23. EN SU ESFUERZO POR LLEGAR AL FONDO DE LAS COSAS, EL LAUREADO AVISTA MALDEN, PERO LEJOS DE LLEGAR ALLÍ, A PUNTO ESTÁ DE HUNDIRSE ENTRE LAS ESTRELLAS

Ya había amanecido hacía tiempo cuando se despertó el Laureado: la débil luz del sol le dio en los párpados y él se sintió mortificado cuando comprendió que por vez primera desde su temprana infancia se había orinado en la cama. No osó moverse por temor de despertar a Burlingame y poner al descubierto su vergüenza. ¿Cómo ocultarlo? Pensó en derramar, como por accidente, el aguamanil sobre la cama, mas desestimó el plan por parecerle poco convincente. La única opción que le quedaba era ausentarse sigilosamente del lugar, puesto que en ningún caso podía seguir en tratos con su amigo, y ponerse camino de Malden por su cuenta, antes de que nadie despertara; pero, en primer lugar, le faltaba osadía para hacer algo semejante, y por otra parte, carecía de medios para procurarse comida y transporte para sí y para Bertrand.

Mientras tomaba en consideración y rechazaba aquellos posibles modos de actuar, Ebenezer se volvió a quedar dormido y ya estaba mediada la mañana cuando despertó.

Burlingame, en el ínterin, habíase vestido y marchado. Encima de la mesa donde estaban el aguamanil y la palangana había una pastilla de jabón, una navaja de afeitar, un atuendo completo de caballero, incluidos zapatos, sombrero y espada, y —maravilla de maravillas— el libro mayor de cuentas adquirido en El Signo del Cuervo, en la tienda de Ben Bragg. El Laureado se regocijó de ver aquel regalo, y a pesar del susto y la decepción de la noche anterior, no pudo menos de sentir un cierto agradecimiento hacia su benefactor. Saltó de la cama, se desprendió de los harapos pegajosos e infectos que no se había quitado ni de día ni de noche desde que lo capturaron los piratas y se restregó con furia todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Entonces, aún sin afeitarse, no pudo resistir la tentación de volver a leer los poemas de su cuaderno, en especial, el Himno a la castidad que, tanto si Susan mentía como si no, veía realzada su significación merced a la mención que se hacía de Joan Toast, así como a la última aventura del poeta. Repitió una y otra vez las estrofas mientras se afeitaba, con una sensación de bienestar físico y espiritual crecientes. Hacía una mañana espléndida para volver a aquellas devociones, una mañana luminosa, clara y fresca, más propia del mes de abril que de aquella época del año. Allá se fue la barba y acá vinieron las ropas, que si no eran un prodigio de sastrería, al menos sí que eran de buena calidad. Excepción hecha de su rostro y manos, quemados por el sol, y de sus cabellos, un tanto enmarañados, era la vez que Ebenezer tenía más aspecto de Laureado desde el día que se fue de Londres. Apenas podía esperar el momento de ponerse camino de Malden, sobre todo desde que cabía la posibilidad de que Joan Toast estuviera aguardándole allí.

Entonces se le contrajeron las cejas y las facciones le empezaron a temblar y retorcerse; aún persistía el problema de irse sin caer en manos del capitán Mitchell, así como la cuestión de qué actitud adoptar con respecto a Burlingame. Lo primero parecía infinitamente más sencillo que lo segundo, que resultaba complicado no sólo por su propia incertidumbre sobre cómo reaccionar ante las revelaciones de su amigo, sino también debido a la vergüenza que le hacía sentir el haberse orinado en la cama, rasgo de puerilidad en el que sin duda alguna habría reparado Henry. Asimismo contaba su gratitud por el regalo de las ropas. En realidad, cuanto más pensaba en las posibles actitudes a adoptar, tanto más confuso se le aparecía el problema. Ebenezer acabó por volver al alféizar de la ventana y se quedó contemplando distraídamente las lápidas gemelas que había a la orilla del río.

Al cabo de un rato oyó que alguien subía las escaleras y Henry en persona asomó la cabeza a la alcoba.

—¡Eh, señor Laureado, estirad las piernas, que si no os quedaréis sin desayunar! ¡Pero, bueno, si estás hecho todo un cortesano de Saint Paul!

Ebenezer se ruborizó.

—Henry, es mi deber confesar…

—¡Chisst! —le advirtió Burlingame—. Mi nombre es Timothy Mitchell, señor. —Se introdujo en la habitación y cerró la puerta—. Están esperando abajo, así que tengo que hablar deprisa. He mandado a tu criado a Saint Mary para que recoja el baúl: llegará a Malden antes que nosotros y allí te preparará las cosas. Ahora escucha: en el condado de Dorchester hay un tal Edward Cooke, un plantador de tabaco borracho y cornudo; hace dos años se quejó de los adulterios de su esposa en una demanda que presentó al gobernador Copley, y se convirtió en blanco de tantas burlas que se ha ahogado en alcohol. Le he dicho a Bill Mitchell que tú eres ese pobre desgraciado y que, de tanto beber, te ha dado por hacer de Laureado, y Mitchell me cree. Esta mañana compórtate como una persona sobria y avergonzada y no hay nada que temer. ¡Ahora date prisa!

Y sin darle al poeta tiempo para protestar, Henry lo llevó del brazo hacia las escaleras, aún hablando en voz baja y apremiante:

—Tu amiga la porquera se ha fugado y Mitchell está convencido de que va camino de Cambridge con el dinero que cree que le has dado. Yo tengo que coger un caballo inmediatamente, salir en su busca y traerla; lo que debes hacer tú es pedirle perdón y ofrecerte voluntario a acompañarme para ayudarme a buscarla, y así reparar tus pecados. Podemos reunir lo que falta del diario camino de Malden, y yo se lo entregaré a Nicholson a la vuelta. —Henry y Eben ya estaban cerca del comedor—. Demonios, y ahora no te vayas a olvidar: yo soy Tim Mitchell y tú eres Edward Cooke, de Dorset.

Ebenezer no tuvo ocasión ni de asentir ni de protestar por el curso que tomaban los acontecimientos: se vio empujado hacia el interior del comedor, donde el capitán Mitchell y unos cuantos de los comensales de la noche anterior estaban desayunando con ron y una carne que Burlingame identificó como lonchas de osezno a la parrilla. Se quedaron mirando a Ebenezer, unos divertidos y otros con un cierto rencor, el cual, no obstante, al observar que era amigo de Timothy, no manifestaron abiertamente. Cuando los dos recién llegados se sentaron y sirvieron, Burlingame anunció a la concurrencia que ya le había dicho a Mitchell que su distinguido visitante no era Ebenezer Cooke, el poeta, sino Edward Cooke, el cornudo. La noticia ocasionó unos minutos de chacota, a continuación de los cuales Ebenezer pronunció un bonito discurso disculpándose por su impostura y por otras actitudes inadecuadas, ofreciéndose voluntario para ayudar a Timothy a buscar a la criada fugitiva.

—Como os plazca —masculló el capitán Mitchell, y le dio las últimas instrucciones a Burlingame—: Mira bien en dónde vive Ben Spurdance, Timmy. Es una guarida de ladrones y putas, y tal vez Susan haya vuelto a huir allí. Anda buscando juntarse con sus compañeros del arroyo ahora que se ha reunido el Tribunal de Cambridge.

—Así lo haré —dijo Burlingame con una sonrisa.

—Ten cuidado de no entretenerte por el camino y tráete aquí a la señorita Susan antes de que acabe la semana, porque quiero decirle un par de cosas. Voy a poner fin a sus borracheras y despedidas. ¡Vive el cielo! Cada vez que pasa un majadero por aquí, le da dos coronas después de echarle un vistazo a su espalda y tragarse las patrañas que cuenta, y luego soy yo el que tiene que pagar lo que cuesta volver a traerla a casa.

Le lanzaba al hablar unas miradas tan acusadoras a Ebenezer que, para regocijo de los demás invitados, el poeta se puso de color carmesí y acabó por ofrecerse a cubrir los gastos de la expedición de Timothy. Cuando el dilatado desayuno concluyó, Ebenezer se alegró mucho de poder levantarse de la mesa, aunque no le resultó posible contemplar con alegría la perspectiva de encaminarse hacia la orilla oriental en compañía de Burlingame. Una vez en la carretera, a solas con él, sería necesario dar con algún modo de resolver el problema que había quedado en suspenso debido a lo apremiante que había sido su primer encuentro de por la mañana, a saber: cuál sería su relación en el futuro. Que pudiera seguir manteniéndose como hasta entonces y que las revelaciones de la noche anterior no fueran discutidas eran cosas impensables.

Sin embargo, cuando poco antes del mediodía emprendieron viaje —Ebenezer a lomos de una añosa yegua ruana, propiedad del capitán Mitchell, y Burlingame montando un brioso corcel castrado, de su propiedad—, no se le ocurrió ninguna táctica que tuviera el valor de emplear para así abordar la discusión, en tanto que Burlingame no mostró inclinación alguna a hablar de temas menos impersonales que el día tan impropiamente caluroso que hacía si se tenía en cuenta la estación (fenómeno al que, según dijo, los colonos daban el nombre de «verano indio»), los colonos o los indios con que se cruzaban por el camino, o bien la meta de su ruta.

—El condado de Calvert está justo al otro lado de la bahía de Chesapeake, frente a Dorset —explicó—. Si zarpáramos de aquí en dirección este desembarcaríamos muy cerca del Puntal de Cooke. Pero lo que haremos será navegar un poco en dirección nordeste, hacia donde vive Tom Smith, en Talbot, justo más arriba de Dorchester; él es la persona que posee la siguiente parte del diario.

—Como mejor te parezca —repuso Ebenezer, y a pesar de su deseo de tratar las cosas abiertamente, se encontró, en cambio, hablando de Susan Warren, a quien, según dijo, estaba agradecido por haber roto el compromiso que tenía con él, y cuya huida en busca de su padre le suplicó a Burlingame que no estorbara. Burlingame estuvo de acuerdo en no buscar para nada a la porquera y cambió de tema, sacando a colación otro igualmente remoto de lo que más ocupada tenía la mente del poeta. Así prosiguieron viaje durante dos o tres horas, mientras iba atardeciendo; los caballos llevaban un trote despreocupado y a cada nuevo intercambio de comentarios ociosos a Ebenezer se le iba haciendo cada vez más difícil abordar el tema, hasta que, cuando llegaron a su punto de destino más inmediato —un embarcadero situado en la orilla del estuario de Chesapeake, colindante con el condado de Calvert—, éste se dio cuenta de que resultaría ridículo hablar entonces del asunto, así que suspiró y se prometió tratarlo con su tutor a primera hora de la mañana siguiente, si no lo hacía aquella misma noche a la hora de acostarse.

Burlingame contrató una pinaza para que los transportara a ellos y a los animales hasta Talbot, y efectuaron la travesía de diez millas sin incidencias. Cuando alcanzaron la anchurosa desembocadura del Choptank, que separa los condados de Talbot y Dorchester, Burlingame señaló un istmo cubierto de árboles, situado a casi dos millas de distancia a babor, y dijo:

—Si no me equivoco, amigo mío, aquel saliente de allá es el Puntal de Cooke, y Malden se encuentra entre aquellos árboles.

—¡Santo cielo! —exclamó Ebenezer—. ¡No me dijiste que íbamos a pasar tan cerca! ¡Por favor, déjame bajar a tierra ahora y reúnete conmigo cuando hayas terminado tu trabajo!

—Sería doblemente imprudente —respondió Henry—. En primer lugar, todavía no estás habituado a tratar con las gentes de la provincia, en tanto que yo sí; en segundo lugar, sería impropio que el Laureado y señor de Malden llegara allí solo y sin escolta, ¿no te parece?

—Entonces has de venir conmigo, Henry —suplicó Ebenezer, y la leve hosquedad de su voz, que había sido a lo largo de todo el día el único signo de su atribulamiento, desapareció definitivamente—. Puedes hacerte con el diario más adelante, ¿no es así?

Pero Burlingame hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Eso sería no menos imprudente, Eben. Todavía faltan por encontrar dos fragmentos del diario: uno, el que tiene Tom Smith en Talbot, otro, el que tiene William Smith en Dorset. A Tom Smith lo conozco de vista y sé dónde vive; podemos hacernos con su fragmento mañana y luego ir a Cambridge. Pero el tal William Smith, el de Dorset, me es de todo punto desconocido: el tiempo que tardemos en dar con él podría bastarle a Coode para matar y robar a los dos Smith. Además, en Oxford, donde desembarcaremos, hay un barbero que te cortará el pelo o te lo afeitará para que te pongas peluca. Yo lo costearé.

A tal razonamiento y largueza Ebenezer no fue capaz de poner objeciones, aunque se le cayó el alma a los pies cuando dejaron a popa el Puntal de Coode y pusieron rumbo al norte, remontando el río Tred Avon, que era de menor envergadura, hasta que llegaron a una aldea indistintamente denominada Oxford, Thread Haven o Williamstadt. Allí desembarcaron y visitaron primero al barbero prometido —al cual Ebenezer, obedeciendo un impulso de camaradería, le indicó que le cortara el pelo al modo que en la provincia se estilaba, en lugar de afeitárselo para poder llevar peluca— y luego, una fonda cercana al muelle, donde cenaron pato silvestre asado y bebieron cerveza, lo cual fue asimismo costeado por Burlingame. Dando por supuesto que también dormirían allí, el Laureado adoptó la resolución de revisar todo el asunto de las relaciones de Henry con su hermana Anna en cuanto se retiraran a dormir, a fin de determinar de una vez por todas cuáles deberían ser sus sentimientos al respecto, pero el propio Henry desbarató aquella resolución al decir, después de cenar, que había luz suficiente para llegar a la casa de Thomas Smith, proponiendo que no perdieran tiempo en el asunto de ponerle las manos encima al fragmento del diario.

—Porque juro —dijo, limpiándose la boca con la manga de la chaqueta— que es una prueba tan comprometedora contra Coode que no se detendrá ante nada con tal de conseguirlo, ni se le escapará ninguna pista que pueda llevarle a localizarlo. Vayámonos.

Burlingame se levantó de la mesa y se dirigió hacia los caballos; hasta que no hubo recorrido la mitad del trecho que lo separaba de la puerta, no se dio la vuelta, viendo entonces que Ebenezer, en lugar de seguirlo, continuaba sentado delante del plato vacío, haciendo visajes, lanzando suspiros y chasqueando la lengua.

—Ah, entonces —dijo, regresando—, te encuentras muy turbado. ¿Es porque has estado muy cerca de tu propiedad y no has podido ir?

Ebenezer movió la cabeza de un modo que no era claramente afirmativo ni negativo.

—Eso no es más que una parte, Henry, tú llevas un paso que no me concede tiempo para pensar las cosas como es debido. No puedo siquiera poner en orden la cabeza para conformar todas las preguntas que querría formularte, no digamos ya para explorar tus respuestas. ¿Cómo voy a saber qué es lo que debo hacer y dónde me encuentro?

Burlingame le pasó el brazo al poeta por encima de los hombros y sonrió.

—Lo que tú describes, amigo mío, ¿no es por ventura el sino del hombre? Merced a un deseo inconsciente es engendrado y en virtud de un esfuerzo inconsciente es expulsado del edén en manos del azar, un juguete de la naturaleza, que carece de metas…, un insecto que revolotea a merced del viento del caos.

—Malinterpretas lo que quiero decir —dijo Ebenezer, agachando la vista.

Burlingame no se dejó arredrar: le refulgía la mirada.

—No gran cosa, a lo que me parece. Una vez, mucho tiempo ha, estábamos los dos sentados como ahora, en una fonda cerca de Magdalene College, ¿lo recuerdas?, y yo dije: «Henos aquí sentados en una piedra que va dando bandazos por el vacío, corriendo en busca de la tumba». Es nuestro destino el buscar, Eben, y si indagamos en nuestras almas, lo que hallaremos es un fragmento de ese mismo cosmos oscuro del que hemos surgido y por el cual vamos cayendo: el viento infinito del espacio…

De hecho se había levantado un viento nocturno que batía contra la posada. Ebenezer se estremeció y se agarró al borde de la mesa.

—¡Pero hay tantas cosas sin resolver, tantas preguntas sin respuesta! ¡Me da vértigo!

—¡Pardiez! —Henry se rio—. Si lo vieras con claridad suficiente no te daría vértigo: ¡te volverías loco! Esta posada en la que nos encontramos parece una pequeña isla en medio de un mar de locura, ¿no es así? La naturaleza ciega aúlla en el exterior, pero aquí dentro reina la calma… ¿Cómo vamos a atrevernos a dejarla? Sin embargo, mira a tu alrededor y fíjate en estos hombres que cenan y juegan a las cartas como si el firmamento fuera el útero de sus madres. Me recuerdan a unas gallinas que una vez vi servir de alimento a una serpiente gigante en África: cuando la serpiente fulminaba a una, las demás se ponían a cacarear y a revolotear, pero un instante después estaban picoteando el suelo en busca de comida, o incluso se recostaban sobre la mismísima serpiente para acicalarse las plumas. ¿Cómo es posible que estos hombres no salgan a la calle dando voces enloquecidas de no ser porque tienen la mente embotada y presta al sueño? —Burlingame le dio un apretón en el brazo al poeta—. Tú sabes tan bien como yo que las obras humanas pueden ser magníficas; pero comparadas con lo que hay ahí fuera —hizo un gesto señalando al cielo—, es un trabajo de locos. ¿Quién ve las cosas con mayor claridad: la gallina que se acicala las plumas apoyándose en el lomo de la pitón o el lunático que tiembla en su celda?

Ebenezer suspiró.

—Sin embargo, no alcanzo a ver qué relevancia tiene esto; no guarda relación alguna con lo que yo había…

—¿Que no guarda relación? —exclamó Burlingame—. ¡Es la mismísima raíz y el tallo! Sólo dos cosas pueden salvar al hombre de la locura. —Señaló a los clientes de la posada—. Una, el embotamiento de la mente, que es con mucho la más frecuente: la verdad que vuelve locos a los hombres ha de ser buscada si se quiere encontrarla, y ella esquiva al cazador necio y al miope. Pero una vez que ha sido atrapada y contemplada, bien merced a la capacidad de penetración, bien merced a la instrucción recibida, el único recurso de quien la ha capturado es imponer su voluntad si no quiere que la verdad labre su ruina. ¿Por qué razón le das tú tanta importancia a la inocencia y a la poesía y yo se la doy a la búsqueda de mi padre y a luchar contra Coode? Es preciso conformar y atrapar cada uno su alma, y entonces asirla con firmeza, o si no, quedarse diciendo incoherencias en un rincón; cada cual ha de elegir a sus dioses y a sus demonios sobre la marcha, inscribir su propio nombre en el universo y declarar: «¡Este soy yo y el mundo es de tal manera!». Es necesario afirmarse, afirmarse, afirmarse, o de lo contrario salir gritando como un loco. ¿Qué otro camino queda?

—Queda otro —dijo Ebenezer ruborizándose—. Es el camino por el que yo huyo…

—¿Qué? ¡Ah, demonios, y tanto! ¡El estado en el que te encontré en la universidad! ¡A cuántos he visto así en el manicomio! ¡Con los ojos muy abiertos, sucios y ciegos frente al mundo! Algunos consumen la vida ejecutando un solo gesto, que repiten una vez tras otra, sin cesar; otros se quedan tan transfigurados que dejan las extremidades inmóviles allá donde otro se las ponga; hay otros aún que adoptan falsas identidades: Alejandro Magno, el papa de Roma, o incluso el Poeta Laureado de Maryland…

Ebenezer alzó la vista, sin saber a ciencia cierta si Burlingame se refería a él o a los impostores.

—El resultado de todo ello es —concluyó su amigo— que si quieres escapar a ese destino has de optar entre abrazarme o rechazarme, y otro tanto ocurre con el camino que nos vemos obligados a seguir, pese a las luces cambiantes bajo las cuales nos aparecemos, del mismo modo que tú te ves obligado a abrazar tu identidad como poeta y virgen, sin reparar en más, o bien descartarla y cambiarla por algo mejor. —Burlingame se puso en pie—. En cualquiera de los dos casos no buscamos una comprensión global… La búsqueda sería infructuosa y no hay tiempo para ella. Ahora, ¿quieres venir conmigo o quedarte?

Ebenezer frunció el ceño y entornó los ojos.

—Iré —dijo por fin, y se fue hacia los caballos sin Burlingame.

Hacía una noche agitada, mas no desagradable: un viento cálido y húmedo rugía hacia el sudoeste, formando espuma en el río, doblando los pinos como si fueran látigos y arrastrando nubes por entre las estrellas. Los dos hombres alzaron la vista para contemplar aquella noche espléndida.

—Olvídate de la palabra firmamento —dijo Burlingame, bruscamente, montándose en su caballería—, es una pantalla que te ciega la vista. Allá arriba no hay ninguna bóveda celeste.

Ebenezer parpadeó dos o tres veces; con la ayuda de aquellas instrucciones, por primera vez en su vida vio el cielo nocturno. Las estrellas habían dejado de ser puntos de un hemisferio negro suspendido sobre su cabeza como un techo protector; la relación que existía entre unas y otras ahora la veía en tres dimensiones, de las cuales la que sentía más hondamente era la profundidad. La longitud y la anchura del espacio que mediaba entre las estrellas le parecía en comparación baladí: lo que le sorprendía ahora era que unas se encontraban más próximas, otras más alejadas y otras inimaginablemente remotas. Vistas de aquel modo, las constelaciones perdían por completo el sentido que tenían; su carácter espurio se ponía de manifiesto, como también sucedía con la falsa presunción de que existía un navegante celestial, y Ebenezer se vio privado de orientación. Ya no era capaz de pensar en términos de arriba y abajo: las estrellas, simplemente, estaban allá fuera, tanto por debajo como por encima de él, y el viento parecía llegar ululando, no desde la bahía, sino desde el firmamento mismo, desde los corredores infinitos del espacio.

—¡La locura! —susurró Henry.

A Ebenezer se le revolvió el estómago; se tambaleó encima de la montura y se tapó los ojos. Durante un momento de vértigo, antes de apartar la vista, le pareció que se encontraba cabeza abajo, en la parte inferior del planeta, mirando a las estrellas, que estaban debajo, en vez de arriba; creyó que sólo a fuerza de apretar las piernas contra la cincha de la yegua ruana y sujetándose con fuerza al arzón con ambas manos lograría evitar caerse de cabeza por aquellos parajes inmensos.