.
—¡Ah, conque era eso! —Burlingame se rio sin ganas—. ¿No confiáis en Nicholson, que le debe el cargo a Baltimore?
—Es lo que le dije antes al señor Cooke —explicó el padre Smith—. Todo el mundo es leal, pero el objeto de su vasallaje, en el mejor de los casos, es algo aproximado. Así, el padre FitzMaurice demostró ser leal y entusiasta, y quería poner tales cualidades al servicio de la provincia, y otro tanto sucedía con los padres White y Altham, pero una vez aquí, aquel mismo entusiasmo fue causa de su defección; hasta entonces nadie supo que la meta que buscaba era otra. ¿Como podría expresarlo yo? —El sacerdote sonrió con nerviosismo.
—Muchos viajeros van juntos en la diligencia de Plymouth —apuntó Burlingame—, pero no todos tienen Maryland como punto de destino.
—¡Nuestro Laureado aquí presente no lo hubiera expresado mejor! Si yo pudiera ver una autorización escrita por lord Baltimore de su puño y letra, y firmada por él, que es lo que he de pedir, conforme a las instrucciones que tengo, entonces le entregaría el diario al mismísimo Calvino. No tengo más que decir.
Temeroso de las amenazas que pudiera formular su amigo, Ebenezer a punto estuvo de suplicarle al sacerdote que confiara personalmente en él, en calidad de Poeta Laureado de Charles Calvert, si es que no podía confiar en Nicholson ni en Burlingame; pero se abstuvo cuando se volvió a acordar, con no poco enojo, de que su nombramiento no era auténtico y, aun cuando lo hubiera sido, no habría podido permitir que lo examinaran.
El semblante de Burlingame adquirió una expresión nueva: se inclinó sobre la mesa y, acercándose a su anfitrión, sacó del cinturón un cuchillo con el mango recubierto de cuero, en forma de puñal, y a la luz de la vela recorrió el filo con el dedo pulgar.
—Había pensado que tal vez la nota del gobernador no fuera suficientemente convincente —dijo—; pero he aquí un razonamiento lo bastante agudo como para persuadir al jesuita más recalcitrante. ¡Tened la merced de traer el diario!
Aunque había previsto algún tipo de amenaza, Ebenezer se alteró tanto al ver aquella actitud que no fue capaz ni de quedarse boquiabierto.
El padre Smith miró fijamente el cuchillo con los ojos muy abiertos y se pasó la lengua por los labios.
—No seré el primero en morir al servicio de la Compañía.
Incluso a Ebenezer le pareció aquel comentario más un experimento que un desafío. Burlingame sonrió.
—¡La verdad es que sería de cobardes tener miedo de una puñalada limpia! Incluso el padre FitzMaurice tuvo peor suerte, por no decir nada de Catalina, que murió en la rueda de la tortura, o de Lorenzo, que murió en la parrilla. ¿Qué gano yo haciendo que os suméis a ellos? No estaría más cerca del diario de lo que lo estoy ahora.
—Entonces, ¿es que tenéis en mente alguna índole de tortura? —musitó el padre Smith—. Nosotros, los cristianos, tampoco somos ajenos a eso.
—Muy señaladamente los miembros de la santa Iglesia Romana —dijo Burlingame con cinismo—, que han ideado lindezas que jamás se les hubieran ocurrido a los sarracenos. Sin apartar la vista del sacerdote, Burlingame procedió a describir, tal vez para que lo oyera Ebenezer, diversas formas de persuasión a las que recurrían los inquisidores: la estrapada, la escalera, el potro, las tablillas[29], el garrote, la dama de hierro, el ladrillo caliente, la gehenna y otras suertes de tortura. El Laureado se quedó bastante impresionado por aquella enumeración, aunque la cuestión que seguía pendiente no le hacía sentirse más tranquilo. El padre Smith mantuvo una actitud glacial de principio a fin.
»No obstante, todo esto no son más que refinamientos para entendidos —afirmó Burlingame—. El que los inflige paladea el dolor de su víctima como un fin en sí mismo, no como un medio, y yo no tengo ni gusto ni tiempo para un juego semejante. —Todavía acariciando con el pulgar la hoja del cuchillo, Burlingame se alejó de la mesa (el cura, a su pesar, dio un respingo) y corrió el cerrojo de la puerta de la cabaña—. He visto a los piratas del Caribe hacerle a un hombre comerse sus propias orejas, por diversión; o hacer que un padre viole a su hija con una daga, pero cuando lo que buscan es una información veraz recurren a un método mucho más sencillo y prodigiosamente rápido. —Burlingame avanzó hacía la mesa, cuchillo en mano—. Dada vuestra condición de sacerdote, la pérdida no debiera causaros pesar; lo que os aflojará la lengua, señor, es la forma en que la pérdida tendrá lugar. Perder un tesoro de golpe es un gran revés, pero que se lo roben a uno joya a joya… ¿Es menester que diga más?
—¡Demonios, Henry! —exclamó Ebenezer, poniéndose en pie de un salto—. ¡No me puedo creer que tengas intención de hacer eso!
—¡Conque Henry! —dijo el sacerdote con voz turbia—. ¡Impostores al fin y al cabo!
Burlingame le dirigió una mirada ceñuda a Ebenezer.
—Tengo intención de hacerlo y tú me vas a ayudar. ¡Sujétalo fuerte hasta que encuentre una cuerda para atarlo!
Aunque el cura no dio muestras de ir a ofrecer resistencia, Ebenezer no era capaz de prestarse a tomar parte en aquel asunto. Seguía de pie, sin saber qué hacer.
—Ahora que sé que sois agente de John Coode —dijo el padre Smith—, estoy dispuesto a padecer cualquier sufrimiento. No os entregaré el diario.
Cuando Burlingame emitió un bufido y dio un paso más, el sacerdote cogió un abrecartas que había debajo de los papeles y retrocedió hacia una pared más alejada, y allí, en lugar de adoptar una actitud defensiva, colocó la punta del abrecartas a la altura del corazón.
—¡Deteneos! —gritó, cuando Burlingame se le acercó—. ¡Un paso más y pondré fin a mi vida!
Burlingame se detuvo.
—Es mera farsa.
—¡Alto pues y dejad a un lado la mentira!
—¿Y creéis vos que vuestro Dios excusa el suicidio santo?
—No sé qué excusa Él —dijo el cura—. Yo sirvo a la Iglesia y sé muy bien que ellos pueden justificar mi acción.
Tras una pausa, Burlingame se encogió de hombros, sonrió y volvió a guardarse el poignard en el cinturón.
—Pourquoi est-ce que je tuerais un homme si loyal à la cause saintel.[30]
La expresión de desafío del sacerdote se trocó en otra de incredulidad.
—¿Qué habéis dicho?
—J’ai dit, vous avez démontré votre fidélité, et aussi votre sagesse; je ne me confie pas á Nicholson plus que vous. Allons, le journal![31]
Aquella táctica desconcertó a Ebenezer no menos que al padre Smith.
—¡No soy capaz de seguir tu francés, Henry! —se quejó. Pero Burlingame, en lugar de traducir, se volvió hacia el poeta con el poignard y lo acorraló contra la pared.
—¡Enseguida lo vas a entender, majadero! —exclamó Henry, y le ordenó al sacerdote, que aún seguía desconcertado—: Fouillez cet homme pour les armes, et puis apportez le journal.[32]
—¿Quién sois vos? —preguntó el sacerdote—. ¿Qué credenciales podéis mostrarme?
—Parlons une langue plus douce —dijo Burlingame sonriendo— Je n’ai pas d’ordres écrits de Baltimore, et je n’en veux pas. Vous admettrez qu’il ne soit pas la source seule de l’autorité? Quant a mes lettres de créance, je les porte toujours sur ma personne —Se desabrochó la camisa y mostró las letras MC tatuadas en la piel del pecho—. Celles-ci ne sont pas connues á Thomas Smith?
—Monsieur Casteene? —exclamó el padre Smith—. Vous étés monsieur Casteene?
—Ainsi que vous etês jesuite —dijo Henry—, et je peux faire plus que Baltimore ne rêve pour débarrasser ce lieu de protestants anglais. Vivent James et Louis, et apportez-moi le sacré journal!
—Oui, monsieur! —dijo, encantado, el cura—. Mais oui, j’apporterai le journal tout de suite![33]
—Salió corriendo hacia un rincón y abrió con llave un arcón que tenía los remaches de hierro.
—En el nombre del cielo, ¿qué significa esto? —exclamó Ebenezer, presa de una duda angustiosa.
—Lo que significa —dijo su compañero— es que yo no soy ese Henry por quien me habéis tomado, ni tampoco me llamo Timothy Mitchell. Yo soy monsieur Casteene.
—¿Quién?
—Vuestra fama no ha llegado a Londres, señor —dijo el cura desde el rincón, riéndose. Cogió un fajo de manuscritos del interior del arcón y le lanzó una mirada de desprecio al Laureado. Monsieur Casteene es conocido a lo largo y ancho de la provincia como el gran enemigo de los ingleses. Fue gobernador del Canadá y ha luchado contra Andros y contra Nicholson en Nueva York.
—Hasta que mis amigos ganaron el favor del rey Louis y acabaron conmigo —dijo el otro con acritud.
—Después de lo cual, monsieur Casteene se refugió entre los indios —prosiguió Smith—. Vive entre ellos y ha tomado por esposa a una mujer india…
—A dos mujeres indias, padre Smith: es un pecado que Dios me perdonará como recompensa por la masacre de Schenectady.
—Había oído decir que os encontrabais en la casa solariega del coronel Hermann, en el condado de Cecil —dijo el cura—. ¿Es posible que también el coronel Hermann sea algo más que un hombre de Baltimore?
—Si se tiene fe, todo es posible; al menos él negó mi presencia y dijo no saber nada de los indios desnudos.
—¡Entonces tengo delante a un par de traidores! —exclamó Ebenezer—. ¡Sois un traidor —dijo, dirigiéndose específicamente a su compañero—, y yo os tomé por mi querido amigo Burlingame! ¡Así se explican tantas discrepancias!
El hombre del cuchillo soltó una carcajada seca y burlona, y extendió una mano para que el padre Smith le entregara el diario.
—Permettez-moi regarder ce livre merveilleux pour lequel j’ai risqué ma vie.[34]
El sacerdote se lo entregó entusiasmado y entonces, sin vacilar, Burlingame le propinó tal golpe en la nuca que aquél cayó al suelo sin sentido.
—No creí que fuera tan necio. Busca una cuerda con que atarlo, Eben. Vamos a ver qué hay por aquí antes de retirarnos.