—¡Me has engañado una, dos o tres veces! —exclamó el poeta—. ¿Es a Burlingame a quien tengo delante de mí en estos momentos o Burlingame es la persona a la que dejé en Plymouth? ¿O ambos sois impostores?
—En el mundo impera un clima propicio a la impostura —admitió Burlingame con una sonrisa.
—Estabas tan cambiado cuando te vi por última vez. ¡Y ahora vuelves a estar cambiado y recuperas tu aspecto primitivo!
—Eso ilustra lo que tantas veces te he dicho, Eben; tu Burlingame verdadero y constante sólo vive en tu imaginación, al igual que ocurre con el orden hacia el que apunta el mundo. Lo que ves en realidad es un flujo heraclíteo: tal vez seamos nosotros los que experimentamos cambios, mutaciones y disoluciones, o acaso seas tú quien le muda a sus lentes el color, el foco y el campo visual; o puede que sucedan ambas cosas. El resultado es el mismo, y tú puedes aceptarlo o rechazarlo.
Ebenezer negó con la cabeza.
—En efecto, eres el hombre a quien, conocí en Londres. ¡Sin embargo no puedo creer que Peter Sayer fuera una invención!
Burlingame se encogió de hombros, sujetando aún el fanal.
—Entonces di que después de aquello se ha afeitado barba y pelo y que, conforme a mi versión del caso ya no finge tener este tono de voz —aquellas palabras las pronunció empleando la voz que Ebenezer recordaba de Plymouth—. Si se ha de vivir en el mundo, amigo mío, es menester bailar al son que toque otro, o bien ser tú quien toque y que todo el mundo te siga.
—Por eso me repugna estar a ras de suelo —dijo Ebenezer riéndose—, aunque esta noche he estado a punto de caer.
Henry apoyó una mano en el hombro del poeta.
—Conozco la historia, amigo mío, y esa ramera te ha esquilmado de momento. Pero más adelante recuperaré las dos libras que se ha llevado.
—Tanto da. —El poeta sonrió pesarosamente—. Sólo le di un anillo carente de valor, y bendita sea la hora en que Susan desbarató mis lascivos planes. —La mención de los mismos le recordó el reciente discurso que había pronunciado su amigo en la oscuridad, lo que le hizo ruborizarse y reír de nuevo—. ¡Fue para burlarte de mí por lo que fingiste esa pasión por una cerda y todo lo demás!
—¡Nada de eso! —dijo Henry—. Es decir, no le profeso ningún amor especial, pero la verdad es que es un bocado de gusto, pese a su edad, y más de una vez…
—¡Basta, te estás burlando de mí!
—Piénsa lo que quieras —dijo Burlingame—. El caso, Eben, es que comparto tu punto de vista sobre la inocencia.
Ebenezer se quedó tan gratamente sorprendido de oír aquella confesión que rodeó a su amigo con ambos brazos; pero la respuesta de Burlingame consistió en un ademán tan significativo que el poeta profirió un grito de alarma y se retiró al instante, perplejo y dolido.
—Lo que quiero decir —prosiguió Henry jovialmente— es que hubo un tiempo en que yo también me aferré a mi virginidad, y por la mismísima razón que tú aduces en tu poema. Mas la perdí pronto, y así quedé comprometido con el mundo; fue entonces cuando juré, ya que había perdido la inocencia, adorar a la serpiente que me había engañado, y probar antes de morir el sabor de todas las frutas que crecen en el paraíso. ¿Cómo crees que conquisté a un santo como Henry More? ¿Y al espléndido Newton, a quien casi hice enloquecer de amor? ¿Cómo conseguí mi puesto junto a Baltimore e hice que el bueno de Francis Nicholson me comiera en la palma de la mano?
—Diantre, no irás a decirme que todos ellos son…
—No —dijo Henry, adelantándose a la objeción—. Es decir, ellos apenas se dan cuenta. Pero antes de cumplir los veinte sabía más de las pasiones del mundo que Newton de la senda que él mismo sigue por el espacio. Tras de mí dejaba un sinfín de experimenta. ¡Yo hubiera podido escribir mis propios Principia de la carne! Cuando Newton puso en órbita pesos e hilos, ¿sabían estos qué fuerzas los movían porque Newton así lo decidía? No más que este último sabía, o la misma Porcia, aquí presente (por no mencionar a otros), qué hilos nerviosos y amorosos resortes accionaba yo a fin de provocar la reacción que me apetecía.
El Laureado estaba suficientemente atónito por aquellas revelaciones, de modo que, antes de que las pudiera asimilar, Henry cambió de tema, sacando a colación otro, en apariencia más pertinente: sus travesías desde Plymouth por separado y la posición que cada uno de ellos ocupaba en aquel momento. Burlingame, según dijo, había engañado con éxito sucesivamente a los capitanes Slye y Scurry, haciéndoles creer que era John Coode, y bajo dicho supuesto los acompañó hasta Maryland, confirmando durante el trayecto que Coode estaba a la cabeza de una doble operación de contrabando de bastante envergadura: siguiendo las instrucciones del rebelde, numerosos patrones de barco transportaban, sin pagar arancel, tabaco desde Maryland hasta Nueva York, por ejemplo, desde donde los confederados holandeses lo comercializaban ilegalmente en Curasao, Surinam o Terranova; o bien los exportaban a las Barbados, donde era transvasado de unos grandes toneles o unas cajas de aspecto inocente e introducido de contrabando en Inglaterra; o bien lo transportaban directamente a Escocia. En los viajes de vuelta transportaban mercancías de puertos extranjeros y las llevaban directamente a Maryland, sirviéndose de un procedimiento más sencillo: sobornar a los recaudadores locales con barriles de ron y cajas de productos manufacturados que escasearan.
—De esta manera —dijo Burlingame— es como Coode se gana una buena parte del dinero que precisa para sus ambiciosos planes de sedición, aunque sin duda tendrá otras fuentes de ingresos.
Luego afirmó que a juzgar por todos los indicios, el conspirador planeaba un coup d’état, tal vez antes de que transcurriera un año. Varios comentarios de Slye y Scurry dejaban pocas dudas al respecto, aunque no hablan dado pista alguna sobre el medio a utilizar para dar el golpe.
—¿Entonces cómo es que estás aquí y no a la puerta de Nicholson? —preguntó el Laureado—. ¡Debemos informarle!
Burlingame negó con la cabeza.
—No estamos seguros de su lealtad, Eben, a pesar de su aparente honradez. En todo caso, eso no le haría mantenerse más alerta de lo que ya está, por si surge algún problema. Pero déjame que acabe.
Burlingame le refirió cómo había desembarcado, abandonando subrepticiamente el buque de Slye y Scurry en Kecoughtan, en Virginia, por si acaso el verdadero Coode se encontraba presente cuando arribaran a Saint Mary. Luego cruzó a Maryland bajo el disfraz que tenía entonces —o bajo su verdadera apariencia, si Ebenezer lo prefería así— hacía tan sólo unas semanas. Cuando preguntó en Saint Mary por el Poseidón, se enteró, para horror suyo, de que el Laureado había sido secuestrado por los piratas.
—¡Demonios, cuánto me maldije a mí mismo por no haberme hecho a la mar contigo! —exclamó—. Lo único que se me ocurría es que esos canallas habrían acabado contigo, por la causa que fuera…
—Por favor, Henry —le interrumpió Ebenezer—, ¿fuiste tú el que se hizo pasar por el Laureado algún tiempo después?
Burlingame hizo un gesto de asentimiento.
—Debes perdonarme. Sólo utilicé tu nombre en un escrito de protesta: pensé que habías muerto sin haber tenido ocasión de servir a tu causa, y lo mucho que Coode se iba a alegrar por ello. Entonces Nicholson afirmó que tenía la intención de trasladar el gobierno de la ciudad de Saint Mary a la de Anne Arundel, para eliminar el contagio papista, y algunas personas de Saint Mary firmaron un escrito de protesta. Vi el nombre de Coode en el mismo y agregué el tuyo con el fin de confundirlo.
—¡Mi querido amigo! —A Ebenezer se le llenaron los ojos de lágrimas—. Ese acto tan simple estuvo a punto de significar mi muerte.
Atónito, Burlingame preguntó cómo, pero Ebenezer le pidió que concluyera su relato, tras lo cual él referiría la historia de su propia travesía, tan cuajada de acontecimientos, desde que zarpara de Plymouth hasta aquel momento en que se hallaban juntos, sentados entre la paja.
—Poco más hay que contar —dijo Henry—. Han apartado tu baúl a la espera de que transcurra el tiempo legalmente previsto para ponerlo a la venta, pero yo me las he ingeniado para hacerme con tu cuaderno…
—¡Gracias sean dadas al cielo!
—¡Cuántas lágrimas he derramado leyendo tus poemas! En este momento lo tengo en casa, pero ni en sueños se me había ocurrido que volvería a ver a su propietario.
Estando aún en Saint Mary, dijo Burlingame, supo que Coode se había enterado de la gran superchería de la que había sido objeto y tanto se encolerizó que había apartado a Slye y Scurry del lucrativo contrabando que dirigía, a fin de castigarlos. De hecho, temeroso de las trampas que pudiera tenderle el espía desconocido, Coode se había visto virtualmente obligado a suspender temporalmente todas las operaciones de contrabando de tabaco que se llevaban a cabo en la provincia: los ingresos tabaqueros de Su Majestad jamás habían sido tan elevados.
—Yo sabía que ese bellaco tenía la necesidad imperiosa de encontrar una nueva fuente de ingresos —prosiguió Henry—, de modo que lo seguí tan de cerca como me fue posible. Así fue como descubrí al capitán Mitchell: es uno de los principales agentes de la sedición y su casa sirve con frecuencia de punto de encuentro entre los rebeldes.
—No me sorprende lo más mínimo, por lo que he oído —dijo Ebenezer, y entonces, de súbito, palideció—. ¡Pero Dios mío, si le he dado mi nombre y le he contado toda la historia de mi apresamiento!
Burlingame meneó la cabeza, asombrado.
—Eso me dijo cuando llegué, y eres la persona más afortunada de Maryland, lo juro. Os tomó a los dos por locos y os dio hospitalidad para que sirvierais de diversión a los invitados que tenía a cenar. Mañana os echará, y si llegara a sospechar de lejos que eres en realidad Eben Cooke, estoy seguro de que eso os supondría a los dos la muerte.
Volviendo a su historia, Henry habló de sus averiguaciones con respecto a Mitchell, que arrojaron como resultado dos informaciones valiosas: aquel hombre, que era el instrumento de un nuevo y siniestro plan de Coode, tenía un hijo, Timothy, al cual había dejado en Inglaterra hacía cuatro años al objeto de que concluyera sus estudios, y por lo tanto era desconocido en Maryland.
—Inmediatamente decidí hacerme pasar por el hijo de Mitchell: había visto su retrato colgado en la casa y no éramos tan distintos como para que la diferencia no quedara explicada por cuatro años dedicados al estudio y la bebida. Aún así, por razones de prudencia, falsifiqué el nombre de Coode en una carta que iba dirigida a Mitchell, en la cual se decía que Tim se encontraba al servicio de Coode y que venía a casa de su padre con el fin de ejecutar un encargo de este último. Coode tiene siempre por costumbre dar órdenes crípticas, y no hay manera de dar con la intención que encierran. Me atuve puntualmente a lo que decía la carta y afirmé ser Tim Mitchell, recién llegado de Londres. Entonces importaba un pedo que el capitán creyera que yo era hijo suyo o bien un agente de Coode: cuando me lo preguntó, yo sonreí y aparté la vista y ya no me hizo más preguntas. Sin embargo, en qué consiste el plan, aún tengo que averiguarlo.
—A lo mejor guarda relación con el opio —sugirió Ebenezer, y cuando Burlingame le lanzó una mirad penetrante, dijo, a modo de defensa—: De eso se sirvió para labrar la desgracia de la porquera y también para asesinar a su esposa.
Ebenezer refirió brevemente la historia de Susan Warren, incluyendo la portentosa coincidencia de la presencia de Joan Toast y el noble sacrificio que había hecho Susan para salvarla. No obstante, a lo largo del breve relato, Burlingame no dejó de fruncir el ceño y mover la cabeza.
—¿No es algo rayano en lo milagroso? —inquirió el poeta.
—Poco más o menos —dijo Henry—. No es mi deseo ser más escéptico de la cuenta, Eben, ni dar al traste con tus esperanzas; concedo que esa mujer esté destrozada por causa del opio, y puede que todo lo que cuenta sea tan verdadero como el Evangelio. Pero allá junto al río se alzan un par de lápidas que están juntas; una reza Pauline Mitchell y la otra, Elizabeth Williams. Y te juro que el nombre de Joan Toast no ha sido mencionado en esta casa, al menos que yo lo haya oído. La única mujerzuela que yo sepa que corteja Mitchell es la propia Susie Warren, con la que todos nosotros también hemos retozado alguna que otra vez. Tampoco he visto por aquí ninguna ampolla de opio, aunque bien pudiera ser que se las entregara en secreto. A mí me parece que le ha oído hablar de Joan Toast a tu criado, que tiene la lengua bastante suelta. En cuanto a lo demás, no era sino un cuento para sacarte algo de dinero; cuando le salió mal se inventó ese sacrificio del que te habló, con la esperanza de que le fuera mejor la segunda vez. ¿No dijiste que estuvo en la cocina con tu criado durante toda la cena?
—Así fue —admitió Ebenezer—. Pero a mí me parece que ella…
—Ah, bueno —rio Henry—, entonces no te han engañado más que a Susan, en última instancia, y si Joan está aquí la encontraremos. Pero ahora háblame de tus aventuras. ¡A fe mía que has envejecido cinco años desde la última vez que te vi!
—Con causa justificada —dijo Ebenezer suspirando, y aunque seguía preocupado pensando en Joan Toast, refirió, lo más sucintamente que pudo, la historia de su encuentro con Bertrand a bordo del Poseidón, la pérdida del dinero por las apuestas de su criado, el mal trato recibido a manos de la tripulación y su captura por parte de Thomas Pound. A cada nueva revelación Burlingame movía la cabeza o emitía un murmullo comprensivo: a la mención de Pound lanzó una exclamación de asombro, no sólo por la coincidencia, sino también porque ello implicaba que Coode gozaba del apoyo del gobernador de Virginia, Andros, el cual le había encomendado a Pound la vigilancia de la costa.
—Y, sin embargo, no es tan raro, la verdad —dijo, tras pensarlo mejor—. Ya no cabe decir que Andros y Nicholson se llevaran bien. ¡Pero mira que caer tú en las garras de Pound! ¿Seguía ese negro canallesco y enorme de Boabdil en su tripulación?
—Primer oficial —contestó el poeta, estremeciéndose—. ¡Santo cielo! ¡Cuántos horrores llevó a cabo a bordo del Cyprian! A esa misma mujer de que te hablé, a la que yo perseguí por la arboladura, casi la abre como si fuera una ostra. ¡Cuánto me alegré de que le contagiara la sífilis a ese bellaco!
—A punto estuviste de cogerla tú también —le recordó Burlingame con seriedad—. Y no sólo una vez, sino dos. ¿Has visto la irritación que tiene Susan en la piel?
—Pero tú mismo…
—He retozado un poco con ella —concluyó Henry—. Pero yo conozco más de una manera de retozar con las mujeres. —Admirado, se rascó la barbilla—. Había oído hablar de barcos de putas y creía que era una leyenda de los navegantes.
Ebenezer pasó a hablarle del trato efectuado entre Pound y el capitán Meech, reservándose para más tarde hablarle del diario secreto de John Smith. Acabó refiriendo la historia de la ejecución suya y de Bertrand, la supervivencia de ambos y el hallazgo de Drakepecker y Quassapelagh, el rey Anacostino.
—¡Esto es asombroso! —exclamó Henry—. Tu Drakepecker es un esclavo africano, no lo dudo, pero ese Quassapelagh ¿sabes quién es, Eben?
—Un rey de los piscataways, según dijo él.
—¡En efecto, alguien muy poco querido! El pasado mes de junio asesinó a un inglés llamado Lysle y fue puesto bajo la custodia del coronel Warren, en el condado de Charles. El tal Warren era todavía un leal amigo de Coode, pero por alguna extraña razón, una noche liberó al salvaje, por lo que fue degradado. Después de aquello no se supo más de Quassapelagh. Se decía que estaba intentando soliviantar a los piscataways para que se alzaran contra Nicholson.
—Eso sería espantoso, de ser cierto —dijo el Laureado—, pero debo hablar en favor de ese hombre, Henry; ojalá nuestros plantadores de Maryland fueran la mitad de nobles que él. Pero, aguarda, antes de que yo diga un palabra más, responde a esto: ¿qué has sabido de tu antepasado sir Henry Burlingame?
Burlingame suspiró.
—Nada que no supiera ya en Plymouth. ¿Te acuerdas de que te dije que habían enviado el diario a diversos papistas apellidados Smith? Pues bien, el primero de ellos era un tal Richard Smith, de aquí, del condado de Calvert, y ostenta el cargo de agrimensor general de lord Baltimore. En cuanto me establecí aquí y me presenté ante Nicholson, emprendí la labor de recoger las diversas partes del diario, con el fin de que Coode y todos sus secuaces pudieran ser procesados. Pero cuando di con Dick Smith y le dije el santo y seña del gobernador…
—Te dijo que su parte la había obtenido Coode hacía tiempo por medio de alguna estratagema —dijo Ebenezer riéndose.
—¡No tiene gracia, qué diantre! Dick Smith había intentado ayudar a algunos amigos suyos que eran, papistas, nombrándoles agrimensores ayudantes, y tras la muerte del gobernador Copley, Coode vio la ocasión de fomentar una protesta papista que le permitiría atacar las propiedades de Smith. ¿Cómo te has enterado?
Ebenezer sacó del bolsillo las pocas páginas dobladas que conservaba del diario.
—¿Cómo no iba yo también a aprender a intrigar un poco teniendo un tutor tan maravilloso? Aquí no encontrarás nada legible, pero estas páginas pertenecen al documento del que hablas.
Burlingame las cogió con avidez y las acercó a la luz del fanal.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. ¡Apenas se conservan palabras!
—Del Diario de la Asamblea no —convino Ebenezer—. Le refirió luego cómo le había robado los papeles a Pound y cómo se los había llevado consigo tras saltar de la tabla de los piratas.
—Mala suerte para Maryland que hayamos perdido esta prueba —concluyó, y volvió a reírse al ver la contrariedad de Burlingame—. ¡Alegra esa cara, Henry! ¿Crees que me iba a esperar ni dos minutos con semejante presa entre mis manos sin leer el reverso?
—¡Loado sea Dios! ¡También has aprendido a burlarte!
Sin más preámbulos, aunque la noche casi había concluido, Ebenezer describió la historia secreta del viaje efectuado por el capitán John Smith para remontar la bahía de Chesapeake, y narró, con cierto azoramiento, todo el cuento de la voraz reina de Hicktopeake.
—¡Esto es de una excelencia sublime! —exclamó Henry al final—. Sabemos que sir Henry regresó vivo de la ciudad de Powhatan en compañía de Smith y que lo acompañó durante el viaje por la bahía. Lo que es más, conforme a lo que hemos sabido, se aborrecían y se deseaban mal; por otra parte en la Historia General de Smith no se dice ni palabra de Burlingame. ¿Crees que le daría muerte?
—Esperemos que no antes de que sir Henry hubiera engendrado un hijo —dijo Ebenezer—. En el mejor de los casos, su parentesco más próximo con respecto a ti sería el de abuelo. —Entonces recordó lo que Meech le había comentado a Pound (que de ser él Baltimore, repartiría el diario entre varios compinches que se apellidaran Smith)—. Lo habría recordado antes de no ser porque estoy medio muerto de sueño; puede que Pound no dijera nada, con lo enfadado que Coode estaba con él.
—O puede que sí, para redimirse un poco. —Burlingame se puso en pie y se estiró—. En todo caso lo mejor que podemos hacer es irnos a descansar sin mayor dilación. Durmamos un poco ahora y por la mañana haremos planes.
Los deseos que tenía el Laureado de dormir fueron más fuertes que sus temores con respecto al capitán Mitchell. Burlingame y él recorrieron la soñolienta mansión y llegaron a la alcoba donde el segundo había estado a punto de perder la virginidad hacía unas horas. Bertrand no se encontraba allí.
—El primero a quien vi fue a tu Bertrand —dijo Henry— y apenas pude dar crédito a mis ojos. Cuando me dijo que estabas aquí lo mandé a dormir con los criados para que tú y yo pudiéramos hablar en paz. Por la mañana puede ir a Saint Mary en carreta con uno de nuestros hombres y reclamar tu baúl.
—Sí, muy bien —dijo Ebenezer, aunque sólo había oído a medias las palabras de Henry. No mucho antes, en el establo, se había sentido extrañamente molesto por la mención que hiciera su amigo de Bertrand, sin saber muy bien por qué; ahora recordó lo que el criado le había dicho tras el primer encuentro que tuvo con él a bordo del Poseidón, hacía ya casi medio año: que habían tenido lugar varios encuentros entre criado y tutor, de los que Burlingame no había dicho nada; que existía una relación entre éste y Anna (el recuerdo de la cual, comprensiblemente, resultaba de lo más desagradable a la luz de lo que Ebenezer había averiguado sobre las prácticas amorosas de su amigo).
Burlingame dejó en el suelo el fanal tapado y comenzó a desvestirse con el fin de acostarse.
—Lo más sensato, entonces, sería decirle a Bertrand que cruzara la bahía con el baúl y se fuera directamente a Malden. Es sólo cuestión de…
—¡Henry! —interrumpió el Laureado.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan alarmado? —Burlingame se rio—. Vamos, hombre, no falta mucho para que amanezca.
—¿Dónde está el nombramiento que me dio lord Baltimore?
Por un momento Burlingame pareció sorprenderse; luego sonrió.
—¿Así que tu criado te ha dicho que lo tengo yo?
—No —dijo Ebenezer con tristeza—. Lo que pasa es que yo no lo tenía.
—Entonces no cabe duda de que se le olvidó decirte que se lo tuve que comprar —dijo Henry, malhumoradamente— merced a un soborno de cinco libras, con el único fin de salvaguardarlo hasta llegar a Maryland. ¡Cuánto me hubiera gustado que Slye y Scurry hubieran cogido a ese bribón cuando todavía lo tenía él! ¿No lo entiendes, Eben? ¡Ese papel garantizaba la muerte de su portador! Aun así, tu leal criado hizo una copia bastante buena, contándome que era para presumir en Londres… ¡A mí ni se me pasó por la imaginación que fuera a robarte el puesto cuando estuvierais en el Poseidón!
Burlingame puso la mano en el brazo del poeta.
—Querido muchacho, ya es muy tarde para disputas.
Pero Ebenezer se apartó.
—¿Dónde está oculto el papel?
Burlingame suspiró y se metió en la cama.
—En el océano, frente a las Bermudas, a cuarenta brazas de profundidad.
—¿Qué?
—Fue la única vez que Slye y Scurry me la jugaron. Les oí cuando tramaban registrar mi camarote en busca de unas joyas que ellos creían que el rey de Francia le había entregado a Coode; dispuse de una hora para acumular los papeles en los que figuraba el nombre de Coode y deshacerme de los demás. ¡No, no pongas esa cara de abatimiento! Hace mucho que te escribí otro, con la esperanza de que estuvieras vivo.
—¿Pero tú cómo puedes…?
—En calidad de agente de milord en tales asuntos —dijo Burlingame—. Se bajó de la cama y, sacando una llave del bolsillo del calzón, abrió un cofre que habia en un rincón de la estancia. Con la ayuda del fanal seleccionó uno entre los diversos papeles que había en el cofre y se lo entregó a Ebenezer para que lo examinara. —¿Te deja satisfecho?
—¡Pero si es el original! ¡Me estás tomando el pelo!
Burlingame hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tiene dos semanas de antigüedad a lo sumo; podría hacer uno igual en cosa de cinco minutos.
—¡Entonces a fe mía que eres el mejor falsificador de caligrafías que hay en el mundo!
—Puede que lo sea, pero no me haces un honor excesivo en este caso. —Henry sonrió—. Fui yo quien redactó el original.
—¡No es posible! —exclamó el poeta—. ¡Yo mismo vi cómo lo redactaban!
Henry asintió.
—Me acuerdo muy bien. No parabas de enredar con los cordones de la vaina del espadín y casi te meas de pura alegría.
—Fue Baltimore en persona…
—Nunca has visto a Charles Calvert —dijo Burlingame—. Ni tampoco lo ha visto últimamente ningún desconocido que se haya allegado a su puerta sin haber sido convocado: una de mis obligaciones consistía en recibir a dichas personas y ocuparme de que se fueran. Cuando te anunciaron le rogué a milord que me permitiera disfrazarme como si fuera él, conforme acostumbraba yo a hacer con determinadas visitas. Era tan sólo cuestión de empolvarse la barba y simular rigidez en las articulaciones… —Burlingame alteró la voz, haciendo que sonara exactamente igual que la que le narró a Ebenezer la historia de la provincia—. Imitar su voz y su caligrafía era un juego de niños.
Ebenezer no fue capaz de contener su decepción; los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Vamos, vamos, ¿qué importancia tiene? —Burlingame se sentó en la cama junto a él y le pasó el brazo por los hombros.
—Por esa misma razón me hice pasar por Peter Sayer temporalmente: para velar por tus sentimientos. Además, Baltimore oyó cuanto dije y lo refrendó. Te juro que tu nombramiento goza enteramente de su bendición.
Henry abrazó a Ebenezer.
—Dime la verdad, Henry —exigió el Laureado, apartándose—. ¿Cuál es tu relación con Anna?
—Ah, de nuevo el amigo Bertrand —dijo con calma Burlingame—. ¿Tú cuál crees que es?
—Yo creo que estás secretamente enamorado de ella —le acusó Ebenezer.
—Pues estás en un error, no hay ningún secreto en ello.
—¿Nada de citas ni de encuentros secretos? Nada de decir pichoncito mío ni palomita mía.
—¡Mi querido amigo, contente! —dijo Henry con firmeza—. Tu hermana me hace el honor de corresponder a mi interés y, en consecuencia, tiene el buen sentido de no desear como invitados a la cólera de su padre y de su hermano. En cuanto a mí, yo la amo de la misma manera que te amo a ti, ni más ni menos.
—¿Ah sí? ¿Y qué manera es ésa? —preguntó el poeta—. ¿No debemos añadir también a la lista a Porcia, a Dolly la de El Rey de los Mares, a Henry More, y a los rugosos troncos de los árboles? ¿Por qué te echó mi padre de Saint Giles?
—Estás harto alterado —dijo Burlingame, aún sentado en la cama—. Déjame que te apacigüe.
Las lágrimas arrasaban las mejillas de Ebenezer.
—¡Hijo de Sodoma! —exclamó y se abalanzó sobre su tutor—. ¡Has acabado con la virginidad de mi hermana y ahora codicias la mia!
Aunque la altura y la iniciativa estaban de su parte, el Laureado no era rival para Burlingame, que era algo más recio, mucho más coordinado de movimientos e infinitamente más ducho en las artes del combate: en menos de un minuto tenia a Ebenezer inmovilizado boca abajo, encima de la cama y con un brazo retorcido por detrás.
—La verdad, Eben —dijo—, es que siempre os he deseado a los dos desde que teníais doce años, tanto era lo que os amaba. Lo que encolerizó a Andrew fue que se sospechó algo de ese amor, así que me echó. Pero yo te juro que por lo que a mí me concierne, tu hermana aún sigue siendo virgen. En cuanto a ti, ¿crees que no podría forzarte ahora si quisiera? Y, sin embargo, no lo hago, ni quiero hacerlo; la violación tiene sus alegrías, pero no vale tanto como tu amistad ni como el amor de tu hermana.
Henry soltó a Ebenezer y se tumbó, dándole la espalda. El poeta, impresionado por lo que acababan de decirle, no hizo ademán de renovar su ataque, ni siquiera de cambiarse de postura.
—¿Qué puede salir de un amor entre Anna y yo? —preguntó Burlingame—. No tengo bienes ni protección, ni siquiera familia. ¿Crees que desperdiciaría mi semilla con una cerda si pudiera darle un hijo a Anna Cooke? ¿Crees que andaría trotando por el mundo si pudiera tomarla por esposa? Me parece que tu amigo McEvoy dijo la verdad, Eben: ¡no sabes nada del mundo real!
El Laureado sintió instantáneamente verdadera lástima de la suerte de su amigo, pero como no sabía en qué medida debería sentirse ultrajado y como las revelaciones concernientes a Anna y lord Baltimore en realidad le hicieron sentir una especie de amarga melancolía, ni su lástima ni su cólera hallaron voz. A la luz de todo aquello no acertaba a ver cómo iba a ser capaz de volver a mirar a Burlingame a la cara, no digamos ya dormir en la misma cama que él. ¿Qué podrían decirse ahora? Se sentía indeciblemente engañado y molesto, lo cual era un sentimiento no enteramente desagradable. Con el rostro hundido en la almohada y los ojos humedecidos por la lástima que sentía de sí mismo, recordó uno de los sueños prodigiosos que había tenido cuando se encontraba sin sentido en el castillo de proa del Poseidón: Burlingame y Anna estaban juntos, saludándole desde la borda del buque, mientras él nadaba en el seno de las aguas tibias del mar en calma. La visión era tan conmovedora que Ebenezer se abandonó completamente a la misma; cerró los ojos y dejó que el mar le bañara cálidamente la espalda y las posaderas.